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LEGITIMIDAD

 

 

I.  Concepto

 

Max Weber, en su clásica obra “Economía y Sociedad”1 entendía por “dominación” la probabilidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (o para toda clase de mandatos). Esta “dominación”, entendida en el sinónimo de “autoridad”, puede descansar en los más diversos motivos de sumisión: desde la habituación inconsciente hasta los motivos que se consideran puramente racionales con arreglo a fines. En todo caso, como el mismo Weber significa, un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, es esencial en toda relación auténtica de autoridad.

 

Como antes decíamos, son muy diversos los motivos de sumisión a la autoridad. En lo cotidiano domina la costumbre y con ella intereses materiales, utilitarios. Junto a la costumbre encontramos motivos afectivos o racionales con arreglo a valores. Pero junto a todos ellos, como nuevamente advierte Weber, se añade otro factor: la creencia en la legitimidad.

 

No es nada casual que toda dominación intente adicionar a cualesquiera otros motivos la creencia en su legitimidad. Esta creencia en la legitimidad de que habla Weber asegura la capacidad del gobierno para hacer cumplir las decisiones. Como parece obvio, en ningún gobierno todos los ciudadanos conceden legitimidad en este sentido, pero ningún gobierno puede sobrevivir sin esta creencia por parte de un número sustancial de ellos.

 

Como bien advierte Linz2, los gobiernos democráticos requieren esta creencia, con una intensidad más o menos mayor, por lo menos dentro de las filas de la mayoría, y normalmente deberían gozar de esta legitimidad incluso entre los que constituyen su oposición. Como mínimo, la legitimidad es el creer que a pesar de los defectos y fallos, las instituciones políticas existentes son mejores que otras que pueden ser establecidas, y por tanto pueden exigir obediencia. De modo más específico, la legitimidad de los regímenes descansa en la creencia en el derecho de los que legalmente ejercen la autoridad para dar cierto tipo de órdenes, para esperar obediencia y hacerlas cumplir, si es necesario, con el uso de la fuerza.

 

Esta creencia no requiere estar de acuerdo con el contenido de la norma ni apoyar un gobierno determinado, sino aceptar su carácter vinculante y su derecho a mandar, hasta que por procedimientos legales el régimen los cambie. La legitimidad democrática, ha dicho Linz3, se basa en la creencia de que para un país en concreto en una coyuntura histórica dada, ningún otro tipo de régimen podría asegurar más éxito en la tarea de perseguir objetivos colectivos.

 

En las democracias los ciudadanos son libres de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla, lo que entraña el intento de ganar el control del gobierno sin usar la fuerza, siguiendo el proceso constitucionalmente previsto, como competición libre en orden a lograr el apoyo pacífico de la mayoría de los ciudadanos.

 

Con el reconocimiento de la legitimidad del conflicto y el establecimiento de reglas de juego claras por las que aquel debe discurrir, se establece, como bien señala García Laguardiaun régimen realmente democrático en el cual se acepta el conflicto, se reconoce el pluralismo político y social, se establecen mecanismos de intermediación y representación, canales de conciliación y formación de consenso, instrumentos de movilización y participación de los miembros de la comunidad para influir en la organización política.

 

Es por todo ello por lo que bien puede afirmarse que la legitimidad democrática requiere la adhesión a las reglas del juego tanto de la mayoría de los ciudadanos que votan como de los que ocupan puestos de autoridad. En este marco, las elecciones desempeñan un papel fundamental; puede hablarse al respecto de su virtualidad legitimadora; como indican Carreras y Valleslas elecciones son, en la sociedad política de tradición liberal, el rito que consagra a los gobernantes, confiriéndoles aquel carisma que la victoria en el combate, la coronación o la unción sagrada otorgaba en otras comunidades políticas. Se ha llegado a afirmar por Mackenzieque las elecciones constituyen un fin en sí mismas. Sin llegar tan lejos, puede afirmarse que las elecciones libres, aunque no constituyan un fin último, son un instrumento de gran valor, pues nada mejor se ha inventado para asegurar en sociedades amplias y complejas las dos condiciones necesarias que mantienen la autoridad del gobierno en toda sociedad: las elecciones y la alternancia.

