LENGUAJE SOBRE DIOS

por José Gómez Caffarena

Introducción

LOS TRATADOS cristianos clásicos, tanto los de Teología propiamente tal como los de esa rama de la filosofía que se denomina «Teología natural», después de haber hablado de la existencia de Dios, se empleaban largamente en hablar de su esencia y de sus atributos.

Hoy nos resulta difícil hacer algo así. En general, desconfiamos mucho de que sobre nada lleguemos a saber «la esencia»; preferimos evitar esa palabra, que nos suena pretencioso, y la sustituimos por otras como «constitución», «condición»... Pero en el caso de Dios la repugnancia es mayor y más fundada. Arrogarnos un conocimiento de la esencia divina sería no sólo ingenuamente pretencioso; podría ser contradictorio, y, si nos empeñáramos en hacerlo, nuestro empeño tendría algo de sacrílego, sería como una profanación del absoluto Misterio.

Y, sin embargo, hablamos de Dios. La fe no es muda. Necesita expresarse y no puede hacerlo sin referirse a Dios. Al decir «Dios» profesa decir algo realmente significativo, algo de algún modo inteligible, algo inequívocamente diverso de todo lo demás; de lo contrario su expresión sería un «bla-bla-bla» sin sentido. Pero, ¿acierta en esto? He aquí cómo el problema de la esencia de Dios no se disuelve sin más; nos deja como residuo insuperable, al menos, un problema del lenguaje sobre Dios.

El prestar particular atención al lenguaje es un rasgo típico de casi todas las filosofías del siglo XX. Suponen, con razón, que el lenguaje es no sólo el medio del pensamiento humano, sino como su cara externa y, por tanto, el modo mejor que tiene el hombre de apreciar el alcance de su poder cognitivo. La teología cristiana actual y las filosofías que se plantean en nuestros días el tema de Dios han acogido ese principio metodológico y se plantean centralmente el problema del lenguaje sobre Dios. Es el modo más modesto como retorna no poco de lo que antes se presentaba como «esencia y atributos de Dios».

Pero las mismas razones que nos aportaban respetuosamente de hablar de la esencia de Dios, si se apuran, problematizan todo lenguaje humano sobre Dios. ¿Qué decimos cuando decimos «Dios»? O, más radicalmente: ¿Es que decimos algo cuando decimos «Dios», si lo que queremos es apuntar hacia el Misterio absoluto, propiamente inefable?

1 Bajo el primado de la invocación

LA única entrada razonable en el tema es la que arranca de una observación relativamente simple: el creyente monoteísta, mucho más que «sobre Dios», habla «a Dios». Y este mismo hablar a Dios no es para él separable de toda una actitud en la que, podemos decir, vive ante Dios, con Dios, desde Dios.

Decir esto no es, en modo alguno, tratar de eludir las dificultades que tiene la pretensión de hablar sobre Dios. Ya que, en definitiva, le es esencial al creyente monoteísta acabar diciendo una palabra sobre Dios. Pero sería un desenfoque concebir a ese creyente como un ser humano que se define por hablar sobre Dios, prescindiendo del contexto en que lo hace; cuando es precisamente ese contexto el que confiere sentido y legitimidad a su modesto hablar sobre Dios.

Veámoslo en los ejemplos más relevantes de la tradición profética. Sabemos que, desde SÖDERBLOM, son comprendidas en esa tradición las religiones del próximo Oriente, desde MOISÉS y ZARATUSTRA hasta MUHAMMAD; en contraposición con la religiosidad «mística» de las tradiciones del Asia más oriental (India y China)1. La tradición profética es la que ha mantenido el monoteísmo y, por tanto, la que aquí nos interesa.

1.1

Dios en el lenguaje de los profetas «EN EL NOMBRE de Dios, el Clemente, el Misericordioso ... » Cualquier lector del Corán recordará sin duda este comienzo de cada una de sus azoras como lo más impresionante -en medio de tantas cosas que le habrán resultado poco comprensibles o anodinas-. El profeta MUHAMMAD (MAHOMA), hay que concluir, vivió una intensa experiencia religiosa que para él fue llamada de Dios mismo a hablar en su nombre. Tal fue el hecho fundacional del Islam. Se entiende que el que acoja el mensaje del Profeta tendrá a su manera una pequeña experiencia análoga, y es en virtud de esa experiencia como se le pide profesar: «No hay más Dios que Allah». No se le ofrecen grandes discursos sobre Allah ni se le pide que él los haga. Hay, ciertamente, en el Corán no pocas frases que comienzan «Allah es ... ». Pero lo que allí se dice sobre Allah son unos predicados brevemente glosados, expresivos de su carácter único: omnisciente, omnipotente, viviente, santo, creador...

También el profeta bíblico había sido (siglos atrás) un hombre que tuvo una fuerte experiencia que para él era voz de Yahvéh que le pedía dirigirse en su nombre al pueblo: «Esto dice Yahvéh ... », «-oráculo de Yahvéh-». Era también, por ello, un hombre de la invocación: «Ah, Señor Yahvéh! ... » 2.

BI/CORAN CORAN/BI: El pueblo, según el mensaje profético, tenía que convertirse y obrar la justicia, andar por los caminos de Yahvéh, confiar en Él e invocarlo. La invocación tenía, junto con la acción según la justicia, el absoluto primado en la religiosidad bíblica. No es sólo la colección de Salmos la que lo atestigua. Todos los libros proféticos están repletos de himnos y de otras invocaciones más breves. Poquísimos son, en cambio -menos aún que en el Corán-, los pasajes que insinúan un discurso sobre Dios; las frases que tienen a Dios como sujeto hablan más bien de la historia humana en cuanto objeto de un designio providencial de Dios. Ciertos pasajes que podrían parecer más estrictamente teológicos son, en el fondo, también invocativos: así aquél, justamente célebre, de una teofanía de Moisés, en que la invocación es puesta en labios del mismo Dios: «Yahvéh, Yahvéh, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad ... » 3 . Éste es el momento oportuno para recordar también otro pasaje famoso y enormemente significativo: el del documento elohísta que, en la teofanía de la zarza, presenta la entrega a Moisés del nombre de Yahvéh y, juntamente, una reflexión etimológica que busca aclarar su sentido. Baste una alusión, pues es de sobra conocido. Dar el nombre era, entonces más que hoy, señal de confianza; estamos pues ante el anuncio de la Alianza. Israel tendrá lo que ningún otro pueblo: el nombre de Yahvéh; será, pues, su pueblo. Pero Yahvéh es un nombre para la invocación. Si se quiere entender como conocimiento propiamente tal, que implique dominio sobre la realidad, falla. La vecindad fonética al verbo haya permite una especie de evidenciación pedagógica de ese fallo: «Ehyéh asher ehyéh. Soy el que soy» 4. El nombre divino se revela, a la vez que expresión de presencia, nombre del Innombrable. Toda la grandeza del monoteísmo hebreo, que sólo se desarrollará plenamente siglos después, está en germen en esta bella intuición.

1.2

Interludio lingüístico: teoría de los ilocutivos ANTES de continuar esta evocación histórica con los rasgos que más nos interesan, que son, naturalmente, los de la tradición cristiana, es oportuno intercalar un par de observaciones.

La primera se refiere a una elemental conceptualización teórica de esta constatación que venimos haciendo de la prevalencia de unos aspectos de lenguaje sobre otros. Esa conceptualización es hoy posible por la que podemos llamar «revolución pragmática», operada en las ciencias y filosofías lingüísticas contemporáneas desde comienzos de la década pasada.

Describamos sumariamente la nueva concepción que se va imponiendo. Antes se pensaba que se podía dar por agotado el estudio del lenguaje si se dominaba la sintaxis, o relación interna de los elementos significantes, y la semántica, o relación externa de los signos lingüísticos a aquello que significan. Se reconocía, es verdad, que hay otra dimensión que es la pragmática; pero, puesto que consistía en el uso que cada individuo hace de ese sistema que es la lengua, se tenía por algo no sometible a estudio sistemático y era dejada de lado como irrelevante desde un punto de vista científico o filosófico. Ahora bien; con eso quedaba también relegada a segundo plano la función comunicativa, absolutamente esencial al lenguaje. Quedaba sin abordaje teórico posible la diferencia que media, por ejemplo, entre una pregunta y una afirmación (ya que su sintaxis y su semántica pueden ser idénticas), o entre una afirmación, un ruego y una simple expresión de sentimientos...

Para remediar esa deficiencia, hoy se va haciendo común pensar que una buena teoría lingüística incluye, además de un modelo sistemático para explicar la competencia sintáctica y semántica de los hablantes de una lengua, otro modelo (envolvente del anterior) que tipifica los diversos «actos de habla» que los hablantes pueden intercambiar y formula las reglas de su uso correcto: qué hace uno, qué presupone y qué busca, cuando pregunta, cuando afirma, cuando ruega o manda, cuando expresa sus sentimientos, cuando promete, cuando ejecuta funciones socialmente institucionalizadas con efectos reconocidos Cada una de esas acciones lingüísticas que acabo de recoger en mi (incompleta) enumeración es, diremos conforme a la terminología que va prevaleciendo, una «fuerza ilocutiva» peculiar, que envuelve el «contenido locutivo (analizable según el sistema sintáctico y Semántico pertinente). Un mismo contenido locutivo puede normalmente subsumirse bajo diversas fuerzas ilocutivas. Las fuerzas ilocutivas -o, digamos simplificando: los ilocutivos- se expresan a veces por determinados cambios morfosintácticos (tal, por ejemplo, los modos de los verbos), otras veces por significantes prosódicos (la entonación que distingue una pregunta de una afirmación); otras veces es sólo el contexto, y de modo complejo, el que los expresa.

Añadamos aún: puede ocurrir que la preferencia connatural por un determinado ilocutivo cualifique de modo importante la interpretación semántica correcta de una expresión, o incluso de todo un mundo lingüístico. Hay aquí una clave que me resulta preciosa e incluso insustituible para la comprensión del lenguaje religioso monoteísta.

