Gentileza de http://www.iidh.ed.cr/siii/index_fl.htm para la
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LIDERAZGO POLÍTICO

 

 

I.  Hacia una definición genérica del liderazgo

 

La concepción de liderazgo ha sido ampliamente debatida desde una óptica psicológica, sociológica y política. En realidad, se debe decir que no existe una acepción única de liderazgo, sino que la misma puede ser definida en relación con referentes, geográficos, históricos y con la diversidad de objetivos y propósitos de los grupos u organizaciones de que se trate. En los últimos años han tendido a predominar nociones provenientes del mundo de la administración de negocios, preocupadas en lo esencial por la eficacia del liderazgo, entre las que podemos citar:

 

    “…es el conjunto de las actividades, y sobre todo de las comunicaciones interpersonales, por las que un superior en jerarquía influye en el comportamiento de sus subalternos, en el sentido de una realización voluntariamente eficaz de los objetivos de la organización y del grupo”1;

 

     es el proceso de influencia entre un líder y sus seguidores para alcanzar objetivos organizacionales;

 

     es la capacidad de proporcionar las funciones directivas asociadas con las posiciones de nivel superior 2.

 

A estas se le pueden agregar otras acepciones de carácter más general, que hablan de tener una visión y lograr que la gente la haga realidad, o de la capacidad para influir sobre los otros, en particular por medios no coactivos3.

 

No obstante que estas definiciones resultan poco funcionales a los fines de este trabajo, permiten extraer cinco elementos que son constitutivos de cualquier definición moderna de liderazgo: influencia, voluntad, comunicación interpersonal, capacidad de ayudar al grupo a definir y alcanzar objetivos, y superación y esfuerzo suplementario.

 

Sobre esta base, se puede definir el liderazgo como el conjunto de actividades y de relaciones y comunicaciones interpersonales, que permiten a una persona ejercer diversos niveles de influencia sobre el comportamiento de los miembros de un grupo determinado, consiguiendo que este grupo defina y alcance de manera voluntaria y eficaz sus objetivos.

 

Es un proceso de aprendizaje colectivo de las organizaciones, grupos o comunidades, en términos de construir una visión de conjunto sobre sí mismos, sobre sus intereses y fines, y sobre los medios para alcanzarlos de manera eficaz. Subyace la visión de que el ser humano es un ente con capacidad para definir sus objetivos, comunicarlos, identificar medios para conseguirlos y poner esfuerzo para lograrlos.

 

Esta concepción va en contradicción con las tendencias predominantes en el conocimiento y práctica del liderazgo, en las que subyace la idea de que el mismo está sustentado en las condiciones de personalidad de los líderes y por tanto tiene relación directa con la existencia o no de carisma. Según Peter Senge “…los líderes … son héroes, grandes hombres (y en ocasiones mujeres) que avanzan a primer plano en tiempos de crisis”4. A lo que él contrapone: “Mientras prevalezcan estos mitos, reforzarán el énfasis en los hechos de corto plazo y los héroes carismáticos y no en las fuerzas sistémicas y el aprendizaje colectivo. La visión tradicional del liderazgo se basa en supuestos sobre la impotencia de la gente, su falta de visión personal y su ineptitud para dominar las fuerzas del cambio, deficiencias que sólo algunos grandes líderes pueden remediar”5.

 

Al mismo tenor, Peter Drucker indica que el liderazgo“… es algo muy distinto de lo que hoy se nos presenta bajo este rótulo. Tiene poco que ver con las cualidades del líder y mucho menos con carisma. Es una cosa ordinaria, prosaica y aburridora. Su esencia es el desempeño”6. En este sentido, “ya no basta con tener una persona que aprenda para la organización… Ya no es posible otear el panorama y ordenar a los demás que se sigan las órdenes del gran estratega. Las organizaciones que cobrarán relevancia en el futuro serán las que descubran cómo aprovechar el entusiasmo y la capacidad de aprendizaje de la gente en todos los niveles de la organización”7.

