CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS

 

¿IMAGENES O CONDUCTAS?

D/IMAGENES: El tema de las imágenes de Dios evoca inmediatamente el segundo precepto del Decálogo bíblico: «no harás imagen ni figura alguna, ni te postrarás ante ella ni la servirás», etc. Pero no esti claro si lo evoca como obstáculo o también como argumento. Pues, al decir eso, el propio Decálogo añade: «porque yo, el Señor tu Dios, soy un Dios celoso». Y con ello nos está dando una imagen de Dios en el momento mismo en que las prohibe. Una imagen (el Dios celoso) que es más falsa que verdadera, como todas, pero en cuya partícula de verdad puede haber algo que nos resulte válido para relacionarnos con Dios.

Y es que, en realidad, el texto bíblico no parece referirse sólo a imágenes objetivas, exteriores. Lo decisivo en él es que esas imágenes se concretan en conductas: postrarse, servir, dar celos... Por eso voy a tomar como guía de mi exposición el que lo fundamental del tema no son sólo las imágenes de Dios, sino las conductas referentes a Dios. Y que el tema de las imágenes de Dios se hace importante por cuanto esas imágenes se reflejan en aquellas conductas. Y esto puede tener particular importancia hoy, porque hoy tenemos más conciencia de lo insuficiente del lenguaje: aceptamos sin dificultad una crítica del lenguaje y una crisis del lenguaje sobre Dios. Pero creo que no somos igualmente lúcidos por lo que toca a nuestras prácticas referentes a Dios. Y, sin embargo, cada conducta encierra también una imagen bien explícita, pero que, al estar menos formulada, enmascara más su riesgo de idolatría.

Desde aquí entiendo por qué a mí se me ha pedido un análisis sociológico: de prácticas. Y voy a ceñirme expresamente a esa demanda, con sólo una ligera modificación. Pues creo haber ido comprobando que, cuando describimos prácticas referentes a Dios, el adverbio «hoy» sobra en el título: las prácticas relativas a Dios parecen ser siempre las mismas. Y si alguien piensa que mi enfoque se debe sólo al interés moderno por la praxis y a la desconfianza moderna ante toda teoría, que medite simplemente estas palabras de Guillermo de Saint Thierry, autor del siglo XII: «en este asunto de la idea de Dios es más importante la manera de vivir que el modo de expresarse» (Aenigma fidei, PL 188, 398 c. Subrayados míos).

Por supuesto que, en un tratamiento más teórico y más académico del tema, sí es posible hablar de las imágenes actuales de Dios. Cabría entonces hablar, por ejemplo, de la Process Theology, que salvaguarda como ninguna otra imagen la libertad del hombre y concibe a Dios como dialogando con esa libertad. O del Dios de la Cristología de Kasper, que corre el riesgo de olvidar a los sufrientes humanos y colocarlos «fuera» de Dios 1. O del Dios Crucificado de Moltmann, que corre el otro riesgo de introducir la negatividad en Dios mismo como momento necesario. O del Dios-amor de Jüngel, que parece tener algo de síntesis entre ambos. O del «Dios diferente» de Duquoc, que nos llevaba directamente a la imagen trinitaria de Dios, o el «Dios vida» de los latinoamericanos. También habría que haber comentado el vertiginoso texto de Nietzsche sobre la muerte de Dios... Este habría sido un buen enfoque erudito del tema; pero no sé si el propio de esta tribuna, pues tenía el riesgo de volver a encerrar en las aulas a una teología que pugna por salir también de ellas.

Un detalle relativo a Jesús me confirmó en el enfoque elegido y en el rechazo del tratamiento especulativo del tema: Jesús no hacía discursos sobre Dios. Las pocas veces que en los evangelios habla de Dios, parece ser en pequeiíos incisos, dichos como de paso, y que explican o fundamentan alguna conducta. Por ejemplo: no proclames tus limosnas, sino da en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto... etc. O bien: no habléis mucho al orar, pues vuestro Padre ya sabe lo que necesitáis. O también: si no perdonáis, vuestro Padre no os perdonará a vosotros...

Jesús no pronunciaba charlas ni ponencias sobre Dios. Jesús hacía otra cosa: «practicaba» a Dios e «invocaba» a Dios. Practicaba a Dios. ¿Cómo? En definitiva, dando vida al hombre, tanto a niveles personales («Dios perdona tus pecados», «tu Padre sabe lo que necesitas» ... ) como a niveles sociales («se acerca el Reino de Dios»). Y este «practicar» a Dios es precisamente lo que convierte a Jesús en el verdadero discurso sobre Dios, en «Palabra de Dios». Jesús también invocaba a Dios. Habitualmente, con el nombre de Abbá, pero en algunos momentos con la queja desesperada de Job, que es algo de lo más característico y de lo más escandaloso del discurso bíblico sobre Dios («Si todo lo puedes, quítame este cáliz ... », o «¿por qué me has abandonado ... ?»). Esta invocación convierte a Jesús en el verdadero «Hijo de Dios». Y ambas cosas juntas -practicar e invocar- hicieron a Jesús, para nosotros, «autor y consumador de la fe» (Heb 12, 2). Podemos, pues, concluir que la conducta de Jesús fue creer en Dios, en contraposición a las conductas que ahora describiremos.

ATEISMO/CAUSAS: Finalmente, una última razón me confirmó en este enfoque de buscar las imágenes de Dios no en nuestras ideas, sino en nuestras prácticas. Y fue ésta: cuando el Concilio Vaticano II reconoce que los creyentes tenemos una parte de culpa en el ateísmo moderno, porque hemos presentado una falsa imagen de Dios, no lo refiere meramente a nuestras presentaciones teóricas, sino a nuestras prácticas: «nuestra vida religiosa, moral y social» (GS, 19).

Y una vez anunciado el enfoque, todavía un par de observaciones antes de entrar en él. La primera es que yo mismo me incluyo en todo lo que voy a decir y a criticar. La trascendencia y la santidad del Padre están también ahí: en que nadie escapa a la mentira ni al pecado cuando quiere referirse a El. Mi charla, por eso, tendrá tanto de denuncia como de confesión. Y la segunda es que, a pesar de la falsedad de todas las imágenes de Dios, no siempre en ellas es todo falso. A través de ellas, a través de la gran dosis de mentira y aun de idolatría que contienen, puede ocurrir que el Dios que es Misericordia se nos acerque y nos envuelva en más de una ocasión. Y sólo Dios puede juzgar cuándo ocurre esto. Por eso mis denuncias, además de ser una confesión, quieren ser respetuosas, aunque luego, a lo mejor, mi tono se vuelva «caliente». Pero es que nadie puede hablar con razón de esto que me habéis pedido, porque sólo hay un modo dignamente humano de hablar sobre Dios, y consiste en intentar escucharle.

Con esto concluye la introducción. Ahora intentaré describir unas cuantas prácticas humanas relativas a Dios y desvelar la imagen de Dios que late en ellas. Para estar más situados, quizá nos ayude tener presente que la primera parte de mi escrito describe unas prácticas que pueden ser más típicas de gentes conservadoras o explícitamente religiosas. La segunda parte describe unas conductas que se consideran más «izquierdosas» o menos creyentes. Entre ambos grupos hay una actitud, la de «manipular a Dios», que es igual tentación para ambos. Y al final, en la conclusión, esbozaremos una práctica sencilla y a la vez dificil, que es para mí la única práctica ortodoxa: creer en Dios. Y que nos revelará algo decisivo de la imagen cristiana de Dios: que Dios es Aquél en quien sólo se puede creer; y que creer es algo que sólo puede hacerse respecto de Dios.

