¿PARA QUÉ LA IGLESIA?

 

 

José Ignacio González Faus

 

 

 

1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN

2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO

3. eL sujeto DE LA IGLESIA

4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE?

5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA

6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEoLóGICO

 

 


José Ignacio González Faus, sj. (Valencia, 1933), es el Responsable Académico de Cristianisme i Justícia.


 

 

 

Este Cuaderno no aborda los problemas bíblicos o de crítica histórica sobre el origen y fundación de la Iglesia, ni otros problemas morales sobre su reforma. Algo he dicho en otros lugares sobre ellos. Aquí vamos a ceñirnos a lo que es la Iglesia teológicamente hablando.

 

Dedico el Cuaderno a todos aquellos para quienes la institución eclesial resulta hoy motivo de escándalo y sufrimiento. Para que puedan, al menos, apreciar los grandes valores de la eclesialidad.

 


 


 

1. EL SER DE LA IGLESIA: SACRAMENTO DE SALVACIÓN

 

“La esencia de la Iglesia está en su misión de servicio al mundo, en su misión de salvarlo en totalidad y de salvarlo en la historia, aquí y ahora. La Iglesia está para solidarizarse con las esperanzas y gozos, con las angustias y tristezas de los hombres”

(Msr. Romero, Discurso en Lovaina).

 

 

Según la constitución Lumen Gentium del Vaticano II, la Iglesia se define como “sacramento de salvación” (LG 1,1). Sacramento quiere decir: una señal visible que no sólo causa sino que hace perceptible que existe salvación. Señal de salvación es por eso señal de esperanza. Más aún: el sacramento causa salvación precisamente al hacerla visible, según una antigua fórmula clásica latina: “sacramenta significando causant”.

A pesar de su novedad, esta definición es más tradicional de lo que parece. También Vaticano I (en muchos puntos tan opuesto al II), intentó hablar de la Iglesia como “una señal levantada entre las naciones” (DS 3014). La palabra señal no dista mucho de la de sacramento que utilizará el concilio siguiente.

La diferencia radica quizás en la ingenuidad apologética por la que el primer Vaticano sólo ve en la Iglesia motivos para creer “por su admirable propagación, eximia santidad e inagotable fecundidad”. Hasta tal punto, que escribe esas palabras no en su Constitución sobre la Iglesia, sino en la Constitución sobre la fe. Vaticano II en cambio es menos mecanicista: la Iglesia no es motivo de credibilidad sólo por el hecho de existir, sino sobre todo por ser fiel a su verdad.

Debemos comenzar pues analizando lo que significa ese ser “señal de salvación”.

 

1.1. “Ser para”

El primer elemento para interpretar la definición del Vaticano II nos viene dado por el hecho de la renuncia a la definición antigua que casi todos conocimos: la de “sociedad perfecta”.

Al definirse como “señal”, como signo, y no como sociedad perfecta, la Iglesia está declarando que la audiencia que espera de los hombres no deriva únicamente de su supuesto carácter “sobrenatural”, sino de lo que tenga para ellos de señal, de significado, de “luz para las gentes” (por usar la palabra con que comienza la constitución conciliar).

En otro contexto, y unos veinte años antes, D. Bonhoeffer apuntaba una intuición similar cuando escribió en sus cartas desde la cárcel: “la Iglesia sólo es Iglesia de Cristo si existe para el mundo, y no para sí”. Frase que tampoco dista mucho de la de Juan Pablo II (RH 14): “el camino de la Iglesia es el hombre” (¡no al revés!).

Debemos concluir, por tanto, que la Iglesia sólo será “sacramento de salvación” si existe para servir y para hacer sacramentalmente visible aquel Reino de Dios anunciado por Jesucristo. Si existe para servir al Reino, con los contenidos que Jesús daba a esa palabra. No si pretende suplantar o agotar ese “reinado de Dios” (que es el modo como Jesús expresaba lo que nosotros llamamos salvación).

 

1.2. Para la comunión

El mismo Vaticano II concreta un poco más la noción de salvación, al identificarla con la de comunión: sacramento de la comunión de los hombres entre sí y con Dios (LG 1). “Pueblo constituido para la comunión de vida, de amor y de verdad” (LG 9).

El término comunión (o también “íntima unión”) nos envía no sólo al Más-Allá trascendente de Dios, sino también al más acá de nuestra historia, que está tan marcada por esa búsqueda constante de comunión y de intimidad entre los hombres, así como por los fracasos de esa búsqueda, visibilizados en El Crucificado.

Se comprenden por ello los añadidos de Msr. Romero en una de sus cartas pastorales, o de Ignacio Ellacuría en alguno de sus escritos: la Iglesia es “sacramento histórico de salvación”. O “cuerpo de Cristo en la historia”.

Además, merece destacarse que la comunión es algo recíproco. Hoy se desfigura con frecuencia esta palabra tan rica, llamando comunión a la aceptación de una uniformidad impuesta desde arriba. Pero eso es más bien una manipulación de la comunión en beneficio del poder: una Iglesia así no sería sacramento de comunión, sino del Ancien Régime.

Para que no se me malentienda aclaro que soy un convencido de la necesidad de la autoridad en la Iglesia, y de la obediencia como forma de servicio a la unidad: de ambas hablaremos más adelante. Pero la autoridad no existe en la Iglesia para sustituir a la comunión, sino para que la comunión no degenere en indecisión o en manipulación.

 

1.3. Imagen del Dios Trino: Iglesia del Crucificado

En cuanto es sacramento de comunión, el Vaticano II mira también a la Iglesia como “imagen de la Trinidad” (LG 2-4). La Iglesia es efectivamente pueblo de Dios Padre, cuerpo de Cristo, y templo del Espíritu. Es eso en su totalidad. Y ningún estamento autoritario en ella puede convertirse en “aristocracia de Dios, sustituto de Cristo y propietario del Espíritu”.

En efecto: la Iglesia es imagen de la Trinidad por ser Iglesia del Crucificado, es decir: expresión de la comunión de Dios en la historia, con los hombres y mujeres de este mundo empecatado y que “mata a los profetas”. Moltmann ha notado con agudeza teológica la vinculación que hay para la fe cristiana entre Trinidad y Cruz, señalando como algo muy valioso la práctica católica de hacer la señal de la cruz precisamente al pronunciar el nombre de la Trinidad (“en el nombre el Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”).

Como Iglesia del Crucificado, toda la comunidad creyente (sobre todo los más responsables en ella) debe participar de alguna forma en esa “kénosis” (o anonadamiento) de Dios, que hace posible la Cruz del Hijo. La Cruz ha de ser una condición de la propia vida creyente-y-comunitaria; no un recurso fácil para obtener que los demás hagan aquello que quieren las personas constituidas en autoridad.

 

1.4. Visibilizada en la Eucaristía

Finalmente, tanto la referencia al Crucificado, como la alusión del Vaticano II a un “sacramento de comunión”, nos permiten relacionar el carácter sacramental de la Iglesia (“sacramento-raíz” en fórmula de O. Semmelroth), con esa “plenitud de lo sacramental” que es la Eucaristía (“la comunión”, como suele decir la gente).

Ninguna reflexión sobre el ser de la Iglesia puede olvidar aquella enseñanza de De Lubac: “La Iglesia hace la eucaristía y la eucaristía hace a la Iglesia”.

Esto quiere decir que la eucaristía no existe como un simple acto de culto del que tenemos la suerte de que es agradable a Dios de modo que, tras habérselo ofrecido, ya podemos olvidarnos de Él. Así parece creerlo mucha gente, y este es el gran peligro de la terminología sacrificial.

No. El mandamiento evangélico (“haced esto en memoria mía”) no se refiere exclusivamente a un acto litúrgico: pues no fue eso la cena de Jesús. Se refiere a entregar el propio cuerpo y la propia sangre (la propia persona y la propia vida) para la reconciliación y la vida del mundo.

Por eso, quienes no viven la eucaristía más que como una obligación cúltica, merecen el reproche ya viejo de san Pablo: “eso que hacéis ya no es celebrar la Cena del Señor”.

Así pues, la eucaristía existe –valga la expresión– para “eucaristizar al mundo”. Y, para eso, aquellos que en la Igle­sia son responsables últimos de la eu­caristía tienen como misión “eucaristizar a la Iglesia”, es decir hacer que en ella las relaciones no sean relaciones de dominio, sino relaciones eucarísticas[1]. Quienes hoy hablan de “comunidad alternativa” o “comunidad de contraste”, están queriendo decir simplemente comunidad eucarística.

 

En conclusión:

a. La Iglesia no es una institución cúltica, pues cree en un Dios que quiere misericordia y no sacrificios. La oración es importantísima en toda vida creyente; pero este dato no puede ser usado para negar la frase anterior.

b. La Iglesia es una comunidad de hombres libres (porque se saben hijos de Dios), y misericordiosos porque, a través de Cristo, Dios les sale al encuentro en los necesitados. Por eso es “la comunión del Cuerpo de Cristo” o, como escribía intuitivamente el joven Bonhoeffer: “Cristo existente como comunidad”.

c. Porque la Iglesia no se comprende a sí misma como “comunidad civil perfecta” sino como comunidad escatológica, “no tiene más poder en la tierra que el que tuvo Cristo en cuanto hombre” (Bartolomé de Las Casas[2]).

