CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

PAUL GUERIN

"A escala cósmica, sólo lo fantástico
tiene probabilidad de ser verdadero." 
Pierre TEILHARD DE CHARDIN


I. Planteamiento de la cuestión

No habría que separar las reflexiones de hoy sobre "la Resurrección de la carne" de las reflexiones del capítulo anterior sobre "Jesucristo resucitado". Porque la fe en la Resurrección es en realidad la fe en Jesucristo resucitado. Lo fundamental para un cristiano, no es una reflexión abstracta sobre el destino humano y sobre la doctrina de la Resurrección. 
Lo que sucede de hecho en primer lugar es el encuentro místico entre yo y Jesucristo 
resucitado. Yo, persona humana, corporal y espiritual, mortal y sedienta de dignidad con 
Jesucristo, vivo hoy con una presencia, una influencia y una irradiación únicas. De golpe, 
mi destino y el destino del mundo se iluminan con la claridad del Resucitado. 
Aparte del encuentro con Jesucristo vivo ahora, todas nuestras afirmaciones sobre la 
Resurrección se presentarían simplemente como una declaración de "fe" (en el sentido 
amplio del término), como una toma de posición sobre la naturaleza del hombre y su futuro. 
Se puede considerar esta toma de posición interesante o extravagante, ingenua o marcada 
por la necesidad de asegurarse contra la muerte. 
Se puede, asimismo, retener esta creencia en la Resurrección como una bella expresión 
de la grandeza humana, con el mismo título que el arte que trata de rescatar del tiempo que 
huye las figuras inmortales. Creer en la Resurrección sería simplemente creer que el 
hombre es esencialmente el que protesta contra el destino y lucha contra lo implacable. A 
veces se oye entre los cristianos esta interpretación "humanista" de la Resurrección. Esta 
interpretación sale de los límites de la interpretación cristiana. 
Porque la tradición cristiana afirma que la Resurrección es algo verdadero, real, aun 
cuando nosotros seamos incapaces de decir más de ella y sobre todo de describirla por 
poco que sea. 
Esta certeza no nos viene de la razón sino de la fe, es decir, de la aquiescencia a la 
Palabra y a la Acción de Dios. 
Esta certeza no nos viene por conclusión de reflexión sino a través de nuestro encuentro 
místico con Jesucristo resucitado. Es El. "Tiene en sus manos las llaves del Abismo", es 
decir, de lo incomprensible, de lo fatal. Lo fantástico, lo inimaginable es Jesucristo. 