Primera parte

IMAGENES IDOLATRICAS

1. TENER A RAYA A DIOS (o el Dios del miedo)

D/MIEDO-TEMOR: Si hay alguna imagen de Dios de la que la Biblia y Jesús quieren liberarnos, es ésta: el Dios del miedo. Dios puede ser terrible, pero no temible; puede parecer abrasador, pero es purificador; y es exigente, pero la suya es una exigencia liberadora.

D/CASTIGO: En mi descripción voy a prescindir de todos aquellos que sólo temen «el castigo de Dios». Espíritus que, unas veces pequeños, pero otras sinceramente fieles, sólo imaginan a Dios como el policía dispuesto a dejar caer sobre ellos el palo a la primera. A éstos hay que repetirles con Jesús, una y otra vez: "No temáis». Y cualquier persona con una mínima experiencia pastoral sabe hasta qué punto es necesario repetir eso. Dios no es nuestro propio «superego», ni las durezas terribles de esta vida son castigo suyo. Además de enseñar eso, es preciso hacer comprender a muchas personas eso que llamamos la «autonomía del mundo». Pues, si mucha gente teme a Dios, es porque teme la dureza de la realidad y, a la vez, concibe el poder de Dios como la única causa de lo que ocurre. Entonces, cada dolor de la vida es «un castigo que me manda Dios», y cada dicha un regalo que Dios me da para ver si se lo agradezco. La experiencia que Bonhoeffer llamaba «vivir ante Dios sin Dios» o «vivir como si Dios no existiera» no la conocen o, si la conocieran, les impediria creer. En el fondo, en esta postura Dios no es creído, sino sabido, aunque desconocido. Como el Consejo de Administración de una multinacional en la que uno trabaja, y que es desconocido porque está muy lejos (tal vez en otro continente), pero del que uno sabe muy bien que dependen todas las decisiones que pueden afectarle: politicas de producción, mercados a buscar, posibles despidos, etc., etc.

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

Pero en esta descripción voy a considerar otra variante de ese «Dios del miedo»: el miedo de aquél que teme no la justicia, sino ­propiamente hablando­ la Misericordia de Dios. Parecerá extraña esta formulacion, pero creo que la descripción de la conducta nos permitirá comprenderla. Se trata del intento de «tener a raya» a Dios, de cumplir con El y «estar en regla» con El. Aunque esta actitud se enmascare muchas veces como «fidelidad», es una actitud que brota del miedo. Se quiere estar en regla porque se teme. Y se teme el vértigo que la gratuidad de Dios supone para nuestras vidas. Así nos lo enseña la pintura de esta conducta que hizo el propio Jesús, personificándola en el tercer personaje de la parábola de los talentos. Aquel pobre hombre, de corazón estrecho, confiesa cómo ve él a Dios: « ...eres duro y cosechas donde no sembraste»; o sea: eres rapaz. Por eso declara él mismo que su sentimiento dominante era el miedo (phobetheis: Mt/25/25) y que ese miedo le llevó a buscar la manera de cumplir con Dios: «aquí tienes tu talento, enterrado y puesto a buen recaudo bajo tierra ... »

Según el evangelista Mateo, el mismo Jesús que hacía esta pintura del dios de ese hombre, es el que opinaba por su cuenta que Dios, en lugar de ser rapaz, «hace nacer su sol sobre buenos y malos» y, en lugar de ser duro, «es bueno» y «hace con su dinero lo que quiere»: que no consistirá en quedárselo o invertirlo sólo en condiciones de máximo beneficio, sino en pagar plenamente incluso a quienes trabajaron una sola hora. Pero al siervo de la parábola de los talentos esa falta de rapacidad de Dios le significaría tener que amar a sus enemigos, y la falta de dureza de Dios le supondría tener que aceptar que el recién llegado cobre tanto como él, y que la observancia de la Ley no le sirva de derecho ni de privilegio. Esto produce tanto vértigo como el que siente cualquiera de nuestros millonarios cuando se le dice que debe invertir su riqueza. Y por eso se le hace intolerable y le asusta. Nuestro hombre prefiere un Dios del orden, con el que pueda hacer cálculos, planificar la relación, prever las ganancias y saber a qué atenerse. Mientras que la alegría con que los otros ponen en juego sus talentos le horroriza, porque le supone ponerse en juego también a sí mismo. Y no ha sabido captar que en ese ponerse en juego, en ese «invertir el talento», es precisamente donde Dios «cosecha lo que no sembró», porque saca de la piedra de nuestro corazón el agua de la transparencia y de la servicialidad. En total: este pobre hombre ha visto a Dios solamente como «el Amo» o como el «padre» freudiano. No ha sabido verlo como el Padre jesuánico. Y, en el fondo, si no concibe otra posible relación con Dios que no sea la del siervo con el amo, es porque él no es capaz de relacionarse con los demás sino como amo con los siervos. Jesús (que siempre «saltó» cuando veía a Dios falsificado, aunque fuese el poder religioso oficial el que lo falsificaba) se encara con este hombre y le acusa de ser «malo y perezoso» (Mt 25, 26). Y por eso, por ser «malo y perezoso», quedará prisionero de su miedo; y él será el único personaje de la parábola que experimente al Señor como efectivamente duro 2.

B. Ejemplos y aplicaciones

«Malo y perezoso». Retornemos esta acusación de Jesús, porque antes hemos dicho que ésta podía ser una de las mayores tentaciones del hombre religioso. Podría ser, pues, que esta tentación no fuera ajena a nosotros. Y yo creo que, efectivamente, no lo es en esta hora histórica, que es hora de miedo y de responsabilidad: miedo ante el terreno que se cree perder; y responsabilidad ante la involución con que se intenta falsamente recuperarlo.

Yo tengo la impresión de que, entre los creyentes de esta hora nuestra, hay muchas instituciones que están tratando de enterrar algún talento y de sentirse justificadas ante Dios por devolvérselo sin mengua, a la vez que justificadas ante la historia por no tener así pérdidas ni crisis. Estas instituciones, sin saberlo, están confundiendo a Dios con la calma de lo infecundo. Quieren darle a Dios sólo la alegría de los noventa y nueve justos que no necesitan penitencia (y que ahora ya no serán noventa y nueve, ni mucho menos), pero no están dispuestas a darle la alegría del pecador que se convierte y que, según Jesús, era para Dios una alegría mucho mayor (Lc 15, 7 y 10).

SEGURIDAD/TENTACION: Esta es la tentación de la seguridad, la más seria de todas cuantas amenazan a la actitud religiosa: la tentación de vivir, personal e institucionalmente, buscando no tener problemas y optando por aquello que menos los origine, aun a costa de la fecundidad del Evangelio. Si cayéramos en esta tentación, no sería la primera vez que la Iglesia-institución ha preferido que no sople en absoluto el Espíritu a que sople donde El quiere imprevisiblemente soplar. Y por eso, porque no sería la primera vez, permitidme que, para terminar, apunte una sospecha. El gran «talento» que el Señor «ausente» dio a su Iglesia de hoy fue el Concilio Vaticano II. Concedamos que ha habido gentes que tal vez han falsificado ese don para dilapidarlo, en lugar de invertirlo; para el propio provecho, en lugar de para el servicio al Reino. Pero, aun reconociendo ese pecado, ¿es posible decir que ese saldo negativo es el único, o al menos el más notable, de todos los balances del Vaticano ll? Yo creo sinceramente que no. El Vaticano II ha producido infinitamente más talentos nuevos de fe auténtica -y no sociológica-; de espiritualidad solidaria -y no farisea-; de Iglesia de los pobres -y no de los ricos ni de los monseñores-; y de un cristianismo de rostro nuevo. Ha dado incluso una legión de nuevos mártires a la Iglesia del siglo veinte. Y pienso que desconocer todo esto y poner en el balance únicamente los datos negativos sería fruto de una religión del miedo, que teme al Espíritu y que tan sólo anhela tener las cuentas en regla, para que el Espíritu no la moleste demasiado.

