LA ORACIÓN Y EL «DIOS PERSONAL»

En todo ser humano hay un impulso interior, una tendencia hacia la unión con el otro. A través de toda la historia humana se ha llamado Dios al último, al otro trascendente. Todos los seres finitos son radicalmente incapaces de satisfacer esa sed profundamente arraigada de una más honda y más intensa compenetración con Dios.

Hay diversas maneras de clasificar las religiones y formas de oración. Algunas lo han sido como religiones y formas de oración que acentúan en Dios lo trascendente, lo totalmente «otro», la fuente de la que fluyen todas las demás criaturas. Dios es trascendente, está por encima del hombre, es incomprehensible, no se le puede poseer; es inmutable y eterno en sus perfecciones, completamente santo e independiente de cualquier fuerza exterior. Es fuego del que irradian todos los demás destellos; un abismo de infinitud lo separa del mundo creado. El judaísmo y el islam pusieron especial énfasis en el Dios trascendente.

Otras religiones, sobre todo del Lejano Oriente, como el hinduismo y el budismo zen, acentúan la inmanencia de lo divino. Advaita, la no-dualidad, salva el vacío entre el hombre y el Dios trascendente de «fuera» o de «más allá» cuando el místico, a través de años de autodisciplina y purificación psíquica, descubre que él es uno con Dios y con la creación entera.

A causa de la plenitud de Dios, el Isha Upanishad canta que el Todo-en-Todo está tan dentro del hombre y, sin embargo, tan fuera de él, que éste no puede descubrirlo en parte alguna. «Plenitud por todas partes. Plenitud allí. Plenitud aquí. De la plenitud emana plenitud, e idéntica consigo misma, sigue siendo en todas partes plenitud»1.

Eruditos como el obispo Soderbloom, Friedrich Heiler y M. Conrad Hyers han clasificado las religiones y las formas de oración en proféticas y místicas. La religión profética acentúa el pasmo y el terror que asaltan al adorador de un Dios sumamente trascendente -es el «mysterium tremendum» de Rudolf Otto-, mientras que la religión mística subraya el «mysterium fascinans», el movimiento de unión extática o de identidad2.

 

LA SÍNTESIS DEL CRISTIANISMO

D/TRASCENDENCIA-INMANENCIA: El cristianismo se afana más que ninguna otra religión por mantener una tensión feliz entre las dos corrientes: la de un Dios que es personalizado y mora lejos del hombre creyente y la de un Dios que se identifica con el hombre iluminado, con el místico. El cristianismo busca, a través de la Palabra de Dios encarnada en el hombre, sintetizar en una persona los dos acentos aparentemente opuestos. Dios permanece siempre totalmente «otro» al hombre; sin embargo, Dios y el hombre llegan a ser uno por una progresiva unión mística mediante la gracia. La vida de Dios que habita en el hombre integra a éste en la vida trinitaria gracias al amor que no destruye la subjetividad del hombre, sino que, por el contrario, diferencia su individualidad hasta tal punto que llega a ser conocedor de su unidad con Dios.

En el misticismo oriental la coincidentia oppositorum entre lo sagrado y lo profano es una identidad de contrarios. La realidad profana deja de impeler o desaparecer, llegando a ser idéntica a lo sagrado. Toda oposición entre lo sagrado y lo profano deja de existir una vez que maya o la ilusión del mundo de los sentidos es superada en el proceso de ilustración llamado samadhi o satori.

Pero el cristianismo, como enseñaron Nicolás de Cusa y san Buenaventura, mantiene la coincidentia oppositorum en una tensión que nunca se destruye cuando los dos polos se mueven hacia una unión mayor. El doctor Thomas Altizer ha descrito acertadamente la dialéctica cristiana entre lo sagrado y lo profano, entre el Dios increado y el hombre y su mundo creados: «Cuando lo sagrado y lo profano se comprenden como opuestos dialécticos cuya mutua negación culmina en una transición o metamorfosis de cada uno en su otro respectivo, debe quedar claro que una coincidentia oppositorum cristiana y escatológica en este sentido es finalmente un encuentro o una unión dialéctica de lo sagrado original y lo profano radical. Por consiguiente, una coherente comprensión cristiana dialéctica de lo sagrado debe esperar con ilusión la resurrección de lo profano en una forma transfigurada y, de este modo, definitivamente sagrada».