II. ¿Qué creemos exactamente? 

Se podría decir que con su fe en la Resurrección, los cristianos toman sus deseos por la 
realidad, contrariamente a las apariencias. 
La apariencia de la vida puede describirse así: la inmensa energía del mundo bajo todas 
sus formas (desde la explosión de las estrellas hasta la conversión espiritual) camina hacia 
la calma completamente serena que se llama la muerte. En términos científicos, es la 
entropía: es decir, la vuelta atrás, la degradación continua de la energía hacia una 
descomposición cada vez más avanzada. 
Ciertamente, lo real supone otra cosa distinta al movimiento de descenso. Está el 
inmenso trabajo de evolución del mundo que empuja hacia formas de vida y de civilización 
siempre más completas, siempre más ricas, siempre más conscientes. Pero, todo esto 
(individuos, especies. civilizaciones) es mortal y, en fin de cuentas recae sobre la corriente 
descendente. 
Jean Rostand tiene una página terrible sobre "la insustancial aventura del protoplasma", 
este pequeño sobresalto de la vida que ha brotado del silencio mineral y que no obtendrá 
ninguna prórroga al plazo ineludible de la muerte planetaria. 
Pero ya el viejo mito de Sísifo expresaba la misma realidad abrumadora: Sísifo estaba 
condenado por los dioses a rodar hacia la cumbre de la montaña una enorme piedra que, 
apenas subida a la cumbre caía rodando hacia lo hondo. Y Sísifo volvía a comenzar con 
tesón su vano empeño. 
Esta realidad de la vida no nos ciega los ojos porque no la miramos más que de soslayo. 
Pero está ahí. Y frente a esta realidad la afirmación cristiana de la Resurrección adquiere 
todo su vigor. La fe cristiana sostiene que en esta corriente, a la vez ascendente y 
descendente de la vida, se ha deslizado la fuerza transformante del Espíritu Santo de Dios 
(o si se prefiere, Dios, en cuanto fuerza vivificante). Y que a partir de la humanidad de 
Jesús, cumbre de la evolución, toda la corriente de la vida condenada a la muerte refluye 
exactamente en el sentido contrario. En Jesucristo, la vida adquirió tal poder que saltó del 
"otro lado", de la cumbre de la montaña, brotando hacia la pendiente prohibida. En 
Jesucristo, la vida rompió el peso de la muerte y se dirige ahora hacia una expansión de la 
vida inmortal por participación en la Vida plena de Dios. Y cuando se habla de la vida, se ha 
de incluir en este término la vida de cada persona, la vida colectiva de la Humanidad e 
incluso la vida cósmica. 
Inútil tratar de ocultar que esta afirmación de la fe cristiana parece fruto de la pura 
ficción, un sueño perfectamente delirante, la negación radical de las apariencias más 
evidentes. Se trata, no obstante, de la realización de los sueños más evidentes, de esos 
sueños que nadie alcanza, que las generaciones pasan de fracaso en fracaso y que están 
enraizados para siempre en el corazón del hombre. Hasta tal punto, que la muerte tan 
previsible nos es siempre una sorpresa y que la única reacción digna del hombre es la 
protesta. 
Este surgir de la Resurrección en el seno de la vida mortal de Jesús no es para nosotros 
"natural". No se trata de un episodio normal de la evolución. Es Dios el que interviene, el 
que toma la historia en la mano y vuelve las cosas a su curso. 
Además, esta fe en la Resurrección (en la Vuelta, en la "Revolución" total) no debe llevar 
al cristiano a ningún deseo de evasión de esta vida. Al contrario, el ejemplo de Jesucristo 
lanza al creyente a aceptar plenamente la condición humana, con todos sus límites, pero 
también con todas sus esperanzas. El cristiano espera la intervención del Espíritu en el 
centro mismo de la vida real, y es aquí "donde transformará nuestra miseria en Gloria". La 
espera de esta intervención resucitante de Dios no existe únicamente ante la muerte sino 
en todas las situaciones en que estamos al límite de nuestro esfuerzo, en que estamos a 
tope, trátese de la acción o del esfuerzo de educar, trátese de las tentativas de comunicar, 
etc. 