Ojála que esta sospecha resulte infundada. Pero autoriza a levantarla aquella frase, ya famosa, que alguien pronunció al concluir el propio Vaticano II: «Los obispos se van, pero la Curia se queda». Esta frase equivalía a decir: los talentos que ahora están ellos invirtiendo, ya los pondremos nosotros a buen recaudo bajo tierra. Fue dicha por alguien que sólo creía en Dios como el tercer personaje de la parábola de los talentos. Pero Dios no es un Dios del miedo, sino del riesgo. Y es mucha verdad que el riesgo no significa imprudencia ni insensatez. Pero también es cierto que el punto de referencia para la virtud de la prudencia no es el agrado de la autoridad, sino la aplicación del Evangelio. Como es verdad igualmente que nosotros, los que criticamos esta actitud, podemos también asustarnos ante las horas eclesiales que vivimos y no reaccionar frente a ellas con libertad evangélica. Y cuando no se ha sabido reaccionar con libertad evangélica ante una situación dura, se acaba después reaccionando con agresividad no evangélica o con otra falsa libertad, que tampoco es evangélica.

2. DEFENDER A DIOS (o el Dios sin Logos)

DEFENDER/DEO-HOMINI: En un famoso libro que todos leíamos antaño, y que se llamaba Don Camilo, hay una escena que puede servirnos de punto de partida para la descripción de esta imagen. En cierta ocasión, don Camilo se dispone a romperle la cara al alcalde comunista, Peppone; entonces el Cristo le advierte que no lo haga, y don Camilo reacciona entre molesto y sorprendido:

-¡Señor! ¡Pero si lo hago por el buen nombre del Paraíso ... !

-Del buen nombre del Paraíso ya me ocupo yo -le responde mansamente el Cristo.

No hace falta que le quitemos el humor. Pero sí que debemos pasar a la reflexión. Y si alguien no ha leído Don Camilo, que compare simplemente la actitud de los discípulos y la de Jesús en Lc 9, 54 y 55: los discípulos quieren que baje fuego del cielo sobre los herejes samaritanos y Jesús les contesta más o menos como el Cristo a don Camilo.

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

Hay personas que organizan su vida, y hemos de suponer que con buena intención, como una «defensa de Dios». Posiblemente, estas personas habrán tenido una profunda experiencia de los ídolos y de los pecados ajenos, como les ocurría a los discípulos de Lc 9, 54 respecto a los samaritanos. Pero da también la sensación de que estas gentes no han aceptado la palabra bíblica, cuando dice que la debilidad de Dios en este mundo es «fuerza de Dios» (1 Cor 1, 24), y que la locura de Dios, para ese mismo mundo, es «sabiduría de Dios», y que el «logos de la cruz» es la verdadera Razón de Dios. Consiguientemente, la imagen de Dios que ellos tienen es ésta: Dios es Aquél que necesita ser defendido. Y ellos se apuntan inmediatamente a esa defensa.

No todo será falso aquí, pues ya hemos aludido antes a la autonomía del mundo y a la no-intervención de Dios en él. Pero preguntémonos qué puede ocurrir cuando uno toma esa autonomía como una especie de insensatez de Dios (que hay que corregir), porque se ha fiado demasiado de los hombres. Lo que suele producirse es un proceso más o menos semejante a éste: cuando se defiende a Dios, todos los medios son legítimos; y cuando, para un hombre, todos los medios son legítimos, ese hombre no está ya defendiendo nada santo, sino a sí mismo y su propia voluntad. He ahí por qué el que cree que Dios necesita ser defendido por él acaba convirtiendo ese empefio de defender a Dios en un secreto empeño por defenderse a sí mismo. Y así, tras haber percibido tan estupendamente la paja de la idolatría en el ojo ajeno, estos hombres son incapaces de ver la viga de la egolatría en sí mismos. Ellos son los que siempre tienen razón, los que se quedan solos contra todos, los que acaban valiendo más que todos y siendo más santos que todos, los que están justificados para condenar a todos los demás: porque ellos actúan desde Dios, con Dios y para Dios. Y ya sabemos lo que dijo aquel: «Dios y yo, mayoría absoluta».

A la larga, estos buenos hombres se vuelven insoportables y acaban haciendo aborrecible ese nombre del Dios al que creían defender... «De los que quieren defender a Dios, líbranos, Señor»: es un refrán que seguramente habremos oído alguna vez y que traduce, a nivel de sabiduría popular, lo que escribía el autor de la carta de Santiago: «la ira del hombre no realiza la justicia de Dios» (1, 20).

Y es que, al razonar así, estas gentes no han comprendido algo esencial del Dios cristiano, a saber: que para el Dios que reveló Jesús lo único que necesita ser defendido por nosotros es el hombre. Y no el hombre abstracto, sino el hermano cuya fraternidad encarna y realiza la paternidad de Dios. Y esto significa que la verdadera defensa de Dios es la defensa del hombre, obra de Dios, don de Dios, imagen de Dios e hijo amado de Dios. Los fariseos, como ya sabemos, creían defender al Dios trascendente cuando condenaban a Jesús por curar en sábado. En realidad, quien defendió a Dios fue Jesús, al curar en sábado. Por eso el Cristo de Guareschi le responde a don Camilo: «Del buen nombre del Paraíso ya me ocupo yo», lo cual parece una paráfrasis de la frase del salmista: «el cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres» (Sal 113B, 16). Y era como decirle: «de lo que tenéis que ocuparos vosotros es del buen nombre de esta tierra, a la que yo quiero tanto como al Paraíso, porque es mía, pero es lo que he puesto en vuestras manos».

B. Ejemplos y aplicaciones

Y aún quiero añadir un pequeño detalle: quizá no sea casual el que Guareschi personificara esta conducta en el cura, don Camilo, que además era un cura bueno. También Lucas se la atribuye a los apóstoles. Es una manera de decirnos que esta imagen de Dios (o esta conducta para con Dios) puede ser tentación muy propia de eclesiásticos; no simplemente de hombres religiosos, como la anterior. Es inevitable pensar aquí en las mentalidades inquisitoriales que hoy han vuelto a florecer, «rojas y frescas» como «las flechas de mi haz» de antaño. El inquisidor confunde a Dios con su propia incapacidad para dudar (la cual, muchas veces, no es más que el reverso de su inseguridad, del mismo modo que decimos que la agresividad del tímido no es más que el reverso de su timidez). Y el drama de toda inquisición ha consistido siempre en que, queriendo defender a Dios, se ha hecho soberbia e intolerante y ha acabado por hacer un flaco servicio a Dios ante los demás.

Permítaseme añadir que ese drama es hoy más serio que nunca: pues lo que necesita el momento actual, de tan profunda crisis, no son hombres de mucha seguridad y de muchas certezas, sino hombres de mucha fe. Las muchas certezas siempre conducen las crisis a desenlaces catastróficos. Y el ejemplo de Hitler (o la amenaza de Reagan) deberían bastarnos como prueba.

Pero del inquisidor hablaremos más en la figura siguiente. Ahora contentémonos con señalar que nosotros, que queremos ser hombres de Dios y hombres de la Iglesia, deberíamos saber muy bien que lo que Dios quiere de nosotros (¡y que a lo mejor no es lo mismo que nosotros queremos ... !) no es que le defendamos a El ante el mundo, sino que defendamos al mundo como mundo de Dios, o como «Reino de Dios», por usar la expresión de Jesús. Lo cual, por descontado, será algo muy diferente de defender a «este orden presente» como desorden establecido (que es como traduce J. Mateos la palabra «mundo» en Juan): «este orden presente» que continúa aferrándose a sí mismo contra la utopía, contra todo cambio, contra toda justicia y contra toda solidaridad. A la larga, será defendiendo al mundo como mundo de Dios la manera en que mejor defenderemos a Dios. Creer esto es creer un poquito en el Dios cristiano. Pues ese Dios tiene un Logos Encarnado, que es el Cristo, Recapitulador de todo. Y precisamente porque ese Cristo Recapitulador es la Verdad de Dios, por eso Dios no necesita ser defendido desde fuera: esa Verdad de Dios, aunque parezca locura para la sabiduría del «orden este», acaba por revelarse como nuestra única y más profunda verdad. Y esto no gracias a nosotros, sino más bien a pesar de nosotros.