 

Como se puede ver, está noción rompe claramente con la visión personalista y carismática, para centrarse en la idea de que el liderazgo tiene que ser adecuado y funcional con el tipo de organización de que se trate –sea esta un grupo religioso, una comunidad rural, un partido político o una sociedad determinada– y con la capacidad para que ese liderazgo produzca los efectos deseados, a saber, la consecución de los objetivos de la organización.

 

II. Liderazgo político

 

A.   El enfoque clásico sobre liderazgo político

 

Si se asume que el liderazgo no es bueno ni malo en sí mismo, sino que es un medio cuya bondad o maldad está dada por sus objetivos, se tiene también que asumir que el fin del liderazgo político es la cuestión crucial para determinar si favorece o no la comunidad o el grupo al que el líder pertenece.

 

De la discusión sobre el liderazgo político se extraen también múltiples definiciones. José Luis Vega Carballo, por ejemplo, lo define como “… la particular relación que se establece dentro de una coyuntura concreta y dinámica, entre una personalidad y una situación de grupo en el cual el objetivo central es la conquista y el control del Estado o de los instrumentos para influirlo, por parte de ese grupo.”

 

La definición de Vega Carballo se inscribe dentro de una tradición teórica que visualiza el liderazgo político dentro de los límites del Estado como aparato y de aquellos instrumentos que permiten el acceso o toma de poder del mismo, en especial los partidos políticos. Si bien esta es una pauta fuera de discusión –el escenario de acción del liderazgo político, por excelencia, lo son el Estado y los partidos políticos–, pareciera que requiere de una ampliación importante, en tanto en la realidad contemporánea no toda acción política pasa por el Estado como aparato o por los partidos como instrumentos de acceso al poder público, dándose –por tanto– que no todo liderazgo político tiene necesariamente que limitarse a la conquista del mismo. Pero sobre este punto se retornará más adelante.

 

En general, el análisis del liderazgo político parte de la comprensión de las formas de dominación; Max Weber señala básicamente tres tipos de dominación legítima, a saber la dominación legal, la dominación tradicional y la dominación carismática, siendo la primera y la tercera las más representativas en la realidad latinoamericana contemporánea.

 

La dominación legal se da en virtud de la existencia de un estatuto, que establece que la obediencia de los seguidores no es hacia el líder o persona que detenta formalmente el poder, sino hacia la regla estatuida. Más aún, es la misma regla la que establece a quién y en qué medida se debe obedecer, obligando al líder a obedecer el imperio de esa ley o estatuto. Este tipo, dentro del cual su expresión técnicamente más pura es la burocracia, es sin duda alguna la forma de dominación que mejor responde a la idea que se tiene de la estructura moderna del Estado y de la democracia. Como parte de este tipo de dominación, la asociación dominante es elegida o nombrada, de acuerdo con procedimientos o mecanismos establecidos por la ley o estatuto. En este sentido, hay que afirmar que ninguna dominación legal es estrictamente burocrática, dado que ninguna es ejercida únicamente por funcionarios contratados, sino que los cargos más altos son usualmente designados por la tradición o electos por instituciones tales como el parlamento o el pueblo en general.

 

La dominación tradicional nace en virtud de la creencia en la santidad de los ordenamientos y poderes señoriales existentes desde siempre. Su tipo más puro es el dominio patriarcal, como tal poco frecuente en la historia actual de la región, dándose una relación entre señor –dominador– y súbditos –dominados–. La obediencia se da en virtud de la dignidad propia de la tradición, respondiendo a la idea de que el súbdito debe serle fiel al señor. Los únicos límites del ejercicio de este tipo de dominación lo son las normas de la tradición y/o el sentido de equidad que tenga el señor.

