MÁS ALLÁ DEL LÍMITE:
LA SALVACIÓN CRISTIANA


Josune ARREGUI
Carmelita de la Caridad de Vedruna,
miembro del Consejo General


«En el limite, cuando se agotan los recursos y desaparecen las solidaridades, queda tan desnuda la existencia que se puede descubrir la raíz que nos hace consistentes y nos alimenta: la Gracia de Dios como verdad última» (Benjamín González Buelta). 

Al tratar de la salvación cristiana como alternativa, quisiera ofrecer desde mi experiencia 
de mujer creyente, una respuesta a esa situación humana que nuestra condición de 
criaturas provoca y padece: vivir atrapados en alguno de esos callejones sin salida que en 
este número de la revista se vienen llamando «burbujas» o falsas salvaciones. Sea el 
consumo, el intimismo, la religión u otras, todas ellas son derivadas de la gran burbuja del 
individualismo. Vivir en ella es como habitar en la aridez del desierto, lugar donde se puede 
morir de sed. 
Me pregunto también por qué este tema de la salvación, tan central en nuestra fe, tiene 
tan poca incidencia en la vida diaria de algunos cristianos, y cómo podríamos anunciarlo de 
una manera que sea realmente Buena Noticia para la vida cotidiana de los que la reciben. 

1. Del deseo a la insatisfacción
1.1. La ambigüedad del deseo 
DESEO/FRUSTRACION: Todos sabemos en alguna medida lo que es sentir el vértigo 
del vacío como resultado final de la desorientación de nuestros deseos. 
Según nos dicen los psicoanalistas, todos somos desde el nacimiento seres 
«separados» y, por lo mismo, deseosos de recuperar la fusión perdida. Y, a su vez, este 
deseo de regresar hacia el feliz estado de fusión en que estuvimos impide nuestro 
verdadero crecimiento en autonomía y plenitud. 
Pero el deseo es también una llamada a superarnos, a planificarnos, a trascendernos. 
Buena cosa es tener grandes deseos y «no se contentar con cosas pocas», como decía 
Teresa de Jesús1. En el deseo infinito que habita por contraste nuestra fragilidad humana 
adivinamos una huella del Creador que nos invita continuamente a trascendernos más allá 
de nuestros propios límites. 
La ambigüedad está presente, pues, en nuestros deseos. A niveles superficiales 
buscamos satisfacciones inmediatas que, una vez saciadas, ponen de manifiesto que lo 
que realmente deseábamos no lo hemos conseguido, y seguimos buscando nuevos 
sucedáneos o «más de lo mismo». A niveles más hondos, los deseos, si sabemos 
escucharlos son indicadores de la pista hacia la verdadera felicidad y una energía para 
caminar tras ella. En el deseo se ve ciertamente reflejada la grandeza y la miseria del ser 
humano. 

1.2. La insatisfacción como salida 
El deseo como huella del Creador no es sólo una cavidad honda en la arena del alma, 
que nos lleva a buscar en alguna parte la forma que la produjo, sino una presencia 
amorosa que nos invita a ir tanteando, por el método de ensayo y error, el modo de 
trascender la finitud de nuestra existencia de criaturas. 
Cuando, perdidos en ese tanteo, nos encerramos en lo limitado, bloqueamos la 
posibilidad de que el «más» de Dios se haga presente en nuestra vida. Además, al 
absolutizar lo que no es absoluto estamos consciente o inconscientemente, prescindiendo 
de Dios y caminando en idolatría. El deseo, que brota de la propia indigencia, puede 
desembocar en el pecado, esa misteriosa rebelión contra Aquel que nos hizo y nos 
constituyó. 
Tarde o temprano, experimentamos la frustración y, con ella, la nostalgia de infinito. Y la 
nostalgia, según la etimología, es un «dolor por el regreso», un dolor que revela la tensión 
hacia un bien conocido o, al menos, intuido. En este sentido, la insatisfacción se convierte 
en una brecha por donde encontrar salida. Si el deseo es ambiguo, la insatisfacción, en 
cambio, es positiva, porque sacude nuestra instalación en el límite; y puede ser decisiva si, 
junto al malestar que produce, nos impulsa a cambiar de rumbo y a buscar en otra dirección 
más adecuada. 
En la parábola del hijo pródigo, la insatisfacción es un elemento clave. Aquel chico no 
regresó a casa porque se desilusionara o se arrepintiera de la vida que había llevado 
mientras le duraba el dinero, sino simplemente movido por el hambre, que no conseguía 
saciar ni aun cuidando cerdos. Pero de aquella elemental insatisfacción brotó la decisión de 
volver a su padre, a un padre que en realidad no conocía, ya que lo descubrió más tarde, 
precisamente en el momento de la acogida y el encuentro. 
A lo largo de la vida vamos desgranando proyectos vanos, y al final siempre el mismo 
poso de amargura del deseo insatisfecho. Al chocar con la dura realidad, poco a poco 
vamos rebajando fantasías de grandeza y aceptando nuestra condición humana con mayor 
o menor serenidad. Pero ni aun en la pacífica aceptación de nuestro ser limitado, con ser 
un gran paso, logramos apagar esa sed de plenitud y trascendencia que nos habita. Nos 
sentimos irremediablemente llamados a ser más de lo que nosotros mismos podemos llegar 
a ser. Ésta es la tragedia y el misterio del ser humano. Al tomar conciencia de esto, es 
cuando sentimos verdaderamente la necesidad de «salvación». 
Aquí quería llegar para tratar de la salvación cristiana, no como una verdad de fe que 
nos cae del cielo antes de haber sentido su necesidad, sino como la respuesta alternativa 
al profundo deseo de ser nosotros mismos, de ser en plenitud y de ser para siempre. 