 

EL DIOS TRASCENDENTE

A lo largo de los dos mil años de su historia, el cristianismo ha procurado siempre que la existencia conservara la tensión entre los dos polos, entre la trascendencia de Dios y su inmanencia o presencia en el creyente. El hombre no puede ver a Dios ni conocerlo como en realidad es. Sólo Dios puede descorrer el velo tras el que se oculta y hablarnos por medio de sus profetas y, sobre todo, a través de su Palabra encarnada, que revela con suma perfección mediante sus palabras y sus obras los atributos de la persona que es Dios. La Sagrada Escritura revela la imponente presencia de Dios como poder creador que con el menor movimiento hace que se estremezcan todas las criaturas. «Bendice alma mía al Señor. ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. Despliegas el cielo como una tienda» (Sal 104,1-2).

Para encontrar a este Dios trascendente el cristiano no debe avanzar confiado en su propio poder; paradójicamente, sólo cuando se recoge en humildad ante el Dios santo ve por la fe lo que no fue capaz de conocer con sus propias fuerzas. Dios no es una tierra que el hombre deba conquistar por la fuerza, sino una tierra santa a la que el cristiano se aproxima con los pies desnudos como Moisés a la zarza ardiendo, lo cual es símbolo del despojo total de su propio poder. Dios se revela por sí mismo al cristiano en oración cuando éste está dispuesto a aceptar que no debe mantener por más tiempo sus ideas preconcebidas sobre Dios. El hombre permanece ante Dios como Moisés ante la zarza. No dice nada -¿qué puede decir ante el Inefable? ¿Qué pensamiento se le puede ocurrir que sea digno de quien es el Incomprensible?-. En adoración, el hombre se ofrece a sí mismo a este fuego devorador para ser purificado de todo aquello que brota de un yo independiente.

Así, pues, el primer elemento que la oración cristiana comparte con el judaísmo y el islam y otras religiones «proféticas» es que Dios es una persona en comunicación. Goza de una libertad suprema y tiene completa independencia de su propia creación. Pero para conocer a este Dios-persona, el hombre debe estar abierto a la palabra de Dios, el cual se comunica por ella con el hombre, su criatura.

Mediante la Palabra única de Dios fueron creadas todas las cosas. Montañas y océanos, aves y bestias, flores y frutos salen en pródiga riqueza de las manos del Dios creador. «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos; encierra en un odre las aguas marinas, mete en un depósito el océano» (Sal 33,6-7).

Dios alienta con su callada energía en toda la naturaleza animada e inanimada de plantas, árboles, aves y bestias que pregonan sin cesar a la turba rumorosa desde las orillas de los caminos: «En él vivimos, nos vemos y existimos» (Hch 17,28). Dios ha creado todas las cosas en y por la Palabra, y sin esta Palabra nada de lo creado puede existir (Jn 1,2).

La revelación de las Escrituras nos presenta a Dios como amor. Partir de un acto de amor, crear por amor es propio de un ser inteligente y amoroso. «Porque Dios es amor. En esto se hizo visible entre nosotros el amor de Dios: en que envió al mundo a su Hijo único para que nos diera vida» (1 Jn 4,9-10). De ahí que el amor de Dios constituya la razón de la existencia del hombre. Si el hombre es una persona que alcanza su máxima realización en la entrega a otro por amor, esto sólo es posible porque «Dios es amor: quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios con él» (1 Jn 4,16).

El hombre es el desbordamiento de la plenitud de Dios. Con absoluto desinterés, ya que él lo era todo, la bondad de Dios creó al hombre no para recibir de él a cambio su amor exigido, sino con el fin de derramar la abundancia infinita de su ser, que es vida-participada-en-amor. Este misterio, que nos ha sido revelado por la Palabra eterna del Padre, garantiza que Dios nos creó por amor y en amor, y nos destinó al amor mediante la participación en la propia vida de Dios. Esta Palabra viva vino para que podamos tener la vida misma de Dios y poseerla abundantemente (Jn 10,10).

La totalidad del universo sólo encuentra su significado, su logos, su razón de ser, en y por medio del Logos divino. La naturaleza completa del hombre se da cuando el Logos vive en él. El hombre fue hecho de acuerdo con «la imagen y semejanza» (Gn 1,26) que es Jesucristo. La imagen de Dios en el hombre consiste fundamentalmente en poseer las facultades espirituales de inteligencia y voluntad como persona humana; merced a ellas, el hombre puede afirmarse como un yo dependiente del yo absoluto de Dios. Dios creó al hombre no como ser totalmente independiente, sino precisamente como ser que se autoafirma con referencia a un prototipo. Ese prototipo es la palabra divina, la «imagen del Dios invisible», como define a Cristo san Pablo (Col 1,15).

