JESÚS, SEÑOR DE LO IMPOSIBLE
Nos hallamos, así, ante dos grandes polos de la Revelación del
Nuevo Testamento. Por una parte, Jesús muerto y resucitado aparece
en su gloria como el Salvador de todos los hombres y de todo el
universo. Por otra, este mismo Jesús aparece como un signo de
contradicción, «puesto para caída o elevación de muchos en Israel» (
Lc 2,34 ); el Juez soberano que «en su mano tiene el bieldo» (Lc
3,17); el que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; el que
llamará a unos para que reciban la herencia del Reino preparada
para ellos desde el comienzo del mundo (Mt 25,34) y enviará a los
otros lejos de sí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y
sus ángeles (Mt 25,45). ¿Cómo conciliar estas dos imágenes de
Cristo, estas dos revelaciones del rostro de Dios en la historia de los
hombres: el que lo juzga todo para una última discriminación de
condenados y elegidos y el que lo reúne todo, hasta la última oveja
perdida, para la alegría de la salvación universal, a gloria del Dios
Creador y Salvador?
Las contradicciones luminosas
RV/COTRADICCION:BI/CONTRADICCION:
La revelación del misterio pasa más de una vez en la Biblia a través
de expresiones aparentemente contradictorias. Así como necesitamos
dos ojos para que una misma mirada pueda captar la profundidad, así
estas oposiciones que parecen irreductibles nos conducen a una
superación y orientan la fe hacia la oscuridad luminosa del misterio de
Dios.
Jesús asume lo mismo las profecías de Daniel, que anuncian el
triunfo del Hijo del Hombre, que las de Isaías, que anuncian las
humillaciones del Siervo de Yahvé. Y las da cumplimiento. Ahí está su
misterio: su propia humillación por debajo de todos será su
glorificación por encima de todos mediante el triunfo de la Cruz.
Jesús promete a sus discípulos que su Evangelio será anunciado
hasta los confines del mundo: «Id por todo el mundo, proclamad el
Evangelio a todas las criaturas» (Mc 16,15). «Haced discípulos a
todas las gentes» (Mt 28,19). «Seréis mis testigos en Jerusalén, en
toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hech 18).
Pero a la vez anuncia una Iglesia perseguida, expuesta a todas las
contradicciones, que seguirá pequeña como la levadura en la masa o
la sal en los alimentos, y se pregunta: «Cuando venga el Hijo del
Hombre, ¿hallará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8).
Podrían multiplicarse los ejemplos. La pedagogía de Dios se sirve a
menudo de la contradicción para introducirnos en la profundidad del
misterio.
Estas disonancias dificultan a la razón, tentada siempre de plantear
un proceso de reducción de contrarios a base de atenuar los
extremos: Jesús, Hijo de Dios, ultrajado por los sirvientes, sí, pero no
es sino una apariencia. Jesús, Hijo del Hombre, elevado a la gloria de
Dios, sí, pero no es más que en adopción.
La primera reducción sería la del silencio. El juicio, la condenación,
el infierno, son algo inadmisible ya para nuestro tiempo, no se hable
más de ello. Una segunda etapa consistirá en justificar ese silencio: la
desmitologización, que empieza por una crítica de las imágenes,
acaba a veces por vaciar, junto con el lenguaje que lo expresa, el
contenido mismo de la Revelación.
En el otro extremo, ¡cuántos teólogos se han afanado por regular el
universalismo de la salvación en Jesucristo para hacer sitio al
infierno...! Inventaron una «gracia eficaz» que salva efectivamente y
una «gracia suficiente» que podría salvar, pero no salva.
Es preciso respetar intactas la afirmación firme y la oposición
absoluta de estos dos polos de la Revelación. Su misma tensión nos
lleva al corazón del misterio: el misterio del hombre y el misterio de
Dios, reconciliados en Jesucristo. La salvación de todos es
imposible, puesto que hay condenados. Es evidente. Al menos, es
una primera certeza para quien razona. Pero hay una segunda
certeza, no menos poderosa, para el que cree: Dios es el Señor de
lo imposible.
El Éxodo o el Paso imposible D/SR-IMPOSIBLE
«Dios es el Señor de lo imposible»: no es ésta una afirmación
ocasional que pudiera encontrarse en uno u otro texto del Antiguo o
del Nuevo Testamento.
Es toda la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, la que
revela esta certeza. Ese es, a través de mil situaciones paradójicas, el
mensaje central: un gran eje hacia el que convergen todos los
caminos. «Señor de lo imposible», ese es el Rostro de Dios, el
Nombre de Dios, el Misterio de Dios tal como se revela
progresivamente a través de la historia de los hombres. De forma que
lo imposible se convierte en el lugar privilegiado de la revelación
histórica de Dios.
Hacer el inventario de todas esas «situaciones imposibles», de
todos los parámetros de lo imposible, de todas esas impotencias
humanas en las que Dios se ha dado a sí mismo «el momento
favorable» para revelarse, sería verdaderamente releer la Biblia
entera.
