A MÍ ME LO HICISTEIS


"La Pasión del Señor -escribió san León Magno— se prolonga hasta el fin del mundo" (Passio Domini usque in finem producitur mundi)’.LEÓN MAGNO, Sermo 70, 5 (PL 54, 383). Se prolonga -explica— en su cuerpo místico que es la Iglesia, especialmente en los pobres, en los enfermos y en los perseguidos. Blas Pascal hizo célebre este pensamiento, apropiándoselo: "Jesús —dice— está en la agonía hasta el fin del mundo. No podemos dormirnos durante todo ese tiempo" (B. PASCAL, Pensamientos, n, 553).

Vamos a meditar un poco, este año, sobre ese Jesús que sufre y que agoniza hoy. La liturgia es memoria, presencia y espera. De ella parten tres movimientos ideales: uno hacia atrás, hacia los acontecimientos históricos que se conmemoran; otro hacia adelante, hacia la vuelta gloriosa del Señor; y el tercero alrededor, hacia el hoy de nuestra vida. Sigamos este tercer movimiento, y desde esta celebración litúrgica dirijamos la mirada a la realidad que nos rodea.

¿Dónde "sufre", dónde "agoniza" hoy Jesús? En infinidad de lugares y de situaciones. Pero fijemos la atención en una sola de ellas, para no perdernos en vaguedades y en generalidades: ¡en la pobreza! Cristo está do a la cruz en los pobres. Sus clavos son las injusticias, los sufrimientos y las humillaciones que les infligimos. Jesús no puede bajar de la cruz si no le quitamos esos clavos... Y si no está en nuestras manos el quitárselos todos y en todas partes, en la realidad, empecemos al menos a quitárselos en nuestro corazón, a "desclavarlo" en nuestro interior.


* * *


El mayor pecado contra los pobres tal vez sea la indiferencia, el fingir que no vemos, el "dar un rodeo y pasar de largo" (cf Lc 10,31). Ignorar las inmensas multitudes de gentes hambrientas, de mendigos, sin techo, sin asistencia médica y sobre todo sin esperanza en un futuro mejor —escribía el Papa en la encíclica Sollicitudo reí socialis— "significa parecernos al rico epulón que fingía no conocer a Lázaro, el mendigo que estaba echado a su puerta" (n 42).

Nosotros tendemos a colocar, entre nosotros y los pobres, cristales dobles. El efecto de los cristales dobles, que hoy tanto se utilizan, es que impiden el paso del frío y de los ruidos, que lo diluyen todo, que hacen que todo nos llegue aplacado, acolchado. Y así, vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar en la pantalla del televisor, en las páginas de los periódicos y de las revistas misionales, pero su grito nos llega como de muy lejos. No nos traspasa el corazón.

Lo primero, pues, que tenemos que hacer ante los pobres es romper los cristales dobles, superar la indiferencia, la insensibilidad. Arrojar las defensas y dejarnos invadir por una sana preocupación por la espantosa miseria que existe en el mundo. Dejar que los pobres se nos metan por las carnes. Tenemos que "percatarnos" de los pobres. Percatarse quiere decir abrir los ojos de repente, sobresaltársenos la conciencia, con lo que empezamos a ver algo que ya antes estaba allí pero que no lo veíamos. El grito de los pobres -escribía Pablo VI— nos obliga "a despertar la conciencia frente al drama de la miseria y a las exigencias sociales del Evangelio y de la Iglesia"3. PABLO VI, Evangelica testiflcatio, n0 17s.

