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PARTIDOCRACIA

 

 

I. Concepto

 

En la política, al igual que en otros campos de la actividad humana, frecuentemente nos encontramos que las concepciones globalizantes, ante la necesidad de crear instrumentos que les permitan concretizarse en la historia corren el peligro de quedar atrapadas y subsumidas por ellos, originando una reversión de prioridades, valores y prácticas: el instrumento se apodera de la idea y se convierte en fin; y el gran objetivo pasa a ser simple medio o retórica vacía.

 

La relación entre democracia y partidos políticos es un buen ejemplo de esta afirmación. Baste recordar el papel que los partidos de corte leninista han jugado en el llamado “socialismo real” y cómo la dominación del partido se extendió al conjunto del Estado y de la sociedad misma, dándonos un ejemplo paradigmático de este proceso de inversión. De igual manera en las democracias consolidadas, el tema ocupa hoy un importante espacio en las discusiones teóricas y prácticas. Nuestro punto de partida es, pues, afirmar que la relación entre democracia y partidos políticos es históricamente problemática, ha estado y continúa estando plagada de malos entendidos, contradicciones, opciones polares, negaciones, etc.

 

La idea de democracia y sus iniciales puestas en práctica, se ubican con anterioridad al aparecimiento de los partidos políticos. Las primeras experiencias de regímenes democráticos en la Grecia Antigua y aún en la República Romana poco tenían que ver con lo que hoy llamamos partidos políticos. Sin embargo, en la democracia moderna, el concepto y práctica del partido político no solo aparece como pieza indispensable del aparataje político sino que, con el desarrollo de los regímenes democráticos, el papel de los partidos políticos se ha ido volviendo de tal manera central que en algunas concepciones del Estado moderno (Von Beyme, 1995) llega a sustituir la caracterización del Estado como democrático, para convertirlo en “Estado de partidos”.

 

Efectivamente, la concepción del Estado democrático, tanto en su versión de democracia representativa, como de la directa, se asienta sobre una relación bilateral entre ciudadanos y Estado. La naturaleza de la democracia, tal y como la conocemos hoy, estriba en la apropiación por parte del pueblo del poder político y de allí surge la necesidad de nombrar representantes para que, proviniendo de y a nombre del pueblo le administren su original poder. Sin embargo, en la práctica histórica, esta relación bilateral pasa a adquirir crecientemente un carácter trilateral: ciudadano-partido político-Estado, de tal manera que el ejercicio de la soberanía popular ya solo es posible mediante la mediación de los partidos.

 

En el diseño de la democracia representativa, los partidos políticos ocupan un lugar secundario e instrumental, siendo su función primordial la de constituirse como uno de los vehículos que facilitan al ciudadano-elector escoger a sus representantes; sin embargo, con el desarrollo de la democracia y la creciente complejidad de las sociedades contemporáneas, este rol tiende a modificarse sustancialmente. En primer lugar porque los partidos ya sea de hecho o con sanción legal van adquiriendo el monopolio de esa instrumentalidad y en la práctica se convierten en el vehículo exclusivo para acceder a la representación del pueblo en los órganos del Estado. En segundo lugar, porque los partidos prolongan en el tiempo su papel y de instrumentos del mecanismo electoral, pasan a asumir un creciente control sobre el ejercicio de la representación popular, sometiendo a los representantes del pueblo a la disciplina partidaria. En la práctica, la concepción del “mandato libre” tan cara no solo a los pioneros de la democracia, sino a muchos exponentes contemporáneos de la sociedad civil, ha quedado nulificada.

 

Y finalmente, los temas sustantivos del quehacer político pasan a ser definidos, asumidos y resueltos por los partidos políticos. Los órganos del Estado como lugares del ejercicio de la representación, tienden a vaciarse de contenido y el Parlamento queda redefinido para utilizar el dictum de Leibholz, como el lugar en el que “se reúnen comisionados de partidos vinculados a las decisiones de éste, para dejar constancia de decisiones ya adoptadas en otros ámbitos (en comités y congresos de partido)”. (Von Beymer 1995, p.43). Evidentemente aquí ya no se trata de un Estado democrático, sino de un Estado de partidos.