El Éxodo, el Deuteronomio, el libro de Josué, son los lugares
privilegiados de esta primera revelación de Dios como Señor de lo
imposible en la historia de su pueblo.
Salir de Egipto es imposible: el faraón es el más fuerte y el pueblo
de Dios está sin armas. El Señor acumula prodigios y, al final, es el
faraón mismo quien les pide que se vayan. «Llamó Faraón a Moisés y
a Aarón, de noche, y les dijo: «Levantaos y salid de en medio de mi
pueblo... Id a dar culto a Yahvé, como habéis dicho. Tomad también
vuestros rebaños y vuestras vacadas, como dijisteis. Marchaos y
bendecidme también a mí» (Ex 12,31-32).
Pero el Faraón va tras ellos en su persecución. Delante está el mar
Rojo, detrás los egipcios, que vienen con fuerza. ¡Imposible salvarse!
Pero Dios está allí: «Hendió la mar y los pasó a través» (Sal 78,13 ).
Ahora queda delante el desierto. ¡El desierto es la encrucijada de
los imposibles! No hay agua, ni alimentos, ni caminos. ¿Qué hacer?
Dios será su guía: «De día los guiaba con la nube y cada noche con
resplandor de fuego» (Sal 78, 14). ¿Puede Dios alimentarlos?, «¿es
capaz de aderezar la mesa en el desierto?» Pues sí: «En el desierto
hendió las rocas, los abrevó a raudales sin medida» (Sal 78,15).
¿Quién les dará la Tierra prometida? ¡Conquista imposible! «Para
plantarlos a ellos, expulsaste naciones... No estaba en mi arco mi
confianza, ni mi espada me hizo vencedor; que Tú nos salvabas de
nuestros adversarios» (Sal 44,2.7-8).
No merece la pena buscar tras las palabras las realidades
evocadas. La lección del Éxodo quedó inscrita para siempre en la
memoria del pueblo de Dios. Lo imposible del hombre es lo posible de
Dios: Dios es el Señor de lo imposible.
La esterilidad fecunda
Hay que vivir en Oriente o en África para poder medir lo que para
una mujer, para una pareja, representa la esterilidad. Para una mujer,
la fecundidad es su feminidad realizada; ser madre es su dignidad y
su alegría; ser estéril es ser inútil, despreciada, no existir socialmente.
Para un hogar, la esterilidad es la peor de las calamidades, una gran
tristeza, un fracaso total. Quedar sin hijos es morir dos veces.
No hay situación humana en la que el hombre sienta más su
«impotencia». El término mismo ha acabado orientando el significado
en ese sentido.
Pues bien, a través de toda la Biblia es, precisamente en este lugar
privilegiado de la impotencia del hombre y de la mujer, donde Dios
revela su poder.
La risa de Sara
Es la señal de la omnipotencia misericordiosa de Dios se concede
ya desde la aurora misma de la Alianza en la esterilidad fecunda de
Sara, esposa de Abraham. Es conocido el relato que se han ido
transmitiendo las generaciones.
Abraham tiene 99 años y Sara 90, y no tienen hijos, cuando el
ángel del Señor se le aparece y le dice: «Yo soy el Dios
Todopoderoso, anda en mi presencia y sé perfecto. Quiero hacerte el
don de mi alianza entre nosotros dos y te multiplicaré sobremanera»
(Gn 17,1-2). Verdaderamente, las promesas de Dios son admirables y
graciosas: ¡no se da cuenta! «Abraham cayó rostro en tierra y se
echó a reír, diciendo en su interior: ¿A un hombre de cien años va a
nacerle un hijo, y Sara, a sus noventa años, va a dar a luz? » (Gn
17,17).
Y, sin embargo, eso que era imposible sucedió. «Yahvé visitó a
Sara como lo había dicho e hizo Yahvé por Sara lo que había
prometido. Concibió Sara y dio a Abraham un hijo en su vejez, en el
plazo predicho por Dios» (Gn 21,1-2). «Abraham era de cien años
cuando le nació su hijo Isaac» (Gn 21,5). Isaac lleva bien su nombre:
«Dios sonríe=¡hijo de la risa!» «Y dijo Sara: Dios me ha dado de qué
reír; todo el que lo oiga se reirá conmigo.» (Gn 21,6).