Imaginemos que un día, mientras vemos en la televisión una catástrofe (el descarrilamiento de un tren, un accidente de tráfico, el hundimiento o el incendio de un edificio), reconocemos de pronto entre las víctimas a un familiar cercano: a nuestra madre, a un hermano, al esposo. ¡Qué grito no nos saldrá de la garganta! ¡Qué cambio en el corazón respecto a un momento antes! ¡Qué distinto nuestro interés ante el suceso! ¿Qué es lo que ha ocurrido? Algo muy sencillo: lo que antes percibíamos tan sólo con los ojos y con la cabeza, ahora lo percibimos con el corazón. Pues bien, eso es lo que tendría que suceder, al menos en cierta medida, cuando vemos deslizarse ante nuestros ojos ciertos espectáculos alucinantes de miseria. ¿Son o no son, ésos, hermanos nuestros? Todos pertenecemos a la misma familia humana, ¿y acaso no está escrito que somos "miembros unos de otros" (cf Rm 12,5)?

Por desgracia, el hombre con el tiempo se acostumbra a todo, y nos hemos habituado ya a la miseria ajena, a las imágenes de esos cuerpos esqueléticos a causa del hambre. Ya no nos impresionan mucho, nos parecen casi inevitables y algo con lo que hay que contar. Pero pongamonos por un momento en el lugar de Dios, tratemos de ver las cosas como él las ve. Alguien ha comparado la tierra a una nave espacial en pleno vuelo en el cosmos, en la que uno de los tres cosmonautas que van a bordo consumiese el cupo de las provisiones y luchase por acaparar para sí también el otro


* * *


Con la venida de Cristo al mundo, el problema de los pobres ha adquirido en la historia una nueva dimensión. Se ha convertido también en un problema cristológico. Jesús de Nazaret se identificó con los pobres. Él, que pronunció sobre el pan estas palabras: "Esto es mi cuerpo", dijo también esas mismas palabras hablando de los pobres. Las dijo cuando, hablando de lo que hicimos o dejamos de hacer con el hambriento, con el sediento, con el preso, con el desnudo y con el forastero, declaró solemnemente: "A mí me lo hicisteis" o "a mí no me lo hicisteis" (cf Mt 25,3lss). Lo cual equivale de decir: "Aquel andrajoso, aquel hambriento, aquel pobre que os tendía la mano, ¡ era yo, era yo!"

Recuerdo la primera vez que "explotó" esta verdad en mi interior en toda su luz. Yo estaba de misionero en un país del tercer mundo y cada vez que veía un nuevo espectáculo de miseria —un niño vestido de andrajos, con el vientre hinchado y la cara cubierta de moscas, o grupitos de personas que seguían a un carro de basuras esperando encontrar algo en cuanto lo volcasen para descargarlas, o un cuerpo llagado—, sentía como si una voz me retumbase dentro: "Esto es mi cuerpo. Esto es mi cuerpo". Era como para quedarse sin respiración.

También el pobre es un vicarius Christi, alguien que ocupa el lugar de Cristo. No en el sentido de que lo que hace el pobre es como si lo hiciese Cristo, sino en el sentido de que lo que hacemos al pobre es como si se lo hiciésemos a Cristo: "¡A mí me lo hicisteis!"

Hay un vínculo muy estrecho entre la Eucaristía y los pobres. Ambos, aunque en distinto sentido, son el cuerpo de Cristo; en ambas cosas está él presente. Escribe san Juan Crisóstomo: "Quieres honrar el cuerpo de Cristo? No permitas que sea objeto de desprecio en sus miembros, es decir, en los pobres, que carecen de ropas para cubrirse. No lo honres aquí en la iglesia con telas de seda, mientras le das la espalda cuando sufre frío y desnudez... ¿De qué le sirve a Cristo que la mesa del sacrificio esté llena de vasos de oro, si luego se muere de hambre en la persona del pobre? Sacia primero al hambriento y sólo después adorna el altar con lo que sobre"4.S. J. Crisóstomo, Homilías sobre Mateo, 50,3-4 (PG 58,508s).

