EL «MÁS ALLÁ»
DOCTRINA CATÓLICA


JOSÉ MARIA OZAETA, O.S.A.
Instituto Teológico Escurialense
El Escorial


El hombre no termina su existencia con la muerte: la muerte es el comienzo de una nueva 
vida. El mundo terreno, que ha sido el escenario de las maravillas de Dios, creador y 
redentor del hombre, será transformado para convertirse en espléndido escenario del Dios 
que consuma su obra de amor. La escatología es lo que da sentido profundo a la existencia 
cristiana. Las denominadas realidades escatológicas no son sólo lo último en sentido 
histórico-temporal, sino que también son lo último en cuanto consumación definitiva de la 
obra salvífica y corona que culmina la victoria del amor de Dios a los hombres. 

Hay, pues, una escatología del hombre, que comienza con la muerte de cada uno y con su 
suerte ultramundana; y una escatología del mundo, que comienza con el término de la 
historia humana. Según esto, podemos hablar de una doble escatología: individual y 
colectiva. No es ahora el momento de referirnos a la llamada «escatología intermedia» o a 
la duración que media entre la muerte del individuo y la resurrección final. 

Las dos dimensiones aludidas plantean difíciles interrogantes, pues no pocas veces 
parecen incompatibles. Si no se comprende correctamente esta doble dirección, resultará 
legitimo preguntarse qué puede significar todavía la venida de Cristo al final de los tiempos 
(parusía), la resurrección universal y la renovación cósmica para el individuo que ya ha 
entrado, a través de la muerte, en la perfecta felicidad; por el contrario, si se afirma la 
supremacía del último acontecimiento, del que será protagonista la comunidad, el destino 
de la persona, desde su muerte hasta el final de los tiempos, puede parecer carente de 
sentido. 

Sin embargo, la recta comprensión de estas dos dimensiones aunque no resuelve 
plenamente todas las cuestiones muestra que tal incompatibilidad es más aparente que 
real, ya que ambas reflejan la tensión que se da entre las notas constitutivas de lo humano: 
el hombre es simultánea e indisolublemente un ser individual y social. 

Ahora bien, puesto que estos dos aspectos afectan a la escatología cristiana, ¿cuál de 
los dos ha de ser expuesto en primer lugar? Actualmente se nos dice que la revelación 
parece dar prioridad a la dimensión social del «éschaton». Por eso los tratados modernos 
han abandonado el esquema tradicional, dé carácter individualista y vuelven a estudiar 
inicialmente su dimensión universal. 

Supuesto esto, conviene advertir que el magisterio de la Iglesia como con otras verdades 
dogmáticas, se ha limitado a defender los puntos esenciales de la fe contra los errores que 
han ido surgiendo en el transcurso de los tiempos. De este modo ha explicitado el germen 
simplicísimo de los primitivos Símbolos de la fe: la vida eterna, la resurrección del hombre... 

Desde el punto de vista hermenéutico, otra advertencia. La escatología excluye 
descripciones o representaciones fantásticas y arbitrarias del «más allá», elaboradas sólo 
para satisfacer la curiosidad. Por otra parte, resulta evidente el intento de liberarse del 
influjo de una cultura cosmocéntrica, propia del pasado: el predominio de la dimensión 
física, espacial, la tendencia a la cosificación han inducido de hecho a la descripción de las 
«realidades últimas» como lugares colocados en partes desconocidas del mundo y 
sometidas a la duración del tiempo. En la actualidad, el giro antropológico-existencial de la 
teología ha servido para intentar una reformulación de las realidades escatológicas, 
expresándolas en términos más personales y comunitarios. 

Finalmente, es imprescindible destacar el aspecto cristológico de la escatología. En 
Cristo lo que tendía a su realización plena se ha cumplido. El acontecimiento «Cristo» es 
la revelación escatológica por excelencia. La escatología se convierte en una cristología 
ampliada: aquello que ya es de Cristo será del hombre, de la humanidad y del cosmos 
entero. Con razón se ha dicho que nuestro éschaton es Cristo, pues no estamos orientados 
hacia alguna cosa, sino hacia alguien. 

Pasamos ahora a exponer la doctrina católica en relación a los acontecimientos 
comprendidos en la escatología individual (muerte, vida eterna, purgatorio, infierno) y 
colectiva (parusía, juicio, resurrección de los muertos, renovación cósmica). Comenzamos 
por ésta última. 


1. Escatología colectiva

1.1. La parusía

Es el acontecimiento y la manifestación definitiva de Cristo en gloria. Como 
acontecimiento universal y cósmico, en el que están recogidos y plenamente revelados 
todos los signos de la presencia de Dios en el mundo, será el cumplimiento de la espera del 
hombre y de la humanidad entera, de la espera del adviento glorioso del Señor resucitado, 
en la certeza de que toda la historia de la salvación concluirá y se consumará en él. 

El anuncio de la venida de Cristo al final de los tiempos se contiene en todas las 
manifestaciones de la fe de la Iglesia, aunque nunca fue objeto de discusión o reflexión 
especifica, Así: 

1.1.1. La fe en la parusía queda registrada en los Símbolos desde sus primeras 
redacciones: «ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos» (Símbolos Apostólico, 
Niceno...). Conviene notar que el juicio no ocupa el primer lugar, sino la parusía o la 
manifestación del poder de Cristo, por lo que posteriormente se añadió: «que ha de venir 
con gloria...» (Símbolo Niceno-constantinopolitano; Credo del Pueblo de Dios de Pablo Vi). 
Sin embargo, el juicio está íntimamente unido a la venida gloriosa del resucitado, de modo 
que sólo puede entenderse en conexión con ella. 

1.1.2. La liturgia de la Iglesia es una anticipación mística del reino de Dios: lo que ahora 
acontece produce algo que será realidad permanente al final de los tiempos. El Concilio 
Vaticano II en la Constitución Sacrosanctum Concilium (1963) nos recuerda la parusía en 
un contexto litúrgico: «aguardamos al salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se 
manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestaremos con él en gloria>, (n. 8). 

En la eucaristía, por poner un ejemplo cualificado, los creyentes reafirman su esperanza 
en la venida gloriosa de Cristo, a la vez que confiesan la fe en su actual presencia bajo las 
especies sacramentales: como el Señor ha venido ahora y está realmente entre nosotros 
respondiendo a la petición de la Iglesia, del mismo modo vendrá al término de la historia, 
respondiendo a su invocación, en la que expresa el anhelo vehemente de que venga 
gloriosa y manifiestamente su Esposo. 