III. El hombre, este mortal que no acepta la muerte

MU/ACEPTACION: "Ver morir a alguien es insoportable", decía una joven 
enfermera y Huxley imaginaba en El mejor de los mundos un condicionamiento a la muerte 
para que, desde la infancia, los hombres se habituaran a ver morir. El escándalo más brutal 
brilla ante la muerte que rompe un deseo de vivir apenas brotado o muy poco realizado (un 
niño, un adulto todavía joven). Existe también escándalo cuando la muerte corta los lazos, 
las personalidades, las irradiaciones espirituales que habían tardado años y años en 
dibujarse y que habrían debido afirmarse mucho antes (Gandhi, Juan XXIII, M. L. King, 
Kennedy). "Siguen existiendo todavía, pero ya no hablan." 
La reacción sana ante esta derrota de la muerte es luchar para que la vida tenga todas 
sus oportunidades, de forma que pueda desplegarse al máximo. Entonces se podría pensar 
en una muerte "natural". Se moriría, como dice la Biblia, "cargado de años" o 
"perfectamente desesperado", es decir, sin tener ya nada que esperar de la vida. 
De todos modos se encontraría quizá el ciclo infernal de la vida económica: "Cuando los 
recursos crecen por dos, las necesidades crecen por tres." Si se aumentan las 
posibilidades de verdadera vida, no se terminarán nunca. No se conocerá jamás la fatiga de 
vivir que lleva a aceptar la muerte. 
Por otra parte, sin embargo, la muerte es la que pone el precio a la vida. La vida es 
limitada, tiene unos límites, es una realidad finita si bien preciosa. Y aceptar ser hombre 
equivale a aceptar ser mortal. 
Saber que se morirá un día nos obliga a hacer de nuestra vida una historia, a elaborar 
unos proyectos, a comprometerse a encarnarlos en la densidad de lo real y a dejar nuestra 
huella. 
La muerte, por otra parte, está presente en toda la vida: elegir es limitarse y es morir a 
las otras posibilidades. Y no querer morir, no queriendo escoger, es negarse a vivir 
verdaderamente. Los jóvenes, al salir de la adolescencia, se ven enfrentados a este dilema. 
Les gustaría tirar del tiempo de la indecisión, del sueño, de lo indeterminado para retrasar 
el momento de la elección. En el cruce de caminos a tomar o a excluir, se hace la primera 
experiencia de la muerte. Pero si se permanece en el cruce de los caminos, no se conocerá 
más que posibilidades y esbozos, pero no la vida real, la que dura, la vida que echa sus 
raíces y da sus frutos. Y a lo largo de la existencia, el progreso en el crecimiento se paga 
por abandonos: abandono de la seguridad de la infancia, del sueño de la adolescencia, de 
los proyectos demasiado frondosos o demasiado vastos de la fuerza de la edad, de las 
ilusiones sobre uno mismo o sobre los demás, etc. 
Todas estas constataciones de la sabiduría común no se han recordado aquí más que 
para tratar de comprender mejor la famosa frase del Evangelio: "¡Era necesario que Cristo 
conociera la muerte para entrar en su gloria." Es el resumen del misterio pascual: morir para 
resucitar. 
Cristo no vino para enseñarnos a morir, vino para enseñarnos a vivir. Y el Evangelio bien 
entendido tiene como resultado ensanchar al máximo nuestro deseo de vivir. Es por otra 
parte uno de los sentidos de los milagros evangélicos: la vida gana terreno. 'He venido para 