Además, Cristo mismo se ha preocupado por confirmar, a lo largo de los siglos, esta interpretación estricta y realista de sus palabras "a mí me lo hicisteis". Un día, Martín, siendo aún soldado y catecúmeno, encontró en el norte de Europa donde estaba de servicio a un pobre desnudo y aterido de frío. Como no tenía más que la capa que llevaba encima, la dividió en dos partes con la espada y dio una de las dos mitades al pobre. Por la noche se le apareció Cristo vestido con la mitad de su capa y diciendo, visiblemente orgulloso, a los ángeles que lo rodeaban: "Martín, siendo aún catecúmeno, me cubrió con esta ropa".Sulpicio SEVERO, Vida de san Martín.

 

El pobre es Jesús que sigue paseándose de incógnito por el mundo. Algo así como cuando se aparecía, después de la resurrección, bajo otra apariencia —a María como jardinero, a los discípulos de Emaús como un peregrino, a los apóstoles en el lago como un caminante de pie en la orilla—, esperando que se "les abriesen los ojos". En aquellos casos, el primero que lo reconocía gritaba a los demás: "¡Es el Señor!" (Jn 21,7). ¡Ay, si a la vista de un pobre saliese también de nuestros labios, por una vez, el mismo grito de reconocimiento: "¡Es el Señor!", ¡es Jesús!

 

¿Cómo podremos llevar a la práctica, al menos en alguna medida, nuestra preocupación por los pobres? Porque éstos no tienen necesidad de nuestros buenos sentimientos, sino que lo que necesitan son hechos. Aquellos, solos, únicamente servirían para tranquilizar nuestra conciencia. "Si uno tiene de qué vivir -escribe el evangelista san Juan— y, viendo a su hermano en necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios? Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras" (1 Jn 3,17-18).

Lo que podemos hacer en concreto por los pobres puede resumirse en tres palabras: evangelizarlos, amarlos, ayudarles.

Evangelizar a los pobres: ésta fue la misión que Jesús reconoció como suya por excelencia (cf Lc 4,18) y que encomendó a su Iglesia. No debemos permitir que nuestra mala conciencia nos lleve a cometer la enorme injusticia de privar de la buena noticia a quienes son sus primeros y sus más naturales destinatarios. Y quizás aduciendo, como pretexto, el proverbio italiano: estómago hambriento no tiene oídos.


* * *


Jesús multiplicaba los panes, pero al mismo tiempo multiplicaba la palabra. Más aún, primero repartía —y a veces durante tres días seguidos— la palabra y después se preocupaba también de los panes. No sólo de pan vive el pobre, sino también de esperanza y de toda palabra que sale de la boca de Dios. Los pobres tienen el sagrado derecho de oír íntegro el Evangelio, no en una edición reducida, adaptada y a su gusto, politizada.

Tienen derecho a oír también hoy la buena noticia: "Dichosos vosotros, los pobres". Sí, dichosos, a pesar de todo. Porque ante vosotros se abre una "posibilidad" inmensa, que les está vedada, o que les resulta muy difícil, a los ricos: el Reino.

Amar a los pobres: el amor a Cristo y el amor a los pobres se exigen uno al otro. Hay quienes (como Carlos de Foucauld), partiendo del amor a Cristo, han llegado al amor a los pobres; otros (como Simone Weil) partieron del amor a los pobres, a los proletarios, y ese amor los llevó al amor a Cristo.

Amar a los pobres significa ante todo respetarlos y reconocer su dignidad. En ellos —precisamente porque no tienen otros títulos ni otros distintivos accesorios— brilla con luz más viva la dignidad radical del ser humano.

Amar a los pobres significa también pedirles perdón. Perdón por no lograr ir a su encuentro de verdad y con alegría. Por las distancias que, a pesar de todo, mantenemos entre nosotros y ellos. Por las continuas humillaciones de que se ven obligados a saciarse. Perdón por vivir con indignación refleja y pasiva ante la injusticia; por la demagogia respecto a ellos; por buscar cada uno nuestras propias razones, tratando de justificar nuestra vida tranquila. Por querer tener siempre la seguridad matemática de que no nos van a engañar, antes de tener un gesto con ellos. Por no reconocer en ellos un sagrario viviente de Cristo pobre y despreciado. Por no ser uno de ellos.

