1 El nombre con que llamamos a un hombre no es solamente un mero signo, sino en cierto sentido también una expresión y exposición de la esencia. Según ideas primitivas, el hombre se revela a sí mismo en el nombre. El nombre delinea con claridad su figura. Por medio de él el hombre representa conscientemente su propio yo. Además, el nombre le separa de los demás. La función revelativa del nombre aparece, por ejemplo, en el hecho de que Cristo dio a Simón un nuevo nombre, el de Pedro, al elegirle para que fuese uno de sus apóstoles (/Lc/06/13-14). Lo mismo pone de manifiesto el hecho de que a los que siguen a Cristo se les escribe en la frente un nuevo nombre, el cual expresa su pertenencia a Dios (/Ap/07/03). Mientras dura la vida terrena de aquí abajo queda encubierto el significado de este nombre. Pero aparecerá con plena potencia cuando concluya la historia, cuando Cristo conduzca a su Reino celestial a todos los que han sido signados con su nombre. Entonces reciben un nombre nuevo, en el cual se revela sin ocultamiento alguno su existencia celestial (Apoc. 14, 1).

b) El nombre señala al hombre su lugar dentro de la colectividad. Mediante el nombre aparece claramente delineado ante los ojos de todos. Con el nombre entra en relación viva con el "tú". El que carece de nombre es un ser desconocido y sin esencia. Mientras se desconoce su nombre, el hombre queda en la oscuridad. El hombre que no tiene nombre es un desconocido. El nombre posee la fuerza de presentar a su portador, de modo que éste puede ser visto y se puede hablar con él. Más aún: el que conoce el nombre domina en cierto sentido al portador del nombre. En efecto los hombres escuchan cuando oyen pronunciar su nombre. Se pueden decir muchas cosas al caminante: probablemente no escuchará lo que se le dice. Sólo cuando se le llama por su nombre se da cuenta de que hablamos con él. Es como si repentinamente hubiese tenido lugar una iluminación: detiene el paso y mira hacia el que le llama dispuesto a escucharle. Alabanza y reproche, ensalzamiento y condenación, peticiones y gracias sólo afectan al hombre cuando van unidas a su nombre. En los demás casos se pierden en el vacío. De modo análogo se puede decir lo mismo del nombre de Dios. El nombre de Dios es un misterio. Sólo le conocemos cuando Dios le descubre en la Revelación natural y sobrenatural.

a) Dios sale de su ocultamiento cuando nos dice su nombre. Se hace patente. En el nombre que se nos revela y nos comunica quién es. Más aún: al decirnos su nombre se nos comunica a los hombres. Los que conocen su nombre pueden entrar en relación con Él. Pueden nombrarle y llamarle por su nombre. Nos ha sido prometido que Dios escucha al que le llama por su nombre. Vuelve su semblante al hombre cuando éste le llama. Está presente donde quiera que sea pronunciado su nombre. Por consiguiente, Jeremías puede decir hablando con Dios (14, 9): "Pero Tú estás entre nosotros, Señor; pues que tu nombre ha sido pronunciado sobre nosotros". Los que conocen su nombre y pueden, por lo tanto, invocarle, no tienen que temer peligros y desgracias terrenas. Invocando el nombre del Señor tienen la certidumbre de que Dios les guarda y les protege (Os. 6, 1-4).

b) La unión entre Dios y su nombre es sumamente estrecha. En cierto sentido puede decirse que Dios es idéntico con su nombre. Su nombre le representa. De esta manera pueden comprenderse numerosas maneras de expresión de la Sagrada Escritura en las cuales se afirma del nombre de Dios lo que en realidad corresponde a Dios mismo. El nombre de Dios se ha mezclado con las otras palabras humanas y se ha convertido en parte del lenguaje. La revelación del nombre de Dios comporta una especie de atenuada "encarnación" de Dios. Con su nombre Dios entra en la historia humana, dándole forma y operando en ella.