3. IMPONER A DIOS (o el Dios sin Espíritu)

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

Quiero comenzar señalando la diferencia entre esta imagen y la anterior. «Defender a Dios» acontece más bien ante los de fuera de la Iglesia, ante los no-creyentes. «Imponer a Dios» acontece más bien para con los de dentro. Tengamos en cuenta esta diferencia para no confundir ambas imágenes. Acabamos de decir que Dios tiene, efectivamente, una Verdad en la que puede exteriorizarse. Una verdad que a los hombres nos resulta locura. Y comentábamos que tal vez por eso los eclesiásticos tratamos de defenderle a ciegas, más que mostrar Su Verdad. Ahora, en esta tercera imagen, añadimos que Dios no es sólo Verdad exterior a nosotros (Logos), sino también captación de esa Verdad dentro de nosotros (Espíritu). La Verdad de Dios, aunque nos desborda, podemos captarla porque Su Espíritu la capta en nosotros y nos permite decir que Jesús -el Crucificado- es el Señor. Y Pablo subrayará que eso nadie puede decirlo si no lo dice el Espíritu en él (1 Cor 12, 3). Así se nos da a conocer Dios: haciéndose no sólo el medio de conocimiento para nosotros (Logos), sino también el poder de conocimiento en nosotros (Espíritu). Y por eso la Verdad de Dios no se impone por ningún poder exterior, coactivo, sino por ella misma. Así, Dios es, en nuestra relación con El, la libertad Suprema.

ES/OLVIDADO: Pero todos sabemos (porque es de cultura teológica elemental) que el Espíritu Santo es el gran Olvidado en la teología y en la Iglesia occidental. En la Igelsia rezamos del Espíritu que «enseña los corazones», que hace «paladear la verdad» de Dios (recta sapere) y que esa ilustración del Espíritu es para nosotros el goce de un consuelo. Y yo quisiera llamar la atención sobre esa profunda simbiosis que hace la oración del Espíritu Santo entre palabras «lógicas», intelectuales (docere, recta, illustratio) y palabras, digamos, afectivas o interiores (corda, sapere, consolatio). Esa combinación me parece a mí una de las maravillas de la fe. Es como la «circumincesión» de las Personas en Dios, que explicaban los antiguos teólogos.

Pero, en la Iglesia occidental, esa lex orandi no se ha convertido en lex credendi. Al olvidar al Espíritu, no se cuenta con El. Y al no contar con El, la verdad de Dios ha de imponerse de otro modo, porque ha quedado reducida a una verdad sólo exterior. Y ese otro modo es la autoridad, la fuerza y la condena. Cuando no se cree en el Espíritu Santo, uno hace la profesión de su fe de esta otra manera: «en el nombre del Padre, del Hijo... y de la policía». Y si, en estas condiciones, aún se mantiene la fe verdadera, es porque el Espíritu Santo, desde su libertad Suprema, sigue actuando al margen de la policía eclesiástica, anónimamente, mientras ellos creen suplirle o ser sus verdaderos dueños. En resumen, nos hallamos ante una imagen de Dios «diteísta». Y quiero añadir que esta tentación es algo tan típico de todo el Occidente que puede ser igualmente ídolo de la derecha y de la izquierda, como lo muestra la tentación dictatorial de las revoluciones de 1789 y de 1917, aunque un creyente pueda pensar que, en su versión atea, es más comprensible esta tentación de negar al Espíritu.

B. Ejemplos y aplicaciones

Esta práctica o esta imagen de Dios «diteísta» tiene para mí dos consecuencias fatales. La primera es la primacía de la ortodoxia sobre la fe y de la verdad sobre la vida. La segunda es la primacía del autoritarismo sobre el Espíritu. Veámoslas. FE/ORTODOXIA

a) En un antiguo estudio sociológico se decía que la ortodoxia es algo que le sucede siempre a la fe como una tentación fatal, a la que casi ninguna fe resiste. La diferencia entre ambas -fe y ortodoxia- la describe así el mismo autor: el creyente invita a todos a compartir su fe; el ortodoxo rechaza a todos los hombres que no comparten su fe. La fe del primero es sobre todo una vida; la del segundo un sistema. El primero dice: «venid aquí»; el segundo dice: «anathema sit». Pero la mayoría de los hombres prefieren adherirse a un sistema que a una fe . Aunque el autor citado escribe esto a propósito de la ortodoxia marxista-leninista, es evidente que sus observaciones -por ser sociológicas- valen también para la ortodoxia cristiana. Y en cierto modo han de valer más aún, dado el carácter infinitamente más audaz de la fe cristiana. Hemos de añadir que, a pesar de ello, alguna ortodoxia es necesaria, dado el carácter social de toda fe. Sin palabra común no hay comunidad, o no hay identidad en ningún grupo. Pero cuando esa ortodoxia necesaria ha llegado a comerse a la fe, entonces la comunidad ya no es iglesia, sino «sistema».

Teológicamente hablando, el «corrimiento» que lleva hasta ahí viene dado por la propia palabra ortodoxia, pues ortodoxia significa el modo recto de dar gloria a Dios; pero significa también el modo recto de pensar. En la revelación trinitaria de Dios, ambas cosas se armonizan: la recta gloria de Dios es la vida del hombre (como lo formula San Ireneo) o la vida del pobre (como lo adaptó Mons. Romero). Y esa gloria se apoya en la verdad de que Dios es Amor, y por eso la vida del hombre culmina en Dios (como completaba el propio San Ireneo). Pero cuando la ortodoxia se reduce a ser sólo el modo recto de pensar, acaba cayendo en escolasticismo formal y formulista: la fe será incapaz de desprenderse de los paradigmas culturales que en otros tiempos la hicieron viva, aunque esos paradigmas ya no sean válidos. Y la gloria de Dios será el culto exterior, o la profesión verbal de su Nombre, o la gloria mundana de los que dicen ser «hombres de Dios». Esa ortodoxia sin Espíritu pretenderá entonces encerrar a Dios, poseerlo, en lugar de darle la verdadera gloria (es decir: comprarle con el sacrificio, en lugar de honrarle con la misericordia). Y el servicio de la ortodoxia se convertirá en el poder del tecnócrata: porque entonces ya no se cree en Dios, sino que se le sabe. Y el nefasto principio de la tecnocracia occidental, «conocer es poder», se hará también válido respecto de Dios.