Emil Brunner describe maravillosamente el personalismo implicado en esta relación entre Dios, el creador y el hombre, la criatura: «Dios crea al hombre de tal forma que esa misma creación lo emplaza a recibir la palabra activamente, es decir, lo llama a escuchar, a comprender y a creer. Dios crea el ser del hombre de tal modo que éste sabe que está determinado y condicionado por él y que así es auténticamente humano.

El hombre es un `yo' desde y en el 'tú' divino o, más exactamente, desde y en la palabra divina, que es la que lo `llama' a la existencia... No obstante, la impronta característica del hombre sólo se desarrolla, partiendo de la base de la determinación divina, como respuesta a una llamada por medio de una decisión. La necesidad de decisión, obligación a la que nunca puede sustraerse el hombre, constituye el rasgo distintivo de éste... es el ser creado por Dios para permanecer `frente a' él, es quien puede responder a Dios y sólo esta respuesta cumple -o destruye- la finalidad de la creación de Dios»4.

 

DIOS HABITA DENTRO DEL HOMBRE

Precisamente porque el Dios cristiano es tan perfecto, totalmente trascendente y santo y porque no necesita que complete su perfección un agente externo, llega a hacerse inmanentemente presente al hombre de un modo nuevo y más personal mediante su acto libre de amor. «Uno que ama hará caso de mi mensaje, mi Padre lo amará y los dos vendremos a él y viviremos con el» (Jn 14,23). Tal es la buena noticia que debe predicarse desde las azoteas de las casas. El hombre es templo de Dios, que habita dentro de él (1 Cor 3,16). El hombre, una vez que ha experimentado en la fe que le infunde el Espíritu Santo que es hijo de Dios y que puede gritar «Abba, Padre» (Rom 8,15-17; Gál 4,6), nunca puede volver a sentirse solo porque es heredero de Dios gracias a Cristo.

El reino de Dios está dentro del hombre (Lc 17,21). El fin del hombre es contemplar el Dios inmanente que vive dentro de él y, así, aprender a adorar y a servir a aquel que habita de forma inmanente en toda la creación. A medida que el hombre va siendo consciente de que la presencia de Dios no está distante ni es extrínseca a él, se mueve hacia una profunda unidad en la que su verdadero yo se transforma en un ser en relación amorosa con el Dios que habita en él.

La enseñanza central del cristianismo es que Dios, por la gracia, está presente en el alma del hombre; pero solamente aquellos que avanzan en la oración profunda comienzan a vivir con pleno conocimiento esta unión mística con Dios. No es una unión que destruya la identidad. Teilhard de Chardin explica correctamente la esencia de la oración cristiana en términos de amor: «El amor une tanto como diferencia». La esencia de la fe y la oración cristiana, aquello que la hace diferente de las demás religiones, es que Dios no sólo es uno en esencia, sino tres personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Padre se vacía a sí mismo en amor kenótico derramando la plenitud de su ser en su Palabra, su Unigénito, que es la imagen perfecta (icon) del Padre. Lo hace por medio del silencioso hálito de amor que es el Espíritu Santo. El Hijo se entrega al Padre mediante el Espíritu Santo, Amor que une al Padre con el Hijo y al Hijo con el Padre.

Esta Trinidad de personas, distintas pero no separadas, vive dentro del cristianismo, en el cual el Padre continúa engendrando a su Hijo por el Espíritu Santo. El grado más alto de contemplación, como lo describen los Padres griegos y especialmente san Máximo el Confesor, es theoria theologica o verdadera teología. Dios no se revela ya en las criaturas mediante logoi, sino que la vida trinitaria se despliega en el alma del cristiano y es experimentada en la contemplación. Se lleva a cabo una unión de la humanidad del hombre con la divinidad de Dios similar a la perichóresis, la circuminsesión de las dos naturalezas, humana y divina, en la unión hipostática. Esto, sin embargo, no es la unión hipostática, sino la unión entre Dios -la Trinidad- y el hombre adorador por la gracia divina, las energías increadas de la Trinidad que habita dentro de él, que lo diviniza haciéndolo hijo amado y amante de Dios.

