NO PERDONÓ A SU PROPIO HIJO


Esta tarde la palabra de Dios nos va a hacer un regalo; un regalo tan grande, que me pongo triste con sólo pensar que yo voy a echarlo a perder, más aún, que no voy a poder evitar echarlo a perder. Así que quiero precaverme entregándoos enseguida, todo entero, ese regalo. Quiero pronunciar su nombre y ponerlo a salvo en vuestro corazón antes de que esa plenitud se disipe al intentar traducirla en palabras. ¡El Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo!

¡Cómo me gustaría gritar con pureza y amor este nombre, del que "toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra" (Ef 3,15)! Sólo Jesús puede hablar del Padre. Cuando Jesús habla del Padre, los ojos de los discípulos se abren de par en par, sobreviene una gran nostalgia y Felipe exclama: "¡Muéstranos al Padre y nos basta!" (Jn 14,8).

¿Pero por qué hablar del Padre hoy, que es el día de la muerte del Hijo? San Pablo escribió: "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5,8). Y también: "Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rm 8,32). Esta es una afirmación desconcertante. Para la razón humana, el hecho de que Cristo haya muerto en una cruz no demuestra el amor del Padre, sino en todo caso su crueldad, o al menos su inflexible justicia. Y es que el conocimiento del Padre está como obstruido, incluso entre los creyentes, por una selva de prejuicios humanos. Jesús podría muy bien repetir también en nuestros días: "¡Padre santo, el mundo no te ha conocido!" (Jn 17,25).

La dificultad para conciliar la bondad del Padre celestial con la muerte de Cristo proviene de una doble serie de hechos. Una de orden teológico. De ella somos responsables, ¿por qué no decirlo?, nosotros, los teólogos y los predicadores, que a veces, en el pasado, hemos dado una imagen del misterio de la redención concebida más o menos en estos términos. El hombre, al pecar, ha ido acumulando una inmensa deuda con Dios, y Dios exige que se le pague esa deuda. Entonces se presenta Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, y paga esa inmensa deuda derramando su sangre. Entonces el Padre, "satisfecho" (¡ peligrosa palabra!), "aplacado" (¡ otra palabra peligrosa!), perdona. Pero es evidente que estas imágenes, tan fríamente jurídicas, a la larga no podían por menos de engendrar un sentimiento de secreto rechazo hacia ese Padre que, allá en su cielo, espera impasible que se le entregue en precio la sangre de su Hijo.

La segunda serie de dificultades es de orden cultural, y es típicamente moderna. La psicología ha logrado sacar a la luz todas las desviaciones de la figura paterna que tienen lugar en el paisaje humano: machismo, autoritarismo, paternalismo... En el corazón de todo hijo —se dice— anida el secreto deseo de matar a su padre. Y estas sospechas se transfieren del padre de la tierra al Padre del cielo; de esta manera, todo un filón de la cultura moderna ha pensado que debía abrazar la causa de Jesús contra el Padre, hasta llegar a la así llamada "teología de la muerte de Dios". Por fin —se diría— la humanidad ha hecho realidad el secreto deseo de matar al Padre.

 

La principal razón de todo este resentimiento es el dolor humano, el hecho de que el hombre sufra y Dios no. No podemos aceptar —dicen— a un Dios que permite el dolor de tantos niños inocentes. Y si se intenta hacerles notar que también Jesús ha sufrido, replican:

Precisamente él es nuestro principal argumento! Al menos él es seguro que era inocente. ¿Por qué tuvo que sufrir?" Se llega así al colmo de la aberración de poner a Jesús, precisamente a Jesús, como una especie de prueba de cargo contra él.

Debemos reaccionar como reaccionaría un hijo queridísimo a quien le han ofendido a su padre. Tenemos que volver a descubrir el verdadero rostro del Padre, ese rostro silencioso y velado, y ninguna ocasión más hermosa para hacerlo que el Viernes Santo. San Pablo nos dice que "Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros". La liturgia de la Iglesia, en uno de los domingos del año, une este pasaje con el de Gn 22, y es probable que el propio Apóstol haya querido hacer esta yuxtaposición. ¿Y de quién se habla en ese pasaje? Se habla de Abrahán. Dios dice a Abrahán: "Por haber obrado así, por no haberte reservado tu hijo, tu único hijo, te bendeciré con toda clase de bendiciones. En ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra".

El anciano Abrahán que camina en silencio, al lado de su hijo Isaac, hacia el monte Mona, era, pues, figura y símbolo de otro padre. Era el símbolo de Dios Padre que acompaña a Jesús en su camino hacia el Calvario. Al salir del cenáculo, Jesús, dirigiéndose a los discípulos, les dijo: "Me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre" (Jn 16,32).