El hombre religioso acude a un copioso repertorio de ilocutivos: invoca, alaba, ruega, agradece, pide perdón; expresa amor, admiración, deseo y esperanza; reflexiona y hace afirmaciones sobre la realidad, sobre lo que vale; promete y se compromete... Esos modos de ilocución pueden expresar más que los mismos contenidos. Más, en el caso del monoteísmo profético, precisamente porque lo que suponen es a Dios mismo como interlocutor.

Es lo que vengo inculcando desde el principio. No debemos dejar que el título de nuestra conferencia, Lenguaje sobre Dios, nos sugestione hasta hacernos pensar que el creyente monoteísta es primariamente alguien que hace afirmaciones objetivas sobre Dios. Hay un problema peculiar en estas afirmaciones y no intento en modo alguno disimularlo; pero pienso que el único modo de poder resolverlo, e incluso de enfocarlo correctamente, es precisamente evitar esa reducción de perspectiva.

1.3

Contraste del lenguaje religioso «profético» con el «místico» Y A ESO va también la segunda observación que anuncié quería intercalar y que trata de iluminar el conjunto lingüístico que he estado evocando en mis alusiones al Corán y a la Biblia (y que, sustancialmente, es el mismo del cristianismo), mediante un contraste con el que prevalece en los textos de las grandes religiones del Asia.

Ya una primera aproximación, externa, nos revelará el predominio de otro ilocutivo en esos textos, el del diálogo maestro-discípulo. Es, sin duda, un recurso literario instintivamente buscado; pero en todo caso es significativo. Se trata en esas religiones de una sabiduría salvadora. El maestro ha conseguido una iluminación y sugiere al discípulo cuáles serían los pasos que podrían conducirle a él también a conseguirla. Frente a esto, cabe hacer ya esta otra apreciación muy general: en la Biblia, aunque hay escritos sapienciales, predomina la narración. Lo cual también es significativo: es que se ve a la historia como escenario de la salvación.

Pero profundicemos un poco más. Donde el ilocutivo prevalente es la sugerencia del maestro (¡enormemente discreta, eso sí!) sobre el camino de la iluminación, entonces es que lo Divino, el Misterio definitivo de la realidad, aparece coherentemente como un último término objetivo de referencia. Cuando llega a ser formulado explícitamente, el ilocutivo de las expresiones sapienciales más profundas es otro: una afirmación metafísica. Así sobre el Tao los maestros chinos. Y, por su parte, y en superación explícitamente buscada del antropomorfismo hierofánico de los politeísmos arios, así también la meditación hindú sobre el Brahman único, tal como aparece en las Upanishads desde el siglo VII antes de Cristo. (La lógica de esa unicidad y la necesidad de que no quede en algo simplemente objetivo -muerto y cosificado-, la conduce ulteriormente a la intuición central: Atman es Brahman; es decir, el fondo último subjetivo del sujeto que es cada uno de los hombres religiosos no es distinto de Brahman. Brahman, pues, no es algo muerto: vive en el fondo de cada uno.)

DESEO/DOLOR/BUDA DOLOR/DESEO/BUDA: El que esta concepción de la salvación necesite una fuerte ascesis intelectualista que hace pueda verse como demasiado teórica y, en realidad, inoperante, dada la situación de dolor en la que de hecho nos encontramos, condujo a Gautama Buda, el Iluminado por excelencia, a describir las «cuatro nobles verdades» («Todo es dolor -porque todo es deseo-; se puede vencer el dolor -porque hay un camino para superar el deseo-») como una sabiduría más efectiva. Aquí el ilocutivo es una afirmación valorativa, de arranque antropológico, que se niega a pronunciarse metafísicamente sobre el Atman y el Brahman y sólo entrevé como absoluto el futuro Nirvana, al que podemos acercarnos y que será la cesación de nuestra subjetividad deseante.

Mi descripción ha sido sumaria, inevitablemente simplificadora; espero que no falsa. Basta para mi propósito de iluminar por contraste. En todo ese clima tiene menos sentido, o no tiene ninguno, la invocación. (Era propia del politeísmo que se quería superar y en el que no se quiere reincidir.) Tampoco se asume ninguna concepción salvadora de la historia; porque esto supondría, correlativamente, atribuir al Misterio definitivo de la realidad el carácter de Sujeto trascendente.

Que es, justamente -y ahora lo vemos mejor por el contraste- lo que está suponiendo de modo central el lenguaje religioso de las tradiciones proféticas. La referencia objetiva metafísica a Dios preocupa menos -y no aparecen a su propósito esfuerzos metafísicos como los referidos al Brahman- porque se vive a Dios como Sujeto trascendente, como Misterio agraciante. Se lo vive y se lo expresa explícitamente -incluso sin demasiada preocupación por evitar antropomorfismos en la expresión- cuando se habla de la historia. (Aquí, hay que reconocer, radica uno de los problemas más graves con los que tendrá que enfrentarse la hermenéutica bíblica.) Pero, y esto me parece todavía más importante, se lo vive en la invocación. Me atrevería a añadir: incluso cuando no se expresa explícitamente la invocación.

Debo reconocer que lo que acabo de decir es una apreciación demasiado general, no verificable. No pienso en una prevalencia numérica de las expresiones invocativas en el texto bíblico o coránico. Quiero sugerir, como hipótesis, que, frente al diálogo (explícito o tácito) del maestro y el discípulo, que me parece «dominar ilocutivamente» los textos de la religiosidad mística, en la religiosidad profético hay un diálogo (tácito las más de las veces, pero real y omnipresente) del profeta y los seguidores del profeta con el misterioso Tú trascendente. En la invocación, que, como he dicho, es notablemente frecuente, la apelación se hace explícita. Se aclara también por aquí por qué el profeta interpreta su experiencia íntima como interpelación por parte de Dios, el misterioso Tú trascendente; y cómo se atreve a hablar en nombre de Dios -y lo hace a veces incluso sin decirlo-. Así como se explica que se atribuya a Dios el origen de la conciencia moral, y se vea la historia como regida por Él, sean cuales fueren sus sujetos humanos concretos.

Dios como el «Tú absoluto»: Tal puede ser la clave hermenéutica para comprender al creyente de la religiosidad profética 6 . Todo puede entenderse como un diálogo implícito con Dios. Por ello se siente en ese clima poca preocupación por decir qué o quién es Dios (salvo en la forma, sobre todo coránica, de los títulos -un cierto intermedio entre la invocación y la incipiente objetivación-). Tampoco sentimos en la Alocución ordinaria mucha necesidad de objetivar a aquel con quien estamos dialogando. Hablamos con él de todo lo demás.

Insistiré en mi advertencia de que la hipótesis es una hipótesis, una cierta clave hermenéutica general, que no puede literalizarse sin que se destruya. Añadiré: no se excluye todo el juego de ilocutivos concretos. Hay en la Biblia, como bien sabemos, pasajes y aun libros íntegros de reflexiones sapienciales, largas narraciones de tipo histórico -generosamente transformadas muchas veces con idea de acomodarlas mejor a la intención divina-, hay diálogo interhumano 7. Lo único que sugiero es que, sobre todo los pasajes que se refieren más directamente a los grandes profetas, están bajo el dominio de la invocación; el profeta vive a Dios como Tú absoluto. Y el profeta marca la pauta religiosa: a su manera, todo fiel monoteísta vive un clima cuya clave de comprensión es esa constante alusión al Tú absoluto.

1.4

La peculiaridad cristiana

DESDE LO dicho podemos ya formular con brevedad lo que, dentro de las tradiciones del monoteísmo profético, es peculiaridad cristiana. Comencemos con una peculiaridad lingüística de los Evangelios sinópticos que tiene grandes probabilidades de provenir del mismo Jesús: el uso del que Joachim JEREMÍAS ha llamado «pasivo divino». «Tus pecados son perdonados» (¿por quién?); «hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (¿para quién?); lo mismo en varias de las bienaventuranzas: «Seréis consolados, seréis saciados, serán llamados hijos de Dios»... 8. Las citas análogas de los evangelios sinópticos, sin contar repeticiones, se acercarían al centenar. Son peculiaridad evangélica, aunque no absoluta, pues las había ya en la literatura apocalíptica intertestamentaria. En todo caso, expresan muy gráficamente la manera obvia con que el creyente monoteísta, más que hablar sobre Dios, habla de todo desde una perspectiva que incluye esencialmente a Dios.

Hay un dato, universalmente admitido, que confirma el primado cristiano de la invocación. Si una palabra evangélica podemos tener por históricamente acreditada como «mismísima voz» de Jesús es el vocativo Abba de su oración. Sabemos que se trata de una palabra familiar, propiamente infantil, cargada de confianza; que era hasta él inusitada en ese uso religioso 9. De esta manera, al mismo tiempo que confirma la tesis del primado de la invocación en el monoteísmo profético, nos da entrada a lo más original del profeta Jesús de Nazareth, a aquel testimonio de su experiencia religiosa personal que fundamentará el desarrollo de la fe cristiana en la Trinidad y la Encarnación. Jesús, por otra parte, no se mostró celoso de su original experiencia religiosa. Enseñó a sus discípulos a orar invocando a Dios como Abba. Era invitarlos a una actitud de amor y confianza, orientada a la vez hacia Dios y hacia el prójimo, hijo de Dios. Invitarlos a no arredrarse en el vivir todo desde un diálogo con el Tú absoluto. Ello iba unido a su convicción de que llegaba el Reinado de Dios. Vivir ese diálogo y actuar en consecuencia, logrando unas relaciones humanas transparentemente fraternales, podemos decir resume el proyecto cristiano. Cuando a fines del siglo primero vayan fraguando las fórmulas de confesión de fe, «creer en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo» no será tanto una ilocución asertiva de que existe Dios y que está configurado trinitariamente, cuanto una ilocución de entrega personal a Jesús, al Padre que Él anunció y al Espíritu con que vivió. Pero quizá ya he repetido demasiado esto de que el creyente no es un hombre que propone teoremas sobre un objeto llamado «Dios», sino alguien que vive en el ámbito de un Tú absoluto. Es ya hora de añadir: hacer eso lleva implícito que se puede decir algo, y de hecho se dice, sobre Dios. También objetivamos de algún modo al «tú humano»; y la posibilidad de hacerlo es consustancial con el que, incluso cuando no lo objetivamos, lo tengamos por real y dialoguemos con él.

