EL RETO DEL PLURALISMO RELIGIOSO

Laurentino Novoa Pascual

«Cada cual interpreta a su manera la música de los cielos», dice un viejo proverbio chino. En el contenido de esta sabiduría popular no sólo hay algo legÍtimo sino también absolutamente bello y creativo; por «música de los cielos», podemos entender muy bien los signos, las huellas y las manifestaciones del Dios vivo y verdadero a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Claro, que en el fondo de este adagio oriental, también podemos intuir la posibilidad de una resignación subjetiva e individualista a una experiencia religiosa encerrada en sÍ misma, que en definitiva la hace irrelevante para los demás.

Pero, ¿se contradice el reconocimiento de una interpretación plural de los signos y manifestaciones de Dios con la posibilidad de encontrar caminos de convergencia y vías que tiendan hacia la unidad? ¿Es posible ser cristiano sincero, aceptando la validez única y absoluta de Cristo en una convivencia abierta, positiva y enriquecedora con otras formas y expresiones religiosas? ¿Cómo aprender a convivir de forma positiva y creativa en una sociedad que es cada vez más plural religiosamente? ¿Qué hay de verdad divina y salvÍfica en otras experiencias religiosas?

¿Una teología pluralista de las religiones?

La teología actual considera todas estas cuestiones de una relevancia primordial. Precisamente el Congreso de este año pasado de los teólogos de lengua alemana, especialistas en Teología Fundamental y Teología Dogmática (jornadas que se celebran desde hace tiempo todos los años), que ha tenido lugar en Freising (Alemania) a finales de septiembre (1994), se ha centrado en el concepto de una «teología pluralista de las religiones».

La cuestión planteada por el teólogo y filósofo de la religión E.Troeltscn (1865-1923) en su tratado «El carácter absoluto del cristianismo y la historia de las religiones», (1912), vuelve a ser una cuestión de gran actualidad, pues si a principio de siglo la presencia, la convivencia y el conocimiento dentro de las religiones era un hecho de escasa relevancia, hoy las grandes religiones no cristianas como el Islam, el Budismo o el Hinduismo, están presentes de una u otra forma en todo el mundo occidental. Pero no sólo las grandes religiones, sino también otras muchas formas o expresiones religiosas, no institucionalizadas muchas de ellas, tienen una presencia muy importante en la sociedad occidental. Pensemos, por ejemplo, en la presencia que está teniendo en muchos sectores el movimiento «New Age», o en la profusión de sectas religiosas, que intentan ofrecer una respuesta global a los problemas de la vida, fuera del ámbito de las religiones institucionalizadas.

La discusión teológica sobre la religión, se ha desarrollado en los años postconciliares sobre todo en el ámbito anglosajón y la discusión se ha ido centrando, sin duda, en la idea y la posibilidad de una «teología pluralista de la religión», tema sobre el que se centraron las jornadas de los teólogos alemanes.

Como iniciadores de lo que podemos llamar una «teología pluralista de la religión» son tenidas el canadiense Wilfred Cantwel Smith y el teólogo inglés John Hick («An Interpretation of religión. Human Responses to the Transcendent», 1989); con Hick ha colaborado también el teólogo católico norteamericano Paul Knitter, autor de «No other Name? A Critical Survey of Christian Altitudes Towards the World Religions» (1985). Otros autores que propugnan un modelo pluralista en la teología de las religiones son, por ejemplo, Alan Race, Leonard Swibler, Staniey Samartha, Gordon Kaufmann y el español Raimundo Pannikar.

El Congreso de Freising partió de una discusión de los planteamientos de W.C. Smith y J. Hick y centró buena parte de su trabajo en la cuestión cristológica de la validez absoluta y la exclusividad de la mediación redentora de Cristo, así como en la validez salvífica de las religiones en general. Fueron importantes las aportaciones de Perry Schmídt-Leukel, Hans Kessler, Andreas Bsteh, Josef Niewiadomski, Gerhard Larcher, Raymund Schwager y Reinhold Bernhardt. La discusión se quedó ciertamente en el ámbito de las hipótesis y a veces sirvió más para plantear cuestiones que para ofrecer respuestas, pero en cualquier caso, ayudó a incrementar la toma de conciencia y a aceptar el reto que nos plantea el hecho de vivir en una sociedad religiosamente plural y en una Iglesia donde la pluralidad es un hecho creciente.

