EL PROBLEMA DE LA MUERTE

 


1. Experiencias de la muerte 
«En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte». Así reza uno de los más 
antiguos himnos cristianos referidos al tema de la muerte. En esta formulación se expresa una 
profundísima experiencia humana, a saber, que la muerte no es tan sólo el final, la conclusión 
de la vida, sino que es algo permanentemente introducido dentro de la misma vida. "En medio 
de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte". La muerte circunda constantemente nuestra 
vida y, consiguientemente, la cuestiona de un modo radical: ¿qué significado, qué sentido tiene 
la vida ante el hecho cierto de que ha de concluir en la muerte? Lo que llamamos «ser 
hombres» ¿es tan sólo, tal vez, un momento de lucidez entre el todavía-no-ser y el regresar a la 
nada? ¿Es acaso producto del azar, que desaparece como la vida de un insecto, y a cuyas 
vicisitudes no hay que prestar demasiada atención? 
La vida, pues, se encuentra ante la muerte en una crisis fundamental. La cuestión del sentido 
y el significado de la vida no puede ya ignorarse, ante la amenaza que representa la muerte.
Esto supuesto, en el actual mundo secularizado, que no tiene ya respuesta alguna frente 
a un cuestionamiento radical de la vida, la realidad de la muerte es algo que se intenta 
alejar de la conciencia social. Dado que la muerte constituye un motivo de inquietud para la 
vida, nos negamos a tomarla en consideración. Mientras que, en otro tiempo, la muerte 
tenía lugar en medio de una muy acusada participación de la esfera pública, de la familia, 
los vecinos y la comunidad, hoy día se muere en las discretas habitaciones de los 
hospitales destinadas a los moribundos. Las estancias mortuorias hacen que las casas de 
los vivos puedan permanecer cerradas a los muertos. Los cementerios se encuentran fuera 
de la ciudad, mientras que en otro tiempo estaban ubicados cerca de la iglesia, donde 
todos cuantos se reunían para la celebración eucarística de la comunidad de los vivos 
entraban también siempre en contacto con los muertos. Hubo un tiempo, pues, en que se 
vivía mucho más intensamente con los muertos y con la realidad de la muerte.
No hace mucho leía que hoy se tiene por lo general a los cuarenta años una experiencia 
directa de la muerte que, dos generaciones atrás, se tenía a la edad de catorce años. Este 
rechazo de la muerte ha originado ya en Norteamérica la creación de una nueva rama de la 
ciencia, la mortuary science, cuyo objeto es el de preservar a los familiares y amigos de un 
difunto (por medio de todas las consideraciones psicológicas, sociológicas y estéticas 
posibles, que se manipulan de mil maneras) de la experiencia real de la muerte.
Pero ¿puede la muerte ser completamente alejada de la vida? ¿Acaso el proceso de la 
vida no se manifiesta constantemente entretejido con la muerte? La misma vida, ¿no es 
siempre en parte un morir? La muerte incide en la vida de muchas maneras: enfermedad, 
sufrimiento, inutilidad, envejecimiento, jubilación, abandono, separación...; todos éstos no 
son tan solo signos y premoniciones de la muerte, sino realidad de la muerte en la vida 
misma. La vida, la plenitud de su desarrollo, resulta disminuida por las mencionadas 
realidades. La vida no se extingue inopinadamente, sino que el hombre debe más bien 
renunciar a ella poco a poco, pedazo a pedazo. Por eso el hombre tiene en los citados 
fenómenos una verdadera experiencia de la muerte.
La muerte, por lo tanto, está continuamente presente en la vida. Vivir significa siempre, al 
mismo tiempo, morir.
Pero no es sólo la muerte la que está presente en la vida; también la vida está presente 
en la vida, por muy absurdo que pueda parecer a primera vista. Pero del mismo modo que 
sólo las últimas notas de una melodía o de un tema musical lo hacen absolutamente 
presente y le dan su forma acabada, así también únicamente la muerte lleva a la vida a su 
plenitud, le da su forma definitiva. Antes de que intervenga la muerte, la vida no tiene más 
que un carácter de provisionalidad, es susceptible de revisión, es todavía posible darle 
forma, sigue estando abierta. Sólo en la muerte se hace definitiva la totalidad de la vida. 
Por eso en la muerte se da alcance la vida a si misma; la muerte incluye, resume en sí la 
totalidad de la vida. Y por eso únicamente de la muerte recibe la vida su carácter definitivo. 
Más aún: de la muerte recibe también su carácter apremiante e improrrogable. Si no 
existiese la muerte, la vida se resolvería en un terrible hastío; todo resultaría indiferente, 
porque todo sería arbitrario, recuperable y diferible ad infinitum.
Es muy digna de tomar en cuenta la observación del filósofo W. ·Kaufmann-W: «Para la 
mayoría de nosotros la muerte no llega lo bastante aprisa. Debido a la sensación de que la 
muerte está lejana y carece de importancia, la vida se corrompe y se vacía... Se vive más 
acertadamente cuando se ha fijado una cita con la muerte. Si uno espera morir pronto, no 
sólo el amor puede hacerse mas profundo, más íntimo y más apasionado, sino que toda la 
vida resulta enriquecida». En otras palabras: la proximidad de la muerte confiere 
profundidad a la vida. Por eso resulta extremadamente dudoso que el hombre se haga 
realmente más humano por el hecho de que la ciencia médica trate de robar cada vez mas 
años a la muerte y diferirla hasta una edad cada vez más avanzada. La vida resulta 
superficial si no se tiene ante los ojos la frontera de la muerte, porque entonces pierde su 
orientación y desaparece el sentido profundo de la responsabilidad. Evidentemente, si no 
existiese la muerte, siempre se podría volver a comenzar desde el principio, nada quedaría 
sujeto a la ley de la unicidad y, por lo tanto, de la absoluta responsabilidad.
En su novela "Todos los hombres son mortales" (1946), Simone de ·Beauvoir-S imagina 
la posibilidad de un hombre inmortal, ante el que no se alza el espectro de la muerte: 
Fosca, el protagonista, es condenado a vivir eternamente en esta tierra gracias a la 
ingestión de un elixir de vida. Y la autora muestra cómo todos los gozos de la vida, todas 
las posibilidades experienciales, todo tipo de vínculo y responsabilidad social, desaparecen 
cuando la muerte ya no supone un límite a la vida. Para ese hipotético ser, ya nada tiene 
importancia; los sufrimientos y los gozos nunca son definitivos y, por lo tanto, son aún 
menos importantes, se reducen a un juego superficial. Ningún sacrificio que Fosca pueda 
realizar, ningún sometimiento que sea capaz de aceptar, ninguna lucha por ideal alguno, 
tienen para él el mismo sentido y el mismo significado que tienen para los hombres que 
deben morir. De hecho, el mortal -como hace ver Simone de Beauvoir- en todo lo que hace 
en su vida da, por así decirlo, un trozo de sí, aunque sea pequeño; el inmortal, por el 
contrario, no da de sí absolutamente nada. Por eso, en su vida sin muerte todo sigue 
siendo superficial, no vinculante, un pasatiempo siempre revocable.
De la mencionada novela puede desprenderse con toda claridad lo que significa la 
afirmación de que la muerte forma parte de la vida humana, a fin de que ésta sea 
verdaderamente humana. Por eso, en el fondo de poco sirve prolongar ad infinitum la vida 
humana por medio de la medicina y diferir la muerte a un futuro remoto: de este modo, la 
vida no resulta más plena, sino más pobre. La verdadera superación de la muerte no se 
produce eliminando la muerte de nuestra vida (que, por otra parte, es algo imposible), sino 
mediante la esperanza que va más allá de la muerte.
Hay que añadir una última cosa al reflexionar sobre el significado de la muerte para 
nuestra vida: sólo por medio de la muerte adquirimos la experiencia de que la vida no es 
algo obvio, algo que se imponga necesariamente, sino que es un don. Y dado que la vida 
se ve continuamente amenazada por la muerte, hay que considerarla como algo de mucho 
valor, como una aventura arriesgada e irrepetible.
V/MU: Vemos, pues, que vida y muerte se compenetran recíprocamente, que se 
encuentran en una inevitable relación de homogeneidad. Y sin embargo, parece en 
principio que en este entramado de muerte y vida es la muerte la que tiene la última y 
decisiva palabra. Y esta palabra significa fin, destrucción, aniquilamiento. Parece, pues, 
que precisamente la muerte convierte su inseparable unidad con la vida en algo 
fundamentalmente negativo y carente de sentido. En suma, la muerte, como gran enemigo 
de la vida, parece oponerse a su significado positivo para la vida.