c) Pero si bien Dios ha hecho también asequible al hombre en su nombre, precisamente la revelación del nombre divino pone de manifiesto cuán distinto es Dios del hombre. La revelación del nombre de Dios permite que el hombre pueda invocarle, pero no le concede poder alguno sobre Dios. Aun después de que ha sido revelado su nombre, Dios queda por encima del hombre y en su esfera de libertad autocrática. El nombre de Dios no presenta aspecto mágico alguno. Con el nombre de Dios el hombre no dispone de una fuerza con la cual pudiese ejercer una influencia mágica sobre Dios. Si bien disponemos de la seguridad de que Dios puede ser invocado pronunciando su nombre, el fundamento de ello se encuentra en las promesas divinas y no en la fuerza mágica del nombre de Dios.

d) SANTIFICARLO
El nombre de Dios es Santo. En la santidad del nombre de Dios se manifiesta la santidad de Dios mismo, lo que hay en Él de «propio, extraño, extasiado, misterioso, familiar y patrio; todo lo que podemos decir para designar lo simplemente inefable, la infinita y circundante realidad que constituye el ser propio de Dios» (R. Guardini, Das Gebet des Herrzn, pág 60). La santificación del nombre de Dios constituye uno de los más fundamentales deseos del hombre cristiano. Lo expresa en la primera petición del Padrenuestro (/Mt/06/09). El sentido de esta petición necesita un breve comentario. Cabe preguntar si la santificación del nombre de Dios ha de ser llevada a cabo por Dios o por los hombres. Habrá que afirmar que es Dios mismo el que santifica su nombre de acuerdo con lo expresado en la primera petición del Padrenuestro. Se pide, pues, que Dios haga lo que anuncia por medio del profeta Ezequiel. En las profecías de éste leemos (/Ez/36/23): «Yo santificaré mi nombre grande.» Según el Antiguo Testamento, Dios santifica su nombre, se manifiesta como santo, tanto por medio de su actividad salvadora, que revela su Poder, Sabiduría y Bondad (véase Ez. 20, 41), como mediante su actividad de juez (véase Is. 5, 16, Núm. 20, 13, Ez 28, 22; 38, 16). También en los frecuentes pasajes en los cuales se dice que Dios obra por amor a su nombre o en los que se pide que obre, aparece la idea de que Dios santifica de esta manera su nombre, lo ensalza. Y esta idea de que es Dios mismo el que se santifica, el que ensalza su nombre, se halla siempre en primer lugar en el Antiguo Testamento, comparada con la idea de que el nombre de Dios es ensalzado por el hombre. Si alguien preguntase que de qué modo santifica Dios su nombre, se debería responder lo siguiente: En cuanto que por medio de la "patente revelación de su esencia se manifiesta como ser santo, superior al mundo entero. Objetivamente considerado equivale esto a la venida del Reino, del Reinado de Dios, y con ello queda indicado que la primera y la segunda petición significan lo mismo, que la segunda petición es una explicación de la primera, o, mejor dicho, que la santificación del nombre de Dios constituye una parte, una forma de la venida del Reino celestial (Greeven). Esta interpretación escatológica de la primera petición no sólo está de acuerdo con las dos siguientes, las cuales tienen también un sentido escatológico, sino también con todo el Antiguo Testamento. Pues, en efecto, "también en el Antiguo Testamento, en Ez. (20, 41; 28, 22-26; 36, 20 y sigs.; 38, 16-23; 39, 21-29), la santificación del nombre de Dios designa siempre la actividad escatológica de Dios" (J. Schmid, Das Matthaus-Evangelium, 2a ed., 1952, en la parte consagrada a explicar el capítulo 6, versículo 9). Por consiguiente, la petición del Padrenuestro en que rogamos que el nombre de Dios sea santificado significa lo mismo que la petición de Cristo (lo. 12, 28): "Padre, glorifica tu nombre".

Pero aunque sea Dios el que santifica el nombre divino, lo ejecuta por medio del hombre, sirviéndose de la Historia humana. De ahí que los hombres son responsables de que el nombre de Dios sea glorificado dentro de la Historia. Dado que el santo nombre de Dios representa al Dios santo, se deduce de ello que ese nombre no debe ser empleado en vano, sin razón suficiente, con ligereza, sin respeto; sino que ha de ser pronunciado con respeto, sin perder de vista que el hombre se halla frente al Ser Santo. Los hombres santifican el nombre de Dios cumpliendo los mandamientos (Lev. 22, 31 y sigs.). Le profanan por medio del perjurio, de la idolatría, de la lascivia y otros vicios (Lev. 19, 12; 18, 21; 20, 3; Am 2 7. Véase Schmid, 1. c.). El nombre de Dios debe ser ensalzado (Rom. 15, 19; Apoc. 15, 4; Hebr. 13, 15). Es especialmente Cristo el que ensalza el nombre de Dios. Según la epístola a los hebreos, Cristo dice al Padre lo siguiente (Hebr. 2, 12; lo. 17, 26): "Anunciaré tu nombre a mis hermanos y en medio de la asamblea le alabaré."