¿Quién podrá describir los sentimientos de Abrahán mientras llevaba a su hijo hacia el monte para inmolarlo allí? Decía Orígenes que el momento más peligroso para Abrahán fue cuando, en el camino, Isaac, que no sabía nada, se dirigió a su padre y le dijo: "Padre, tenemos fuego y leña, ¿pero dónde está el cordero para el holocausto?" No sabía que el cordero era él. Aquella palabra "padre" -escribe Orígenes—, sí que fue para Abrahán una palabra tentadora, ¡y qué violencia no tendría que hacerse para no traicionarse y volverse atrás! Y cuando también Jesús dijo en Getsemaní: "Padre, tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz" (Mc 14,36), ¿quién podrá decir lo que ocurrió en el corazón de Dios Padre? Seguro que Abrahán habría preferido mil veces morir él, antes que hacer morir a su hijo.

Así pues, el Padre celestial y su Hijo Jesús estaban los dos juntos en la pasión y los dos juntos estuvieron en la cruz. Jesús estaba clavado, más que a los brazos de madera de la cruz, a los brazos del Padre, es decir a su voluntad. Y así como, en la eternidad, del abrazo inefable y gozoso del Padre y del Hijo procede el Espíritu Santo, don recíproco de amor, de la misma manera ahora, en el tiempo, del abrazo doloroso del Padre y del Hijo en la cruz brotó el Espíritu Santo, don del Padre y del Hijo para nosotros. "Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu" (Jn 19,30).

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Pero, cabe preguntarnos, ¿se puede hablar así de Dios Padre? ¿Se puede hablar de sufrimiento en Dios? ¿No es Dios inmutable, impasible, eterno? Los primeros cristianos hablaban tranquilamente de "pasiones" y de sufrimiento en Dios. Decían: "Si el Hijo padeció, el Padre padeció con él. ¿Cómo iba a poder padecer el Hijo sin que el Padre padeciese con él?" (TERTULIANO, Contra Praxeas, 29 (CCL 2, p. 1203). . "El propio Padre, Dios del universo, él que está lleno de longanimidad, de misericordia y de compasión, ¿acaso no sufre en cierta manera? ¿O tal vez no sabes que, cuando se ocupa de las cosas de los hombres, también él sufre una pasión humana? Él sufre una pasión de amor". Quien escribió estas últimas palabras fue uno de los Padres más celosos de las prerrogativas de Dios y de su trascendencia (ORIGENEs, Homilías sobre Ezequiel, 6, 6 CGCS 1925, p. 384).

 

La pasión de Cristo es la manifestación histórica, y algo así como una epifanía, de esa misteriosa pasión del corazón de Dios. La misma pasión que lo llevaba a proferir, en el Antiguo Testamento, aquellas palabras que volveremos a escuchar dentro de unos momentos en el canto de los improperios: "Pueblo mío, ¿qué te hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!" (Mi 6,3). La respuesta a la pregunta "¿Por qué sufre Dios?" nos la da él mismo con estas palabras con que comienza el libro del profeta Isaías: "Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mí" (Is 1,2).

Es cierto que el sufrimiento de Dios es muy distinto del nuestro, pues nuestro sufrimiento siempre es, en alguna medida, involuntario, forzado, mientras que el de Dios es soberanamente libre, sin que por ello se ponga en peligro su incorruptibilidad y su inmutabilidad. Es "la pasión del impasible", como la definía un Padre antiguo (san Gregorio el Taumaturgo).

El Dios de la Biblia es amor, y "el amor no puede vivirse sin dolor" (Imitación de Cristo, III, 5.)

Pero pronto surgió una herejía que echó por tierra la doctrina de la compasión de Dios. Esa herejía negaba que existiese, en Dios, cualquier distinción entre el Padre y el Hijo; en otras palabras, negaba la Trinidad. Para estos herejes, el Padre y el Hijo eran nombres distintos de una misma persona. Por eso se los llamó patripasianos, es decir, los que atribuyen la pasión al Padre. Ésta era una visión totalmente distinta de la ortodoxa, según la cual el Padre, sin dejar de ser Padre, es decir, persona distinta, participa del sufrimiento del Hijo, sin dejar éste de ser Hijo. Para quitar cualquier pretexto de error, se prefirió no hablar ya más del sufrimiento de Dios, y también porque la nueva cultura a la que la Iglesia estaba llamada a anunciar el Evangelio —la griega— no entendía a un Dios capaz de apasionarse y de entrar en contacto con la historia.