2. La muerte, ¿consecuencia del pecado? 
MU/P: Por todo lo dicho, la tradición bíblico-cristiana ha creído que la 
muerte no proviene de las benéficas y creadoras manos de Dios, sino que es un castigo, 
consecuencia del pecado.
La intención que subyace a semejante afirmación es evidente: Dios, el ser vivo y 
dispensador de vida, no puede ni debe ser considerado autor del mal y de todo lo que es 
contrario a la vida. Debemos mantener esta idea, si bien no podemos seguir apoyando 
indiferenciadamente la tesis de la muerte como consecuencia del pecado. Hoy sabemos 
que la muerte es parte necesaria de la construcción de un mundo evolutivo, del que ha 
nacido y en el que también ha sido colocado el hombre. En una creación que responde a 
un sentido evolutivo, la vida sin la muerte es algo absolutamente impensable. En el proceso 
evolutivo, la transitoriedad de lo que ha llegado a ser constituye precisamente la primera 
condición de la nueva vida y de las nuevas formas de vida. Por eso tampoco la muerte del 
hombre, en cuanto que significa delimitación temporal de la vida terrena, puede ser 
consecuencia del pecado, que suele ser la manera como el hombre experimenta la muerte.
Con el pecado, el hombre echó por tierra su propia vida. En lugar de acogerla como don 
de Dios, de vivirla responsablemente ante Dios y en el amor al prójimo, el pecador vive tan 
sólo «para sí mismo» (cfr. 2 Cor 5, 15). En el deseo de una vida de plenitud y de salvación 
sin Dios o contra Dios, el pecador pierde su propia vida: Dios le abandona a sus propias 
posibilidades "autónomas", en las que el hombre piensa, evidentemente, que ha de poseer 
la «vida», pero cuyo término precisamente pondrá al descubierto su carácter de 
vaciamiento en la impotencia, la presunción y la supravaloración. La vida escindida de Dios 
como su fuente originaria se manifiesta como «ser para la muerte», como un campo 
plenamente poseído por las fuerzas del mal y de la muerte.
En la búsqueda de una vida que el hombre pretende procurarse por sí mismo y que, sin 
embargo, no satisface sus aspiraciones, se convierte el mismo hombre en víctima del ansia 
y de la inquietud; cuando cree poseer la vida, se aferra a ella egoistamente, aunque este 
aferrarse constituya una violación del orden, del derecho y de la justicia.
Por último, este desmedido afán, carente de paz, no aboca sino al absurdo de la muerte, 
la cual revela como pasión inútil, como una excitación sin sentido (J.-P. Sartre), cualquier 
intento humano de realización. En realidad, aquello en lo que el pecador cree poseer la 
"vida" (el placer, la riqueza, el éxito, el poder), no puede llevárselo consigo al otro lado del 
abismo de la muerte. La experiencia que en ese caso se tiene de la muerte es la de una 
obscura y absurda destrucción de la vida. Allí donde la vida ha transcurrido primordialmente 
bajo el signo de la apropiación, del aferramiento, del tener y del poseer (en lugar de 
caracterizarse por la entrega, la apertura, el dar y el recibir), aun la misma y desnuda 
existencia se convierte en una posesión que se trata de conservar en cualquier 
circunstancia, el mayor tiempo posible, porque su pérdida en la muerte destruye por 
completo la propia identidad, la cual consistía en un absoluto querer-tener. De este modo 
nace el miedo a la muerte. "El vacío de la experiencia del más acá suscita el miedo al vacío 
del más allá» (R. Leuenberger). Dios, con respecto al cual se está cerrado, o no lo bastante 
abierto en la vida, deja de ser sentido en la oscuridad de la muerte como cercanía 
luminosa, pasando a ser sentido como el Dios que se sustrae a los hombres, que está 
lejano y se muestra reacio; o mejor aún, como el Dios que ha "muerto".
La experiencia de la muerte del pecador, y esto significa la concreta experiencia de la 
muerte de todos y cada uno de nosotros, está, pues, totalmente determinada por el pecado. 
La muerte ya no se experimenta sólo de un modo «neutral», es decir, únicamente como 
término temporal de la vida terrena y un simple pasar a la vida feliz con Dios, sino como 
algo amenazador y angustioso. La vida queda despedazada sin que siquiera quede la 
natural seguridad que dan la fe, la esperanza y el amor de que, con la muerte, uno se 
introduce en la vida de Dios, infinitamente más grande. En este sentido, la muerte es, pues, 
consecuencia del pecado: se experimenta como una absurda y oscura destrucción de la 
vida, como una inquietante, incierta y amenazadora realidad que hunde al hombre en la 
angustia.
Pero la muerte puede también adoptar otro rostro. Cuando, a lo largo de su vida, el 
hombre se ajusta a la actitud del «Padre, en tus manos encomiendo mi vida»; cuando, en la 
obediencia a Dios y en la confianza en su palabra, recibe su vida como un don y una tarea 
y la vive en el servicio a los hermanos, entonces la propia muerte transforma su naturaleza 
negativa y puede llegar a convertirse en la «hermana muerte» (Francisco de Asís), lugar de 
la esperanza y tránsito dichoso a la gloria de Dios.
Esta «nueva» experiencia de la muerte es, sin embargo, un fruto de la fe, de la esperanza 
y del amor, pero especialmente de la esperanza en que la muerte no es la «realidad 
última».