La responsabilidad que el hombre tiene con respecto a la santificación del nombre de Dios es idéntica a la responsabilidad que le corresponde con respecto a la venida del Reino de Dios. Esta responsabilidad incumbe de manera especial al pueblo de Dios fundado y formado por Cristo y a sus miembros, a la Iglesia.

4 Puesto que no hay nombre alguno que sea capaz de expresar exhaustivamente el misterio de Dios, tenemos que emplear muchos nombres por medio de los cuales representamos cada vez de distinto modo el misterio inexhaustible de Dios. Con este estado de cosas cuentan los Santos Padres al afirmar no sólo que Dios carece de nombre, sino que también dicen que tiene muchos nombres, que es nombrado con todos los nombres. Santo Tomás de Aquino afirma lo siguiente (Compendium Theologiae, 2, 243, según J. Pieper, Das Auge des Adlers, 15): "Como quiera que nosotros no podemos nombrar nada sino es según la medida de nuestro conocimiento -pues los nombres son signos de conocimiento-, resulta de ello que no podemos nombrar a Dios si no es según las perfecciones que encontramos en los otros seres y cuyo origen se halla en Dios. Pero como estas perfecciones de las cosas son múltiples, necesariamente tenemos que nombrar a Dios con muchos nombres. Pero si pudiésemos intuir su esencia, no necesitaríamos muchos nombres, sino que dispondríamos de un concepto simple de Dios, del mismo modo que es simple la esencia divina. Y esto es lo que esperamos el día de la gloria, de acuerdo con aquellas palabras: "En ese día, el Señor será uno solo, y uno será su nombre" (/Za/14/09).

I. La Sagrada Escritura nos da testimonio de varios nombres en los que Dios se reveló a los hombres de la Antigua Alianza y mediantes los cuales éstos le experimentaron. A pesar de que su significación lingüística no sea del todo clara, todos designan en primer lugar la relación entre el hombre y Dios, basada en el plan de la Gracia y la Creación.

a) Hagamos referencia en primer lugar al nombre Yahvé. Este nombre (Tetragrammaton) es el nombre propio de Dios en el Antiguo Testamento. En lo que se refiere a la pronunciación generalmente aceptada de la palabra hebrea, conviene decir que se apoya sobre paráfrasis griegas, sobre asonancias halladas en los papiros de la Elephantina y sobre la estructura de nombres personales hebreos en los cuales aparece la palabra Yahvé como elemento constitutivo.

NOMBRES VARIOS
Desde los tiempos antiguos encontramos en el Antiguo Testamento una tendencia -que iba en constante aumento- a no pronunciar la palabra Yahvé. Cuando se hallaba en el texto de la Escritura, se pronunciaban en su lugar las palabras Elohim y Adonai. Cuando los masoretas aplicaron vocales al texto hebreo, colocaron debajo de las letras de la palabra original las vocales de las palabras nuevas empleadas al leerlo. De esta manera se formó la palabra Jehovah, una palabra que carece de todo fundamento filológico, una forma que representa una construcción puramente artificial.

En lo que concierne al origen de la palabra Yahvé, difieren mucho las opiniones. Dicen unas que proviene de Egipto; otros afirman que su origen se halla en Babilonia, y según algunos autores se deriva de otras culturas. Pero no está demostrado todavía que el nombre en cuestión se derive de una idea religiosa diferente. Aun cuando fuese así, es cierto que en la Sagrada Escritura va unido con ese nombre un contenido nuevo y distinto.