La invocación aramea «marana-tha», introducida en el acto central del culto cristiano, 
la recitaban los primeros discípulos de Jesús, como nos consta por la «Didaché» 
(¿principios del siglo ll?). La reforma litúrgica, que siguió al Concilio Vaticano II (1962-1965), 
ha incorporado esta aclamación multisecular a la celebración eucarística: «Anunciamos tu 
muerte, proclamamos tu resurrección: ¡ven, Señor Jesús!. Este anhelo también está 
presente en la oración, particularmente, en el Padre nuestro: «venga a nosotros tu 
Reino». 

1.1.3. Los Padres de la Iglesia reflejan la conciencia de ésta sobre la parusía en no 
pocos testimonios, que nos es imposible reproducir. Nos conformamos con estas breves 
referencias: 

La «Didaché», que, como acabamos de ver, nos ha transmitido la exclamación gozosa 
«marana-tha», termina con la evocación de la venida del Señor sobre las nubes del cielo 
(16, 8). El sentido técnico del término ya se encuentra en el Discurso a Diogneto (¿finales 
del siglo ll?), en el Pastor de Hermas (h. 150) y en San Justino (h. 165) 1. 

San Justino es el primero de los Padres, que emplea esta significativa expresión, 
«primera y segunda venida, venida sin gloria y venida en gloria» 2, reflejo del sentir de la 
Iglesia sobre la encarnación del Verbo y la manifestación final del resucitado. También San 
Ireneo (+ h. 202) habla de la doble venida del Señor 3. 

Dejando a otros muchos Padres, pasamos a San Agustín (354-430). Su autoridad en la 
materia, lo mismo que en otras, ha guiado nuestra elección. No sólo testifica la fe de la 
Iglesia en la parusía, sino que también la purifica de algunos elementos accesorios, en 
particular, los que versan sobre la interpretación de los signos precursores y sobre la fecha 
de la misma 4. 

1.1.4. Los Concilios. Desde la patrística hasta nuestros días la parusía ha sufrido un 
progresivo declive, llegando a un «olvido» lamentable. Basta recordar las pocas veces 
que aparece en documentos magisteriales, y en dichas ocasiones no pasa de ser una 
alusión rutinaria. Nos remitimos al Concilio IV de Letrán (1215) y a la Profesión de fe del 
emperador Miguel Paleólogo, leída en el Concilio II de Lyón (1274). 

Prácticamente hemos tenido que esperar hasta el Vaticano II para que la parusía volviera 
a recuperar el lugar privilegiado, que le otorga el Nuevo Testamento. La Constitución 
dogmática Lumen Gentium (1964) recoge los elementos más importantes de la doctrina 
católica: índole triunfante de la venida de Cristo al final de los tiempos; talante de 
expectación gozosa y confiada, propia de los cristianos; parusía como plenitud de la obra 
salvífica ya comenzada, tanto a nivel individual como al de la comunidad eclesial (nn. 
43-50). La Constitución pastoral Gaudium et Spes (1965) enseña que «el Reino presente 
en la tierra de una manera misteriosa se consumará con la venida del Señor» (n. 39). El 
Decreto Ad gentes (1965) nos recuerda la expresión de San Justino: «El tiempo de la 
actividad misionera discurre entre la primera y la segunda venida del Señor, en que la 
Iglesia, como la mies, será recogida de los cuatro vientos en el reino de Dios» (n. 9). 


1.2. El juicio-final

Es una de las dimensiones de la parusía, pero no hay que olvidar que conserva su propio 
peso especifico. La acción judicial de Dios no puede entenderse, prescindiendo del resto 
de la actuación divina en la alianza que ha establecido con el hombre. Cuando Dios 
interviene en la historia, está juzgando. Y su intervención tiene siempre una doble vertiente: 
salvífica y judicial en sentido forense, aunque la prioridad corresponde al aspecto salvífico. 
La idea de juicio denota la victoria definitiva y aplastante de Cristo sobre los poderes del 
mal, expresa al mensaje reconfortante de la gracia vencedora. 

Cuando la Iglesia primitiva confesaba su fe en Cristo, que había de venir a juzgar, «qui 
venturus est iudicare», proclamaba su confianza en el triunfo del resucitado. Es esto lo 
que nos trasmiten los Símbolos más antiguos: Apostólico 5, Niceno (325), Niceno- 
constantinopolitano (381)... 

Pero el juicio también comporta un aspecto discriminatorio en función de la 
responsabilidad del ser humano. Y aunque primariamente sea un acto salvador, 
secundariamente importa la rendición de cuentas, en cuanto que la epifanía del señorío de 
Cristo constituye la pública revelación del contenido real de la historia y del alcance 
irreversible de las opciones en ella tomadas individual y colectivamente por todos los 
hombres. A pesar del entusiasmo que sentían los fieles por la venida gloriosa de Jesús 
como salvador, los miembros de las primitivas comunidades sabían asimismo cuán 
importante era para una vida auténticamente cristiana ser conscientes de que el Señor 
también vendría a juzgar a su Iglesia y a sus miembros. 

No es extraño que desde el siglo lIl, probablemente debido a la mentalidad forense, típica 
del pensamiento latino, la actitud gozosa frente al juicio fuese perdiendo terreno hasta 
desembocar más tarde en la angustia e inseguridad de una sentencia rigurosa e inapelable, 
que se ajustaría a nuestra conducta vacilante y deficiente. 

Veamos algunos eslabones de la Tradición. Tertuliano (c. 160-223) propone una sencilla 
regla de fe, en la que dice que Cristo «ha de venir con gloria para llevar a los santos al 
disfrute de la vida eterna y de las promesas celestiales, y para condenar con el fuego 
inextinguible a los impíos..» 6. Entre los testimonios de los Padres recordamos a Hipólito 
de Roma (+ 235), San Cipriano (+ 258), Afraates (s. IV), San Gregorio Nacianceno (h. 
329-389)... 

Mención especial merece San Gregorio Magno (540-604). «Pensad, hermanos carísimos, 
que os encontráis en la presencia de aquel Juez. ¡Qué terror en aquel día, en el que ya no 
habrá remedio para la pena! ¡Qué confusión y qué vergüenza cuando se tenga que dar 
cuenta de los pecados delante de todos los ángeles y de todos los hombres! ¡Qué pavor 
producirá ver irritado a Aquel, a quien la mente humana ni siquiera puede ver cuando se 
encuentra pacífico! Contemplando este día, dijo con toda propiedad el profeta: «Aquel día 
será día de ira, día de tribulación y angustia, día de calamidad y miseria, día de tinieblas y 
oscuridad, día de nubes y borrasca, día de trompetas y griterío» (Sof 1, 15). Por el 
contrario, cuán grande será la alegría de los elegidos, que merecerán gozar de la visión de 
Aquél, ante el cual, como ellos mismos lo comprobarán, todos los elementos tiemblan, y 
entrar con El en las bodas» 7. 