3. La esperanza más allá de la muerte 
Los hombres de todas las épocas no han podido resignarse, evidentemente, a la 
experiencia de que la muerte constituya una absurda interrupción de la vida. En todas 
partes podemos hallar pruebas del convencimiento generalizado de que en la unidad y 
totalidad que forman la vida y la muerte, siempre es la vida la que resulta ser más fuerte. 
Son muy diversos los modos de representar cómo es esto posible. En realidad no se sabe 
cómo puede presentarse un futuro mas allá de la muerte. Pero la esperanza en él proyecta 
innumerables y muy distintas imágenes, imagina diversas posibilidades y anticipa dichas 
posibilidades por medio de símbolos, signos y sueños. Así pues, toda religión, toda visión 
del mundo esboza sus propias imágenes de esperanza.
ALMA/INMORTAL: Del abundante material que nos ofrece la historia de las 
religiones citaremos sólo dos imágenes de esperanza con las que los hombres han 
expresado su deseo y su seguridad de que la muerte no constituye la realidad última. 
Ambas imágenes de esperanza tienen una especial significación porque han sido después 
asumidas para formular la esperanza cristiana. La primera, que fue elaborada de manera 
conceptual por la filosofía platónica, aunque en sí misma fuera mucho más antigua, se 
formula diciendo que hay en el hombre algo inmortal, a saber, su alma imperecedera, que 
no se ve afectada por la muerte del cuerpo. Por medio de ella, el hombre participa de la 
vida eterna. Cuando el cuerpo muere, el alma, liberada de las ataduras de la materia, 
regresa al reino de la vida divina y eterna. Muy distinta es la segunda imagen de 
esperanza, la bíblico-hebraica. Los hebreos no sabían nada de un alma inmortal que 
sobreviva a la muerte; no concebían al hombre como compuesto de alma y cuerpo, sino 
que tenían de él la idea de un ser uno e indiviso. Por eso, para ellos, la muerte agarra al 
hombre en su totalidad; no hay nada que sobreviva a la muerte. Sólo puede haber 
esperanza más allá de la muerte porque se espera que Dios volverá a infundir su espíritu 
en el muerto, volverá a darle la vida, lo resucitará.
RS/INMORTALIDAD: Inmortalidad del alma y resurrección del 
cuerpo son en principio, pues, dos imágenes de esperanza totalmente diversas, que no 
tienen en realidad nada que ver entre sí. Es cierto que ambas expresan la esperanza en 
que ha de haber una vida más allá de la muerte, pero esta esperanza se formula de muy 
distinta manera. Para los griegos, el principio que sobrevive a la muerte se encuentra en el 
propio hombre: el hombre tiene un alma que es inmortal y que supera la muerte. Para los 
hebreos, por el contrario, el "antídoto" contra la muerte está fuera del hombre, en el poder 
resucitador de Dios. Más adelante volveremos a hablar de esta diferencia. Ahora tan sólo 
queremos dejar sentado que en la historia de la humanidad hay innumerables imágenes 
que constituyen, todas ellas, un testimonio del hecho de que el hombre no se ha resignado 
a la muerte, que hay en el hombre algo que se opone radicalmente a aceptar la muerte. Si 
la muerte fuese la realidad última, todo cuanto de hermoso, de positivo y de satisfactorio 
existe en la vida carecería en realidad de sentido. Se hallaría originariamente bajo el signo 
de la destrucción, del fracaso, de la nada. Pero, evidentemente, el hombre no puede vivir (o 
puede vivir muy difícilmente, o de un modo superficial) con semejante ausencia de sentido.
Ahora bien, la esperanza de la humanidad en poder superar la frontera de la muerte, ¿no 
es tal vez una pura ilusión, una proyección quimérica de los deseos y las aspiraciones 
humanas? ¿No será que el hombre se crea su propio sueño, a fin de no tener que mirar 
cara a cara la realidad carente de sentido? Si se observa la ausencia de sentido de la 
propia vida y de la vida de los demás, y aún más si se considera la historia de la 
humanidad, se puede efectivamente llegar a la idea de que la muerte no es más que la 
expresión extrema y el sello definitivo de la general ausencia de sentido que caracteriza a 
toda realidad. Por otra parte, sin embargo, hay en la propia vida y en la historia fenómenos 
de sentido e indicios positivos que sugieren la posibilidad de otra respuesta: ni siquiera la 
muerte carece de sentido, porque también ella sigue abierta a un definitivo sentido último. 
Es de estas experiencias de donde ha brotado en la humanidad la esperanza en un futuro 
más allá de la muerte.
Un cierto número de estos signos indicativos conservan también un valor para nosotros: 
el hombre se experimenta a sí mismo como responsable de su obrar. Sin embargo, ser 
responsable significa saber o, al menos, presentir que la vida no es casual, arbitraria, 
episódica, sino que tiene algo de definitivo, con respecto a lo cual debe valorarse cualquier 
obrar. Y esta realidad definitiva no sería verdaderamente tal si fuese susceptible de ser 
cancelada por la muerte. La experiencia, pues, de la responsabilidad incondicional permite 
presagiar que ni siquiera la muerte es la realidad última.
Pero hay más: el hombre se experimenta a sí mismo como un ser que incondicional y 
necesariamente anda en búsqueda del sentido, que en su vida hace ya siempre realidad el 
sentido, realiza algo que está dotado de sentido. Pero no buscaríamos un sentido último si 
no estuviéramos de antemano «tocados», concernidos por él. Más aún: hay en el hombre 
un impulso infinito hacia la libertad, la felicidad, la vida, el futuro... ¿No evidencia todo esto 
que el hombre de algún modo se ve afectado por la infinitud, que hay en él algo que se 
proyecta más allá de la finitud y supera, por consiguiente, los confines mismos de la 
muerte? Quien tiene experiencia de lo que es un límite (y una experiencia penosa, 
precisamente porque se trata de un límite), en el fondo ya ha superado dicho límite. ¿No 
puede decirse lo mismo de la muerte? Quien percibe dolorosamente la muerte como límite, 
ya está "tocado" por algo que se encuentra más allá de la muerte. Por eso es una 
verdadera y profunda sabiduría la que se encierra en estos versos modernos:

