EL MORIR COMO ACCIÓN


1. Carácter personal de la muerte 
La muerte es un acontecimiento que afecta al hombre. Ocurre bajo el imperio de las leyes 
físico-químicas y biológicas. Es, por tanto, un proceso natural al que el hombre está entregado 
sin poder sustraerse. 
PERSONALIDAD/QUE-ES: Pero como todo lo que afecta al hombre está caracterizado por ser 
personal, también la muerte está con máxima intensidad determinada por la personalidad del 
hombre. Como hemos visto en anteriores ocasiones, la personalidad implica dos cosas: 
autopertenencia, responsabilidad de sí mismo y finalidad independiente por una parte, 
trascendencia de sí mismo hacia las cosas, hacia el tú (comunidad) y hacia Dios, por otra parte. 
La personalidad desde el punto de vista ontológico implica un elemento inmanente y otro 
trascendente, y desde el punto de vista ético, la fidelidad a sí mismo y la entrega a la 
comunidad, a Dios en último término y definitivamente. Es una tarea continua e imposible de 
cumplir perfectamente el realizar la fidelidad a sí mismo, es decir la autoconservación, 
entregándose a sí mismo, y la entrega autoconservándose. Esto significa 
que la fidelidad a sí mismo no puede conducir a cerrarse frente al tú, especialmente frente 
al tú divino, y que la autoentrega no puede conducir a la pérdida de la mismidad en el 
mundo de las cosas o en la realidad personal. 
MU/DOMINARLA: La muerte ofrece al hombre una posibilidad especial de realizar su ser 
personal. La mortalidad significa, para el hombre, una especial tarea. En ella hay una 
llamada a la mismidad personal del hombre a hacerse consciente de ella y a dominarla 
espiritual y anímicamente, es decir, a apoderarse de ella conscientemente y ordenarla en el 
conjunto de la realización de la vida. 
Esta tarea le es impuesta al hombre durante toda su vida. Cuando la cumple, se ejercita 
para el proceso del morir mismo. Este mismo proceso dirige con gran energía a la mismidad 
personal del hombre una llamada a penetrarla y configurarla anímico-espiritualmente. 
Aunque el morir es primariamente un padecer que le sobreviene al hombre, tiene que ser 
apropiado conscientemente por él si no quiere abandonar su personalidad. La pasión se 
convierte así en acción. La passio moriendi se convierte en actio moriendi. 

2. La muerte como autorrealización MU/AUTORREALIZACION:
Además, hay que observar que toda acción humana que cumple el sentido de lo humano 
está al servicio del autodesarrollo que ocurre paso a paso dentro de la vida humana, en la 
fidelidad a sí mismo y en la entrega al mundo y a Dios. La muerte representa la suprema 
posibilidad intrahistórica para el autodesarrollo del hombre. Como antes hemos visto, la 
muerte es el fin de la vida humana no sólo en el sentido de una fecha, sino en el sentido de 
una fijación definitiva del destino humano. Ofrece al hombre alcanzado por ella la última y 
más importante posibilidad de determinar para siempre su destino. Requiere al hombre para 
que lleve a fin definitivo lo que debió ocurrir durante toda la vida, a saber, la autorealización 
en la autoconservación y entrega de sí. La muerte exige, por tanto, que el hombre tome 
postura de modo definitivo ante la totalidad de su vida. El hombre sólo puede hacerlo 
cuando se entiende a sí mismo con sobriedad y verdad, y reúne todas sus fuerzas 
poniéndose con decisión concentrada a favor de sí mismo y por tanto de Dios. La muerte 
regala, por tanto, al hombre la última y extrema ocasión intrahistórica de su máxima 
realización. 
Esta tesis se distingue esencialmente de la interpretación de la muerte, antes citada, de 
la filosofía existencial. Esta tiene razón, sin duda, cuando afirma que el hombre alcanza en 
la muerte la suprema posibilidad de llegar a sí mismo. Pero comete un error esencial 
cuando, como antes vimos, sólo le interesa de ello el cómo y no el qué de la postura 
humana. Lo que interesa es precisamente el contenido. Es de suma importancia saber si el 
hombre a la hora de la muerte afirma a Dios o sólo se afirma a sí mismo negando y 
olvidando a Dios. 
MU/LLAMADA:El hecho de que en la posibilidad de autorrealización abierta al hombre 
por la muerte haya la exigencia de ser fieles a sí entregándose a Dios, se basa en que el 
hombre procede de Dios y es por tanto semejante a El. Esta exigencia se profundiza por el 
hecho de que en la muerte llega al hombre Dios mismo. Dios mismo se dirige al hombre 
cuando se aproxima la muerte. La muerte es el medio por el que Dios llama al hombre hacia 
sí. Es una llamada de amor y de justicia a la vez, una llamada que Dios dirige al hombre en 
la muerte. El hombre sólo entiende, por tanto, correctamente la muerte, si la acepta como 
encuentro con Dios. Si no se abriera en la muerte con incondicional disposición a Dios, no 
realizaría tampoco de modo apropiado la fidelidad a sí mismo. El cerrarse a Dios le 
conduciría a la definitiva pérdida de sí mismo. 
El encuentro con Dios es un encuentro con el Padre por medio de Cristo en el Espíritu 
Santo (Eph. 2, 18), encuentro por medio de Cristo, que se entregó en su propia muerte al 
Padre, ofreciendo con ello un sacrificio configurado por el Espíritu Santo (Heb. 9, 14) 