Esto es lo que llevará a una primacía de la verdad respecto de la vida, en lugar de llevar a su armonía en aquello que la teología llamaba «circumincesión de las Personas Divinas». El primer indicio de esto lo encontramos ya en el decantamiento que ha sufrido la palabra «Revelación» -tan central en la fe cristiana-, que es enormemente peligroso, porque ahora «Revelación» suena sólo a manifestación intelectual; suena, por tanto, a algo a lo que no se responde creyendo, sino sabiendo. Hemos olvidado que la «Revelación» cristiana es revelación de la intimidad personal de Dios, es revelación de un Tú, en lugar de ser objeto neutro de conocimiento. Se parece más a lo que acontece cuando alguien nos descubre, por ejemplo, que nos quiere, que a lo que acontece cuando alguien nos manifiesta los secretos del átomo o cualquier otra información ajena a nosotros. Nosotros, en cambio, hemos trasplantado la revelación de Dios: de ser «desvelamiento» a ser «información»; de ser «autodonación» a ser una especie de curso para postgraduados... Esto último parece que es más controlable y que protege mejor a la máquina eclesial.

b) Y de este corrimiento de la fe a la ortodoxia, de la gloria al poder y de la comunidad al sistema, ya se ve lo que se seguirá para la noción de autoridad, que siempre es para los hombres una categoría que emparejamos mucho con la idea de Dios: la autoridad pasará, de última instancia, a única instancia, y abandonará el empeño del Espíritu por hacerse interior, para imponerse desde fuera.

Se me ocurre representar gráficamente esta desviación con la fórmula -medio cómica, medio dramática (pero en cualquier caso, trasnochada)- del cinturón de castidad. As¡ como el esposo que se ausentaba ponía a la mujer el cinturón de castidad para asegurarse su fidelidad, así ahora la autoridad (que fácilmente puede asumir la figura del esposo, en cuanto se considera como representante de Cristo, Esposo de la Iglesia) pensará que su misión consiste en quitar a los fieles (a la Esposa) el máximo de libertad, para que no hagan el mal, para obligarnos a ser buenos. Leonardo Boff, obligado a callar bajo amenaza de suspensión a divinis, es un ejemplo de esa esposa con cinturón de castidad. La mejor prueba de ello es la mala conciencia de los mismos que imponen ese silencio y luego lo presentan como el «regalo» de un «año sabático». Extraño regalo ese que se hace bajo amenaza de una suspensión a divinis... Y si cito ese ejemplo, no es por ganas de ensañarme, sino porque en él algo muy serio de Dios se ha puesto en juego. Y para que cuando, en siglos futuros, estas decisiones obstaculicen la fe de muchas gentes (como hoy nos escandalizan a nosotros las hogueras de la Inquisición), quede algún testimonio contrario. Como hoy, a mi, el arzobispo Carranza me ayuda a creer más de lo que me lo impide el inquisidor Valdés, que le maltrató.

Quede para los historiadores el discutir si ese género de medidas son de hecho eficaces o si, a la larga, no dan pie a todo ese tipo de picarescas que imaginaba Woody Allen respecto de los cinturones de castidad. De eso podemos nosotros prescindir ahora, para fijarnos en la falsificación de Dios a que puede conducir el autoritarismo: el esposo que ponía a su mujer un cinturón de castidad se ponía a sí mismo en ridículo, porque era como si confesase que sólo de esa manera podía obtener su fidelidad. El que quiere imponer el bien con el autoritarismo, en lugar de hacerlo con el Espiritu Santo, pone a Dios en situación parecida.

Y así como quien mejor puede hablar contra el cinturón de castidad no es la esposa infiel o adúltera, sino la que vivió un amor tan sencillo, tan profundo y tan bello que le hizo en algún sentido imposible la infidelidad sin quitarle la libertad, de igual manera no deberíamos ser nosotros, pecadores, quienes hablemos contra la política de «obligarnos a hacer el bien», sino que deberían hacerlo los santos: aquellos para quienes Dios es una fuente de positividad en la vida, mayor que todas las negatividades de la vida y de la Iglesia misma. Y mayor también que todas las falsas positividades del deseo, del que los occidentales somos tan esclavos que ni siquiera esa esclavitud podemos reconocerla y llamarla por lo que es, porque ello sería un primer paso hacia la libertad.

4. BUSCAR A DIOS EN EL CIELO (o el Dios con un espíritu falso)

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

Esta conducta (y la imagen de Dios que implica) es quizá la más conocida y la que necesita menos explicación. Es la actitud de todos aquellos que, ante la decepción de lo real (como quiera que se explique tal decepción), buscan a Dios fuera de esta realidad y, sobre todo, fuera de los aspectos «materiales» de esta realidad. La alteridad de Dios es imaginada entonces como su distancia respecto de esta realidad; y la relación con Dios, o la salvación que Dios da, es vista como la evasión de esta misma realidad. En la práctica, encarna todo eso que solemos llamar «espiritualismos», y cuyo denominador común es el empefio por apoyarse en Dios para ignorar la realidad. Estas actitudes suelen tener un lenguaje insistentemente religioso y «espiritual», dan soporte e importancia a las iglesias y, por ello, pueden suponer una tentación para éstas, porque esa aceptación que las iglesias reciben de todos los espiritualistas suele estar comprada al precio de una falsificación del Dios cristiano. Pues, si bien es cierto que el Dios cristiano marca su diferencia infinita respecto de esta realidad, no lo hace mediante la distancia o la huida de ella, sino mediante la transformación de la realidad y todo cuanto tiene que ver con esa transformación: el empeño, la utopía, la paciencia, el fracaso, el progreso, los pequeños signos de novedad que Mons. Romero llamaba «remiendos»... Esa transformación que es vivida por nosotros como imposible, pero de la que no claudicamos, porque aceptamos lo que, se le dijo a María: que «nada hay imposible para Dios» (Lc 1, 37), o aceptamos lo que decía Jesús: «no te pido que los saques del mundo, sino que los libres del Malo» (Jn 17,15).

Dicho de una manera más teológica: el Espíritu de Dios no se afirma en la negación de la carne, sino en la transformación de la misma. Aunque quienes desean afirmar al Espíritu en la negación de la carne suelen acusar a los cristianos de reductores de lo espiritual o de materialistas (cuando en realidad son ellos los verdaderos reductores). En cambio, en el fondo de esta postura que criticamos late un platonismo barato que juzga indigna de Dios esta creación y se niega a que Dios se manche las manos en ella. Su imagen de Dios sólo sabe de la distancia, pero no del amor. Sólo llega a saber del «eros» del hombre hacia lo divino, pero no del «ágape» de Dios para con lo humano. Y por eso, el riesgo de esta postura consiste en que, al buscar a Dios fuera del mundo o evadiéndose de lo real, no encuentre en realidad al Dios vivo, sino a su propio sueño o una sutil proyección de sí mismo. Puede ser blanco de la crítica de un Feuerbach (Dios como mera proyección de lo mejor del hombre a un mundo irreal) o de la crítica de un Nietzsche, cuando llama al cristianismo «platonismo para el pueblo».

A-H/A-DEO A-DEO/A-H: Y si éstos son sus peligros teóricos, aún son mayores sus peligros prácticos, que ya fueron denunciados por San Juan cuando escribía: «si alguien dice amar a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, a quien ve, es un mentiroso» (cfr. 1Jn/04/20). En esta frase se encierra algo fundamental sobre la revelación del Dios de vida: precisamente porque de Dios no caben imágenes proporcionadas («no se le ve»), Juan sólo lo declara cognoscible y asequible mediante una conducta. Con lo cual, además de confirmar el enfoque dado a esta charla, se nos enseña que el hombre, al decir que ama a Dios, a quien no ve, puede convertirse en un embustero práctico, es decir, en un inconsecuente. La inconsecuencia practica es, en efecto, el mayor riesgo de esta postura, como ahora veremos .