San Agustín ya se había adelantado, presentándonos una imagen terrible del Juez, que 
«no será aventajado por la benevolencia, ni ablandado por la misericordia, ni corrompido 
por el dinero, ni aplacado por la penitencia y la satisfacción» 8. 

Este cambio de acento, «en virtud del buen sentido eclesial» 9, también se deja ver en 
la doctrina del Magisterio. La mayoría de los testimonios se encuentran en las Profesiones 
de fe. Por ejemplo, de San Pelagio I (557), Concilio XI de Toledo (675), San León IX (1053), 
Inocencio lIl (1208), Derecho pro Jacobitis del Concilio de Florencia (1442), Profesión 
tridentina de fe (1564). 

Ya en nuestros días, el Concilio Vaticano II, en su constitución Lumen Gentium (n. 48), 
recoge la enseñanza de la Iglesia al respecto: «No sabiendo el día ni la hora, es preciso, 
por advertencia del Señor, que vigilemos constantemente, para que, terminado el curso 
único de nuestra vida terrestre (cfr. Heb 9, 27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser 
contados entre los benditos de Dios (cfr. Mt 25, 31-46) y no se nos mande como a siervos 
malos y perezosos (cfr. Mt 25, 26), apartarnos al fuego eterno (cfr. Mt 25, 41), a las tinieblas 
exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes» (Mt 22, 13 y 25, 30). En efecto, 
antes de que reinemos con Cristo glorioso, todos nosotros compareceremos «ante el 
tribunal de Cristo, para dar cuenta cada cual de lo que hizo mientras estaba en el cuerpo, 
tanto lo bueno como lo malo» (2Cor 5, 10); y al final del mundo «irán los que obraron el 
bien a la resurrección de la vida, pero los que obraron el mal, a la resurrección de la 
condenación» (Jn 5, 29; cfr. Mt 25, 46). 

Por último, nos parece de interés recordar la doctrina expuesta en el Credo del Pueblo de 
Dios (1968): «Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo para juzgar a los vivos y a los 
muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la 
piedad de Dios, irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán 
destinados al fuego que nunca cesará» (n. 12). 

El juicio-particular. El destino eterno del hombre será revelado, inmediatamente 
después de su muerte, por una sentencia divina. Este proceso recibe el nombre de juicio 
particular. Hay diversas opiniones sobre el grado de certeza de esta afirmación. La doctrina 
del juicio particular no ha sido declarada por la Iglesia como dogma de fe. Pero está 
contenida o supuesta en varias decisiones doctrinales. Además, ha sido y es objeto de la 
predicación universal. Respecto a las decisiones doctrinales, interesan las declaraciones 
de los Concilios II de Lyón y de Florencia, pues en ellas se dice que los hombres libres de 
toda mancha son recibidos inmediatamente en el cielo y los que mueren en pecado mortal 
bajan inmediatamente al infierno 10. Ahora bien, la sanción inmediata después de la muerte 
supone la existencia de un juicio individual, anterior a dicha sanción. 

La Constitución dogmática Benedictus Deus de Benedicto Xll (1336) es especialmente 
instructiva en este sentido, ya que pretende zanjar la polémica en torno a la opinión privada 
de Juan XXII, expresada en varios sermones (1331-1332), según la cual tanto los justos 
como los condenados no alcanzaban su destino eterno hasta después de la resurrección 
final. Esta opinión produjo un escándalo mayúsculo entre los fieles y el mismo Juan XXll 
trató de repararlo pero le sobrevino la muerte y fue su sucesor Benedicto Xll quien resolvió 
el caso de modo solemne: los justos inmediatamente después de la muerte van al cielo y 
los condenados al infierno. 

En la época de los Padres hubo mucha inseguridad sobre esta cuestión. Algunos, como 
Lactancio (principios del s. IV) y Afraates rechazaron la retribución y el juicio 
inmediatamente después de la muerte. Generalmente, los Padres, anteriores al siglo IV, 
afirman implícitamente esta verdad cuando aseveran que los elegidos en particular los 
mártires, entran de inmediato en comunión directa con Dios. El testimonio elocuente de San 
Jerónimo (342-419) nos es más que suficiente: «Entiende por el día del Señor el día del 
juicio o el día de la muerte de cada uno. Aquello que sucederá para todos en el día del 
juicio (final), primero se realizará para cada uno en el día de la muerte> 11. 

Pero el juicio particular plantea un problema de difícil solución, ya que parece hacer 
superfluo el juicio universal. En efecto, si a cada hombre se le manifiesta el valor o inutilidad 
de su vida terrestre inmediatamente después de su muerte, parece que el juicio universal 
carece de objeto, cuando precisamente la revelación pone el acento en él. Por el contrario, 
si el juicio universal es tomado en serio como debe ser, parece que no queda espacio para 
el particular. ¿Serán dos instancias contrapuestas? De ningún modo, pues «el hombre 
como individuo y como raza (las acciones de todos se hallan enlazadas entre sí) tiene que 
pasar por un juicio» 12, Sin embargo es del todo seguro que el juicio universal no puede 
ser rebajado en favor del juicio particular. Tal parece ser el contenido esencial y suficiente 
del dogma sobre el juicio. 

1.3. La resurrección de los muertos
El Nuevo Testamento proclama como esperanza específica cristiana la 
resurrección de los muertos, consecuencia de la resurrección de Cristo y conformación con 
Cristo resucitado. Escribe San Agustín: «Es propio de los cristianos creer en la 
resurrección de los muertos. Cristo, nuestra cabeza, la mostró en si mismo y la ha dejado 
como ejemplo para nuestra fe» 13. Por eso mismo, la fe en la resurrección de los muertos 
ha sido propuesta de modo constante en los documentos del magisterio eclesiástico desde 
la antigüedad hasta nuestros días. 

1.3.1. Doctrina de la Iglesia

Este articulo de fe se contiene en los Símbolos: Apostólico, Niceno, de San Epifanio 
(374), Niceno-constantinopolitano, Quicumque (s. V), del Concilio XI de Toledo, Profesión 
de fe de León IX, de Inocencio lIl, del Concilio IV de Letrán, del emperador Miguel Paleólogo 
(en el Concilio II de Lyón), Credo del Pueblo de Dios de Pablo VI (n. 28). 

De los restantes documentos eclesiásticos citaremos al Concilio Vaticano II, que, en su 
constitución Lumen Gentium (n. 48), dice: «... y al final del mundo irán los que obraron el 
bien a la resurrección de la vida; y los que obraron el mal, a la resurrección de la 
condenación (Jn 5, 29; cfr. Mt 25, 46)». La Carta de la Congregación para la doctrina de 
la fe sobre algunas cuestiones relativas a la escatología (1979) recuerda que «si no hay 
resurrección todo el edificio de la fe se derrumba, como vigorosamente lo afirma San Pablo 
(cfr. 1 Co 15)», y concreta este aserto en estos dos puntos: 1) La Iglesia cree en la 
resurrección de los muertos. 2) La resurrección se refiere a todo el hombre; para los 
elegidos no es sino la extensión de la resurrección del mismo Cristo a los hombres» 14. 