2. La alternativa de la salvación cristiana
2.1. Jesús, misterio de plenitud 
Los cristianos, que vamos haciendo junto con todos los humanos el camino que va del 
deseo a la insatisfacción, creemos que Jesús es la salvación. Que su vida, su muerte y su 
resurrección son para nosotros salvación. 
Él asumió solidariamente la fragilidad de la condición humana haciéndose uno de tantos; 
nos dio a conocer a Dios como un padre-madre compasivo, al que se le conmueven las 
entrañas ante el sufrimiento humano; y anunció el Reino como el proyecto de una nueva 
humanidad en la que los más débiles son los preferidos. Jesús mismo fue realizando con 
sus obras el Reino que anunciaba, poniendo en el centro a los que estaban en el margen y 
denunciando a los que, en nombre de Dios, oprimían al ser humano, al mismo tiempo que 
rechazaba para si toda clase de poderío humano para llevar a cabo su proyecto. 
Como consecuencia de todo ello, murió ajusticiado por el poder religioso de su tiempo, 
que consideró «blasfemo» al que se sabía Hijo amado del Padre. Pero Dios lo resucitó y 
«le dio el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9). Jesús es salvación porque es 
Dios. Jesús es salvación porque en su plenitud humana se desvela la trascendencia divina. 
Su vida entregada hasta el extremo, recuperada por la resurrección y acogida libremente 
por nosotros en fe y amor, es para nosotros salvación. 

2.2. Jesús y los deseos 
Jesús no era apático, ni mucho menos. Más que tener deseos, Él mismo vivió 
atravesado por el deseo de Dios y su Reino. «Mi alimento es hacer la voluntad del Padre» 
(Jn 4,34), mi vacío lo llena el plan del Padre, mi energía se re-crea en su proyecto 
salvador.
Este profundo deseo chocaba con la fragilidad de su naturaleza humana: «He venido a 
prender fuego a la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviese ardiendo! Tengo que pasar por 
la prueba de un bautismo, y estoy angustiado hasta que se cumpla» (Lc 12,49-50). 
En sus enseñanzas trató de la orientación de los deseos: «No acumuléis tesoros en esta 
tierra, donde la polilla y la carcoma echan a perder las cosas y donde los ladrones las 
socavan y roban... Porque donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,19-21). Pero no 
le fue fácil, pues los deseos de sus discípulos no estaban al mismo nivel que los de su 
Maestro. Pedro hasta se atrevió a darle consejos para que se acomodase a sus «buenos 
deseos». 
Fue a la mujer samaritana a la que reveló Jesús dónde está el verdadero manantial para 
saciar la constante insatisfacción humana: «Todo el que bebe de este agua volverá a tener 
sed: en cambio, el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed. 
Porque el agua que yo quiero darle se convertirá en su interior en un manantial del que 
surge la vida eterna» (/Jn/04/13-14). 