 

La dominación carismática se da en razón de la devoción que sienten los seguidores en relación con el líder, dadas sus características personales, casi siempre extraordinarias. Así, desde las facultades mágicas y revelaciones de los profetas del pasado, hasta habilidades más políticas vinculadas al heroísmo, el poder intelectual o la capacidad oratoria, las cualidades personales se convierten en el factor que genera adhesión efectiva. En este sentido, la obediencia –condición inmanente a la dominación– se da sólo en relación con el caudillo, y esa obediencia durará mientras existan las cualidades personales del caudillo que son objeto de reconocimiento por parte de sus seguidores. Precisamente esa sujeción a la persona del caudillo hace que este tipo de dominación sea extremadamente inestable, al carecer de procedimientos ordenados para el nombramiento o sustitución del líder, al punto de que las instituciones políticas no existen sino es en relación con la vigencia del caudillo y su carisma. Al desaparecer el caudillo o perder su carisma, las instituciones se quiebran o desaparecen, dando paso a un nuevo orden, sea basado en un nuevo caudillismo o en otra forma de dominación.

 

Con relación a su ejercicio, “el carisma conoce sólo determinaciones internas y límites propios. El portador del carisma abraza el cometido que le ha sido asignado y exige obediencia y adhesión en virtud de su misión”10. Precisamente por ello, no obstante su fuerza, incluso de carácter revolucionaria, la autoridad carismática, “… en su forma absolutamente pura, es por completo autoritaria y dominadora”11.

 

Los tres tipos de dominación expresan en sí mismos formas de ejercer el liderazgo; no obstante resulta poco frecuente encontrar casos reales que expresen literalmente el ejercicio de alguno de estos tipos, siendo lo más usual la combinación de características de uno u otro modelo. Así, por ejemplo, la autoridad o liderazgo carismático tiende a –en el lenguaje de Weber– rutinizarse, es decir, a romper con su carácter inestable o efímero y a asumir ropajes distintos a su naturaleza, ya sea de carácter racional –de dominación legal burocrática– o tradicional12.

 

De una u otra manera, en la experiencia histórica lo que se ha dado es una tendencia marcada a ponerle límites a cualquiera de las formas de dominación, límites básicamente asociados al establecimiento de cauces institucionales. En teoría, la expresión por excelencia de esos límites al ejercicio de la dominación, es precisamente la división de poderes que es inherente a la concepción moderna de Estado y al modelo democrático como sistema político.

 

Ese instrumento clásico de contención del ejercicio de las formas de autoridad, se ve hoy ampliado por la renovada participación del ciudadano como sujeto político. Si bien en América Latina esas expresiones participativas son todavía incipientes, nuevos instrumentos le imponen límites al liderazgo político, tales como los mecanismos de rendición de cuentas, las consultas populares sobre temas específicos o el control ciudadano –a través de los medios de comunicación o de organizaciones no gubernamentales– sobre la gestión pública.

 

Así, si bien, en una sociedad democrática es normal y lógico que los líderes políticos encabecen esfuerzos para tomar el control del gobierno como instrumento de vital importancia para la transformación de la realidad, también es evidente que cada vez más procesos y fenómenos se dan en los márgenes externos de la política tradicional y de los Estados como aparatos institucionales, cada vez más se presencia la irrupción de nuevas formas de organización y de liderazgo que sin pasar por los causes tradicionales de la política, ejercen influencia política determinante por cuanto contribuyen a la transformación efectiva de la realidad social en la que existen.

 

B.   Liderazgo, poder, autoridad: condiciones que brindan legitimidad al liderazgo

 

Todos los estudios sobre liderazgo establecen relaciones básicas entre éste y las nociones de poder y autoridad. Ambas nociones, muchas veces confundidas en el saber común sobre el tema, muestran algunas diferencias importantes, especialmente cuando se habla de liderazgo político.