que tengan la vida y la tengan en abundancia." Cristo nos pone en guardia contra las 
maneras adulteradas de vivir: el dinero, el placer a cualquier precio, el orgullo, la seguridad 
doméstica, la falta de preocupación, etc., y nos indica los caminos de la verdadera vida: la 
interioridad, la reflexión, la generosidad, la sinceridad, el universalismo, el perdón, etc. 
Ensancha al máximo nuestro deseo de vivir y en todas las direcciones. 
Y al mismo tiempo, Cristo rechaza enérgicamente el evadirse de la condición humana. 
Su deseo de vivir que quiere comunicarnos no le lleva de ninguna manera a apartarse de 
su situación real: El es de un rincón, de un lugar, tiene una historia que realizar, tiene que 
hacer frente a un destino muy particular: abrir el judaísmo a lo universal, hacer brillar la 
Antigua Alianza en una Nueva Alianza. Pero esta contestación le llevará a la muerte. Cristo 
aceptó con toda lucidez ser mortal (por ejemplo, permanece en Israel y se niega ir a los 
paganos). Es una opción que cuesta a Cristo, ya que encuentra más fe en dos o tres 
extranjeros que en muchos judíos. Cristo eligió un camino, puso en él todo su dinamismo y 
le seguirá hasta el final. 
El deseo de vivir de Cristo era tan grande, su deseo de triunfar, de transformar el mundo, 
de revolucionarlo de arriba abajo era tan total que todo ello no podía realizarse más que por 
medio de una mutación radical. Era necesario un cambio absoluto, un verdadero nacimiento 
a algo enteramente nuevo. Para ello, debía morir. 
Debía aceptar la pasividad de la muerte, dejarse: devorar y triturar por la muerte. Pienso 
que toda actividad, que toda acción tiene un límite en un momento dado. Y que en este 
límite, hay que dejarse querer, dejarse tomar, dejarse endurecer. Creo que esto es cierto 
para el arte, para el amor, para la educación. Según el consejo de todos los grandes 
místicos, es cierto en todo caso en la aventura espiritual. Al comienzo, la aventura espiritual 
puede tomar el aspecto de un combate, de una conquista, de una ascensión. Pero en un 
determinado estadio, hay que parar de obrar, de buscar, de estrujarse la cabeza. Hay que 
dejarse invadir por la noche, por el silencio. 
El progreso no puede hacerse, en este estadio, más que dejando hacer. Y la realidad 
que se buscaba cambia al ser humano, le metamorfosea poco a poco, le transfunde su 
propia vitalidad.
Esta aceptación de no buscar más, de no obrar, este abandono no es una dimisión. No 
es tampoco una vuelta atrás, es, por el contrario, el estadio superior de la acción, del 
deseo, de la búsqueda de Dios. Se entrega voluntariamente a Aquel a quien se quiere, se 
ofrece para que El consagre y se acepta esta consagración que adquiere con frecuencia la 
apariencia de una dislocación y de una refundición. 
Pienso que Cristo vivió su muerte en esta óptica mística. A través del abandono en la 
muerte, Jesús se abandonó en Dios. El que había querido que Dios estuviera siempre 
presente y obrara en El, sigue la lógica de su vocación. La presencia y la acción de Dios no 
se harán pujantes y universales más que aceptando la refundición de todo su ser por la 
muerte. (Hablo aquí de la humanidad de Jesús. Es Jesús hombre quien es salvación para 
la Humanidad. Y es este Jesús hombre el que acepta ser roto y recreado para que toda la 