La Iglesia inserta en una sociedad pluralista

Hace ya 30 años el Concilio Vaticano II, haciendo un análisis de la realidad social constataba que se estaba dando una verdadera «metamorfosis» social y cultural (GS, 4) con cambios profundos y acelerados en el orden social, psicológico, moral y religioso; cambios de una sociedad rural y agrícola a una sociedad urbana e industrial, de una sociedad tradicional y estable a una sociedad moderna y marcada por el dinamismo histórico, de una sociedad cohesionada por la estabilidad del matrimonio y la familia a una sociedad desintegrada y en búsqueda permanente de los valores que justifiquen y fundamenten sus criterios de acción y pasión.

Desde entonces ha llovido mucho, y en este ritmo acelerado de la historia más reciente, la sociedad ha sufrido muchas convulsiones de tipo ideológico, cultural, social y religioso; nuevas corrientes de pensamiento intentan interpretar o salir al encuentro de problemas y cuestiones nuevas, como: la caída de regímenes totalitarios de inspiración marxista, los grandes movimientos migratorios de los países pobres hacia los países ricos, el rebrote de los fundamentalismos religiosos, la preocupación por la destrucción de los ecosistemas y el deterioro medioambiental, los movimientos contraculturales y las corrientes «post- modernistas» de pensamiento son, sin duda, algunos signos de la evolución de la realidad social en los últimos decenios.

Lo cierto es que vivimos en una sociedad plural en todos los sentidos: plural en el sentido religioso, pero también en el sentido cultural, político y social; todos estos aspectos plurales están además interrelacionados. En un sentido, la nuestra es una sociedad más «uniformada» por los sistemas macroeconómicos que dictan los baremos de crecimiento y desarrollo económico, por las sociedades y comunidades económicas que regulan los sistemas de producción, comercio y consumo, por los medios de comunicación que proporcionan una información universal y propician, a través de las leyes del Marketing, la aceptación de comportamientos, criterios, gustos, modas, necesidades más o menos comunes; por medio también de los organismos supranacionales que detectan, analizan y regulan gran parte de las necesidades y soluciones a los problemas mundiales... Pero en otro sentido, la pluralidad es cada vez mayor, por el reconocimiento y la promoción de los valores personales, étnicos y de los pequeños grupos sociales, políticos y religiosos; esto va conduciendo, en cierto sentido, hacia la fragmentación de la cultura, la sociedad y la religión, hecho que afecta a los países, los pueblos, las comunidades, la familia, a los matrimonios y, en cierto modo, al mismo individuo.

La religión se ha entendido y aceptado en gran parte en la historia como medio de cohesión y como factor esencial de estabilidad política y social; así aparece en muchos de los análisis sociorreliglosos de la historia contemporánea y está resaltado de forma muy particular en los trabajos de Peter L. Berger. En este proceso de ««utilización» y «manipulación» de la religión, está claro que una religión única, monoteísta y universal era la base ideal no sólo para garantizar una estabilidad social, sino también para justificar sistemas políticos totalitarios o absolutistas, que pueden ir desde las diversas formas de cesaropapismos en la historia de la Iglesia y la sociedad occidental hasta el nacionalcatolicismo de nuestra historia reciente. Pero los planteamientos de la ilustración y su expresión sociopolítica de la Revolución Francesa, hicieron posible una «emancipación» mutua de la política y la religión, así como el nacimiento de los estados laicos, basados en los principios que han dado origen a los sistemas democráticos modernos, con la consecuente separación de la Iglesia y el Estado.

Este proceso no se ha dado, por supuesto, sin desgarramientos y luchas internas, tanto en la Iglesia como en la sociedad, y también es innegable que en nuestro país ha llegado todo este proceso con bastante retraso en relación con la mayoría de los países europeos, en parte por razones geográficas y en parte por razones históricas e ideológicas.