«Un perro 
que muere 
y que sabe 
que muere 
como un perro 
y que es capaz de decir 
que muere 
como un perro, 
es un hombre» 
(·Fried-E, Warngedichte) 

Precisamente aquí está la diferencia entre el perecer de un animal y el morir de un 
hombre: en que el hombre es consciente de la amenaza que representa el limite que es la 
muerte. Pero con ello también testimonia que, por su propia naturaleza, aspira a 
trascenderlo. Podemos afirmar, además, que en la promesa de fidelidad de dos personas 
que se aman actúa una fuerza que exige infinitud e indestructibilidad. Esto es algo que ya 
sabía el autor del Cantar de los Cantares cuando proclamaba que «el amor es más fuerte 
que la muerte» (8, 6). El amor, observa J. Ratzinger, «es, por así decirlo, un grito dirigido al 
infinito. Pero esto supone que dicho grito no puede ser atendido, que exige el infinito pero 
que no está en condiciones de darlo».
Surge así, en el transcurso mismo de la vida, la pregunta de si será la muerte la que 
tenga la última palabra. Hay en el hombre realidades que indican que no es un simple 
insecto destinado desde un principio a desaparecer. En el hombre hay algo más. En el 
hombre hay un impulso hacia la infinitud, como si estuviera aferrado por ella. Pero de este 
modo se manifiesta la profunda ambigüedad de sus experiencias. De una parte, hay signos 
que indican el carácter provisional de la muerte; de otra, sin embargo, frente a la falta de 
sentido de la muerte, el hombre ha de reconocer honradamente que no ve con claridad qué 
posibilidades pueda tener de superar el poder de la muerte y hacer realidad el impulso que 
experimenta hacia la infinitud. Por eso se plantea el problema de un poder capaz de volver 
a sacar al hombre de la nada a la que está destinado, poder que es una libertad divina y 
creadora.
Esta exigencia de un poder capaz de hacer realidad las experiencias y aspiraciones de 
infinitud del hombre, halla su respuesta en la esperanza cristiana, que se funda en la 
resurrección de Jesús. De esto ya hemos hablado. En la vida y en la muerte de Jesús se 
manifiesta ejemplarmente toda la vanidad, toda la ausencia de perspectivas y toda la finitud 
de nuestro mundo y de la vida humana. Frente a la cruz no quedan suprimidas, sino que se 
toman mucho más en serio la falta de sentido de la realidad, la desesperación que supone 
la vida y la oscuridad de la muerte. Pero en Jesucristo se manifiesta también con toda 
claridad que esta falta de sentido es superada por obra y gracia de Dios. La muerte no es 
verdaderamente la realidad ultima. Dios es quien despierta a los muertos a una vida nueva 
e imperecedera. Según la concepción cristiana, pues, la base de la superación del poder de 
la muerte no se encuentra en el hombre (en la fuerza de su alma inmortal, por ejemplo), 
sino en el poder de Dios, en su voluntad de hacer que el hombre viva y en la fidelidad con 
la que Dios cumple sus promesas. Por eso el cristiano no espera porque posea un alma 
inmortal, es decir, porque el hombre disponga de un principio imperecedero, sino que 
espera en la resurrección, esto es, en el poder que Dios tiene de restaurar la vida.
Los aspectos de la vida humana arriba mencionados, que inducen a la esperanza en que 
se ha de hacer realidad el sentido, tienen en definitiva diversos significados. Pero sólo 
partiendo del Dios de Jesucristo, que manifestó su poder resucitando a su hijo, se revela la 
posibilidad de que verdaderamente se realice todo lo que en la vida humana mueve 
apremiantemente hacia el sentido, la realización y la totalidad. Por eso no se halla en todo 
el Nuevo Testamento el más mínimo rastro de una esperanza puesta en el hombre, en la 
fuerza de su alma inmortal. La esperanza, por el contrario, se funda exclusivamente en la 
resurrección de Jesús; la esperanza está puesta en el poder restaurador de Dios. 