Hemos de transmitir la fe. Eso no puede hacerse sin un anuncio 10. El mismo Jesús habló algo sobre el Padre y fundamentó en Él la exigencia de un comportamiento fraternal: todo el «sermón del monte» está impregnado de esa lógica. La confesión de fe que responde al anuncio -como el anuncio mismo-, aunque la desborda, incluye una afirmación. No es, pues, eludible el afirmar a Dios, el hacerlo objeto de una ilocución asertiva. Pronto, además, surgirá la necesidad de hacer alguna teo-logía Porque será necesario responder, en una serie de afirmaciones sistemáticamente ligadas, qué es lo que creemos; más aún, habrá que no rehusar el desafío de intentar una argumentación que dé a entender por qué creemos así.

En ese momento hemos llegado al punto que más estrictamente responde a lo que teníamos enunciado desde el título: Lenguaje sobre Dios. Incluso después de haberlo situado debidamente, presenta dificultades. Intentemos plantearlas bien y ver qué solución puede ser razonable.

2

Sobre Dios:

Verdad simbólica y concepto-límite

«SOBRE AQUELLO de lo que no se puede hablar, mejor es callar». Con este conocido aforismo11 cierra Ludwlg WITTGENSTEIN su Tractatus logico-philosophicus, una de las obras filosóficas que más han marcado al pensamiento de nuestro siglo. Entre eso de lo que no se puede hablar está -y no de cualquier modo, sino a fortiori- Dios. Un problema de siempre, que habían vivido con fuerza grandes hombres religiosos (recordemos a Gautama Buda prohibiéndose todo discurso sobre el Brahman y el Atman), un problema que también habían vivido e intentado resolver los creyentes monoteístas, porque surge de la distancia que separa a lo Absoluto del hombre y su lenguaje adaptado a la finitud, se ha planteado con máxima agudeza en la mitad de nuestro siglo XX . Para WITTGENSTEIN la convicción citada traía la consecuencia de buscar a Dios (como a las otras realidades más importantes: la moral y el arte, el sentido) fuera del lenguaje. Otros sacaron de ahí otra conclusión más dura, estrictamente atea: «Dios» ni siquiera puede tener significación. Otros quedan en el agnosticismo. No podemos aquí, naturalmente, intentar resumir una controversia que ha durado varios decenios 12.

Lo que quisiera es abordar por mi cuenta el problema, tratando ante todo de precisarlo en dos vertientes esenciales; buscando después la aportación de la tradición; y, por fin, proponiendo para él una solución positiva que juzgo razonable, bajo los lemas de «verdad simbólica» y «concepto-límite».

2.1

Primera vertiente del problema:

¿que referencia?

AQUÍ YA el planteamiento ha de situarse en el marco de la sintaxis y la semántica. Hablar sobre alguien es en última instancia atribuir predicados a un sujeto. Lo que la crítica lingüística actual objeta al intento de hablar sobre Dios es: a) que no hay modo coherente de designar el sujeto a que suponemos referirnos, y b) que no son coherentes con lo que se presume ser el tal sujeto los predicados que se le pueden atribuir 13.

Hagámonos cargo, ante todo, del problema de la designación o referencia. Cuando, bajo el iIocutivo de aserción, entrelazamos en un discurso múltiples afirmaciones que se pretenden descriptivas de la realidad, informativas para nuestros interlocutores de qué es lo que realmente hay, esas afirmaciones se estructuran en varios niveles de creciente complejidad y abstracción. Pero, si nos preguntamos por lo que decimos en los niveles más complejos y abstractos, reconoceremos que últimamente reposa sobre lo elemental y concreto. Ahora bien, la afirmación elemental y concreta, además de los predicados más simples, ha de contener insustituiblemente la referencia: es decir, un término designativo que refiera la predicación a algo externo al lenguaje; en principio, a algo de nuestro mundo sensible.

Busquemos un ejemplo fácil. Nuestros discursos y tantos de nuestros libros están llenos de afirmaciones de mil tipos diversos relativas al hombre y a la humanidad. Es obvio que todos esos ingentes edificios lingüísticos descansan sobre afirmaciones concretas que podemos ir haciendo sobre Pedro, Juan o María. Esto nos dice que la referencia de esos nuestros discursos es finalmente a esas realidades concretas que designamos mediante nombres propios. El nombre propio nos aparece así como un término designativo típico. Sigamos un poco más en el ejemplo. Nuestros discursos antropológicos pueden también versar (en los aspectos biológico-médicos) sobre componentes del ser humano, órganos, células. De nuevo aquí, lo abstracto debe reposar sobre lo concreto. Toda afirmación sobre «el ojo humano» debe verificarse en las que puedan hacerse sobre este ojo, ese ojo, aquel ojo... En este caso no es posible poner nombres propios; acudimos a otra forma de designación la más simple, que es el demostrativo. «Éste» es el término lingüístico probablemente más elemental: «lo aquí y ahora». (Notemos que cuando falla nuestra posibilidad de designación por nombre propio acudimos también al demostrativo. Si mi interlocutor duda entre varios Pedros posibles, tendré que acabar designándole con el dedo un punto del lugar y de tiempo y diciéndole: «éste y no aquél».)

Me parece que es desde aquí desde donde podemos también comprender lo que ocurre en la objetivación del «tú», de que antes hablamos. Observaremos otra dimensión del mismo ejemplo que considerábamos. Yo os estaba hablando a vosotros, a cada Tú presente, sobre el hombre. Habíamos convenido en que nuestro discurso abstracto reposaba sobre posibles afirmaciones del tipo: «Pedro es así, Juan es así». Ahora debemos añadir que, puesto que somos seres humanos, valdrían también afirmaciones como: «tú eres así, yo soy así». Con ellas, sin dejar de ser aquellos que nos comunicamos mediante el lenguaje, entramos además a ser objeto de nuestro lenguaje. (La peculiaridad de este doble papel deja una huella morfosintáctica; no decimos es así, sino eres, soy así.) Pasemos ya desde estas reflexiones lingüísticas a su aplicación al caso en que intentamos hablar sobre Dios. Dado lo que llevábamos dicho en la primera parte, parece que el acceso posible sería el análogo al último elemento del ejemplo. De la invocación, cuyo supuesto era (según reconocimos) un «Tú absoluto», a una objetivación básica como, por ejemplo, «¡Tú, oh Dios, existes!», el paso parece obvio; puede, incluso, verse implícito en la misma invocación. Pero, justamente al explicitarlo, advertimos el problema latente; un problema que el lenguaje religioso monoteísta daba por resuelto, pero en el cual tropiezan sus críticos contemporáneos. Hay una enorme diferencia, que amenaza con arruinar todo. Si, respecto a un «tú» humano, nos pregunta un tercero, podemos responder fácilmente; porque podemos suponer que todos, en mi lugar, tienen sustancialmente las mismas experiencias sensibles: tal rostro, tal tono de voz.... todo lo que puede describir una figura humana concreta. Lo que subyace a tales experiencias es lo que estaba siendo mi interlocutor, mi «tú», y que después he objetivado. Pero algo así es precisamente lo que jamás podrá indicar el creyente a quien le pregunte por lo que ha estado teniendo por su «Tú absoluto». Se nos hace así patente algo teóricamente sabido: Dios no es visible, ni tangible. No es espacio-temporal. Y parece que para el lenguaje humano los caracteres sensibles -y, en principio, públicos- son insustituibles para la designación de aquello a lo que al hablar nos referimos.

Se nos ocurrirá, naturalmente, acudir al nombre propio. Pienso que, cuando el creyente de hoy dice «Dios», piensa usar un nombre propio, como cuando dice «Pedro» o «Juan». Pero el crítico le hará dos objeciones. Una de ellas es la misma que estábamos desarrollando a propósito del «Tú absoluto»: en los nombres propios que usamos en el diálogo interhumano suponemos siempre que los otros conocen quién es el designado, tienen unas experiencias sensibles sustancialmente coincidentes con aquellas que nosotros mismos tenemos cuando usamos el nombre propio como vocativo: «¡Hola, Pedro!»; y en el caso de Dios, eso falla.

Otra objeción proviene del hecho de que «dios» en nuestras lenguas funcione más bien como nombre común. Es perfectamente correcto hablar de «los dioses» griegos o romanos. En un contexto monoteísta escribimos Dios con mayúscula; mediante ese artificio ortográfico queremos transformar la índole morfosintáctica de la palabra. Pero, naturalmente, no lo conseguimos. El Nuevo Testamento tropezó ya con la dificultad; y la resolvió mediante otro artificio: la anteposición del artículo definido: ho theòs, el dios. Ese recurso también es objetable. El artículo definido, cuando no equivale a un demostrativo, equivale a un cuantificador universal. Decir «el hombre es mortal» es decir «todo hombre es mortal»; no transformar «hombre» de nombre común en nombre propio.

Ya recordamos antes que en la tradición de Israel sí se pensaba, más efectivamente, llamar a Dios con un nombre propio: Yahvéh. En realidad, se hacía con apelación implícita a unas experiencias que se suponía habían sido públicas: las que habían tenido Moisés y los caminantes del Sinaí. Preguntado un fiel israelita del tiempo de los grandes profetas habría respondido: «Yahvéh es aquel que sacó a nuestros padres de Egipto». Esto es acudir al artificio de la «descripción definida», el que también nos puede justificar hoy si hablamos de Sócrates, a quien ninguno hemos visto. Podemos aclarar: es «el filósofo, maestro de Platón, que bebió la cicuta el año 399 ... ». Claro que si alguien hubiera insistido: «aquel que sacó a nuestros padres de Egipto ... : aquel ¿qué?», la respuesta que habría obtenido sería: aquel dios. Los israelitas emergieron paulatinamente de un clima politeísta y no tenían mucho empacho en encontrar una continuidad entre el uso politeísta de «dios» como nombre común y la apropiación monoteísta.

Vamos ya a pensar para nosotros. Creo que, por una parte, la pauta de la descripción definida es la más adecuada y aun la única correcta. Preguntado qué entiende por «Dios», un cristiano puede y debe responder algo así: «Aquél a quien se refería Jesús cuando decía Abba, Aquél de cuyo reinado hablaba, Aquél en cuyas manos se confió al morir y por Quien creyeron los primeros cristianos había sido resucitado».

