Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski

Capítulo 3

 

Cristología encarnatoria y la permanente vitalidad del judaísmo

La dirección cristológica señalada en el capítulo 2, la dimensión encarnatoria singular en un marco de judaísmo farisaico, nos lleva a la siguiente pregunta: ¿qué significado conserva la alianza judía en esa clase de perspectiva? Algunos teólogos de la alianza única, como Paul van Buren, afirmarán que tal perspectiva contiene resabios de la tradicional teología cristiana de la sustitución. Ciertamente, no es una cuestión sencilla de tratar. Porque, como dijimos al final del capítulo anterior, ese enfoque cristológico implica cierto grado de universalismo. El punto central del tema sería ver si el impulso universal de la cristología encarnatoria es abarcativo y exclusivista. ¿Es un concepto absolutamente autosuficiente, autosustentado, o necesita complementarse con otros elementos “universalistas”, incluyendo los que son propios de la experiencia de la alianza judía? Dicho de otro modo, ¿debemos describir la cristología encarnatoria como un universalismo limitado? Yo creo que sí. Por eso parece razonable decir que la insistencia en la singularidad cristiana basada en la perspectiva encarnatoria no descarta automáticamente una teología constructiva de las Iglesias sobre el pueblo judío. El principal error de casi todas las cristologías anteriores ha sido considerar que sólo su propia perspectiva cristológica era universal.

En este momento de la historia religiosa los cristianos deben afirmar que el judaísmo sigue desempeñando un papel singular y distintivo por sí mismo en el proceso general de la salvación humana. A pesar de la herencia bíblica que comparten, y de la profunda deuda de Jesús hacia el fariseísmo, el judaísmo y el cristianismo evolucionaron como dos religiones esencialmente distintas. Cada una de ellas pone el acento en aspectos diferentes, aunque complementarios, de la religiosidad humana. Este es el punto de vista que han sostenido teólogos judíos como Arthur Cohen y Hans Jonas, para quienes cualquier referencia a una tradición judeocristiana representa una distorsión de la realidad. En el transcurso de la historia, el judaísmo y el cristianismo han desarrollado un ethos propio basado en experiencias comunitarias diferentes. Un auténtico diálogo entre ellos, y una reflexión teológica significativa sobre su relación, debe comenzar con un claro reconocimiento de esta diferencia.

El sentido de pueblo, de salvación en y a través de la comunidad, es central en la fe judía de alianza. El judaísmo ha estado siempre profundamente convencido de que ningún individuo particular puede alcanzar la salvación hasta que toda la familia humana haya llegado a ese sagrado momento. Ni siquiera los fariseos -los más ardientes campeones del individualismo dentro del judaísmo hasta la Ilustración- podían concebir la resurrección personal antes de que el reino pleno de Dios haya llegado para todos. La realidad religiosa fundamental para el judaísmo fue la alianza entre Dios y el pueblo de Israel. Este era el barómetro para evaluar la vida de fe de Israel, incluyendo algunos severos juicios que a través de los años pronunciaron los profetas. Por eso es tan significativo que últimamente algunos teólogos hayan retornado a la centralidad de la alianza del Sinaí al construir sus cristologías. Es este un rasgo especialmente loable en algunos teólogos de la liberación como Gustavo Gutiérrez y José Míguez Bonino, a pesar de algunos defectos muy serios que existen en otros aspectos de su presentación del judaísmo y su continuada relación con el cristianismo.

Esta revelación fundamental de la salvación comunitaria debe ser considerada por los cristianos en un nivel de igualdad con la revelación en Jesús. Su venida de ninguna manera desterró el significado último de la salvación comunitaria. La revelación acordada a la Iglesia a través de su persona y su enseñanza no borra, sino que complementa aquella primera experiencia revelatoria. Desgraciadamente, tras su separación de la sinagoga, a menudo el cristianismo perdió de vista esta vinculación. La influencia predominante del pensamiento helénico después de la división llevó frecuentemente a las Iglesias a una interpretación excesivamente individualista de la revelación encarnatoria, y la gente se convenció de que podía alcanzar la plena comunión con Dios eludiendo o incluso apartándose deliberadamente de las relaciones comunitarias.