3. Posibilidades ético-religiosas del hombre en la muerte 
Aquí surge un problema de gran importancia existencial. Hay que preguntar, en efecto, si 
a la hora de la muerte el hombre está en posesión de las fuerzas espirituales y anímicas 
que necesita para poder entregarse con vida concentrada a Dios. La muerte implica 
precisamente la debilitación e incluso la paralización de las fuerzas humanas. El problema 
se agudiza para los casos en que el hombre es sorprendido por la muerte. ¿Tiene entonces 
tiempo de acordarse de Dios? MU/PREPARACION:
Este problema tiene dos raíces, por así decirlo: una psicológico-metafísica y otra 
psicológico-existencial. La primera parte de la cuestión es si el hombre a la hora de la 
muerte, es decir, en un estado en que desaparecen sus fuerzas y se hunde su conciencia, 
posee la posibilidad interior de concentrarse una vez más, e incluso más que en toda su 
vida, para ofrecerse a Dios con energías concentradas. La segunda parte de la cuestión se 
refiere a si el hombre en el momento de la muerte sólo puede realizar aquello para lo que 
está preparado. No se entiende, sin más, que un hombre que ha pasado su vida frente a 
Dios se dirija a El en el momento de su muerte con intenso arrepentimiento y amor. La 
transformación de la aversión y odio en amor perduradero sólo se podría entender como 
fruto de una intervención especial de la gracia divina. Para que el hombre pueda esperar 
que la muerte se le logre tiene que haberse ejercitado para morir durante toda su vida. Este 
ejercicio implica una acción análoga al morir. Puede ser descrita como distanciamiento del 
mundo y entrega a Dios. La antigua Iglesia entendió sobre todo esta distancia del mundo 
como ayuno, vigilia y continencia sexual. Una posibilidad especial ofrece la enfermedad, 
presagio y precursora de la muerte. En ella obliga y ata Dios al hombre. En su aceptación el 
hombre obedece a Dios: renuncia a su movimiento en el mundo y deja que Dios disponga 
de él. Como la enfermedad sólo es signo de la muerte en general y no 
necesita presagiar la muerte como un acontecimiento inminente, esto no impide que el 
hombre no intente apartar la enfermedad como un mal. Corresponde incluso a su misión en 
el mundo el hacerlo. Con ello sigue siendo compatible la incondicional disposición para lo 
que Dios quiera y para sus inescrutables designios.) Ya antes vimos que el distanciamiento 
del cristiano frente al mundo no puede ser confundido con el odio budista al mundo. 
Por lo que respecta a la posibilidad psicológico-metafísica de actividad humana en el 
momento de morir, se puede suponer que la intensidad del alma humana se hace tan 
grande bajo la presión de la situación de la muerte y bajo la iluminación de la gracia divina, 
que el espíritu humano adquiere para su actividad una independencia relativamente grande 
y posee, por tanto, una conciencia despierta a pesar de la catástrofe de las fuerzas 
corporales. 
El hombre no puede juzgar hasta qué punto llega él mismo a poseerse en la muerte y 
elevarse en ella hasta la última y perfecta figura. Sobre ello dirá la última palabra Dios 
mismo inmediatamente después de la muerte. Pero si el hombre queda por detrás de su 
total entrega a Dios, Dios mismo le concederá más allá de la muerte la posibilidad de 
recuperar lo desperdiciado. El hombre se convierte definitivamente en ser que ama, si entra 
en la muerte en el sentido que Dios quiere. Sin embargo, no puede alcanzar ninguna 
seguridad de que el amor alcanzado y realizado por la muerte esté también completamente 
purificado. La Extremaunción (UNE) le da capacidades especiales para ello. Pues le 
consagra para morir y para dominar la muerte haciéndole semejante a Cristo, ya que éste 
fue consagrado por la muerte para el cielo. 

LA ACTITUD HUMANA FRENTE A LA MUERTE EN SUS ACTOS CONCRETOS: 
MU/ACTITUDES 

1. Obediencia MU/ADORACION MU/OBEDIENCIA MU/ACEPTACION
La actividad humana en el proceso de morir puede ser descrita de muchos modos. En 
primer lugar implica la obediencia a Dios, el Señor, que tiene un poder último e 
incondicional y un supremo derecho para disponer de los hombres. Esta obediencia tiene 
que ser entendida como participación en la obediencia con que Cristo dijo: Padre, no se 
haga mi voluntad, sino la tuya (/Mt/26/39). Quien es obediente de esta manera se deja 
aprisionar incondicionalmente por Dios y renuncia con ello a toda voluntad propia y a toda 
autonomía. Entonces es rendido a Dios el honor que le conviene, el honor de ser el Señor 
de modo incondicional y radical. Sólo en Cristo y por Cristo es posible tal honor de Dios 
(cfr. el final del canon de la misa). Quien tiene tal disposición de ánimo permite que el reino 
de Dios se instaure en él. Deja que nazca en él el reino de Dios. La muerte es, por tanto, la 
suprema posibilidad de edificar el reino de Dios. A la suprema y extrema posibilidad de 
honrar a Dios por parte do las criaturas la llamamos adoración. En la muerte ocurre, por 
tanto, lo que ocurre siempre que el hombre encuentra a Dios del modo debido: adora a 
Dios. En la muerte ello ocurre del modo más puro y fidedigno. La seriedad de la adoración 
sufre en ella su más dura prueba. En la adoración el hombre se somete a Dios no porque 
frente a él la opresiva prepotencia de Dios no deje lugar a otra elección, sino porque la 
dignidad y santidad de Dios es frente a él equitativa y recta. Dios no emplea su poder 
externo contra el hombre, sino que hace valer en él su voluntad de amor por esencia santa, 
justa y omnipotente. Lo hace sin violentar al hombre, de forma que no lo arroja al polvo, 
sino que le concede la posibilidad de decidir libremente. La muerte es la última y más 
urgente llamada a la adoración. Como la adoración es el verdadero sentido de la vida, la 
muerte es dentro de la vida de peregrinación una posibilidad privilegiada de realizar el 
sentido de la vida. 