 

     Las elecciones

 

En primer término, las elecciones crean un sentir común de apoyo popular y de participación en los asuntos públicos, aún cuando el gobierno sea algo tan complejo que escape a la comprensión directa del ciudadano corriente. Como en análoga dirección advierten Dowse y Hugheslas elecciones pueden considerarse como un método a cuyo través las acciones de los gobernantes pueden estar sometidas a la influencia de los gobernados. Desde esta perspectiva, el rol esencial de la elección es actuar como mecanismo mediante el cual los gobernantes se encuentran limitados y se hacen conscientes de que su posición es contingente, al menos por la existencia de una posibilidad real de que puedan perder el poder. Este es, naturalmente, un elemento esencial del “mito” democrático, según el cual, los gobernantes son elegidos por y gobiernan con la aprobación del pueblo.

 

     La alternancia

 

En segundo término, y como derivación inmediata de lo anterior, cuando la aprobación, el respaldo popular, se retira, los gobernantes tendrán razonablemente que enfrentarse con una derrota (y aceptarla) en las elecciones; de ahí que estas procuren una ordenada sucesión de los gobiernos, por la pacífica transferencia de la autoridad a los nuevos gobernantes, ésto es, a quienes han triunfado en los comicios.

 

El origen electoral, ésto es, popular, de la autoridad y la creencia en que los gobernantes, si se ven requeridos para abandonar el poder por medios legítimos (normalmente tras un fracaso electoral), no tratarán de conservarlo por medios ilegítimos, se convierte en la clave de la legitimidad del sistema político democrático. Puede hablarse, pues, como hace Luhmann, de una legitimación formal del sistema, o sea, de una legitimación a través de un procedimiento.

 

De esta forma se puede decir que las elecciones sirven asimismo para integrar una organización o sistema político al mantener la legitimidad de tal organización o sistema. Como significan Dowse y Hughes8, las elecciones integran a la periferia política en la escena política, y de esta forma contribuyen a la formación de un sentido de comunidad política o de un interés compartido en el sistema político. Como ha dicho Shils, el poner a toda la población adulta periódicamente en contacto con los símbolos del centro de la vida política nacional debe tener consecuencias incalculables al estimular a la gente y darle un sentido de su propia significación potencial, y ligar sus sentimientos a símbolos que comprenden a la nación entera. Ello, como antes se señala, redunda en la función integradora de los comicios que se convierten en la clave de bóveda de la legitimidad del sistema.

 

Ahora bien, para que unas elecciones sean libres, esto es, para que el pueblo pueda libre y auténticamente constituir la decisión mayoritaria de los asuntos de gobierno, posibilitando al unísono la alternancia en el poder de las distintas opciones derivadas del pluralismo político (insito) a cualquier colectividad social, no es condición suficiente, aunque sea necesaria, la existencia de unas reglas formales que, transparentemente, garanticen la libre expresión de la voluntad popular. Junto a esos principios formales se requieren otras varias condiciones.

 

II. Condiciones de legitimidad

 

Mackenziese ha referido a la existencia de cuatro condiciones teóricamente necesarias en orden al logro de unas elecciones libres, y por ello mismo, con una virtualidad auténticamente legitimadora: a) un Poder Judicial independiente que interprete la ley electoral; b) una administración sana, competente e imparcial que lleve a cabo las elecciones; c) un sistema maduro de partidos políticos, lo suficientemente organizados para presentar a los electores un programa político, una tradición y una candidatura propios como alternativa de opción, y d) la amplia aceptación por parte de la comunidad política de ciertas reglas de juego que limitan la lucha por el poder, en virtud de cierta convicción íntima de que, si no se respetan dichas reglas, desaparecerá el juego mismo envuelto en la ruina total del sistema. A este respecto, resulta imprescindible contar con una opinión pública enérgica, capaz de reprimir todo intento de violencia y de corrupción. Como vemos, el logro de unas elecciones verdaderamente transparentes y libres excede de los meros principios formales que rigen la realización de unos comicios. Ahora bien, ello no debe entenderse en el sentido de relativizar la importancia de aquellos principios formales; bien al contrario, una elección no será auténticamente libre –y por ello mismo legítima per se, y a la vez, legitimadora de la autoridad de quienes detentan el poder y, por ende, del propio sistema en su conjunto– si en ella no se respetan una serie de principios de los que entresacaríamos los siguientes:

 

A.   La universalidad e igualdad del sufragio

 

Como se ha puesto de relieve, el principio del sufragio universal entraña que las únicas excepciones o prohibiciones de votar que cabe hacer deben basarse en unos motivos puramente técnicos y no políticos10.