Un ejemplo patente de esta tendencia individualista y destructiva puede verse en el deterioro de la celebración eucarística en el catolicismo, que sólo empezó a revertirse a partir de las reformas del Vaticano II. La eucaristía, comunitaria en su núcleo mismo, debería ser el mayor símbolo de la convicción de la Iglesia de que las personas sólo pueden salvarse en un contexto comunitario. Es la proclamación de que la gente unida constituye, en el verdadero sentido, el cuerpo de Cristo. Este concepto se encuentra en el corazón de la cristología más madura de Pablo. Representa sin duda una de sus ideas más significativas concernientes a la unidad de los seres humanos, su dignidad fundamental y el vínculo entre la divinidad y la humanidad. Sin embargo, este símbolo bíblico central y sagrado, a diferencia de la comida de sabbath en la que se origina, degeneró hacia una actividad privada Yo-Dios, un proceso que empezamos a cambiar después del Concilio, no sin grandes dificultades. Aquí tenemos un ejemplo claro y concreto de una diferencia de ethos entre el judaísmo y el cristianismo.

Quizás el cristianismo siga dando más importancia que el judaísmo a la centralidad de lo individual. Pero es necesario un contacto permanente de los cristianos con el judaísmo para que puedan superar su antigua y arraigada tendencia a una errónea privatización de la religión. El cristianismo corre el riesgo de perder su alma si no mantiene un vínculo con ese particular aspecto revelatorio de la fe judía de alianza.

Otra forma en que la fe judía de alianza puede ayudar a corregir distorsiones de la perspectiva cristiana es a través del concepto de Torah. A lo largo de la historia, muchas veces el cristianismo fue culpable de adherir a conceptos exagerados de la libertad humana, supuestamente basados en un rechazo de Pablo a la tradición judía legalista. Este fue un punto central de la teología de la liberación, e históricamente interesó a muchos teólogos europeos, especialmente en las comunidades protestantes. También sirvió como base para la destructiva contraposición de judaísmo y cristianismo como religiones de la ley y de la libertad, respectivamente.

La inmensa mayoría de los teólogos cristianos simplemente fue incapaz de captar la riqueza inherente al término judío “Torah”, que suele traducirse inadecuadamente como “ley”. Con demasiada frecuencia, los cristianos de la liberación entendieron el mensaje de Jesús de una manera muy genérica. La auténtica liberación no llegará a la sociedad mientras los ideales políticos y religiosos no se transformen en estructuras sociopolíticas concretas. Esto es precisamente lo que el proceso de la Torah trató de cumplir. El mismo Jesús, por su estrecha vinculación con el movimiento fariseo, indudablemente conocía esto en profundidad, como lo demuestra su irrupción en el Templo. El concepto de “Torah oral”, que se volvió fundamental para las reformas introducidas por los fariseos en la sociedad judía, y fue difundido por Jesús y la Iglesia primitiva, ciertamente amplió la comprensión de la Torah heredada de las Escrituras hebreas por el judaísmo del segundo Templo. Pero no reemplazó completamente a la anterior tradición de la Torah.

A diferencia de Jesús y de por lo menos una parte del cristianismo apostólico, la teología eclesial posterior a menudo perdió contacto con la tradición de la Torah. Esto resultó extremadamente dañino para su propia espiritualidad, sin hablar de su relación con el pueblo de Israel. El diálogo cristiano-judío, al hacer que los cristianos valoren más profundamente el papel de la Torah, puede ayudar a la Iglesia a reemplazar las declaraciones generalizadas sobre la libertad que adquirió a través de la revelación encarnatoria, por acciones que generen estructuras liberadoras concretas en la sociedad humana. Muchas veces los cristianos expresan ingenuamente una preferencia por conceptos generales del Nuevo Testamento sobre la libertad en Cristo, por sobre las listas de exigencias “legales” que contienen las Escrituras hebreas, sin reparar en que una idea de libertad que no nos lleve directamente al terreno de la vida concreta y humana, como lo hace la Torah, será terriblemente inefectiva a largo plazo en cuanto a la verdadera realización de la libertad. La forma en que los judíos entienden la Torah debe tomar su lugar como parte de la singular dimensión de la fe judía de alianza dentro de una teología cristiana del judaísmo.