2. Expiación y satisfacción 
El reconocimiento de Dios implica el reconocimiento de su santidad. A la visión de lo 
santo se une el conocimiento y confesión de la humana pecaminosidad. Como el hombre es 
pecador, es justo que tenga que morir. Cuando se entiende convenientemente, se acepta la 
muerte, por tanto, con disposición de penitencia y expiación. Se interpreta como 
participación en la expiación que ocurrió por la Cruz de Cristo. Ante la Cruz se dice: 
pertenezco propiamente a la Cruz, pues yo fuí culpable de lo que fue expiado en la Cruz. 
Por el pecado eché a perder la vida. Quien entiende la relación de pecado y muerte, de 
santidad divina e impureza humana acepta la muerte como lo que le corresponde, por 
haberse rebelado contra Dios que es la vida. En la muerte se devuelve a Dios el honor que 
le fue quitado en el pecado. Este proceso puede verse desde dos puntos de vista: desde 
arriba y desde abajo. Por una parte Dios mismo se toma el honor debido al apoderarse del 
hombre, poner sobre él su mano, y revelarse a sí como Señor. Por otra parte, quien resiste 
la muerte convenientemente regala a Dios el honor que antes le había quitado por su 
pecaminosidad y egoísmo. 
En la muerte puede dar honor a Dios en nombre propio y en nombre de los demás. Su 
muerte tiene, por tanto, un sentido individual y otro social. El cristiano debe tener el anhelo 
de dar a Dios el honor que le es debido en nombre de los demás. Pues ve en los demás no 
extraños y lejanos ante quienes puede pasar indiferente, sino hermanos y hermanas por 
quienes Cristo entregó su sangre como precio de compra. Se sabe, por tanto, solidario de 
ellos y se hace responsable de toda la comunidad de los redimidos por Cristo. Se esforzará, 
pues, por dar a Dios el honor y el amor que le debe la comunidad de hermanos y hermanas 
en que vive. Cuando uno u otro miembro de esta comunidad se canse de honrar a Dios y 
se olvide de ello, en el cristiano vigilante y despierto nacerá con tanta más urgencia el 
deseo de hacer él mismo lo que hay que hacer y no se hace por omisión de los demás. Una 
posibilidad privilegiada para ello ofrecen las tribulaciones y dolores de la existencia, en las 
que siente la mano de Dios y se somete a El. Por eso puede alegrarse en sus 
padecimientos. Sin embargo, la suprema posibilidad es la muerte. Al reconocer en la muerte 
a Dios como Señor que tiene derecho a disponer de la vida humana, rinde homenaje a Dios 
de la manera más perfecta y no sólo en propio nombre, sino también representativamente 
en nombre de los hermanos y hermanas. Sólo puede hacerlo cuando en su corazón actúa 
el amor de Cristo que es la cabeza de todos. 
MÁRTIR: La máxima expresión de este hecho es la muerte del 
mártir. El mártir muere en nombre de la Iglesia y honra con ello a Dios en nombre de todos. 
Su obra expiatoria se convierte en expiación de todos. Erik Peterson dice en la explicación 
de la Epístola a los Filipenses (Der Philipperbrief [1940], 30; cfr. también E. Peterson: 
Zeuge der Wahrheit, 1937): "La gracia del dolor concedida a los testigos de Cristo en la 
hora del martirio es compartida también por la Iglesia. La Iglesia, que participa en la gracia 
del mártir, participa también en el amor del mártir, en el fuego del Corazón de Jesús, de 
forma que ocurre una sobreabundancia de amor en la historia." De modo menor vale esto 
de toda muerte cristiana. La muerte tiene, por tanto, alcance no sólo individual, sino social. 
Pues quien muere como cristiano muere como miembro de la comunidad cristiana. Cada 
muerte individual es una muerte del organismo. 