Un pluralismo «cualitativamente», nuevo

Que la realidad es plural no es ciertamente ningún descubrimiento de la cultura o el pensamiento moderno, sino que es una constatación tan antigua como la misma cultura. En la historia del pensamiento nos encontramos con sistemas y formas diferentes de interpretación de la realidad; en el NT podemos constatar la existencia de versiones e interpretaciones diversas del mismo mensaje de salvación (Mateo, Juan, Pedro, Pablo, Santiago...); en la Patrística nos encontramos con escuelas diversas (Alejandría, Antioquía, Capadocia) y con enfoques diferentes: teología oriental más mística, simbólica y pneumática; la teología occidental más racional, jurídica y cristológica. En la misma teología medieval nos encontramos con diferentes formas de hacer teología (una teología «académica» y una teología «monástica») y diferentes escuelas con claves de interpretación y sistematización diferenciada (dominicos, franciscanos, etc.).

Todos estos diferentes enfoques, escuelas y teologías venían a expresar que una misma verdad de fe puede expresarse de modos diferentes, que hay un pluralismo no contradictorio sino complementario. Pero también es cierto que en el fondo de todas estas formas diferentes y transitorias, siempre había unos principios esenciales, comunes e inmutables, sobre los que se edificaba la realidad sociopolítica y religiosa, el edificio de la sociedad y de la Iglesia, de la ciudad terrena y de la ciudad celeste.

Sin embargo, el pluralismo que se ha ido fraguando en la historia contemporánea y que marca nuestra época, es por una parte mucho más acentuado y diversificado, y por otra es un pluralismo que, en comparación con el de épocas pasadas, es «cualitativamente nuevo», como señaló ya hace años K. Rahner (Cf. El pluralismo en teología y unidad de confesión en la Iglesia, Concilium, 46 -1969-, 427-44 8). Lo es ciertamente por el ambiente cultural heterogéneo, por la acentuación de la libertad y de la autonomía, pero sobre todo por una razón de tipo filosófico... En el sentido de que antes se podían dar y se daban de hecho sistemas teológicos opuestos, pero con un horizonte común de pensamiento; hoy, en cambio, lo que es distinto es el horizonte de pensamiento. Antes se hablaba de «filosofía», una filosofía en la que se coincidía en los elementos esenciales, aunque hubiese divergencias en el modo de entenderlos, conocerlos y aplicarlos, así como en las consecuencias que podían llegar a sacarse; pero hoy podemos decir que hay una pluralidad de «filosofías» y, además, se exige tener en cuenta otras ciencias humanas para el conocimiento y la interpretación de la realidad.

Otro aspecto fundamental de esta novedad cualitativa es que no sólo se trata de un pluralismo cultural, sino de un pluralismo religioso; no únicamente porque existan diferentes religiones y diferentes expresiones de fe en Dios y en Cristo, sino también porque se admite la legitimidad de formas diferentes de religión y de fe cristiana, y, por lo mismo, quedan radicalmente cuestionadas todas las formas de cesaropapismo en la historia, la Iglesia de cristiandad de la época medieval, así como la aspiración de absolutismo y exclusividad de la fe y la experiencia religiosa.

De hecho el reconocimiento de este pluralismo religioso y el reconocimiento del derecho a la libertad religiosa, es uno de los logros más revolucionarios del Concilio Vaticano ll; no sin motivo ha sido este uno de los puntos que han rechazado con mayor énfasis los movimientos ultraconservadores opuestos al Concilio, como el movimiento de Léfevre. El Concilio «declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de las personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa se funda realmente en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón» (DH, 2). No cabe duda que con esta declaración se realiza un verdadero «giro histórico» de la Iglesia, que desde el reconocimiento oficial por parte del emperador Constantino (lo que se conoce como «giro constantiniano» de la Iglesia), no sólo ha tenido una posición prepotente frente a cualquier otra forma de religión, sino que ha combatido y condenado a los que se separaban de la fe verdadera; la actitud de la Iglesia pasa, pues, de ser una actitud dogmática, intolerante y belicista frente a cualquier forma o expresión religiosa o cristiana, que se separase de la fe verdadera, a ser una actitud abierta, respetuosa y dialogante. Este mismo talante puede verse también en la declaración conciliar sobre las religiones no cristianas (Nostra Aetate) y en el decreto sobre ecumenismo (Unitatis Redintegratio)