Pero ya hemos dicho hace un momento que esta respuesta deja pendiente una instancia crítica: aquel ¿qué? Pienso que ninguno de nosotros estará dispuesto a responder: «aquel dios que ... » (Si a veces hoy contrastamos el «Dios de Jesús» con otros, somos conscientes de que con ello lo único que queremos hacer es destacar unos rasgos frente a otros, en una común fe monoteísta, por ejemplo, cuando la comparación es con el «Dios de Muhammad»; o bien lo hacemos para rechazar abusos absolutizadores que estigmatizamos precisamente hablando de «dioses de este mundo».)

El tratar de poder dar otra respuesta habrá de ir, sin duda, en la dirección de una reconstrucción de lo que pensamos pudo ser la experiencia religiosa de Jesús. Estará, pues, en buscar algo de lo que la hermenéutica llama «identificación de horizontes» y en tratar de respondernos la pregunta: ¿a qué llamaba Jesús: Abba? Y, por cierto, no diciendo: a Yahvéh. Porque eso sería históricamente correcto, pero con ello no habríamos hecho sino desviar la cuestión y hacérnosla más difícil. Creo que los cristianos tenemos, precisamente, como central la idea de que, si alguien en la historia humana ha sabido de qué hablaba cuando decía «Dios», ése era Jesús de Nazareth. Tenemos, pues, que atrevemos a reconstruir a qué se refería.

Pero antes de intentarlo -y puesto que ese intento implicará también la posible solución de la otra vertiente del problema que antes enunciamos- vamos a exponer en qué consiste ésta.

2.2

Segunda vertiente del problema:

la finitud semántica

ES UN problema más perceptible que el anterior. Constituye una objeción a cualquier atributo que se predique de Dios la finitud que lo afectará por el hecho de estar sacado del hombre o del mundo del hombre.

El problema, desde luego, no sería grave a quien estuviera dispuesto a transigir con el politeísmo. Los dioses han sido siempre un calco de los humanos, como notó gráficamente un conocido dicho de JENÓFANES en los mismos albores de la filosofía: «Los etíopes tienen dioses chatos y negros; los tracios, ojiazules y pelirrojos ... »; añadiendo: «Si los caballos y leones tuviesen manos y pudiesen dibujar como lo hacen los hombres, dibujarían dioses como caballos o leones». Curiosamente, muchos críticos actuales del hecho religioso, que subrayan fuertemente otras objeciones, no lo harán tanto con ésta; dando quizá el antropomorfismo por connatural e insuperable en la religión, no lo verán particularmente problemático quizá porque renuncian de entrada a tomar la religión con la absoluta seriedad y la absoluta exigencia de verdad que es inherente al monoteísmo. Para el genuino monoteísta, en cambio, hay en esto como una prueba de fuego. Ejemplo puede ser la radicalidad con la que aceptó el desafío y le intentó una respuesta el Obispo de Woolwich, John A. T. ROBINSON, y el éxito sin precedentes que tuvo su libro Honest to God 15. Hay que superar, insistía, todo lenguaje que habla de Dios, incluso no ya «en el cielo», sino «ahí fuera». Esta última afirmación, que a muchos había de chocar como contraria a la trascendencia, no es panteísta, y brota de la misma fuerza con que se quiere seguir pudiendo afirmar con honestidad intelectual: «Dios existe», al mismo tiempo que se toma en serio la visión del mundo de las ciencias contemporáneas, que no permite verlo como homogéneo e interferente con los procesos del cosmos 16.

El intento de eludir el peligro antropomórfico conduce así, inevitablemente, a algún tipo de elaboración metafísica. Los precedentes de Grecia y la India se han repetido muchas veces. El ser, la sustancia, la causa... son términos predilectos en las tradiciones Iingüísticas indoeuropeas para significar lo que se entiende puede suplir con ventaja a los dioses antropomorfos. Hay que notar en seguida, sin embargo, que no será sin dificultades. La dificultad va en una doble dirección: por una parte, la abstracción de esas nociones resulta menos afín con el talante propiamente religioso, que se expresa primariamente en la invocación y en la oración. Dios queda despersonalizado y el camino está preparado a la queja contra «el Dios de los filósofos». Por otra parte, podrá aún seguir objetándose contra la presunta pureza de antropomorfismos que así se piense haber logrado. ¿No son, después de todo, también humanas las mismas nociones metafísicas? La tradición monoteísta cristiana, como en seguida voy a recordar, es en este punto extraordinariamente crítica y da el testimonio más notable de insatisfacción. La objeción contra su teología metafísica que más sintió deber afrontar no fue tanto la de que ella desvirtuaba la índole religiosa de su Dios cuanto la de que no exaltaba suficientemente su absoluta heterogeneidad.

Para no perdernos en una excesiva complejidad, es preferible tomar como problema eje el del contenido semántico de la central invocación cristiana, Abba. Dios es llamado «Padre». ¿En qué sentido? Obviamente, no en el que encontraríamos en primer lugar en cualquier diccionario: «macho que ha engendrado». No es difícil comprender la evolución semántica que desde ahí conduce a un significado complejo que aúna rasgos como: origen, carácter protector, amor benevolente, etc. De hecho, encontramos -como es bien sabido- ya en los mismos escritos fundacionales cristianos un intento de versión más cercana a lo conceptual. Lo que Jesús quiso decir con Abba y con «el Padre» es lo que en la primera carta de San Juan se dice como proposición asertiva: ho theòs agápe estín, Dios es amor. Todas las más esenciales fórmulas cristianas de confesión, la Trinidad, la Encarnación, la Gracia, y los más importantes desarrollos teológicos cristianos están en germen en este campo semántico que conjuga Dios-Amor, Padre-Hijo, Espíritu.

He hablado de «una versión más cercana a lo conceptual». Entiendo aquí por «concepto» aquel significado de un término lingüístico que admite una definición suficientemente exacta, con exclusión de la excesiva polisemia y determinación inequívoca de las condiciones de aplicación. Pienso que desde la denominación de «Padre» a la de «amor» hay, en efecto, un cierto proceso de conceptualización. Pero querría añadir inmediatamente que sería ilusorio verlo como simple y total. Cualquier definición que demos de «amor», si ha de cumplir las condiciones dichas, será humana y presentará al atribuirse a Dios no pocas de las dificultades que podía presentar «Padre». ¿No vienen de aquí las conocidas objeciones contra la existencia de Dios en razón del mal que hay en el mundo? (Objeciones del tipo: ¿quién de nosotros dejaría a aquellos que ama en situaciones así?, etc.) Al intentar responder a esas objeciones, la estrategia prácticamente insustituible de los creyentes consiste en buscar una relajación semántica, una cierta «des-conceptualización». Es normal -y, como diré después, creo que es correcto- hablar entonces de uso simbólico de los términos. «Símbolo» es más rico y polivalente. Pero se sobreentiende que usar los términos simbólicamente no equivale a vaciarlos de significado ni de pretensión de verdad; un punto éste que habrá que argumentar.

2.3

Afirmación causal, negación y eminencia

D/CONOCIMIENTO: VAMOS ahora a volver la mirada atrás para recoger la aportación de una línea de tradición cristiana que intentó afrontar directamente y con notable audacia el problema que la finitud semántica crea a la atribución a Dios de las denominaciones que tomamos del hombre y del mundo.

D/INNOMBRABLE: Al tener que desenvolver una polémica contra el politeísmo antropomorfo, ya los apologetas del siglo II hablaron de Dios como innombrable. Recordemos esta enérgica expresión de ·JUSTINO-SAN: «Nadie es capaz de poner nombre a Dios inefable; si alguien se atreve a decir que hay un nombre que expresa lo que es Dios, muestra estar absolutamente loco»17.

En un pasaje justamente célebre, los Hechos de los Apóstoles habían presentado a San PABLO estableciendo un primer contacto con la intelectualidad del mundo helenista mediante un hábil discurso en el que rechazaba los antropomorfismos ambientales y aceptaba apelaciones más metafísicas en la búsqueda del Dios único. El hecho de que tal discurso en el Areópago de Atenas se introduzca por una reflexión de PABLO a propósito de un altar «al dios desconocido» ha sido probablemente 18 causa de que adoptara el seudónimo de «Dionisio el Areopagita» un escritor cristiano del siglo V que, en espíritu neoplatónico, acuñó fórmulas muy audaces de depuración del lenguaje sobre Dios. El seudónimo le confirió autoridad y lo convirtió en determinante para la posterior tradición intelectual cristiana.

La tendencia más marcada del PSEUDO-DioNISIO es mística -«Teología mística» es el título del último, más breve y más claro de sus tratados- . Por la negación se llega a la superación del pretendido saber sobre Dios, y por ésta a la unión con Dios 19. San JUAN DE LA CRUZ profesó inspirarse en él para subrayar la necesidad de la «noche oscura». A pesar de ello, hay quizá en el escrito más metafísica que mística; por cierto, metafísica de la mejor, fuertemente crítica para su mismo esfuerzo conceptualizador y preocupada con total prioridad por la trascendencia de lo Absoluto.

Su fórmula ternaria se divulgó profusamente y aun se trivializó en la vulgata escolástica: «afirmación causal, negación, eminencia». A veces se entendió, en un ingente contrasentido, como si se refiriera a tres «vías» opcionales o complementarias. En realidad, son tres pasos igualmente imprescindibles de un único proceso. El siguiente texto es uno de los varios que presentan la adecuada síntesis:

«Es necesario afirmar de Él todas las afirmaciones (tesis) de todas las realidades, como Causa de todas; y es aún más necesario negarlas, por cuanto está por encima de todas; y no pensar que las negaciones se oponen a las afirmaciones, sino, más bien, que la Causa está más allá de las privaciones, sobre toda afirmación y negación» 20.