Además, los pobres no merecen tan sólo nuestra compasión; merecen también nuestra admiración. Ellos son los verdaderos campeones de la humanidad. Todos los años se distribuyen premios Nobel, copas, medallas de oro, de plata, de bronce: al mérito, a la memoria o a los vencedores de diversas competiciones. Y tal vez porque algunos han sido capaces de correr en el menor tiempo los cien, los doscientos o los cuatrocientos metros con obstáculos; o de saltar un centímetro más alto que los demás, o por ganar un maratón o un slalom. Pero si observásemos de qué saltos mortales, de qué resistencia, de qué slaloms son capaces los pobres, y no una vez sino durante toda la vida, las marcas de los atletas más famosos nos parecerían jueguecitos de niños.

Evangelizar a los pobres, amar a los pobres, y finalmente ayudar a los pobres. ¿De qué sirve -escribe san Jerónimo— enternecerse ante un hermano o una hermana que no tienen con qué vestirse ni qué comer, diciéndoles:

"¡Cuánto sufres, pobrecito! ¡Anda, vete, caliéntate y hártate!", si no le das nada de lo que necesita para calentarse y para comer? La compasión, lo mismo que la fe, sin obras está muerta (cf St 2,15-17). Jesús en el juicio no nos dirá: "Estuve desnudo y me compadecisteis", sino "Estuve desnudo y me vestisteis".

Pero hoy no basta con la simple limosna, aunque nada nos dispensa de hacer lo que esté en nuestras manos, incluso en este nivel reducido e individual. Lo que hoy se necesitaría es una nueva cruzada, una movilización general de toda la cristiandad y de todo el mundo civilizado, para liberar esos sepulcros vivientes de Cristo que son los millones de personas que mueren de hambre, de enfermedades y de miseria. Ésa sería una cruzada digna de ese nombre, o sea, de la cruz de Cristo. Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe en el mundo entre ricos y pobres es la labor más urgente (y más ingente) que este milenio que está a punto de cerrarse entrega al que ya no va a tardar nada en abrirse.

Ante la miseria del mundo, no debemos tomárnosla con Dios, sino con nosotros mismos. He leído en alguna parte que, un día, un hombre, al ver a una niña temblando de frío y llorando de hambre, se sintió presa de indignación y rebelión y gritó: "Dios, ¿dónde estás? ¿Por qué no haces algo por esta inocente criatura?" Y que una voz interior le contestó: "Claro que he hecho algo por ella: te he hecho a ti".

La Sagrada Escritura proclama dichosos, en un salmo, a los que se preocupan por la suerte de los pobres: Beatus vir qui intelligit super egenum et pauperem, "Dichoso el que cuida del pobre y desvalido" (Sal 41,1). Y se invoca sobre él una bendición que en la Vulgata sonaba así: Dominus conservet eum et vivificet eum et beatum faciat eum in terra, "Que el Señor lo conserve y le dé vida y lo haga feliz en la tierra".

En la Iglesia católica, esta bendición se ha convertido en la plegaria litúrgica oficial pro Summo Pontifice. Permitidme, venerables Padres y hermanos, hacer resonar de nuevo esa oración al finalizar estas reflexiones sobre los pobres.

 

Son los pobres mismos quienes, por mis labios, dan gracias y bendicen en este día en el que conmemoramos la pasión de Cristo, que se prolonga en ellos. Creo que nadie en el mundo merece mejor que él esta bendición que brota del corazón de los pobres. Su ejemplo no deja que nadie, ni dentro ni fuera de la Iglesia, pueda quedarse tranquilo, encerrado en su egoísmo y en su indiferencia ante las masas de desheredados de la tierra. Dominus conservet eum et vivificet eum et beatum faciat eum in terra: "Que el Señor lo conserve y le dé vida y lo haga feliz en la tierra". Así sea.