Pero desde hace algún tiempo algo está cambiando, tal vez debido a las nuevas y terribles experiencias que el hombre ha conocido en materia de sufrimiento. Los teólogos más perspicaces han comenzado de nuevo a hablar, con la Biblia y con los Padres más antiguos de la Iglesia, del sufrimiento de Dios. "Es preciso —ha escrito al respecto uno de ellos— que el mundo lo sepa: la revelación del Dios-amor trastorna todo lo que él había pensado acerca de la divinidad" (H. de Lubac). En la encíclica Dominum et vivificantem, de Juan Pablo II, leemos, en ese mismo sentido, que "en la humanidad de Jesús redentor se hace realidad el sufrimiento de Dios" (n. 39).

¿Pero quién es la causa última de ese sufrimiento? ¿Debemos pensar tal vez, como algunos filósofos griegos, que por encima de nosotros y hasta del mismo Dios existe una Necesidad, un Hado al que todo y todos estamos sometidos? ¡De ninguna manera! Dios es Dios, y por encima de él no existe nada ni nadie. ¿Dónde está entonces esa causa? Se resume en dos palabras: el amor de Dios y la libertad del hombre. Los padres de la tierra que han tenido que sufrir a causa del extravío y la ingratitud de sus hijos (y hay tantos hoy en día) saben bien lo que significa el verse despreciados por los propios hijos. Dios había concebido para el hombre un maravilloso designio de gracia. Pero sobrevino el pecado; el hombre se soltó de Dios y dijo. "Non seRviam — ¡No te serviré!". Se fueron todos de la casa paterna, cual hijos pródigos. Pero la realidad ha sido aún más hermosa que la parábola. Pues aquí el hijo mayor no se queda tranquilo en la casa paterna. El Unigénito "que estaba en el seno del Padre" leyó el ardiente deseo de éste de recobrar a los hijos dispersos y no esperó a recibir la orden: "¡Ve y muere por tus hermanos! ", sino que, dirigiéndose al Padre, dijo: "Tú no quieres sacrificios ni ofrendas por los pecados. Entonces yo dije: Aquí estoy, ¡oh Dios!, para hacer tu voluntad" (Hb 10,5-7). Y tu voluntad es que todos los hombres se salven (cf 1 Tm 2,4).

La obediencia más perfecta es la que se anticipa a la orden y obedece al simple deseo. Así ha sido la obediencia de Cristo. Dios —escribe santo Tomás— ha entregado a su Hijo a la muerte "en cuanto que le ha inspirado la decisión de sufrir por nosotros, infundiéndole el amor (TOMÁS DF AQUINO, Summa Theologica, III, 47, 3). "Dios Padre —decía san Bernardo— no exigió la sangre de su Hijo, sino que aceptó la ofrenda de la misma" (SAN BERNARDO, Contra los errores de Abelardo, 8, 21 (PL 182,1070).

 

De ahí brota el misterio que esta tarde estamos celebrando: del mismísimo corazón de la Trinidad; nace del amor que el Padre nos tiene y del amor del Hijo al Padre. Al salir del cenáculo, Jesús dijo: "Para que el mundo comprenda que yo amo al Padre, levantaos, vámonos de aquí" (cf Jn 14,31). Por eso tenemos toda la razón cuando exclamamos con las palabras del Exsultet: Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! —canta en el Exsultet—. ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo entregaste el Hijo!"

Eso es lo que quiere decir que Dios "no perdonó" a su propio Hijo: quiere decir que no se lo reservó para sí, que no se lo guardó como un codiciado tesoro. El Padre no es solamente el que recibe el sacrificio del Hijo, sino también el que hace el sacrificio de entregarnos a su Hijo. ¡Cómo nos amaste, Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único sino que lo entregaste por nosotros pecadores! ¡Cómo nos amaste!" (SAN AGIJSTtN, Confesiones, X, 43,) . ¡Y nosotros huyendo de tu presencia, creyendo que nos odiabas!

 

Dadle a un niño la seguridad de que su papá lo ama, y lo habréis convertido en una criatura fuerte, segura de sí misma, alegre y libre en la vida. Pues eso es lo que quiere hacer con nosotros la palabra de Dios: quiere devolvernos esa seguridad. La soledad del hombre en el mundo sólo se vence con la fe en el amor de Dios Padre. "El amor paternal de Dios —ha escrito un gran filósofo— es lo único estable en la vida, el verdadero punto de Arquímedes (KIERKEGAARD, Diario, III A, 73.