Humanidad se vea invadida por la vitalidad de Dios.) 
Ahora bien, nosotros los cristianos, "estamos bautizados en la muerte y la Resurrección 
de Cristo". Esto quiere decir que toda nuestra vida cristiana está marcada por este "paso" y 
que este ritmo (Muerte - Resurrección) es para nosotros el secreto de la vida. Todo éxito, si 
quiere ser verdadero éxito, debe afrontar la muerte, acogerla e integrarla. Y para realizar 
todos los deseos que hay en mí, no debo evadirme de mi vida real. Por el contrario, debo 
vincularme a mi vida con todos sus límites, todas sus decepciones, todas las 
"mortificaciones" que hay en ella. 
MU/MISTERIO-PASCUAL: Si soy fiel a la vida, a mi vida, encontraré la muerte 
en forma de opción que hay que hacer y en forma de pasividad que hay que vivir. Si no la 
huyo, si la afronto, si me la incorporo, si hago mía la muerte, creo que, siguiendo a Jesús, 
doy a mi vida el máximum de sus posibilidades. Y el fracaso es precisamente no aceptar 
esta mortalidad presente sin cesar en mi existencia. Jean Le Du ha profundizado un caso 
particular de esta actitud al hablar de la relación de los padres con los hijos. Los hijos 
pequeños viven de la imagen ejemplar de su padre y de su madre: en este estadio de la 
educación, los padres están sobre un pedestal. Y en la adolescencia, los padres deben 
morir a esta imagen ideal. Sin dimitir de su papel de adultos, mueren (en cierto sentido) 
como padres. Y es la aceptación de esta muerte la que realiza una educación lograda. La 
misma reflexión podría hacerse a propósito del amor conyugal, del amor filial, de la acción 
emprendida, etcétera. 
Esta actitud no es solamente sabiduría humana. Para nosotros, cristianos, es un acto de 
fe. Nosotros creemos que en la muerte afrontada y aceptada, Dios actúa y hace nacer de 
nuevo. En el seno de este hundimiento aparente, surge el poder del Espíritu. De este nuevo 
caos que es la muerte, el amor de Dios hace nacer un nuevo universo, un nuevo milagro de 
equilibrio, una vida nueva. 
Así, a la luz del misterio pascual de Jesús (morir para resucitar), el cristiano ve la muerte 
de una manera inédita, trátese de las pequeñas muertes que nos asaltan a lo largo de los 
años, trátese de la gran muerte que nos espera al término. 
La muerte se presenta como la pasividad misma: no se puede nada contra ella, se nos 
echa encima, se la padece. El cristiano juega el papel de la actividad suprema: la ofrece a 
Dios, se ofrece a Dios en la muerte. En la muerte cree más que nunca en la intervención de 
Dios, tiende la mano, seguro de encontrar la mano de Dios que hace resucitar a los 
muertos. MU/GENEROSIDAD: El anhelo de Jean Rostand: "Querría hacer de mi muerte 
una última generosidad" es para nosotros la verdadera realidad de la muerte. 
La muerte aparece como el absurdo supremo, la cara ciega del destino que aplasta lo 
que la vida tarda tantos años en crear. El cristiano pone en ella toda su esperanza. Hace de 
la muerte la abertura hacia lo imposible. Siendo un final! la cree un comienzo. Por eso 
mismo, para nosotros cristianos, todo es nacimiento. Todo soplo es grito de nacimiento, 
todo suspiro, hasta el último aliento. El cristiano se atreve a decir: en esta vida no hay más 
que nacimientos. 