 

Como bien recupera José Luis Vega Carballo13, citando a Max Weber, el poder se refiere a la relación social en la cual se produce la probabilidad de que un actor social imponga su voluntad, incluso a pesar de cualquier resistencia, sobre otro actor. Este concepto es central en el ejercicio del liderazgo, dado que el uso de una determinada cuota de poder es condición básica para que la influencia del líder sea efectiva. Así, todo líder requiere poder para ejercer su liderazgo, con lo cual se establece que la búsqueda del poder es una condición natural al ejercicio del liderazgo.

 

Por su parte, la autoridad hace referencia a la capacidad de influir sobre las otras personas con base en un mandato dado por esas personas. Dado ello, toda autoridad implica el uso de una cuota determinada de poder, pero no toda persona que encarna un cargo de autoridad tiene poder efectivo. La autoridad, si es legítima, es decir, si ha sido otorgada por el grupo como resultado de esa suerte de contrato social o por el pueblo a través de instituciones como las elecciones, tiene la ventaja de que permite el uso de la fuerza por parte de quien detenta esa autoridad, para asegurar la consecución de los objetivos que sustentan el liderazgo.

 

Este enfoque tipifica al poder con un carácter más bien fáctico, dado por la fuerza o capacidad de influencia que tiene quien lo detenta, mientras que la autoridad se identifica con la entrega de un mandato, implícito –en un grupo social x–, o explícito –en una institución política–, el cual está dado y durará mientras el líder represente los intereses de aquellos que le otorgaron la autoridad formal.

 

Esta relación entre poder y autoridad es esencial para la comprensión del liderazgo político. Muchas veces el liderazgo ha sido visto como una consecuencia de la autoridad, en tanto se entiende que el líder es aquel que detenta la autoridad en el grupo, organización o comunidad de que se trate. En nuestra visión, el liderazgo está dado no sólo por la autoridad conferida sino por el poder efectivo que el líder pueda ejercer. En este sentido el poder es una condición inmanente al liderazgo, quedando al carácter o integridad del líder y a las normas del grupo y organización, el que ese poder sea usado para los objetivos establecidos.

 

Esta idea es central cuando se habla de liderazgo político en democracia, dado que el poder en la democracia debe ser encauzado institucionalmente, preferiblemente a través de una autoridad legítima, de modo que el líder responda a los intereses de la sociedad y esté sujeto a límites precisos. La existencia de instituciones tiene una doble condición: permite que el líder político pueda gobernar –es decir, favorece la eficacia del liderazgo– al otorgarle legitimidad en el uso del poder y la autoridad; pero también permite, en caso de que ese líder no represente de manera efectiva los intereses de la sociedad, contar con mecanismos que permiten su relevo por vías pacíficas y también legítimas.

 

C.   Hacia una noción prescriptiva de liderazgo político

 

Derivado de la noción genérica que postula este trabajo y de la revisión del enfoque clásico sobre el liderazgo político, este puede ser definido como el conjunto de actividades, relaciones y comunicaciones interpersonales, que permiten a un ciudadano movilizar personas de una organización, comunidad o sociedad específica, de manera voluntaria y consciente, para que logren objetivos socialmente útiles.

 

Para ello, ese liderazgo busca hacerse con el poder y la autoridad que confiere el aparato del Estado –en su sentido weberiano de asociación política o, en caso de que no pueda detentar su administración, de aquellos mecanismos que le permitan influir sobre el rumbo y objetivos de ese estado y de la sociedad en general.

 

Así, si bien el liderazgo político –en el sentido aquí postulado– comporta la administración del Estado-aparato como una condición y expresión natural de su ejercicio, no se reduce a ella, reconociendo que en las sociedades contemporáneas se constituyen espacios crecientemente autónomos del poder y autoridad del Estado-aparato, que también coadyuvan a la consecución de objetivos socialmente útiles.