2.3. De qué nos libera Jesús
Ser salvados implica ser liberados de algún peligro, ya sea 
la muerte o alguna otra situación desbordante, y ser liberados por alguien, ya que se da 
una situación en la que no podemos hacerlo por nosotros mismos. Jesús nos salva, ante 
todo, de las falsas salvaciones: de vivir cómodamente instalados en lo perecedero y 
caduco, de la autosuficiencia de querer ser como dioses, de la tensión prometeica por 
autorrealizarnos (o santificarnos, según los casos), del individualismo que genera 
indiferencia, del afán de poder y de prestigio...; en suma, del pecado. Jesús restaura esa 
raíz herida del ser que nos impulsa a andar por nuestros caminos y que provoca la ruptura 
e infidelidad en la relación y alianza con Dios. Jesús nos libera porque nos saca de 
nuestros sepulcros. «Estabais muertos a causa de vuestro delitos y pecados», nos 
recuerda Pablo (Ef 2,1). 
Además de esta liberación de, Jesús nos abre un horizonte nuevo de vida al ofrecernos 
la posibilidad de llegar a ser hijos e hijas de Dios, la realización más plena del profundo 
deseo de relación que late en todo ser humano. 

3. La salvación en la vida diaria
La plenitud de lo que Dios nos ha soñado, creemos que se nos dará «en la otra orilla», 
cuando estemos ya resucitados con Cristo. Y de ello apenas podemos hablar, aunque esta 
certeza activa nuestra esperanza; lo que sí podemos es intentar decir cómo es la vida 
nuestra de cada día, una vez que hemos accedido a dejar entrar en ella la salvación de 
Jesús; cómo se ha manifestado en nosotros esa fuerza salvadora de Dios que alcanza a 
todos los que creemos en Él (cf. Rom 3,21). 

3.1. Un camino nuevo y vivo 
Jesús «ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su 
carne» (/Hb/10/20). Un camino que, en la medida en que su Persona ejerce fascinación 
sobre nosotros, se va también convirtiendo en nuestro único deseo y proyecto. Un camino 
nuevo, porque desborda la ley moral de la propia conciencia y nos empuja a «amar como Él 
nos amó», hasta el extremo; un camino nuevo también por lo desconcertante para los 
criterios de este mundo. Un camino que no está tan trazado como nuestra inseguridad 
quisiera, puesto que Jesús mismo es el camino, y avanzamos con los ojos fijos en Él y no 
en una meta prefijada por nosotros. Y caminar tras Él supone discernir cada situación 
teniendo su vida como criterio. Por eso sólo en fe y amor es posible su seguimiento. 
Este camino tiene una dimensión no sólo personal, sino también social e histórica. La 
historia es campo de la acción divina, y cuanto mejor es la historia, tanto más se revela 
Dios en ella. Por eso a nosotros se nos invita a colaborar en la salvación del universo. 
Pero en nuestra sociedad concreta hay un pecado evidente que, es la pobreza injusta, la 
negación de la vida para millones de seres humanos. La experiencia de haber sido amados 
por Dios es una fuerza que nos invita a irnos haciendo hermanas y hermanos de todos, 
poniéndonos de parte de los más débiles y orientando nuestra tarea, cualquiera que sea, a 
promover la vida y a «remar» con vigor y coherencia contra la cultura de muerte que nos 
invade. 
Todos sabemos que este compromiso de liberación, que corresponde a los que se 
sienten salvados por Jesús, conmueve siempre al poder político que origina o sustenta esa 
injusticia, y con frecuencia recibe el sello de la persecución o el martirio. Por eso la 
tentación constante suele ser la de «no meterse en líos», con lo que se desplaza la 
salvación «para el otro mundo» y se dejan para éste sólo las dimensiones más íntimas y 
personales. 
Jesús, ciertamente, no buscó el poder y rehusó lúcidamente el que en algunas 
ocasiones quisieron ofrecerle; pero tampoco se desentendió de su historia, sino que actuó 
directamente en ella. Relativizó otras mediaciones como el templo, la ley y el sábado, y 
constituyó al ser humano, sobre todo al más débil, como la mediación privilegiada para el 
encuentro con Dios, su Padre. Esta misma opción es el compromiso liberador que nos 
mueve a sus seguidores. 
Ciertamente se requiere amor gratuito para seguir sus pasos y coraje para mantener la 
esperanza en situaciones desesperadas; y «esas actitudes, necesarias para cambiar de 
verdad la realidad y hacer ya ahora un mundo y una historia nuevos, no surgen 
espontáneamente de la entraña de lo humano..., nos son accesibles tan sólo desde la vida 
nueva de Cristo resucitado»2. Jesús nos libera para una vida más plena y nos capacita 
para ser liberadores de nuestros her,anos y hermanas.