La oración de Ana
Diez siglos más tarde, he aquí a otra mujer, ésta envuelta en llanto
porque «su rival la zahería y vejaba de continuo, porque Yahvé la
había hecho estéril» (1 Sam 1,6). Es Ana, madre de Samuel. Llena de
amargura, llora entre sollozos: «¡Oh, Yahvé Todopoderoso! Si te
dignas mirar la aflicción de tu sierva y acordarte de mí, no olvidarte de
tu sierva y darle un hijo varón, yo lo entregaré a Yahvé por todos los
días de su vida y la navaja no tocará su cabeza» (1 Sam 1,11). Y se
realizó el milagro: «Elcaná se unió a su mujer Ana y Yahvé se acordó
de ella. Concibió Ana y dio a luz un niño a quien llamó Samuel, porque
-dijo- se lo he pedido a Yahvé» (1 Sam 1,19-20). Entonces estalla de
alegría: «Mi corazón está radiante de alegría gracias a Yahvé... La
estéril da a luz siete veces, la de muchos hijos se marchita. Yahvé da
muerte y vida, hace bajar al sheol y retornar..., pues de Yahvé son los
pilares de la tierra y sobre ellos ha sentado el universo... Yahvé
juzgará a la tierra entera, dará pujanza a su Rey, exaltará la frente de
su Mesías» (1 Sam 2,110).
El cántico de María:
la Virgen Madre
Este cántico evoca otro, el de María, Madre de Jesús. En la
irradiación de la esterilidad fecunda se establece el lazo de unión
entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En el umbral del Evangelio
aparecen dos mujeres, Isabel y María, dos testigos de la omnipotencia
de Dios, que da la vida allí mismo donde no cabe esperanza de vida.
El lazo de unión entre estos dos signos lo establece el ángel, que
se dirige a María: concepción de la estéril y fecundidad de la virgen:
una y otra, testigos de Dios que lo puede todo.
«María preguntó al ángel: ¿Cómo será esto, puesto que no conozco
varón? El ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te revestirá con su sombra; por eso el que ha de
nacer será santo y será llamado Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu
pariente, ha concebido un hijo en su vejez y éste es ya el sexto mes
de aquella que llaman estéril» (Lc 1,34-36).
A Sara, que duda y que se ríe, el ángel de Yahvé le había dicho en
el encinar de Mambré: «Ninguna cosa es imposible para Dios»
(/Gn/18/14). A María, que cree y que ora, el ángel le dice: «Ninguna
cosa es imposible para Dios» (/Lc/01/37). Y María recoge la
inspiración del cántico de Ana: «Engrandece mi alma al Señor y mi
espíritu se llena de alegría a causa de Dios, mi Salvador..., porque el
Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre» (Lc
1, 46-49).
Resucitar a los muertos
Todos los milagros de Jesús le revelan como el Señor de lo
imposible. Los judíos lo conocen perfectamente: es el nombre de Dios
en la historia de los hombres: «Yahvé, nada es imposible para ti» (Jer.
32,17).
Pues, ¿quién es El? Jesús no confiesa su divinidad: la vive. Ahí está
la tempestad desencadenada sobre el lago, «tan grande que las olas
llegaban a cubrir la barca». Los apóstoles se asustan: «¡Señor, que
perecemos...!» Entonces, de pie, increpó a los vientos y al mar y
sobrevino una gran bonanza... Y ellos decían: «¿Quién es éste, que
hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mt. 8,23-27). Pero el lugar
supremo de lo imposible es la muerte. El refrán popular lo dice bien:
«Mientras hay vida hay esperanza». Mientras hay un soplo de vida,
hay esperanza, todo es posible. Puede uno salir de la enfermedad,
curarse, volver a partir, revivir. Cuando haya muerto, se acabó. Con la
muerte se llega a un apunto de no-retorno». Es irreversible; uno no
vuelve; ya no hay nada que hacer. Un buen médico puede curar
enfermos, pero de la muerte nadie puede curar. Es imposible.
El que venza a la muerte es más que un hombre. Es el Señor de lo
imposible. Jesús se revela Hijo de Dios ante la muerte
Jesús afronta la muerte humana. Coincide con ella, sale a su
encuentro para revelarse en esa decisiva confrontación: «Entonces
Jesús les dijo abiertamente: Lázaro ha muerto, y me alegro por
vosotros de no haber estado allí, para que creáis» (/Jn/11/14-15).
Se trata de la muerte humana con toda su ignominia: «Le responde
Marta: Señor, ya huele, es el cuarto día» (Jn 11,39). Se trata de la
muerte de un amigo, con su tristeza: «Señor, ven y lo verás. Jesús se
echó a llorar. Los judíos, entonces, decían: Mirad cómo le quería» (Jn
11,34-36). Ni se les pasaba por la cabeza que pudiera resucitarle; no
tenían palabras, ni pensamientos, ni imágenes para figurarse tal cosa:
es imposible.
Jesús llora como hombre la muerte de un amigo. Y actúa como Dios
en cuanto Señor de la vida. «Gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera!
Y salió el que había estado muerto, atado de pies y manos con
vendas y envuelto el rostro en un sudario» (Jn 11,43-44). «Muchos de
los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había
hecho, creyeron en El» (Jn l 1,45).
Y, sin embargo, todavía no es éste el triunfo de Jesús sobre la
muerte, sino sólo un signo que la anuncia, la aurora de la gran
victoria, la victoria de la Cruz.