 

La relevancia de esta discusión no puede escapársenos, pues con independencia de las reflexiones de los teóricos alemanes, este es un tema que se debate en diversas partes del mundo, especialmente en las recientes y múltiples experiencias de democratización. Para citar nada más uno: la Corte Suprema de Justicia de Sry Lanka en recientes fallos, ha introducido la distinción entre democracia representativa y democracia de partidos, sosteniendo que según la Constitución Política del país, el régimen es de democracia de partidos y no de democracia representativa pues la Ley Fundamental reconoce a los partidos la facultad de sustituir a aquellos miembros del Parlamento que habiendo sido electos en la lista del partido, no acatan la disciplina de voto; en otras palabras, al ubicar al partido por encima de la voluntad de los electores, se privilegia, en el ejercicio de la democracia, el papel del partido por encima del mecanismo de representación y en consecuencia, lo que define al régimen político no es esta última sino el poder del partido.

 

El concepto de partidocracia es muy poco usado por la literatura académica de ciencias políticas. En la literatura en inglés no encontramos uno equivalente al que ocupamos en castellano. Algunos teóricos alemanes han acuñado el término de “Parteienstaat” o “Estado de Partidos” que no puede asimilarse al de partidocracia, aún cuando tengan evidentes connotaciones comunes. Algún autor, concretamente Michael Coppedge (Coppedge, 1994) ha intentado acuñar la expresión “Partyarchy” derivándola de la concepción de poliarquías de Robert Dall, para caracterizar el fenómeno que estamos analizando.

 

Por el contrario, en el lenguaje periodístico y en las discusiones de políticos y comentaristas, especialmente en el mundo de habla hispana e italiana, el concepto tiene amplia circulación: partidocrazia en italiano y partidocracia en castellano son vocablos de uso creciente en el lenguaje político, por lo general con una connotación depreciativa y aludiendo a un estado de “enfermedad” del régimen democrático; en esto estriba una de las diferencias fundamentales con la concepción del Estado de partidos, pues para éstos se trata de la evolución del Estado moderno mientras que en el caso de partidocracia se usa para señalar una deformación de la democracia. El concepto surge en el contexto de la discusión de las relaciones entre sociedad civil y sociedad política y alude a una abusiva apropiación de espacios políticos por parte de los partidos políticos en una determinada sociedad.

 

En los regímenes de partido único, sean estos de corte socialista o simplemente autoritario, la preeminencia que el partido adquiere en la vida política es indiscutible y, como ya lo previó Rosa Luxemburgo en la famosa discusión que sostuvo con Lenin sobre el papel del partido, la predominancia absoluta que los bolcheviques acordaron al papel del partido en la conducción del Estado y la sociedad, llevaría inevitablemente a la muerte de la democracia socialista y a la “brutalización de la vida pública” (Luxemburgo, 1961, p.71). No hay duda que la crítica de Luxemburgo era certera, especialmente si se toma en cuenta lo que sucedió en la URSS y en el resto del “campo socialista” con el ascenso de Stalin al control del partido, sin embargo, la literatura política al analizar este fenómeno no lo caracteriza como partidocracia, sino simplemente de dictadura, autoritarismo o, en algunos autores, de partidolatría y el énfasis se ha puesto en la concepción verticalista del ejercicio del poder y en su carácter represivo, más que en la abusiva extensión del papel del partido. La discusión sobre partidocracia no está asociada a los regímenes de partido único, por más que ellos expresan el problema en forma paradigmática.

 

La discusión contemporánea se circunscribe al análisis de los regímenes democráticos, que cuentan con pluralidad de partidos, en los que las libertades públicas fundamentales tienen vigencia así como la separación de órganos del Estado. Es decir, donde la sociedad civil tiene posibilidades de constituirse en su multiplicidad y actuar, planteando así la disputa de espacios con los partidos políticos; no es pues, arbitrario, que el uso de partidocracia en su forma depreciativa provenga principalmente de las organizaciones de la sociedad civil.

 

Podemos calificar la partidocracia como una desviación del papel que corresponde a los partidos políticos en la democracia representativa e identificar cuatro características principales como los rasgos definitivos del fenómeno:

 

1.         Monopolio de nominaciones: Si los partidos tienen la exclusividad –de hecho o legalizada– de las nominaciones para cargos de elección popular. La postulación de candidatos a cargos de elección popular es considerada como negocio exclusivo de los partidos políticos, una especie de “estanco político” que el Estado le confiere a los partidos y de esa manera no solo los dota de un enorme poder (la posibilidad de excluir a ciudadanos del derecho a ser electos), sino que le permite a los partidos garantizar sus intereses postulando a los cargos públicos a personas que no se convertirán en una amenaza a los mismos una vez adquieran el poder a través del voto popular. A lo anterior en varios países se añade que el sistema de emisión del voto es de voto por partido y no por candidato; el elector únicamente tiene la opción de marcar la bandera del partido y no puede expresar preferencias por determinados candidatos dentro de los propuestos por el partido; de esta manera se proyecta la imagen de que el elector está optando por partidos y no por personas y se refuerza el monopolio de nominaciones por parte de los partidos.