Otro aspecto crítico de la tradición judía de alianza que puede tener un impacto positivo en la fe cristiana es el sentido del hombre como co-creador y co-responsable de la historia y del mundo creado por Dios. Este concepto de co-creación surge tanto de la tradición bíblica como de la posterior reflexión religiosa judía, incluyendo la literatura de la tradición mística. Es un rasgo fuertemente marcado en algunos prominentes teólogos judíos contemporáneos, como el pensador ortodoxo Joseph Soloveitchik. Hace poco tiempo empezó a ser también una componente central de la ética social católica. El papa Juan Pablo II le dio un lugar primordial en su carta encíclica Laborem Exercens (“Sobre el trabajo humano”), y recibió una mención importante en la Declaración sobre la Energía de los Obispos Norteamericanos (1981), en su Pastoral de la Paz (1983) y en la Declaración de los Obispos Canadienses sobre Política Económica (1983). La Pastoral de Economía emitida en 1986 por la jerarquía norteamericana aseguraba que la co-creación es una pieza central de la justicia económica.

Para esta reapropiación del concepto judío de co-creación por parte de las Iglesias, es fundamental el reconocimiento de que la salvación de la humanidad es ante todo una tarea por cumplir, que el proceso no fue completado, sino sólo adelantado, por el acontecimiento de Cristo. Las reivindicaciones prematuras del cristianismo durante tanto tiempo en el sentido de que el reino mesiánico había llegado plenamente en Jesús, erosionaron seriamente todo sentido de responsabilidad por el destino del mundo. Ahora que, como resultado de los análisis teológicos de los estudiosos cristianos involucrados en el diálogo, se descartan las afirmaciones simplistas sobre el cumplimiento total en Cristo, como vimos en el capítulo 1, los cristianos se enfrentan a la necesidad de redescubrir una base de fe para seguir adelante con el compromiso social. Nada servirá mejor como firme apoyo para una teología de la justicia que este tema -basado en la Biblia- de una responsabilidad co-creacional compartida entre Dios y la humanidad.

No se puede dejar de insistir en el significado de esta temática co-creacional. Cada vez más declaraciones, incluso oficiales, de diferentes Iglesias la consideran crucial para la ética social contemporánea. Aunque ha sido criticada a veces en círculos ecologistas extremos por considerarla fuente principal de la explotación occidental de la naturaleza (una acusación sumamente exagerada), en realidad es un complemento ideal para la revelación encarnatoria en una perspectiva total de la dignidad humana. Como lo muestra claramente el análisis de la Pastoral Económica de los Estados Unidos, se trata de un tema bíblico característico de las escrituras hebreas.

Otra esfera en la cual la singularidad de la experiencia de la alianza judía puede tener una influencia constructiva sobre la fe cristiana, es su concepción básica de la naturaleza de la persona humana. El catolicismo ha sido un poco más positivo que el protestantismo en cuanto a la naturaleza humana a través de los siglos, pero en última instancia, ambos tendieron a poner el acento más en el pecado que en la bondad al teologizar sobre ese punto. El judaísmo nunca ignoró, desde luego, que existe en la conciencia humana un poderoso impulso hacia el pecado. Pero considera que ese impulso es menos fuerte que la “inclinación al bien” de los seres humanos, y que no constituye una marca permanente de oprobio, sino que es básicamente activado por una elección consciente y deliberada.