Dios se revela ahora no mediante conceptos obtenidos por la razón del hombre, sino más bien por el conocimiento inmediato de su presencia santa y amorosa que otorga al hombre. En ese conocimiento -un conocimiento experimental- el hombre se transforma mediante la divinización (theiosis), participando por la gracia en lo que Jesucristo era por naturaleza. Dios no es ya un objeto para el hombre. Se produce entonces una unión que entraña una perfecta comunión y una compenetración interna. El hombre entra en Dios. Aunque sigue existiendo como ser humano, ahora conoce un nuevo modo de existencia. Dos voluntades que se aman son virtualmente una.

Cuando el cristiano va experimentando en la oración la unidad y la pluralidad, su unión con la Trinidad, la cual le invita a ser el yo singular que ya es -invitación a ser cada vez más dirigida por el tú de la presencia activa del amor de Dios en el hombre-, es capaz de contemplar también a Dios inmanentemente envuelto dentro del proceso creativo llevado a cabo por medio de sus «energías increadas». El mundo de la historia es objeto de la actividad amorosa de Dios. A través de la cruz, Dios ha glorificado a Jesucristo, su Palabra -obediente hasta la muerte y muerte de cruz (FIp 2,8)-, erigiéndolo en el nuevo Adán, y lo ha introducido en la materia como levadura que fermenta todas las cosas conduciéndolas a la unidad planeada por el Padre desde la eternidad.

Dios está presente en el hombre y en la creación por su actividad de Creador y, de forma nueva y apasionante, por la resurrección. El mundo está bañado constantemente por la acción creadora de Dios, que es gracia. Todo es don. Todo es gracia. Dios no crea simplemente de manera deística y deja al mundo desarrollarse «naturalmente» por sí mismo. Más bien continúa implicado en la creación y manifiesta su amor por medio de su presencia activa. La Trinidad entera parece darse al hombre de forma dinámica. Sin embargo, Dios, mediante Jesucristo y su Espíritu, llama al hombre a esa acción dinámica de conducir el mundo de la historia a la nueva creación consumada. «Por consiguiente, donde hay un cristiano, hay humanidad nueva; lo viejo ha pasado; mirad, existe algo nuevo. Y todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo a través del Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación; quiero decir que Dios, mediante el Mesías, estaba reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos y poniendo en nuestras manos el mensaje de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo...» (2 Cor 5,17-20).

 

DIVINIDAD IMPERSONALIZADA

Muchas de las religiones del Lejano Oriente emplean un lenguaje apofático de forma tan severa que parece que sus devotos niegan la misma personalidad de Dios. La «vacuidad» o «vacío», estado que la mística oriental busca alcanzar para llegar a la identificación con el Absoluto, es, a menudo, no tanto afirmación teológica cuanto descripción psicológica de un místico avanzado en la unión con el Absoluto. Para los occidentales, tal lenguaje implica un ambiente en el que el místico y Dios se funden en uno, no permitiendo la individuación ni en Dios ni en el místico. No obstante, si sustituimos el falso ego de Carl G. Jung o el apego a sí mismo de san Máximo el Confesor, quizá el aspecto negativo de tal forma de oración sea decir que no existe nada completamente aislado del resto del universo. Todos los seres vivos y el entorno inanimado funcionan juntos como partes de un todo. Entonces, concretamente, el místico se mueve desde esa unidad con su verdadero ego con compasión hacia cualquier parte del universo como una parte de sí mismo.

El cristianismo, por su revelación especialmente concretada en la Palabra encarnada, salva al cristiano de proyectar una descripción psicológica sobre la realidad objetiva al declarar la coincidentia oppositorum. Afirma que estamos todos relacionados unos con otros mediante el Logos de Dios, en quien y por quien todos somos creados. Al decir que somos todos uno, el cristianismo no nos revela solamente que somos siempre -aun en la máxima unión con Dios y con todas las demás criaturas- especialmente diferentes y distintos de Dios y de todas las demás criaturas, sino que, por medio de la Iglesia, Jesucristo nos da su Espíritu, que hace por sí solo de esta tensión paradójica una realidad viva.

 

AMOR Y HUMILDAD

Prescindiendo de lo que otras religiones puedan decir sobre la Divinidad personalizada o impersonalizada, es la vida de la persona individual que ora y encuentra esa Divinidad la que muestra al mundo si solamente cree que Dios es una persona o, también, que ha encontrado verdaderamente al Otro como persona. Su vida mostrará que a la esencia del ser persona pertenece el movimiento hacia fuera, hacia otras personas libres, por amor y en humilde servicio. Jesucristo enseñó que sus seguidores se conocerían por sus frutos.