Los pronunciamientos del Magisterio abordan no sólo el hecho de la resurrección, sino 
que también ofrecen determinadas precisiones del mismo: 

a) La resurrección es un evento escatológico, que tendrá lugar en el último día o al final 
del mundo. 
b) Es un evento universal, pues resucitarán todos los muertos, tanto los justos como los 
pecadores. Esto no obsta para que podamos admitir excepciones, por ejemplo, el 
caso de la Sma. Virgen María, «asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial»es. 
c) Es un evento que incluye la identidad somática, pues los muertos resucitarán con sus 
propios cuerpos, es decir, «en su propia carne y no en otra». Se trata de una 
identidad numérica o personal y no meramente especifica. Sin embargo, no se precisa 
lo que se requiere para que se dé esta identidad numérica del cuerpo resucitado con 
el cuerpo terrestre. 
d) Parece presuponer una antropología dualista, que apunta a un estado intermedio. En 
la actualidad este punto es muy discutido. 

La fe de la Iglesia exige la identidad corporal numérica o personal y no específica: 
«creemos de corazón y confesamos oralmente la resurrección de esta carne que llevamos 
y no de otra» (Inocencio lll). Sin embargo, el problema de la identidad corporal se 
complica, desde el momento en que la concepción del cuerpo varía según los distintos 
modelos antropológicos. La Iglesia ha dejado un amplio campo a la investigación de los 
teólogos, los cuales proponen diversas soluciones. 

1.3.2. Los Padres de la Iglesia

En la época patrística, la resurrección de los muertos provocó una oposición radical y 
persistente. «Ninguna otra verdad de la fe cristiana se rechaza como se rechaza la 
resurrección de la carne», escribió San Agustín 15. Antes habla dicho Tertuliano: 
«Negar la resurrección de la carne es común a todos los filósofos» 16, La negación o 
deformación de la resurrección no sólo provenía del paganismo; también se dio en 
ambientes intraeclesiales. Los escritores cristianos, ante el rechazo tenaz y cáustico de 
este articulo de fe, tuvieron que salir en su defensa, que versa fundamentalmente en torno 
a estos dos puntos: el hecho mismo de la resurrección y la identidad del cuerpo resucitado. 

Los Apologistas, entre los que destacamos a San Justino, Taciano (s. Il), Atenágoras (s. 
Il)..., defienden contra los paganos el hecho de la resurrección con el siguiente argumento: 
No se puede negar lo posible en nombre de lo real pues lo que hoy es real no lo era ayer. 
Así, la resurrección puede parecer imposible, pero su aparente imposibilidad puede quedar 
desmentida por la intervención omnipotente de Dios. 

En cuanto a la identidad del cuerpo resucitado, los Apologistas la entienden como 
identidad de la materia corporal actual, que Dios puede llamar de nuevo para reconstruir el 
mismo cuerpo. A las objeciones de que la misma materia pudiera haberse aniquilado o 
pertenecer a otro sujeto, también llamado a resucitar, responden apelando a la 
omnipotencia divina. Por ejemplo, Teófilo de Antioquía (s. Il) describe a Dios como un 
alfarero que vuelve a modelar el mismo vaso para que resulte perfecto 17. 

En el fondo de la exagerada salvaguardia de la identidad material laten dos 
preocupaciones legitimas, aunque su interpretación resulte demasiado simplista y poco 
satisfactoria: a) dejar bien claro que la resurrección nada tiene que ver con la 
reencarnación de las almas (metempsicosis); b) defender el cuerpo como parte integrante 
de la constitución del hombre, contra el desprecio de lo somático en aquella época. 

Con el gnosticismo, la defensa de la corporeidad se hace más urgente. Tanto San Ireneo 
como Tertuliano fundamentan la posibilidad de la resurrección recurriendo a la 
omnipotencia creadora de Dios. El primero propone otro argumento de carácter cristológico: 
«Si la carne no tuviera que ser salvada, de ningún modo se hubiera hecho carne el Verbo 
de Dios» 18. 

Orígenes (185-253) merece especial mención, aunque su doctrina sea la más compleja y 
difícil de toda la patrística. Nos limitaremos a aludir al modo de la resurrección, ya que 
respecto al hecho de la misma repite el argumento de sus predecesores. En relación al 
modo, rechaza como ridícula y falsa la explicación de la identidad material del cuerpo 
resucitado con el cuerpo terreno. La identidad entre el cuerpo presente y el resucitado no 
se basa en la continuidad de la misma materia, puesto que ni siquiera en la actual 
existencia se da tal identidad: nuestra sustancia carnal de hoy no es la de hace años. Para 
Orígenes, la identidad se funda en la permanencia del eîdos (figura) que es una cierta 
virtud incorruptible, de la que resucita el cuerpo, y ya ahora salvaguarda la posesión del 
mismo y propio cuerpo a través de las incesantes mutaciones de la materia 19. 

Prescindimos de su exagerado espiritualismo, que le llevó a posturas inaceptables, 
condenadas por la Iglesia en la Concilio II de Constantinopla (553). Pero no podemos negar 
que muchas de sus intuiciones fueron de un valor inapreciable para la reflexión teológica 
posterior. 

1.3.3. La inmortalidad del alma

La Carta de la S. Congregación para la doctrina de la fe (1979) 
aborda este tema en los siguientes términos: «La Iglesia afirma la continuidad y la 
existencia autónoma, después de la muerte, de un elemento espiritual, dotado de 
conciencia y voluntad, de forma que subsista el mismo yo humano, aunque de momento 
carezca del complemento de su cuerpo. La Iglesia emplea la palabra alma, consagrada por 
el uso de la Sagrada Escritura y de la Tradición, para designar a este elemento. Aunque 
ella no ignora que este término tiene diversos significados en la Sagrada Escritura, sin 
embargo estima que no se da razón válida para rechazarlo y juzga al mismo tiempo que un 
instrumento verbal es absolutamente indispensable para sostener la fe de los cristianos» 
(n. 3). 

Ya en tiempo de los Padres, la palabra alma se consideró fundamental para expresar la 
fe cristiana, la cual sostenía la continuidad indestructible del yo humano, que sobrevive a la 
muerte. Surge así una imagen del hombre, en la que la inmortalidad del alma y la 
resurrección de los muertos no son vistas como contradictorias, sino que representan 
afirmaciones complementarias de la esperanza cristiana. 