Si olvidamos esto no se comprenderá lo que ahora vamos a decir en segundo lugar sobre la misión de la Iglesia.


 

2. EL OBRAR DE LA IGLESIA: HACER PRESENTE EL EVANGELIO

 

“La Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera
puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión
del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre”

(Vaticano II, Ad gentes, 2).

 

 

Por ser sacramento histórico de salvación, debemos añadir que la Iglesia es intrínsecamente misionera, evangelizadora. Msr. Romero, en el texto citado, decía que la esencia de la Iglesia está en su misión. Junto a él, grandes obispos latinoamericanos (E. Angelelli, Jaime Nevares...) hablaban de poner en contacto (o acercar) el Evangelio y la realidad, la Palabra y la vida. Y la definición del Vaticano II nos aclara en qué consiste ese ser misionera de la Iglesia.

 

2.1. La misión

Evangelización no es lo mismo que proselitismo o propaganda. A éste no le importa eliminar la libertad del oyente, y se atiene sobre todo al resultado numérico. La Coca Cola o Nike no evangelizan, aunque estén en todo el mundo.

La evangelización es una oferta de salvación que se dirige primariamente a la libertad del interlocutor y que pretende respetarla. No busca manipular, sino hacer presente el Evangelio, de modo que quede ofrecido como posibilidad siempre abierta y siempre significativa. El proselitismo mira más a la satisfacción y la seguridad del agente. La evangelización debe mirar sólo al bien en libertad del destinatario.

La Iglesia es misionera y evangelizadora no porque busque meramente “aumentar su número de clientes”, sino porque está en posesión de una Buena Noticia decisiva para la humanidad (aunque ésta no lo sepa): la del “amor de Dios revelado en Cristo Jesús” (Rom 8,39). Es decir: por la misma razón por la que es señal de salvación.

 

2.2. Constitución misionera

Esta tarea misionera constituye lo primario de la voluntad de Dios sobre su Iglesia, y esto podemos afirmarlo con seguridad teológica. Antes que ninguna otra cosa, Dios quiere una iglesia misionera, evangelizadora: señal perceptible y significativa de que hay una salvación de Dios para los hombres, la cual no sólo aguarda en el Más-Allá, sino que marca definitivamente a esta historia.

La respuesta creyente a esa buena noticia es lo que congrega a varones y mujeres como Iglesia, y envía a esos congregados a continuar la misión de Cristo. La Iglesia puede convivir con la doble imagen social: de la sociedad ya cristiana, o del simple fermento. Con lo que no puede coexistir es con la pérdida de su significatividad sacramental.

De acuerdo con eso debemos decir que Dios no ha querido en su Iglesia unas estructuras arbitrarias o caprichosas que sean obstáculo para su misión, sino que más bien le ha dado una gran libertad para organizarse del modo que más posibilite su misión, que más facilite la comunión y la evangelización en el sentido dicho.

Al elemento principal de la estructura que el Resucitado deja en su Iglesia le llamamos por eso “apostolado”, y no sé si nos hemos dado cuenta de la importancia de esa designación: la Iglesia se estructura, ante todo, para ser apostólica, y para vivir el Evangelio. No por afanes de poder o de seguridad, ni aunque revista de sagrados esos afanes.

La historia enseña que la organización de la Iglesia en los primeros siglos no se hizo de acuerdo a un plan previo, dejado por el Maestro, sino según las necesidades y posibilidades históricas, leídas desde el Evangelio. De ahí la pluralidad de configuraciones de las iglesias primitivas, que se refleja en el Nuevo Testamento y se ve confirmada por la investigación histórica.

Sin embargo, no son pocos los que hoy suscribirían la afirmación de Juan Martín Velasco: uno de los mayores obstáculos hodiernos para la evangelización está en las estructuras mismas de la Iglesia[3].

Por más que se quiera apelar a la voluntad de Dios como justificación de unas estructuras, si éstas resultan antievangélicas y antievangelizadoras, podemos sospechar legítimamente de esa presunta voluntad divina. Como mínimo, habrá que presumir que las cosas son más complejas de lo que sugiere esa apelación simplista a la voluntad de Jesucristo.

 

2.3. Evangelizar con obras

Si lo primero que quiere Dios es una iglesia evangelizadora, tanto hacia fuera como hacia dentro (es decir: que su misma presencia y su vida resulten un anuncio), eso significa que hoy, en pleno siglo XXI, en un mundo plural y en un Occidente descristianizado,  la Iglesia está llamada  a evangelizar mucho más con los gestos que con las palabras. No todo el que dice “Señor, Señor” evangeliza, sino el que cumple la voluntad del Padre. A la definición que dio el Vaticano II de la Iglesia como sacramento, se le puede aplicar también aquella consideración de san Agustín: “cuando al gesto se le añade la palabra, aparece el sacramento”[4].

Si la Iglesia no es evangelizadora en este sentido sacramental (“práxico” podríamos decir) se convertirá en aquello a lo que pretende reducirla nuestra sociedad consumista: un mero elemento decorativo, útil, como las flores, para dar relieve a ciertos momentos de una vida pagana, tales como bodas, entierros y demás. Así podría encontrar la Iglesia una audiencia e incluso un respeto en nuestra sociedad (las flores nunca son molestas); pero estará siendo infiel a su misión. En cambio, si la Iglesia es evangelizadora en el sentido dicho, acabará por encontrarse con el rechazo y la cruz de su Fundador.

Prueba de lo dicho son estas palabras de la Asamblea del episcopado latinoamericano en Puebla, que no necesitan más comentario por su diafanidad: “El pueblo de Dios, como sacramento universal de salvación, está enteramente al servicio de la comunión de los hombres con Dios y con el género humano entre sí... Cada comunidad eclesial debería esforzarse por constituir... un ejemplo de modo de convivencia donde logren aunarse la libertad y la solidaridad. Donde la autoridad se ejerza con el Espíritu del Buen Pastor. Donde se viva una actitud diferente frente a la riqueza. Donde se ensayen formas de organización y estructuras de participación, capaces de abrir camino hacia un tipo más humano de sociedad. Y sobre todo, donde inequívocamente se manifieste que, sin una radical comunión con Dios en Jesucristo, cualquier otra forma de comunión puramente humana resulta a la postre incapaz de sustentarse y termina fatalmente volviéndose contra el mismo hombre” (273).

Y todo esto lo percibe y lo confirma la misma Iglesia cuando, en una de las últimas plegarias eucarísticas, pide para sí misma ser “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando”. Exactamente. Pero ¡cuánto necesitamos pedir eso!

Sin entrar ahora en la necesaria reforma estructural de la Iglesia (que ha venido reclamándose durante todo el segundo milenio, y cuya negativa provocó fracturas bien dolorosas), podemos enunciar el siguiente principio: la Iglesia de Jesucristo debería tener el máximo posible de espiritualidad y el mínimo indispensable de organización. No son pocos en la Iglesia los que hoy creen que estamos quizás al revés. A. Machado hablaba de “esta Iglesia espiritualmente huera pero de organización formidable”[5].

Para ello, entiendo que la Iglesia debe pasar del binomio que hoy parece constituirla: la díada clérigos-laicos que algunos defienden a rabiar, a la otra fórmula de “comunidad con servicios”, que obligaría al ministerio eclesiástico a pasar de lo sacral a lo eclesial, de lo personal a lo servicial y de lo vertical a lo colegial, como ya expresé en otra ocasión[6].

Esta alusión al ministerio nos llevará en el próximo capítulo a otra reflexión sobre los miembros de la Iglesia. Antes debemos exponer las consecuencias de ese ser misionero de la Iglesia.

 

2.4. Buena Noticia para los pobres

El tesoro que hace misionera a la Iglesia es definido por la Palabra de Dios como “buena noticia para los pobres” (Is 61; Lc 4). Jesús pone ahí, y en la esperanza para enfermos y marginados, el criterio de autenticidad y validez de su misión (Mt 11, 2ss)[7].

La evangelización, por tanto, debe ser definida como evangelización de los pobres. Sin que obste a ello su carácter universal: la buena noticia se dirige a todos nosotros en la medida en que aceptemos colocarnos de alguna manera en el lugar de los pobres y al lado de ellos.

Por eso, según Juan XXIII, la iglesia misionera es “iglesia de los pobres”. No basta con que una iglesia más o menos “de los ricos” diga excelentes palabras en favor de los pobres. Como Iglesia de Jesucristo nos quedan aún muchos pasos que dar para aparecer ante el mundo como iglesia de los pobres.

La Edad Media acuñó una expresión ya clásica (aunque olvidada hoy): “nuestros señores los pobres”. Si ello es así, no basta con que la Iglesia diga algunas palabras favorables a ellos, es preciso además que ellos tengan alguna palabra (o muchas) que decir en la Iglesia y a la Iglesia.

 

2.5. La plenificación de Cristo

La carta a los Efesios, explicando la “recapitulación de todas las cosas en Cristo”, define a la Iglesia como aquella que encuentra su plenitud en la medida en que el mundo se cristifica plenamente (1,23)[8]. La definición es un poco complicada pero muy rica; y necesita una mínima aclaración.