MU/RS/LAZARO: Empleamos el mismo término para hablar de la «resurrección» de Jesús y de la «resurrección» de
Lázaro y del hijo de la viuda de Naím. Pero no es la misma realidad. No existen términos en nuestro lenguaje, ni imágenes en nuestro
mundo terrestre, para imaginar y expresar la resurrección de Jesús. Pertenece a un orden distinto de todo lo que conocemos.
J/LAZARO:La resurrección de Lázaro es la vuelta a una vida mortal,
a una vida semejante a la que tenía antes, a una vida semejante a la
de todos los demás hombres de su tiempo y de todos los tiempos: una
vida para la muerte. La resurrección de Jesús es la entrada en una
vida nueva, una vida sin muerte en el horizonte. Una vida para
siempre: la Vida. La misma, y completamente distinta, una vida nueva.
No ya sólo la vida enraizada en la tierra y el agua, la carne y la sangre
y sujeta al ciclo biológico de la muerte humana. Sino una vida
transformada por la vitalidad de Dios, animada por el Espíritu de Dios,
una vida glorificada en Dios, la Vida eterna.
La resurrección de Lázaro es la victoria de Jesús sobre una muerte.
La resurrección de Jesús es la victoria de Cristo sobre la muerte.
Lázaro resucita para sí solo y no arrastra a nadie consigo en su
vida prolongada. Jesús abre un mundo nuevo, más allá de la muerte,
para la Humanidad entera. Más que un milagro, una creación nueva.
Sólo El podía hacer esto, librarnos de la muerte: ¡El. el Señor de lo
imposible!
Victoria sobre la segunda muerte
J/VICTORIA-MU:MU/J-VENCEDOR No obstante, al decir esto, no
hemos considerado aún más que un aspecto del misterio de la Cruz y
no el principal; su superficie más que su profundidad; porque la
victoria de Cristo sobre la muerte física del hombre es el signo que
hace patente y realiza una victoria de muy distinta manera importante
y decisiva para la Humanidad entera: su victoria definitiva y completa
sobre la muerte espiritual que es el pecado.
A través de toda la revelación bíblica, la muerte y el pecado van
ligados. Todo el misterio de redención se desarrolla en esos vínculos
que son complejos y que resulta imposible detallar. Podemos retener
lo siguiente:
MU/P/RELACION: La muerte física es el signo de la muerte espiritual, que viene del pecado y que es radicalmente el
rechazo de Dios en medio de la suficiencia del hombre. El carácter irreversible de la muerte biológica señala bien la
irreversibilidad más pesada aún de la condenación. Las congojas de la muerte, la soledad en que nos sume, la implacable violencia que
ejerce, la descomposición que lleva consigo, el vacío en que sumerge, los sufrimientos que la rodean, son otras tantas realidades humanas,
cotidianas y dramáticas, que al creyente han de hacerle abrir los ojos del corazón a esa miseria, a ese sufrimiento, a esa soledad;
realidades más espantosas que la muerte física, como son las del
pecado y la condenación que lleva consigo, en medio del rechazo de
Dios y de la separación de los demás.
Y hay más aún: una especie de misteriosa casualidad. La muerte es
el signo del pecado y, por lo mismo, el pecado es causa de la muerte.
No es que haga falta imaginarse un mundo anterior en el que la vida
no sería mortal, mundo perturbado por el pecado que habría
introducido la mortalidad. Esa presentación mítica revela una realidad
profunda. Para la mirada del creyente, el mundo entero, el cielo y la
tierra, las plantas y los animales están orientados a la aparición del
hombre (cfr. Gn. 1 y 2).
La consideración del sabio no está lejos de coincidir, hoy día, con
esta perspectiva de fe. Pero lo que la Palabra de Dios nos revela es
que, si todo el universo está ordenado al hombre y está orientado
desde dentro a que sea la cuna de la Humanidad y el lugar de su
desarrollo, ese universo no sólo tiene la vocación de ampararle y
alimentarle, sino además, bajo el soplo del Espíritu, la de instruirle: El
hombre descubre lo que él mismo es, mirando al mundo.
Por esto el mundo engendra y expresa en todas sus etapas la
condición humana; todo el universo es solidario del hombre y de la
Humanidad entera en la totalidad de su historia. En los planes de Dios
todo tiene su consistencia. Por eso el pecado del hombre repercute
en el mundo.
Su suficiencia le separa de Dios y le reduce a nada; y la muerte le
revela el vacío existencial en el que se hunde si se separa de su
Creador.
Por eso San Pablo puede escribir en la carta a los Romanos que
«por un solo hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la
muerte» (Rm 5,12), o también en la carta a los Corintios: «El aguijón
de la muerte es el pecado» (1 Co 15,56 ) .
Con gran profundidad, el Apocalipsis denomina a la condenación
«segunda muerte»: «Pero los cobardes, los incrédulos, los
abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y
todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego
y azufre-que es la segunda muerte» (Apoc 21,8). La traducción
ecuménica de la Biblia comenta: «Se trata de la muerte última y
definitiva, llamada segunda por contraste, sin duda, con la muerte
corporal»: la condenación.
