Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski
2. Cristología contemporánea y judaísmo: una propuesta constructiva a la luz del judaísmo farisaico

 

V. Cambios en la cristología

Después de intentar enumerar rápidamente las similitudes y diferencias entre Jesús y el movimiento fariseo, tenemos que concentrarnos en el cambio en la cristología. Al comenzar la Iglesia primitiva a reflexionar sobre el significado del ministerio de Jesús y dar testimonio de su contacto personal con él, ¿cómo debía interpretar la continuación de su relación con el judaísmo? Rosemary Ruether sostiene, por ejemplo, que el antijudaísmo se transformó en el “lado izquierdo” de la cristología.

La evolución de las primeras cristologías neotestamentarias es un rompecabezas difícil de armar. Falta consenso académico sobre muchos puntos críticos, en gran parte por falta de documentación auténtica. Se ha realizado un considerable trabajo, por ejemplo, en tratar de discernir el significado de los diferentes títulos otorgados a Jesús. Pero algunos teólogos contemporáneos lo consideran básicamente un callejón sin salida, y no le dan mucha importancia al significado de títulos tales como “hijo del hombre” o “hijo de David”. Prefieren concentrarse en la realidad detrás de esos títulos, ya que todos estos son expresiones imperfectas de aquella realidad.

El núcleo de esa subyacente realidad es el concepto de Encarnación, la Palabra hecha carne. Tras reflexionar sobre la enseñanza y el ministerio de Jesús, y a través del continuado contacto con su presencia a través del sacramento, la Iglesia primitiva alcanzó un conocimiento más profundo de un nuevo nivel de intimidad en el ininterrumpido vínculo entre la humanidad y la divinidad. A medida que la fe cristiana se iba difundiendo en culturas dominadas por el pensamiento griego, y no hebreo, surgió la necesidad de una expresión formal de esa experiencia de Jesús, que ahora se había transformado en el Cristo que vivía en medio de la comunidad cristiana en presencia de su Espíritu. Así nació la cristología.

El desarrollo de una cristología, o para ser más precisos, de diferentes versiones de cristología, parece haber seguido ese camino general. Después de una interpretación inicial de Jesús como el anunciado por la tradición mesiánica judía ­-una perspectiva claramente predominante en los estratos más tempranos de los materiales evangélicos y los primeros textos paulinos-, los líderes de la Iglesia primitiva empezaron a tener dificultades. Los problemas que los acosaban amenazaban sabotear la fe de la naciente comunidad. Cada vez se hacía más evidente que los signos y las realidades que los profetas asociaban a la venida del Mesías no se veían por ninguna parte. Los últimos escritos paulinos y el cuarto evangelio intentaron responder a ese auténtico desafío para la fe, revisando las primeras afirmaciones cristológicas.

En este segundo intento de formulación cristológica, era fundamental pasar de considerar a Jesús como cumplimiento de las profecías mesiánicas a entender la revelación del acontecimiento de Cristo como una ampliación del vínculo entre Dios y la humanidad hasta límites antes insospechados. Si damos crédito a la investigación del P. Raymond Brown -y yo creo que debemos hacerlo-, esa evolución tiene orígenes litúrgicos. La proclamación de Dios-hecho-hombre como revelación medular del acontecimiento de Cristo fue un concepto que se desarrolló lentamente. Brown sostiene que existe un relativo silencio sobre los aspectos divinos de Jesús en los primeros escritos del Nuevo Testamento. Los primeros ejemplos de aplicación del título “Dios” a Jesús por parte de la Iglesia (cambiando así el enfoque que se centraba en Jesús como Mesías) provienen de pasajes neotestamentarios basados en la liturgia. En ninguna parte de los evangelios ni de las epístolas se usa el título “Dios” en una forma directa relativa al ministerio de Jesús.

Sólo después de una reflexión muy profunda sobre el sentido del acontecimiento de Cristo, combinada con la experiencia de la presencia de Dios en la liturgia, la Iglesia primitiva logró una percepción suficiente para entender plenamente lo que Jesús había revelado. Y aun entonces los primeros cristianos reconocieron que el aspecto crucial de esa revelación era el vínculo íntimo entre Dios y la humanidad que permanece después de la Muerte/Resurrección de Jesús, y del que puede participar de alguna manera la comunidad humana. Por eso limitaban el uso del término “Dios” a los momentos en que hablaban esencialmente de Cristo como expresión teológica de ese continuado vínculo divino-humano, y no lo aplicaban a la persona Jesús, por cuya vida en la tierra aquello se hizo visible para la humanidad. En la literatura joánica, sólo el Verbo preexistente, o el Hijo en la presencia del Padre, o el Jesús resucitado es aclamado como Dios. Y las doxologías de los escritos paulinos únicamente reconocen como Dios al Jesús triunfante. En cuanto a la Carta a los Hebreos, se pone énfasis en el Jesús cuyo trono es para siempre.