TEOLOGIA-NEGATIVA:: Se ha solido caracterizar como «teología negativa» la idea central del ·PSEUDO-DIONISIO. Es correcto, porque su acento más fuerte está puesto en la necesidad de la negación. «Las negaciones en lo de Dios -dice en otro texto 21_ son verdaderas: las afirmaciones, inadecuadas». Pero se malentiende si se quiere comprender como una doctrina de la pura negación. La negación trabaja siempre sobre una atribución afirmativa, hecha por razón del vínculo causal. Y conduce más allá de la misma negación. Quizá lo más oscuro es este estadio final. Se le llama agnosía; pero sería desacertado aproximarlo a lo que hoy entendemos por agnosticismo. Metafóricamente, el PSEUDO-DIONISIO lo llama la «Nube» o «Tiniebla» en que habita Dios. Sugiere al mismo tiempo la incognoscibilidad esencial divina (una tesis metafísica) y un paradójico conocimiento que alcanzaría el hombre precisamente al superar su pretendido saber y hacerse consciente de su desconocimiento. Aquí es, obviamente, donde se ubica el elemento místico. Quizá vale precisar: donde el místico en el sentido estricto encontrará una situación cognitiva de orden superior y donde el no-místico puede al menos reconocer que algo así sería lo único apto.

En la estela del PSEUDO-DIONISIO se situaron una serie de influyentes pensadores medievales, entre los que los más destacados son el maestro ECKHART y el cardenal de CUSA, Nicolás KREBS. Me referiré sólo a este último y con la mayor brevedad. D/PARADOJAS: Su peculiaridad debe cifrarse en la plasmación de la básica intuición del PSEUDO-DIONISIO en un ingenioso despliegue de paradojas. Dios es el Máximo-Mínimo (fuera de cualquier intento de medida), el Non-Aliud (porque la aliedad significaría que es, al menos, homologable; siendo así que en otro sentido es absolutamente Aliud), la Coincidentia oppositorum (en la que, sin vacilación, se supera el principio lógico de no-contradicción), la Complicatio mundi (así como el mundo es la explicatio Dei).

Esta última expresión puede darnos una importante clave: lo que se intenta sugerir con la múltiple paradoja es la fusión última en un punto unitario de todas las líneas que arrancan del mundo que conocemos. A ese punto sería pretensión absurda llegar; queda simplemente insinuado como un «límite»; en alguna ocasión se dice esto mismo más explícito bajo la imagen geométricao de la circunferencia, límite de los polígonos inscritos al tender a infinito el número de lados.

En otro libro, el mismo título es un audaz ejercicio de paradoja que apunta hacia el límite; aquí es la estructura lingüística la que es sometida a ese procedimiento. Dios es Possest. El artificio une en un solo término los opuestos que son el infinitivo y el verbo conjugado; añadiendo aún la contraposición que, en el campo semántico del ser, supone el «poder ser» frente al «ser realmente»: posse=est. Difícilmente se puede elaborar una fórmula más expresiva de la dificultad y de la posible solución para la antinomia conceptual del «Ser necesario» (una necesidad ni puramente lógica ni simplemente fáctica ) 22 . Algo más diré pronto, prolongando la fecunda sugerencia de esta denominación.

Pero es más importante destacar el eco que el PSEUDO-DIONISIO encontró en el pensador medieval más equilibrado, Santo TOMÁS DE AQUINO. Porque, si bien la teología negativa suena en él con cierta sordina, el hecho es que suena sustancialmente y con eso queda consagrada. Y en lo relativo a Dios, determina el pensamiento metafísico tomista mucho más que el más patente influjo aristotélico. Lo que Santo TOMÁS buscó bajo el título de analogía, para fijar el sentido en que son correctas las atribuciones a Dios de términos de nuestro lenguaje, queda mejor descrito como «dialéctica» en el espíritu de PLATÓN y los neoplatónicos; y su pauta concreta la da el PSEUDO-DIONISIO 23. A propósito del texto que antes cité, «las negaciones en lo de Dios son verdaderas: las afirmaciones, inadecuadas», admite que todos nuestros términos (ejemplifica en «bueno» y «sabio») «pueden absolutamente ser negados de Dios, ya que no le convienen, según el modo que se significa» 24. Veamos esta insustituible explicación: «Y así, según la doctrina de DIONISIO, se atribuyen triplemente a Dios estos predicados. En primer lugar, afirmando, v. gr.: Dios es sabio; lo cual debe hacerse porque hay en Él una semejanza de la sabiduría que de Él fluye. Pero, puesto que no hay en Dios sabiduría como la que nosotros concebimos y nombramos, puede verdaderamente negarse, añadiendo: Dios no es sabio. Y, como no se niega de Dios la sabiduría porque Él sea deficiente en ella, sino porque está en él más eminentemente (supereminentius) de cuanto nosotros podemos decir o entender, hay que decir que Dios es supersabio. Según este triple modo de denominar sabio a Dios, hace Dionisio entender perfectamente como sucedan nuestras atribuciones» 25.

El proceso es, efectivamente, el mismo del PSEUDO-DIONISIO. Se respira en Santo TOMÁS una mayor confianza en la relevancia intelectual del «super» final. Pero, como ahí no se llega sino a través de una negación que es tomada con toda seriedad, resulta realmente ser un fuerte correctivo del antropomorfismo. Ningún concepto humano representa a Dios, aunque pueda significarlo. El mismo título esencial, «Ipsum Esse Subsistens, el mismo Ser subsistente», hay que entenderlo como un límite paradójico semejante al Possest de Nicolás DE CUSA y recoge así, en el seno de la metafísica tomista, la tradición de la «teología negativa».

Es legítimo preguntarse si la obra teológico de Santo TOMÁS resulta en su conjunto coherente con esta severa pauta metodológica que se propuso en ciertos pasajes. Y es legítimo pensar que no logró la plena coherencia. Desde luego, es claro que no la tienen los múltiples tratados escolásticos que se sitúan bajo su invocación. Prevaleció la cómoda asertividad, propia de la posesión pacífica en una sociedad mayoritariamente cristiana; y ha sido la crítica lingüística de nuestro siglo la que ha revalorizado la tradición de la teología negativa como búsqueda de una salida del agnosticismo.

Todavía he de añadir precisiones sobre ella. Pero ahora ya hablaré no como quien acoge una aportación histórica, sino como quien trata desde ella de responder al problema.

2.4

«Verdad simbólica» y «concepto-límite»

RECOJO el problema donde antes lo dejé. Hemos de atrevernos -dije- a una reconstrucción de aquello a que Jesús se refería cuando decía Abba. Hemos también de intentar aclarar y justificar de algún modo la posibilidad de la atribución semántica que esa invocación implica. (No me refiero ahora directamente a que la fe cristiana personalizada incluye una experiencia que reconstruye a su modo la de Jesús, sino a la reconstrucción reflexiva del lenguaje asertivo de esa fe, e n su doble vertiente: designativa y semántica). VERDAD/SIMBOLICO: SIMBOLICO/VERDAD: Empezando por lo último, quizá el paso esencial está en que reconozcamos el valor del lenguaje-simbólico; un valor que incluya auténtico acceso a la verdad. En los últimos siglos -y crecientemente, hasta no hace mucho- cundió un horror a llamar «simbólicos» nuestros pronunciamientos lingüísticos sobre Dios. Quien se atrevía a insinuar que es simbólico el lenguaje de los dogmas católicos incurría por ello solo en sospecha de estar negando su verdad. Esto se correspondía con el clima epistemológico reinante, en el que se daba por supuesto que sólo la ciencia llega a la verdad y se relegaba lo simbólico para la expresión de emociones. Hoy este imperio de la ciencia -el «cientismo»- va cediendo paso; ante todo, porque las ciencias se hacen muy conscientes de sus limitaciones. Hay también una creciente consciencia de la complejidad de lo real y de la correspondiente complejidad de la capacidad cognitiva del hombre. Hablar de verdad simbólica empieza a no ser disonante en nuestro medio cultural.

Para la fenomenología de la religión, el valor del símbolo es máximo e insustituible. «El símbolo», ha escrito ·Mircea-ELIADE 26 , «prolonga la dialéctica de la hierofanía». Ya sabemos que a través de las hierofanías -que pueden ser variadísimas según las culturas-, es como los humanos nos orientamos hacia el Misterio. Al Misterio se dirige el hombre en ámbito monoteísta desde unas hierofanías muy transparentes, la máxima de las cuales para los cristianos es la vida y la muerte de Jesús. Se dirige también mediante símbolos, en un lenguaje simbólico. Habrá que depurarlo de lo más estrictamente mítico y tender a conceptualizar en lo posible, pero sin abandonar el carácter simbólico. Un lenguaje que quisiera hacerse simplemente conceptual se encontraría impotente o bien falsificaría el Misterio.

Quizá puede iluminar lo que voy diciendo una cita de lenguaje simbólico no precisamente monoteísta, sino de la proclamación moderna más famosa del abandono del monoteísmo Me refiero al discurso puesto por ·NIETZSCHE en labios del loco en el conocidísimo apólogo de la Gaya Ciencia:

«¿Adónde se ha ido [Dios]? Voy a decíroslo. Lo hemos matado nosotros. Vosotros y yo. Todos somos sus asesinos, pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja capaz de borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desprender esta tierra del sol? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros, apartándonos de todos los soles? ¿No nos precipitamos continuamente?, ¿hacia atrás, adelante, a un lado y a todas partes? ¿Existe todavía para nosotros un arriba y un abajo?, ¿no vamos errantes como a través de una nada infinita?, ¿no nos absorbe el espacio vacío?, ¿no hace más frío? ¿No viene la noche para siempre, más y más noche? ¿No se han de encender linternas a mediodía? ¿No oímos todavía nada del rumor de los enterradores que han enterrado a Dios?» 27.

ATEISMO/EFECTOS: ¿Podría haberse dicho de otra manera que mediante esa genial acumulación de símbolos lo que significa en profundidad el acontecimiento de la pérdida de la fe en Dios, ese acontecimiento que ateos vulgares tienden a trivialIzar? Los mismos creyentes tenemos que agradecer inmensamente que se nos haga caer en la cuenta de lo tremendo de nuestra afirmación de Dios; también nosotros podemos trivializarla. Y vemos también qué poco profundo sería mantener que ese lenguaje no puede aspirar a ser verdadero, porque no es científico.

Pero, si admitimos que ése es el lenguaje adecuado para un mensaje así, ¿no debemos decir correlativamente que el anuncio de la fe monoteísta no tiene que rehuir la expresión simbólica? Eso sí, tal apelación no puede ser una renuncia al espíritu crítico. Urge hacer algo así como una Crítica de la razón simbólica que justifique y limite el alcance de verdad de los pronunciamientos simbólicos y proporcione criterios para discernir en ellos lo aceptable y lo rechazable 28.