La palabra se encuentra, sin duda alguna, por primera vez en /Ex/03/13 y sigs. Moisés, que ha de sacar a su pueblo de Egipto, pregunta cuál es el nombre de Dios que se le ha aparecido y le ha llamado, y recibe la siguiente respuesta: "¡Yo soy el que soy!" Y dijo: "Así has de decírselo a los israelitas: El que soy (Ehje) me ha enviado a vosotros. Así has de hablar: `Yahvé (él es), el Dios de vuestros padres, me ha enviado a vosotros.» El nombre revelado a Moisés presenta, pues, dos matices: Ehje y Yahvé. Hasta entonces nadie conocía este nombre (véase Gén. 4, 26; 6, 3). Del origen se deriva la significación del nombre. Yahvé es el que había acompañado a los antecesores. Es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Es el omnipresente, "el que es" como traduce la versión de los Setenta, versículo 14; el fiel en quien se puede confiar. Está ahí, a la disposición de su pueblo; está siempre presente, de suerte que puede llamarle siempre que le necesite. Mientras que con respecto a los dioses paganos (míticos) es preciso afirmar que no existen, que son pura "nada" (I Reg. 12, 21; Is. 40, 17; 44, 9; 59, 4, etc.), se tiene con respecto a Yahvé la seguridad de que existe. Es el ser poderoso que rige los destinos de los pueblos y de los particulares. Es el Señor que domina sobre los suyos, el que produce los acontecimientos de la Naturaleza y de la Historia. Con razón traduce la versión de los Setenta Yahvé con la palabra Kyrios, así como la Vulgata emplea la palabra Dominus. Pero su señorío se diferencia de todo despotismo. No establece sobre los suyos una especie de imperialismo celestial. Su señorío está inspirado por el cuidado con que se preocupa de su pueblo, volviendo hacia él su semblante. Con superioridad autocrática establece una Alianza con el pueblo que ha elegido, una Alianza que impone a dicho pueblo graves obligaciones; pero que le garantiza también la gloria y el bien. Está dispuesto a ayudar al pueblo de la Alianza. Así, pues, la palabra Yahvé tiene en un principio significado salvífico. De él se deriva el metafísico.

Dada esta plenitud de contenido de la palabra Yahvé, se comprende que también más tarde sea invocado Dios con este nombre (Os. 1, 9; Dt 7, 9; Mal. 3, 6; ls. 26, 4); más aún, que Dios mismo diga a su pueblo: «Habréis de saber que yo soy Yahvé, es decir, vuestro fiel Señor, el que os concede ayuda y protección».

b) Él es otro de los nombres de Dios. Esta expresión significa Dios entre los semitas, a excepción de entre los etíopes. Como significación fundamental se puede constatar la siguiente: Jefe, Señor, Director, Fuerte. Esta palabra se emplea para designar tanto a Yahvé, el verdadero Dios, como a los dioses paganos. Cuando designa el Dios verdadero, suele ir acompañada de un suplemento.

La expresión Elohim es un pluralis majestaticus, el plural de la plenitud y de la grandeza. Está al servicio de la piedad práctica con su tendencia a rendir homenaje. Sin duda alguna este nombre de Dios significa que Dios es experimentado como Poder infinitamente superior al hombre, como poder que inunda con su majestad la conciencia religiosa total, y es al mismo tiempo un nombre con el cual se designa que Dios existe sin depender en manera alguna del hombre. De ahí se deduce que en este nombre no aparece en primer plano el sentimiento de afinidad con Dios, sino el sentimiento se temblor inspirado por una grandeza trascendente.

c) La expresión Adonai es propiamente un plural abstracto y quiere decir dominio. Esta palabra implica, pues, una intensificación del señorío divino. Dios es el señor supremo. La versión de los Setenta la traduce con la palabra Kyrios. Schadai significa el poderoso; Elion, el supremo; Kadosch, el aislado, el terrible, el inaccesible, el santo, en tanto que Dios es totalmente distinto del hombre en lo que concierne al ser, al pensar, al querer y al obrar.

Il. Cristo nos ha revelado un nombre de Dios de mayor alcance que los manifestados en las revelaciones anteriores al Cristianismo. El que «conoce» este nombre tiene la vida eterna: sabe que viene desde arriba todo lo que Cristo nos dice y obra (lo. 1, 3-8). Padre es el nombre de Dios anunciado por Cristo (Mt. 6, 9). PADRE: Dios es el Padre de Cristo y el Padre de los hombres. Los hombres han de invocar al Padre celestial con el mismo título con que le invoca Cristo, bien que en otro sentido. Tanto la simple expresión "Padre" como la expresión «Padre nuestro» son traducciones de la palabra aramea Abba (Mc. 14, 36: Rm. 8, 15; Ga. 4, 6). Este título familiar de Dios es completamente nuevo.