Otro aspecto importante de este pluralismo «nuevo», es lo que podemos llamar el «pluralismo intraeclesial», que hace que nos encontremos en una misma Iglesia con diferencias de planteamientos, concepciones o criterios, que a veces son mayores, en cierto modo, que las mismas diferencias confesionales; es decir, que a veces entre ciertos católicos hay una diferencia mayor o más acentuada que la que se da entre un católico y un protestante o un ortodoxo. Antes podemos decir que todo era más claro, de tal forma que se distinguía fácilmente entre los asertos necesarios y las cuestiones libres, entre las verdades que no se discuten y las cuestiones que quedaban al ámbito de la libre discusión y diferencia. Se ha pasado en la Iglesia de una mentalidad de uniformidad a una mentalidad nueva, en la que se intenta afirmar la unidad a través de la diversidad. En realidad esta unidad en la pluralidad o diversidad es la que se ha vislumbrado siempre en la tradición viva de la Iglesia, como algo que pertenece a su mismo ser, aunque no todos lo hayan visto así: «Basta un momento de reflexión para convencernos de que siempre ha habido posturas diferentes en la Iglesia y siempre las habrá, y que si terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida espiritual e intelectual» (J.H. Newmann).

La pluralidad religiosa de nuestro entorno

La pluralidad religiosa es un hecho no ya en el mundo occidental en general, sino también en nuestro pequeño mundo nacional, regional o municipal. Las grandes religiones o los movimientos religiosos no institucionales no es que existan ya sólo en otros pueblos y culturas contemporáneas a la nuestra, ni son realidades totalmente extrañas y ajenas a nuestra pequeña realidad concreta. Es una realidad que tenemos ahí en nuestras ciudades y nuestros pueblos; son emigrantes y trabajadores del Magreb o del lejano Oriente, que no nacieron, ni crecieron, ni se formaron en nuestra cultura cristiana; pero son también compatriotas y conciudadanos nuestros, que han elegido libremente otras opciones religiosas diferentes a la de la Iglesia católica, bien sea en otras formas religiosas institucionales, bien en cualquiera de las expresiones religiosas no institucionalizadas, o simplemente han decidido conscientemente prescindir de cualquier compromiso religioso, intentando interpretar su realidad y fundar su vida en «otras ilusiones» distintas de las que puede ofrecer la religión, si es que «el hombre no vive de otra cosa que de religión o de ilusiones», como decía el poeta G.Leopardi.

Si hace algunos lustros nuestra sociedad y nuestros pueblos eran mayoritariamente católicos y no se concebían otras formas religiosas como algo normal o habitual, hoy las cosas han cambiado, de tal forma que en la escuela, la universidad, la fábrica, la oficina podemos encontrar todos los días compañeros de estudio o trabajo, vecinos de la escalera o familias del barrio, que tienen y viven otras creencias y convencimientos religiosos, distintos a los nuestros y distintos a los que han sido histórica y sociológicamente comunes en nuestros pueblos y en nuestra cultura. Además, nuestra experiencia cotidiana nos va enseñando que la honradez, la bondad, la responsabilidad, el amor a los demás y otras muchas virtudes y valores humanos no son patrimonio exclusivo del cristianismo, ni de la Iglesia católica. Es más, es posible que la misma experiencia nos enseñe que a veces quienes tienen otras creencias o incluso quienes no se confiesan religiosos, nos dan muchas lecciones de rectitud, compromiso ético y valores humanos a muchos que nos confesamos cristianos o católicos de toda la vida.