 

La realización de prácticas discriminatorias (muy comunes, por ejemplo, en los Estados Unidos durante un largo período histórico, pese al reconocimiento formal del principio del sufragio igual) por razones de raza, sexo, educación, religión, condición social o posición política, vulneran flagrantemente este principio, que por lo demás es inherente a la propia dignidad del ser humano. Ahora bien, en nuestros días, como en otro lugar hemos expuesto (véase el vocablo “Voto”), el principio de igualdad del sufragio añade a su formulación tradicional la idea del valor igual de cada voto (“one man, one vote, one value”). Ello tiene especial incidencia en orden a la distribución circunscripcional de los escaños. Los escaños deben repartirse entre las distintas circunscripciones del territorio nacional de modo tal que no se generen desigualdades notorias; no se trata de lograr una igualdad matemáticamente perfecta, sino, más bien, de conseguir lo que podríamos considerar como “una representación justa y efectiva”, atendiendo para ello a la correlación número de electores/diputado.

 

B.   La libertad de candidatura

 

Viene a ser algo así como el reverso del sufragio universal. Este principio exige que todas las fuerzas políticas legalizadas puedan participar en los comicios si así lo desean. Más aún, no sólo los partidos o coaliciones deben estar capacitados para presentar candidaturas o candidatos; también los ciudadanos, reunidos en una agrupación de electores que cuente con un respaldo mínimo (en España, se exige la firma del 1% de los inscritos en el censo electoral de la circunscripción para la presentación de candidaturas a la elección de diputados o senadores por parte de una agrupación de electores) deben estar habilitados legalmente para la presentación de candidaturas en cualquier tipo de comicios.

 

C.   La igualdad de oportunidades

 

Deriva del principio jurídico (y a la par valor superior) de la igualdad. Como significa Mackenzie11, las elecciones libres son aquéllas en que a cada elector se le ofrece la oportunidad –una oportunidad igual– de expresar su parecer a la luz de la opinión y sentir propios. La intimidación y el soborno atentan contra esta independencia. Sin embargo, la corrupción individual del viejo tipo ha desaparecido virtualmente en las sociedades occidentales. Hoy, el impacto del dinero en los comicios adopta formas distintas. La auténtica libertad de una consulta electoral descansa en la libre comunicación de ideas, como de nuevo expone con acierto Mackenzie; la ley debe defender el derecho de cada ciudadano a exponer su punto de vista ante el electorado por cualquier medio que no afecte al orden público. Pero la comunicación con las masas es muy costosa; la libertad absoluta de comunicación otorga ventaja a los hombres y partidos ricos y, en consecuencia, tiende a quebrantar el principio de igualdad. En este marco, la igualdad de oportunidades se convierte en un principio de todo punto imprescindible. Al alcanzarlo se orientan una serie de medidas de entre las que vale la pena recordar:

 

1.  La limitación de los gastos electorales de los candidatos, cuyo objeto fundamental es combatir la corrupción, a la par que nivelar en cuanto sea posible las expectativas de comunicación con el cuerpo electoral por parte de las diferentes fuerzas políticas. Esta limitación, para que sea efectiva, exige ser controlada a posteriori por un órgano especializado.

 

2.   La ayuda estatal a los candidatos, que implica el establecimiento de subvenciones electorales con cargo al erario público con arreglo a unos baremos objetivos que, como parece lógico no pueden ser otros que el respaldo popular a cada candidatura, medido en votos y en número de escaños obtenidos.