B. Aplicaciones y ejemplos

Hace ya casi veinte años, en unos momentos en los que la policía franquista andaba irrumpiendo en charlas de Ruiz Jiménez, encarcelando sin mandato judicial a los asistentes y, a veces, maltratándolos, un obispo, a quien se le pedía su intervención para ayudar a las víctimas y para denunciar tales atropellos (que tenían lugar en locales eclesiásticos), respondía lamentándose de que «con estos líos» no le dejaban preparar novenas a la Virgen, que era uno de los objetivos de su proyecto pastoral. Sabemos también que, hace bien poco, una gran parte del episcopado argentino, apelando al carácter espiritual de su misión, ha cohonestado una de las situaciones más criminales y más estremecedoras de la historia humana, escribiendo una de las páginas más tristes de la historia de la Iglesia. Quiero subrayar que el pecado ha estado en justificar ese silencio apelando a «lo que toca a Dios» y a lo «espiritual» de la fe. Si alguien nos dice que tuvo miedo, le abriremos los brazos enseguida, porque así hacía la Iglesia primitiva con los «lapsos», porque muchos de nosotros también habríamos sucumbido al pánico (al menos yo) y porque los hechos muestran cómo fue asesinado en Argentina el primer obispo que intentó plantar cara a la situación: con mucha más discreción que Mons. Romero, para que no quedase ni su recuerdo de mártir 5. Pero lo que no puede tolerarse es la apelación a Dios y a la misión de la Iglesia para justificar esa cobardía.

La respuesta a esa falsificación la dio hace muchos siglos uno de los movimientos más fundamentales en el camino hacia la revelación del Dios bíblico: el movimiento de los profetas de Israel. No voy a entrar en él porque ya se ha escrito mucho y muy bueno sobre el tema. Pero sí quiero subrayar lo siguiente: los Profetas no son ética, no son moral; los Profetas son experiencia de Dios y teología mística. Son, seguramente, la única mística que hay en la Biblia. Todas las expresiones más tiernas y más sublimes y más clásicas sobre el amor de Dios (la del Esposo engañado y fiel, la de la madre que no se olvida de su niño, la de la novia que no se olvida de su traje de bodas, la de la Misericordia, la de las entrañas de Dios conmovidas ... ), todas ellas son expresiones de aquellos hombres, de palabra dura e hiriente para la sociedad de su tiempo. Posiblemente, en ningún otro lugar del Antiguo Testamento se habla tanto y tan profundamente de Dios como en los Profetas. No son, pues, un tratado de moral, sino una revelación del proceder de Dios, que J. L. Sicre formula más o menos así, comentando la parábola de la viña de Isaías: cuando el Dios bíblico ama al hombre o ama a su pueblo, no pide a cambio que el hombre le ame a El (en realidad, ¿qué amor podemos darle nosotros?), sino que ame a su hermano. Por eso, en el cristianismo, el amor al prójimo no es un simple mandamiento moral, sino una realidad teológica.

Y todo esto lo ha sabido la Iglesia en otros momentos, y quizá mejor que ahora. Pues hoy, cuando la oración no está de moda y se dice que nadie o casi nadie ora, abrimos los brazos entusiasmados en cuanto alguien nos habla y se refiere a la oración. Y nos sorprenderíamos si pudiéramos ver las enormes sospechas que suscitaba el lenguaje de la oración en otras épocas, o las que suscitaron los propios místicos, o el temor a los «alumbrados», que a tanta gente hizo padecer. Por supuesto que hubo exageraciones concretas y lamentables en esas sospechas; pero, en principio, había en ellas algo válido: la Iglesia sabía que la oración (que puede ser una cosa maravillosa) puede también (y suele) falsificarse facilísimamente en alguna forma de «autoerotismo espiritual». Y sabía que el discernimiento entre ambas no es tan sencillo, porque, al no tener la oración un interlocutor visible y tangible, puede convertir al hombre en interlocutor de sí mismo. Y entonces la confrontación bíblica entre «Carne» y «Espíritu» se hará en el sentido griego y material de esas palabras, y no en su sentido bíblico, que es: la curvatura sobre sí mismo y la curvatura sobre los otros. Por eso mi padre San Ignacio se sonreía reposadamente cuando le alababan a alguien como persona de mucha oración, y respondía: «será de mucha oración si es de mucha mortificación». Hoy, en cambio, conocemos a personas que, como pretenden ser de mucha oración, mortifican mucho a los demás...

En resumen: es bien cierto que la afirmación de lo espiritual puede traducirse en una simple experiencia de libertad frente a la esclavitud de lo material, que es una de las mayores esclavitudes de nuestro mundo materializado. Esto no hemos pretendido negarlo. Pero sí afirmamos, en cambio, que cuando tal afirmación es hecha por aquellos que tienen más que cubiertas sus necesidades materiales (y en este mundo ello ha de ser necesariamente a costa de los demás), entonces se convierte en una falsa defensa y en una falsa justificación de ese nivel material, así como en una excusa para la falta de amor: lo material no toca a Dios, «la carne y la sangre» (como decían los antiguos gnósticos y los antiguos docetas) no pueden heredar el Reino de Dios. Los espiritualistas desconocen las respuestas de los Santos Padres a esta forma de argumentar: «caro propter quam fecit Deus omnem dispositionem» («Por la carne hizo Dios todo cuanto ha hecho»), les replicaba Ireneo. O la «caro cardo salutis» («Carne, quicio de la salvación») de Tertuliano.

Por eso ellos no sufren por los parados, no sufren por los famélicos de Etiopía, no se inquietan por los torturados en las cárceles ni por los desaparecidos de las familias chilenas o argentinas... Todas esas realidades, terrenas y materiales, no les obligan a cambiar su vida, porque ellos tienen un Dios ajeno a tales realidades, al que estas realidades «no le tocan». Y si con este pequeño precio «material» se compran los «valores espirituales de Occidente», buen negocio será. En todo caso, sólo ellos sufren -¡y se irritan!- cuando alguien (aunque sea el mismo Dios) les llama a bajar de su nube celestial para ocuparse de estas realidades tan poco «divinas». Y tal vez lo más importante de este capítulo sea el ponderar que en momentos históricos como el presente, en los que todas las posibilidades de transformación de lo real aparecen casi herméticamente cerradas, en los que se acusa la experiencia de cruz y de fracaso que comporta el esfuerzo por hacer nacer al Espíritu del Padre y del Hijo en este mundo del Maligno, en tales momentos la tentación espiritualista se dispara con una fuerza invencible, y sus representantes más peligrosos se convierten en maestros. Pasa lo mismo que en la Iglesia primitiva, donde el gnóstico Valentín gozó de tanta autoridad que estuvo a punto de ser hecho papa. Y si Nietzsche tuvo su razón cuando a esta imagen de Dios la calificó de «platonismo para el pueblo», olvidó sin duda que hay muchos momentos en los que es el propio pueblo, somos nosotros mismos, quienes pedimos ese platonismo. Y que tanto el platonismo como el gnosticismo o el docetismo, en cuanto herejías cristianas, no han sido más que esfuerzos por escapar a la realidad escandalosa de la cruz y, consiguientemente, a la realidad de la conversión, que es absolutamente central en la experiencia de Dios y que no consiste en la huida de esta carne, tan espesa a veces, sino en la conversión de esta carne por el Espíritu, en la apertura de esta carne al Espíritu, en la transparencia de esta carne para el Espíritu. Ese es un lugar verdadero de experiencia de Dios.

Intermedio

MANIPULAR A DIOS

5. SERVIRSE DE DIOS o manipular a Dios

D/MANIPULACION: Posiblemente nadie pretenderá utilizar a Dios a ciencia y conciencia. Sabríamos, además, que ello no es posible. Sin embargo, si hay alguna idolatría en la que todos los hombres podemos caer, es sin duda ésta del Dios utilizable. Esa es nuestra extraña habilidad. Y por eso, éste que describimos ya no es un ídolo de un grupo particular, ni tampoco una imagen nueva, sino que en buena parte era la constante de todas las imágenes anteriores. Pero debemos comentarla ex profeso, porque la Biblia alude a esta conducta de «tomar el nombre de Dios en vano», y la historia da la razón a la Biblia cuando nos hacer ver que en nombre de Dios -precisamente porque Dios es la realidad más grande que la humanidad puede nombrar- han cometido los hombres sus mayores atrocidades.