La falta de contacto de la teología cristiana, durante muchos siglos, con los puntos de vista judíos y rabínicos sobre la bondad humana, la llevó a otorgar un énfasis distorsionado a algunas afirmaciones de Pablo, sin contrabalancearlas con otras partes de la Escritura hebrea y del Nuevo Testamento. Algunos teólogos, como Krister Stendahl, llegaron incluso a afirmar que los teólogos protestantes proyectaron en Pablo los sentimientos de culpa procedentes de su propia introspección, que en realidad eran totalmente ajenos a Pablo, el judío fariseo. Como resultado de ello, el cristianismo ha acentuado exageradamente el pecado en la persona humana, actitud que puede ser modificada a través del contacto con la experiencia revelatoria judía. Probablemente el judaísmo habrá de profundizar su reflexión sobre el poder innato del mal a la luz de la experiencia de la Shoah, pero el enfoque del cristianismo necesitaría una corrección aún mayor. Como el concepto cristiano de pecado humano, especialmente en el catolicismo, estuvo generalmente relacionado con la sexualidad, un intercambio más intenso con la tradición judía podría ayudar a restablecer una idea mucho más positiva sobre la actividad sexual humana como una vía para experimentar la presencia divina, idea que se encuentra tanto en las Escrituras hebreas como en la posterior tradición mística judía.

Aquí podemos aproximarnos a un tema relacionado: la interpretación cristiana del perdón de los pecados, y, en las Iglesias cristianas basadas en lo sacramental, el sacramento de la Penitencia. Durante siglos, el concepto y la celebración litúrgica del perdón se centraron en limpiar al pecador individual de la mancha del pecado. Esta interpretación bastante distorsionada del perdón y del sacramento de la Penitencia se debió en gran medida a las enseñanzas de los monjes irlandeses de la época pre-medieval. Lamentablemente, ellos llevaron muy lejos esta interpretación del perdón, apartándolo completamente de sus raíces de la tradición judía, en la cual el perdón implica la reconciliación con la persona afectada por nuestra acción pecaminosa, antes que una purificación interior. Cuando el Nuevo Testamento relata el regreso del hijo pródigo, dice, en consonancia con ese auténtico espíritu judío, que está prohibido hacer ofrendas en el altar hasta que no se desagravie a la persona contra la que se ejerció la acción pecaminosa. Es de esperar que los cristianos redescubran ese sentido original del perdón y la Penitencia a través de su nuevo encuentro con la singularidad de la experiencia judía de alianza.

El último tema que plantearé con respecto a una teología preliminar de la singularidad judía, es la tradición judía de la tierra. Algunos teólogos cristianos, como Walter Brueggemann y W. D. Davies han realizado importantes estudios sobre esta cuestión. Ambos afirman, por ejemplo, que la incapacidad de entender el concepto de tradición de la tierra no sólo da a los cristianos una imagen falsa del judaísmo, sino que también priva al cristianismo de un arraigo vital en la historia y una comprensión plena del papel que tiene el resto de la creación en el surgimiento del reino final de Dios. Aunque yo sigo sosteniendo que existen diferencias fundamentales entre el cristianismo y el judaísmo en cuanto al significado actual de esa tradición -diferencias basadas en última instancia en la revelación encarnatoria cristiana-, creo que la fe cristiana debería estar siempre firmemente vinculada a la tierra. Muy a menudo, la insistencia en la “Jerusalén celestial” como presunto sustituto de la “Jerusalén terrenal” judía, llevó a las Iglesias a una espiritualidad excesivamente etérea.

Brueggemann escribe en reacción a la escuela de exégesis neotestamentaria relacionada con el teólogo alemán Rudolf Bultmann, a quien responsabiliza en gran parte por la pérdida de la tradición de la tierra en la teología cristiana más reciente. La hermenéutica bultmanniana se centra en el sentido existencial personal de los pasajes del Nuevo Testamento, y destaca las decisiones radicales e instantáneas de obediencia. En ese enfoque queda poco espacio para una tradición de la tierra. Para los cristianos, según lo ve Brueggemann, el problema central “no es la emancipación sino el arraigo, no el significado sino la pertenencia, no la separación de la comunidad sino la inserción en ella, no el alejamiento de los demás sino la ubicación deliberada entre la generación de la promesa y la del cumplimiento. Tanto las Escrituras hebreas como el Nuevo Testamento, afirma Brueggemann, presentan la falta de un hogar como el problema humano central. Y tratan de responder a él en términos de promesa y don. Ningún cristiano verdaderamente creyente puede evitar que el hogar, la tierra, sea una categoría primordial de su sistema religioso. En este punto, Brueggemann es inflexible. La fe “arraigada” debe ser un imperativo para los cristianos, como lo es para los judíos.