 

Un caso extremo es el de El Salvador, donde la Constitución Política de 1983, consagra explícitamente el monopolio partidario de la representación popular, así, el Art. 85 inciso 2º.: “El sistema político es pluralista y se expresa por medio de los partidos políticos, que son el único instrumento para el ejercicio de la representación del pueblo dentro del gobierno”. La disposición en cuestión tiene una trascendencia aún mayor, pues se encuentra ubicada en el único título de la Constitución que, según el Art. 248 inciso último de la misma, no puede reformarse.

 

Por el contrario, muchos otros países permiten, especialmente a nivel municipal, la presentación de candidaturas no provenientes de los partidos políticos mediante la constitución de comités cívicos. Se trata de un correctivo saludable a la tendencia de los partidos a monopolizar el acceso al puesto público; sin embargo, los resultados de este tipo de candidaturas no son concluyentes: en muchos casos, como Guatemala por ejemplo, los partidos se “adaptan” al sistema y una buena parte de los “comités cívicos municipales” son extensiones del partido con otro nombre. En Mozambique después de las elecciones municipales de junio de 1988, en las que participaron diversos Comités no partidarios, los movimientos cívicos iniciaron un proceso de confederación para participar en las elecciones legislativas del siguiente año. Precisamente porque en 1988 los candidatos independientes obtuvieron más del 80% de los puestos, la reacción de los dos partidos mayoritarios (FRELIMO y FRENAMO) fue modificar la Ley Electoral para conferir el monopolio legal de postulación a los partidos políticos.

 

2. Control sobre representantes electos: El nivel de disciplina partidaria al que son sometidos los representantes electos se convierte en otro indicador del nivel de partidocracia en un régimen político. La mayoría de las Constituciones de América Latina tienden a garantizar la independencia de los legisladores, haciendo honor a la teoría clásica del mandato libre; sin embargo, la práctica de la actividad legislativa, especialmente por la diversidad y complejidad de temas que llegan al conocimiento de cada diputado y sobre los cuales tiene que emitir voto, hacen que el agrupamiento de parlamentarios en grupos o fracciones legislativas sea un imperativo de la eficiencia; la constitución de las fracciones sigue, casi invariablemente, el agrupamiento partidario y es reforzada por el hecho que los parlamentarios hablan a “nombre del partido”. Estos dos factores empujan a un creciente control del partido sobre las temáticas legislativas o municipales. Los diputados de una fracción deben “seguir la línea” del partido ya no solo en las cuestiones planteadas en el programa legislativo que presentaron durante la campaña electoral, sino en prácticamente todas las decisiones que se deban tomar en el órgano Legislativo; de tal manera que la norma es acatar la disciplina partidaria y sólo por excepción y por decisión expresa los diputados de una fracción quedan en “libertad” de votar según su conciencia.

 

Una extensión extrema de este control es el caso de las legislaturas donde aquellos diputados que no se conforman a la línea de partido no sólo pueden ser expulsados del partido, sino, y por consecuencia de esta expulsión, privados de su curul en la legislatura. Esta situación en América Latina se da en la República de Panamá, y también en varios países del Sudeste Asiático y del Africa, determinando un grado de control del partido que le permite anular la voluntad de los electores y que correctamente puede calificarse como partidocracia. El Congreso de la India presenta una solución intermedia: si un parlamentario se revela contra el partido, es despojado de su curul, pero si se trata de un grupo de diputados éstos pueden conservar sus asientos como una fracción legislativa independiente del partido que los postuló.

 

3. Patrimonialismo partidarista: Una de las características más salientes y criticadas de los partidos políticos son sus prácticas patrimonialistas, entendidas estas como los diversos mecanismos mediante los cuales los partidos políticos hacen uso de su posición institucional para apropiarse y/o repartirse recursos o partes del gobierno. El patrimonialismo implica una percepción de la política en la que la distinción entre partido y Estado, entre actividad partidaria y actividad gubernamental queda desdibujada y el gobierno es percibido y tratado como una extensión del partido, o como un botín que se obtiene mediante la contienda electoral.

 

En los regímenes autoritarios es a través del dictador o del partido único que se produce este fenómeno; en los regímenes de democracia representativa es, principal pero no exclusivamente, a través de los partidos políticos que se desarrollan estas actividades. El grado de patrimonialismo partidista varía de país a país; desde aquellos en que el partido que gana las elecciones procede a despedir al mayor número posible de servidores públicos para sustituirlos por los militantes propios “que han sudado la camiseta”, hasta los “acuerdos” de fracciones legislativas de integrar una mayoría a cambio de trozos de instituciones estatales que pasan a ser cotos de empleo y manejo del partido que ha dado los votos en el Congreso ya sea para pasar una legislación o para elegir a un funcionario.