IV. El hombre, este ser incorporado, es y no es a la vez de este mundo 

H/ANIMAL-DESNATURALIZADO: Vercors llama al hombre "un animal desnaturalizado", 
es decir, un animal que procede de la Naturaleza, pero que se aparta de la Naturaleza, 
inmerso en ella pero no hundido en ella. Es un ser que ha conseguido cierto nivel de 
conciencia y este mismo nivel le hace "desengancharse". Esta constatación lleva a muchos 
hombres a sentirse seres dobles: se es de aquí y de otra parte, y tomándolo de la filosofía 
griega, el antiguo catecismo definía al hombre: "como un ser compuesto de alma y cuerpo". 
Otros dirán: un ser bipolar: un polo material y un polo inmaterial. Todas estas definiciones 
tratan de traducir en términos abstractos la doble experiencia de base de la mayor parte de 
los hombres. Primera experiencia: yo soy un cuerpo. Inútil intentar describirlo. La 
experiencia es masiva. 
Segunda experiencia: yo no soy solamente mi cuerpo. En el amor, en el sacrificio, en el 
pensamiento, en la decisión libre..., yo creo poder decir: soy yo, sin separarse del cuerpo 
que es su terreno nutricio, surge, emerge, se proyecta hacia adelante, tiende a otra parte, 
es capaz de renunciar a lo inmediato. Si yo no fuera más que mi cuerpo, ¿podría situarme 
yo mismo en este universo, tomar mis distancias (al menos por el deseo), querer más, 
buscar más? ¿Podría "desprenderme" a fin de vivir más y mejor? Cuestiones inmensas que 
no han cesado de asaltar el espíritu de muchos, ya que la cuestión fundamental de la 
filosofía sigue siendo: "¿Qué es el hombre?" 
Los griegos habían respondido: "El hombre es un espíritu inmortal extraviado en la 
materia y a quien la muerte le hace encontrar el camino de su patria: el reino de los 
espíritus puros." Esta posición ha influido durante siglos y siglos de cristianismo. Sin 
embargo, un cristiano no puede adoptarla plenamente: creyendo como cree que Dios se 
encarnó, el cristiano no puede seguir a los griegos en su desprecio del cuerpo. Los 
teólogos cristianos que enseñaban la inmortalidad del alma subrayaron bien la estrecha 
unión del alma y del cuerpo. Afirmaron también que en la muerte el alma estaba como 
"desnuda", "disminuida" y que aspiraba a encontrar su cuerpo en la Gloria de Dios. 
Los hebreos del Antiguo Testamento no creían en la inmortalidad del alma. Desaparecía 
con el desmoronamiento del cuerpo y se convertía en un pálido recuerdo. Pero los hebreos 
creían en el poder creador y recreador de Dios. Dios era capaz de devolver a este yo 
exangüe la fuerza de renacer y de reconstruirse en un cuerpo inmortal. 
CUERPO/UNIVERSO: En nuestra época, la ciencia biológica nos ha aportado 
precisiones interesantes sobre el cuerpo humano. Ahora comprendemos mejor la unión que 
enraiza nuestro cuerpo a todo el universo. "Mi cuerpo se extiende hasta las estrellas." Las 
sustancias que componen mi cuerpo no son distintas a las sustancias del universo. El 
mundo se ha convertido en mi cuerpo de la misma manera que las flores se han convertido 
en miel. Y mi cuerpo no subsiste más que por innumerables uniones de otros órdenes con 
el cosmos. "Mi cuerpo no es una parte del universo que yo poseería totalmente (como una 
cosa). Es la totalidad del universo poseído por mí parcialmente" (P. Teilhard de Chardin). 
La idea biológica de "estructura" refuerza esta impresión de bañar en el mundo entero. 
Todas las células de nuestro cuerpo se renuevan varias veces a lo largo de nuestra vida. 
Nuestro cuerpo es, pues, el lugar de un intercambio incesante con el universo. Lo que hace 
que permanezcamos nosotros mismos, originalmente, en medio de este torbellino, es 
nuestra estructura genética recibida en la concepción. Nuestra primera célula tenía una 
marca, una impronta, una manera propia de estar viva. Se reproduce siguiendo esta 
estructura y todo lo que se ha recibido del exterior y se ha asimilado, ha quedado integrado 
en el modelo de esta estructura. 
Todo lo que se ha descubierto también por la evolución demuestra que el hombre 
procede del abismo del tiempo. Un enorme pasado ha trabajado para darnos al hombre. 
Los diplodocus caminaban para nosotros. Estamos vinculados, indisolublemente, a toda la 
historia del mundo. 
SEXO/DICOTOMIA: Finalmente la psicología moderna ve muy claramente el cuerpo 
como expresión del sujeto. No un instrumento. Una expresión. Toda dicotomía, toda 
separación del cuerpo y de mí, como si el uno estuviera aparte del otro, es concebida por 
los psicólogos como síntoma de desequilibrio. Para la sexualidad, por ejemplo: "dar su 
cuerpo y reservar su alma", no es ciertamente el equilibrio. No se da uno corporalmente. El 
cuerpo es la expresión de mí mismo, una expresión siempre perceptible y que modela 
también mi personalidad profunda. Expresión siempre imperfecta: mi cara me traiciona tanto 
como me traduce. 
Todas las reflexiones que acabamos de hacer son una búsqueda de un vocabulario más 
moderno con el fin de tratar de explicar cómo la muerte puede ser un nacimiento. Tratar, 
ensayar: todo lo que voy a decir es una aproximación lamentable. Es la expresión de un 
deseo, nacido de la fe en Jesucristo resucitado, con palabras sacadas de la experiencia 
presente, por tanto, sin ninguna medida común con lo que puede 'llegar del otro lado", del 
cual no existe el menor testimonio por ninguna parte. Es un ensayo diferente de lo que 
explicaba la enseñanza tradicional: la muerte es una separación del alma y del cuerpo. El 
alma va al cielo, al purgatorio o al infierno en espera de la resurrección general. Se ha de 
tomar, pues, como un ensayo de expresar la fe en la Resurrección, nuevo nacimiento. 