Así, lo más grave, lo peor, lo hondo de la muerte física, es la muerte
espiritual. La enfermedad más mortal es el pecado. La verdadera es
la muerte eterna; la más espantosa descomposición es la
condenación. El sepulcro más inevitable, el infierno.
Por eso, no ver en la Resurrección más que la victoria de Cristo
sobre la muerte en sentido físico es desconocer su profundidad. La
victoria de Cristo sobre la muerte física es el signo eficaz de su
victoria sobre la muerte espiritual. Eso es lo esencial. Librándonos de
la muerte, Cristo nos libra del pecado. Resucitado y victorioso de la
muerte, derriba la piedra sellada del sepulcro y, en virtud del mismo
impulso, el Señor de lo imposible rompe los cerrojos del infierno.
Ambas perspectivas están tan íntimamente ligadas en el Nuevo
Testamento, en el plano del significado y de la realización, que se
confunden en el lenguaje.
Así, en la carta a los Romanos: «Lo mismo que el pecado reinó en
la muerte, así también, en virtud de la justicia, reina la gracia para la
vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor» (Rm 5,21). ¿Qué muerte?
La muerte ligada al pecado es, desde luego, la muerte física, pero al
mismo tiempo, y más todavía, es la muerte espiritual: la condenación
(cfr. Rm 6,25).
Muerte y vida, pecado y gracia, mantienen toda la amplitud y las
afinidades de sus significados. Pero lo esencial del misterio se juega
en el plano espiritual del pecado y de la gracia, de la condenación y
de la salvación.
Así, en San Juan, cuando Jesús dice: «Si alguno guarda mi palabra,
no experimentará la muerte jamás» (Jn 8,52), o después de la
resurrección de Lázaro: «Jesús le respondió: Yo soy la Resurrección y
la Vida. El que crea en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y
cree en mí, no morirá jamás...» (Jn 11,25-26). La victoria sobre la
segunda muerte, la del pecado, se vuelve tan esencial que desde el
momento en que queda asegurada, triunfa la vida y la muerte física
queda ya superada. La verdadera muerte es la muerte eterna; quien
la haya vencido, no morirá jamás.
Esa es la liberación que Jesús nos trae. Su victoria sobre la muerte
es victoria sobre el infierno. «El que tenga oídos, oiga lo que el
Espíritu dice a las Iglesias: el vencedor no sufrirá daño de la muerte
segunda» (Apoc 2,11). «Dichosos y santos los que participan en la
primera resurrección: la segunda muerte no tiene poder sobre éstos»
(Apc. 20,6).
La victoria de Jesús sobre la muerte corrobora toda su obra
terrestre con la firma del Señor de lo imposible. Esa victoria es la
cima, la corona de todas las victorias de Dios sobre las impotencias
del hombre. Sin embargo, el significado último de la Resurrección en
sí misma no es sólo el Cristo vencedor de la muerte física, sino mucho
más el Cristo victorioso de la muerte segunda, vencedor del pecado
con todas sus atroces consecuencias, vencedor del infierno. Ahí es
donde se manifiesta de la manera más decisiva y más paradójica
como Señor de lo imposible: Dios Salvador.
Y cómo podrá
suceder esto?
Cuando Dios nos revela los designios admirables de su amor, no
tenemos que hacerle preguntas. Habitualmente nos revela lo que
quiere hacer sin decirnos cómo quiere hacerlo.
Hay preguntas que proceden de la duda, de las objeciones de las
dificultades que el hombre opone al plan de Dios. Pero hay preguntas
que proceden de la fe. Estas son, entonces, la expresión misma de la
fe que busca la inteligencia de aquello que Dios va ciertamente a
realizar. Para que el objeto de nuestra fe pueda ser formulado,
afirmado ante nosotros mismos y comunicado a los demás, es preciso
que nos sea inteligible.
Cualquier pregunta cristiana sobre la salvación universal de la
Humanidad y de la creación entera no puede proceder de una duda ni
formular una objeción, como si eso fuera imposible a Dios, ya que se
nos ha revelado repetidas veces que «a Dios todo le es posible».
Nuestra pregunta, como la de María, es una pregunta inspirada por
la fe. No consiste en reírnos interiormente y decir incrédulamente:
«Pero, Señor, eso no se puede, eso sobrepuja tus propias
posibilidades, toda vez que existe el pecado», sino en decir
interiormente y proclamar con alegría: «Sí, Señor, se hará como tú
dices..., hágase en nosotros según tu Palabra. Pero ilumina aún
nuestra fe: puesto que tú mismo, en tu misericordia infinita, nos has
revelado el infierno y los horrores de la condenación, y hoy nos
hablas claramente de la salvación de todos, nos atrevemos a
preguntarte como María: ¿Cómo puede ser esto?»