 

A esta actitud y práctica de los partidos corresponde una “cultura cívica” en la que la práctica política partidaria es percibida por los activistas como un medio para conseguir empleo o determinados beneficios por parte del Estado: se ingresa al partido “para conseguir algo”, el puesto público se merece como recompensa “porque sudé la camiseta”.

 

Los partidos políticos se convierten así en agencias de empleo y la posibilidad de construir una burocracia racional y eficiente queda relegada. Desde la perspectiva de la sociedad civil este tipo de prácticas partidarias son especialmente rechazadas, generan la percepción de la partidocracia como la enfermedad de la democracia e incitan a actitudes anti-partidos políticos.

 

4. Partidización de la sociedad civil: En la partidocracia el horizonte de la participación política esta circunscrito a los partidos políticos; esto quiere decir que la relación entre partidos y organizaciones de la sociedad civil se desarrolla como una relación asimétrica en que el partido es el polo dominante y tiende a partidizar las organizaciones sociales, de tal manera que éstas o quedan “alineadas” a un partido político o son el campo de batalla en el que los partidos luchan por controlarlas, produciendo graves divisiones en su interior. Por otro lado, para las organizaciones sociales la vinculación o adscripción a un partido político se convierte en requisito de eficacia y en algunos casos de sobrevivencia. En forma similar se produce esta tendencia de los partidos a “capturar a la sociedad civil” a nivel de los medios de comunicación social que se encuentran o controlados o profundamente orientados por las posiciones partidaristas. No se trata de la “uniformidad” de la información tan característica de los regímenes autoritarios, sino que, aceptando la existencia de un pluralismo de la información, los medios quedan vinculados o subordinados a los partidos políticos.

 

El resultado es que en regímenes democráticos con partidocracia el tejido social (sociedad civil) tiende a perder su autonomía y se ve enfrentado a un dilema negativo: o se adscribe a un determinado partido político o se abstiene de participar en la política; encerrándose en sus tareas “técnicas”. De esta manera el abuso de la función política por parte de los partidos políticos tiene como correctivo la tendencia a una despolitización extrema de organizaciones sociales. El resultado es que ambos trazos devalúan la calidad de la democracia.

 

Los cuatro indicadores de partidocracia aquí propuestos, constituyen un “tipo ideal” y no los vamos encontrar todos y al mismo tiempo en un sistema político específico; sin embargo, su utilidad estriba en permitirnos, a través de la comprobación empírica, determinar el grado de deformación partidocrática de que adolece un determinado sistema político y, sobre todo, su utilidad se puede calibrar por las posibilidades de inducir reformas en áreas determinadas para restaurar la sanidad democrática del sistema político.

 

En síntesis, la noción de partidocracia, tal y como la hemos tratado aquí, alude a la implicación de varias tendencias en el desarrollo de los regímenes políticos. Por un lado expresa claramente la evolución de las formas de clientelismo político tradicional que se mueven de la relación personal cara a cara (patrono-cliente) a formas más institucionalizadas e impersonales de dicha relación (partidos-ciudadanos); por otra parte expresan, en forma deformada, la tendencia de los partidos contemporáneos a apoyarse cada vez más en el Estado, a invadirlo, o para usar la expresión de Katz y Mair de constituir el “Partido-cartel” (Katz y Mair: 1995), tendencia que refuerza la ya existente en nuestras sociedades de utilizar canales no económicos para la obtención de recursos de subsistencia, dado que las posibilidades de hacerlo por las vías propiamente económicas son reducidas. Finalmente, la partidocracia expresa la debilidad de las instituciones políticas de nuestros procesos de democratización, ya sea en su versión restauradora o de incipiente construcción.

Bibliografía: 

Coppedge, Michael: Strong parties and Lame ducks. Presidential partyarchy and factionalism in Venezuela. Stanford University Press, USA, 1994.

Katz, Richard y Mair, Peter: “Changing model of party organization and party democracy: The emergence of the cartel Party”, en Party Politics. Vol. I, No. 1, 1995.

Luxemburgo, Rosa: The Rusian Revolution. Ann Arbor, Mich., 1961.

Von Beyme, Klaus: La Clase Política en el Estado de Partidos. Alianza Editorial. Madrid, 1995.

 

Rubén I. ZAMORA