LA HISTORIA PERSECUTIONIS AFRICANÆ PROVINCIÆ DE VICTOR DE VITA

TESTIMONIO DE LA INVASION VANDALICA EN AFRICA(1)

La invasión de la provincia romana de Africa por parte de los vándalos en el 429, es una de las páginas más trágicas de la irrupción de los pueblos germánicos en el viejo imperio romano, habida cuenta de la ferocidad y la animosidad anti-romana y anti-católica de los invasores.

La Historia persecutionis... de Victor de Vita es uno de los pocos documentos contemporáneos al dominio vandálico en Africa, y por ello, testimonio singular de ese momento histórico.

El autor, probablemente originario de Vita (norte de Africa), era sacerdote del clero cartaginés mientras escribió la obra y luego obispo de la misma ciudad de Vita o de alguna otra sede.

La obra, escrita hacia el 484, tiene como objetivo el dejar constancia para los tiempos futuros de los hechos sucedidos en Africa después de la invasión vandálica, y al mismo tiempo, pretende informar a los romanos de ultramar -particularmente al emperador de Oriente- sobre la persecución a la que eran sometidas la "romanitas" y la Iglesia católica; es también un grito desgarrado pidiendo socorro(2).

Si bien Victor incurre en algunos defectos: su historia está demasiado teologizada; es parcial en su valoración de los vándalos ya que para el vándalo se identifica sin más con hereje y con bárbaro, y romano se identifica con católico y civilizado; su obra conserva un notable valor histórico y nos pone en contacto directo con los sufrimientos y desdichas que debieron afrontar los romano-católicos de Africa durante los reinados de Genserico y Hunerico.

 


Han pasado ya 59 años, como es sabido, desde el día en el cual aquel pueblo cruel y feroz de los vándalos arribó al territorio de la miserable Africa, atravesando el estrecho de mar con tránsito fácil, ya que esta grande y vasta extensión de agua se estrecha entre España y Africa en un angosto espacio de 12 millas. Transportando pues toda la gente gracias a la sagacidad del caudillo Genserico; éste, para dar a su gente una fama terrible, estableció que fuese contada toda la población, que hasta aquel día hubiese nacido. Todos los que se encontraron, viejos, jóvenes, niños, siervos o señores, fueron 80.000. Habiéndose divulgado hasta hoy esta noticia entre aquellos que no lo saben, se creyó que el número de los soldados era grande, siendo que en realidad era escaso. Encontrando pues pacificada y tranquila la provincia, bella y floreciente toda la región, por dondequiera que irrumpían con sus hordas impías, saqueaban y devastaban, exterminando todo con incendios y asesinatos. Ni siquiera las plantas frutales perdonaban, a fin de que aquellos que se habían escondido en las cuevas de los montes, en los despeñaderos o en cualquier otro lugar remoto, no pudieran nutrirse de aquellos alimentos después de su paso; y así, arreciando estos con igual e inmutada crueldad, ningún lugar quedó inmune de su contagio. Más pérfidamente se encarnizaban con las iglesias y las basílicas de los santos, con los cementerios y con los monasterios, de modo que a las iglesias las quemaban con mayores incendios que a las ciudades o fortificaciones. Cuando por casualidad encontraban cerradas las puertas de un edificio sagrado, competían por abrirse un acceso a golpes de hacha, para que pudiera decirse: "como en un bosque de árboles con las hachas hicieron pedazos de un golpe sus puertas y la abatieron con la hazada. Incendiaron con fuego tu santuario, derribando a tierra el tabernáculo de tu nombre"(3).