Tomando como base la investigación del padre Raymond Brown para la idea de una cristología que evoluciona en la Iglesia primitiva y culmina en la Encarnación, podemos tratar ahora de establecer brevemente el significado positivo de esa nueva revelación. Para decirlo lo más sencillo posible, lo que la Iglesia finalmente entendió con mayor claridad a través de la persona y el ministerio de Jesús, incluyendo su muerte y resurrección, fue cuán profundamente estaba la humanidad integrada a la autodefinición de Dios. Esta nueva conciencia también llevó a la consiguiente comprensión de que si la humanidad es parte integral de Dios, entonces los seres humanos también deben formar parte en cierto modo de lo que llamamos divinidad. Cada persona es de alguna manera divina, comparte en alguna forma la naturaleza constitutiva de Dios. Cristo se convierte en el principal símbolo teológico del cristianismo para expresar esa realidad básica. Como descubrieron los investigadores cuando analizaron los últimos estratos de las fuentes neotestamentarias, esa humanidad existió en la Divinidad desde el mismo comienzo. De modo que desde cierto punto de vista, se puede decir que Dios no tomó súbitamente una forma humana en la persona de Jesús. En realidad, una medida de humanidad siempre formó parte de la identidad divina. La humanidad formaba parte integral de la plena naturaleza de Dios. Mirado bajo esta luz, el acontecimiento de Cristo es el punto crucial en que la realidad “humana” de Dios, y el vínculo que esto implica, por primera vez se hace claramente visible para la humanidad.

Sin embargo, debemos ser prudentes con estas afirmaciones sobre la eterna vinculación divino-humana para evitar distorsiones. Nada de lo que hemos dicho implica que Dios sea equiparado con la totalidad de la humanidad. Sigue existiendo un abismo infranqueable entre Dios y el género humano. Además, la comunidad humana es consciente de que a pesar del profundo nexo con Dios revelado por el acontecimiento de Cristo, ese Dios es el creador de toda la vida humana. La vida de todos los hombres y mujeres debe ser entendida en última instancia como un don. Finalmente, seguimos reconociendo que la humanidad y la divinidad confluyen en la persona de Jesús de una manera definitivamente única. La humanidad nunca hubiera podido alcanzar por sí misma la nueva conciencia de su íntima relación con Dios. La revelación explícita del acontecimiento de Cristo fue una absoluta necesidad. Si bien ese acontecimiento nos permite ahora experimentar una nueva proximidad con Dios creador, nuestra humanidad nunca compartirá la intimidad con la naturaleza divina en la misma forma que Jesús.

Esta comprensión del significado último del acontecimiento de Cristo, no como cumplimiento de la conciencia mesiánica judía, sino como proclamación de una nueva profundidad en el vínculo divino-humano, ciertamente debe ser vista como resultado de la evolución del judaísmo del Segundo Templo, especialmente del impulso dado por el movimiento fariseo al significado de Dios como Padre de cada persona individual. Pero también representa un novum que ninguno de los fariseísmos, ni ninguna otra rama del judaísmo estaba completamente preparado para aceptar. Aquí siguen siendo muy válidas las perceptivas palabras escritas por el fallecido rabino Abraham Heschel. Heschel no dudó en afirmar que el concepto de Encarnación marcó el punto en que el cristianismo y el judaísmo se separaron espiritualmente, aun cuando en el judaísmo existe cierto “encarnacionismo”. De hecho, el biblista James A. Sanders detectó semillas encarnatorias en la propia obra de Heschel. Pero Heschel mantiene con firmeza que el concepto de “unión de simpatía” con Dios de la que hablaban los profetas de Israel debe ser claramente diferenciada, por un lado, de la unión mística en que la persona alcanza un estado de identidad con lo divino, y, por el otro, del concepto de Encarnación en que lo divino entra plenamente en la esfera humana. La personalidad humana no es aniquilada por la esencia divina. En este punto, Heschel está completamente de acuerdo con la cristología encarnatoria. Pero tampoco puede la personalidad humana ser identificada de ningún modo con la esencia divina, según Heschel. Aquí es donde la cristología encarnatoria y la “unión de simpatía” se contraponen. Todo lo que es posible desde el punto de vista judío, como lo entiende Heschel, es un profundo sentimiento de solidaridad entre la comunidad humana y el designio divino, una solidaridad que pavimenta el camino para una forma intensificada de sociedad divino-humana, en la cual el logro del objetivo divino está inextricablemente ligado a la cooperación y el esfuerzo humanos. Por cierto, esa cooperación es también parte de la perspectiva inherente a la cristología encarnatoria. Pero en última instancia, la cristología encarnatoria proclama algo que está más allá de eso, sin minimizar de ninguna manera la importancia de esa colaboración.