A. Descripción de la práctica e idolatría latente

IDOLO/QUE-ES: La actitud que aquí describimos podríamos definirla como «usar a Dios en defensa de los propios ídolos». Cuando usamos a Dios para la defensa de algo, hemos puesto ese algo por encima de Dios; por consiguiente, lo hemos convertido en un ídolo. Y daremos del ídolo la misma definición que antaño dio Lutero en su Catecismo: «aquello de lo que depende o cuelga tu corazón, eso es verdaderamente tu dios». Al poner a Dios al servicio de nuestros propios ídolos, se deforma la imagen bíblica de Dios como alguien de quien puedo fiarme absolutamente -a pesar de su discreción infinita-, para pervertirse en esta otra: alguien de quien puedo disponer a mi antojo.

Por otro lado, esta desviación, que aquí señalamos como muy pecaminosa, deberíamos comentarla también como, en algún sentido, inevitable. En el apartado siguiente citaremos una célebre frase de Gandhi: «la única forma en que Dios puede aparecer ante los hambrientos es en figura de pan». Y defenderemos esta aparente reducción frente a tantas «trascendencias a destiempo». No será fácil, pues, determinar, teóricamente hablando, dónde termina la reducción inevitable (porque, por así decirlo, sólo «reducido» puede caber en nosotros el Dios infinito) y dónde comienza el pecado de idolatría. Esta imposibilidad teórica nos Ilevará a otra verdad demasiadas veces olvidada: que a Dios sólo se le conoce obedeciendo. Y que la vida es la única que puede enseñarnos ese aprendizaje absolutamente necesario, realizado también por el propio Jesús en sus sufrimientos, «aunque era el Hijo» (Hebr 5, 6): el aprendizaje de la obediencia, de dejar a Dios ser Dios, de dejar a Dios ser más grande que lo más grande de nosotros. Y quizá sea mucho pedir que dejemos a Dios ser más grande que lo más grande de nosotros. A veces ni siquiera le dejamos ser más grande que lo más pequeño de nosotros. Por eso la trascendencia de Dios aparece tantas veces como ruptura de todas nuestras incondicionalidades. Y la ruptura de nuestras incondicionalidades es un poco como la ruptura de nosotros mismos. Por eso decía Lutero que nuestro corazón «depende» y «se cuelga» de tantas cosas.

B. Aplicaciones y ejemplos

¿Y de qué cosas se cuelga nuestro corazón? Veamos algunos ejemplos. Hay gentes que se apuntan incondicionalmente al orden de este mundo (del que ellos son beneficiarios, o del que, simplemente, reciben bastante, porque reciben algo que les es vital: seguridad y tranquilidad, por ejemplo). Si el orden de este mundo está «en orden», estas gentes también están en orden; y creen así que las cosas están igualmente en orden para Dios, aunque ese «orden» de este mundo esté hecho con la sangre y la falta de tranquilidad de otros. Estas personas exigen entonces a Dios que sea defensor y santificador de ese orden en el que ellas se encuentran bien. Y cuando Dios les dice que ese «orden» debe ser subvertido y que, si les hieren en la mejilla, presenten la otra, o que, si les quitan la capa, entreguen también el manto (Mt 5, 40), entonces se irritan implacablemente contra Dios, y descargarán su ira contra los mensajeros de esa palabra. Esto mismo le ocurrió, paradigmáticamente, a Jesús, cuyos enemigos le llamaron blasfemo y le condenaron en nombre de Dios, para, de este modo, defenderse de la interpelación de Dios que Jesús les traía. Y este esquema se repite: «so pretexto de vengar a Dios de las injurias que se le hacen, estos señores satisfacen sus propias pasiones». Esta frase se dijo a propósito de los jansenistas, y resulta infinitamente más dramática cuando se conoce la sincera pasión por Dios que estuvo en los primeros orígenes del jansenismo. ¿Qué ocurrirá, pues, en aquellos cuya pasión por Dios no ha sido ni tan sincera ni tan arrebatada como la de un Saint~Cyran o la de un Cornelius Jansen? Pues una de las cosas que pueden ocurrir es la que le hicieron pasar D. Fernando Valdés, Inquisidor General, y Melchor Cano, teólogo famoso, al famoso arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza: diecisiete años en la cárcel (de 1558 a 1575). Diecisiete años, de los que fue la muerte, no los inquisidores, la que vino a liberarle. En mi opinión, no se trató únicamente de un «celo excesivo» de los inquisidores (como el que describíamos en otras figuras), sino de una verdadera y ciega utilización de Dios: de un abuso de poder de carácter vengativo, amparado con el nombre de Dios. Por eso evoco el ejemplo ahora, y no antes 6.

Si no sabemos que, precisamente por su grandeza, la afirmación de Dios puede llevar a los hombres hasta estos extremos inconcebibles, entonces nunca nos abriremos a ese camino de «obediencia» que es el único que conduce al Dios verdadero. Porque los ejemplos aludidos son antiguos; pero las conductas que reflejan no han pasado. La tentación de servirse de Dios de este modo, para satisfacer en definitiva alguna pasión propia, algún ídolo propio, es de todos los hombres y de todos los tiempos. Y todos, al escuchar esas historias pasadas, al ver fuera de nosotrosla la falsedad monstruosa de estas utilizaciones de Dios, deberíamos preguntarnos lo que el profeta Natán le preguntaba a David: «ese hombre... ¿eres tú?». Porque precisamente nuestra hora actual parece ser la hora en que se ha dado licencia a algunas gentes para que llamen «dios» a sus propias pasiones desatadas, sobre todo a sus propias venganzas.

Y hasta tal punto es ésta tentación de todos que hoy se está convirtiendo en ídolo incluso de muchos ateos modernos, los cuales parecen olvidar que lo mejor del ateísmo nació precisamente como una profunda experiencia de tolerancia ante el fanatismo y la intolerancia que la palabra «Dios» inyectaba en la vida humana. Pero hoy vamos viendo que no es que Dios inyecte fanatismo o intolerancia en la vida humana, sino que el hombre se vale de lo más santo para canonizar su propio fanatismo y su propia intolerancia. Al profeta que todos llevamos dentro lo convertimos en inquisidor aunque seamos ateos. Con lo cual olvidamos un dato fundamental: que si los hombres con quienes sintoniza lo mejor de nuestra sensibilidad -y esa misma experiencia de sintonía-- pueden constituir un sacramento de la humanidad de Dios, del Dios cercano, también es cierto que los hombres con quienes nuestra sensibilidad o nuestra cabeza no sintonizan pueden ser el aviso, o hasta el signo, de la Trascendencia y de la incomprensibilidad de Dios. Y eliminar uno de los dos elementos -como tantas veces solemos hacer- sería otra vez falsificar a Dios. Pero todavía se hace necesaria una última observación sobre esta conducta. Lo tremendo de la manipulación de Dios es que puede ser no sólo personal y particular; hay una gran manipulación de Dios que es más imperceptible porque es estructural, societaria, porque viene dada con los lugares, instituciones y circunstancias desde los que se habla sobre Dios. Pienso que hay pocos detalles más sabidos y menos reconocidos que éste. Por eso, en lugar de hablar yo, voy a limitarme a citar un texto autorizado y fundamental:

«Una teología consciente de su responsabilidad está obligada a reflexionar críticamente sobre las implicaciones psicológicas y políticas de sus palabras, de sus imágenes y de sus símbolos. No puede, sin más, seguir considerando como adecuadas y neutrales las instituciones por las que actúa, ni puede querer conservarlas a toda costa, prescindiendo de su funcionalidad. Cada vez que hable de Dios debe preguntarse si está ofreciendo al pueblo opio religioso o auténtico fermento de libertad. Esto no significa que la teología tenga que dejar de hablar de Dios para dedicarse a la lucha de clases o al proceso de humanización, como propugnan muchos. Significa, en cambio, que en cada palabra que pronuncie debe aparecer claramente si habla del Dios del Crucificado o del Baal de las naciones, o de los ídolos del corazón; si está difundiendo fe o superstición. Significa también que la teología debe tener claro en qué instituciones y en qué funciones es realmente operativa o ineficaz. No podemos, por tanto, preguntarnos qué sentido -lingüístico- tiene hablar de Dios. La pregunta tiene que ser: ¿qué eficacia pública tiene, en esta determinada situación, hablar de Dios o callarse?» 7.