 

3.   El acceso en condiciones de igualdad a los medios de comunicación social, que no podrán tratar discriminatoriamente a ninguna candidatura. Es especialmente relevante a estos efectos la utilización por las distintas formaciones políticas, coaliciones, federaciones de partidos o agrupaciones de electores, de los medios de comunicación de titularidad pública, y de modo específico, de la televisión, por su especial impacto sobre la opinión pública. La fijación de unos criterios objetivos en orden al acceso a este medio se nos antoja vital en orden a conseguir la auténtica igualdad de oportunidades entre los diferentes competidores electorales.

 

4.   La distribución equitativa de los emplazamientos disponibles para la colocación de la propaganda electoral, lo que se presenta por lo general como una competencia de los ayuntamientos que vienen obligados a reservar lugares especiales para la colocación gratuita de carteles, así como locales oficiales y lugares públicos para la celebración de los actos propios de la campaña electoral.

 

D.  La libertad de elección

 

Si bien descansa en la libre comunicación de ideas, como ya expusimos con anterioridad, debe garantizarse a la par a través de un conjunto de garantías de entre las que hay que destacar el secreto del voto (véase al efecto el vocablo Voto).

 

Si en una sociedad perfecta no existieran motivos para propugnar el secreto del voto, la realidad de las presiones políticas, sociales y económicas, e incluso de toda suerte de coacciones, abogan por la necesidad de respetar aquel secreto, que de esta forma se presenta como un requisito ineludible del libre ejercicio del derecho de sufragio y de la autenticidad en la manifestación de voluntad del ciudadano elector. La supresión de la votación abierta es una garantía frente a la corrupción e intimidación organizadas, ya provengan de personas influyentes, de la presión de la opinión pública o de los propios poderes de gobierno. El aseguramiento, jurídica y organizativamente, de la posibilidad del secreto en la emisión del voto es así un requisito imprescindible en unas elecciones que se quieran auténticamente libres. Y la quiebra del secreto del voto debe, consecuentemente, ser sancionada administrativa o penalmente, según los casos, por la propia legislación electoral o, de modo alternativo, por el Código Penal.

 

Pero la libertad de elección debe ser preservada no sólo a través del secreto del voto, sino también impidiendo aquellas prácticas electorales orientadas a la manipulación del cuerpo electoral, o de un sector del mismo. A este respecto, se nos antoja de especial relevancia el sometimiento a un estricto marco legal de las encuestas o sondeos electorales.

 

Es sabido que en todos los países existe un porcentaje más o menos amplio del cuerpo electoral que decide su opción de voto en los instantes inmediatamente anteriores a la votación; nos referimos a ese electorado indeciso, que algunos engloban dentro de la expresión “voto flotante”, cuya opción de voto suele oscilar con frecuencia.

 

Pues bien, aunque sea difícil de cuantificar, es indudable que sobre la opinión pública en general, y de modo particular, sobre ese segmento social antes citado, puede incidir –y de hecho incide, a veces incluso significativamente– la publicación de encuestas electorales en los días inmediatamente precedentes a la celebración de los comicios. Por todo ello, puede intentarse orientar a un sector del cuerpo electoral en una determinada dirección, a través de la publicación de encuestas electorales manipuladas, bien por estar parcialmente falseadas, por ocultar determinados datos o simplemente por no haberse elaborado con las imprescindibles garantías técnicas. Este tipo de encuestas puede llegar a cambiar la opción de voto de un ciudadano o, lo que es más probable, decidir al indeciso en una cierta dirección. Pero aún en el caso de que la encuesta sea correcta, ¿qué duda cabe que su publicación horas antes de la apertura de las urnas, en cuanto puede incidir sobre la decisión electoral de un fragmento social, resta autenticidad a la libre manifestación de voluntad individual que debe hallarse en la base misma del ejercicio del derecho de sufragio?. Por todo lo expuesto, no debe extrañarnos que ciertos ordenamientos jurídicos hayan comenzado a regular con minuciosidad tanto la realización de este tipo de encuestas o sondeos, como su publicación, sujetando esta última a ciertos límites de carácter temporal.