Hay otra forma de pluralidad religiosa muy cercana a la experiencia general y que a veces es la que más cuestiones nos plantea; se trata de la pluralidad en las formas de pensar, de vivir y de actuar en la misma Iglesia. No es raro, que quienes formamos parte de la Iglesia, integramos una misma comunidad parroquial, quienes celebramos todos los domingos la fe y nos sentamos a la misma mesa del Señor, tengamos planteamientos no sólo variados, sino muy distintos, incluso aparentemente al menos contradictorios, sobre cuestiones dogmáticas, sobre principios y comportamientos morales, sobre los compromisos y opciones sociopolíticas, sobre temas de justicia y economía, sobre la concepción del matrimonio, la familia y la educación. Visiones de la realidad y valoraciones que llegan a ser o al menos parecer contrapuestas, no sólo en cuestiones puntuales o particularmente debatidas, como pueden ser la pena de muerte, los medios anticonceptivos, el divorcio, la fecundación «In vitro», la objeción de conciencia o la insumisión, sino en visiones globales de la realidad, en lo que podemos llamar el «Weltanschauung» cristiano y eclesial, así como en puntos concretos importantes de la fe. De tal manera es esto así que a veces puede ser que encontremos mayor sintonía y facilidad de cooperación en muchos temas, visiones y proyectos, con personas que no son cristianas, ni creyentes, que con otras personas con las que nos une teóricamente una misma fe y con los que nos debiera unir también una praxis común.

Por todo ello, el pluralismo religioso no sólo tiene una dimensión o ámbito externo, sino una dimensión interna a la misma realidad de la Iglesia y, por eso mismo, es un reto de gran transcendencia que tenemos planteado como creyentes, no sólo desde planteamientos teológicos y pastorales sino desde la misma praxis de la vida cotidiana.

Pautas para responder a un reto

Por todo lo que venimos diciendo, podemos decir que uno de los desafíos más importantes que tenemos como comunidad cristiana, que vive inserta en una sociedad secularizada, laicista y pluralista ideológica y religiosamente, es pues el pluralismo religioso en el más amplio y a la vez más concreto sentido del término. En definitiva se trata de saber vivir nuestra fe con todas sus exigencias en apertura, convivencia y colaboración con otras formas de creer o de vivir la fe eclesial, sin caer en la tentación de querer absolutizar y dogmatizar inadecuada e intolerantemente el contenido y la confesión de nuestra fe en Cristo Redentor según la fe de la Iglesia.

Pasaron ya, o deberían haber pasado, los tiempos de una Iglesia de «cristiandad»' (inspirada en la teoría de las «dos ciudades») y los tiempos de afirmación confesional como demarcación territorial («cujus regio eius religio») o como identidad nacional («nacional catolicismo»). Han pasado también, o deberían haber pasado, los tiempos «monolíticos», en los que la unidad se ha entendido y propugnado como uniformidad en la confesión de fe y en la hermenéutica de la misma, en la celebración de la fe y los ritos que la expresan, en la práctica de la fe y los criterios de comportamiento, en el compromiso de la fe y las opciones sociales y políticas.

Hoy debemos ser cristianos, ser comunidad eclesial y vivir la catolicidad de nuestra fe en un mundo y una sociedad plural, en una Iglesia que quiere ser ante todo comunión, misterio de salvación y pueblo de Dios; en esta situación concreta, deberíamos aprender a hacer realidad como cristianos el criterio de S. Agustín: «En lo necesario unidad; en lo dudoso, libertad y en todo, caridad».

Cómo responder a este reto, será algo que nos debamos necesariamente plantear desde nuestras concretas situaciones. Sin embargo, aquí queremos apuntar algunas pautas que pueden ayudar a reflexiones posteriores.

1) Aceptar la situación con actitudes positivas: No se trata pues de resignarnos y aceptarlo porque no queda más remedio, ni hay otra salida posible a la situación, sino aceptarlo descubriendo «ese lado soleado de la vida y la realidad», como decía el poeta Tennyson, para afrontarla con actitudes positivas y constructivas. Al fin y al cabo, debemos reconocer que la misma pluralidad es una expresión de nuestra condición limitada, pero también de nuestra riqueza. Como nos ha enseñado la pedagogía del Vaticano II, siempre hay cosas buenas y positivas en los que no piensan ni creen como nosotros. La verdad y la salvación no son monopolio de nadie, sino atributos y dones de Dios, de los cuales El quiere hacernos participar por medio de Cristo.

Vivir en un mundo religiosamente plural y vivir la fe en una Iglesia pluralista no es una tragedia ni una desgracia, sino un desafío que nos está invitando a descubrir el misterio de la gracia y las huellas de Dios en nuestra historia multiforme. Es también una invitación a confesar y descubrir «la inescrutable riqueza de Cristo» (Ef 3,8), que desborda toda posibilidad de formulaciones humanas adecuadas.