Diré aquí sólo lo que me parece indispensable. Como presupuesto habría que poner lo que en otra conferencia acogí a la «razón vital» 29 : la existencia y legitimidad de vivencias de «fundamento» y de «esperanza», «barruntos fiables» que nos orientan hacia el Misterio religioso como supremamente valioso y real. Quien admita eso, encontrará también razonable el llamar «padre» al Misterio con la apelación simbólica que usó Jesús. Encontrará, ulteriormente, oportuno el tratar de esencializar tal símbolo y decir: «Dios es amor». No pensará que, con sólo decir esto, ha pasado simplemente del terreno simbólico al conceptual.

«Amor» sigue siendo un término del léxico humano, con una semántica cargada de significados humanos, que no podría atribuirse en una predicación conceptual, «unívoca», a Dios. Lo que la tradición teológica cristiana elaboró como «analogía» combinaba de hecho dos procesos simbólicos; aunque poco a poco fue perdiendo conciencia de ello y al final no era muy diverso de la univocidad.

Vamos a tratar de que no nos ocurra eso; de conservar el sentido simbólico y, al mismo tiempo, toda la pretensión de verdad, ya que nada hay más decisivo para quien quiere adherirse al Dios anunciado por Jesús.

Creo que, de entrada, habremos de hacer nuestro el proceso dialéctico que Santo Tomás tomó del PSEUDO-DIONISIO y decir algo así: de Dios hay que afirmar que es amor; porque tenemos que pensar que hay en Él un origen misterioso de eso que nosotros vivimos como amor; y porque sólo en el supuesto de que es real algo que podamos llamar «Amor Originario» tiene sentido el más constitutivo de nuestros proyectos vitales 30. Pero, para no incurrir en un contrasentido, y puesto que lo que llamamos «amor» está cargado de imperfección al estar tomado de nuestro vivir, hemos de añadir inmediatamente: Dios no es amor. Entendiendo, eso sí, que al corregir de esta manera nuestra denominación simbólica, no lo hacemos porque Dios sea menos que «amor», sino porque desborda infinitamente todo lo que nosotros podemos entender y significar.

Supongo que podemos estar sustancialmente de acuerdo, tras todo lo que llevamos dicho. Supongo también que subsisten en nosotros algunas dificultades. En seguida las voy a plantear y a tratar de resolver. Pero antes voy a hacer una adición importante: voy a mostrar que esta apelación al proceso dialéctico resuelve de algún modo -y pienso que del único modo posible- el otro problema que antes planteamos y dejamos pendiente: el de la referencia.

En efecto: allí donde nos fallaba un nombre propio (porque no podíamos suponer experiencias inequívocas y participadas de Dios) ni era posible el uso del demostrativo (porque Dios no es espacio-temporal), la ruptura de moldes, que es esencial al proceso dialéctico, ofrece una solución; porque, en ese límite no alcanzado al que últimamente apunta, señala una singularidad absoluta 31.

El uso (que acabo de insinuar) de la imagen matemática del «paso al límite» permite recoger una expresión de KANT, que llamó «concepto-límite» al término del esfuerzo racional humano por expresar lo Absoluto, en el ámbito lingüístico más genérico y envolvente, el del «ser». Ahí también se situaba, como recordé antes, la aplicación probablemente más profunda encontrada por Nicolás DE CUSA en sus esfuerzos por expresar Coincidentia oppositorum: la de «Possest». Coincidente, dije, con la noción clave de la metafísica tomista del ser: «el mismo Ser Subsistente». En ese ámbito, el proceso es analizable con mayor rigor.

SER/ENTE ENTE/SER: Veamos esto un poco más de cerca. El sistema semántico que es vehiculado por el verbo indoeuropeo «ser» que probablemente tiene correspondencia en todas las lenguas y representa así lo que CHOMSKY llama un «universal lingüístico»- refiere precisamente a la realidad en cuanto realidad y no en ninguna particularidad. Decir, en infinitivo, «ser» es decir todo lo que es o puede ser real; es también decir la actualidad por la que lo real es real. Pero es decirlo en una extraña situación de abstracción. «Es diverso -enunciaba un aforismo de BOECIO- el ser y aquello que es; el ser no es, sino que aquello que es es por el ser». Se establecía así una distinción entre el ser y el ente (aquello que es), que atestigua la finitud y la contingencia de todo lo que nosotros conocemos. No tenemos por qué situar la distinción en las cosas mismas; pero, para nosotros, por el hecho de que las conocemos así, cada cosa se presenta como algo que no es todo ser (finitud) y como algo que, en sí, puede no ser (contingencia).

D/SER-SUBSISTENTE: Si, en este supuesto, cuando decimos «Dios es» (Dios existe), pretendemos haber hecho una afirmación como cualquier otra, hacemos un contrasentido: lo hemos sometido a la misma estructura de todo lo demás, lo hemos hecho finito y contingente. Sólo donde idealmente se suprima la distinción, tendremos al Absoluto, al Infinito y Necesario. Eso quiso decir Santo TOMáS al negarse a llamar a Dios ente 32; tampoco, obviamente, quería llamarlo ser (abstracto). Pero «el mismo Ser subsistente», síntesis de ser y ente (del «ser» y «aquello que es»), como concepto-límite, da el instrumento lingüístico más depurado para la referencia humana a lo Absoluto. Es un instrumento semánticamente MUY neutro, casi puramente sintáctico, cuya virtud es marcar la pauta de cualquier atribución semántica que haya de completarlo. Quien comienza refiriéndose al paradójico Ser Subsistente se compromete a no decir de Él nada que no deba ser, después de afirmado, negado; para de ese modo sugerir que está más allá de la afirmación y la negación 33.

Podemos, en consecuencia de lo dicho, ofrecer ya una descripción definida que aclare nuestro uso de «Dios» como nombre propio; nos referimos al Absoluto, conscientes de que a Él se dirigía Jesús con la invocación simbólica «Abba». Más elaboradamente podemos añadir: lo que significamos (dialécticamente) como el mismo Ser Subsistente creemos poder afirmarlo también como Amor Originario, «el mismo Amar Subsistente».

2.5

Jerarquía de símbolos y

privilegio del amor personal

LA SOLUCIÓN que he presentado se,presta a varias objeciones. Es probable que la que más pueda intranquilizar a muchos, quizá hasta disuadirlos, sea la indiferenciación en que parece sumir a Dios respecto a atribuciones diversas. «Es amor, no es amor, es más que amor ... ». De acuerdo. Pero, ¿qué ocurre cuando sustituimos «amor» por otro término? En principio, habría que aceptar se hiciera con todos. Las tradiciones monoteístas hacen, como es bien sabido, múltiples y dispares atribuciones simbólicas. Dios es Roca, Alcázar, Escudo, Pastor, Ciudad, Fuente, Fuego, Viento, Luz... Entendemos, probablemente, el matiz peculiar que justifica cada uno de esos simbolismos. Y no tenemos inconveniente en su uso con tal de sobreentender siempre la pauta dialéctica marcada por el fundamental concepto-límite. Es, no es, es más que... Pero el creyente se rebelará si con ello se sugiere que, tratadas de esa manera, resultan de igual rango cualesquiera denominaciones simbólicas que hagamos. Le parecerá que se ha vaciado de sentido la peculiaridad del Abba de Jesús, del «Dios es Amor».

Hay aquí algo realmente problemático, que ha apartado del monoteísmo a un filósofo de nuestro siglo, quizá el más cercano por todo lo demás. ·JASPERS-Karl ha creído deber optar por lo que llama «fe filosófica» frente a la «fe de revelación». Todo es cifra de la Trascendencia para el hombre que ha llegado a vivir como existencia, en libertad. Pero en ese mundo de la «cifra» -que podemos tener como equivalente de símbolo- debe incluirse también la apelación personal, sin especial consideración: Dios mismo es cifra 34. JASPERS se muestra comprensivo. La mayoría de los humanos necesita la religión, ese «trato personal con la Trascendencia en las cifras del Dios personal y de la oración». Pero es superior la postura austera y crítica del filósofo que «se limita a aceptarse en su ser regalado y a "existir" en la responsabilidad de su libertad, respondiendo al silencio con el silencio» 35. Así también queda a seguro de los dogmatismos de la autoridad, que le parecen inevitables en las religiones que apelan a una revelación.

Una vez más en la historia, encontramos así en nuestros días la pretensión de superar al Dios de la religión -que es el que debe ser llamado Dios- hacia un «Dios de los filósofos», significativamente denominado con el término más neutro de «Trascendencia». No encontraremos la dificultad en que se nos diga que «Dios Personal» es cifra, puesto que hemos estado manteniendo que todo nuestro lenguaje al respecto es simbólico 36. La dificultad viene de que esa cifra se encuentre como al mismo nivel de cualquier otra. Lo que la conciencia religiosa parece pedir es el reconocimiento de una jerarquía de símbolos y de un rango privilegiado para el del amor personal.

¿Hay algún modo de convalidar críticamente esa exigencia del lenguaje monoteísta? Advirtamos bien los límites modestos que tiene esta pregunta. No tratamos de probar que tal lenguaje se imponga. Tratamos de comprenderlo en sus presupuestos y de apreciar si tales presupuestos son razonables. Desde hace muchos años vengo dándole vueltas a este problema y he presentado de diversas maneras un intento de solución. Hoy me parece encontrar todavía un núcleo válido en él y, por tanto, 'voy a hacer una presentación más, aunque muy simplificada, pues había en mis presentaciones anteriores algo barrocamente complicado que no me gusta ya 37 .

Por otra parte, hoy veo otra vía complementaria de solución, que desearía al menos iniciar. (Podemos llamar vía semántica a la primera, vía dialógica a esta segunda.) La que llamo vía semántica busca directamente comprender cómo atribuciones personales, y muy concretamente la del amor, pueden tener un privilegio esencial en el ámbito de las atribuciones religiosas simbólicas. Cómo la afirmación teologal de «el Amor Originario» podría no tener que renunciar a nada de cuanto de pretensión de verdad se conceda a la de «el mismo Ser Subsistente»; cómo podría ser ten'da también de algún modo como «concepto-límite».