 

Este ha sido el caso, por ejemplo, de Francia, en donde la Ley No. 77-808, de 19 de julio de 1977, relativa a la publicación y difusión de ciertas encuestas de opinión (sondages d’opinion), vino a regular el contenido de este tipo de encuestas, creando al unísono una “comisión de encuestas” (commission des sondages) encargada de estudiar y proponer las reglas tendientes a asegurar en el ámbito de la previsión electoral la objetividad y la calidad de este tipo de sondeos, publicados o difundidos en relación directa con un referéndum, una elección presidencial, cualquiera de las elecciones contempladas por el código electoral o, finalmente, la elección de los diputados del Parlamento europeo. Por último, el Art. 11 de la ley francesa prohíbe la publicación, difusión y comentario de cualquier encuesta de esta índole durante la semana que precede a cada una de las dos vueltas del escrutinio (recordemos que en Francia rige un sistema electoral mayoritario a doble vuelta), así como durante el desarrollo de la votación. Siguiendo el modelo francés, en España, la Ley 14/1980, de 18 de abril de 1980, sobre régimen de encuestas electorales, prohibía la publicación y difusión de sondeos electorales por cualquier medio de comunicación durante los cinco días anteriores al de la votación.

 

Al mismo tiempo, se obligaba a quienes realizaran este tipo de sondeos o encuestas a que, en el momento de su realización, se acompañara la encuesta de una serie de especificaciones (características técnicas del sondeo, texto íntegro de las cuestiones planteadas... etc.), que asimismo debían ser incluidas en el momento de su publicación. La Ley española encomendaba a la Junta Electoral Central, máximo órgano de la administración electoral, la vigilancia para que los datos e informaciones de los sondeos publicados no contuvieran falsificaciones, ocultaciones o modificaciones deliberadas.

 

La reciente Ley Orgánica 5/1985, del Régimen Electoral General, ha hecho suyas las previsiones de la norma anterior (en su Art. 69), que se complementan (en su Art. 145) con la sanción penal que debe aplicarse a quienes dolosamente infrinjan la normativa vigente en materia de encuestas electorales.

 

E.   La tipificación de una serie de conductas

 

Se entiende que vulneran el libre y pacífico ejercicio del derecho de sufragio (véase el vocablo Delitos Electorales), su secreto, la autenticidad y legalidad del procedimiento y, en definitiva, la pureza del proceso electoral en su conjunto.

 

Es claro que de nada valdrían los requisitos normales previstos por la legislación electoral en orden a salvaguardar la autenticidad, regularidad y legalidad del proceso electoral si su conculcación quedara impune. A que ésto no sea así se orientan la tipificación delictiva y ulterior sanción penal (administrativa, caso de tratarse de una simple infracción) de un dispar elenco de conductas cuyo común denominador es falsificar la expresión auténtica de la voluntad popular; inducir, manipular o coaccionar esa voluntad o intentar perturbar su pacífica y libre expresión.

 

F.   La existencia de recursos jurídicos

 

Es necesaria la existencia de recursos jurídicos con los cuales poder enfrentarse a decisiones administrativas que se consideren ilegales, de modo tal que quede en manos de los jueces y tribunales garantes últimos y naturales de los derechos y libertades ciudadanos la protección y defensa del derecho de sufragio. Uno de los principios elementales de un Estado de Derecho es el de legalidad, que exige el sometimiento al Derecho de todos los ciudadanos, pero también de los poderes públicos; de ahí la ineludibilidad de que los actos de la administración electoral queden sujetos al principio de justiciabilidad, y por ello mismo, al control de los tribunales.

 

Más aún, en aquellos países en que la Jurisdicción Constitucional conozca del llamado “recurso de amparo constitucional” por la vulneración de derechos fundamentales, se nos antoja necesario que el Tribunal Constitucional, u órgano que haga sus veces, pueda conocer, una vez agotada la vía jurisdiccional ordinaria, y siempre que se den los demás requisitos legalmente exigidos, de las posibles vulneraciones del derecho de sufragio. En España, la Ley Orgánica del Régimen Electoral General ha hecho posible, a través de un amplio sistema de recursos, que el derecho de sufragio pasivo, esto es, el derecho de todo ciudadano que cumpla los requisitos legales a ser candidato en unos comicios (en definitiva, la libertad de candidatura) quede bajo la protección jurisdiccional ordinaria y, en último término, constitucional, dado que la resolución judicial que confirme la denegación de la proclamación de una candidatura por las juntas electorales habilitadas para ello, aun siendo firme e inapelable, dejará abierta la puerta al procedimiento de amparo constitucional ante el supremo intérprete de la Constitución (el Tribunal Constitucional).