3.2. Horizonte de sentido
La fe es una respuesta a los interrogantes sobre el origen y el fin de la existencia. Pero 
no una respuesta filosófica o científica, sino una respuesta creyente, sin dejar de ser 
razonable. Una certeza honda que nos saca del absurdo y nos libera de la angustia de la 
finitud sin salida. Por la fe, nuestra fragilidad queda anclada en el Absoluto. 
Pero la fe cristiana, más que una comprensión global de la existencia y una mirada 
nueva ante la vida, ante el mal y ante la historia, es una Persona viviente, Jesús de 
Nazaret. Él nos ha revelado quién es Dios y cuál es su proyecto sobre el ser humano; y el 
atractivo que ejerce sobre nosotros su vida, entregada hasta la muerte y glorificada en su 
resurrección, llena de sentido la nuestra. 
El dolor de nuestro mundo afecta no sólo a los dos tercios que luchan y mueren por 
sobrevivir, sino a los que, teniendo medios de vida, carecen de razones para llevar adelante 
una existencia en plenitud. Ahogados por la falta de horizonte, más que vivir, son vividos y 
buscan desesperadamente chispas de placer, por fugaces que sean, para mitigar la falta de 
sentido. 
Los creyentes en Jesús avanzamos por un camino que no evita el dolor ni la muerte, 
pero sí llena de sentido estas mismas situaciones. Participamos así en el sacerdocio «del 
que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (I Pe 2,9). 

3.3. Un «plus» de vida 
/Jn/10/10: Cuando Jesús dijo que había venido a traernos vida, y vida en abundancia, 
no se refería exclusivamente a la llamada «otra vida», que se sobreentiende eterna, sino a 
ésta que nos traemos entre manos. En los evangelios, y sobre todo en los Hechos, vemos 
cómo la experiencia de que Jesús estaba vivo no sólo cambió la conducta de sus 
seguidores, sino que acrecentó su misma energía vital, reflejada en valentía en la 
predicación, en aquel gozo de sufrir como el Señor las persecuciones y en aquella fuerza 
invisible e imparable que los expandió por el mundo, hasta dar su palabra definitiva en el 
martirio. Sabemos que todo ello era obra del Espíritu que Jesús dejó a sus seguidores 
como un «plus» de vida verdadera. 
Vivir desde este «aliento de Jesús» es tomar conciencia de esos «ríos de agua viva» 
que Él mismo anunció que brotarían de cuantos creyeran en El (Jn 7,38). Los que 
acogemos la salvación, no sólo creemos en el Espíritu, sino que experimentamos su 
presencia y su acción en nosotros. ¿Cómo? Pues viendo cómo nos va liberando de la 
tensión y ansiedad por querer fabricar nuestra propia perfección. A través de esta 
presencia se nos hace posible—con gemidos inefables—la relación personal con Dios, esa 
profunda aspiración del ser humano. Ella nos va recordando las palabras de Jesús y nos va 
transformando lentamente en hijas e hijos de Dios. 
Según Mt 25, el criterio decisivo para verificar nuestra fe es el compromiso de la caridad. 
Pero una cosa es que dar de comer al hambriento y acoger al extracomunitario sea 
asignatura fundamental, y otra que todo eso se pueda hacer sin el Espíritu. 
Ignacio Ellacuria recomendaba tratar de encontrar subjetivamente a Dios en lo que 
objetivamente se está realizando; y añadía: «Podrá haber cristianos anónimos, podrá haber 
experiencias atemáticas de Dios; pero ése no es el ideal, sino que es deseable que la 
objetividad más rica se convierta en la subjetividad más plena»3. 
Esa «subjetividad más plena» es la experiencia del Espíritu, que los cristianos 
cultivamos en la comunidad de la Iglesia. Los sacramentos—y de modo muy especial la 
Eucaristía—, la Palabra, la oración, el compartir la fe en una comunidad fraterna y discernir 
en ella los hechos históricos, son otros tantos modos de tomar conciencia y cultivar esta 
poderosa Energía que, sólo si llega a ser experiencia, podrá traducirse en compromisos 
históricos por la causa de Jesús y realizados a su estilo. 
Resumiendo: al acoger la salvación ofrecida por Jesús, su Persona se va convirtiendo 
en camino, verdad y vida para nuestra existencia diaria. 