4. ¿Resurrección del cuerpo y/o inmortalidad del alma? 
Se suscita, pues, una nueva pregunta: ¿cómo es que hoy para muchos cristianos sucede 
casi exactamente lo contrario, es decir, que ponen su esperanza en la inmortalidad del alma 
(que en la muerte se separa del cuerpo y regresa a Dios) y, por el contrario, la esperanza 
en la resurrección, si no completamente, sí al menos en buena parte ha venido a menos? El 
complejísimo proceso de modificación de la imagen cristiana de la esperanza sólo podemos 
esbozarlo aquí a grandes rasgos. La transformación ha derivado del hecho de que el 
cristianismo, originariamente ambientado en el mundo hebreo-semítico, tuvo desde sus 
comienzos que hacerse comprensible al mundo de la cultura griega para poder realizar su 
obra misionera. Pero en el mundo griego, junto a fortísimas tendencias escépticas y 
nihilistas, dominaba en aquella época la imagen platónica de esperanza en el retorno al 
mundo divino del alma inmortal, inmediatamente después de la muerte. El cristianismo 
debía enfrentarse a esta imagen de esperanza.
Entonces ocurre algo que, posteriormente, habría de repetirse siempre que el 
cristianismo entrara en contacto con un mundo cultural que hasta ese momento le fuera 
desconocido: el cristianismo adopta algunos elementos de ese nuevo mundo, los asimila, 
se los hace propios, al mismo tiempo que rechaza, critica y corrige otros. Por eso se habla 
de que el cristianismo, cuando se encuentra con una cultura, suele observar un principio de 
«conexión y oposición». Las dos cosas, entiéndase bien: conexión y oposición.
En este sentido, el cristianismo primero manifiesta su oposición a la concepción griega, 
según la cual el hombre vence a la muerte en virtud de su alma inmortal, la cual se separa 
del cuerpo en el momento de morir. La idea de una pura supervivencia del alma en Dios 
después de la muerte no toma realmente en serio ni la muerte, ni la superación de la misma 
muerte. Esta esperanza no toma en serio la muerte porque, según ella, el alma en realidad 
ni siquiera se ve afectada por la muerte, sino que se separa alegre y feliz de los 
condicionamientos materiales del cuerpo y del mundo físico, para, en definitiva, seguir 
viviendo, libre de la carga del cuerpo, en el mundo divino. La realidad catastrófica de la 
muerte en su extrema radicalidad es algo que no se percibe ni de lejos.
Pero esta concepción de las cosas tampoco toma en serio la superación de la muerte, es 
decir, la esperanza en una consumación universal de la que nada quede excluido. Según 
esta concepción, pues, lo que tiene futuro y alcanza plena realización no es el hombre en 
su totalidad, sino tan sólo una parte del hombre: el alma. Por eso el anuncio cristiano insiste 
desde un principio en esta idea de que en la resurrección del cuerpo, es decir, en la 
resurrección del hombre en su integridad, la muerte es superada y el hombre obtiene la 
realización de su sentido. En el Credo del cristianismo primitivo, por consiguiente, no se 
afirma "creo en el alma inmortal", sino «creo en la resurrección de la carne». Aquí se 
manifiestan la oposición del cristianismo al mundo cultural de su tiempo y la nueva 
esperanza que el mismo cristianismo anuncia: No sólo una parte del hombre, no sólo el 
alma alcanza su plena realización, sino el cuerpo, es decir, todo el hombre y, 
consiguientemente, el mundo entero, en el que el hombre está inserto gracias a su cuerpo. 
Realización, para el cristiano, no significa "transmigrar del mundo", sino verificación del 
sentido del mundo en su totalidad. Este es, esencialmente, el significado que subyace a la 
imagen de esperanza en la resurrección del cuerpo.
Pero, por otra parte, el cristianismo adopta y asimila determinados elementos del 
pensamiento griego. Mientras que los creyentes del Antiguo Testamento daban por 
supuesto que la resurrección únicamente tendrá lugar al final de la historia (y hasta 
entonces los muertos seguirían existiendo en una especie de sueño, es decir, en una 
situación intermedia muy semejante a la nada), el cristianismo estuvo desde un principio 
firmemente convencido de que en el momento de la muerte entramos en contacto directo 
con Cristo, entramos al instante en la comunión con él y con el Padre (cfr., por ejemplo, Flp 
1, 21 ss.; 2 Cor 5, 1 ss.). Y para expresar que en el momento mismo de la muerte tendría 
lugar el encuentro con Cristo y con Dios, se podía perfectamente echar mano de las ideas 
griegas: en la muerte misma, y no sólo al final de la historia, alcanza el hombre su destino 
definitivo.
Mediante los argumentos que aquí únicamente hemos insinuado, llegamos a una especie 
de "composición" de las imágenes de esperanza griega y hebrea. En la muerte encuentra 
ya el hombre su morada en Cristo; por eso se adopta la imagen platónica del alma inmortal 
que, en el momento mismo de la muerte, vuelve a habitar en el mundo divino. Pero al mismo 
tiempo se añade que el hombre sólo alcanza su realización definitiva cuando, en su 
totalidad y con el mundo entero, recibe de Dios una nueva vida, es decir, que únicamente 
se realiza plena y definitivamente en la resurrección de la carne. En un proceso que se 
dilata durante mucho tiempo, y que no podemos reconstruir ahora en detalle, se unen, 
pues, una serie de imágenes griegas y judías para formar el marco representativo que aun 
hoy caracteriza a la conciencia cristiana. Pero de este modo se comprende también cómo 
en la conciencia de los creyentes la espera de la resurrección fue pasando a un segundo 
plano y, en su lugar, adquirió cada vez mayor relieve el retorno del alma a Dios. En cierto 
sentido, la resurrección se convirtió en un apéndice superfluo del acontecimiento 
auténticamente decisivo del encuentro del alma con Dios en la muerte.
También en este punto ha iniciado la teología en los últimos tiempos una importante tarea 
de revisión. Nos llevaría demasiado lejos enumerar aquí todos sus argumentos. Pero sí 
aduciremos un importante motivo de las recientes reflexiones teológicas y que es, 
concretamente, el problema del cual es el auténtico significado que hay que atribuir a la 
resurrección de la carne. Al afirmarla, ¿se pretende decir que al final de la historia los 
restos humanos (huesos, tendones y músculos) serán reintegrados por Dios a una nueva 
vida, que se abrirán los sepulcros, que tendrá lugar la formación de un nuevo cuerpo y que, 
de algún modo, este cuerpo será unido al alma, la cual ya está con Dios en el cielo? En el 
fondo, ¿no son infantiles estas imágenes, especialmente para nosotros, los hombres de 
hoy, que sabemos perfectamente que, ya en nuestra vida terrena, al cabo de algunos años 
no queda en nuestro cuerpo un sólo átomo que no haya sufrido mutación? ¿Qué puede 
pretender significar la idea del retorno a la vida de los huesos putrefactos del hombre en la 
tumba? 
Evidentemente, no se puede entender de este modo. Muchos teólogos se han 
preguntado por el sentido originario de la esperanza en la resurrección y por el sentido del 
rechazo de la respuesta griega, según la cual tan sólo el alma alcanzaría la plena 
realización. Como hemos visto, el sentido era el siguiente:
1. Se pretendía expresar el hecho de que el hombre no alcanza su realización por sí 
mismo, en virtud de su alma indestructible, sino únicamente en virtud de una acción de Dios 
que, en cierto sentido, le es dada al hombre «desde fuera».
2. No es un alma sin cuerpo la que emigra del mundo para hallar en Dios su patria 
definitiva, sino que es el hombre entero, con todo el haber de sus acciones, el que puede 
esperar su propia realización; y el que, en la historia, llega a ser, en libertad, el mismo que 
al final resulta ser en la muerte.
Si observamos atentamente esto, que es el verdadero propósito de la afirmación de fe, 
veremos que la resurrección del cuerpo no posee el significado de un milagroso 
acontecimiento último que afecte a los restos mortales de huesos, piel y tendones, sino que 
la imagen de esperanza que es la «resurrección del cuerpo» pretende expresar que el 
hombre no alcanza su plena realización únicamente como «Yo» espiritual ajeno a la 
historia, sino que, por el contrario, regresa a Dios con su mundo y con su historia, con toda 
su vida.