Hay otros puntos que deberíamos señalar aquí sobre esta singularidad encarnatoria del cristianismo con relación al judaísmo. En primer lugar, debemos reafirmar un punto que ya hemos destacado. Las implicancias últimas del ministerio de Jesús que culminaron con su muerte y resurrección, sólo fueron apareciendo en forma gradual. No fueron completamente evidentes al comienzo de la vida pública de Jesús, ni tampoco al final. Como dijeron acertadamente E. P. Sanders y otros estudiosos, esa evolución tuvo lugar a través de mucha reflexión y meditación por parte de la comunidad apostólica y, a juzgar por lo que dice Raymond Brown, también a través de algunas experiencias litúrgicas. Este hecho hizo que algunos estudiosos judíos llegaran a decir que Pablo y la comunidad cristiana primitiva pervirtieron básicamente el mensaje esencialmente judío de Jesús por medio de la cristología encarnatoria. The Mythmaker: Paul and the Invention of Christianity, de Haym Maccoby, es un ejemplo de esa tesis judía bastante clásica. Nosotros los cristianos tenemos que reconocer esa evolución, y no afirmar que la comprensión cristológica fue completamente desarrollada en las propias enseñanzas de Jesús. Pero también debemos reconocer que los diversos intentos realizados por la Iglesia primitiva para establecer afirmaciones teológicas formales sobre el acontecimiento de Cristo partieron directamente de las palabras y las acciones del mismo Jesús tal como están registradas en los evangelios. Toda la base del ministerio de Jesús en favor de los marginados de su tiempo, su afirmación de la reconciliación humana como algo fundamental para la auténtica expresión de la fe, su transferencia del poder “divino” a sus discípulos en forma de autoridad para perdonar los pecados, y su disposición a ver la Torah como sagrada pero no definitiva, todo esto dependía directamente del sentido de una nueva dignidad para la humanidad, ahora posible gracias al vínculo personal que sentía que de un modo singular tenía con el Padre. La tragedia del cristianismo posterior residió en que al seguir refinando su visión encarnatoria, cuyas auténticas raíces están en el ministerio de Jesús, a menudo perdió completamente el profundo sentido que Jesús tenía de la sacralidad permanente del judaísmo de la Torah. Esto es lo que la Iglesia trató de recuperar a partir del Concilio Vaticano II.

El segundo punto fundamental tiene que ver con la relación de la muerte y resurrección de Jesús con la cristología encarnatoria y con una nueva teología de las relaciones cristiano-judías. Casi todas las discusiones sobre este tema tuvieron lugar en el contexto de la dolorosa experiencia de la Shoah, el aniquilamiento de seis millones de judíos por parte de los nazis. A partir de la reflexión sobre esta experiencia de la Shoah, algunos teólogos cristianos desarrollaron la premisa de que el vínculo más importante entre el cristianismo y el judaísmo se encontrará en una asociación entre la crucifixión de Jesús y los sufrimientos que atravesó el pueblo judío durante el Holocausto. Douglas Hall, por ejemplo, sostuvo que sólo una teología de la Cruz preserva el significado de la Encarnación después de la Shoah. Esta es la única interpretación cristológica que traduce el auténtico vínculo divino-humano inherente a la Palabra hecha carne, porque subraya la solidaridad de Dios con la humanidad sufriente. Franklin Sherman presenta un enfoque algo diferente, aunque paralelo. Para él, la revelación de la cruz es ante todo la revelación de la fundamental realidad judía de sufrimiento y martirio, cuyo punto más alto fue la Shoah. Una cristología así centrada en la Cruz, dice Sherman, no llevará a la tradicional exclusión de los judíos del ámbito de la salvación, sino hacia un nuevo sentido de un vínculo profundo entre las dos comunidades de fe bajo un Dios que reveló a ambas su voluntad de participar en los sufrimientos de su pueblo. El filósofo católico israelí Marcel Dubois habla en un tono similar: “...el Calvario del pueblo judío, cuya cúspide es el Holocausto, puede ayudarnos a entender un poco mejor el misterio de la cruz”. Otra voz católica que se suma a esa idea es Clemens Thoma: “Auschwitz es el signo más monumental de nuestro tiempo de la íntima vinculación y unidad entre los mártires judíos -que representan a todos los judíos- y el Cristo crucificado, aunque aquellos judíos no pudieran saberlo”.