 

Esta definición asume el liderazgo político con una clara dimensión normativa, en tanto la gente piensa y actúa bajo la visión de ese líder con las imágenes implícitas de un contrato social. Es decir, se firma una suerte de contrato entre el líder y sus seguidores o su grupo, en el sentido de que el líder político recibe un mandato legítimo de parte de su comunidad o pueblo, a cambio de que aporte su capacidad y su visión para que la citada comunidad alcance sus objetivos más importantes. Aquí aplica la idea de que el buen líder político no es el que genera influencia para que las personas asuman su visión y le permitan conseguir sus propios objetivos, sino aquel que encauza las energías y capacidades de esa comunidad para hacer viables los objetivos de la misma.

 

Ahora bien, si el horizonte del liderazgo político son los fines de la comunidad o sociedad a la que pretende conducir, resulta importante establecer criterios para determinar qué son objetivos socialmente útiles. En este sentido, lo socialmente útil está dado por la capacidad de proponer una visión de sociedad, que sea integradora de intereses y perspectivas diversas, que brinde coherencia y sentido a la acción del líder y que facilite la incorporación de todos –o al menos de la mayoría– en los diversos esfuerzos por alcanzar las metas establecidas. Por ello el liderazgo político se define en términos de autoridad legítima, basándose esta legitimidad en un conjunto de procedimientos mediante los cuales muchos otorgan poder a unos pocos.

 

En el ejercicio del liderazgo político, como en cualquier otro, confluyen dos dimensiones claramente definidas, aunque complementarias: una subjetiva y otra objetiva. La subjetiva tiene que ver con las capacidades del individuo y sin lugar a dudas con el carisma; la objetiva hace referencia a la realidad que le rodea, con sus específicos y diversos problemas y necesidades. Desde esta perspectiva, la consistencia entre las capacidades del líder y las condiciones históricas en las cuales actúa es determinante. Dicho de otro modo, en el liderazgo político contemporáneo confluyen los valores sociales imperantes y las capacidades o aptitudes personales para encarnarlo. De la habilidad que tenga el líder para poner sus condiciones naturales y sus capacidades aprendidas al servicio de los fines de la sociedad de que se trate, dependerá que ese liderazgo sea legítimo y eficaz.

 

De igual modo, se extraen dos visiones claramente diferenciadas: una, aquella que indica que el liderazgo es la capacidad de influir sobre la comunidad para que siga a un líder, en donde la característica esencial es la influencia del líder como condición que permite que la gente acepte su visión y la haga suya; esta visión es extremadamente frecuente en la historia política, dado que favorece la existencia de liderazgos carismáticos, de tinte autoritario, paternalista o pseudo-democrático. Otra, la que ve el liderazgo como la capacidad de influir sobre la comunidad para que enfrente sus problemas y consiga sus objetivos; aquí, la característica esencial del liderazgo es el progreso en la solución de problemas y en la consecución de los objetivos de la comunidad. Es evidente que esta segunda visión favorece el liderazgo de tipo participativo y democrático, y por tanto, coadyuva a la creación de esquemas institucionales que permitan la subsistencia del contrato social establecido entre el líder y su comunidad.

 

En este sentido, el liderazgo político es necesariamente un proceso de doble flujo entre el líder y sus seguidores; aunque siempre prevalezca una relación asimétrica entre el que gobierna y el que es gobernado, ambos se reconocen como actores válidos e influyentes en la construcción de los objetivos socialmente útiles.

 

D.  Tendencias recurrentes en el ejercicio del liderazgo político

 

A partir de toda esta visión del liderazgo, se puede realizar un rápido repaso de las modalidades de liderazgo político presentes en la historia latinoamericana. Entre las principales encontramos las siguientes:

 

      D.1.   Tendencia al uso de la autoridad

 

Parte de la visión de que las personas no saben lo que quieren y además que son naturalmente perezosas para luchar por la consecución de sus intereses u objetivos. Esta deficiencia natural sólo puede ser remediada por un gran líder, que asuma la tarea de proponerle a la gente una visión a la cual adherirse y de conducirlos hacia la meta marcándoles el paso de manera estricta y precisa. Dentro de esta visión se tipifican, por supuesto, los líderes de corte autoritario y paternalista, caracterizados por la idea de dar órdenes para la consecución de los objetivos o de conducir o incluso sustituir a las de
más personas en el cumplimiento de sus papeles grupales o sociales.