2) Respeto y amor a los demás: A-H/VERDAD: Como una consecuencia de las actitudes positivas, es importante aprender a respetar las diversas maneras de pensar y de creer, así como aprender también a amar a las personas por encima de las ideas, como principio elemental de convivencia humana y también como consecuencia esencial del mandamiento cristiano del amor al prójimo. Como cristianos deberíamos aprender que «hay que amar la verdad más que a uno mismo, pero hay que amar al prójimo más que a la verdad«, como escribió Romain Rolland.

No siempre será fácil poner en práctica esta lección, puesto que la intolerancia y el dogmatismo tienen hondas raíces en nuestra historia concreta. Nuestra conciencia de pueblo se forjó en la lucha y confrontación polÍtico-religiosa de las tres religiones de origen bíblico: el judaísmo, el islam y el cristianismo; nuestra historia ha estado caracterizada por la persecución y la intolerancia, por la identificación de lo nacional con lo católico; hemos recibido una herencia de sospecha y rechazo hacia todos aquellos que tenían ideas religiosas o políticas distintas a las nuestras. De esta manera, se ha construido una convivencia basada en la imposición de los más fuertes y en la persecución de los disidentes; una convivencia que ha sido siempre precaria porque le ha faltado la profundidad de la razonabilidad política y religiosa.

Han sido el Vaticano II y el magisterio más reciente de la Iglesia los que han abierto nuevos caminos y han ido haciendo posible una manera distinta de pensar y actuar, una pedagogía nueva para la convivencia en medio de una sociedad política y religiosamente plural. El Concilio nos recordó que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS, 35) y, por lo mismo, debe ser respetado y querido por encima de sus planteamientos religiosos o políticos, es decir, en sí mismo y por sí mismo. Es esta una pedagogía que invita a descubrir y ver en los demás ante todo las cosas positivas y el lado amable.

3) Búsqueda de elementos comunes: La búsqueda de convergencia no es una simple estrategia política, sino que tiene una profunda raíz antropológica y teológica. La vida humana tiene más de proyecto y búsqueda que de certezas y seguridades. Ser persona humana no es un hecho ni una meta ya lograda, sino un proyecto y una búsqueda permanente. Decíamos que la verdad es una prerrogativa divina, pues sólo Cristo es la Verdad, y nadie más tiene derecho a apropiarse la verdad en exclusiva; la Iglesia está llamada a ser testigo de la verdad y participa de modo pleno de la verdad, pero no de forma exclusiva. La verdad es lo que une y «nuestras verdades» las que dividen y separan, cuando quieren convertirse en absolutas y exclusivas; por eso son acertadas en este contexto las palabras de A. Machado: «¿Tu verdad? No la verdad, y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela».

A Juan XXIII se le atribuye un dicho que encierra una profunda sabiduría para enseñarnos a progresar en la convivencia y a caminar hacia la unidad: «Son más las cosas que nos unen que las que nos separan»; no sólo son más, sino más importantes, porque lo que une son valores esenciales, que tienen su origen y su fundamento en el mismo Dios. Todo lo que separa es fruto y consecuencia de nuestras opciones equivocadas o expresión de nuestro egoísmo, que nos cierra siempre los horizontes hacia los demás. «La unidad de las iglesias no se hace; se descubre» (K. Barth); el principio que Barth ponía como base del ecumenismo cristiano, es también válido para caminar hacia la unidad y la solidaridad con los demás

Una buena parte de la tradición eclesial quizá se ha destacado por una marcada tendencia a acentuar las diferencias, que ha conducido a reafirmar y buscar nuestra identidad a través de los elementos que separan y no a través de los elementos que unen; por eso, más que cristianos hemos sido muchas veces «antijudios» y más que católicos hemos sido «antiprotestantes». Progresar en la convivencia y caminar hacia la unidad es aprender a buscar y apoyarnos en los valores comunes, saber encontrar nuestra identidad no a través de la negación y la polémica, sino a través de la profundización en los elementos y valores que nos unen a los demás.