El primer ataque procede de Lutero (1483-1546). La ilustración (s. XVIII) lo propagará. La 
exégesis histórico-critica, que rechazará algunos elementos tradicionales, abandonó el 
término alma: de una visión dualista del hombre, propia del helenismo, se pasa a una 
concepción unitaria, característica del pensamiento hebreo. Pero el cambio no resulta 
plenamente convincente. Hoy se vuelve a hablar sin timidez del alma, considerada como 
elemento esencial y principio espiritual del hombre, único que en la vida de éste justifica 
que se dé algo definitivo. 

Este principio espiritual es inmortal. La ya citada Constitución Benedictus Deus no puede 
entenderse, si prescindimos de la inmortalidad del alma. El Credo del Pueblo de Dios 
resume a la perfección la doctrina tradicional. El Concilio V de Letrán (1512-1517) afirma 
explícitamente la inmortalidad del alma. El Vaticano II, en su Constitución Gaudium et Spes, 
la propuso de la siguiente manera: «Así pues, al reconocer en sí mismo (el hombre) un 
alma espiritual e inmortal no es victima de un falaz espejismo, procedente sólo de 
condiciones físicas y sociales, sino que, al contrario, toca la verdad profunda de la 
realidad» (n. 14). 

1.4. La renovación cósmica

MUNDO/FIN: La resurrección de los muertos plantea la cuestión de la estructura del 
mundo ajustada a la nueva corporalidad de los resultados. La conexión del hombre con el 
cosmos es más estrecha de lo que imaginamos: el estar en el mundo es uno de los 
elementos de toda auténtica humanidad. Esta interdependencia nativa liga a ambos 
inseparablemente en cualquiera de las etapas del ser humano. Por eso, una nueva 
humanidad entraña un nuevo universo. 

En un principio, los Padres y escritores eclesiásticos están de acuerdo en admitir, 
conforme a la 2ª Carta de Pedro, un incendio definitivo y universal del cual surgirá un 
mundo renovado. A partir del siglo IV nos hablan con mayor cautela de la destrucción final y 
eliminan toda idea de aniquilación. Así, por ejemplo, lo expresa San Agustín: «.. una vez 
efectuado el juicio, dejan de existir este cielo y esta tierra y entonces comenzarán a existir 
un cielo nuevo y una tierra nueva. De ningún modo este mundo pasará por aniquilación, 
sino por mutación. Por eso dice el apóstol: "La figura de este mundo pasa. Por ende, yo 
deseo que viváis sin inquietudes" (1Cor 7, 31-32). En consecuencia, pasa la figura del 
mundo, no su naturaleza» 20, 

La Iglesia prácticamente nada dice sobre el tema hasta el Vaticano II. Podemos citar el 
denominado Sínodo endemousa, celebrado en Constantinopla (543) y aprobado por el 
papa Virgilio (540-555), y una intervención de Pío 11 (1459): el primero condena que todo 
lo material desaparezca al final de los tiempos; el papa, que el mundo tenga que 
consumirse por el fuego. 

Con el Concilio Vaticano II el panorama cambia radicalmente. Son dos los textos que 
tratan ex profeso de la cuestión. La Constitución Lumen Gentium enseña: «La Iglesia, a la 
que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús, y en la cual, por la gracia de Dios, 
conseguimos la salvacióon, no será llevada a su plena perfección sino en la gloria celestial, 
cuando llegue el tiempo de la restauración de todas las cosas (cfr. Hch 3, 21), y cuando, 
con el género humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el 
hombre y por él alcanza su fin, será perfectamente renovado en Cristo (cfr. Ef 1, 10; Col 1, 
20; 2Pe 3,10,13)». Aún añade más: «... la renovación del mundo está irrevocablemente 
decretada y empieza a realizarse en cierto modo en el siglo presente...» (n. 48). 

La Constitución Gaudium et Spes dedica un número (39) a la tierra nueva y al cielo 
nuevo: «No conocemos ni el tiempo de la consumación de la tierra y de la humanidad (cfr. 
Hch 1, 7), ni el modo de la transformación del universo. Pasa desde luego la figura de este 
mundo, deformado por el pecado (cfr. 1Cor 7, 31; San Ireneo, Adversus haereses, V, 36, 1); 
pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra, en donde 
habita la justicia (cfr. 2Cor 5, 2; 2Pe 3, 13) y cuya felicidad colmará y superará todos los 
deseos de paz que surgen en el corazón del hombre (cfr. 1Cor 2, 9; Ap 21, 4-5). Entonces, 
vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que se había sembrado débil 
y corruptible se vestirá de incorrupción (cfr. 1 Cor 15, 42 y 53); y permaneciendo la caridad 
y sus frutos (cfr. 1Cor 13, 8; 3, 14), toda la creación, que Dios hizo por el hombre, se verá 
libre de la esclavitud de la vanidad (cfr. Rom 8, 19-21)». 

No continuamos copiando. De lo transcrito en este n. 39 se desprende la certeza del 
hecho de la nueva creación y la incertidumbre del cuándo y el cómo de la misma. Otro 
punto del número citado afirma que la esperanza cristiana no es alienante; es más, 
volveremos a encontrar los buenos frutos de la naturaleza y de nuestros esfuerzos, «limpios 
de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino 
eterno y universal». 

No cabe duda que las aportaciones de la teología actual influyeron en la doctrina 
propuesta por el Concilio. Pero hay que significar que los textos conciliares no constituyen 
una meta insuperable, más bien son un estimulo para ulteriores reflexiones sobre el tema. 


2. Escatología individual

2.1. La muerte

No es fácil precisar lo que es o significa la muerte. Podemos decir que la muerte no sólo 
es la disolución de la unidad animico-corporal, sino también el fin irrevocable de la vida de 
peregrinación y el principio de una vida cualitativamente distinta de la vida terrena. 
Llamamos status viae a la fase de vida anterior a la muerte y status termini a la fase que 
sigue a la muerte. La vida que transcurre en este mundo no puede ser recorrida dos o más 
veces; es única e irrepetible. Por otro lado, más allá de la muerte no se pueden tomar 
resoluciones que cambien la forma de vida alcanzada en la muerte; después de la muerte 
no hay posibilidad de adquirir méritos o deméritos. La muerte constituye la fijación definitiva 
y permanente del destino humano, libremente elegido con anterioridad al status termini. 

La muerte se presenta al hombre en su actual condición de pecador, como algo 
incomprensible. Pero el Vaticano II afirma que la Iglesia puede descifrar el enigma de la 
muerte: «La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a 
consecuencia del pecado (cfr. Sab 1, 13; 2, 23-24; Rom 5, 21; 6, 23; Sant 1, 15), será 
vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la 
salvación perdida por su culpa. Pues Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El 
con todo su ser en la comunión perpetua de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo, 
resucitado a la vida, el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte 
con su muerte (cfr. 1Cor 15, 56-57). Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en 
sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al angustioso interrogante sobre su 
destino futuro...» 21. 