4. El acceso a la senda de la salvación cristiana
Al formular la vivencia de nuestra fe de un modo tan positivo, no deja de golpearnos el 
contraste de nuestra propia incoherencia y las vidas de tantos cristianos, aún practicantes, 
a los que parece no haber llegado la buena noticia que hace 2.000 años escucharon los 
pastores: «¡Os ha nacido un Salvador!» (Lc 2,1). 
Si hiciéramos una encuesta a la salida de la misa dominical, me temo que no serían 
pocos los que, a la pregunta «¿Qué es para usted salvarse?», responderían que salvarse 
es «no condenarse después de la muerte»; y entre tanto, resignación, esperanza y buenas 
obras. 
Ya sé que el proyecto salvador de Dios es mayor que nuestras estrechas comprensiones 
del mismo; pero ¿por qué esta Buena Noticia no se vive en toda su plenitud y con una 
incidencia clara en la vida real de cada día? ¿Acaso, en vez de abrirnos a la vida 
trascendente que se nos ofrece, la hemos encerrado una vez más en nuestros pequeños 
límites? 
PREDICACION/FRACASO: Tal vez nos falta sintonía con la cultura contemporánea 
para pasar el mensaje. Como decía en una reciente entrevista Joan Evangelista Vilanoya, 
OSB: «En medio de esta secularización generalizada, la Iglesia tiene un gran material que 
ofrecer, pero, por decirlo con una imagen asequible, tiene mucha comida, pero se 
encuentra con una cierta incapacidad para despertar el apetito»4. 
¿Cómo tendríamos que presentar la salvación en nuestras predicaciones y catequesis 
para que este mensaje fuera respuesta a los interrogantes reales de la gente? Es una 
pregunta que a todos nos inquieta y que no es fácil responder. 
Considerar algunos rasgos de la salvación de Jesús tal vez pueda ayudarnos a saber 
cuál es la «entrada» exigida a los que pretenden caminar en ese horizonte de vida y 
esperanza. 

4.1. La salvación es oferta 
SV/OFERTA: En primer lugar, la salvación es una oferta; y para que ésta sea activada 
se requiere la aceptación libre de la persona. Por parte de Cristo, la salvación está dada. 
San Pablo estaba tan convencido de ello que dice que Dios «nos volvió a la vida junto con 
Cristo —¡por pura gracia habéis sido salvados!—, nos resucitó y nos sentó con él en el 
cielo» (Ef 2,5-ó). Así, en pretérito indefinido. 
Pero sabemos que para que eso ocurra tiene que mediar una opción personal e 
intransferible que, sin embargo, a veces nos precipitamos en tomar por otros, tal vez porque 
nos son tan queridos como los propios hijos, y nos da vértigo dejarles espacio para su 
personal respuesta. Un arriesgado espacio de respeto, necesario para que puedan hacer 
sus propios tanteos y búsquedas, no siempre por caminos «acertados», a juicio de los que 
ya estamos «de vuelta». 
Toda decisión, pero sobre todo las existenciales, ha de ser tomada en soledad, por 
grande que sea la influencia y el apoyo de la comunidad que nos rodea; y para ello se 
requiere una libertad madura. Algunos cristianos, incluso practicantes, se encuentran 
inscritos en el registro eclesial sin que haya mediado una decisión libre por su parte, y viven 
una fe sociológica, es decir, de fuera adentro y no de dentro afuera. Por eso se apaga tan 
fácilmente al cambiar las circunstancias ambientales. No obstante, siempre es posible dar el 
paso a la fe personal y, de hecho, cada situación cambiante de la vida nos invita a 
fortalecerla. Esta es una de las grandes razones y gratificaciones del catecumenado de 
adultos e incluso de la pastoral de los ancianos. 
Con esto no minusvaloro la labor evangelizadora con la infancia y la juventud. Es 
momento de aprender valores, de fraguar ideales, de iniciar compromisos, pero teniendo 
muy en cuenta que la libertad no está aún madura y que esas opciones, sinceras y 
auténticas, deben ser ratificadas. 

