TRITURADO POR NUESTROS CRÍMENES

 

“Los que hemos sido bautizados en Cristo -escribe el apóstol Pablo—, fuimos incorporados a su muerte” (Rm 6,3). El ser sumergidos en el agua, al ser bautizados, era, pues, un signo externo y visible de otro “baño” y de otra “sepultura”: en la muerte de Cristo. Pero es necesario que lo que al principio ocurrió de manera ritual y simbólica se haga luego realidad, por medio de la fe, a lo largo de la vida, para que no se quede en mero símbolo. Tenemos que realizar un baño salutífero en la pasión de Cristo, sumergirnos espiritualmente en ella, sentir en nuestra carne todo su frío y su amargura, para salir de allí renovados y con nuevas fuerzas.

 

Dice el Evangelio que en Jerusalén había una piscina milagrosa y que el primero que se metía en ella cuando se removían las aguas quedaba curado. Nosotros tenemos que meternos en esa piscina, o, mejor dicho, en ese océano que es la pasión de Cristo. Pues eso es el sufrimiento del hombre-Dios: un océano inmenso, sin orillas y sin fondo.

 

Hay una pasión del alma de Cristo que es el alma de la pasión, es decir lo que le confiere su valor único y trascendente. Otras personas han padecido los sufrimientos corporales que padeció Jesús, y tal vez incluso mayores. Lo que es cierto, en cualquier caso, es que, desde el punto de vista físico, los sufrimientos que han padecido todos los hombres a lo largo de todos los siglos, forman, juntos, una masa más grande que los de Jesús considerados en sí mismos, mientras que todos los dolores y las angustias de los hombres, juntos, no se acercarán nunca, ni de lejos, a la pasión del alma del Redentor.

 

Esa pasión del alma se encierra toda ella en las siguientes palabras del Apóstol: “Al que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios” (2 Co 5,21). ¡El mismo Hijo de Dios, el Inocente, el Santo convertido en “pecado”, el pecado personificado!

 

En Getsemaní, Jesús ora diciendo: “¡Que pase de mí este cáliz!” (Mt 26,39). En la Biblia, la imagen del cáliz evoca casi siempre la idea de la ira de Dios contra el pecado (cf Ap 14,10). La “copa del vértigo” la llama Isaías (Is 51,22). “Desde el cielo se revela la ira de Dios contra toda clase de impiedad” (Rm 1,18). Es éste una especie de principio universal. Donde hay pecado, no puede por menos de aparecer el juicio de Dios, su tremendo “¡no!”; de lo contrario, el mismo Dios entraría en componendas con el pecado, se vendría abajo la distinción entre el bien y el mal y el universo entero se derrumbaría sobre sí mismo. La ira de Dios no es como la de los hombres; es otro nombre para indicar la santidad de Dios.

 

Pues bien, Jesús, en su pasión, es la iniquidad, toda la iniquidad del mundo. Por lo tanto, sobre él se vuelca la ira de Dios. Dios “condenó el pecado en la carne de Cristo” (Rm 8,3).

 

La correcta comprensión de la pasión de Cristo se ha visto obstaculizada por una visión demasiado jurídica de las cosas, que lleva a pensar que en un lado están los hombres con sus pecados y en otro lado Jesús que sufre y expía la pena merecida por esos pecados, pero quedándose él a distancia; mientras que la relación entre el pecado y Jesús no es una relación indirecta y únicamente jurídica, sino cercana y real. En otras palabras, los pecados estaban sobre él, los llevaba misteriosamente encima, porque había cargado libremente con ellos. “Nuestros pecados -dice la Escritura— él los llevó en su cuerpo” (1 P 2,24). En cierto modo, él se sentía como el pecado del mundo, y ésta es la pasión del alma.

 

 

Tenemos que dar de una vez por todas un nombre y un rostro a esa realidad del pecado, para que no siga siendo para nosotros una idea abstracta o una cosa de poca importancia, como lo es para el mundo. Jesús cargó con todo el orgullo del hombre, con todas la rebeliones abiertas o sordas contra Dios, con toda la lujuria (que es y seguirá siendo pecado, aun cuando todos los hombres se pusieran de acuerdo para defender lo contrario), con toda la hipocresía, toda la violencia y la injusticia, toda la explotación de los pobres y de los débiles, toda la mentira, todo el odio, que es algo tan terrible.