W. D. Davies no es tan drástico como Brueggemann en cuanto a la necesaria apropiación cristiana de la tradición bíblica de la tierra. Davies siente que después de todo el Nuevo Testamento es bastante ambivalente con respecto a las promesas sobre la tierra que se encuentran en las Escrituras hebreas. Algunos estratos del Nuevo Testamento son críticos respecto de esas promesas, y hay un pasaje (Hch 7) que las rechaza de plano. Pero hay otros pasajes en que se presenta la tierra, el Templo y Jerusalén con un sentido claramente geográfico en una forma muy positiva, mostrando su significado permanente para el evangelio cristiano.

El Nuevo Testamento, concluye Davies, nos ofrece testimonios contradictorios sobre la tradición de la tierra. Por un lado, hay un sentido en el que la fe en Cristo lleva al creyente más allá de la tierra, Jerusalén, y el Templo. Sin embargo, su historia y su teología no pueden eludir la preocupación por la realidad. En el Nuevo Testamento, cualquier lugar en el que esté o haya estado Cristo, es un espacio sagrado. El acontecimiento de Cristo “universalizó” la tradición de la tierra de una manera significativa, pero no eliminó su centralidad. Davies seguramente estaría de acuerdo con Brueggemann en que el enfoque de Bultmann está muy descaminado en ese aspecto. Davies resume el impacto del acontecimiento de Cristo sobre la tradición de la tierra de este modo:

(El Nuevo Testamento) personaliza el “espacio sagrado” en Cristo, quien, como figura histórica, está arraigado en la tierra; él purificó el Templo y murió en Jerusalén, y presta su gloria a esos y a todos los lugares en los que estuvo, pero como Señor Viviente, también es libre de circular por donde quiera. Hacer justicia al personalismo del Nuevo Testamento, es decir, a su cristocentrismo, es encontrar esa clave en los diversos estratos de tradición que hemos detectado, y a las actitudes que esos estratos revelan: la libertad con respecto a los lugares y el apego a los lugares.

Pero hay todavía otra manera en que ese contacto con el singular concepto de tierra de la tradición judía de alianza puede hacer progresar hoy la expresión de la fe cristiana. En gran parte de la liturgia cristiana hemos perdido casi por completo la conciencia de la necesidad de proclamar la gloria de la creación. Nuestros ciclos litúrgicos cristianos tienden a estar virtualmente desprovistos de festividades que destaquen la presencia continua de Dios en la creación no humana. Esta clase de sensibilidad debe ser recuperada por los cristianos, si las Iglesias quieren asumir un papel protagónico en la protección de nuestro patrimonio ecológico.

Antes de completar este breve análisis acerca de qué elementos podrían constituir razonablemente una teología cristiana de la singularidad judía, es pertinente señalar tres puntos finales:

En primer lugar, hay que subrayar que el enfoque de este capítulo de ninguna manera sugiere que el judaísmo sólo existe para el cumplimiento de la fe cristiana. Como declaró el cardenal Joseph Bernardin de Chicago en un discurso frente al Comité Judío Norteamericano, en noviembre de 1984, el judaísmo posee un sentido teológico permanente por derecho propio, además del significado que sigue teniendo para la fe cristiana. Los judíos no necesitan la afirmación cristiana para la integridad de su propia fe.