 

Este enfoque del liderazgo ha estado largamente presente en la política latinoamericana. Bajo la idea de que los pueblos no están en capacidad de resolver sus problemas surgieron tres variantes importantes de liderazgo social y político: los líderes autoritarios, los líderes caudillistas o carismáticos y los líderes paternalistas. Aunque cada uno de estos puede ser tipificado autónomamente, en la historia del subcontinente ha sido frecuente la combinación de rasgos de uno y otro.

 

Bajo la figura del liderazgo autoritario y sobre la base de que los pueblos requerían conducción fuerte y protección ante amenazas externas o internas, se configuraron múltiples regímenes militares o pseudo-militares, que restringieron los ámbitos personales y sociales de libertad y pretendieron rectorar la vida social desde su autoridad, dada esencialmente por las armas y asentada en el temor. Estos liderazgos sustituyeron o absorbieron las instituciones, induciendo un alto grado de arbitrariedad en la conducción política de los países y propiciando la exclusión de importantes sectores de población, con las nefastas consecuencias por todos conocidas sobre la configuración de los sistemas políticos.

 

La figura del caudillo, basada en el carisma de la persona, como salvador de los pueblos, arrasa nuestra historia de ejemplos; de Bolívar al Ché Guevara, de Fidel Castro a Juan Domingo Perón y así muchos más, se sustenta en la misma visión antropológica anteriormente descrita: la incapacidad de los pueblos para obtener lo que quieren o, peor aún, para obtener lo que los caudillos consideran que deben obtener. Así, la lógica del caudillo no radica en conducir a sus pueblos hacia la construcción de una visión común, sino en convencer a estos que su visión –la del líder– es la que deben adoptar y seguir. No son pocos los ejemplos de estos liderazgos caudillistas, cuyas consecuencias políticas concretas, en la mayor parte de los casos, han sido una institucionalización endeble de los sistemas políticos o una ruptura de los regímenes políticos implantados por ellos, al darse la desaparición física o la remoción política de los mismos.

 

El líder paternalista ha estado marcado por la convicción de que hay que darle a la gente todo lo que necesite, en el entendido de que esa gente no está en capacidad de producir y conseguir objetivos que le beneficien. Esta visión da origen a una dependencia extremada de los seguidores o grupos en relación con el líder, dependencia que tiene consecuencias destructivas, por cuanto limita la capacidad de aprendizaje individual y colectivo de sus seguidores, eliminado la principal fuente de poder de las organizaciones y sociedades.

 

      D.2.   La tendencia al liderazgo pragmático

 

Dentro de esta tendencia se ubican aquellos líderes que se adaptan a cada coyuntura en el entendido de que sus actuaciones son expresiones de los deseos de la gente; es decir, asumiendo una visión distorsionada de lo que en la teoría se conoce como liderazgo situacional, los líderes adaptan su actuación y comportamientos a las cambiantes condiciones de la realidad y de las voluntades políticas que les rodean. El norte de esos líderes son las encuestas. Con este enfoque, el líder renuncia a una de las características fundamentales del liderazgo político: la responsabilidad de proponerle a la organización o sociedad una visión integradora, con lo cual abdica del esfuerzo por conseguir objetivos que vayan más allá de los vaivenes de las coyunturas políticas.

 

No obstante las limitaciones reales de este enfoque, aporta un elemento significativo para que el líder político sea eficiente y eficaz: la necesidad de que conozca el contexto organizacional y social en el que actúa, como condición para que incorpore destrezas que favorezcan la obtención de los objetivos comunes. Este factor implica que cada contexto y cada problema posiblemente demande destrezas y capacidades diferentes, lo cual tiende a ratificar que para la consecución de los objetivos organizacionales y sociales se requiere sumar los esfuerzos de todos los miembros de esa organización o sociedad.