4.2. La salvación es gratuita 
SV/GRATUIDAD: Además de oferta, la salvación es gratuita, es decir, no se puede 
pagar nada por ella; y esto de la gratuidad, dada nuestra suficiencia, es un alto precio. 
Nosotros preferimos pagar, ya sea con ritos o buenas obras; preferimos merecer, no deber 
nada a nadie, como si Dios fuera una compañía de seguros que, al llegar la catástrofe de la 
muerte, se comprometiera a compensarnos según la categoría de la póliza que hubiéramos 
cotizado. 
Jesús, que venía a traernos vida en abundancia, se estremeció—de gozo o de 
indignación, según los casos—al ver que los únicos que estaban dispuestos a acoger la 
salvación eran los pecadores, los marginados, los pobres, los pequeños. Los que, por estar 
excluidos del complicado sistema religioso de su época, se sentían por sí mismos 
incapaces de entrar en él. Y es que «los que no tienen ningún título para esperar amor, y 
menos aún para exigirlo o recambiarlo, son los que están en mejor situación para percibir el 
amor que se les ofrece como simple don, como amor químicamente puro»5. 
María glorificó al Señor y se regocijó en su salvador porque se había fijado en la 
pequeñez de su sierva..., porque nuestro Dios colma de bienes a los hambrientos, y a los 
ricos los despide vacíos (cf. Lc 1,47.53). 
Tal vez en una primera conversión, sea por el estilo de catequesis recibida o por el 
momento psicológico que vivíamos, nos orientamos hacia una religiosidad del tipo de la 
«justificación por las obras». Pero hace falta un segundo salto de fe, más arriesgado que el 
primero, hasta acceder al meollo de la fe cristiana; es decir, que lo que Dios Padre nos 
ofrece a través de Jesús es una salvación regalada; como al hijo pródigo, cuando ya había 
gastado su parte de herencia, y como a los trabajadores de la viña, a los que el amo pagó 
el salario completo cuando apenas habían trabajado una hora. 
No se aprende fácilmente el lenguaje de la gratuidad. Algunos recibieron unas 
catequesis que insistían en el pecado como «deuda infinita» que hay que «pagar», y en la 
gracia como ese capital que nos regalaron en las aguas bautismales y que con los 
sacramentos y las buenas obras tenemos que acrecentar. Y es que todo lo que se formula 
en términos de economía—y en el tema de la salvación se ha utilizado este vocabulario, por 
desgracia—deja en la gente una huella imborrable. 
Hoy día, la catequética tiene un horizonte mucho más positivo; pero en nuestra pastoral 
podemos poner el acento en el esfuerzo y en la conducta de tal modo que, por caminos 
más espaciosos, lleguemos al mismo atolladero y a la misma falsa conclusión: la salvación 
es una ardua conquista. 

4.3. La salvación es proceso 
Jesús nos dejó su Espíritu para que estuviera siempre con nosotros, y al referirse a él, lo 
hacía en términos de un acompañamiento continuo: «hará que recordéis lo que yo os he 
enseñado y os lo explicará todo» (Jn 14,26) y «os iluminará para que podáis entender la 
verdad completa» (Jn 16,13). 
Esto lo comprendemos de modo experiencial cuando releemos nuestra propia historia de 
salvación. Percibimos en ella una Presencia actuante que no cesa de llamar, atraer y 
transformar nuestros corazones. En el día a día se va realizando en nosotros la profecía de 
Ezequiel: «...os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne; infundiré mi 
espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandatos» (36,26-27). En este proceso 
—gratuito y pasivo, aunque requiere nuestra libre acogida—nos va invadiendo la salvación 
que nos trajo Jesús. 
Formulamos nuestra fe en momentos determinados de la vida, pero la opción va 
haciéndose verdadera a medida que madura nuestra personalidad y se nos desmoronan 
las fantasías de prepotencia; a medida que vamos aceptando la fragilidad de nuestra 
condición humana o vamos haciendo nuevas síntesis. Tras unos años de seguimiento, 
estamos en mejor disposición para abrirnos a la vida plena y verdadera que cuando 
empezamos a creer. 
FILIACION/TAREA: Como producto de una mentalidad fixista, se nos había dicho que 
ya estamos salvados, que «somos» hijos de Dios, cuando en realidad San Juan nos dice 
que «a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios» 
(/Jn/01/12). Es una potencialidad, una semilla con toda su energía, lo que se nos regala. La 
parábola del grano que germina y crece, de noche o de día, sin que el sembrador sepa 
cómo (Mc 4,26), no es de las que más se utilizan en las predicaciones, pero ilumina este 
vivir en proceso. 
Como dice Varone, «el plan de Dios no consiste en hacer un hombre perfecto, 
maravillosamente acabado: un espléndido 'robot', por así decirlo. Nada de eso; Dios desea 
que la vida crezca, que a continuación produzca a los hombres y que, finalmente, éstos se 
hagan hijos de Dios, primero en la fe y más tarde en la gloria. Y al decir 'hacerse' estamos 
diciendo, simultánea y necesariamente, que hay una etapa anterior en la que aún no se es 
lo que se debe llegar a ser»6. 
Acoger la salvación en términos de proceso nos libera de narcisismos y ansiedades 
perfeccionistas y nos llena de comprensión para con la lenta evolución de los demás y la 
nuestra propia. Nos estimula a situarnos en la única perspectiva posible, la del continuo 
seguimiento de Jesús. 