 

Hasta aquí hemos enumerado un conjunto de elementos básicamente formales que entendemos necesarios para garantizar adecuadamente la realización de lo que hemos venido llamando con Mackenzie unas elecciones libres. No debemos olvidar, sin embargo, que para alcanzar una auténtica libertad no bastan, como ya dijimos, esos elementos.

 

Sin un sistema maduro de partidos políticos organizados, sin unos medios de comunicación libres, independientes de las instancias gubernamentales y de los grupos de presión, y, sobre todo, sin una opinión pública concientizada y enérgica, capaz de reaccionar frente a los intentos de fraude, corrupción o manipulación electoral, difícilmente podrá reconocerse la legitimidad de un proceso electoral y, por ello mismo, mucho más dificultosamente aún podrá admitirse la legitimidad de las mismas instituciones representativas.

 Bibliografía:

De Carreras, Francesco y Valles, Josep Ma.: Las elecciones. Introducción a los sistemas electorales. Editorial Blume, Barcelona, 1977.

Dowse, Robert y Hughes, John: Sociología política, Alianza Universidad, Madrid, 1975.

Fernández Segado Francisco: Aproximación a la nueva normativa electoral. Editorial Dykinson, Madrid, 1986.

García Laguardia, Jorge: “Régimen constitucional de los partidos políticos en Centroamérica: de la exclusión a la apertura”, en Dieter Koniecki (Ed.): Sistemas electorales y representación política en Latinoamérica, Fundación Friedrich Ebert/Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1986.

Linz, Juan: “Legitimidad y eficacia en la evolución de los regímenes políticos”, en el colectivo: Problemas del subdesarrollo. Aspectos sociales y políticos, Granada, 1978.

López Garrido, Diego: Qué son unas elecciones libres, Barcelona, 1977.

Mackenzie, W. J. M.: Elecciones libres. Editorial Tecnos, Madrid, 1962.

Nohlen, Dieter: Sistemas electorales del mundo. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1981.

Stein, Rokkan (y otros): Citizens, elections, parties. Oslo, 1970.

Weber, Max: Economía y Sociedad, 2 vols. Fondo de Cultura Económica, México, 1969.

 

Francisco FERNÁNDEZ SEGADO

 

NOTAS

1         Weber Max: Economía y Sociedad, Fondo de Cultura Económica, tomo I, México, 1959, pág. 170.

 2        Linz, Juan: “Legitimidad y eficacia en la evolución de los regímenes políticos”, en el colectivo Problemas del subdesarrollo. Aspectos sociales y políticos, Granada, 1978, págs. 97 y sigs.; en concreto, pág. 101.

 3        Ibid. Pág. 103.

 4        García Laguardia: “Régimen constitucional de los partidos políticos en Centroamérica: de la exclusión a la apertura”, en Dieter Koniecki, editor: Sistemas electorales y representación política en Latinoamérica. Fundación Friedrich Ebert-Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 1986, págs. 193 y sigs.; en concreto, pág. 212.

5         De Carreras, Francesco y Valles, Josep Ma.: Las elecciones, Barcelona, 1977, pág. 28.

6         Mackenzie: Elecciones libres, Tecnos, Madrid, 1962, pág. 15.

7         Dowse Robert E. y Hughes, John: Sociología política, Alianza Universidad, Madrid, 1975, pág. 401.

8         Dowse y Hughes: op. cit., pág. 400.

9         Mackenzie: op.cit., pág. 16.

10       López Garrido, Diego: Qué son unas elecciones libres, Barcelona, 1977, pág. 37.

11      Mackenzie: op.cit. pág. 175.