«Cada cual tiene un mundo secreto, muy suyo, 
donde se esconde el mejor instante, 
donde se esconde la hora más terrible.
Pero nosotros no sabemos nada.

Y si un hombre muere, 
muere también su primera nevada, 
y el primer beso, y el primer combate...
Todo se lo lleva consigo».

Lo que el poeta ruso E. -Evtuchenko expresa aquí poéticamente, es el verdadero 
contenido de la imagen de esperanza de la resurrección del cuerpo. Su significado, como 
dice W. Breuning, es que «Dios ama algo más que a las moléculas que en el momento de la 
muerte se encuentran en el cuerpo. Ama a un cuerpo marcado por el cansancio, pero 
también por la nostalgia insatisfecha de un peregrinar, a lo largo del cual ha dejado muchas 
huellas tras de sí en un mundo que se ha hecho humano en virtud de dichas huellas... 
Resurrección del cuerpo significa que, para Dios, nada de todo ello ha sido en vano, 
porque él ama al hombre. El ha recogido todas las lágrimas, y ni la más mínima sonrisa le 
ha pasado inadvertida. Resurrección del cuerpo significa que el hombre no recupera en 
Dios únicamente su último momento, sino toda su historia». ¿Podemos hoy, pues, hacer 
mejor y más adecuadamente comprensible el significado de la resurrección de como pudo 
hacerlo la tradición anterior a nosotros, con su representación burdamente sensible del 
abrirse los sepulcros y la reanimación de los huesos de los muertos? 
Antes de intentar una respuesta, hemos de tener muy claro que estamos tocando aquí los 
limites de lo imaginable. Una vida más allá de la muerte es, sin duda alguna, algo 
inaccesible a nuestra experiencia. Supera todas las posibilidades del mundo y, 
consiguientemente, también nuestra facultad imaginativa. Ya el mismo Pablo desestimó 
(¡Necio!) la escéptica pregunta: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven 
a la vida?» (1Co 15, 35), reivindicando la absoluta novedad y, consiguientemente, la 
imposibilidad de referirse ni aun analógicamente a lo que ha de venir.
Sin embargo, tal vez se pueda uno aproximar al sentido que se intenta atrapar, 
recurriendo al modelo propuesto por L. Boros. Dicho modelo consiste en lo siguiente: 
nuestro mundo evolutivo se caracteriza por dos procesos contrarios que siguen dos 
movimientos igualmente contrarios: 
1. El movimiento de subida y de autosuperación. Es precisamente característico y 
específico de un mundo evolutivo el que de un «menos» resulte constantemente un "más"; 
de una realidad simple, una realidad más compleja.
2. Pero el mundo evolutivo se caracteriza, además, por el movimiento contrario de la 
entropía, es decir, el movimiento de descenso, de gasto de energías, de consumición, de 
limitación. ¡Cuantas fases de la evolución no se habrán concluido, consumado, antes de la 
aparición del hombre, en quien el desmedido desarrollo, por así decirlo, se ha cerrado...! 
Ambos movimientos de la evolución se pueden designar, en pocas palabras, como 
interiorización ascendente de energía e, indisolublemente ligado a ésta, como consumo 
descendente («entrópico») de energía externa. Y ambos movimientos se encuentran 
también en la vida humana. Así como el mundo evolutivo se estrecha y se consume y, de 
este modo, asciende hasta el hombre, así también el hombre se consume en su vida y, de 
este modo, se eleva al rango de persona madura. El hombre adquiere madurez ampliando 
el horizonte de su conocimiento, despertando a la amistad, a la difusión del amor, al 
dominio del mundo; en suma, conquistando el mundo en sus múltiples ámbitos de relación. 
Todo lo cual hace que nazca continuamente en él un «más»: mientras el hombre crece 
realmente en el mundo, este, por su parte, crece en el hombre, se interioriza en él. Por el 
hecho de entrar en relación con el mundo, el hombre adquiere su propia madurez, su forma 
característica, su personalidad. El hombre se hace maduro relacionándose con el mundo, 
construyéndolo activamente y sufriendo pacientemente en él. De este modo, el mundo se 
interioriza en el hombre.
Pero también a este proceso de interiorización del mundo en el hombre se encuentra 
dialécticamente contrapuesto el movimiento contrario: el movimiento de la entropía, del 
consumo de la energía exterior. El hombre no se limita a madurar, sino que además 
envejece y muere. Acabamos de decir que ambos movimientos, el movimiento de la 
interiorización ascendente y el del consumo descendente de energía exterior, están entre sí 
íntimamente relacionados. De estas consideraciones, por lo tanto, puede extraerse 
("extrapolarse") un modelo representativo de la esperanza cristiana: en la muerte, el hombre 
sufre la pérdida de la energía exterior, pero en ese mismo momento su mundo (el mundo en 
relación con el cual se ha hecho maduro) se interioriza a la vez totalmente en él; el hombre 
se ha apropiado totalmente de un trozo de mundo.
Si esperamos que la muerte no ha de ser la realidad última, sino que Dios otorga nueva 
vida mas allá de la muerte, podemos concluir que esta nueva vida no concierne tan solo a 
una pura alma, a una subjetividad puramente espiritual, sino a una persona total y concreta, 
que ha llegado a ser lo que es a causa de su relación con el mundo, mediante su vida 
corpórea en el mundo. Cualquier coyuntura histórica y cualquier acto del hombre no han 
dejado su huella únicamente en el mundo exterior, sino en él mismo, en su interioridad. Por 
eso, en la constitución definitiva del hombre, alma y cuerpo están unidos para siempre en 
nosotros: un trozo de mundo queda permanentemente elevado en nosotros. Así como en 
las arrugas del rostro de un anciano está inscrita toda su biografía, así también en el sujeto 
humano están irrevocablemente impresas «su» historia y «su» mundo. Cuando el creyente 
espera que tampoco en la muerte ha de abandonarle Dios, sino que ha de darle, allí donde 
todo futuro parece haber llegado a su fin, un futuro nuevo e inalienable, el futuro objeto de 
esta esperanza no se refiere, por lo tanto, a un alma que emigra del mundo, sino que se 
refiere a una persona, en cuya huella concreta ha quedado para siempre inscrito, 
salvaguardado y conservado el mundo. El hombre lleva en su muerte la "cosecha del 
tiempo". Puesto que en la muerte no quedan cancelados el mundo y la historia, sino que 
permanecen para siempre interiormente inscritos en el hombre, la esperanza en la 
superación del límite que es la muerte puede y debe caracterizarse como resurrección de 
todo el hombre y no como indestructibilidad del alma.