La carta da esa definición para explicar cómo es posible que, si acaba de decir que “Cristo es cabeza de todo”, diga después que “por eso, Dios se lo ha dado a la Iglesia”. Se insinúa ahí una tensión dinámica entre Iglesia y universo: la Iglesia vendría a ser como el mundo según Dios “en concentrado” (aquí radica su carácter de señal o de sacramento); y el mundo como una iglesia en expansión.

Pero para que esta explicación no suene a proselitista hay que comprender dos cosas:

a. Lo que la carta quiere enseñar es que todo el mundo está ya cristificado, posee un germen crístico que es su verdad más profunda, y que puede ser la traducción, tras la Pascua, del Reinado de Dios anunciado por Jesús. Por ello es tarea de la Iglesia –como servicio al Reino– que esa semilla llegue a su plenitud[9].

b. Cristificar no es lo mismo que eclesializar, ni siquiera que cristianizar. Ya hemos dicho que a la Iglesia le sirve tanto el modelo de la “conversión” del mundo como el del fermento en el mundo. En ambos puede cumplir su misión y en ambos puede dejar de cumplirla. Pues de acuerdo con la enseñanza de Jesús, el mundo no realizará su dimensión crística por el hecho de decir “Señor, Señor”, ni porque los papas tengan poder temporal, ni porque haya una fiesta de Cristo Rey en la liturgia, sino porque da de comer y de beber a los que no tienen, viste a los desnudos y visita a los enfermos y a los presos...

Queda así claro cómo el obrar “plenificador” de la Iglesia pone en acto su carácter de “sacramento”. Y se comprende también por qué Vaticano II, tras haber definido el ser de la Iglesia como sacramento de salvación, comienza así su enseñanza sobre el obrar de la Iglesia: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón... La Iglesia, por ello, se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1,1).

Es como decir que la misión de la Iglesia es ser levadura en la masa, y no bastión, o quiste, o gueto o parcela separada: y, mucho menos, “imperio”.


 

3. EL SUJETO DE LA IGLESIA

 

 

Todo cuanto llevamos dicho alude y se refiere primariamente a la comunidad de creyentes o de llamados por Dios, al pueblo de Dios que es el verdadero sujeto de la denominación de Iglesia.

 Por desgracia, una de las criptoherejías más frecuentes es reservar el nombre de Iglesia a sólo una porción de ella, a una especie de poder sagrado que sería el único destinatario verdadero de la llamada de Dios y, respecto del cual, los creyentes no serían nada más que el campo de despliegue y de ejercicio de ese poder sagrado. Debo repetir que eso no es más que una herejía, por más que esté presente en muchas cabezas.

 

3.1. “Los convocados por Dios”

Es cierto que en la Iglesia hay algo “previo” a la congregación de los fieles. Pero ese algo previo no es el poder sagrado como transparencia de Dios, sino la llamada de Dios a todos los creyentes al incluirlos en la Resurrección de Jesucristo (cf. Ef 1,23). Dicho de otro modo: la Iglesia no es primariamente lo que llamamos “el ministerio eclesiástico” (y sólo por una extensión secundaria los llamados fieles), ni aunque el ministerio pueda tener en ella un nivel mayor de responsabilidad y de dedicación. La frase atribuida a Pío IX: “la Tradición soy yo”, es una herejía formal, prescindiendo de si el papa pronunció o no esa frase. Y esa falsa concepción se refleja también en esta definición de un libro clásico del siglo pasado (las Prelaectiones de J. Perrone): “aquí entendemos por Iglesia no el conjunto de los fieles sino... el cuerpo de los pastores con el pontífice romano[10]. Ni aquí ni en ningún sitio puede entenderse eso por Iglesia.

Vaticano II reaccionó contra esta concepción (que seguía presente en el esquema preparado por la curia romana) invirtiendo el orden de los capítulos 2 y 3 de la LG: al capítulo primero sobre el misterio de la Iglesia, le sigue el capítulo dedicado al pueblo de Dios, no el dedicado a la jerarquía como proponía el esquema previo.

 

3.2. El misterio del Pueblo

De acuerdo con ese cambio de orden de los capítulos 2 y 3 de LG, el misterio de la Iglesia es el misterio del pueblo congregado por Dios, de la comunión entre todos los miembros de ese pueblo donde ya no hay judío o griego, ni señor o esclavo, ni varón o mujer. Si se piensa esto con serenidad, resulta enormemente asombroso y estimulante. Por supuesto, ese pueblo necesitará unos servicios que existen para eso: para que viva el pueblo de Dios. Pero el misterio de la Iglesia no es el misterio del poder sagrado, que a su vez necesitará unos fieles sobre los que ejercerse.

Esa inversión de perspectivas del Vaticano II no ha marcado la mentalidad de muchos eclesiásticos. Pero sin ella no tienen vigencia las palabras de san Agustín, que serviría de examen de conciencia para muchos jerarcas, “soy cristiano CON vosotros y obispo PARA vosotros. Lo que soy para vosotros me aterra, lo que soy con vosotros me consuela”[11]. San Agustín, pues, se sabía Iglesia por ser cristiano, no por ser obispo. Es de temer que hoy muchos ministros se creen iglesia no por ser cristianos, sino por ser curas u obispos. Y así desaparece también el otro juego de palabras de san Agustín sobre los obispos, que repite infinidad de veces y que es tan inmejorable como intraducible: “praessint ut prossint” (o “prodesse, non praeese”): que presidan para aprovechar. Naturalmente, para aprovechar al pueblo de Dios, y no a otros intereses, aunque sean los de la curia romana.

Cuando hoy oímos decir que conviene evitar la definición conciliar de la Iglesia como pueblo de Dios, porque tiene el peligro de efectuar “una reducción sociológica”, estamos autorizados a mirar ese argumento como un intento de defender la concepción de la Iglesia que me he atrevido a calificar de heterodoxa. No puede haber una reducción sociológica allí donde se profesa que ese pueblo es “DE DIOS”. Con el mismo argumento se podría decir que conviene evitar la definición de la Iglesia como “cuerpo de Cristo” porque efectúa “una reducción biologista”, o algo parecido. Esa reducción no se dará por usar la palabra cuerpo, sino cuando se niegue que en esa definición se trata del cuerpo “de Cristo”, como en la otra se trata del pueblo “de Dios”. La acusación que acabo de citar desconoce totalmente la caracterización del pueblo de Dios que hace el Nuevo Testamento: “Como pueblo elegido de Dios, pueblo santo y amado, sea vuestro uniforme la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro...” (Col 3,12-13).

Un pueblo así sería, efectivamente, una “comunidad alternativa” o de contraste, y un sacramento de salvación.

 

3.3. Somos Iglesia

Toda esta discusión no es meramente teórica sino que tiene consecuencias prácticas. Si la Iglesia somos todos, de la Iglesia somos responsables TODOS en algún sentido. Igual que (en otro sentido y por otras razones) todos los ciudadanos tienen alguna responsabilidad en la marcha de su país. Todos y no sólo el gobierno o el parlamento, aunque éstos tengan en un momento dado mayor responsabilidad.

Es evidente que en todo cuerpo social ha de haber unos servicios que asuman de manera más intensa y con más dedicación la responsabilidad por el cuerpo. Así lo piden las leyes de la convivencia humana que Dios respeta. Pero el hecho de que existan esos servicios no dispensa a los fieles de la responsabilidad que impone el simple hecho de ser creyentes en el Dios de Jesucristo. Responsabilidad para lo bueno y para lo malo, para la edificación del pueblo, y para que no vivamos nuestra fe como nuestra causa particular.

Por eso, en el centro de la iglesia primera estuvo aquel principio que después ha pasado al mundo jurídico: “lo que afecta a todos debe ser tratado y aprobado por todos”. Este principio no se refiere sólo a decisiones de carácter económico o social. Nada afecta más a todos los cristianos que la donación de Dios en la vida, muerte y Pascua de Jesucristo. Y ese don es responsabilidad de todos.

Es bueno recordar, en este contexto, que K. Barth definió a la teología como “eclesiástica” y tituló su dogmática  como “dogmática eclesial”. Pero es también evidente que cuando Barth hablaba así (por más que él también aceptara la necesidad de una autoridad y unos servicios en la Iglesia), no estaba queriendo decir: dogmática jerárquica, o dogmática según la curia romana. Estaba queriendo hablar de la teología como responsabilidad de “servicio al pueblo de Dios”. La teología en efecto se hace para la comunidad de creyentes, y no para la carrera o promoción del teólogo. Y lo que digo de la teología vale de las otras tareas eclesiales.

No hace mucho, un grupo de cristianos de todo el mundo, alarmados por la situación actual de la Iglesia Católica y conscientes de que también ellos tienen una parte de responsabilidad en esa situación (aunque sea una parte más pequeña que la de otras instancias) se constituyeron en una especie de plataforma mundial con el nombre de “Somos Iglesia”. No se comprende que la autoridad eclesiástica desautorice globalmente a esa plataforma, que no ha hecho más que ejercer su responsabilidad de cristianos. Si han cometido errores particulares será bueno desautorizar esos errores concretos pero no al movimiento en conjunto. Evidentemente, uno puede ejercer mal una responsabilidad, y por desgracia los hombres hacemos eso más de dos veces y, –cuando así ocurra– será bueno que eso se nos diga, en nombre de la responsabilidad de todos. Pero lo que no se puede hacer es negar simplemente el ejercicio de una responsabilidad que brota con el hecho mismo de ser creyentes, que quiere decir ser Iglesia.