El tratamiento más minucioso de la relación entre una cristología centrada en la cruz y la Shoah se encuentra en el libro de Jürgen Moltmann El Dios crucificado Para Moltmann, la Shoah sacó a la luz la realidad más profunda del acontecimiento de Cristo: Dios puede salvar a las personas, incluyendo a Israel, porque a través de la divina realidad de la cruz se encuentra permanentemente unido al sufrimiento humano de la manera más íntima. Que la Iglesia siga teologizando después de la Shoah es, en opinión de Moltmann, una empresa inútil:

... el Shema Israel y la Oración del Señor tienen que haber estado en Auschwitz, el propio Dios tiene que haber estado en Auschwitz, sufriendo con los martirizados y asesinados. Cualquier otra respuesta sería blasfemia. Un Dios absoluto nos haría indiferentes. El Dios de la acción y el éxito nos haría olvidar a los muertos, a quienes no podemos olvidar. Dios como no-existencia significaría el mundo entero dentro de un campo de concentración.

Moltmann añade que esa “teología de la vulnerabilidad divina” que surge de la Shoah tiene un profundo eco en la teología rabínica y en el concepto de pathos divino que desarrolla Abraham Heschel en su libro sobre los profetas.

Podemos decir que la teología de la cruz de Moltmann, fruto de su reflexión sobre el Holocausto, ha presentado una dimensión importante de la cristología encarnatoria, que quizá deba ponerse de manifiesto en última instancia para mejorar el vínculo del cristianismo con el judaísmo, como sostiene él, al igual que Sherman, Thoma y Dubois. Pero debemos ser cautos en este tema. El énfasis de Moltmann en la cruz interpretada a través del prisma de la Shoah, como realidad central de la cristología, ciertamente sugiere la idea de que Dios tuvo que pagar un precio, digamos, por la libertad acordada a la humanidad, cuando esa libertad sufrió un abuso masivo durante el Holocausto. Modificando conceptos exagerados de la omnipotencia divina (cuya glorificación religiosa muchas veces llevó a ciertos segmentos de la comunidad humana a intentar falsas imitaciones de ese supuesto atributo divino mediante el uso del poder y la dominación en la esfera social), la teología de la vulnerabilidad divina nos ayuda a destruir las bases del clásico antisemitismo teológico y político que, como dicen acertadamente Rosemary Ruether, Elisabeth Schüssler Fiorenza y David Tracy, es finalmente un resultado de la mentalidad patriarcal.

Si consideramos el acontecimiento de Cristo como la revelación de que hombres y mujeres pueden finalmente ser sanados hasta el último rincón de su conciencia, que pueden de una vez por todas superar el pecado original del orgullo (visible en el deseo patriarcal de suplantar al Creador en poder y posición, gracias a la autoimpuesta autolimitación divina manifestada a través de la Cruz), entonces la Iglesia podrá desembarazarse de las verdaderas bases de la teología de la sustitución del judaísmo que oprimió a los judíos durante siglos, y finalmente se unió a las fuerzas paganas para llevar a cabo el aniquilamiento de seis millones de judíos y millones de polacos, gitanos, homosexulaes y otros. Aquí es donde la teología de Moltmann es absolutamente crucial, aunque en última instancia incompleta como modelo cristológico total. Ahora los seres humanos pueden entender, a través de la revelación del acontecimiento de Cristo (que dio mayor énfasis a una conciencia ya desarrollada en el judaísmo farisaico), que su destino es eterno en su singularidad e individualidad. Dios no intentará reabsorberlos totalmente en su ser divino. De hecho, se hizo evidente que Dios debe garantizar a hombres y mujeres esa medida de perpetua diferenciación y libertad para lograr su plena madurez como Creador, para llegar a ser finalmente y plenamente Dios. Este es un punto de vista cristológico que tiene cierta semejanza con el concepto de la autoconstricción divina como parte integral de la decisión de Dios de crear, que se encuentra en partes de la tradición mística judía desarrollada después del surgimiento del cristianismo. Sería útil investigar esta posible conexión con más detalle, como potencial fuente de mutua fertilización teológica entre el judaísmo y el cristianismo.