El cristiano experimenta en la oración que Dios es tres Personas en una unión amorosa que lo diviniza haciéndolo entrar en esa misma comunidad de uno y muchos. Cristiano plenamente realizado es el hombre que está completamente limpio de toda atadura pecaminosa, de modo que bajo la iluminación del Espíritu Santo puede contemplar los diferentes logoi en el Logos, Jesucristo. Cuando intenta vivir su vida de acuerdo con el Logos, comprende el significado de una vida humana. Por eso sus actitudes difieren de las de los no cristianos en cuanto a la guerra, el aborto, la pobreza, el trabajo, el matrimonio, la ecología, etc. Tal cristianismo enraizado en el personaje de Dios, tres en uno, ve por la contemplación el poder de Jesucristo operando en la vida no sólo de los cristianos, sino de todos los seres humanos, sin distinción de cultura o religión. Se convierte en ciudadano de todo el universo. Deja atrás los conceptos partidistas de cómo obraría o debería obrar Jesucristo en su mundo, para verlo en el constante proceso de desarrollar el universo en plenitud mediante la bondad básica de los seres humanos. Comienza a darse cuenta de que, por la tecnología, Dios está produciendo una conciencia cósmica en la mente de todos los hombres dispersos por el mundo. Psicológicamente, esos cristianos no viven ya encerrados en sus pequeñas aldeas, ciudades o naciones, sino que comienzan a pensar como ciudadanos de un «pueblo global» gigantesco.

El cristiano ve que «la materia es sagrada» en cuanto que constituye el punto de encuentro con una Trinidad dinámica que, además de amar a la humanidad y desear compartir su vida divina con los seres humanos, se encuentra inmersa «dentro» de todos los seres creados. El mundo material de Dios no ha sido concebido por él para ser destruido, sino para ser transfigurado y conducido hacia su plenitud en y por Jesucristo.

Dios nos llama al amor, a ser personas irrepetibles en la experiencia de su amor singular por cada uno de nosotros. Vamos a pasar nuestra eternidad creciendo en el amor de Dios y viendo cómo se refleja en otros seres. El cielo va a ser este maravilloso mundo total transfigurado por la presencia de Dios a través de un grado de conciencia siempre en aumento de esa presencia suya personalizada y de su amor. Nuestra capacidad para ser personas, salir de nosotros y amar a los demás como personas únicas, tal y como Dios nos ha amado, constituye la prueba de que Dios nos ha llevado a una experiencia verdadera en la contemplación de la Trinidad que habita dentro de nosotros. El contemplativo se ve a sí mismo como una persona muy amada por Dios y, en esta gracia, se descubre a sí mismo más centrado en Dios, más uno con Dios y todavía más uno con todos los demás seres. No vuelve a sentir miedo o inseguridad. Está enraizado en el amor personalizado de Dios por él mismo y así puede seguir adelante y amar al mundo como Dios lo ama, y con el amor activo y personalizado de Dios viviendo dentro de él.

Vamos evolucionando hacia personas singulares según el grado de energía del amor desinteresado dentro de nosotros. Pero esto se muestra en el servicio humilde a los otros, a quienes reconocemos por iluminación de Dios como personas irrepetibles a causa de la singular actividad amorosa de Dios en sus vidas. El verdadero amor que es agape de Dios dentro del hombre se demuestra por la disponibilidad para llegar a ser personas, olvidando las limitaciones de nuestra capacidad y esforzándonos al máximo en servir al otro. La oración cristiana es el cumplimiento de lo que Jesucristo nos enseñó: debemos perder nuestra vida con el fin de ganarla. Llegamos a ser las personas irrepetibles que Dios deseó cuando nos creó en el Logos de acuerdo con sus planes eternos en la medida en que permitimos que esas personas únicas y amorosas de la Trinidad dentro de nosotros nos impulsen hacia adelante para crear la koinonia, el cuerpo de Cristo, por el poder del Espíritu Santo, pues sólo él une cuando diferencia.

G. MALONEY
Concilium, 123. Marzo 1977

[Traducción: A. QUEVEDO FERRER]

__________________
1. El Isha Upanishad, citado por Swami Abhishiktananda en Hindu-Christian Meeting Point, Within the Cave of the Heart
(Bandra-Bombay 1969) 65.

2. Para una interpretación moderna de estas categorías, véase M. Conrad Hyers, Prophet and Mystic: Toward a Phenomenological Foundation for a World Ecumenicity, en Cross Currents (Fall 1970; West Nyack, Nueva York) 6-7.

4. E. Brunner, Man in Revolt (Londres 1953) 97-98.