Para concluir, este es el momento de recordar que la designación de la Iglesia como pueblo de Dios proviene del hebreo qahal, (que el griego traducirá como ekklesía) y que designa a una asamblea en estado de convocación, para llevar adelante su tarea histórica[12]. La ekklesía tampoco viene de la palabra hebrea yahad que significa comunidad, y que usaban los monjes de Qumran para designarse a sí mismos. Se trata en la Iglesia de una comunidad que no huye de la historia sino que se enfrenta a una tarea en la historia. De ahí la responsabilidad de todos en ella.

 

3.4. La Iglesia de Dios que está en un lugar

El Nuevo Testamento enseña que esa Iglesia pueblo de Dios no es una especie de multinacional religiosa, sino que cada iglesia particular es la iglesia total, católica: “la iglesia de Dios que está en Corinto, en Tesalónica” o en Barcelona. Y esta localidad tiene una dinámica de comunión universal, precisamente por ser “de Dios”.

Este punto cobra importancia histórica y teológica, en un mundo de “pensamiento único” y de falsa globalización. Por eso merece un poco más de atención.

 

3.4.1. Local y en comunión plena

En el cristianismo hay una especial relación entre iglesia local e iglesia universal, de modo que:

A. Cada iglesia local es TODA la iglesia (o “la iglesia católica”), no una PARTE (como vg. Tarragona lo es de Cataluña), ni tampoco una sucursal (como la de un banco) ni un individuo de un género (como Pedro lo es del género humano...). Es simplemente “la iglesia de Dios”. Iglesia de Dios que está en... Corinto (1 Cor 1,2 y 2 Cor 1,1), o iglesias de Galacia (Gal 1,2) o la iglesia de los tesalonicenses (1 y 2 Tes, 1,1), o “la iglesia en Jerusalén” (Hchs 8,1). También en el martirio de Policarpo se habla de él como “obispo de la iglesia católica de Esmirna”.

Cada iglesia local es por eso la iglesia de Dios. Pero:

B. Esta, que es la doctrina más antigua del NT, ha de equilibrarse con la de las Cartas paulinas de la cautividad que hablan más de la iglesia universal, mientras que en el caso anterior se habla más bien de las iglesias. LG 23 afirma que “en ellas y por ellas existe la una y única iglesia católica”[13].

C. Pero para ser iglesia católica o “de Dios” cada iglesia local necesita:

– ser ella misma integradora (“holística” con lenguaje hoy de moda). Porque, como dirá Tertuliano: “la bondad de Dios es suprema y católica” (Adv. Marc. 2,17).

– Y además necesita ser (no sólo estar) abierta a la comunión con otras iglesias locales. De modo que la llamada “iglesia universal” viene a ser una comunión de iglesias o “iglesia de iglesias” según la bella expresión de J. M Tillard.

Integradora y abierta. El primer elemento está muy vinculado al segundo (que no es un mero añadido): catolicidad equivale a totalidad cualitativa, es decir: no le falta a una iglesia nada de lo humano-divino; es “iglesia de Dios en todo lo que constituye la existencia de un conjunto humano”[14]. La catolicidad cuan­titativa deriva de esta catolicidad cualitativa y no es un mero agregado numérico. Por eso mismo, la misión de la Iglesia, más que en una mera extensión, radica en la entrada en ella de toda la riqueza humana en Cristo.

D. De aquí brotan tres consecuencias prácticas importantes.

a. La Iglesia es local. Pero a esa localidad le pertenece una grave obligación de fomentar la comunión de todas las iglesias locales, la cual requiere sin duda un centro potenciador de esa comunión, en este caso la Iglesia de Roma.

Pero eso no significa que otra iglesia particular pueda imponerse y aplastar la particularidad de las iglesias locales en nombre de la catolicidad.

La iglesia de Roma no es pues la iglesia universal, es el centro de la comunión de las iglesias. Si ocurriera ese aplastamiento de las iglesias de Dios por lo que debería ser su centro de comunión, tendríamos lo que san Bernardo escribe al papa Eugenio III: “si reduces el cuerpo de Cristo a una cabeza con dedos, lo conviertes en un monstruo”.

b. También puede ser útil notar la vinculación de este tema con el de la iglesia de los pobres, como aparece ya en los Hechos. Pues, en cada iglesia local, entra no sólo todo lo humano sino todos los humanos. Y también esto se vincula (ya en san Justino, en el s. II) con la eucaristía como comunión de todos[15].

c. En conclusión: todas las instancias eclesiales están marcadas por esa dualidad de localidad y catolicidad la cual implica el intento de configuración colegial, o sinodal, de todas ellas (cf. LG 26). La Iglesia no nació con una estructura ya previamente dada por su Fundador, sino que trató de buscarla y para ello miró también al mundo de su entorno (ciudad, metrópoli, provincia etc). Pero al estructurarse no podrá prescindir de esa doble instancia que la constituye.

 

3.4.2. Iglesia local y eucaristía

Esa dialéctica de la iglesia local y universal responde a algo profundamente humano. El individuo se realiza verdaderamente cuando forma comunidad: entonces se convierte en persona. De lo contrario se encierra en un individualismo que, buscando su identidad en la separación más que en la comunión, acaba por anularle humanamente. Pero luego, toda comunidad puede a su vez, o degenerar en comunidad-individuo o convertirse en comunidad-persona, según busque autoafirmarse mediante la separación, o la comunión con otras comunidades. Por eso E. Mounier definía a la comunidad como una “persona de personas”.

Y si esta dialéctica de la iglesia local es tan humana, se comprende que pueda tener mucho que ver con la Eucaristía. En efecto: ya desde san Agustín, se la ha visibilizado ahí: cada hostia consagrada (o fragmento) es TODO el cuerpo de Cristo, no una parte[16]. Pero eso no excluye que lo sean igualmente TODAS las demás hostias. El haber reducido la Eucaristía a un mero acto de culto nos ha hecho perder esta importante proyección del mandato del Señor de repetir su última Cena.

En cambio, la teología de la iglesia local no tiene que ver con reivindicaciones nacionalistas, por legítimas que puedan ser éstas. Lo que acabamos de exponer vale tanto de la iglesia de Barcelona como de la de Calahorra o Burgos. Kasper ha matizado con razón, respondiendo a Ratzinger que, en la teología de la iglesia local, “no se trata de un nacionalismo eclesiástico”[17]. Y debemos añadir que precisamente la aparición de diversos nacionalismos eclesiásticos (“galicanismos” o “josefinismos”) fue un factor que, a lo largo de la historia, debilitó la importancia de la teología de la iglesia local.

La diferencia entre ambas concepciones la formula bien J.M. Tillard: “ninguna de las iglesias puede considerar su diferencia como el valor supremo en función del cual todo tiene que ser juzgado por ella”. Es decir: lo diferencial no son aquí particularidades (lingüísticas, culturales, o históricas...) sino el hecho cristiano mismo, tal como se visibiliza en la Encarnación. Por eso, sin esa apertura a las demás iglesias ya no se es “ekklesía tou Theou” (iglesia de Dios). De modo que ni las diferencias se conviertan en barreras, ni la supresión de las barreras se convierta en supresión de las diferencias.

 

3.4.3. Iglesia local y episcopado

Todos estos datos son fundamentales para la teología del episcopado. El obispo se caracteriza por su vinculación a una iglesia local, y al colegio episcopal. Aquí encontramos los dos rasgos eclesiológicos que acabamos de describir. Cada obispo es representante, responsable (“ángel” dice el Apocalipsis en su carta a las iglesias), o (con un término muy querido a la teología antigua y que marca una vinculación muy seria), “esposo” de una iglesia local. Y precisamente por eso es, a la vez, miembro de la comunión episcopal (o “colegio”).

La vinculación a su pueblo es tal que, en la tradición primitiva, quien consagra no es el obispo (o el presidente de la eucaristía, aunque deba haberlo) sino todo el pueblo, al que él aporta no un poder consagrador especial[18], sino la comunión con las iglesias para que aquella pueda ser verdadera eucaristía. “La iglesia que está en...” no es meramente el obispo sino todo el pueblo: “los santos y los fieles que están en Efeso” (Ef 1,1), o “los amados de Dios y llamados a ser santos, que están en Roma” (Rom 1,7); o “los santos en Cristo Jesús que están en Filipos, con sus obispos y diáconos”(Fil 1,1).

Precisamente por eso, colegialidad y localidad son anverso y reverso de una misma realidad y no dos principios opuestos. San Cipriano, uno de los grandes teólogos de la iglesia local, escribe: “el episcopado es uno; y de él participa cada obispo por entero (‘in solidum’)”[19]. De ahí el absurdo teológico de los obispos sin iglesia (o con una iglesia inexistente) tan frecuente hoy. Ya en el s. V el concilio de Calcedonia prohibió esto en su canon 6. Igualmente extraño es el caso de dos obispos en una misma iglesia (prohibido también por el concilio de Nicea, en su canon 8). O que alguien sea ministro del cuerpo episcopal sin ser ministro en una iglesia local.