Pero en honor a la verdad, debemos decir que algunos aspectos de la cristología de la cruz basada en la Shoah hacen sentir bastante incómodo al cristiano sensible. ¿Puede el cristiano, en buena conciencia, asociar la cristología de la cruz con el Holocausto conociendo la significativa complicidad de cristianos bautizados en el programa nazi? A. Roy Eckardt es particularmente inflexible al rechazar tal relación por rozar la blasfemia. También sostiene que “en comparación con algunos otros sufrimientos, la muerte de Jesús se vuelve relativamente poco significativa”. Otro peligro que percibe Eckardt en esa clase de cristología es que puede generar un enfoque excesivamente “débil” de la moralidad que podría resultar suicida para una minoría amenazada como los judíos, pero a la larga también para la comunidad cristiana. Por otro lado, la teología cristiana describió tradicionalmente la muerte de Jesús en la cruz como un acto voluntario por parte de Dios y de Jesús. La cruz también es interpretada como redentora cuando se la ve como culminación y consecuencia del ministerio público de Jesús. En cambio, la Shoah en ningún sentido fue voluntaria ni redentora. Podemos entender entonces por qué algunos judíos reaccionan en forma negativa cuando se intenta relacionar la cristología de la cruz con el Holocausto. Por último, surgieron algunas dudas entre los teólogos acerca de si la teología del sufrimiento divino, presente en partes de la tradición judía, está realmente tan cerca de la cristología de la cruz inspirada en el Holocausto como lo aseguran Moltmann y Sherman.

Tomando en cuenta los pros y los contras, todavía parece justificado, e importante, destacar la cristología de la cruz en el esfuerzo por crear un nuevo modelo teológico para las relaciones judeo-cristianas. Moltmann captó una dimensión vital de la auténtica y única revelación de la alianza cristiana en El Dios crucificado. Si es o no apropiado relacionar esa realidad cristológica con la Shoah sigue siendo todavía una cuestión abierta, aunque yo me inclino en contra de ello. Pero, y es esta una modificación absolutamente crucial, esa cristología de la Cruz no puede ser presentada como la revelación final y definitiva, sino sólo como un aspecto central de una realidad más amplia que incluye también las características perdurables de una alianza judía permanente como elemento esencial.

El comentario de A. Roy Eckardt, escrito en las primeras etapas de su participación en el diálogo, es muy pertinente:

Si existe un sentido real en el cual Dios se manifestó en forma singular en Jesús de Nazareth, hay que decir que el misterio de ese acto divino no es en principio mayor que los actos sagrados mediante los cuales Israel fue elegido en el origen.

Trataremos el tema con más profundidad en el próximo capítulo. En este punto basta destacar que en toda proclamación de una cristología de la Cruz como aspecto central de la revelación del acontecimiento de Cristo, hay que mostrar cuidadosamente sus conexiones con la creciente conciencia de la intimidad divino-humana del judaísmo farisaico que proveyó el contexto para el mensaje de Jesús, al igual que el tema del sufrimiento divino de las Escrituras hebreas y la literatura mística judía. También el concepto de salvación dentro de la comunidad, tan fundamental para la alianza judía, y a menudo olvidada o descuidada en el cristianismo, debe presentarse en toda proclamación como un correlato indispensable de una cristología de la Cruz.

Ahora debemos dirigir brevemente nuestra atención a la cuestión de la Resurrección. Por cierto, la teología y la piedad cristiana la han considerado en general la más distintiva, si no la principal, característica de la fe cristiana con respecto al judaísmo. Como resultado de ello, algunos de los más radicales teólogos cristianos involucrados en el diálogo con los judíos, han propuesto abandonar la clásica creencia cristiana en la Resurección. Rosemary Ruether sostiene esto en Faith and Fratricide, argumentando que la creencia en la Resurrección llevó a la Iglesia a un falso sentido de triunfalismo que a su vez dio lugar a un profundamente arraigado antijudaísmo. “Lo que tiene el cristianismo en Jesús -afirma- no es el Mesías, sino un judío que esperaba el reino de Dios, y murió con esa esperanza”.