 

      D.3.     La tendencia al liderazgo político

 

Esta es la menos frecuente de las tendencias, a pesar de la paulatina democratización de los entornos institucionales de la región. El líder democrático es aquel que reúne los elementos típicos de la visión prescriptiva de liderazgo político: capacidad de influencia, capacidad de producir la movilización voluntaria de sus seguidores, capacidad de proponer una visión integradora y capacidad de conducir a sus seguidores a la consecución de objetivos socialmente útiles.

 

Por tanto, este tipo de liderazgo se da en el contexto de esquemas institucionales democráticos, que favorecen la creación de consensos y que coadyuvan a la integración de todos los sectores. Es un liderazgo basado en la negociación y concertación como condición para la inclusión de las mayorías en el sistema político. En este sentido, cuando se habla de liderazgo democrático, estamos haciendo referencia a un perfil de líder que cumple con al menos las siguientes características:

 

    Actúa basado en el diálogo y convencimiento, no en la imposición.

 

    Plantea un liderazgo basado en el conocimiento de la organización y en la claridad sobre la misión y visión de la misma.

 

    Articula la diversidad que caracteriza toda organización humana, más aún, permite la diversidad de enfoques y metodologías como un factor de crecimiento y aprendizaje.

 

    Respeta el liderazgo de los demás.

 

    Expresa valores concretos: no es democrático sólo por lo que dice o por la metodología que aplica; lo es porque expresa en sus relaciones humanas y en su comportamiento valores profundamente democráticos, como la tolerancia, el pluralismo, etc.

 

    Es interdependiente: en este sentido, reconoce que los demás son importantes para la consecución de los objetivos de la organización14.

 

En razón de esto, el ejercicio del liderazgo democrático conlleva el desarrollo equilibrado y efectivo de las instituciones políticas. Esta afirmación adquiere mayor relevancia cuando se reconocen los efectos que han tenido sobre el desarrollo democrático de América Latina, los estilos de liderazgo predominantes. Así, por ejemplo, si el líder es débil para el manejo de las instituciones, estas tienden a perder eficiencia, eficacia y a volverse anárquicas; pero si el peso del liderazgo es mayor que el perfil de la institución, está tiende a desdibujarse bajo el manto del autoritarismo.

 

El autoritarismo tiene una suerte de relación de causa y efecto con el excesivo personalismo de la política latinoamericana. Prevenir el retorno de las tentaciones autoritarias o caudillistas pasa necesariamente por la creación de instituciones políticas fuertes, estables y sustentables. Como bien dice Joan Prats, “no hay reforma institucional verdadera sin líderes ni emprendedores. La teoría del cambio institucional indica que este se producirá cuando un número suficiente de actores perciban que una nueva institucionalidad puede sustituir a la precedente gozando de mayor apoyo y legitimidad”15. Y agrega, “en lugar de buscar salvadores, deberíamos pedir un liderazgo que nos desafíe a enfrentar los problemas que no tienen soluciones simples e indoloras, los problemas que exigen que aprendamos nuevos métodos… Para enfrentar estos desafíos nos hace falta una idea diferente de liderazgo y un nuevo contrato social que promueva nuestra capacidad de adaptación”16.

 

      E.   Los límites del liderazgo en sociedades democráticas

 

Como dice James Payme “siempre habrá políticos. Es cierto que recelamos de ellos, que examinamos con cuidado sus acciones y que las criticamos, pero estamos conscientes de que su existencia en la organización social es un hecho indiscutible”17. En línea con esto hay que decir que siempre habrán líderes políticos, con capacidades personales y con referentes éticos distintos. Esta verdad viene acompañada de viejas y nuevas demandas de parte de los ciudadanos en relación con el comportamiento de los líderes. Así, desde la demanda de brindar ejemplo –Peter Drucker dice que la gente tiene la expectativa de que los líderes no deben comportarse como se comportan todos, sino que se espera que procedan como entienden que deberían proceder ellos mismos18– se va hasta la creciente demanda de transparencia, responsabilidad y rendición de cuentas.