Cuantos pontífices entonces ilustres y cuantos sacerdotes famosos fueron sometidos por ellos a torturas de diverso género, a fin de que si tenían oro o plata de su propiedad o de la iglesia se los dejasen. Y a fin de que todo esto que había fuese dado mas fácilmente bajo la presión de las penas, atormentaban nuevamente a aquellos que lo entregaban con tormentos crueles, pensando que solamente una parte y no todo había sido entregado; y cuanto más se les daba, tanto más pensaban que uno poseía. A algunos les abrían la boca con palos puntiagudos y les introducían en la garganta barro podrido, a fin de que confesasen dónde estaba el dinero; a otros torturaban apretándoles la frente o las tibias con nervios resecos; a otros, acercándoles a la boca odres rellenos, les propinaban sin piedad agua de mar, y a veces vinagre, morga, agua sucia y muchos otros líquidos infames. No había nada que lograse mitigar a aquellos ánimos despiadados, ni el sexo débil, ni la consideración por la nobleza, ni el respeto por los sacerdotes; sino que al contrario, la ira de su furor se hacía más densa allí donde veían el honor de los cargos. No sabría decir con exactitud a cuantos sacerdotes y a cuantos ciudadanos ilustres pusieron en las espaldas cargas inmensas como a camellos o a bestias de carga; y con punzones de hierro los obligaban a caminar, algunos de ellos bajo el rigor del látigo terminaron exhalando el espíritu. La madurez de la vejez y las canas venerables, que como lana blanca habían emblanquecido las sienes, no lograban obtener ninguna piedad de parte de los enemigos. Y el bárbaro furor, arrancando también a los niños del pecho materno arrojaba a tierra aquella niñez inocente; a otros niños, sosteniéndolos de los pies, los partían al medio desde las entrepiernas hasta la cabeza; como cuando Sión cantaba prisionera: "El enemigo dijo que incendiaría mis tierras, que mataría a mis niños y que arrojaría por tierra a mis pequeños"(4).

Cuando el fuego no lograba ejercer su poder sobre los edificios de las construcciones o de las grandes mansiones, arrancaban entonces los techos y arrasaban las bellas paredes, tanto que ahora aquella antigua magnificencia de las ciudades no parece ni siquiera que hubiese existido alguna vez. ¡Cuántas ciudades hay ahora con poquísimos habitantes o desiertas del todo! Y aquellas que aún hoy quedan deben a aquellos eventos su desolación, como por ejemplo en Cartago donde destruyeron desde los cimientos el Odeón, el teatro, el templo de la Memoria y la vía que llamaban Celeste. Y por decir sólo lo que es necesario, transfirieron a su religión, con el permiso del tirano, la basílica de las "Antiguas" [donde están sepultados los cuerpos de las santas mártires Perpetua y Felicidad], de Celerina y de los [mártires] escilitanos, y las otras que no destruyeron.

¿Quien podría decir, cuántos y cuán numerosos obispos fueron entonces torturados a muerte? Entonces hasta el obispo de nuestra ciudad [Cartago], el venerable Pampiniano, fue marcado a fuego en todo el cuerpo con placas de hierro incandescente. Igualmente, también Mansueto de Uricita fue quemado junto a la puerta Fornitana. Y en este tiempo fue asediada la ciudad de Hipona Real, que gobernaba como pontífice el bienaventurado Agustín, digno de toda alabanza, autor de muchos libros. Fue precisamente entonces cuando se secó en la mitad de su curso aquel río de elocuencia que fluía abundantemente por todos los campos de la Iglesia y la suave dulzura que dulcísimamente propinaba se transformó en ajenjo...

Entonces también siete hermanos que vivían juntos en un monasterio, hermanos no de sangre sino por la gracia, después del certamen de la confesión de su fe obtuvieron la corona inmarcescible [a saber el abad Liberato, el diácono Bonifacio, el subdiácono Rústico, el monje Rogato, el monje Séptimo y el monje Máximo](5)


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Notas

1. Tomamos la presente traducción de: Vittore di Vita, Storia della persecuzione vandalica in Africa, Roma 1981, 157. Traducción, introducción y notas de Fr. Ricardo W. Corleto. Volver al texto

2. Cf. Salvatore COSTANZA, art. Vittore di Vita, en DPAC, II, 3609-3612. Volver al texto

3. Sal. 73,5-7. Volver al texto

4. Cf. Judith, 16,6 y Rey. 8,12. Volver al texto

5. Son estos los hermanos del monasterio de Capsa, uno de los cenobios de impronta agustiniana destruído por los vándalos. Volver al texto

 


© Fernando Gil - Ricardo Corleto, 1998-1999
© Pontificia Universidad Católica Argentina, 1999
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