Todas estas realidades se dan en nuestra iglesia y lesionan profundamente la naturaleza y la teología del episcopado. Por eso están llamadas a cambiar con urgencia.


 

4. LA IGLESIA ¿OBJETO DE FE?

 

 

La pésima traducción castellana de nuestros credos obliga a los cristianos a proclamar cada domingo una herejía, cuando afirmamos que “creemos en la Iglesia”. En este capítulo debemos explicar que la Iglesia no es de ningún modo objeto de la virtud de la fe. Sólo en Dios se puede creer, en el sentido pleno del término. Pero la fe en el Dios Amor es una fe intrínsecamente eclesial, creadora de comunión y de comunidad. Por eso, como muestra la historia de los diversos credos o profesiones de fe, la Iglesia sólo entra en ellos tardíamente y no como objeto de fe sino como consecuencia de ésta.

 

4.1. Precisiones terminológicas

El verbo creer castellano puede construirse de tres maneras: Creo “en alguien” en el sentido de que, existencialmente, me fío y tiendo hacia él. Creo “que” existe algo o alguien (otros mundos habitados o papá Noel). Y creo “a alguien”: acepto la verdad de alguna palabra suya.

El latín y el griego tienen una variedad de proposiciones y casos para distinguir esos significados, de las cuales carecen el catalán y el castellano. Y estas declinaciones gramaticales muestran que la Iglesia sólo entra en los credos con este doble significado:

a. Porque creo EN Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, creo también (o acepto) QUE existe la Iglesia (versión más occidental).

b. Creo que el Espíritu Santo trabaja a la Iglesia para llevarla hacia la comunión de todo lo Santo, (que implica) el perdón de los pecados y la vida eterna (versión más oriental).

Los testimonios de la Tradición en este sentido son muchísimos. Permítasenos, al menos, un pequeño florilegio.

 

4.2. ¿Por qué no podemos creer en la Iglesia?

Para comenzar con el testimonio más autorizado, aunque no el más antiguo, demos la palabra a Santo Tomás: “Se podría decir ‘creo EN la Iglesia’ si se entiende refiriéndolo al Espíritu Santo que santifica a la Iglesia. Pero es mejor conservar el uso común y decir simplemente: creo [QUE existe] la santa Iglesia, sin la preposición en, tal como dice el papa san León” (2a 2ae, I, 9, ad 5).

Mucho antes que él, hacia el s. IX, Pascasio Radbert había escrito: “No digamos ‘creo EN la santa Iglesia’ (in ecclesiam) sino que, suprimiendo la sílaba en, digamos ‘creo QUE existe la santa Iglesia’, como creo que existe la vida eterna. De otro modo parecería que creemos en el hombre, lo cual es ilícito. Nosotros creemos sólo en Dios y en su única Majestad” (PL 120, 1402.1404).

Fijémonos en la razón aducida: creer en la Iglesia sería creer en algo humano, sería por tanto idolatría. La misma razón había dado ya Fausto de Rietz hacia el s. V: “Quien cree EN la Iglesia cree en un hombre: pues no fue formado el hombre por la Iglesia sino la Iglesia formada por hombres. Aparta pues de ti esa persuasión blasfema de pensar que debes creer en alguna creatura humana” (PL 62, 11).

El florilegio sería inacabable. Lo cerraré con el Catecismo del Concilio de Trento, que es de una claridad meridiana: “Hay que creer (QUE existe) la Iglesia, pero no creer EN la Iglesia. Pues en las personas de la Trinidad creemos de tal manera que ponemos en ellas toda nuestra fe. Y luego cambiamos el modo de hablar y decimos [que existe] ‘la santa Iglesia’ y no ‘EN la santa Iglesia’ para, con estos lenguajes diversos, distinguir al Dios Creador, de las creaturas" (Parte I, cap. 10, nº. 23).

Es, pues, legítimo concluir con una síntesis magistral de san Ildefonso, que nos dará el paso al apartado siguiente: “...la Iglesia no es Dios. Creemos EN Dios de una manera única y, como consecuencia de esa fe, creemos QUE existe la Iglesia” (PL 96,127d).

 

4.3. Creer eclesialmente

Es decir: creer es entrar en contacto con, o tender hacia el Misterio Santo que es Comunión plena y total, y que implica la ausencia de pecado y la vida eterna. La Iglesia es como el “sacramento de esa comunión” (LG 1,1), producido por la misma fe.

Por tanto: la fe no es fe en la Iglesia, pero la fe es necesariamente eclesial. No se cree EN la Iglesia, porque es la Iglesia la que cree y porque sólo el Dios Padre, Hijo y Espíritu es objeto de fe. Pero la fe en el Dios cristiano es necesariamente comunitaria: creer en Él nos constituye en Iglesia.

La Iglesia, pues, entra en la fe, y en el credo, no para designar el término sino el modo o ámbito de la fe. Porque creer en un Dios que es Comunión Absoluta sólo puede hacerse en comunión. Y esa Iglesia que entra en el Credo no es ni la jerarquía ni lo que hoy hemos dado en llamar “iglesia institución” (por necesarias y respetables que sean ambas): la Iglesia que entra en el credo es la Iglesia-comunión. Esa es la Iglesia “santa”.

Quien haya tenido la experiencia del gozo y la comunicación que supone encontrarse con otros seres humanos compartiendo la fe en el Dios revelado por Cristo, entenderá fácilmente esta dimensión intrínsecamente eclesial de su fe.

Por eso los credos romanos alinean muy bien la santa Iglesia y la comunión de los santos. Porque en la medida en que la estructura del acto de fe es la de un “salir de sí hacia Dios”, esa salida de sí convierte la existencia creyente en comunión: los otros no pueden estar ni ser ajenos a mi fe. En resumen: la Iglesia no es objeto, ni término, ni contenido de la fe. Es una dimensión intrínseca de la fe, una modalidad de la fe en el Dios Amor. No hará falta precisar hasta qué punto esto es, además de un don, una profunda exigencia para la Iglesia.

 

4.4. A modo de conclusión

En su versión original, nuestros dos credos dicen: “credo in Spiritum sanctum, sanctam ecclesiam” (sin preposición) para el credo romano. Y “et in Spiritum Sanctum... et unam (también sin preposición), sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam”, para el credo llamado niceno (DS 30 y 150). Es muy de desear por tanto, que devolvamos a nuestra profesión de fe su sentido verdadero.

O, si lo preferimos con la orientación de los credos orientales: creemos que el Espíritu Santo (el “dador de Vida”) está trabajando al mundo entero hacia esa configuración que es la comunión plena, por el perdón total y la vida eterna. Esa configuración humana de la que la Iglesia es símbolo y señal. Y por eso profesamos que el Espíritu trabaja a la Iglesia para convertirla en comunidad de fe, esperanza y amor, que anticipa la meta definitiva.


 

5. “CASTA MERETRIZ”: LAS TENTACIONES DE LA IGLESIA

 

 

Una comunidad como la descrita en los tres primeros capítulos soportará siempre una tensión difícil entre carisma e institución. Y habrá de procurar que los elementos organizativos en ella sirvan para encarnar y dar fuerza y vida al Espíritu, en lugar de ahogarlo. “No apaguéis al Espíritu” (1 Tes 5,19) es un consejo que fue dado ya a una de las primeras iglesias que conocemos.

Por esta razón, entre otras, se definió desde los orígenes a la Iglesia como “la siempre necesitada de reforma”. De manera aún más dura, los Santos Padres la calificaron  como casta meretriz, porque en ella coexisten la santidad del Espíritu y el pecado de los hombres que la constituimos. Quienes hoy se entristecen por algunas realidades de la iglesia oficial, no deberían olvidar que Jesús lloró sobre Jerusalén, capital religiosa del judaísmo: aquella Jerusalén de la que todos cantaban “qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor”, pero que no supo reconocer la hora de Dios (cf. Lc 19, 41).

Y si la misión de la Iglesia es mesiánica, sus tentaciones serán las mismas del mesianismo de Jesús: convertir las piedras en pan; tentar a Dios o sustituir a Dios por el poder.

 

5.1. El eclesiocentrismo: manipular a Dios en provecho propio

Jesús fue tentado de usar el poder de Dios para su propio provecho, convirtiendo las piedras en pan y abandonando así su solidaridad con la condición de todos los seres humanos. Versión eclesiástica de esa tentación sería lo que llamamos eclesiocentrismo: en lugar de ser sacramento del Reino la Iglesia se erige como fin en sí misma o, con el clásico lenguaje bíblico, “se apacienta a sí misma”.

Esta tentación afecta sobre todo a los aspectos institucionales de la Iglesia, puesto que es ley inevitable de toda institución humana acabar confundiendo sus fines con sus propios intereses. Si la Iglesia cae en esta tentación, la institución eclesial se anunciará a sí misma más que a Dios y, en lugar de la misión del Precursor (“que Él crezca y yo disminuya”), acabará confundiendo su propio crecimiento con el crecimiento de Dios y el amor a la Iglesia con el amor a sus autoridades. Los criterios para nombramientos, para canonizaciones y demás, ya no serán el servicio al Reinado de Dios anunciado por Jesús, sino el servicio a la institución eclesial incluso en sus aspectos más discutibles. El límite de esta tentación será el carrerismo y la autopromoción que acaban dañando gravemente cualquier comunidad.