Eckardt emplea un lenguaje aún más fuerte que Ruether cuando dice que rechazar la doctrina de la Resurrección es fundamental en cualquier desarrollo constructivo de un nuevo modelo teológico para las relaciones judeo-cristianas. Aunque no la incluyó en sus escritos iniciales sobre el tema, esta idea adquirió preponderancia en sus trabajos posteriores, incluso en su libro Jews and Christians: The Contemporary Meeting. Según Eckardt, la Shoah condenó definitivamente la doctrina de la resurrección para la Iglesia. No quiere decir que erradicó algo que antes fue auténtico, sino que puso al descubierto el error fundamental de esa creencia. En el mejor de los casos, asegura Eckardt, la Resurrección sólo puede tener una connotación de futuro. Todo intento de reinterpretar la Resurrección como símbolo teológico está destinado al fracaso, en opinión de Eckardt, a quien tampoco convence la idea del teólogo del diálogo J. (Coos) Schoneveld en el sentido de entender ese acontecimiento como la reivindicación de Jesús “como judío” y una confirmación de las promesas de Dios al pueblo de Israel.

En palabras de Eckardt:

Ese judío de Galilea está durmiendo ahora. Duerme con los otros muertos judíos, con todos los desconsolados esparcidos en los campos de exterminio, y con los innumerables muertos de la familia humana y no humana. Pero Jesús de Nazareth resucitará. Y lo mismo ocurrirá con los niñitos húngaros que fueron quemados vivos en Auschwitz.

Esa futura resurrección de Jesús tendrá un significado especial para los cristianos porque fue su historia la que permitió que los gentiles ingresaran a la alianza eterna con el pueblo judío. De un modo paralelo, la futura resurrección de Abraham y Moisés tendrá un significado especial para la comunidad escatológica judía.

Casi todos los demás teólogos cristianos involucrados en el diálogo con el pueblo judío han rechazado esa postura radical de Eckardt sobre la Resurrección. Pero la mayoría de ellos están dispuestos a aceptar que él planteó una cuestión central, que deberá ser tratada. Y hasta cierto punto, muchos de ellos reconocen que la doctrina de la Resurrección estuvo imbuida de cierto triunfalismo que dañó seriamente a la Iglesia, incluyendo la comprensión de su vínculo permanente con el pueblo judío. Aunque Eckardt rechazó específicamente el siguiente punto de vista sobre la Resurrección como una forma más de la teología cristiana de la sustitución (erróneamente, a mi entender), definitivamente existe una posibilidad de preservar la doctrina de la Resurrección libre de triunfalismo en una teología reconstituida de la relación judeo-cristiana. Para ello, es fundamental conocer los orígenes farisaicos de la doctrina. La resurrección era uno de los temas principales en los que los fariseos se diferenciaban de otros grupos judíos de la época, especialmente de sus grandes rivales, los saduceos. Esto surge con claridad de las páginas del Nuevo Testamento. El concepto de resurrección de los fariseos se basaba en su intenso sentido de la profundidad del vínculo divino-humano, derivado de su idea de Dios como Padre.

Considerado, pues, en ese contexto, el concepto cristiano de Resurrección referente a Jesús no es la proclamación de un “milagro”, sino parte de la proclamación cristiana general de la cristología encarnatoria. Jesús debía resucitar por la realidad fundamental que proclamó en su ministerio, y que la Iglesia llegó a ver en y a través de su persona: la humanidad era una dimensión eterna de la divinidad. De modo que, contrariamente a lo que sostiene Eckardt, la Resurrección puede ser incluida en una nueva aproximación teológica al judaísmo, que no invalide el papel permanente de este último. Esto es posible siempre que dejemos en claro que la Encarnación/Resurrección no constituye la totalidad de la revelación de alianza, sino que forma parte (desde el punto de vista cristiano) de una revelación más amplia que incluye los elementos esenciales de la alianza judía en el mismo nivel de importancia.