3. Penitencia 
a) La penitencia que hace quien recibe la muerte convenientemente significa un 
comportamiento opuesto al pecado. El pecado es siempre la entrega desordenada al 
mundo como que fuera Dios. Por tanto, la penitencia implica siempre un abandono del 
desordenado amor al mundo, que no es más que egoísmo. 
b) En el morir realiza el hombre la distancia del mundo sin la que no hay amor al mundo 
conforme al espíritu de Cristo. Las buenas obras que conoció la antigua Iglesia, ayuno, 
vigilia, continencia, son precursoras del último alejamiento del mundo ocurrido en la muerte. 
San Pablo exige crucificar la carne (Gal. 5, 24). Tampoco esta distancia del mundo, como 
todas las demás del cristiano, es un desprecio del mundo, como lo es el distanciamiento de 
los budistas, sino que es verdadero amor al mundo, aquel amor que ve el mundo desde el 
punto de vista de su figura futura, y considera su figura actual como algo transitorio. El 
hombre en la muerte rechaza el mundo, pero no porque no quiera saber nada de él, sino 
porque cree que no vale la pena meterse en el mundo definitivamente. Se despide de él y 
de los hombres porque con ello quiere confesarse incondicionalmente a favor de Dios como 
último y supremo valor, como vida verdadera y propia, como supremo tú, a la vez se hace 
capaz de un nuevo amor al mundo. Cfr. E. Peterson: Marginalien zur Theologie, 1956, 
65-78. 
c) Quien se aparta del mundo se aparta de su figura externa. Pero esta especie de 
abandono del mundo no significa ninguna separación del corazón, pues en el amor con que 
el hombre se dirige a Dios dispuesto a todo está también incluido el mundo amado por Dios. 
Por tanto, cuando el hombre entra en la muerte entregándose incondicionalmente a la 
voluntad de Dios, acoge en el movimiento de su corazón a las cosas y hombres creados por 
Dios, especialmente a los que están unidos a El. Tal movimiento hacia Dios y la ordenación 
en él de los hombres y cosas amados es acogido en un movimiento mayor y más amplio: el 
que muere entra en el movimiento que Cristo cumplió en la cruz. Por la entrada en el 
movimiento del Señor ante el rostro del Padre adquiere el morir del cristiano significación 
salvadora para el mundo. La muerte del cristiano tiene, por tanto, fuerza cósmica. 
d) Este hecho se hace todavía más claro si recordamos una idea ya antes dicha. El 
mundo es salvado cuando se honra a Dios y perece cuando se le niega a Dios el honor. 
Por tanto, si la muerte significa el máximo honor de Dios, es una acción salvadora. Que la 
muerte del cristiano se hace continuamente activa en la historia lo debe a la acción 
salvadora que Cristo realizó al morir. Así se entiende que San Pablo escriba a los 
Colosenses (1, 24): "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi 
carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia." La muerte 
se convierte así en tarea por los hermanos y hermanas, por la Iglesia, por el mundo. El 
último servicio al mundo a que todos estamos llamados se cumple de modo supremo en la 
hora en que nos apartamos radicalmente del mundo. 

4. La muerte como amor MU/A-D:
Cuando Dios llama al hombre en la muerte lo llama hacia su propia vida. La llamada es 
una llamada de amor, del amor que no puede soportar que el amado siga viviendo pobre y 
en miseria, en angustia y preocupación, del amor que anhela la presencia del amado. La 
llamada del amor tiene, sin duda, la incondicionalidad obligatoria propia de todas las 
palabras de Dios. Pero en esta incondicionalidad se dirige al hombre el amor salvador y 
plenificador. La respuesta verdadera a ella es el amor del llamado. La muerte es, por tanto, 
simultáneamente obediencia y amor encarnados. Lo es todo en una sola cosa: es amor 
obediente y obediencia amorosa. El amor encarnado en la muerte tiende a la unión con 
Dios. La muerte es sentida como vuelta a la casa del Padre. El amor realizado en ella es, 
por tanto, una realización del amor con que Cristo clamó en la cruz: "Padre, en tus manos 
encomiendo mi espíritu" (/Lc/23/46). Acepta lo que San Pablo dijo de la muerte: "Anhelo 
disolverme y estar con Cristo." Se siente empujado a clamar: "Ven, Señor Jesús" (I Cor. 16, 
22; Apoc. 22, 20, Doctrina de los doce Apóstoles 10, 6). Anhela la manifestación del Señor 
(I Cor. 11, 26). Tales actitudes ante el morir sólo son accesibles a quien entiende y quiere 
su muerte como participación en la muerte de Cristo. 

5. Preparación para la muerte 
Para ello se necesita un ejercicio durante toda la vida, pues a la hora de morir suele 
faltarle al hombre la fuerza y atención necesarias para la realización de tales disposiciones 
de ánimo.
Sólo quien se esfuerza y está dispuesto de antemano y continuamente a aceptar la 
muerte como penitencia y expiación en obediencia y amor tendrá la fuerza necesaria para 
ella en la hora de la seriedad, que es una hora de debilidad. La preparación para la muerte 
consiste en que el hombre realiza continuamente en su disposición de ánimo su 
participación en la muerte de Cristo fundada en el bautismo. Ello ocurre en el abandono del 
egoísmo y mundanidad, en la aceptación de las tribulaciones y sufrimientos, de las 
enfermedades y dolores, que son los mensajeros de la muerte. Quien se desprende de las 
cosas de este mundo entregándose a sí mismo a Cristo y las confía a Dios realiza un 
continuo morir. Hace lo que San Pablo exige a los cristianos: crucifica su carne con sus 
placeres (Gal. 5, 24). El apartamiento del mundo se une con la esperanza en Cristo, con el 
anhelo de encontrarse con El. Quien acepta previamente la muerte no huye de las tareas 
del mundo. Está entregado al presente y vive, sin embargo, orientado hacia el futuro. Toma 
en serio cada momento y su respectiva exigencia y, sin embargo, está tan lleno del Cristo 
futuro, que es capaz en cada momento de bendecir lo temporal, es decir, de entregarlo a 
Dios y ponerse a su disposición (H. E. Hengstenberg: Einsamkeit und Tod, 1936). 
Para él es la muerte el gran paso de salida de este mundo, para el que se ha ejercitado 
ya con muchos pasos pequeños. La hora de morir es para él una hora feliz porque es el 
cumplimiento de las esperanzas y garantías anteriores. Puede, por tanto, repetir la palabra 
del Señor y decir con El: Todo está consumado (Jn 19, 30). 