 

En la pasión de Cristo encuentran su pleno cumplimiento las palabras de Isaías que escuchábamos en la primera lectura: “Él fue triturado por nuestros crímenes; sobre él descargó el castigo que nos sana” (Is 53,5). El es el justo sufriente que ora en los salmos y que dice al Padre: “Tu cólera pesa sobre mí, me echas encima todas tus olas... Pasó sobre mí tu incendio, tus espantos me han consumido” (Sal 88).

 

¿Que ocurriría si todo el universo físico, con sus miles de millones de galaxias, se apoyase en un solo punto, como una inmensa pirámide invertida? ¿Qué presión no tendría que soportar ese punto? Pues bien, todo el universo de la culpa, que no es menos inmenso que el universo físico, pesaba, en la pasión, sobre el alma del Hombre-Dios. Dice la Escritura que el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes (cf Is 53,6); él es el Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo (cf Jn 1,29). La verdadera cruz que Jesús cargó sobre sus hombros, que llevó hasta el Calvario y en la que finalmente lo clavaron, ¡fue el pecado!

 

Y como Jesús lleva sobre sí el pecado, Dios está lejos. La atracción infinita que existe entre el Padre y el Hijo está atravesada por una repulsión igualmente infinita. Cuando en verano, en los Alpes, una masa de aire frío que baja del norte choca con una masa de aire caliente que sube del sur, se desencadenan terribles tormentas que trastornan la atmósfera: nubarrones y silbido del viento, relámpagos que rasgan de parte a parte el firmamento, truenos que hacen estremecerse a las montañas. Algo así ocurrió en el alma del Redentor: la inmensa malicia del pecado chocó en ella con la inmensa santidad de Dios, trastornándola hasta producirle un sudor de sangre y arrancarle de los labios aquella queja: “Me muero de tristeza. Quedaos aquí velando” (Mc 14,34).

 

En un pasaje de la carta a los Romanos, san Pablo, hablando de los judíos, dice que siente por ellos tanto dolor, porque han rechazado el Evangelio, que estaría dispuesto a ser él mismo “anatema” y , verse separado de Cristo por el bien de ellos (cf Rm 9,3). Lo que el Apóstol percibía como la suprema privación, aunque sin padecerla de hecho, Jesús la vivió realmente en la cruz, y hasta el fondo; él se convirtió en “anatema”, se vio separado de Dios por el bien de sus hermanos. “Cristo —dice la Escritura— nos rescató de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros un maldito, porque dice la Escritura: ‘Maldito todo el que cuelga de un árbol”’ (Ga 3,13). “Maldición — katara” es casi lo mismo que “anatema indica separación de Dios y de los hombres, algo así como una excomunión.

 

La experiencia del silencio de Dios, que el hombre de hoy siente tan agudamente, puede también ayudamos a entender algo de la pasión de Cristo, siempre que tengamos en cuenta que el silencio de Dios no es lo mismo para el hombre bíblico que para el hombre de hoy. El silencio de Dios se mide por la intensidad con que se invoca su nombre. Para el que no cree o para el que, aunque crea, sólo se dirige a él tibiamente, ese silencio no significa nada. Cuanto mayor sea la confianza que se tiene en él y más ardiente sea la súplica, tanto más doloroso resulta el que Dios se calle. De ello podemos intuir lo que habrá sido para Jesús el silencio del Padre en la cruz y qué abismo se esconde tras aquel grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). También María al pie de la cruz supo lo que era el silencio de Dios. Nadie mejor que ella podría hacer suya la exclamación que le brotó de los labios a un Padre de la Iglesia, al recordar un momento de feroz persecución de los cristianos bajo el emperador Juliano, cuando hubo iglesias profanadas y virgenes violadas: “¡Qué duro fue, Dios mío, soportar aquel día tu silencio!”