En segundo lugar, los cristianos deben ser muy cuidadosos con la forma en que emplean la expresión “pueblo de Dios” en sus afirmaciones teológicas. Aunque este término es importante para volver a darle un contexto comunitario a la fe cristiana, después de su ruptura con el judaísmo a menudo la Iglesia perdió de vista el hecho de que al usar esa expresión debe quedar inequívocamente en claro que los judíos también siguen siendo “pueblo de Dios”. Jamás debe permitirse que esta imagen central de la Iglesia, surgida del Vaticano II, sirva como vehículo de un imperialismo teológico cristiano con respecto al pueblo de Israel. El biblista y ecumenista Gerald S. Sloyan sostuvo enérgicamente este punto en un ensayo escrito en 1981:

La verdadera avidez de los cuerpos eclesiales en emplear el término “pueblo de Dios” para describirse sólo a sí mismos, es un indicio de lo poco atentos que están a su nacimiento de una madre judía que sigue gozando de buena salud. El problema consiste entonces tanto en entender en profundidad los orígenes cristianos como en las relaciones ecuménicas con los judíos.

Por último, también los judíos de alguna manera tendrán que replantear teológicamente su perspectiva religiosa sobre el cristianismo. Aunque debemos evitar a toda costa que el diálogo se parezca a una relación “quid pro quo”, y aunque los problemas sin duda son mayores y más urgentes para los cristianos, los judíos no pueden limitarse a ponderar los progresos de los replanteos cristológicos que analizamos en los primeros dos capítulos, sin reconocer que esos cambios, si realmente son aceptados por el cristianismo, comprometen al judaísmo a reconsiderar a su vez algunos de sus enfoques tradicionales sobre el vínculo judeo-cristiano.

Algunos teólogos judíos, como Eugene Borowitz, León Klenicki, Norman Solomon y otros, ya comenzaron ese proceso. Esto es alentador. Particularmente importante es la reciente declaración judía sobre el cristianismo Dabru Emet. Esta declaración, elaborada por cuatro importantes estudiosos judíos que representan diversos puntos de vista judíos (Tikva Frymer-Kensky, Michael Signer, Peter Ochs y David Novak), y firmada por más de doscientos rabinos y académicos, ha generado una discusión significativa en círculos judíos contemporáneos. Incluso aquellos judíos que no firmaron el documento, en desacuerdo con algunas de sus afirmaciones, como David Berger, tuvieron que considerar por primera vez seriamente los problemas en cuestión. Dabru Emet ha sido traducida a diversos idiomas, incluso al hebreo, y fue objeto de varias conferencias en diferentes países, entre ellos, Alemania, Polonia e Israel. El libro que acompaña a Dabru Emet, titulado Christianity in Jewish Terms (Boulder, CO; Westview Press, 2000) contribuye a desarrollar aún más la discusión teológica por parte de la comunidad judía.

En todo esto, debe imperar un sentido de realismo. Como estas mutuas reevaluaciones tocan enseñanzas medulares del judaísmo y del cristianismo, no podemos esperar que se produzcan progresos demasiado drásticos en poco tiempo. Será necesaria una gran dosis de paciencia y un compromiso académico prolongado para seguir adelante con este proceso. En un encuentro anual del Consejo Internacional de Cristianos y Judíos (ICCJ) realizado en Florencia, Italia, el rabino Gordon Tucker, del Seminario Teológico Judío de New York, se refirió a esto. Sus palabras constituyen un final muy apropiado para este capítulo:

La reinterpretación de las ideas cristianas y judías de alianza desarrolladas por Paul van Buren, John Pawlikowski y Jacob Agus, entre muchos otros, han contribuido enormemente a promover una perspectiva mutua más sensible y menos excluyente. Pero así como no debemos sobredimensionar nuestras diferencias, tampoco debemos hacerlo con nuestras semejanzas, aunque más no fuera porque no desaparecerán. El hecho es que el judaísmo y el cristianismo son tipos religiosos muy diferentes. Nuestras respectivas historias y evoluciones han transcurrido por carriles diferentes durante 1800 años. Tenemos memorias colectivas diferentes, diferentes maneras de estructurar el espacio y el tiempo, y esperanzas diferentes para los últimos días. No son diferencias triviales. Son de naturaleza casi “constitutiva”, como si fueran nuestros “circuitos” internos.



John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)