4) La pedagogía del diálogo: El diálogo es un valor esencial para las relaciones interpersonales, pero particularmente para aprender a vivir y convivir en una sociedad pluralista. El valor del diálogo, como constitutivo de la misma palabra de Dios y expresión esencial de comunión, podemos decir que ha sido recientemente descubierto y resaltado en la vida y la pastoral de la Iglesia. El Papa Juan XXIII fue quien optó de una forma sistemática y decidida por el diálogo y la apertura; Pablo Vl continuó en esa misma actitud y sintetizó pastoralmente la nueva doctrina sobre el diálogo en la encíclica «Ecclesiam suam» (1963). Pero podemos decir que fue en el Concilio Vaticano Il donde el diálogo se convirtió en una categoría teológica y pastoral esencial para entender la historia de la salvación y la presencia de la Iglesia en el mundo: diálogo entre Dios y el hombre, pero también diálogo de la Iglesia con el mundo, con los no cristianos, con los no católicos y diálogo dentro de la misma Iglesia.

DIALOGO/CONDICIONES: El diálogo tiene una raíz antropológica y teológica; es decir, se fundamenta en nuestro «ser comunión» y en la «comunión de Dios con el hombre» a través de la revelación. Diálogo es «palabra de dos», implica comunión, comunicación, apertura a los demás y aceptación de los demás como valor esencial para nosotros mismos, puesto que no somos seres solitarios, ni estamos destinados a vivir aislados en la soledad, sino que somos seres relacionados, llamados a vivir en comunión y solidaridad. Dios mismo se manifiesta al hombre en un diálogo permanente y la fe sólo se vive adecuadamente como experiencia de diálogo y apertura. El diálogo no es pues sólo una forma de relacionarnos con los demás, sino una forma de pensar y obrar, un talante y una actitud de vida. Todo diálogo verdadero implica: 1) aceptación de las personas por encima de sus ideas u opciones; 2) capacidad de escucha, e.d. ser «prontos para escuchar y lentos para hablar» (Sant 1,14) o, como dijo Pablo Vl, «antes de hablar deberíamos oír la voz y el corazón del hermano»; 3) búsqueda sincera de la verdad, conscientes de que nadie tenemos toda la verdad y todos tienen parte de la verdad, que sólo Dios tiene con propiedad. Por lo tanto, aprender a dialogar es aprender a convivir y a relacionarnos con los demás. Bueno seria en el diálogo aprender a aplicar lo que enseñaba S. Ignacio de Loyola: «Se ha de presuponer que todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar las opiniones del prójimo que a condenarlas. Si no puede salvarlas y aceptarlas, esfuércese en entenderlas».

5) La primacía del testimonio: El encuentro con los demás es más real, profundo y constructivo cuando tiene lugar no desde la periferia o la superficie sino desde el centro de nosotros mismos, no desde la teoría o desde las ideas sino desde la experiencia y la vida misma.

El testimonio conlleva coherencia y autenticidad de vida y, cuando se da, nos ponemos en camino hacia la verdad y construimos la unidad, ya que, en definitiva, la verdad es Cristo y la unidad es un don de Dios y es Cristo mismo quien la realiza. Por consiguiente, cuanto más nos acerquemos a Cristo, por medio de una vida íntegra y coherente, por medio de una configuración cada vez más profunda con él, más nos estamos acercando a la unidad querida por él y que todo cristiano está llamado a buscar y construir. «Nosotros no hablamos de grandes cosas, sino que las hacemos«, decía de los cristianos a finales del siglo II el escritor Minucio Félix; y de la Iglesia primitiva de Jerusalén, se relata en los Hechos que «vivían unidos, partían el pan por las casas, daban testimonio con valentía y gozaban de la simpatía de todos'' (Hech 2, 42-44; 4,33).

Es, por tanto, la vida en autenticidad y profundidad lo que une y el testimonio transparente lo que crea simpatía y lazos de unión y acercamiento a los demás. El día que los cristianos nos parezcamos más a Cristo en nuestras actitudes y nuestro estilo de vida, encontraremos menos barreras para llegar a los demás, y nos sentiremos más solidarios con todos los hombres de cualquier ideología o credo religioso.

(·NOVOA-PASCUAL-L. _ARAGONESA/01. Págs. 43-52)