Eso no es fácil. Porque, como recordé antes, la semántica del sistema «ser» es especialmente apta para indicar lo Absoluto por cuanto refiere a la realidad en cuanto realidad sin ninguna particularización. Aun así, hubo de someterse al proceso dialéctico, para superar la finitud y la contingencia, que se expresan en el participio «ente», y la abstracción del infinitivo «ser». Pero otra cosa habría que juzgar allí donde la finitud perteneciera más intrínsecamente a una noción. Después de establecer con buen sentido crítico esta diferencia, Santo Tomás parece haber dado por obvio, sin una prueba plenamente satisfactoria, que atribuciones personales, como «sabio, bondadoso ... », no contienen esa intrínseca finitud 38. Mi intento, en realidad, iba a llenar ese vacío, buscando explicitar los supuestos que podrían hacer plausible, y tener validez incluso hoy, lo que Santo TOMÁS asumía.

Creo que tales supuestos, reducidos al mínimo, son los siguientes: el más básico es una concepción personalista de la realidad, en la que ésta no queda repartida por igual entre lo personal y lo no-personal, sino que en lo más profundo suyo es personal-benevolente 39. D/AGAPE: En ese marco, un segundo supuesto es que, en eso que nosotros vivimos como «amor», hay algo que, aunque no como se realiza en nosotros, al menos permite formar desde base vivida una noción ideal que no incluya la finitud. Este segundo supuesto queda sugerido en la misma historia del lenguaje cristiano: el término ágape es, prácticamente, un neologismo acuñado para expresar un amor generoso, oblativo, plenamente desinteresado; tal que se supone que el cristiano en alguna medida lo vive y, al mismo tiempo, se siente muy distante de su realización ideal, por lo que colige que tal realización es propia de Dios. Sólo el Ser y Bien infinito puede amar con absoluto desinterés: tal es el sentido de la afirmación ho thèos agápe estín. Se nos exhorta a amar en el sentido de la agápe, pero no se podría decir que «somos ágape» ni que podemos aspirar a serlo.

Esto nos justifica en llamar al Absoluto «Amor Originario» con una pretensión de verdad que no podríamos tener en la inmensa mayoría de nuestras denominaciones simbólicas. Podemos, pues, emplear una fórmula calcada en la empleada en el sistema del ser y decir: «el mismo Amar Subsistente».

Llamo vía dialógica a la que ya indiqué veo hoy cada vez con más fuerza como complementaria de la anterior. Aludo, al darle el título de «dialógica», a la filosofía religiosa cultivada por Martín BUBER y los pensadores afines. Tomada en pleno rigor, esta filosofía se tendría probablemente por suficiente y rehusaría como innecesario e incluso improcedente un esfuerzo de análisis semántico como el que he estado realizando en toda la conferencia. Dios es el «Tú eterno» y sería degradarlo hablar «de Él». No comparto, ciertamente, esta extremosidad. Según ella, habría que proscribir también las argumentaciones en favor de la existencia de Dios; por mi parte, en otra conferencia de este mismo curso, hice ya ver que concibo mucho más positivamente el esfuerzo que puede desplegar la razón humana como apoyo para la fe. No como razón científica, pero sí como «razón vital», a partir de vivencias de fundamento y de esperanza. Aceptar eso creo me obliga a no dispensarme después del análisis semántico en la comprensión del lenguaje sobre Dios. Pero puedo ulteriormente enriquecerlo con la aportación de la filosofía dialógica.

Porque, como ya dije insistentemente desde el principio, es un hecho que el creyente monoteísta, más que hablar sobre Dios, se vive a sí mismo como en diálogo amoroso con Dios. Adopta así una actitud simbólica que preside y determina todo su lenguaje simbólico religioso. También aquí tiene aplicación la pauta metódica que concede relevancia a la fuerza ilocutiva sobre los contenidos. Más que ningún contenido semántico concreto, es esa actitud la que está exigiendo un privilegio esencial para el carácter personal-amoroso que tan constitutivamente atribuye a Dios. Si, como el mismo JASPERS es el primero en mantener, la actitud existencial es índice de la Trascendencia, la índole dialógica de esa actitud existencial justifica que la cifra de lo personal no sea tenida por una cifra mas, sino como aquella que da la clave para la comprensión de todas 40.

Reflexiones finales

EL DESARROLLO del tema ha exigido en algunos momentos cierto rigor técnico, lingüístico y filosófico. Espero que no habrá desvirtuado la comprensión de un mensaje de fondo que es fuertemente vital. Quiero, en todo caso, destacar ese mensaje, para terminar, en forma de breves enunciados.

1 YA SUBRAYÉ desde el principio que el creyente monoteísta más habla a Dios que de Dios. Y el mismo esfuerzo por comprender y justificar la peculiaridad del lenguaje monoteísta sobre Dios me ha conducido al final de nuevo a ese mismo subrayado. La fe es una actitud que incluye, ciertamente, una dimensión asertiva, referida audazmente al Misterio Absoluto tenido por Agraciante; incluye una afirmación de la Realidad última como Amor. Pero la actitud de fe no es viable si dicha dimensión no está envuelta en otras dimensiones; si, antes y mas radicalmente que término de afirmación, el Misterio Absoluto no es el «Tú» decisivo de la existencia creyente. Más cercano, pues, a la experiencia que a la expresión. Ésta es imprescindible; un cierto lenguaje, simbólico por cierto, es vehículo necesario de la fe. Pero ese lenguaje se vacía y se hace contradictorio si no va realmente envuelto por una genuina experiencia integral.

2 EL LENGUAJE humano se presta -eso espero haber mostrado- a esta gran vocación de servir a la relación de fe con Dios. Pero no se presta sin dificultades. No voy a repetirlas ni a repetir las soluciones que he sugeridos que estimo suficientemente satisfactorias. Sí querría añadir que la realidad de esas dificultades destaca, por contraste, el valor religioso del silencio. No el silencio absoluto; la fe no puede callar del todo. Pero la fe que ha aprendido en la experiencia y en la confrontación con las otras posturas humanas, se hace amiga del silencio. Con el «Tú» absoluto, como con los «tú» humanos que verdaderamente amamos, se van haciendo cada vez menos necesarias las palabras.

SILENCIO-DE-D: Y esta actitud silenciosamente adorante es también la más adecuada para acoger ese otro silencio, que para el no creyente tantas veces es escándalo y en el que el auténtico creyente tiene la piedra de toque de su fe: el silencio de Dios. (El que tantísimas veces nada cambie ante nuestra invocación y oración y el que el curso de la historia, que creemos regido por Dios, se nos presente tan poco semejante a esa palabra suya alentadora que nos gustaría oír.)

3 EL QUE la misma palabra sobre Dios que podemos llegar a decir sea tan sencilla a la vez que tan inmensa -ese «Dios es Amor», cifra suprema que puede ser concepto-límite, en que se plasma el Abba de la invocación de Jesús- nos remite a otro género de lenguaje sobre Dios, que sólo aludí de paso: que si no he desarrollado más es porque no podía hacerse todo y porque es tan sencillo que basta con enunciarlo. Querría, eso sí, que el hecho de anunciarlo como final le dé precisamente más relieve.

Me refiero al lenguaje narrativo. No narración sobre Dios, cosa imposible. Narración sobre Jesús. Por algo los escritos fundacionales cristianos se centran en ella como núcleo (y algo análogo ocurre en las otras tradiciones monoteístas). «A Dios no lo ha visto nadie. El Unigénito que está en su seno ha narrado» 41. Jesús narró indirectamente de Dios en sus parábolas, ese género simbólico tan suyo: «como el padre del pródigo, el pastor o la mujer preocupada por su dracma ... ». Narró aún más directamente con su propia vida: «pasó haciendo bien» 42 . La vida de Jesús, como se nos hace presente en los relatos evangélicos, es para nosotros la gran parábola del amor de Dios. Y, como se trata de una vida real y una vida humana como la nuestra, es una parábola por sí misma creíble, el mayor apoyo de nuestra fe; y encarna, del modo más inteligible que se pudiera pensar, la posible verdad humana sobre Dios.

Todavía es menester añadir un complemento a lo dicho. Escuchar continuamente esa narración sobre la «Palabra de Dios hecha carne» será siempre el primer tiempo de la fe. Pero ésta tiene un segundo tiempo no menos esencial, porque viva es sólo «la fe que actúa por el amor» 43 . El mismo creyente está constitutivamente llamado a ser el narrador, a seguir escribiendo en la historia humana, con su vida hecha seguimiento de Jesús, la salvadora parábola sobre el Dios que es amor.

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1. Cfr. sobre esa tipología MARTÍN VELASCO, J.: Introducción a la Fenomenología de la Religión. Cris- tiandad. Madrid 1976, pp. 74-75.

2. Ver, por ejemplo, el pasaje realmente típico de la vocación de Jeremías: Jr 1,4 y ss. Las citas, obviamente, habrían de multiplicarse.

3. Ex 34,6-7. Hay ecos en Ps 86,15, Ps 103, Ps 145, etcétera.

4. Ex 3,13-14. Sobre su interpretación, ver VON RAD, G.: Teología del Antiguo Testamento, I. Sígueme, Salamanca 1972, pp. 234 y ss.

5. La idea germinal en AUSTIN, J. L.: Palabras y Acciones (How to do Things with Words, 1960). El desarrollo ya clásico en SEARLE, J.: Actos de habla (Speech Acts, 1969). Cátedra. Madrid 1980.

6. Toda la 3ª. parte del Yo y Tú de M. BUBER se refiere al «Yo eterno». Es un texto realmente clásico para este enfoque.

7 Ver, sobre ello, RICOEUR, P.: Nommer Dieu. En «Etudes théologiques et religieuses», 1977, pp. 489-508.

8. JEREMIAS, J.: Teología del Nuevo Testamenio, I. Sígueme. Salamanca 1974, pp. 21-27.

9. JEREM AS, J.: Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento. Sígueme. Salamanca 1981. Y, en esta misma colección, AGUIRRE, R.: El Dios de Jesús. Ediciones S.M. Madrid 1985, p. 41-46.