 

Esto no desconoce las múltiples razones y motivaciones que encauzan la voluntad de un ciudadano para aspirar a convertirse en líder político19, sino que le plantean nuevos referentes de actuación. Durante muchos años, los líderes políticos recibían no un mandato sino que una delegación de poder, actuando con amplios niveles de autonomía. Hoy, la ciudadanía no desea líderes políticos autoreferenciales, sino activos representantes de sus intereses y necesidades.

 

En razón de ello, al ejercicio del liderazgo político se le imponen nuevos límites, básicamente asociados a la idea de que el mandato que reciben no les exime de rendir cuentas a sus concuidadanos e, incluso, en caso de que esa rendición de cuentas no satisfaga a los mismos, ser removidos de sus cargos. Si bien esto en las democracias contemporáneas es todavía una idea joven y una práctica incipiente, no existe duda que las tendencias marcan la ruta hacia ese escenario, como condición que haga viable la existencia de esas democracias en el tiempo.

 

Así, los líderes políticos de las democracias del nuevo siglo estarán determinados por una doble condición: por un lado, los límites que la sociedad le imponga como resultado del desarrollo de sus instituciones y de las capacidades autónomas de los ciudadanos para controlar sus acciones; y, por el otro, los referentes éticos que –de manera inherente– desarrollen como resultado de su evolución personal en la práctica de vivir en democracia.

 

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Eduardo NÚÑEZ VARGAS

 

 

NOTAS 

1         Morin, Gaetan (Ed): Los aspectos humanos de la organización, ICAP, San José, 1983. Pág. 241.

2         Heifetz, Ronald A: Liderazgo sin respuestas fáciles, Paidós, España, 1997. Págs. 45-56.

3         Idem.

4         Senge, Peter: La quinta disciplina, Ediciones Juan Granica, Barcelona, 1990. Pág. 419.

5         Idem.

6         Drucker, Peter: Gerencia para el futuro, Grupo Editorial Norma, Colombia, 1990. Pág. 116.

7         Senge, Peter: op.cit. Pág. 12.

 8        Vega Carballo, José Luis: “Liderazgo político”, en Diccionario Electoral, IIDH/CAPEL, primera edición, San José, 1989. Pág. 466.

9         Weber, Max: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1944. Pág. 708.

10       Ibid. Pág. 848.

11       Ibid. Pág. 713.

12       Ibid. Ver página 197.

13       Vega Carballo: Op. Cit. Pág. 466.

14       Un excelente análisis sobre la noción y la práctica de la interdependencia en el ejercicio de un liderazgo efectivo, lo encontramos en: Covey, Stephen R.: Los siete hábitos de la gente altamente efectiva, Editorial Paidós Mexicana, México, 1997. Págs. 235-260.

15       Prats, Joan (1999): ¿Quién se pondrá al frente? Liderazgo para reinventar y revalorizar la política. Copiado en febrero 1 de 2000, del sitio web: http://www.iigov.org/pnud/bibliote/texto/bibl0036.htm

16       Idem.

17       Payme, James L. y otros: Las motivaciones de los políticos, Editorial Limusa, México, 1990. Pág. 7.

18       Drucker, Peter: Gerencia para el futuro, op.cit., Pág. 113.

19       Según James Payme, diversos tipos de incentivos promueven el liderazgo político: de prestigio social, de programa, de sociabilidad, de obligación, de juego, misión y adulación. Ver, Payme, James: Op. Cit. Pág. 113 y subsiguientes.