Y descubrimos ya en Jesucristo la admirable respuesta que nos
das. A la pregunta sobre el misterio de la salvación universal tú nos
respondes con una sola palabra, que es tu Palabra viva en medio de
nosotros: «En Jesucristo Hijo de Dios Salvador. » Eso basta.
Ese misterio de Cristo es de una inagotable riqueza. Profundizar en
él cada día es descubrir sin fin el admirable designio de tu Amor, que
es precisamente el misterio de la salvación. Responder a esta
pregunta es contemplar la totalidad del hombre y de su historia y, si
se puede decir así, la totalidad de Dios y de su manifestación al
mundo en la realización de la salvación: descubrirlo para vivirlo y para
así descubrirlo aún más.
Es aquí donde acude en nuestra ayuda la gran fórmula del Símbolo
de la fe, tomada de la primera carta de Pedro y proclamada en todas
las asambleas cristianas por la Iglesia entera, animada por el Espíritu:
«Bajó a los infiernos».
Para nosotros no se trata de descubrir en este artículo de fe un
acontecimiento particular de la vida de Cristo, local y
cronológicamente situado entre el Viernes Santo a las tres del
mediodía y la mañana de Pascua, sino que más bien se trata de una
dimensión de la totalidad del misterio de Cristo que nos es revelada
en esos términos y que ilumina de forma singular toda la historia de la
salvación. Para captar el significado profundo de esta expresión de la
fe, lo mejor es, una vez más, volver a sus fuentes bíblicas.
Es preciso volver al gran texto de la primera carta de Pedro:
«Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por
los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en
el Espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus
encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la
paciencia de Dios, en los días en que Noé construía el arca, en la que
unos pocos, es decir, ocho personas, fueron salvados a través del
agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva y que no
consiste en quitar la suciedad del cuerpo, sino en pedir a Dios una
buena conciencia por medio de la Resurrección de Jesucristo, que,
habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios y le están sometidos
los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades» (/1P/03/18-22).
Se trata de una honda reflexión postpascual sobre el significado y
valor salvífico de la muerte y de la resurrección de Jesús.
Como ha subrayado ·Jeremías-J (1), Pedro expresa su revelación
soteriológica a través de tres registros de comparación. En primer
lugar, la referencia fundamental del misterio pascual cristiano a la
Pascua judía: «Cristo es el verdadero cordero sin tacha y sin mancilla,
muerto para expiar, de una vez por todas, nuestros pecados» (cfr 1
Pe 1,19; 3,18). En segundo lugar, refiriéndose al capítulo 53 de
Isaías, es el Siervo de Yahvé: «El mismo que, sobre el madero, llevó
nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, liberados de nuestros
pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido
curados» ( 1 Pe 2,24 ) . Por fin, en tercer lugar, siempre para
explicitar este sentido de la muerte de Jesús, la carta recoge de forma
expresiva el tema teológico de la bajada y predicación en los infiernos
(1 Pe 3,19-20; 4,6).
Situado en su contexto, este pasaje tiene, por lo tanto, el alcance
de una revelación acerca del misterio de la salvación realizado a favor
nuestro en la persona de Jesucristo. Su «bajada a los infiernos» y su
«predicación a los muertos» proyectan una luz nueva sobre su muerte
y su resurrección como fuente de salvación para nosotros y para
todos. ¿Qué luz?
Esta palabra de Dios puede ser recibida, parece, como a dos
niveles de profundidad: el primero concierne a la difusión de la
salvación en Jesucristo; el segundo, a su ejecución. La luz que se nos
proyecta concierne, por tanto, al universalismo de la salvación
mediante la Cruz y, por otra parte, a su modo de realización.
El universalismo de la salvación
mediante la Cruz
En este punto nos encontramos en el corazón de la reflexión
postpascual de Pedro. Jesús, el que murió, resucitó; el que fue
humillado al rango de los malhechores, está exaltado a la derecha del
Padre; el que fue humillado como un condenado ha sido glorificado
como Hijo de Dios. Más aún, a través de todo eso, el que podía ser
considerado como rechazado por Dios, profeta desautorizado por su
fracaso, ha sido manifestado, por su resurrección misma, como Cristo
y Señor. Es el Señor, el Kyrios: el Creador del universo y Dueño de la
historia. Desde ese momento, a la luz de su resurrección, su propia
muerte en la cruz, adquiere un significado nuevo, o más bien deja ver
a nuestros ojos maravillados su significado fundamental y su
irradiación universal: murió por nosotros, por nuestros pecados: es
una muerte que salva.
Así es cómo en el atardecer de la Pascua, camino de Emaús, y bajo
la acción del Espíritu, acude de nuevo a la memoria todo el Antiguo
Testamento: «Empezando por Moisés y por todos los profetas» ( Lc
24,27 ).
El era el Cordero de Dios, el verdadero cordero prefigurado en el
Éxodo cuya sangre derramada salva a todo el pueblo; el Cordero
designado por Juan Bautista como el que lleva y quita el pecado del
mundo.