10. Cfr. Rom 10,14-15.

11. WITTGENSTEIN, L.: Tractatus logico~philosophicus, 7.

12. Sobre ella puede leerse fructuosamente ANTISERI, D.: El Problema del lenguaje religioso. Cristiandad. Madrid 1976. Una respuesta sistemática en MACQUARRIE, J.: God-Talk. El análisis del lenguaje y la lógica de la teología. Sígueme. Salamanca 1977.

13. Neto planteamiento en CROMBIE, I. M.: The Possibility of Theological Statements. (En SANTONI, R. E.: Religious Language and the Problem of Religious Knowledge. Indiana University Press 1968, pp. 83-115), pp. 90 y ss.

14. La cita en FERRATER MORA, J.: Diccionario de Filosofía. Alianza Editorial Madrid 1979, II, p. 1794.

15. ROBINSON, J. A. T.: Sincero para con Dios. Ariel. Barcelona 1967.

16. ROBINSON buscó aclarar su postura en el posterior libro Exploración en el interior de Dios (Arlel. Barcelona 1969), donde calificó su posición como «panenteísmo» (p. 130). Trataba de acoger la protesta de D. BONHOEFFER contra las concepciones de Dios como «tapaagujeros», así como la consigna de la «desmitologización» lanzada por R. BULTMANN contra las representaciones antropomórficas. La inspiración más básica para la respuesta le venía, reconocidamente, de P. TILLICH, que habló de Dios como «la Profundidad del ser».

17. San Justino: Apología 1ª, 61 (M.G., 6, 422).

18. Cfr. VANNESTE, J.: Le Mystère de Dieu. Essai sur la structure rationnelle de la doctrina mystique du Pseudo-Denys l'Aréopagite. Desclée De Brouwer. Bruges 1959, pp. 180-181.

19. Ibíd. pp. 47 y ss.: afaíresis - agnosía - hénosis.

20. De la teología mística, 1, 2 (M. G. 3,1000).

21. De la jerarquía celeste, 2,3 (M.G. 3,156).

22. La noción de Ser Necesario (cuya esencia es el existir) entra de modo central en el «argumento ontológico»; pero, como ya sugerí en mi crítica de dicho argumento en otra conferencia de este ciclo (Razón y Dios. Ediciones S.M. Madrid 1985, pp. 48, 66), es separable de lo que en ese argumento es vicioso. Santo Tomás distinguía oportunamente entre un reconocimiento de la síntesis que esa noción enuncia secundum se y su operatividad quoad nos (Summa, 1, 2, l); con lo que rechazaba el argumento de San ANSELMO sin perder el derecho a apelar a la noción; naturalmente, que buscándole un estatuto totalmente sui generis. También KANT distinguía el «concepto ontoteológico» del «argumento ontológico» que no aceptaba; el concepto, como «concepto-límite» (Grenzbegriff), le parecía inevitable. La pretensión de J. N. FINDLAY (Can God's Existence be Disproved?, «Mind», 1948) de refutar la existencia de Dios por esta inevitabilidad de su concepción como Ser Necesario se debe claramente a una incomprensión de la especificidad del estatuto lingüístico de concepto-límite que se puede otorgar a ese «concepto». Encuentro que también adolece de esa incomprensión el rechazo genérico de la «Onto-teología» por M. HEIDEGGER.

23. Puede verse un desarrollo de esta interpretación en mi artículo «Analogía del Ser» y dialéctica en la afirmación humana de Dios. «Pensamiento», 1960, pp. 143-174, así como en mi Metafisica Trascendental. Ed. Revista de Occidente. Madrid 1970, pp. 257-286. Algo recojo más adelante en esta misma conferencia.

24. «Modo de significar» alude primariamente en muchos textos tomistas (por ejemplo, Summa, 1,13, 1, ad 2) a la misma estructura morfosintáctica de toda expresión nuestra, que supone (en su contraposición de abstracto y concreto) un objeto finito. En otros textos, como el presente, es más amplio e incluye elementos propiamente semánticos. Aun entonces se contrapone a otra presencia de finitud que afecte más profundamente el contenido semántico; que es llamada «modo de participar» (por ejemplo, In Sententias, 22,1,2; Contra Gentes, 1,30).

25. Quaestiones disputatae de potentia (1265), 7, 2, ad 5. Adviértase que no iguala, en el primer paso: «sabio» = «Causa de sabiduría» (una posición que rechaza en Summa 1, 13, 2); su afirmación .«hay en Él una semejanza ... » va a las condiciones de posibilidad de la causalidad primordial divina.

26. ELIADE, M.: Tratado de Historia de las religiones. Cristiandad. Madrid 1974, vol. II, p. 235

27. NIETZSCHE, F.: El gay saber, 125 (Trad. L. JIMÉNEZ MORENO. Narcea. Madrid 1973, p. 242).

28. Unas muy modestas contribuciones he ido buscando hacer: El lenguaje simbólico y su verdad (En DOU, A.: Lenguajes científico, mítico y religioso. Mensajero. Bilbao 1979, pp. 239-271); Lenguaje, símbolo y verdad (en VARIOS, Simbolismo, sentido y realidad. CSIC. Madrid 1979, pp. 119-139); Sobre la cognitividad de los símbolos. Apunte bibliográfico (En «Miscelánea Comillas», 1984, pp. 189-208).

29. Remito a lo que dije en mi otra conferencia, Razón y Dios (Ediciones S.M. Madrid 1985), pp. 18-20, 73 y ss.

30. Aludo, sobre todo, al argumento antropológico basado en la «vivencia de esperanza», qu expuse en mi anterior conferencia. (Razón y Dios, pp. 69-71).

31. Esta virtualidad del lenguaje paradójico es también la solución que insinúa CROMBIE al problema de la referencia en el artículo The Possibiliq of Theological Statemenis, citado en la nota 13; ver sus pp. 99-101. Creo que para su plena efectividad debe situársela en el ámbito del «ser», como explico a continuación.

32. Cfr., por ejemplo: «la Causa primera está sobre el ente por cuanto es el mismo ser infinito, mientras que se dice ente aquello que participa del ser ... ». (Comentario al «Libro de Causis», 6. Los subrayados son míos.)

33. Creo que ésta es la razón de la preferencia mostrada por P. TILLICH hacia una fórmula muy semejante a la tomista: Being Itself. No sugiere una visión panteísta, sino que busca un concepto-límite. El que lo califique de «no-simbólico» (Cfr. Teología Sistemática, 1. Ariel. Barcelona, p. 307), en contraposición con todas las demás atribuciones, lo que quizá muestra es que lo toma por más sintáctico que semántico; destinado a indicar la referencia para todas las atribuciones simbólicas.

34. JASPERS, K.: La fe religiosa ante la revelación. Gredos. Madrid 1968, pp. 226 y ss.

35. Ibíd., p. 229.

36. ¿No habremos de encontrar también simbólica con toda justicia la misma denominación de «Trascen- dencia»? Como recordé antes, también «el mismo Ser Subsistente» de Santo Tomás era el resultado de un uso «análogo» del término «ser»; un uso en el que combinaba dos procesos simbólicos, aunque con notable rigor que los transformaba en el proceso dialéctico ya visto.

37. Hice una primera presentación en El logos interno de la afirmación cristiana del Amor Originario (en el libro colectivo: Convicción de fe y crítica racional. Sígueme. Salamanca 1973, pp. 369-391); ulteriormente, en la Metafisica religiosa, publicada como segunda parte de la Filosofia de la Religión, en colaboración con J. MARTIN VELASCO. Ed. Revista de Occidente. Madrid 1973. Creo que, en el planteamiento, me preocupaba entonces demasiado la posición de P. TILLICH, porque entendía su afirmación de que «la denominación Being Itself es no-simbólica, en contraposición con todas las demás» de modo diverso a como ahora he sugerido (ver antes, nota 33), lo que me llevaba a darle un estatuto «trans-simbólico» y a buscar uno análogo para algunas denominaciones del ámbito del espíritu. Buscaba apoyar esto último en la «estructural connaturalidad» de los símbolos de ese ámbito; hoy encuentro a la vez oscura e imprecisa esta denominación si ha de proporcionar un argumento eficaz y no decir algo simplemente obvio. Pero mantendría aún que es a partir de la experiencia humana y en el estilo «transcendental» (de búsqueda de sus condiciones de posibilidad) como puede intentarse un argumento; más que deductivamente desde la suma perfección del ser. Espero no demorarme ya demasiado en mi proyectado libro Dios, pregunta humana, donde trataré detenidamente todo esto.

38. Como dije en la nota 23, la terminología tomista sobre «el modo finito de significar» es fluctuante. junto con ens -noción en la que la presencia de la finitud se debe sólo a la contraposición morfosintáctica de abstracto y concreto- alinea casi siempre a las nociones que expresan los fundamentales predicados del espíritu, como sapiens...

39. Implícito va otro presupuesto más básico, que en la filosofia del siglo xx resulta más plausible: no debemos comprender la realidad como idéntica con «objetldad» (según una propensión no infrecuente en la filosofía); sino a partir del darse en la conciencia (según el fundamental postulado metodológico de la «fenomenología» de HUSSERL); por tanto con doble vertiente, noema-noesis, objetiva-subjetiva.

40. Supongo que nadie interpretará lo que estoy manteniendo como una aprobación general acrítica de los antropomorfismos del diálogo religioso concreto (que temporaliza a Dios y supone en Él sentimientos cambiantes al modo humano). Sólo rnantengo que ese lenguaje cifrado alcanza una verdad de fondo que se pierde quizá en la abstención que preconiza JASPERS. El mismo creyente culto, por lo demás, sabrá normalmente interpretar así su comportamiento dialogal. Dramatizamos, por así decirlo, la verdad profunda de nuestra relación a Dios y de la misma realidad de Dios a quien nos dirigimos. Pero esa verdad profunda está, lo sabemos, más allá de la literalidad de nuestra insustituible dramatización. Puede verse un excelente desarrollo, afin con lo dicho sobre la «vía dialógica», en el libro de J. MARTIN VELASCO: El encuentro con Dios. Una interpretación personalisla de la religión. Cristiandad. Madrid 1976.

41. Jn 1,18.

42. Hechos, 10,38.

43. Gal., 5,6.

(·GOMEZ-CAFFARENA-1. _CHAMINADE. Págs. 9-76) .....................................................