El judaísmo no se atrevió a invocar a Dios con el título filial y familiar de Padre. Se encuentra solamente en algunos pocos y tardíos pasajes de la literatura rabínica, y aun aquí siempre con el complemento «nuestro rey" que acentúa expresamente la distancia que media entre el hombre y Dios. La expresión "en los cielos" añadida por Mateo, corresponde al modo según el cual hablaba de Dios el judaísmo palestinense desde el siglo primero después de Jesucristo, para excluir que fuese confundido con un Padre humano. Por eso en las oraciones podía prescindirse de la expresión "en los cielos", y como quiera que tampoco Cristo la emplea en sus propias oraciones, se puede admitir que se tratará de una aposición empleada por San Mateo. Con la expresión «nuestro Padre en los cielos» el judaísmo expresa la idea de que Dios es el Padre de todo el pueblo de Israel, el cual se halla en relaciones especialmente íntimas con Dios, por ser el pueblo elegido. El individuo toma parte en esta relación filial sólo en tanto que es miembro de este pueblo. Por el contrario, en Jesucristo la relación paternal de Dios con respecto a los individuos es totalmente personal.

Por eso desaparece aquí completamente el fondo nacional que acompaña a la expresión judía (Dalman). Dios ya no es solamente el Padre del pueblo judaico, sino el Padre de todos los hombres, el Padre de cada uno de los hombres. En el judaísmo siguió predominando la idea derivada del Antiguo Testamento, según la cual Dios es en primer lugar el Señor; de suerte que el temor de Dios constituye la esencia de la religión del Antiguo Testamento y de la judaica. Es cierto que esta idea no falta en el Evangelio de Jesucristo; no obstante, predomina aquí la idea de que Dios es Padre, siendo las Bondad pura su más íntima y propia esencia. Para los hombres, par el hijo de Dios, se deriva de ahí el sentimiento de que Dios le protege absolutamente. Los hombres unidos con Cristo, el Hijo amado, en el Espíritu Santo, son, pues, hijos de Dios y pueden -igual que él- llamar a Dios Padre (Rom. 8, 15 y sigs.). Han sido iniciados en el misterio de Dios, lo mismo que los hijos conocen el misterio familiar del padre, el cual desconocen los extraños (Jo. 15, 15 y sigs., I Cor. 2, 12-15). Pero también ellos tienen que experimentar siempre de nuevo que el Padre celestial sigue siendo para ellos misterioso y enigmático. Se puede afirmar de El que es Amor (I lo. 4, 8); pero su amor se diferencia del amor de los hombres (Rom. 11, 33-36). Por eso, la revelación del más familiar nombre de Dios no suprime el misterio, sino que conduce al hombre al interior del misterio. Nos permite experimentar el misterio con aquella intensidad e intimidad que crea la cercanía de Dios, pero no suprime el misterio. El Padre sigue siendo al mismo tiempo el Kyrios (Señor) y el Basileus (Rey).

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA I LA TRINIDAD DE DIOS
RIALP.MADRID 1960,.pág. 270-278


2.PADRE-MADRE

Cf. Cl. Geffré, Padre, nombre propio de Dios: Concilium 163 (1981) 368-380. En el mismo número puede verse el artículo de J. Moltmann significativamente titulado El padre maternal. Allí: «El Antiguo Testamento aplica pocas veces a Dios el título de "padre". Cuando lo hace, emplea el término como sinónimo de "señor" y expresa la relación de Israel con su Dios, al que confiesa como creador del mundo, señor de la historia y Dios de la alianza (...). En realidad, no se intenta asignar a Dios una sexualidad determinada al presentarlo como varón, aun cuando Israel tiene ordenamientos patriarcales: el decálogo es un conjunto de preceptos de signo masculino. No obstante, en los dos sexos brilla la imagen de Dios (Gn 1,27), y la misericordia de Dios se expresa también mediante la imagen de la madre (Is 66,13). En cuanto señor, Dios actúa «paternal» y «maternalmente", sobre todo en Israel, su "hijo primogénito" (Ex 4,22)» (p. 383).