5. Llamados a anunciar la esperanza 
¿Qué hemos hecho los cristianos con el don recibido? Tal vez, al reservarlo sólo para 
nosotros o confinarlo a la vida íntima—por falta de incidencia histórica o de vivencia 
comunitaria—, la semilla de la salvación se nos ha desvirtuado y ha ido convirtiéndose en 
ideología, que, por definición, está siempre al servicio de los propios intereses. Y las 
ideologías sabemos que no salvan a nadie, porque, tarde o temprano, se derrumban. 
La experiencia de ser salvados origina una profunda alegría que «nadie nos puede 
arrebatar» y que nos lanza a compartir el tesoro del amor recibido con cuantos nos 
rodean.
Nuestro fin de milenio necesita gente esperanzada. San Pablo deseaba a los Romanos: 
«que el Espíritu con su fuerza os haga rebosar de esperanza» (15,13); y esto es lo que 
necesitamos para poder comunicarla a los otros. 

«El servicio más valioso que los cristianos podemos prestar a nuestros 
contemporáneos para superar la actual crisis de confianza es atrevernos a 
despertar en nuestro entorno la sospecha y la añoranza de una salvación 
gratuita; poner en evidencia que al ser humano no le bastan las esperanzas 
mezquinas de la sociedad de consumo, de la sedicente 'cultura del 
bienestar'; que esas esperanzas son en realidad el narcótico o la máscara 
de la desesperanza; que las esperanzas no se tienen en pie sin la 
esperanza, porque 'el hombre espera, por naturaleza, algo que trasciende 
su naturaleza' (P. Laín); y que, precisamente por eso, sólo hay auténtica 
esperanza donde hay auténtica apertura a la trascendencia: a eso que en 
cristiano llamamos, sencillamente, la salvación»7. 

Hemos repetido que la salvación es una Persona y la fe es una relación de seguimiento. 
Esa relación es la que cambia la vida. Y esa vida cambiada es la que necesariamente se irá 
convirtiendo en Buena Noticia, en pan partido y sangre derramada por la salvación de 
todos. Ésta es nuestra esperanza, «una esperanza que no engaña, porque, al darnos el 
Espíritu, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones» (Rm 5,5). 

Josune ARREGUI
SAL-TERRAE 1998, 4. Págs. 307-319

........................
1. Relaciones. 4. 
2. Ruiz DE LA PEÑA, J.L., Creación, gracia, salvación. Sal Terrae, Santander 1993. pp. 132-133. 
3. ELLACUR;A, I., «Historicidad de la salvación cristiana», en Mvsteriani Liberationis I, Trotta, Madrid 
1990. p. 369. 
4. Vida Nueva, n. 2.124.
5. RUIZ DE LA PEÑA, J.L., op. cit., p. 117.
6. VARONE, F.. El Dios sádico. ¿Ama Dios el sufrimiento?. Sal Terrae. Santander 1988. p. 214.
7. RUIZ DE LA PEÑA, J.L., op. cit., p. 142.