6. Angustia y confianza MU/CONFIANZA:
a) La revelación de Cristo da una sobria visión de la muerte. No la sumerge en el 
esplendor irreal de un acontecer mágico o fantástico. A su luz recibe su gravedad y 
amargura que en último término le viene del pecado, que fue lo que la causó. El consuelo 
que la revelación ofrece en vista de la muerte no oculta lo horrible y terrible de ella, sino 
que lo descubre en su desnuda mostruosidad para ayudar después a soportarlo y 
superarlo. El cristiano penetra en la muerte confiadamente, porque más allá de sus dolores 
ve surgir la vida eterna. Pero entra en ella con el acorde anímico con que el hombre se 
encuentra siempre con lo terrible: el acorde de la angustia. En cierta manera es el modo 
objetivo y verdadero de portarse ante la muerte, ante la aniquilación, ante el no ser, ante el 
perecer de las formas terrenas de existencia, ante el inevitable e inexorable final. 
La mirada hacia el fin de la existencia vital no es la razón más profunda de la angustia. 
También el fin inminente de la vida corporal puede llenar de horror al hombre. Pero este 
horror no es el mayor. Con más fuerza aterroriza al hombre la posibilidad de que detrás de 
la muerte se apodere de él la nada, de que la vida se convierta en puro absurdo. Para los 
paganos que nada saben de Dios la angustia no puede calar muy hondo. Ante el cristiano 
se abre, sin embargo, un abismo todavía más profundo. La razón última de la angustia que 
siente el cristiano ante la muerte está en que la muerte es el sueldo del pecado. En su 
horror ve surgir la faz del pecado. La angustia ante la muerte es, por lo tanto, en definitiva, 
angustia ante el pecado y ante la revelación de su terrible figura por el juicio de Dios, que 
descubrirá todo lo malo. Es la angustia ante la lejanía de Dios y, por tanto, ante el absurdo 
más extremo. A la vista de la muerte le acosa al hombre esta cuestión: ¿Se revelará mi 
lejanía de Dios o mi proximidad a Dios? En la muerte siente el hombre que es un pecador, 
un condenado, y le acosa la idea: ¿Estoy en gracia de Dios de nuevo? ¿Soy tal que pueda 
ser agraciado por El? 
b) Quien está unido a Cristo en la fe y en el amor no será atormentado y atribulado por 
esta cuestión hasta el punto de que tenga que entrar en la muerte con temor y temblor. En 
su angustia están incluidas la esperanza y la confianza y en tanta mayor medida cuanto 
mayor sea el amor. Así podrá soportar la angustia. 
Pero la angustia sólo puede callar en los corazones abrasados por el amor de Dios y no 
alejados de El por ningún resto de egoísmo. Creemos que María murió la muerte como pura 
muerte de amor. No sabemos si aparte de ella hubo algún hombre capaz de tal muerte. 
Quien no está totalmente penetrado con el amor a Dios será acosado, si no ha ensordecido 
ya, no preguntando nada ni teniendo vivencia alguna ante la muerte, por la preocupación 
de que sean descubiertas sus debilidades, ya que hasta el hombre más perfecto las tiene. 
Tal preocupación se mezcla también en el anhelo del cristiano por volver a la casa del 
Padre. Cuanto más se aproxima el último paso hacia la gloria de Dios, tanto más 
claramente siente el hombre su oposición a Dios. Pues cuanto más se le acerca Dios, tanto 
más aprende a medirse, a medir su insuficiencia e impureza con la medida de Dios. 
Entonces puede parecerle terrible y doloroso lo que mientras vivía la vida humana le 
pareció mínimo o indiferente. Así se entiende que una santa con la fuerza de entrega de 
Teresa de Lisieux se alegrara cuando sintió el primer signo de la 
muerte inminente y, sin embargo, fuera invadida de una profunda y devoradora angustia 
cuando vio la muerte junto a sí. En la Edad Media se expresa perfectamente esta unión de 
preocupación y confianza en el himno al sol de Francisco de Asís: "Alabado seas, Señor 
mío, por nuestra hermana la muerte. Ningún ser vivo puede librarse de ella." Pero 
inmediatamente después dice: "¡Ay de aquellos que mueren en pecado mortal!" El hombre 
tiene motivos para angustiarse ante la muerte en la medida en que sobre él impera el 
pecado. Y superará la angustia ante la muerte en la medida en que haya dado paso al amor 
(1 Jn 4, 18). 