El es el Siervo sufriente de Isaías (Is 53): con sus heridas fuimos
curados, triturado a causa de nuestras perversidades. «Por sus
desdichas justificará mi Siervo a muchos... Por eso le daré su parte
entre los grandes y con poderosos repartirá despojos» (Is 53, 11-12)
Desde entonces, la historia del mundo ha cambiado de rumbo: llena
de pecados, abrumada de males, se orienta ahora hacia la salvación
del mundo. Después de la muerte y la resurrección de Jesús, la
historia santa de la Humanidad nueva se convierte en cumplimiento de
la salvación que nos ha sido adquirida hasta los límites del mundo y el
fin de los tiempos: la manifestación gloriosa de Jesús Señor del
universo y Salvador del mundo. En ese punto Pedro descubre el signo
de su bajada a los infiernos como una etapa decisiva de ese
cumplimiento o realización de la salvación en Jesús muerto y
resucitado.
Se trata de los infiernos tal como los concebía la mentalidad judía,
no del infierno en el sentido dogmático del término. Se trataba para
los judíos de la morada de los muertos. Pero allí consideraban ellos
como diversas estancias escalonadas en profundidad, hundiéndose
cada vez más en las tinieblas. Eran distintas la de los patriarcas, la de
los justos, la de los profetas mártires, y lo eran en cuanto nivel y en
cuanto condición espiritual. La de los patriarcas, la de los justos, la de
los profetas mártires era, en cuanto nivel y en cuanto condición
espiritual, muy distinta de las de los impíos de los paganos, de los
falsos profetas.
Lo que primero aparece en el texto de Pedro es que Jesús
descendió al más profundo de los infiernos, hasta el que denomina
«infierno de los en otro tiempo incrédulos», el que nosotros
denominaríamos hoy el infierno de los condenados y de los demonios,
el infierno, en una palabra. Lo que allá lleva con su muerte es
indudablemente la Buena Noticia de la salvación: «predicar», según
observa la traducción ecuménica de la Biblia, es «un término técnico
que se refiere a la predicación cristiana», sinónimo de evangelizar o
anunciar la Buena Noticia (2).
La primera significación de este texto es la de anunciar el
universalismo de la salvación a través de una imagen mítica de una
extraordinaria riqueza de significado.
Si nos situamos en aquel tiempo, eso significa que «la salvación
aparecida en Jesús es capaz de alcanzar a todos los hombres, incluso
a los que murieron antes de su venida, por caminos que, a decir
verdad, se ocultan a nuestros ojos» (3). De este modo, lo imposible se
realiza, lo irreversible queda superado. Y con todo, nada hay más
aseverado que lo que está muerto, muerto y bien muerto está; que lo
condenado está condenado para siempre; que lo que pasó, pasó y ya
no puede cambiar; que lo hecho, hecho está. Pues bien, no. A partir
de la Cruz de Jesús, Creador y Salvador del universo, la entera
historia del mundo adquiere un sentido nuevo: los muertos resucitan;
el pasado queda reparado; el pecado, superado; las puertas del
infierno ceden bajo la presión del Salvador hasta en los últimos
escondrijos de la rebelión, y la Buena Noticia se anuncia a todos. Si
Jesús baja a los infiernos para «visitar» a los muertos es para
significar que El lleva absolutamente a todos, aun a aquellos cuya
situación se presenta como definitivamente irremediable, la salvación
que adquirió mediante la Cruz.
Si nos situamos ahora en el registro de lo espacial, tendremos «la
bajada» de Jesús a la mansión subterránea de los muertos, a lo más
profundo de los infiernos. La imagen cambia, el significado continúa y
se renueva.
No se trata aquí de hacer una especie de mística de los círculos
infernales, como en la Divina Comedia de Dante. Aun las indicaciones
de arriba-abajo son muy relativas. Un mismo acontecimiento puede
ser expresado en la perspectiva de «bajada» o en la de «subida», lo
cual demuestra a las claras que estas nociones espaciales no pueden
ser materializadas y que no pueden bastar por sí mismas para
expresar la totalidad del Misterio. San Pablo ve la Cruz de Jesús como
el término último de una «bajada»: Se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). En cambio,
San Juan ve a Jesús «subir» a la cruz, desde donde su salvación
irradiará al mundo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto,
así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que
crea tenga por El vida eterna» (Jn 3,14-21). Y lo mismo ocurre
después de la muerte de Jesús: la carta a los Hebreos habla de la
subida de Jesús a los cielos «por el Espíritu Eterno» (Heb 9,14) para
presentar El mismo su sangre en el santuario eterno. La primera carta
de Pedro habla de bajada a las profundidades de los infiernos para
anunciar la Buena Noticia a los espíritus encarcelados.
Lo que aquí importa no es, en resumidas cuentas, lo alto o lo bajo.