La tradición de la Iglesia jamás ha ofrecido dudas, a excepción de Orígenes, sobre la 
muerte como término de la condición peregrinante del hombre con su capacidad decisoria 
en orden al fin último. Los Padres Apostólicos, como San Ignacio de Antioquía ( + 107), San 
Clemente Romano ( + h. 100), San Policarpo ( + h. 165), afirman que el martirio supone el 
ingreso inmediato en la perfecta comunión con Cristo, es decir, en la vida eterna 22; pero 
nada dicen de los que no derramaron su sangre por el Señor. Entre los siglos Il-IV, la 
tendencia predominante sostiene que la muerte inaugura una discriminación transitoria: se 
da una retribución todavía no definitiva, pues ésta no llegará hasta el momento del juicio 
final 23. 

Sin embargo, ya San Cipriano y Clemente de Alejandría ( + h. 213) enseñaron que todos 
los justos, inmediatamente después de su muerte, son introducidos en la bienaventuranza 
eterna 24. Esta sentencia se irá imponiendo poco a poco en la Iglesia. La Escolástica la 
recibirá de modo unánime, si exceptuamos a San Bernardo (1091-1153). 

El Magisterio eclesiástico. La doctrina tradicional, ni constante ni del todo clara, será 
recogida por el Concilio II de Lyón, que proclama la inmediatez (mox) de la retribución 
después de la muerte. Por eso, los sermones de Juan XXII causaron un auténtico 
escándalo entre los fieles. Benedicto Xll, con la Constitución Benedictus Deus rechaza 
definitivamente la opinión privada e indecisa de su predecesor: la retribución final comienza 
inmediatamente después de la muerte (mox). El Concilio de Florencia repetirá esta 
enseñanza en el Decreto pro Graecis (1439). El Vaticano II afirma que la salvación o 
condenación del hombre se da una vez terminado «el único curso de nuestra vida terrena» 
25. Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, enseña que la retribución es inmediata 
(statim) después de la muerte y que ésta será destruida totalmente en el día de la 
resurrección final (n. 28). 

La universalidad de la muerte, como consecuencia del pecado original, es propuesta de 
modo indirecto por el Concilio de Trento (1545-1563) y repetida con claridad en el Credo 
del Pueblo de Dios: «Así pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida 
del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas 
naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres...» (n. 16). 

Resumiendo, el tema de la muerte no interesa de modo directo al magisterio eclesiástico. 
Sólo en cuanto que es término de la vida terrena y comienzo de un estado definitivo del 
hombre: salvación o condenación. La primera puede exigir una purificación previa. 


2.2. La vida eterna

¿En qué consiste la relación de Dios con el hombre en el Reino definitivamente 
reedificado? Esta pregunta responde a la cuestión denominada tradicionalmente la gloria o 
el cielo, que constituye el fin señalado por Dios a la historia de la salvación del género 
humano. También la visión de Dios, que expresa básicamente la intimidad del encuentro 
directo con El, sirve para declarar la cuestión anteriormente propuesta. 

La doctrina de la tradición puede quedar resumida en estos tres puntos: 

1) Los Padres enseñan que la vida eterna consiste en la visión de Dios. A modo de 
ejemplo, citamos a San Ireneo, San Cipriano, San Gregorio Nacianceno, San 
Agustín.
2) El carácter cristológico de la vida eterna (ser o estar con Cristo) aparece muy pronto: 
en San Ignacio de Antioquía, Carta de Bernabé (¿principios del siglo ll?), San Ireneo... 
Después se repetirá con suma frecuencia: San Cipriano, San Agustín. 
3) El cielo es presentado como una sociedad perfecta y dichosa: junto a la relación de 
intimidad con Dios, se da la relación de intimidad con los hermanos (la asamblea de 
los santos). La imagen escriturística de la ciudad fue comentada ampliamente por San 
Cipriano, San Agustín, San Gregorio Magno, San Isidoro de Sevilla (560-636). 

Magisterio eclesiástico. Ya los primeros Símbolos confiesan la fe en la vida eterna 
(Apostólico, de San Epifanio, Niceno-constantinopolitano, Quicumque...). Hay otros muchos 
documentos, pero el de mayor relieve es la tantas veces citada Constitución Benedictus 
Deus de Benedicto Xll, en la que se enseña el hecho de la bienaventuranza, el modo, las 
consecuencias y la duración: las almas de los justos que no tienen necesidad de una 
purificación previa, después de la ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo nuestro 
Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial 
con Cristo, admitidas en la compañía de los santos ángeles; y después de la pasión y 
muerte de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la esencia divina con una visión intuitiva y 
facial, sin la mediación de ninguna criatura como objeto que tuviera que ser visto, sino que 
la esencia divina se les manifiesta de un modo inmediato, sin velos, clara y abiertamente; y 
por esta visión gozan de la divina esencia. Además, por esta visión y este gozo las almas 
de los que ya salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y 
descanso eterno. Y también las almas de los que mueran después verán la esencia divina y 
gozarán de ella antes del juicio universal». 

«Y esta visión y gozo de la divina esencia suprime en dichas almas los actos de fe y de 
esperanza, pues la fe y la esperanza son virtudes propiamente teológicas. Además, una vez 
que ha iniciado o se inicie la visión intuitiva y facial y el gozo, la misma visión y gozo son 
continuos, sin interrupción alguna o supresión de la visión y gozo; y continuarán hasta el 
juicio final y, desde entonces, por toda la eternidad». Hasta aquí el documento de 
Benedicto Xll. 

Los documentos posteriores tendrán siempre presente esta Constitución dogmática. El 
Concilio de Florencia explícita la visión intuitiva de Dios, en cuanto que las almas de los 
bienaventurados «ven claramente al mismo Dios trino y uno, tal como es»; además, enseña 
la existencia de distintos grados, que corresponden a dicha visión: unas le verán más 
perfectamente que otras, «según la diversidad de sus méritos» 26. El Vaticano II recalca 
con firmeza el carácter cristológico y social de la vida eterna 27. El Credo del Pueblo de 
Dios (nn. 29-30) y la Carta de la Congregación para la doctrina de la fe (n. 7) no aportan 
nada de especial relevancia. 

En definitiva, la doctrina de la Iglesia propone la visión de Dios, que es intuitiva e 
inmediata, sin posible interrupción ni término, en virtud de la cual las almas de los justos 
gozan plenamente de Dios, son bienaventuradas, aunque en proporción a los méritos 
conseguidos durante su estado de peregrinaje. Sólo nos resta destacar el carácter 
cristológico y social de esa vida. Lo demás pertenece al ámbito de la reflexión teológica. 