FELISA ELIZONDO ARAGÓN
10-MUJERES.Pág. 212, NOTA

Licenciada en filosofía y letras (s. clásicas) por la U. de Barcelona y doctora en teología por la U. de Santo Tomás de Roma, es profesora de Antropología Teológica en el I. S. de Pastoral de Madrid y en el C. E. Teológicos San Dámaso de Madrid, y dirige el seminario sobre Mujer y antropología en el I. Fe y Secularidad de Madrid.


3.

El "Nombre" de Dios. Ex 3, 14
"Y dijo Dios a Moisés: Mi nombre es Yahweh; es decir: "'anî 'ehyeh 'aser 'ehyeh" (que suele traducirse: "Yo soy el que soy"). Este es el momento solemnísimo en el que se hace hablar a Dios, expresando con fórmula humana su Nombre santo, trascendente: lo que El es o cómo quiere ser conocido e invocado por su pueblo. (...) El verbo HYH (del que 'ehyeh sería primera persona del singular) habría que traducirlo como "estar para, junto a, a favor de... " (en latín "ad-sistere": asistir, ayudar); es decir, un ser, o estar, dinámico y benévolo para ayudar, apoyar, etc. Tal es el significado del verbo cuya raíz (HYH) está implícita, para el Autor, en el nombre Yahweh. Ahora bien, la forma 'ehyeh (imperfecto) expresa una acción incompleta, es decir, comenzada, realizándose en el presente y que, sobre todo, se consumará en el futuro. En nuestro caso, ese ser benévolo o presencia benéfica de Dios viene de antiguo, es actual y llegará a su plenitud en el futuro. Algo así como "Yo estaba, estoy, pero sobre todo estaré a vuestro lado, en vuestro favor"

Ex 33, 19; Ex 34, 6-7
"No, no puedes ver el rostro de Dios, replica Yahvé, porque el hombre no puede ver a Dios y seguir viviendo. Pero, mira, te daré garantía: mi NOMBRE, Yahweh, es decir: 'ani hannôti et -'aser 'ahon we rihamtti et- 'aser 'arahem" (La traducción ordinaria dice: "hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia de quien tengo misericordia "). En realidad se trata de otra paráfrasis del nombre de Yahvé, en forma reduplicada y utilizando dos verbos distintos del HYH de la primera explicación, pero conservando la misma forma idiomática.

Los verbos en cuestión son hannan y rihem. La traducción de estos verbos al castellano, y por tanto de la expresión, no es fácil. Hannan es originariamente el acto o gesto con que la madre se inclina para recoger al niño y subirlo hasta su pecho. De ahí, y como contrariamente sucede en nuestra mentalidad occidental, en la que aspiramos a ideas claras y precisas y a que cada concepto se distinga de los demás, el verbo hannan recoge todo ese mundo afectivo y conjunto de estados de la madre respecto a su niño. Se puede traducir de mil maneras sin que una traducción excluya la otra, sino al revés: tener afecto, cariño a alguien, ser benévolo, compasivo con alguien, etc. El verbo rihem (rehem es el seno materno) significa, dentro del mismo ambiente afectivo maternal, el cúmulo de sentimientos de la madre cuando siente al niño en su vientre; de ahí, sentir algo entrañablemente, conmovérsele a uno las entrañas, compadecerse, etc.

En este contexto histórico-literario del pueblo pecador, Dios define o declara su nombre con estos dos verbos entrañables (no ligados filológicamente con Yahweh), como diciendo: "La garantía de que voy a estar con vosotros es que Yo soy así: Yo tuve, tengo afecto, ternura, compasión hacia vosotros y los tendré con toda seguridad, pero también con entera libertad. Soy y seré clemente, tierno, benévolo, compasivo, etc., estad seguros de ello, pero os lo mostraré a mi manera, como yo quiera, sin que podáis manipularme ni obligarme a serlo como vosotros pensáis".

J. Ramón Scheifler
SAL TERRAE 1988, nº 1


4.