5. ¿Resurrección en la muerte? RS/QUÉ-ES:
De las anteriores consideraciones se sigue que no tenemos por qué seguir cargando con 
el peso de las diversas e ingenuas representaciones de antaño. Ya no es preciso decir que 
en la muerte el alma se separa del cuerpo y se reúne con Dios y que más tarde, al final de 
la historia, al alma le seguirá, en cierto sentido, el cuerpo. Hoy, por el contrario, podemos 
afirmar con muchos teólogos (tal vez con la mayoría) que el cristiano espera que en la 
muerte tenga lugar la resurrección. Resurrección no en el sentido de que el cuerpo vaya a 
ser transformado; en cuanto cadáver carente de vida, el cuerpo es sepultado en tierra. 
Resurrección del cuerpo no significa resurrección del cuerpo físico o del cadáver; 
resurrección significa, más bien, que en la muerte el hombre entero, con su mundo concreto 
y con su historia, recibe de Dios un nuevo futuro. Este futuro no podemos representarlo, 
porque únicamente conocemos las condiciones de este mundo, que es finito, abocado al 
fracaso y encerrado en la nada. No sabemos cómo es el futuro al otro lado de la muerte, 
pero tampoco tenemos necesidad de saberlo. Y, sobre todo, no es preciso considerar 
preceptivas las representaciones propias de una concepcion del mundo ya superadas, que 
en su mayoría son hoy ciertamente inaceptables.
La idea de que en la muerte tiene lugar la resurrección no sólo la acepta hoy la mayor 
parte de los teólogos, sino que incluso se ha introducido en textos "oficiosos" de la Iglesia. 
En el Catecismo Holandés se afirma expresamente que «en la muerte se verifica ya la 
resurrección». Lo mismo dice el Neues Glaubensbuch.
Esta misma concepción ha podido ya reflejarse en los nuevos textos de la liturgia de las 
exequias, donde es posible observar que se evita en lo posible recurrir a la palabra «alma». 
Ciertamente no es casual que no se hable ya de «paz del alma», de «misa de alma», de 
"día de las animas", etc.; la Iglesia eleva hoy sus oraciones por el hombre que ha vivido en 
la fe y que ahora ha regresado en su integridad a Dios.
Pero, según este modo de entenderlo, ¿no se convierte la resurrección en un 
acontecimiento puramente individual que siempre tiene lugar únicamente en el hombre 
individual? ¿Qué ocurre con la dimensión universal de la resurrección, tal como parece 
expresarse en las imágenes bíblicas? Para responder a estas preguntas es preciso no 
perder de vista dos cosas:
1. Mediante su obrar en la historia, el hombre no adquiere únicamente para sí una 
"impronta" y una madurez definitivas; su acción tiene además un efecto permanente e 
indeleble sobre la historia: asume un significado irrevocable para el desarrollo mismo de la 
libertad de los demás, de la comunidad humana. De este modo seguimos viviendo 
definitivamente e irrevocablemente en la historia, vinculados a ella, aun cuando hayamos 
encontrado ya un futuro definitivo en Dios.
2. Lo que en la muerte del individuo, que ha encontrado forma concreta en la historia, 
queda conservado en Dios, es una relación con el mundo. Así como cada uno de nosotros 
deja permanentemente su propia huella en la historia, así también cada historia individual 
queda caracterizada, sustentada y totalmente penetrada de una incalculable serie de 
factores e impulsos, a cuyo través otros han impreso en nosotros su huella y, 
consiguientemente, se conservan para siempre en nuestra forma concreta.
De donde se deduce que la resurrección no es un acontecimiento individual que sirva 
para aliviar al que muere de la realidad histórica y de la comunidad con los demás, sino que 
el difunto queda también él vinculado de la manera más íntima al ulterior curso de la 
historia. En la resurrección, por lo tanto, no quedan rotas las relaciones por parte de 
ninguno de ambos «lados», sino altamente corroboradas. Para decirlo mediante una 
imagen: sucede como con una sábana: se agarra tan solo de una parte, pero se alza toda 
ella, porque cada uno de sus más íntimos puntos está entretejido con todos los demás. Así 
también, cada uno de nosotros «reconduce a Dios un fragmento del ser... Con cada una de 
nuestras obras cooperamos (con las dimensiones de un átomo, pero de un modo real) a 
edificar el pleroma (la consumación de la realidad)» (·TEILHARD-DE-CHARDIN de 
Chardin). «Toda la realidad creada, el mundo, a través de la muerte de las personas, 
formadas de cuerpo y espíritu, y de las que el propio mundo es en un cierto sentido su 
'cuerpo', adquiere en un lento proceso su propio carácter definitivo" (K. Rahner).
La resurrección, por consiguiente, no tiene nada de individual, sino que forma parte de un 
proceso universal en el que individuo y comunidad, historia y consumación, están y 
permanecen mutuamente entrelazados; un proceso en el que toda la realidad encuentra su 
plena realización en el amor.