2.3. El infierno

Según la fe cristiana, la historia del hombre no tiene dos 
fines, salvación y condenación, sino uno solo, su salvación. Mientras que el triunfo de 
Cristo y de los suyos es una certeza plena, la condenación es una posibilidad real, 
aplicable tan sólo en casos particulares. No se puede otorgar el mismo peso específico a 
los enunciados sobre la vida eterna y a los que versan sobre la muerte eterna. 

La doctrina del infierno se halla entre los más difíciles problemas de la fe cristiana. La 
negativa obstinada de amar a Dios es, en último término, el misterio más sombrío del 
infierno. Su existencia ya aparece en los documentos más antiguos de la época patrística. 
Los Padres Apostólicos repiten las fórmulas del Nuevo Testamento. Así, San Ignacio de 
Antioquía, Martirio de San Policarpo (h. 155), Epístola segunda a los Corintios, atribuida a 
San Clemente Romano (h. 150). Los Apologistas, entre los que recordamos a San Justino, 
Epístola a Diogneto, Atenágoras, Ireneo, Tertuliano..., simplemente justifican la existencia 
del infierno. 

Orígenes rompe la unanimidad de los Padres. Las penas del infierno, según él, son 
medicinales y, por lo tanto, temporales 28. Influyó en algunos escritores, pero su influjo, 
ciertamente restringido, terminó en la práctica con la condena del origenismo en el Sínodo 
endemousa (543) y en el Concilio II de Constantinopla. Desde entonces el consentimiento 
vuelve a ser unánime en oriente y en occidente, si exceptuamos a San Máximo Confesor (h. 
580-663). 

Doctrina eclesiástica. La afirmación dogmática sobre el infierno aparece relativamente 
tarde en los documentos de la Iglesia. El Símbolo Quicumque enseña: «... a su venida han 
de resucitar todos los hombres con sus cuerpos y han de dar cuenta de sus propios actos; 
y los que obraron el bien, irán a la vida eterna; los que obraron el mal al fuego eterno». La 
condena del origenismo en el siglo VI asentó esta doctrina. De la Edad Media citaremos el 
Concilio IV de Letrán, el II de Lyón y la Constitución Benedictus Deus de Benedicto Xll. El 
Concilio IV de Letrán se expresa de este modo contra los albigenses: «.. ha de venir al final 
de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos y para dar a cada uno, tanto a los 
réprobos como a los elegidos, según sus obras. Todos los cuales resucitarán con sus 
propios cuerpos que ahora tienen, para recibir según sus obras, buenas o malas; los unos 
la pena eterna con el diablo; los otros, la gloria eterna con Cristo». 

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (n. 48), se limitó a citar la frase 
evangélica: «y al final del mundo irán los que obraron el bien a la resurrección de la vida, 
pero los que obraron el mal a la resurrección de la condenación (Lc 5, 29; cfr. Mt 25, 46)». 
Resulta clarificadora la respuesta de la Comisión teológica a un padre conciliar, que pedía 
se afirmase la existencia de hecho de condenados, para salvaguardar la existencia real del 
infierno: la Comisión se remite a la forma gramatical en futuro (irán), que se encuentra en 
los textos evangélicos 29. De donde se infiere que la Iglesia no ha pretendido pronunciar un 
veredicto de condena definitivamente en relación a determinadas personas. 

El Credo del Pueblo de Dios (n. 12) repite la redacción del Vaticano II. La Congregación 
para la doctrina de la fe refleja la misma orientación: «También cree (la Iglesia) que será 
castigado con una pena eterna el pecador, que será privado de la visión de Dios, y en la 
repercusión de dicha pena en todo el "ser" del mismo pecador>' (n. 7). 

La fe de la Iglesia no propone un solo caso de condenación. En virtud de esta postura, 
mantenida escrupulosamente en el Vaticano II, ¿podemos confiar que ningún hombre llegue 
a condenarse? Hay teólogos que lo afirman, pero la doctrina del Magisterio no nos lleva tan 
lejos; sencillamente no se ha pronunciado. 

2.4. El purgatorio

La teología actual no ha llegado a un consenso sobre el lugar que corresponde a la 
doctrina del purgatorio: ¿está en relación con la justificación, con el sacramento de la 
penitencia, con la escatología? Dejando de lado esta cuestión, creemos imprescindible 
señalar que el purgatorio no es un «infierno temporal». Precisamente, se encuentra en el 
polo opuesto, pues en él reina el amor y no el odio. «Por lo que se refiere a los elegidos, 
cree también (la Iglesia) que se puede dar una purificación previa a la visión de Dios; sin 
embargo, esta purificación es completamente distinta de la pena de los condenados» 30. 
En la Carta, que acabamos de citar, asimismo se lee: «La Iglesia excluye toda forma de 
pensamiento o expresión que haga absurda o ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su 
culto a los muertos; todo ello constituye sustancialmente lugares teológicos» (n. 4). Ya 
desde el siglo II, la liturgia, tanto en oriente como en occidente, nos proporciona testimonios 
de la oración en favor de los difuntos. En el siglo lIl, la práctica de rezar en la misa por ellos 
es cada vez más frecuente, de modo que paulatinamente se fue imponiendo esta piadosa 
costumbre. San Agustín nos ofrece un conmovedor testimonio de la misma, al narrarnos la 
muerte de su madre 31. Con posterioridad, este uso devoto quedó del todo arraigado en la 
Iglesia y justificado por ella. 

Esta práctica multisecular demuestra, aunque de modo indirecto, la existencia del 
purgatorio, pues si todos los difuntos, muertos en gracia, hubieran alcanzado la plena e 
inmediata comunión con el Señor, la plegaria en favor de ellos sería superflua. En 
consecuencia, algunos necesitan purificarse para llegar a esa comunión y nuestras 
oraciones pueden ayudarles. 

Los Padres. Los primeros testimonios escritos que nos han llegado son de la primera 
mitad del siglo lIl y provienen de África (Tertuliano y San Cipriano). San Agustín habla con 
frecuencia del fuego enmendetorio y del fuego purgatorio 32. Su doctrina se propagará en 
occidente, sobre todo, por el eficaz impulso de San Gregorio Magno, llamado el Doctor del 
purgatorio. En el siglo Xl, el adjetivo purgatorius, empleado por el obispo de Hipona, se 
convirtió en sustantivo: purgatorium 33. 

Sobre los Padres Orientales no es necesario insistir mucho. Bajo el influjo innegable de 
Orígenes, desde el siglo IV, todos están de acuerdo sobre la existencia del purgatorio. Por 
eso, este tema no constituyó un motivo de discordia, cuando se produjo el cisma entre 
oriente y occidente (1054). Únicamente, en el siglo XVIl, por influencia del protestantismo, 
algunos teólogos negaron su existencia 34. 