Entendida como una doctrina derivada de la Encarnación, la Resurrección se convierte en una vigorosa afirmación teológica sobre el significado de Jesús, así como del significado último de la humanidad. Además, puesto que el proceso encarnatorio permanece básicamente incompleto, la Resurrección resulta más una promesa futura que una realidad totalmente presente. Porque el concepto de resurrección del fariseísmo estaba íntimamente ligado al ethos comunitario del judaísmo. Ninguna persona individual podría gozar de la experiencia de la resurrección, según el punto de vista fariseo, hasta que la comunidad en su conjunto llegara al tiempo final mesiánico. Así, no había base para ninguna forma de triunfalismo en el trayecto. El pecado, básicamente la batalla entre el Creador y las criaturas por la supremacía, se resolvería al final de los tiempos. Esa era la promesa que estaba implícita en la Resurrección de Jesús. Pero sigue siendo una promesa, no una realidad completa. Y esa solución sólo tendrá lugar con la activa colaboración terrenal de los seres humanos para resolver las luchas y las divisiones que todavía azotan a la humanidad.

Eckardt plantea otro punto que se refiere a mi posición sobre la Resurrección, que querría comentar porque lleva directamente a otra cuestión importante para nuestro análisis de un nuevo modelo teológico de las relaciones cristiano-judías. Mi permanente acento en la Resurrección, aunque elude el viejo triunfalismo, suscita en efecto un nuevo problema, aduce Eckardt, porque “condena el rechazo judío a la idea de que un ser humano pueda ser divino”. Hay que admitir que la doctrina de la Encarnación/Resurrección introduce en el diálogo un tema tradicionalmente rechazado por el judaísmo. Pero decir que el cristianismo tiene una revelación singular en y a través del acontecimiento de Cristo no significa automáticamente desestimar al judaísmo, si al mismo tiempo la Iglesia reconoce la permanencia y singularidad de la idea revelatoria de la alianza judía. La conclusión que Eckardt saca de mi enfoque de la doctrina de la Resurrección no es tan inevitable como él sostiene.

Pero debo admitir que Eckardt tiene bastante razón en un aspecto, y la verdad de lo que dice nos obliga a plantear algunas cuestiones básicas acerca del diálogo teológico. En mi interpretación de la doctrina de la Encarnación/Resurrección, sin duda “rechazo” de alguna manera lo que él y muchos otros judíos consideran la posición judía tradicional sobre la absoluta imposibilidad de una interpenetración divino-humana. En ese sentido profeso mi creencia de que en ese punto el cristianismo fue más allá del judaísmo, como un resultado correcto de una profunda reflexión sobre el significado fundamental del ministerio de Jesús, cuyo punto culminante fue la Pascua. Al decir esto, no invalido la alianza judía ni reduzco al judaísmo a una inferioridad con respecto al cristianismo. Sólo digo, y es importante, que estoy convencido de que el cristianismo desarrolló más esa idea, una idea que estimo vital para resolver importantes aspectos de la condición humana. Debemos ser muy claros con respecto a un punto en el encuentro judeo-cristiano: el nuevo modelo teológico de relación con el pueblo judío que lentamente está construyendo la Iglesia, nunca será idéntico a la autodefinición religiosa de un judío. Por mucho que se acerquen en muchos aspectos, ambas definiciones teológicas permanecerán inevitablemente separadas en algunos puntos cruciales.

Es precisamente por este motivo que me inclino hacia el modelo de la doble alianza. A mi juicio, muchos de los teólogos de la alianza única presentados en el primer capítulo, simplemente no han hecho justicia a los aspectos singulares del cristianismo que, aunque en forma rudimentaria, están claramente presentes en los relatos neotestamentarios del ministerio de Jesús. En este sentido, es exagerado el repetido argumento judío, reafirmado en las obras de Haym Maccoby y Stuart Rosenberg, de que Jesús fue un perfecto judío cuyas enseñanzas fundamentales fueron pervertidas por el pagano Pablo. Es verdad -la verdad es por cierto penosa, y la Iglesia deberá enfrentarla mucho más que hasta ahora- que a menudo la singularidad cristiana se manifestó en formas que alejaron totalmente al cristianismo de su alma judía. Esto lo llevó a un falso sentido de superioridad que demostró ser desastroso para la espiritualidad cristiana y para la existencia misma de la comunidad judía. Pero reconocer esto no implica que debamos rehuir la diferenciación entre judaísmo y cristianismo, que parece ser la lógica conclusión de lo que dice Eckardt, aunque él nunca llevó realmente tan lejos su tesis. Los teólogos de la alianza única, como van Buren, simplemente no hicieron suficiente justicia a la singularidad de la revelación del acontecimiento de Cristo. El cristianismo es más que un judaísmo para gentiles, aunque indudablemente, de un modo muy importante, también es eso. Y debemos estar agradecidos a los teólogos de la alianza única por recordarnos enérgicamente ese hecho. Incluso el teólogo de la alianza única más amplio, Paul van Buren, descuidó este aspecto, aunque señaló en algunos de sus escritos que la apropiación de la alianza judía original por parte de la Iglesia a través del acontecimiento de Cristo es algo diferente de su apropiación por parte de los judíos. El problema es que nunca definió con total claridad en qué es diferente la apropiación cristiana.