(El proceso de racionalización)... podría ser quizá la razón profunda de la humanización de la imagen de Dios, lo que presenta, a su vez, un peligro ampliamente conocido y debatido, pero no por ello menos grave y que, por tanto, debe ser evitado: el riesgo de convertir a Dios en un Dios idolátrico, un Dios que, al no tener la iniciativa, hace que el hombre se convierta en constructor y destructor de dioses, y Dios en una proyección ideológica, en un invento que el ser humano ha creado a lo largo de su proceso de realización, que incluye, en definitiva, el proceso de «racionalización» de Dios. Al no partir de la iniciativa de Dios, ya no es el ser humano quien está hecho a imagen y semejanza de Dios, sino que es Dios quien pasa a estar hecho a imagen y semejanza del hombre. Dios no tiene ya a los hombres, sino que son ellos quienes tienen a Dios.

Pero, ciertamente, el ser humano tiene que dar razón de su fe. Y el teólogo tiene además que razonarla y articularla dentro de una Iglesia. Mas la razón humana, que sin duda es un camino legítimo para llegar a Dios, no es ni el único ni parece ser en estos momentos el mejor de los caminos; hoy nos parece como si la razón se hubiese perdido en fantasías que han roto el proyecto de unidad que se supone debe buscar; si la razón intenta llegar a la realidad, descubrirla y conocerla, es evidente que, en estos momentos y en lo que se refiere al tema de Dios, se encuentra en un callejón angosto y de difícil salida. Un ejemplo de lo que acabamos de decir es el que, en estos momentos, uno de los debates de mayor actualidad gire en torno a la masculinidad o feminidad de Dios; cierto que no se puede comparar este debate con la antigua discusión sobre el sexo de los ángeles, pero hemos de reconocer que la discusión sobre el sexo de Dios pudiera parecérsele si, previamente, no se tuviese en cuenta el profundo significado y los efectos que ha tenido en la sociedad y en la Iglesia el hecho real de haber atribuido a Dios un único y determinado sexo. A lo largo de este estudio procuraremos descubrir hasta qué punto este debate sobre el sexo de Dios es realmente fútil o si, por el contrario, es un debate de suma importancia para encontrar nuevas formas de conceptualizar a Dios.

Un punto de partida real es la afirmación de que Dios sobrepasa cualquier intento humano de darle nombre; San Justino nos dice en su Apología I a que «nadie es capaz de poner nombre a Dios inefable; si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios, muestra estar absolutamente loco». Karl ·Rahner-K dice que Dios es como el inmenso océano que rodea la pequeña isla de nuestra existencia finita y del conocimiento humano. Convenimos también en que la idea de Dios no es una invención filosófica, sino que es el resultado único de una experiencia: la noción de Dios le ha llegado a la conciencia humana mucho antes de convertirse en un tópico de la discusión teológica o filosófica, se ha manifestado en la historia por medio de las actitudes religiosas de los pueblos, se ha expresado originariamente en el lenguaje de los símbolos y los mitos y se ha plasmado en diversas actitudes y actividades humanas. Sin embargo, tanto la teología como la filosofía vienen hablando secularmente de Dios, y no sólo de su existencia, sino también de su esencia y atributos.

Para pensar sobre Dios y darle humanamente sentido a la idea de Dios, es preciso tener en cuenta nuestra propia experiencia y estar a la escucha porque, no nos engañemos, lo que verdaderamente puede impedir creer no son los argumentos convincentemente racionales, sino ese rechazo que brota ante la aparente irracionalidad del mal, o ese sentirse desengañado de la vida ante un mundo vacío y lleno de palabras vacías -vacías también muchas veces las eclesiales-, un mundo en el que suele dominar el deseo de endiosar la propia vida por encima de todo sentido y de todo sentimiento de justicia, colmándola de ídolos; un mundo en el que hasta Dios se nos presenta como un gran «él», un eterno varón, un gran ídolo. Y todo esto contribuye a que, como dice P. Berger, los viejos signos de Dios y su presencia se hayan vuelto rumores lejanos (Cf. P. Berger, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de lo sobrenatural. Barcelona 1975, citado por X. Pikaza en Experiencia religiosa y cristianismo. Salamanca 1981, 12-13.

ESPERANZA BAUTISTA PAREJO
10-MUJERES,.págs. 107-109)

Licenciada en derecho por la U. Complutense de Madrid y en teología por la U. P. de Comillas, es profesora de teología en dicha universidad. Dirige un seminario de introducción a la Sagrada Escritura en el I. Fe y Secularidad de Madrid. Es miembro fundador de la Asociación de Teólogas Españolas.