 

En la cruz, Jesús experimentó hasta el fondo la consecuencia fundamental del pecado: la pérdida de Dios. Se convirtió en un sin-Dios, ¡en un ateo! La palabra “ateo” puede tener un significado activo o uno pasivo; puede designar a alguien que rechaza a Dios, pero también a alguien que es rechazado por Dios. Y esa palabra terrible se aplica a Cristo crucificado en ese segundo sentido. El suyo no fue ciertamente un ateísmo de culpa, sino de pena, para expiar todo el ateísmo culpable que existe en el mundo y en cada uno de nosotros, bajo la forma de resistencia a Dios, de egoísmo y de despreocupación por Dios. Es evidente que nunca estuvo el Padre del cielo tan cerca de su Hijo como en aquel momento en que estaba realizando su obediencia suprema; pero, en cuanto hombre, ha habido un momento en el que Jesús no percibió esa cercanía y se “sintió~~ abandonado.

 

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Todo eso era necesario “para que quedase destruida nuestra condición de pecadores” (Rm 6,6) y para que, a cambio de la maldición, recibiésemos “por la fe el Espíritu prometido” (Ga 3,14). Los Padres de la Iglesia han aplicado a Cristo crucificado la figura bíblica de las aguas amargas de Mara, que se convirtieron en aguas dulces al contacto con la planta que echó Moisés en ellas (cf Ex 15,23s). En el madero de la cruz, Jesús bebió las aguas amargas del pecado y las convirtió en el agua “dulce” de su Espíritu, de lo cual es símbolo el agua que salió de su costado. Transformó el inmenso “no” de los hombres a Dios en un “si , en un amén, todavía más inmenso, de manera que ahora “por él podemos responder amén a Dios, para gloria suya” (2 Co 1,20).

 

Éste es “el gran misterio de nuestra religión” (cf 1 Tm 3,16). Y consiste en el hecho de que, incluso en una situación tan extrema, Jesús mantuvo su confianza en Dios y su amorosa sumisión al Padre; en sus labios nunca se apagó el grito filial: “¡Abba, Padre!” y murió diciendo “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Le 23,46).

 

Al llevar a cabo este misterio de nuestra religión, Jesús tuvo junto a sí a su Madre, a la que dirigimos ahora, emocionados, nuestro pensamiento. “Ella -dice un texto del Vaticano II— sufrió profundamente con su Hijo unigénito y se asocié con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado”, convirtiéndose así para nosotros en “madre en el orden de la gracia (Lumen Gentium, nn. 58. 61).

 

 

 

En el Nuevo Testamento, el kerigma, o anuncio de la pasión, consta siempre de dos elementos: de un hecho —“padeció”, “murió” — y de la motivación de ese hecho —“por nosotros”, “por nuestros pecados” (cf Rm 4,25; 1 Co 15,3). La pasión de Cristo nos resulta inevitablemente ajena a nosotros mientras no penetremos en ella a través de esa puertecita estrecha del “por nosotros”, porque sólo conoce de verdad la pasión de Cristo quien acepta que es obra suya. Sin esto, todo lo demás puede quedarse en palabras hueras.

 

En Getsemaní, pues, estaba también mi pecado personal, que pesaba sobre el corazón de Jesús; en la cruz estaba también mi egoísmo y el abuso que yo hago de mi libertad, que lo tenían clavado a ella. Si Cristo murió por mis pecados”, eso quiere decir que —poniendo simplemente la frase en voz activa— que yo he crucificado a Jesús de Nazaret. Las tres mil personas a las que Pedro se dirigió el día de Pentecostés no habían estado todas ellas ante el Pretorio de Pilato ni clavando los clavos en el Calvario, y sin embargo Pedro les dice con gran convicción: “¡Vosotros crucificasteis a Jesús de Nazaret!” Y ellas, movidas por el Espíritu Santo, reconocieron que era verdad, pues está escrito que “esas palabras les traspasaron el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: ‘¿Qué tenemos que hacer, hermanos?”’ (cf Hch 2,23-27).

 

¿Estabas tú allí, estabas tú allí, cuando crucificaron al Señor? — Were you there, were you there, when they crucified my Lord”, canta un negro espiritual lleno de fe. Y continúa: “A veces ese pensamiento me hace temblar, temblar, temblar”. Cada vez que lo escucho, me veo obligado a responder en mi interior: “¡Sí, ay de mí, también estaba yo, también estaba yo cuando crucificaron al Señor!”