El Magisterio eclesiástico. Inocencio IV (1243-1254), en carta al obispo de Frascati 
(1254), impuso a los griegos de Chipre el uso del nombre purgatorio, puesto que coincidían 
con los latinos en confesar la misma doctrina. La Profesión de fe del emperador Miguel 
Paleólogo prescinde del sustantivo purgatorio y también del fuego: «Y si verdaderamente 
arrepentidos murieron en caridad antes de haber satisfecho con frutos dignos de 
penitencia, por lo que han cometido u omitido, sus almas son purificadas, después de la 
muerte, con penas purgatorias o catárticas, como nos lo ha explicado el hermano Juan. Y 
para ser libradas de estas penas, les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, es decir, 
los sacrificios de las misas, las oraciones y limosnas y otras obras de piedad, que los fieles 
tienen costumbre hacer por otros fieles, según las instituciones de la Iglesia». El Concilio 
de Florencia repite casi literalmente lo que acabamos de copiar. El Concilio de Trento tiene 
varias referencias al purgatorio, pero su aportación principal fue el Decreto disciplinar sobre 
el mismo (1563). 

El Vaticano II enseña que los discípulos de Cristo, «unos peregrinan en la tierra, otros, 
ya difuntos, se purifican, mientras otros son glorificados...» 35. Lo vuelve a recalcar en 
otro lugar: «La Iglesia de los peregrinos, ya desde los primeros tiempos de la religión 
cristiana, conociendo muy bien esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, 
cultivó con gran piedad el recuerdo de los difuntos; y porque es santo y saludable el 
pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2Mac 12, 46), 
ofreció también sufragios por ellos» 36. 

Llama poderosamente la atención que el Credo del Pueblo de Dios vuelva a emplear el 
término purgatorio y hable de nuevo del fuego: «Creemos que las almas de todos aquellos 
que mueren en la gracia de Cristo—tanto las que todavía deben ser purificadas con el 
fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el paraíso inmediatamente 
que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón—constituyen el Pueblo de Dios después 
de la muerte...» (n. 28). 

2.5. Conclusión

Resumiendo la doctrina de la Iglesia, podemos concluir que la noción dogmática de 
purgatorio se define por estas tres notas: 

1) Es un estado en el que los difuntos, no del todo purificados son purgados o ma- 
durados. 
2) Tiene un carácter penal o expiatorio, aunque no se nos precise en qué consisten sus 
penas. 
3) Los sufragios de los vivos ayudan a esos difuntos. 

Fundamentalmente, el punto segundo marca la diferencia entre católicos y ortodoxos. Los 
protestantes rechazan el purgatorio. 

Al principio de este trabajo hemos afirmado que la escatología es una cristología 
ampliada, pues lo realizado de modo pleno en Cristo se realizará también en el hombre, en 
la humanidad, en el cosmos. Cristo es nuestro éschaton. Por eso, esas realidades 
escatológicas, que hasta ahora hemos presentado como si fueran independientes, en 
realidad están orientadas al resucitado y de él reciben su auténtico sentido y su relación 
unitaria. 

José María OZAETA
BIBLIA Y FE 1993, 55 Págs. 91-113

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1 Las citas precisas son: Discurso a Diogneto, 7, 6; Pastor de Hermas, comparación V, 5, 3; San 
Justino, Diálogo con Trifón, 31, 1. 
2 Diálogo con Trifón, 14, 8, 49, 2.
3 Adversus haereses, IV, 22, 1-2; IV, 33, 11. 
4 Epístola 199, 25-26, 52-54; Epístola 197, 1. 
5 Se conoce en el siglo IV, según el testimonio de Marcelo de Ancira (+ h. 374), pero su prehistoria 
se remonta hasta finales del siglo II. Cfr. E. VILANOVA, Historia de la teología cristiana, vol. 1, p. 
117, Barcelona 1987. 
6 De praescriptione haereticorum, 13. 
7 In evangelio homiliae, 13, 4. 
8 De Symbolo, sermo ad catechumenos, 3, 8. 
9 A. TORNOS, Escatología, vol. Il, p. 130, Madrid 1991. 
10 Al principio advertimos que la concepción cosmológica antigua era rechazada y con razón, por la 
teología actual: subir y bajar significan sencillamente dos estados del todo diferentes y 
antagónicos. 
11 In loel, 2, 1.
12 Palabras de H. U. VON BALTHASAR, tomadas de W. BREUN~NG, «EIaboración sistemática de 
la escatología», en Mysterium Salutis, vol. V pp. 818-819 Madrid 1984. 
13 Sermo 241. 1. 
14 Ocho documentos doctrinales de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe pp. 134-139 
Madrid 1981. 
15 Enarrationes in psalmos, 88, 2, 2.
16 De praescriptione haereticorum, 7. 
17 Ad Autolycum, 2, 26.
18 Adversus haereses, V, 14, 1.
19 Contra Celsum 5, 23. 
20 De civitate Dei, 20, 14.
21 Constitución pastoral Gaudium et Spes, 18.
22 San Ignacio de Antioquía, Epístola ad Romanos, 6, 2; San Clemente Romano, Epístola ad 
Corintios, 5, 2-7; San Policarpo, Epístola ad Philippenses, 9, 2.
23 San Justino, Diálogo con Trifón, 5, 3; San Ireneo, Adversus haereses, V, 31, 2; Tertuliano, De 
carnis resurrectione 43. 
24 San Cipriano, Ad Fortunatum, De exhortatione martyrii, 13; Clemente de Alejandría, Stromata, VIl, 
10. 
25 Constitución dogmática Lumen Gentium, 48. 
26 Decreto pro Graecis. 
27 Constitución Lumen Gentium, 48-51. 
28 De pnncipiis, 3, 6, 6; Contra Celsum, 5, 15; 6, 26. 
29 C, Pozo, Teología del más allá, p. 198, Madrid 1968. 
30 Carta de la Sagrada Congregación para la doctrina de la fe sobre algunas cuestiones referentes a 
la escatología, 7. 
31 Confesiones, IX, 11, 27; cfr. IX 13, 35-37. 
32 De civitate Dei, XXI, 16; Enarrationes in psalmos, 37 3. 
33 H. VORGRIMLER, «La lucha del cristiano con el pecado» en Mysterium salutis, vol. V p. 430, 
Madrid 1984. 
34 Prescindimos de las divergencias que se mantienen entre católicos y ortodoxos sobre la naturaleza 
del purgatorio o maduración del alma para lograr la visión beatifica. 
35 Constitución dogmática Lumen gentium, 49. 
36 Ibid., nº. 50.