c) El hombre no puede librarse de ella por sus propias fuerzas, porque de suyo no puede 
entrar y sumergirse en el fuego del amor divino. Es pura gracia de Dios que el amor llegue 
hasta el sentimiento y disposición de ánimo del hombre e inunde de tal forma ese estrato, 
que la angustia apenas tenga en él puntos de apoyo. 

d) Al cristiano no le es permitido huir de la angustia de la muerte más que por el amor y la 
confianza, y no por el adormecimiento y olvido de la muerte y de sus signos. Con ello caería 
en contradicción con su unión a Cristo. Pues la angustia de la muerte es una parte de su 
participación en el destino de Cristo y tiene que soportarla con la obediencia y confianza 
con que Cristo la aceptó. Es, en efecto, participación en la angustia mortal de Cristo. En la 
angustia de Cristo ante la muerte se hace visible la razón última de la angustia del cristiano: 
es el pecado que Cristo tomó sobre sí para apartarlo en su muerte de la humanidad. Del 
mismo modo que la pasión del Señor se completa en la pasión de sus discípulos, su 
angustia ante la muerte se completa en la angustia de los cristianos ante ella. La huida de 
ella significaría, por tanto, que el hombre se cierra al sentido de la muerte, que se endurece 
frente a Dios, que en la muerte le llama por Cristo y en el Espíritu Santo ante el juicio de su 
amor. La indiferencia y sordera frente a la muerte serían, por tanto, indiferencia frente al 
Padre celestial. Despreciar la muerte en sentido propio sería un desprecio objetivo a Dios. 

e) El pagano que no conoce a Dios ni al pecado puede despreciar la muerte. Sólo 
conoce el aspecto superficial y biológico de la muerte. El hombre tiene que intentar 
enfrentarse con el dolor biológico y el final biológico sosegadamente. El poeta Marcial 
(Epigramas, II, 47, 30) dice: "No debes ni desear ni temer el último día." Pero el cristiano 
que sabe que en la muerte viene Dios a él no debe enfrentarse con la muerte despectiva e 
indiferentemente, sin atención e ignorándola, porque se enfrentaría despectivamente con 
Dios que es el juez y el amor. Esto sería degradar a Dios y ensoberbecer al hombre. El 
hombre mantendría así incluso en la hora de su muerte su hybris antidivina, su radical 
autonomía que no quiso someterse a Dios durante la vida. La muerte sería para él la última 
y suprema posibilidad de endurecerse frente a Dios. Tal posibilidad se cumpliría para 
siempre en la muerte. 

f) Es instructivo que Cristo no nos exija morir sin angustia. No nos anima a tal cosa, 
aunque muchos preceptos suyos parezcan exigencias al sentimiento natural. Nos manda 
más bien -lo cual es especialmente instructivo en nuestro caso- no tener angustia ante los 
peligros e inseguridades de la existencia del mundo. Nos exige superar la angustia 
puramente biológica ante la muerte. El miedo nacido de la omnímoda amenaza de la vida 
debe ser vencido. "No os inquietéis por vuestra vida, sobre qué comeréis, ni por vuestro 
cuerpo, sobre con qué os vestiréis" (/Mt/06/25). Su exigencia se eleva incluso a la siguiente 
altura: "No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla" 
(/Mt/10/28). 
Tal exigencia no nace de la ceguera ante los múltiples y violentos peligros de la vida 
terrena. Al contrario, Cristo quitó todos los velos que pudiera esconder al hombre los 
abismos de la inseguridad. El hombre tiene que contar con que puede ser matado. A los 
ojos de Cristo eso no es un peligro de excepción, sino que es una continua amenaza. Con 
ello revela Cristo a los hombres su máximo peligro. Quita todas las seguridades 
intramundanas. No consuela con gestos fáciles, sino que descubre todos los horrores. 
Tampoco promete ninguna aportación contra ellos. Al despedirse no da, según el testimonio 
del Evangelio de San Juan, ninguna promesa para la vida terrena (lo. 14, 1). Sin embargo, 
exige no tener angustia alguna ante los peligros de este mundo, exigencia apenas 
soportable para el hombre que piense mundanamente y confía en las seguridades 
mundanas. Sobre este fondo se destaca tanto más oscuro el precepto de tener miedo ante 
un acontecimiento: ante el encuentro con Dios juez (Mt. 10, 28). También el cristiano debe 
conservar y soportar esa angustia. Precisamente él la tendrá, el infiel no conoce a Dios y 
nada sabe del peligro que implica encontrarse con El. Cierto que tiembla justamente en los 
casos en que el cristiano no debe temblar. Pero aunque es mandado tener miedo ante 
Dios, inmediatamente se manda también no ser víctimas de esa angustia ni ahogarse en 
ella (lo. 14, 1-4). El precepto de temer a Dios se une a la llamada de levantarse desde el 
abismo de la angustia a la confianza en Dios. "Confiad en Dios, y confiad en Mí" 
(/Jn/14/01), dice Cristo a sus discípulos a la hora de despedirse para sacarlos de su estado 
de paralizante angustia. La confianza a que les llama está fundada. A su vista aparece la 
muerte de Cristo y la suya propia, pero la muerte se convierte para ellos en camino hacia el 
Padre. Este camino es viable, pues Cristo lo abre en su muerte. Quien está unido a Cristo 
conoce la muerte como un camino hacia la Patria y puede recorrerlo. Sabe que esperará 
más allá de la muerte. Allá tiene preparada una morada (lo. 14). Allí le está preparado, por 
tanto, lo que le fue negado en la vida terrena: plenitud y seguridad de vida. Cristo prometió 
ambas cosas no para la vida dentro de la historia humana, sino para la vida más allá de la 
existencia terrena. Quien oye y acoge esta promesa puede, confiando en ella, soportar y 
superar la angustia ante el juicio de Dios que ocurre en la muerte. Y así "la rigidez de la 
angustia se convierte en el temblor de la espera: el Señor vendrá" (J. Goldbrunner, op. cit., 
42). 
Quien espera no se deja, por tanto, seducir para olvidar el abismo de la muerte cerrando 
los ojos y defenderse de su horror por apartamiento y adormecimiento de la conciencia. 
Creerá más bien que desde el abismo de la angustia le busca una mirada, que es invisible, 
pero que sabe que está dirigida a él, tratará de cogerse a una mano, imperceptible, pero 
presente, en las tinieblas; se confiará a un corazón cuyo latido no puede oír, pero que, sin 
embargo, está vivo. Mientras que el hombre que se abandona a la angustia busca 
seguridad y cierra su yo en su voluntad de seguridad, quien confía abre su corazón y deja 
que fluya en él el amor de Dios. Cuanto más dispuesto esté para Dios, con tanta mayor 
fuerza podrá resistir la angustia en la confianza y en el amor. San Juan se refiere a la 
llamada de Cristo a confiar en el Padre y en El mismo cuando dice: "En la caridad no hay 
temor, pues la caridad perfecta echa fuera el temor; porque el temor supone el castigo, y el 
que teme no es perfecto en la caridad" (I lo. 4, 18). ¿Y quién podrá alcanzar este amor 
perfecto durante la vida? Supondría la plena falta de pecado. Pero San Juan sabe que 
ningún mortal medio llega a ello. Si lo afirmara, caería en la sospecha de ser un mentiroso y 
de engañarse a sí mismo y a los demás (I lo. 1, 8). Por tanto, a la vista de la muerte sólo 
queda la confianza y la esperanza en que cada uno se dirige a Dios. Con estas fuerzas se 
puede resistir la inevitable angustia ante la muerte. 