Pero también quisiera hacer algunas críticas a posiciones de muchos teólogos de la doble alianza. La debilidad fundamental de las principales figuras de esta escuela, como Thoma y Mussner, reside en que no desarrollan suficientemente una teología de la singularidad judía. ¿Qué tiene para ofrecerle el judaísmo al cristianismo en su relación continua con la Iglesia? Para mí, este es el segundo desafío de una adecuada teología de la doble alianza, y aquí es donde en general los teólogos de la doble alianza también se quedan cortos. Sobre este tema volveremos brevemente en el último capítulo.

Antes de encarar esta cuestión muy crítica de una teología cristiana de la singularidad judía (si podemos llamarla así), debemos considerar por un momento un punto adicional. Es el tema del supuesto “universalismo” cristiano que tan frecuentemente ha sido usado por las Iglesias para denigrar al judaísmo porque supuestamente pone el acento en lo particular, y mostrar así la aparente superioridad del cristianismo.

Desde el principio de la discusión, es necesario repudiar claramente la acostumbrada versión cristiana del contraste universalismo/particularismo, por ser una grosera simplificación de la realidad del judaísmo, por un lado, y por el otro, de la verdadera práctica cristiana. La tensión universal/particular ha sido motivo de continuo debate en el judaísmo desde los tiempos bíblicos hasta la actualidad. Y la verdad es que el judaísmo se ha integrado mucho más profundamente dentro de culturas no occidentales en períodos en que el cristianismo seguía mostrando un rostro francamente ajeno y occidental en esos mismos países. Es por lo tanto completamente incorrecto que los cristianos se atribuyan una superioridad en ese aspecto. De hecho, el profesor Jacob Neusner asegura que, analizando las teologías de los primeros cristianos, se observa que trataban conscientemente de imitar el carácter étnico del judaísmo. Es por eso, dice Neusner, que empezaron a llamarse a sí mismos “Nuevo Israel”.

En el nivel teológico, creo que de alguna manera es válida la diferenciación entre el judaísmo y el cristianismo en cuanto al modelo universal/particular. La frase de Pablo. “En Cristo no hay ni judío ni griego” contiene un importante concepto religioso. Este concepto parte de la decisión de Jesús de construir la comunidad sobre la base de la absoluta dignidad de cada individuo. Bajo esta luz, las distinciones de raza, nación y credo tienen un papel, aunque no poco importante, ciertamente secundario. Pero como lo señaló James Parker, en última instancia Jesús no hizo más que sus homólogos fariseos para resolver la persistente tensión individuo/comunidad que existe en toda sociedad. Al basar su fe religiosa en el solemne compromiso con el pueblo, el judaísmo se vio forzado a luchar continuamente con el papel del “outsider” Por su parte, la Iglesia cristiana tuvo que luchar por mantener un comunitarismo ideal frente a la amenaza siempre presente del excesivo individualismo. Los puntos de partida son ciertamente diferentes para cada comunidad de fe. Pero al final, ambas enfrentan el desafío de las mismas cuestiones fundamentales.

Esto concluye nuestro básico resumen de la cristología y el judaísmo. Al cristianismo contemporáneo le quedan todavía muchas preguntas por responder en su esfuerzo por definir su propia singularidad, desarrollando al mismo tiempo una teología constructiva del judaísmo. Parece poco probable que estas cuestiones puedan resolverse en un futuro inmediato. El proceso de reflexión teológica, un proceso que empezó en realidad donde lo dejó Pablo en Rm 9-11, deberá continuar por un tiempo hasta que pueda lograrse cierto consenso en las Iglesias. Pero no hay duda de que la evolución de una teología cristiana de la singularidad judía es parte integral de ese proceso de reflexión y ese consenso final. Ese es el tema de nuestro próximo capítulo.



John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)