Precisamente porque esa tentación está tan arraigada en nuestra condición humana, las fuentes bíblicas avisan contra ella constantemente. El profeta Ezequiel tiene unas páginas durísimas contra los responsables religiosos del pueblo judío: “pastores que se apacientan a sí mismos”, que “en lugar de apacentar a las ovejas se comen su grasa y se visten con su lana”, que “no fortalecen a las débiles ni curan a las enfermas y maltratan a las fuertes”, “haciendo que las ovejas se desperdiguen”. Y concluye: “Voy a enfrentarme con esos pastores, les reclamaré mis ovejas para que dejen de apacentarse a sí mismos” (34, 2-10). San Agustín comentó ese capítulo de Ezequiel, en dos sermones ya citados en la nota 11.

El evangelista Mateo ha recogido una colección de palabras de Jesús, también muy duras, de las que los exegetas están de acuerdo en afirmar que se han conservado en el evangelio no como una crítica a los judíos “de antes”, sino como un aviso para el ministerio eclesial de los cristianos. San Jerónimo da la razón a esta visión de los biblistas cuando (comentando ese capítulo 23 de san Mateo), avisa que “han pasado a nosotros todos los vicios de los fariseos” (PL 26,168).

Si esto podía escribirse en la primera iglesia ¿qué habría que decir tantos siglos después? Quizá la única diferencia esté en que la iglesia joven de san Jerónimo era capaz de reconocer esos peligros y confesar su caída en ellos, mientras la iglesia vieja de nuestros días ya no parece tener esa capacidad. Por eso es preciso repetir que la Iglesia no puede

– colar el mosquito del derecho canónico para tragarse el camello de la justicia y la misericordia;

– quebrantar la voluntad de Dios acogiéndose a las tradiciones de sus mayores;

– limpiar la copa por fuera y dejar sucio lo de dentro;

– acaparar los dineros de las viudas con pretexto de largos rezos por ellas;

– guiar a los ciegos desde su propia ceguera;

– matar a los profetas incómodos y luego edificarles monumentos cuando ya no molestan...

El remedio fundamental contra esta tentación es recuperar y fomentar la visión evangélica de la autoridad, contra toda concepción pagana o idólatra de ella. Veámoslo.

 

Sentido evangélico de la autoridad

Contra todo idealismo angélico, recordando con Pascal que la pretensión de ser ángeles es lo que más nos convierte en demonios, debemos proclamar la necesidad de la autoridad en la Iglesia. La autoridad es necesaria por razones que derivan no de ella misma sino de nuestra condición humana.

Toda comunidad sin un mínimo de autoridad acaba dividiéndose, o cayendo en manos de liderazgos ocultos, inconscientemente manipuladores, que se amparan en grandes palabras y a los que casi nadie se atreve a resistir, ya sea por el propio respeto humano o porque esos poderes ocultos nunca dan la cara. La autoridad es necesaria porque esa es nuestra condición humana y Dios, cuando entra en nuestra historia, no viene a jugar con ventaja.

Pero esto es muy diferente de una visión idolátrica de la autoridad que la considera necesaria porque ella es transparencia de Dios. La autoridad no es teo­fánica; sólo el auténtico amor es transparencia de Dios.

Precisamente por eso, el Nuevo Testamento, cuando habla de la autoridad, evita cuidadosamente todos los términos sacralizadores (poder sagrado, sacerdocio, jerarquía, pontífices), y busca deliberadamente términos “funcionales” (supervisoresepiscopos– servidores, ancianos o enviados, dirigentes o “los que arriman el hombro”). Y hasta nos prohíbe el evangelio llamar a nadie “padre” o “señor”, no porque estos términos no puedan tener algún uso derivado legítimo, sino para no perder la conciencia de que uno solo es nuestro Padre y nuestro Señor, mientras nosotros somos todos hermanos.

En continuidad con este modo de sentir, la palabra “jerarquía” (o “poder sagrado”) sólo entra en el lenguaje eclesial a partir del s. IV, como fruto de la “platonización” del cristianismo y por obra de un famoso escritor cuyas obras se presentaron como si fueran de un contemporáneo de los Apóstoles. Me estoy refiriendo, naturalmente, al llamado Pseudodionisio. Personalmente, considero que la palabra “jerarquía” es por sí misma heterodoxa, y debería ser evitada en el lenguaje de todos los cristianos.

La autoridad, pues, por necesaria que sea, no pertenece al Reinado de Dios sino a esa limitación insuperable de nuestra realidad que san Pablo califica como “la necesidad presente” (1 Cor 7,26).

Precisamente por eso Jesús, que fue enormemente libre pero nada individualista y que tuvo sus mayores conflictos con las autoridades establecidas, no pretende que en su comunidad desaparezca la autoridad, pero sí convertirla en verdadero servicio, como expresa una de sus palabras más antiguas y conservada en testimonios diversos: “no ocurra entre vosotros como con los poderes mundanos que, por un lado se imponen y, por el otro, se hacen llamar bienhechores. Entre vosotros, el primero que se convierta en último, y el que manda en auténtico servidor”[20]. La Iglesia en cambio, ha sustituido muchas veces estas palabras por la otra visión “religiosa” de la autoridad, más propia del Antiguo Testamento que del Evangelio.

La responsabilidad de la autoridad, por tanto, no es imponer su propio modo de pensar (como si el mero hecho de ser autoridad canonizase ese modo de pensar), sino crear comunidad, mantener unidos pese a las diferencias, y potenciar el crecimiento de aquellos de los que es responsable.

Cuando sea más pagana que evangélica, la autoridad eclesiástica caerá en la tentación de lo que decía aquel viejo refrán castellano: “sostenella y no enmendalla”, para no tener la sensación de que pierde poder o queda en mal lugar.

Permítaseme un ejemplo. Es sabido que, cuando Pablo VI nombró una comisión para examinar la doctrina sobre el control de natalidad, una enorme mayoría aconsejó al papa la necesidad de un cambio en la postura oficial de la Iglesia en este punto. Y que, sin embargo, por presiones de la minoría derrotada que hizo creer al papa que, si cambiaba, dañaría para siempre la autoridad eclesiástica, la encíclica Humane Vitae (redactada por los responsables de esa minoría) reafirmó la enseñanza tradicional. ¿No se hubiera podido dejar la cuestión sin decidir? A ojos de muchos, parece que se prefirió “enviar al infierno” a millones de fieles, antes que reconocer un posible error propio. El resultado, dolorosamente conocido, fue que se cumplió aquella frase de Jesús que también vale para las instituciones: el que sólo busca salvar su vida la pierde, y el que acepta perderla la recobra. La autoridad, queriendo salvar su credibilidad, la perdió.

 

5.2. El privilegio: utilizar a Dios en beneficio de su misión

Siguiendo el paralelismo con las tentaciones de Jesús antes citadas, se trataría ahora de “echarse del Templo abajo” o de “tentar a Dios”, es decir: asumir riesgos irresponsables, esperando que Dios ya enviará sus ángeles para evitar que nos estrellemos.

Si la anterior tentación afectaba más a los responsables de la institución eclesial, ésta por su misma naturaleza, parece afectar más al pueblo de Dios. El profeta Isaías levantó su voz contra un pueblo que “dice a los videntes: no veáis. Y dice a los profetas: no profeticéis sinceramente, profetizad ilusiones, decidnos cosas halagüeñas” (30,10).

También aquí tiene su aplicación lo que antes escribimos sobre la responsabilidad eclesial de todos. Y así, en los momentos inmediatos al Vaticano II, el pueblo de Dios cayó repetidas veces en esta tentación de irresponsabilidad, convirtiendo a la Iglesia en un gallinero de reivindicaciones insolidarias, donde cada cual atendía nada más que a su propio interés y no al de los demás. Ese desmadre egoísta dañó mucho a algunas reivindicaciones que en sí mismas eran legítimas o convenientes. Y, aunque esto no justifique la actual involución y el presente “invierno eclesial”, debe ser reconocido por nosotros, porque ese reconocimiento será la única forma de evitar que el error se repita.

Esta tentación se da también, por el otro lado, cuando el pueblo de Dios sacrifica el don de la libertad cristiana al afán de total seguridad, que es la mayor tentación de la religiosidad. Así nacen movimientos e instituciones donde se abdica de todo uso de la razón, de la conciencia y de la responsabilidad ante la causa de Jesús, a cambio de unas órdenes concretas y pormenorizadas que nos dicen exactamente todo lo que tenemos que hacer y nos dan la tranquilidad de “saber a qué atenernos”, al precio de enterrar los talentos y de una sensación de superioridad frente a los que no siguen esos caminos minuciosamente trazados. En el límite, esta tentación confundirá la fidelidad a Dios con mil detalles “de la menta y el comino” (Mt 23,23), y llevará a que, mientras el Reino de Dios anunciado por Jesús era para los pobres, los altares de la Iglesia en cambio sean para los ricos (que son los que más pueden beneficiarse de esta tentación).