7. Falsos intentos de seguridad 
a) Del mismo modo que el hombre sólo puede llegar a dominar perfectamente la muerte 
mediante un ejercicio que dure toda su vida, también a la última y suprema obstinación 
contra Dios conduce una línea recta desde la vida: la locura de seguridad en que el hombre 
cree no necesitar de Dios, sino poder ayudarse a sí mismo en todo. Se agarra a la tierra y 
lo espera todo de ella, de la posesión terrena, del poder, del placer; por ella vive como que 
no fuera a vivir eternamente y no fuera a morir. Expulsa de su vida la muerte y todo lo que 
se la recuerde. Aun cuando tropiece con ella no la refiere a sí mismo, sino a los demás. Los 
hombres se acunan en la ilusión de que "su casa durará una eternidad, que subsistirá 
perpetuamente su morada y pondrán sus nombres a sus tierras". Es una locura. "Pero el 
hombre, aún puesto en suma dignidad, no dura; es semejante a los animales, perecedero. 
Tal es su camino, su locura; y, con todo, los que vienen detrás siguen sus mismas 
máximas" (/SAL/049/13[48] y sigs.; cfr. /Lc/12/20). El salmista pide a Dios que le destruya 
esta falsa seguridad (/SAL/038/05): "Dame a conocer, ¡oh Yavé!, mi fin y cuál sea la 
medida de mis días; que sepa cuán caduco soy." En la engañadora seguridad con que los 
hombres intentan sustraerse a la muerte caminan como sombras.

b) En la embriaguez de vida del renacimiento y del barroco pudo acallarse así la angustia 
de la muerte. Encontramos la glorificación de la muerte olvidada de Dios siempre que el 
hombre no cree encontrar al morir un Dios personal: en la concepción panteísta de Dios y 
en la filosofía finitista de la actualidad. En la atmósfera panteísta del romanticismo, por 
ejemplo, la muerte es saludada como libertador de la prisión de la existencia individual y 
temporal y como tránsito hacia el universo impersonal. El anhelo de universo se convierte 
en anhelo de muerte. En Nietzsche la muerte se convierte en la suprema posibilidad de la 
libertad humana. No es opuesta a la vida, sino que es su mayor culminación. Pues en la 
muerte el hombre se muestra como el más viviente, supuesto que muera bien, que muera 
no la muerte natural, la muerte del cobarde, sino la muerte libre que le ocurre al hombre 
cuando quiere y como quiere la muerte, que él mismo se da. Quien muere así es un santo 
negador de la vida cuya altura y límites ha alcanzado. Parecidas alabanzas retóricas a la 
muerte resuenan en la obra de Ricardo Wagner. La muerte posee para él un sello 
embriagador y dionisíaco. Desde entonces no ha enmudecido la mística extática de la 
muerte. También en la concepción filosófica de la muerte de Rilke encontramos un 
resultado emparentado con la comprensión romántica de la muerte. La muerte es el punto 
culminante de la vida. Por eso es familiar como la tierra. "Te quiero, amada tierra. ¡Oh! No 
necesito, créelo, / más primaveras tuyas, una, / una sola es ya demasiado para la sangre. / 
Me he decidido por ti indeciblemente desde hace mucho. / Siempre tuviste razón y tu santa 
ocurrencia es la muerte familiar e íntima" (Duineser Elegierz, 9). Parecidos tonos percibimos 
también en Jaspers (Existenzerhellang, pág. 225).
En realidad el hombre nunca consigue procurarse un perfecto sentimiento de seguridad. 
A pesar de todas las seguridades superficiales no está libre del más íntimo desasosiego. Se 
manifiesta "en la renovada elección y cimentación de los bienes (carnales), en la ganancia 
creciente de dinero, honor y poder, porque este aumento parece ser idéntico con una 
ganancia más abundante en seguridad. Pero por cierto que sea que este desasosiego 
siempre está animado de la esperanza de que por la adquisición de esos bienes satisfago o 
puedo satisfacer mi vida, hay desasosiego al fondo de la seguridad. Por eso, vista desde 
esta perspectiva, también la intranquilidad fáustica es seguridad: es querer vivir sin muerte 
(Thielicke, o. c., 172). 