Lo que es, por el contrario, esencial al mensaje es que en el registro
espacial Cristo Salvador alcanza todas las partes del mundo y todas
las partes de la Humanidad. Es lo que la misma diversidad de formas
de expresión transmite de manera conmovedora.
Subió más arriba que el más alto de los cielos y bajó más abajo que
el más profundo de los infiernos. El es Señor del universo y ese Señor
que reina mediante la Cruz ha venido a ser Salvador de todo y de
todos. Ya suba al más alto de los cielos o baje al más profundo de los
infiernos, es para anunciar en todas partes la Buena Noticia de la
salvación. Como dice San Gregorio el Grande, «¿no engloba Dios,
con su propia e incomprensible profundidad, todas las profundidades
del mundo infernal, El, que es más alto que todos los cielos y más
profundo también que el infierno, porque en su trascendencia lo
reúne todo?» (4). O como dice también San Atanasio: «El Señor llegó
a todas las partes de la creación..., a fin de que todos encuentren por
todas partes al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo
de los demonios» (5).
Pero si queremos captar dónde encontró Pedro esta escenificación
de la bajada a los infiernos y qué sentido le da, hay que situar este
pasaje en el contexto cultural de su época. J. Jeremías nos da la clave
de la comprensión de esa bajada a los infiernos que aparece en la
primera carta de Pedro:
«Para entender este pasaje es extremadamente importante saber
que se encuentra una «prefiguración de él, aunque en un sentido
opuesto, en la versión etiópica del libro de Henoc, apócrifo, que
recibió su forma actual tras la invasión a los Partos, en 37 a.JC. Los
capítulos 12 al 16 de este libro exponen cómo Henoc es encargado de
ir hasta donde los ángeles caídos (cfr. Gn 6) para hacerles saber
«que no encontrarán ni paz ni perdón» y que Dios rechazará toda
súplica de paz y de misericordia. Presas de temor y temblor, piden a
Henoc componer una súplica en la que imploran indulgencia y perdón.
Henoc es entonces arrebatado hasta el trono en que se sienta Dios
en medio de un fuego resplandeciente y allí recibe lo que ha de
comunicar a los ángeles caídos como respuesta a su súplica. La
decisión se expresa en una breve y terrible frase: «No tendréis la
paz». Apenas puede dudarse de que el tema de la bajada a los
infiernos no tenga su prefiguración en este mito de Henoc: Una vez
más se presenta un enviado de Dios con un mensaje divino ante los
espíritus desobedientes que habitan las tinieblas profundas de la
prisión subterránea. Pero mientras Henoc en su mensaje debía
declararles la imposibilidad del perdón, el anuncio que hace Cristo es
totalmente diferente: es la Buena Noticia. Aun para los que se
hallaban perdidos sin esperanza la muerte expiadora del Justo
adquiere el perdón» (6).
De este modo, a nuestra humilde pregunta acerca del universalismo
de la salvación, a pesar de la terrible realidad del infierno, la Palabra
de Dios responde simplemente con una nueva afirmación del misterio.
El lenguaje de Dios es un llamamiento a la fe. A la Virgen que
pregunta: «¿Cómo podrá ser esto?», el ángel le responde
simplemente: «El poder del Altísimo te cubrirá con su sombra...» (Lc
1,35). A los judíos que discuten sobre la afirmación de Jesús: «Yo soy
el pan vivo que desciende del cielo»; y se preguntan: «¿Cómo puede
éste darnos a comer su carne?», Jesús responde simplemente: «En
verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y
no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6, 52-53).
A nuestras preguntas Dios responde suficientemente con su
afirmación. No obstante, la afirmación renovada no es simple
repetición, sino que asume nuestra pregunta. «¿Es posible una
salvación universal a pesar de los abismos del infierno y de lo
irreparable de la condenación?» La Palabra de Dios responde: En
Jesucristo muerto y resucitado, Creador de todo y de todos, la Buena
Noticia de la salvación mediante la Cruz ha sido anunciada desde el
más alto de los cielos hasta el más profundo de los infiernos. Esto
basta para iluminar nuestra fe y renovar nuestra alegría.
...................
(1) J. JEREMÍAS, le Message central du Nouveau Testament, Cerf, París, p. 34 (trad.
cast.: El mensaje central del N. T., Sígueme, Salamanca, 1972).
(2) Traduction Oecuménique de la Bible, Nouveau Testament p. 722 nota w.
(3) W. PANNENBERG:, La foi des apotres. Cerf, Paris p. 106 (trad. cast.: La fe de los
apóstoles, Sígueme, Salamanca, 1975).
(4) GREGORIO MAGNO, Moralia, 1. 10, c. 9 C PL 928 D.
(5) ATANASIO, De incarnatione, 45 PG 25, 177, SC nº. 18.
(6) J. JEREMIAS, op cit. en nota 1, pp. 34-35.
(Págs. 51-78)
LUIS
LOCHET
LA SALVACION LLEGA A LOS INFIERNOS
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 16.SANTANDER-1980