 

Fijaos en un niño que va de paseo, cogido de la mano de su papá, o al que el padre hacer dar vueltas a su alrededor sujetándolo por los brazos, y tendréis la mismísima imagen del orgullo, de la libertad, de la alegría. He leído en alguna parte que un día un acróbata realizó un ejercicio: se asomó al vacío desde el último piso de un rascacielos, apoyándose únicamente en la punta de los pies y teniendo en brazos a su hijo. Cuando bajaron, alguien le preguntó al niño si no había sentido miedo al estar en el vacío a aquella altura, y el niño, extrañado de la pregunta, contestó: "No, estaba en brazos de papá".

Así, repito, quiere la palabra de Dios que seamos nosotros. San Pablo, después de recordar que Dios no perdonó a su propio Hijo por nosotros, prorrumpe en un grito de júbilo y de victoria: "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? ¿Quién nos acusará? ¿Quién nos condenará? ¿Quién podrá apartarnos del amor de Dios: la espada, el miedo, la angustia, los complejos, el mundo, las enfermedades, la muerte? ¡Pero si de todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos ha amado!" (cf Rm 8,3 1-37). ¡Fuera, pues, los miedos, fuera el desaliento, fuera la pusilanimidad! El Padre sabe y el Padre os ama, dice Jesús. No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos con el que poder gritar: "¡Abba — Padre!".

Ante este amor tan incomprensible, resulta espontáneo dirigirnos a Jesús y preguntarle: "Jesús, tú que eres nuestro hermano mayor, dinos: ¿qué podemos hacer para ser dignos, o al menos para mostrarnos agradecidos ante tanto dolor y tanto amor?" Y Jesús, desde lo alto de la cruz, responde con hechos, no con palabras: "Hay algo —dice— que podéis hacer, algo que yo he hecho también y que hará feliz al Padre: tened confianza en él, fiaos de él, a pesar de todo, a pesar de todos, ¡a pesar de vosotros mismos! Cuando os ciegue la oscuridad, cuando las dificultades amenacen con ahogaros y estéis a punto de rendiros, recobraos y gritad: ¡Padre, ya no te comprendo, pero me fío de ti! Y recobraréis la paz


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En el mundo de hoy existe una situación de sufrimiento muy especial que puede encontrar alivio en este anuncio del Padre. Al describir la misión de Juan Bautista, el ángel dijo a Zacarías, su padre, que aquel niño "convertiría los corazones de los padres hacia los hijos y los corazones de los hijos hacia los padres" (cf Lc 1,17; Ml 3,24). Necesitamos que se renueve esa conversión. Aquel cuyo nombre —dia bolos— significa el que divide, el que separa, ya no se conforma con poner a un pueblo contra otro, a una clase social contra otra, a un sexo contra el otro: a los hombres contra las mujeres y a las mujeres contra los hombres. Quiere golpear aún más profundamente: poner a los padres contra sus hijos y a los hijos contra sus padres y sus madres. ¡Cuánto sufrimiento, cuánta tristeza en el mundo a causa de esto, cuántas ruindades que nos dejan sin palabras!

Esta tarde estamos conmemorando el amor divino de un padre a su hijo y de un hijo a su padre. Quiera Dios que de este misterio brote para la Iglesia y para el mundo una gracia de curación que vuelva a convertir el corazón de los padres hacia los hijos y el de los hijos hacia los padres. Que enternezca los corazones endurecidos. "Os escribo, padres —decía el evangelista Juan a los cristianos de su tiempo—, porque ya conocéis al que existía desde el principio... Os escribo, hijos, porque ya conocéis al Padre" (1 Jn 2,13). Y también yo, en estos momentos, os hablo a vosotros, padres, y os hablo a vosotros, hijos. Es necesario volver a partir de Dios para no sucumbir al mal. Para volver a encontrar la alegría de ser hombre, de ser mujer, de ser padre o madre, de ser hijo o hija. La alegría de estar en el mundo, de existir.

Dice la Escritura que, el día sexto de la creación, miró Dios todo lo que había hecho y vio que "era muy bueno" (Gn 1,31). En el día sexto de la nueva semana creadora, que es el Viernes Santo, Dios Padre vuelve a mirar su creación y ve que, gracias al sacrificio de su Hijo, todo vuelve a ser "muy bueno". Goce de nuevo el Señor con sus obras (Sal 104,31).

Y si de este nuestro mundo enfermo se elevan hacia el cielo tantos gritos de rebelión, tantas blasfemias, tantas maldiciones, nosotros haremos nuestras, en este día santísimo del año, las palabras del Apóstol y gritaremos desde lo más hondo del corazón, en nombre de todos los hombres de la tierra: "¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo!" (Ef 1,3). ¡Bendito sea Dios Padre! ¡ Bendito, bendito!