c) Este sentimiento de seguridad penetrado de desasosiego en el que no hay auténtica 
angustia ante la muerte es culpable. San Pablo dice de los paganos (Rom. 1, 18 y sig.) que 
no tienen conocimiento alguno de Dios porque reprimían tal conocimiento y caían en un 
consciente o inconsciente apartamiento del Dios vivo. No hay, por tanto, ninguna auténtica 
ignorancia de Dios. Ni tampoco hay auténtica ignorancia del sentido de la muerte. Donde 
parece existir es fruto de un no querer reconocer el sentido de la muerte, de la huida de la 
muerte intentada por todos los medios, del ensordecimiento del espíritu y del corazón ante 
su terrible llamada. 
Por lo demás, cuando la muerte cae sobre el hombre y destruye su falsa seguridad, éste 
ya no es capaz de la auténtica angustia, que es una participación en la angustia mortal de 
Cristo y puede ser soportada creyendo en El. Entonces, o cae en la abierta desesperación 
o reprime también la desesperación y se endurece en una obstinación luciferina. Cuando la 
obstinación le libera de la excitación del ánimo, nace la fría calma de la muerte de todos los 
movimientos del corazón que tienden hacia Dios. En él se ha separado el hombre 
plenamente de Dios e intenta alcanzar una vida independiente y cerrada en sí. En tal 
estado de calma el hombre está muerto para Dios y Dios está muerto para él. Pero más allá 
de la muerte esa calma se convertirá en máximo desasosiego. 
Si el más profundo sentido de la muerte consiste en ser un encuentro del hombre con 
Dios, la muerte es un proceso entre Dios y la persona humana. Interesa inmediatamente a 
quien afecta. El morir ocurre en la soledad del tú divino y del yo humano. En la muerte el 
hombre es remitido a sí mismo. Tiene que superar la muerte y el encuentro con Dios que en 
ella ocurre por sí mismo y, en definitiva, solo. Así se hace consciente de sí mismo. Es su 
propia mismidad lo que ve en su verdadera figura al morir, y no otra cosa. En este 
encuentro con Dios el hombre no puede ser representado por ningún otro. 
MU/SOLEDAD: Nadie puede robarle a otro la muerte. No puede sumergirse en la masa 
para no ser visto. Aunque en su vida jamás haya podido estar solo ni se haya soportado a 
sí mismo, aunque haya estado siempre perdido en las distracciones y en la opinión pública 
para no tener opinión propia y no tener que decidir por sí mismo, en la muerte es el 
individuo quien es llamado por Dios, quien tiene que presentarse a El para tener que 
sufrirla él solo, no soportado ni protegido por los demás. Tiene que hablar y contestar por sí 
solo, aunque no lo haya hecho en toda la vida. Nadie puede hacerlo por otro. En la muerte 
se revela y realiza la unicidad e insustituibilidad del hombre. Al recto comportamiento frente 
a la muerte corresponde estar dispuesto a presentarse ante Dios como individuo. 
Dentro de las posibilidades de este mundo no hay ningún medio de privar a la muerte de 
su soledad. Pero desde Dios hay una posibilidad de resistirla. Del mismo modo que el 
verdadero misterio de la existencia consiste en que el cristiano es dominado por el yo de 
Cristo conservando, sin embargo, su propia mismidad, el misterio de la muerte cristiana 
consiste en que el hombre muere como individuo realizando, sin embargo, en su muerte la 
muerte de Cristo. Participa en la muerte de Cristo y en esa participación muere, sin 
embargo, su propia muerte. La unión con Cristo no hace, a pesar de su intimidad, que su yo 
se funda con el yo de Cristo, pero le ayuda a superar la radical soledad del yo. A ello se 
añade la unión de los cristianos con los ángeles y todos los miembros del Corpus Christi 
mysticum en la comunión de los santos. La Iglesia invoca también a los ángeles y santos 
para que conduzcan al que muere a la presencia de Dios.

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA VII
LOS NOVISIMOS
RIALP. MADRID 1961.Pág. 393-412