6. Nada sucede en vano 
Sobre la base de todo cuanto hemos dicho, resulta aún más claro lo que significa 
«realización» y, sobre todo, lo que pretende decir San Pablo cuando afirma que el amor es 
lo que durará eternamente. Todo hombre, cuando regresa a Dios, no lleva consigo 
únicamente un alma sin cuerpo, sino su persona toda, en la que está inscrito para siempre 
lo que él ha realizado en el amor. El mismo es, por así decirlo, un pedazo de amor 
encarnado. Esto es lo que retorna a Dios y lo que -así lo esperamos- es acogido por Dios, 
de manera que por lo que se refiere a muchas muertes, y por el hecho de que los hombres 
son despertados poco a poco a la comunión con Dios, un "plus" cada vez mayor de amor 
encarnado, por así decirlo, encuentra el camino para llegar a Dios. En la muerte de los 
hombres llega a Dios algo que antes no era, personas que han madurado abriéndose a la 
relación con este mundo y que ahora son acogidas por Dios y están en comunión con él y 
entre sí por toda la eternidad. En este sentido puede afirmarse -con lo que anticipo algo de 
lo que vendrá a continuación- que el paraíso no es otra cosa sino el amor, es decir, la 
relación recíproca entre Dios y el hombre y entre los propios hombres que en su vida han 
sido capaces de amar.
Esto, naturalmente, no se debe malentender: no somos nosotros los que, con nuestro 
obrar, "construimos" el paraíso. La vida humana sigue siendo fragmentaria, inacabada e 
imposible de completarse en la historia. La maduración en el amor sólo se realiza, en el 
mejor de los casos, de una manera parcial. Cuando llega a su término el tiempo de nuestra 
vida, en ninguno de nosotros puede recogerse el fruto maduro del amor. Por eso la muerte 
llega siempre demasiado pronto; mejor dicho: en última instancia, la muerte pone de 
manifiesto que por nosotros mismos no somos capaces de completar la vida y darle plenitud 
de sentido. Por consiguiente, aquel que en la muerte llega a Dios no es -por expresarlo 
mediante una imagen- un «ladrillo» que se ha formado a lo largo de la historia para servir a 
la edificación de la ciudad celeste de Dios, sino que es un preludio ejecutado a través del 
amor, un abrirse, un recipiente abierto de par en par, susceptible de ser colmado por la 
plenitud de Dios.

«Cuando muera,
Señor, vengo a ti porque he arado el campo 
en tu nombre. Tuya es la cosecha.

Yo he creado este cirio. A ti te toca encenderlo.

Yo he construido este templo. A ti te toca habitar su silencio...
Yo he formado un hombre de acuerdo 
con tus divinas lineas maestras, 
para que pueda caminar. 
A ti te toca hacer uso de este vehículo, 
si ello sirve para glorificarte».
(A. de ·Saint-Exupéry-A) 

La plena realización es y sigue siendo, pues, un don de Dios del que no es posible 
disponer; un don que tiene ciertamente necesidad de un "vehículo", y por eso presupone y 
lleva a su consumación todo lo que ha sido realizado en la historia.

7. ¿La muerte como última decisión? 
Si la muerte llega siempre demasiado pronto, si es propio de la vida humana el que no 
pueda hallar plenitud de sentido en la historia misma, entonces resulta extraordinariamente 
problemática la idea de la decisión final, que en los últimos años ha sido afirmada por una 
serie de filósofos y teólogos. Dicha hipótesis sostiene que en la muerte el hombre toma una 
decisión libre y personal, en la que se resume toda su vida, en favor o en contra de Dios. 
Con esta decisión consigue el hombre su propia realización, toma definitivamente posesión 
de sí mismo como persona. Por eso la muerte es «el acto supremo del hombre, en el que 
libremente da a su propia existencia el cumplimiento definitivo» (K. ·Rahner-K). Mientras 
que en la historia el hombre siempre se realiza únicamente en la sucesión fragmentaria del 
tiempo y en las parciales, ambiguas y oscuras condiciones del entramado de actividad y 
pasividad, en la muerte se abre «la posibilidad del primer acto plenamente personal del 
hombre; la muerte es, pues, el lugar ontológicamente privilegiado de la adquisición de la 
conciencia, de la libertad, del encuentro con Dios y de la decisión sobre el destino eterno» 
(L. ·Boros-L).
Esta hipótesis ha encontrado un fuerte eco en muchos cristianos, sobre todo porque, 
dado el presupuesto de que dicha decisión final se toma en la muerte, ha parecido que 
ofrece también una plausible posibilidad de salvación a los niños, a los disminuidos 
mentales, a las personas no evangelizadas y a todos cuantos mueren en pecado mortal.
Sin embargo, yo considero errónea esta hipótesis. No sólo porque afirma algo que 
escapa completamente a nuestra experiencia, sino también, y sobre todo, porque atribuye 
al hombre algo que se sitúa más allá de la forma concreta de su vida, a saber, la posibilidad 
de una decisión libre que le es escamoteada a la existencia histórica y lleva a la vida 
humana a la plenitud de sentido ("decisión plenamente personal"). De este modo, viene a 
concentrarse en la muerte el acto vital decisivo, de manera que, frente a ella, todas las 
vicisitudes de la vida pierden su significado. Y al mismo tiempo se pone en entredicho la 
certeza de que el hombre jamas encuentra su identidad, la plenitud de sentido de su vida, 
en virtud de la libertad, sino única y exclusivamente como un don de Dios.
Para hacer resaltar la posibilidad de salvación para los niños no bautizados, para los 
disminuidos mentales y para los no evangelizados; para dar aún una posibilidad más en 
Dios a quien ha muerto en evidente falta de fe o en pecado mortal; para dar incluso a 
nosotros mismos, que por lo general vivimos nuestra existencia cristiana en una gris 
mediocridad, la perspectiva de un último y «radical» acto de fe, no es precisa ninguna 
hipótesis. La salvación de todos los hombres no depende de una hipótesis, sino de la 
inequívoca promesa del Evangelio de que la salvación de Dios es gracia libre y aun los 
"obreros de la última hora" recibirán su «salario».
Podemos concluir, pues, que no es en la muerte, sino en la vida misma, donde el hombre 
debe alcanzar la madurez del amor, a fin de que llegue a ser un vehículo capaz de acoger 
las promesas de Dios, de las que está escrito: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al 
corazón del hombre llegó, (es) lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Cor 2, 9).

GRESHAKE GISBERT
ALCANCE 21. Págs. 75-109