Otro ejemplo como en el apartado anterior. Cuando la Iglesia del s. XVIII emprendió una impresionante aventura inculturadora en la India y en China, invirtiendo los talentos recibidos de su Señor, como había hecho ante el platonismo la iglesia del s. I, el papa Benedicto XIV acabó prohibiendo aquellos intentos (por presiones sobre todo del jansenismo que era la derecha eclesial de la época), causando un dolor inmenso y frustrando, quizás para siempre en la historia, la cristianización del Oriente. He comentado en otros lugares cómo, dos siglos más tarde, el cardenal Tisserant confesó que aquellos eran ”los días más negros de la historia de las misiones”.

Pero si cito ahora estos episodios es porque (aunque se le hizo ver al papa el enorme éxito que estaban teniendo aquellos intentos), en la Bula que asentaba la prohibición definitiva escribió Benedicto XIV que nadie temiera que esa prohibición dañara a las misiones porque, en fin de cuentas, “la conversión es un acto de la Gracia de Dios”. Me parece un buen ejemplo de ese tentar a Dios esperando que venga a remediar nuestra política irresponsable de “enterrar el talento”. No es esa la reacción del Señor que pintan los evangelios...

 

5.3. La tentación del poder como medio evangelizador

Según los evangelios, Jesús no fue tentado sólo de usar el poder de Dios en provecho de su propia necesidad, o de abusar de la Fuerza de Dios para conseguir una “señal del cielo” que privilegiara su misión, sino también de usar el poder humano como medio de expansión del Reinado de Dios. También la Iglesia, al ver que no dispone de signos del cielo, se verá tentada de usar el poder como medio de evangelización, olvidando que el poder mundano podrá quizás extender la Iglesia, pero no puede extender el evangelio.

A lo largo de la historia, tanto eso que llamamos constantinismo, como el posterior poder temporal de los papas (todavía vigente aunque de manera mínima y simbólica), hacen visible lo que significa esta tentación.

5.3.1. Constantinismo

Se llama así al afán de poner el poder temporal al servicio de la acción de la Iglesia. Y además de manera privilegiada. Es comprensible la gratitud de la Iglesia a Constantino, tras tres siglos de persecuciones. Pero sin olvidar que entonces se llegó a llamar equivocadamente al emperador “el treceavo apóstol”. Y que muchos siglos después, san Bernardo escribía al papa Eugenio III: “no pareces sucesor de Pedro sino de Constantino”.

Quien crea que esta tentación está ya superada, lea lo que escribía el cardenal Congar en 1962: “Todavía no hemos salido de la era constantiniana. El pobre Pío IX, que no comprendió nada de la marcha de la historia y hundió al catolicismo francés en una actitud estéril de oposición y de conservadurismo... estaba llamado por Dios a comprender las lecciones de la historia y a sacar a la Iglesia de la lógica miserable de la ‘Donación de Constantino’ y convertirla a un evangelismo que le hubiese permitido ser menos del mundo y estar más en el mundo. Pero hizo justamente lo contrario. Hombre catastrófico que no sabía ni lo que era la ‘ecclesia’ ni lo que era la Tradición, orientó a la Iglesia a ser constantemente del mundo y no a estar en el mundo el cual, no obstante, tenía necesidad de ella. Y Pío IX sigue reinando, Bonifacio VIII reina todavía sobreimpreso a la imagen humilde de Simón Pedro pescador...” (Mon Journal du Concile, p.109).

5.3.2. Carlomagnismo.

Hacia el año 800, mediante la donación de Carlomagno, la Iglesia no sólo disfruta de la protección del poder temporal, sino que ella misma lo ejerce, en los llamados “estados pontificios”.

Para no alargarme, citaré sólo un ejemplo palmario que pone de relieve lo nefasto de ese poder político como modo de presencia de la Iglesia en el mundo, y que afecta a uno de los pecados por los que más ha sido criticada la Iglesia: me refiero a la inquisición.

Mientras los papas no tuvieron poder político, la Iglesia rechazó toda forma de inquisición y de condena de herejes a muerte, desde Prisciliano (en el s. IV) hasta los cátaros  (en el s. XI). El papa san León condenó toda inquisición apelando a la parábola evangélica de no arrancar la cizaña. San Bernardo, a pesar de su temperamento intolerante, la condenaba también apelando a la libertad de la fe, que no puede ser impuesta a la fuerza.

Cuando los papas adquieren poder político, se inicia un lento proceso de cambio que, en dos siglos, va llevando a “investigar” (inquirir) a los herejes, declarar la herejía crimen civil de lesa majestad, crear sus propios tribunales para ello, negar la defensa a los acusados y aceptar incluso la tortura. La lógica del poder ha triunfado sobre la lógica del evangelio.

Compárense, si no, estas dos frases: de un santo y de un papa, separadas por mil años de distancia. En el s. V san Juan Crisóstomo había escrito que “matar a un hereje es introducir en la tierra un crimen inexpiable”. En el XVI el papa León X condenará la frase de Lutero: “quemar herejes es contra la voluntad del Espíritu Santo” (DS 1843).

La lógica del poder ha vencido al evangelio. Y todavía en la iglesia de hoy quedan demasiados resabios de esa lógica, tanto en la figura de los papas como en procedimientos de la Congregación de la fe, que ha renunciado al nombre de inquisición, pero no a algunos métodos de su predecesora[21]. Las relaciones de la Iglesia con el poder nunca serán fáciles, porque es muy difícil que puedan ser buenas. No puede la Iglesia poseer ese poder, ni pretender ser protegida por él. Debe buscar la paz con él, como con todas las realidades del mundo, pero sabiendo también plantarle cara y no rehuir el resultarle conflictiva, aunque esto le traiga problemas. Pues el poder es una de las realidades más opuestas al modo como se reveló Dios en Jesucristo, a pesar de su inevitable necesidad que, por eso, debe ser reducida a mínimos indispensables.

Esto es lo que haría a la Iglesia auténtico “sacramento de salvación” y lo que los hombres esperan de ella. Mientras que, si la Iglesia apuesta por el poder, entonces, cuando se vea privada de él, escogerá ser gueto antes que ser fermento.


 

6. LA VIDA DE LA IGLESIA COMO LUGAR TEOLÓGICO

 

 

Cuanto llevamos dicho, sobre todo en el capítulo anterior, permite aplicar a la Iglesia una definición de la teología que acuñó Gustavo Gutiérrez a propósito de la teología de la liberación. La teología es “una reflexión sobre la praxis”. Prescindamos ahora de si hubo lecturas reductoras de esa definición. Lo que quería decir es que la historia y la vida son lugar teológico para un cristiano. Y sobre todo la historia y la vida de la fe.

En el fondo, este capítulo busca una Pneumatología. Cabe imaginar que, si un cristiano del siglo I renaciera hoy y preguntara por la Iglesia, él que había vivido todos aquellos momentos iniciales en que tanto Lucas como Juan hablaban sin cesar del don del Espíritu, que iba a continuar y actualizar la misión de Jesús llevando la Iglesia a la Plenitud de la verdad, ese cristiano pensaría que, veinte siglos después, la Iglesia rebosaba Pneumatología. Probablemente, su decepción sería grande al ver lo poco que las iglesias occidentales saben o intentan escuchar “qué dice el Espíritu a las iglesias”.

Seguramente, hay aquí otro déficit importante de la helenización del cristianismo y la teología, de la que sólo hoy comenzamos a salir. Helenización y romanización: porque el exceso de juridicismo, que es herencia de la Roma antigua, ha llevado también en la Iglesia a un secuestro del Espíritu a manos de la autoridad.

 

6.1. Espíritu y polvo

Y sin embargo, a lo largo de su ya larga historia, el Espíritu ha llevado muchas veces a la comunidad creyente a plenificaciones de su verdad, como prometió Jesucristo. Pero también, inevitablemente, a lo largo de la historia, el polvo de los siglos y de nuestra oscura realidad se ha ido depositando sobre la Iglesia. Y es incomprensible que la institución eclesiástica no conozca esa elemental “discreción de espíritus” para mirar su historia, y discernir aquello que ha sido un regalo del Espíritu y aquello que ha sido una mancha del polvo de la historia.

Así sucede que muchas veces, en la Iglesia, se llama mandato de Cristo a lo que no es más que un efecto de la pátina del tiempo. Olvidar esta distinción impide luego esa elemental restauración que (como se hizo en las pinturas de la Capilla Sixtina), devuelva a las paredes de la Iglesia sus verdaderos colores evangélicos y toda su policromía trinitaria, más allá de lo que inevitablemente había desfigurado el tiempo.

El conocimiento de la historia de la Iglesia enseña que muchas veces, cosas que luego fueron escandalosas, pueden ser comprendidas y hasta justificadas en su momento por la dificultad misma de los tiempos. El mal se produjo cuando aquellas medidas de emergencia o de suplencia habían dejado de ser necesarias, y la autoridad siguió manteniéndolas, presentándolas como voluntad de Dios y confundiendo la voluntad de Dios con la pereza o la rutina.