V. Resucitar es renacer

RS/RENACIMIENTO: Yo muero. Algunos escribirían: Yo muero: es decir, todo 
desaparece. Yo escribo: Muero, porque no creo que la muerte me ha de volatilizar. Creo 
que en la muerte seré dislocado, triturado, seré roto y todo yo mismo en la muerte desde lo 
que hay en mí de más material hasta lo que hay en mí de menos material. Creo que uno de 
los aspectos de la muerte será la angustia de la dispersión. De esta manera es como yo 
entiendo el Purgatorio: a imagen de la prueba mística de las "noches" más crucificantes, 
más descuartizadoras pero no del todo desesperadas. Porque la muerte me confiará de 
nuevo a la tierra de donde yo he salido, volveré al seno del universo que me hizo nacer. 
Pero volveré a él rico de experiencia, con el peso de mis pecados y sobre todo poseído por 
el Espíritu de Dios que planea sobre las aguas creadoras. Pertenezco de nuevo al mundo 
entero y las células de mi cuerpo que vuelven, impersonales, en el flujo de los elementos 
primarios son ciertamente el símbolo visible de que, por la muerte, formo cuerpo con el 
universo entero. 
Jesús decía: "En el Reino de Dios no hay más que niños... Hay que renacer para entrar 
en él." La muerte me convierte en niño pequeño, recién nacido, y bajo el poder de la 
vitalidad divina, recibida en mi bautismo, nazco lentamente a otra vida, la vida de Jesucristo 
resucitado, una vida humana al modo divino. Me despierto lentamente a la vida del 
Resucitado. 
Todo el universo está aquí para proporcionarme una expresión distinta de mí mismo, otro 
"cuerpo", una expresión perfecta de un yo perfectamente purificado. 
Ahora, arranco todos los días la vida al mundo y todos los días el mundo me asesina. En 
el segundo nacimiento que la muerte inaugura, el poder de Dios hará que yo arranque al 
mundo una vida invencible. 
Porque el mundo en que seré sepultado a mi muerte no es para mí, cristiano, una 
realidad impersonal. Es el cuerpo de Cristo resucitado. El cuerpo de Cristo resucitado es 
una realidad personal pero que se extiende a todo el universo y a toda la Historia (cf. las 
Cartas de Pablo a los Colosenses y Efesios). Jesucristo muerto fue confiado también a todo 
el universo y a toda la Historia. Y Jesucristo resucitado hace de toda la Historia y de todo el 
cosmos la expresión perfecta de sí mismo. "He aquí que vi al Hijo del Hombre, de pie. Su 
cabellera era como las nieves eternas y sus ojos brillantes como las estrellas. Estaba 
adornado con toda la belleza del mundo y su voz era como el estruendo del mar." En un 
mundo ya ganado por el poder de la Resurrección he de morir, y en este mundo que surge 
de la Resurrección aprenderé a vivir como resucitado. 

Nota sobre la Eucaristía
La certeza de que Jesús resucitado impregna con su presencia inmortal tanto la Historia 
como el universo, ilumina nuestra fe en la Eucaristía. Jesús se expresa para nosotros a 
través de un banquete de pan y vino, se da a nosotros bajo este símbolo riquísimo, 
henchido de sentido. Porque el pan y el vino son el fruto de la tierra y del trabajo del 
hombre. La presencia de Cristo en la Eucaristía no es una presencia disparatada, casi 
absurda. Cristo resucitado se expresa, se da a nosotros a través de todo lo que existe, ya 
que todo es su "Cuerpo", expresión de sí mismo. La Eucaristía es el caso privilegiado 
querido por Jesús, de su presencia universal y que nos anuncia el mundo futuro, 
regenerado totalmente por el Espíritu de la Resurrección. 

Nota sobre el infierno
La doctrina tradicional cristiana dice que el infierno es una de las posibilidades de la 
libertad humana frente al llamamiento de Dios. 
No se afirma que este fracaso absoluto exista. Se afirma que este fracaso absoluto es 
posible. El hombre puede responder con un no categórico y definitivo. En el ensayo de 
expresión esbozado anteriormente, el infierno podría presentarse como la imposibilidad de 
renacer o la negativa a renacer, la vuelta al abismo, la muerte pura y simplemente. 

En resumen
Decimos al final del "Credo": "Creo en la vida eterna." Esto puede tener dos sentidos: 

a) creo que la vida tiene un futuro eterno: es ella la que tendrá la última palabra; 
b) creo en una vida de eternidad, que la vida humana alcanzará una calidad divina. No 
otra vida, esta vida de aquí, pero distinta. 

PAUL GUERIN
YO CREO EN DIOS. Las palabras de la fe, hoy
Edic. MAROVA. MADRID 1978.Págs. 73-87


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LIBROS UTILIZADOS PARA ESTE CAPITULO
Fransçois VARILLON, "Un abrégé de la foi catholique", Les Etudes, octubre de 1967. 
Gustave MARTELET, Résurrection, encharistie et genese de l'homme, Desclée, 1972. 
Jean LE Du, La mort, documents maristes, 108, rue de Vaugirard, Paris.