 

Es preciso que en la vida de todo hombre ocurra alguna vez un terremoto y que en su corazón se produzca algo de lo que ocurrió en la naturaleza al morir Cristo, cuando el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo, las rocas se rajaron y los sepulcros se abrieron. Es necesario que el santo temor de Dios rompa de una vez por todas nuestro corazón tan seguro de sí mismo, a pesar de todo. El apóstol Pedro vivió una experiencia de esa índole, y si pudo gritar aquellas tremendas palabras a la multitud fue porque primero se las había gritado a si mismo y, al mirarlo Jesús, había “llorado amargamente” (Lc 22,61).

 

Hace unos momentos escuchábamos las palabras del evangelio de san Juan: “Mirarán al que atravesaron” (Jn 19,37). Ojalá que esa profecía se realice también en nosotros; miremos al que hemos atravesado, mirémoslo de un modo nuevo; llorémoslo como se llora a un primogénito (cf Za 12,10). Si el mundo no se convierte al oírnos hablar a los hombres de Iglesia, ¡que se convierta viéndonos llorar!

 

Es hora de que se haga realidad en la vida de todos y cada uno de nosotros aquel “estar bautizados en su muerte”, de que algo del hombre viejo se nos caiga de encima, se desprenda de nosotros y quede sepultado para siempre en la pasión de Cristo. Basta ya de pasarnos el tiempo justificándonos a nosotros mismos y culpando a los demás. Basta ya de pasarnos la vida en inútiles polémicas entre nosotros, los creyentes, y nosotros, los católicos. Cristo murió “para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn 11,52), ¿y nosotros seguimos dividiéndonos y dispersándonos por cosas secundarias? ¿Cómo podemos seguir perdiéndonos por nuestras pequeñas divergencias, ante un Dios que muere por amor a nosotros y ante un mundo que aún, en gran parte, no lo conoce? “Cessent jurgia maligna, cessent lites: “Que se acaben las contiendas, que cesen las disputas, y que entre nosotros esté Cristo nuestro Dios”, dice un antiguo canto gregoriano. Gran parte de los males y de las desgracias que afligen a las familias, a las comunidades, a la misma sociedad y a la Iglesia dependen del hecho de que cada uno juzga y señala con el dedo a los demás, en vez de juzgarse y de señalarse con el dedo en primer lugar a sí mismo y a su propio pecado; todos quieren cambiar a los demás y son muy pocos los que piensan seriamente en cambiarse a sí mismos. Y si decidiésemos hacer esa revolución en nuestro interior, esta misma noche el mundo sería mejor y reinaría la paz en nuestros corazones. Y si es necesario defender la paz y la justicia contra alguien, después lo haremos mejor, con mayor libertad y caridad.

 

Sólo después de haber pasado por esta especie de nuevo bautismo en la muerte de Cristo, veremos cómo la cruz cambia totalmente de aspecto y, de cargo de acusación contra nosotros y motivo de miedo y de tristeza, se convierte en causa de alegría y de confianza. “Ya no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús” (Rm 8,1); la condena ha agotado su curso y ha dado paso a la benevolencia y el perdón. Es más, la cruz aparece como nuestro orgullo y nuestra gloria: “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Ga 6,14). La palabra “gloriarme” denota aquí una confianza gozosa, acompañada de una gratitud emocionada, a la que el hombre se eleva por la fe. Es el sentimiento que invade y que inspira el himno de este tiempo de pasión: “O crux, ave, spes unica: “Salve, oh cruz, única esperanza nuestra”.

 

6Cómo podemos gloriamos de un sufrimiento que nosotros no hemos soportado, y que incluso hemos provocado? La razón es que la pasión de Cristo ahora es ya “nuestra”, es nuestro mayor tesoro, la roca de nuestra salvación. El “por nosotros”, de complemento de causa, ha pasado a ser complemento de finalidad. Si antes significaba “por culpa nuestra —propter nos”, ahora, una vez que hemos reconocido y confesado nuestro pecado y nos hemos arrepentido, significa “en favor nuestro: “pro nobis”: “Al que no conoció el pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él, nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios” (2 Co 5,21).