Ahí está el incomprensible “no podemos” de Pío IX ante el pecado (estructural, al menos ya en aquellos tiempos) del poder político de los papas. No sé si Pío IX llegó a creerse que defendía algo de Dios y no algo muy propio cuando defendía los estados pontificios (y hasta lanzaba excomuniones contra quienes no opinaban así). Si de veras llegó a creérselo, esto no es sino un ejemplo más de hasta qué punto podemos engañarnos los hombres en defensa propia, ni aunque seamos papas. Algo parecido podría ocurrir hoy con el nombramiento de los obispos, con la existencia de los cardenales, con el carácter de jefe de estado del obispo de Roma, con los métodos de la congregación de la fe, con la inflación de la curia romana o con la presencia y papel de la mujer en la Iglesia.

Esto debería ser una preocupación general. La historia de la Iglesia está llena de riquezas y también de pecados. No todo en la Iglesia es “Tradición” en el sentido teológico del término, por más que haya durado siglos en ella, como no lo es la inquisición o la justificación del tráfico de esclavos del s. XVI al XVIII. Es tarea de la teología hacer aquí el necesario discernimiento de espíritus.

Luego la confrontación, cuando haya que hacerla, deberá ser hecha desde la propia Tradición de la Iglesia y no desde el progresismo ambiental. Pues éste, aunque muchas veces ha recobrado valores evangélicos perdidos por la Iglesia, está también marcado por el pecado y por valores poco evangélicos, ante los cuales los cristianos no debemos “comulgar con ruedas de progreso”, ni aunque con ello se pretenda aplacar el innegable anticlericalismo de la cultura ambiental. Es el Evangelio, y no simplemente el progresismo ambiental, el que no debe dejar vivir tranquila a la Iglesia.

 

6.2. Sugerencias para hoy

En la imposibilidad de hacer ahora una lectura teológica de la historia de la Iglesia, cerraremos este Cuaderno con breves referencias bibliográficas que pueden iluminar nuestra hora actual.

1. En mi obra Memoria de Jesús; memoria del pueblo, los capítulos 3 y 4. El segundo está dedicado a La Sapinère, una auténtica mafia de denuncia e inquisición que funcionó en la Iglesia durante el pontificado de Pío X (probablemente con conocimiento y financiación del papa). Sobre ella pronunció en el aula conciliar el obispo de Estraburgo unas palabras que hoy nos suenan familiares: “¡Nunca más!” Y sin embargo muchos tienen la impresión de que, si no aquella mafia, su mentalidad y sus métodos siguen mucho más vigentes de lo que Dios quisiera. El otro capítulo es una presentación de los anabaptistas y Tomás Müntzer, con su trágico final debido no sólo a la incomprensión de Lutero, sino a su propia locura irresponsable frente al precioso tesoro evangélico que ellos llevaban (¡sin duda alguna!) en sus manos de barro. Se plasman así los dos peligros que pueden amenazar a la Iglesia cada uno por un lado[22].

2. Del Cardenal Y. CONGAR, Journal d’un théologien (1946-1956). Y además: Mon journal du Concile. Son páginas que dejó inéditas durante su vida, aceptando que se pudieran publicar tras su muerte. El primero, escrito durante la época de persecución y sospechas al que luego sería uno de los teólogos más decisivos del Vaticano II, muestra hasta qué punto estremecedor pueden hacer sufrir a un hombre bueno y honrado los procedimientos de denuncia, secretos y sanciones del santo oficio[23].

El segundo es un ejemplo de eclesialidad desde la disensión, de esfuerzo por dialogar, por no abandonar antes de tiempo, por no perder la esperanza buscando siempre las grietas por donde el Espíritu pueda entrar en la cerrada institución eclesial. Para todos los que vivieron aquellos años de preparación, de cambio de rumbo y de realización del Vaticano II es una excelente oportunidad para revivirlos desde los ojos de alguien que tenía mayor responsabilidad y que había de debatirse a veces en el dilema de luchar en inferioridad de condiciones o dimitir dando algún solemne portazo.

A pesar de la acidez de algunas expresiones, comprensibles en un diario, son dos escritos de eclesiología aún más que dos diarios. Y son auténticos regalos del Espíritu a la Iglesia de hoy, que llevan al lector a terminar su lectura rezando con el salmista: “ojalá escuchéis hoy Su Voz. No endurezcáis el corazón”.

De ambos surge como conclusión la urgente necesidad, retomada también por Juan Pablo II, de una reforma profunda de la institución del papado, que hoy en día (con lenguaje parecido al de la política cuando habla de golpes de estado), es víctima de un “golpe de curia” en el que Pedro ha quedado prisionero de un aparato llevado por hombres de excelente voluntad, pero de escasa visión. El cardenal Alfrink ya había propuesto durante el Vaticano II que en la Iglesia debería existir una especie de “sínodo permanente”, compuesto por Pedro y un grupo de obispos representantes de toda la Iglesia universal, que sería el verdadero órgano de gobierno de la Católica, y a cuyo servicio deberá estar la Curia romana. La facilidad actual para las comunicaciones, hace que esta propuesta tan profundamente eclesial, sea hoy cada vez más posible.

Pero no todo en la vida de la Iglesia son esas constataciones dolorosas. Por eso hay que concluir recordando que, en el pasado siglo XX, la Iglesia fue regalada con una impresionante multitud de testigos, muchos de ellos auténticos mártires (entre ellos más de seis obispos), algunos conocidos y otros muchos anónimos. Ahí están gentes como Msr. Angelelli, Msr Romero, Lluís Espinal, Ignacio Ellacuría y sus compañeros, Simone Weil, Madeleine Delbrêl, Dorothy Day, Etty Hillesum y otros mil nombres. De ellos se puede afirmar lo que escribía en el siglo I el autor de la Carta a los Hebreos, para animar a sus cristianos, y con lo que terminaremos nosotros:

“pensaron que Dios es poderoso hasta para resucitar de entre los muertos, prefirieron el oprobio de Cristo antes que los tesoros de Egipto... Otros experimentaron ludibrios y azotes y además cadenas y cárcel... pues el mundo no era digno de ellos... Murieron en la fe sin haber logrado las promesas, sólo viéndolas de lejos y saludándolas... pues Dios, a través de ellos, buscaba algo mejor para nosotros, para que no llegasen a la plenitud sin nosotros... Teniendo pues tantos testigos que nos rodean como una nube, sacudamos nuestra inercia... y corramos con paciencia la carrera que tenemos delante, con los ojos fijos en Jesús, autor y consumador de la fe” (cap. 11 y 12).

 


 

siglas

 

 

DS = Denzinger – Schonmeher

LG = Lumen Gentium

GS = Gaudium et Spes

RH = Redemptor Hominis

PL = Patrología Latina

 


[1] Prescindiendo ahora de cómo se entienda esa responsabilidad última, y de si el N.T. conecta eucaristía y “apostolado” tan simplemente como nosotros lo hacemos. Muchos textos eucarísticos antiguos dicen que “toda la comunidad consagra” (Guerrico, PL 185,87). Y en nuestras plegarias eucarísticas, el presidente habla siempre en plural (“nosotros…”) o “ellos mismos te ofrecen”, en el canon antiguo.

[2] Obra indigenista, Madrid 1985, .179.

[3] Cf. Increencia y evangelización, pp. 113, 148ss, 175.

[4] Comentario a San Juan, 80,3.

[5] Ver la cita completa en Las 7 palabras de J.I.G.F., Madrid 1996, p.98.

[6] Ver mis apuntes sobre el ministerio eclesial: Hombres de la comunidad, Santander 1989.

[7] En las curaciones de Jesús no se trata tanto de “devolver la salud”, cuanto de reintegrar socialmente al enfermo, que se veía excluido de la comunidad, con la excusa de que era impuro o indigno de entrar en la casa del Señor…

[8] Para la traducción de esta frase, remito a La Humanidad Nueva, 304-305.

[9] La Plenitud (plerôma en griego) es una palabra fundamental en el Nuevo Testamento para explicar el don de Dios en Jesucristo.

[10] Ver la cita completa en La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, Barcelona 1996, p. 226. más el expresivo texto de Y. Congar citado allí.

[11] Sermón 340 (PL 3, 1482-84), entre otros. Algo de esto intentó recoger el Vaticano II en PO 9.

[12] No meramente congregada para un acto de culto: pues en este caso el A.T. usa la palabra ’edah, que los Setenta traducirán al griego como synagogê.

[13] Ver también Or. Eccl. 2 y 4.

[14] J.M. TILLARD, La Iglesia local, Salamanca 1999, p. 61. la otra cita que daremos de Tillard es de esta misma obra, p. 101.

[15] Hay una verdadera antología de textos sobre ello en J.M. TILLARD, op. Cit. 206 y 201.

[16] “está con su cuerpo y sangre, alma y divinidad” decía el catecismo, es decir: no faltaba nada en cada forma consagrada.

[17] Ver la cita en Documents d’Església, n. 772, p. 566.

[18] Ver el texto citado en la nota 1.

[19] De úntate Ecclesiae, 5.

[20] Cf. Lc 22,25-27; Mc 10,42-45; Mt 20,24-28.

[21] Para más detalles y referencias remito a La autoridad de la verdad. Momentos oscuros del magisterio eclesiástico, pp. 64-70.

[22] También la antología Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, me parece un filón de materiales eclesiológicos.

[23] He comentado ambos libros en los números 76 y 79 de Actualidad Bibliográfica de Filosofía y Teología.