Y repito: hay pocas cosas que sepamos más y reconozcamos menos que ésta. Por ahí anda, pues, uno de nuestros mayores pecados contra Dios, una de nuestras más serias idolatrías.

JOSÉ I. GONZÁLEZ FAUS. CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS
Ensayos sobre las imágenes de Dios en el mundo actual.
SAL-TERRAE BREVE. Santander-1985, págs. 13-69

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1. La última obra de Kasper sobre el Dios de los cristianos no la conozco en el momento de redactar estas páginas. Para la afirmación del texto quisiera remitir al trabajo doctoral de J. VITORIA, ¿Todavía la salvación cristiana? Los diseños soteriológicos de cuatro Cristologías actuales, defendida en la Facultad de Teología de Barcelona en junio de 1985.

2. En este contexto de las falsificaciones del Dios Padre habría que hablar, por el lado opuesto, de una imagen muy frecuente, que es la del Dios-Providencia. ¿Quién no ha oído o utilizado alguna vez esta expresión, «la Divina Providencia», en un sentido que pone a Dios al nivel de las causas de este mundo o, a lo más, como si fuera el jugador que mueve las piezas de un tablero de ajedrez y sacrifica el alfil o la dama en vistas a unos planes de ataque que las piezas solas no perciben? Creo que esta imagen no necesita ser descrita. Sólo diría que, en mi opinión, deberíamos decir que en el cristianismo no existe la Providencia de Dios, sino el Espíritu Santo; es decir, no un Dios que predispone, que provee y nos envía como Dueño los acontecimientos, sino un Dios que, dejando el mundo en nuestras manos, nos acompaña como Fuerza para saber vivirlos y transformarlos. Sin embargo, creo que la imagen de la Providencia Divina tiene también una misión teológica que sería fatal que desapareciese al transformar o corregir aquella imagen. Y esta misión es la siguiente: afirmar la Providencia Divina implicaba afirmar que no hay una Humana Providencia, que es la gran tentación de nuestro mundo. Y, por tanto, implicaba afirmar que el hombre no puede enfocar su existencia en este mundo como dueño absoluto y constructor arbitrario, sino más bien en actitud de diálogo y respuesta respecto de los demás, de la naturaleza y de la historia. El hombre es responsable, pero no «providencia», no dueño. Y ello implicaba una praxis de gratuidad hacia la vida y una captación del valor humano (no digo de la ineficacia, pero si al menos) de lo no-eficaz. Esta visión es la que no debe perderse.

3. Cfr. JEAN GRENIER, Essai sur l'esprit d'orthodoxie, Ed. Gallimard, París 1938.

4. Esa inconsecuencia práctica está muy bien expresada en unas palabras del cardenal De ·Lubac-H que han sido citadas infinidad de veces: «Si me falta el amor y la justicia, me separo indefectiblemente de Ti, Dios mío, y mi adoración no es otra cosa que idolatría. Para creer en Ti debo creer en el amor y en la justicia, y creer en estas cosas vale mil veces más que pronunciar Tu Nombre».

5. Creo que su nombre era Enrique Angelelli, pero no estoy absolutamente seguro.

6. CARRANZA-BARTOLOME: Muy rápidamente resumidos, los elementos de la historia de Carranza son los siguientes: Carranza predicaba y defendía que los obispos debían residir en sus diócesis y no podían crear mayorazgos (fundaciones para sus parientes con los bienes de la Iglesia). El inquisidor Valdés, arzobispo de Sevilla, había creado varios de esos mayorazgos para sus sobrinos y vivía habitualmente en Valladolid, donde se hallaba entonces la Corte. Las prédicas reformistas de Carranza le minaban el terreno. El que Trento le diera la razón a Carranza debía de importar muy poco, puesto que siempre quedaba el recurso de decir que «hay quienes están malinterpretando el Concilio... de Trento». Carranza defendía además que los inquisidores debían ser teólogos. Y Valdés los quería sólo canonistas (¿para poder manejarlos mejor?). Algo parecido ocurría con Melchor Cano, dominico como Carranza y brazo derecho de Valdés en todo este proceso. Carranza había escrito al General de la Orden desaconsejando el nombramiento de Cano como Provincia¡, por la división que creaba en la Provincia (y algo debía de haber en el temperamento de Melchor Cano que dio lugar a aquella famosa frase de Paulo IV: «Cano, merito nuncupatus»: con razón tiene nombre de can). El hecho es que, según cuenta uno de los testigos, Cano se enteró de la gestión de Carranza y comentó en un pronto mal contenido: «¡Pues hereje le tengo de hacer! ». Y sería o no por ello, pero lo innegable es que Carranza fue quitado de en medio, y además en el nombre de Dios. Como es innegable que Carranza habría representado para la Iglesia española de entonces una línea infinitamente más moderna, y más evangélica a la vez, que la representada por Cano y Valdés. Si a alguien le ha sorprendido constatar en nuestros días cómo pueden tergiversarse algunos textos (p. ej. los de Gustavo Gutiérrez en los escritos que le acusaban ante Roma). que haga el favor de leer los textos incriminados de Carranza; su Catecismo, sus notas de clase, sus palabras al moribundo Carlos V (que también ellas fueron materia de acusación), su sermón de Valladolid... Cada vez que aparecía la palabra «fe» o «confianza en Dios», era prueba irrefutable de luteranismo, exactamente igual que hoy, allí donde ven la palabra «pobres» u «oprimidos», muchos tienen ya una prueba clara de ateísmo marxista. Carranza se cansó de pedir que se entendieran sus proposiciones dentro de su contexto, y no fuera de él. Argüía que, sacando las frases de su contexto, se pueden encontrar herejías hasta en la Biblia. Y los hechos le dieron la razón, puesto que los inquisidores tacharon de heréticas algunas frases que ellos creían ser de Carranza, y que resultaron ser frases de San Agustín y de San Juan Crisóstomo, esparcidas sin cita entre los escritos del arzobispo perseguido. Pero todo fue inútil: las proposiciones hubieron de ser juzgadas fuera de su contexto, «in rigore ut iacent», que era la orden dada por Valdés y Cano a todos los examinadores. Más aún: si en algún momento, a pesar de todo, la inocencia de Carranza parecía imponerse, entonces ya era demasiado tarde para volverse atrás, porque, como escribía un fraile amigo de Carranza aludiendo al modo de pensar de los inquisores, «es menos mal que sufra uno solo que no que padezca desdoro el prestigio de un tan alto tribunal». Esta frase, repetida con alguna variante, es el mejor desenmascaramiento de lo que es la manipulación de Dios. Total: diecisiete años de cárcel para un hombre inocente. Y diecisiete años en nombre de Dios. (Para toda esta historia, véase: J. I. TELLECHEA, El Arzobispo Carranza y su tiempo [2 vols.], Ed. Guadarrania, Madrid 1968. Y piénsese luego si la historia no es maestra de la vida ... ).

7. J. MOLTMANN, en (VV. AA.) Ilustración y teoría teológica, Ed. Sígueme, Salamanca 1973, p. 15.

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