Porqué me convertí al catolicismo
G. K. Chesterton
(Tomado de LAMPING, Severin, Hombres que vuelven a la Iglesia, E.P.E.S.A., Madrid, 1949).
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Beasconsfield; sobresaliente como periodista, poeta, político, filósofo, orador y autor de importantes obras. En 1922 se convirtió al Catolicismo, siendo desde entonces celoso defensor de la fe católica y de la ortodoxia cristiana. Ya en 1908 había publicado su "Orthodoxy", apología en prosa de la fe católica y, en 1910, la novela simbólica "The Ball and the Cross" (La esfera y la cruz). Chesterton es enemigo tan acérrimo del capitalismo como del socialismo. A causa de sus destacados méritos, el Papa Pío XI lo elevó, en mayo de 1934, al cumplir los sesenta años, a la dignidad de noble de la iglesia, confiriéndole la Orden de San Gregorio. Poco después de su conversión, fundó el movimiento distributista, secundado por su amigo el escritor Hilario Relloc. Para fomentarlo, creó el semanario "G. K’s Weekly", colaborando en él una selección de jóvenes intelectuales católicos. Fué eterno contrincante de Bernard Shaw, cuya amistad, sin embargo, cultivaba en privado. En 1909 escribió una de las mejores biografías sobre él. Escribió también la del poeta Browning — una de sus obras maestras — y las de Chaucer, Stevenson, Coblelt, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Dos meses antes de morir había terminado la suya propia. Sus libros de poemas son numerosísimos. Sus dos novelas más famosas, "El hombre que fué Jueves" y "El padre Brown" están traducidas al castellano, como también’ "La esfera y la cruz". Igualmente se han traducido su "Ortodoxia" y algunos poemas, entre ellos "Lepanto". Viajó por Italia, Irlanda y América, escribiendo sobre las impresiones recibidos en cada uno de estos países. Consagró toda su vida a la literatura, dedicándose a ella por completo desde los veinte años. Antes había estudiado dibujo. Por parte de su madre, tenía sangre francesa. Se casó a los veinticinco años, sin tener descendencia. Murió en 1936.
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Aunque sólo hace algunos años que soy católico, sé sin embargo
que el problema "por qué soy católico" es muy distinto del problema
"por qué me convertí al catolicismo". Tantas cosas han motivado mi
conversión y tantas otras siguen surgiendo después... Todas ellas se
ponen en evidencia solamente cuando la primera nos da el empujón
que conduce a la conversión misma. Todas son también tan numerosas
y tan distintas las unas de las otras, que, al cabo, el motivo originario y
primordial puede llegar a parecernos casi insignificante y secundario.
La "confirmación" de la fe, vale decir, su fortalecimiento y afirmación,
puede venir, tanto en el sentido real como en el sentido ritual, después
de la conversión. El convertido no suele recordar más tarde de qué
modo aquellas razones se sucedían las unas a las otras. Pues pronto,
muy pronto, este sinnúmero de motivos llega a fundirse para él en una
sola y única razón. Existe entre los hombres una curiosa especie de
agnósticos, ávidos escudriñadores del arte, que averiguan con sumo
cuidado todo lo que en una catedral es antiguo y todo lo que en ella es
nuevo. Los católicos, por el contrario, otorgan más importancia al
hecho de si la catedral ha sido reconstruida para volver a servir como
lo que es, es decir, como catedral.
¡Una catedral! A ella se parece todo el edificio de mi fe; de esta fe
mía que es demasiado grande para una descripción detallada; y de la
que, sólo con gran esfuerzo, puedo determinar las edades de sus
distintas piedras.
A pesar de todo, estoy seguro de que lo primero que me atrajo hacia
el catolicismo, era algo que, en el fondo, debería más bien haberme
apartado de él. Estoy convencido también de que varios católicos
deben sus primeros pasos hacia Roma a la amabilidad del difunto
señor Kensit.
El señor Kensit, un pequeño librero de la City, conocido como
protestante fanático, organizó en 1898 una banda que,
sistemáticamente, asaltaba las iglesias ritualistas y perturbaba
seriamente los oficios. El señor Kensit murió en 1902 a causa de
heridas recibidas durante uno de esos asaltos. Pronto la opinión
pública se volvió contra él, clasificando como "Kensitite Press" a los
peores panfletos antirreligiosos publicados en Inglaterra contra Roma,
panfletos carentes de todo juicio sano y de toda buena voluntad.
Recuerdo especialmente ahora estos dos casos: unos autores serios
lanzaban graves acusaciones contra el catolicismo, y, cosa curiosa, lo
que ellos condenaban me pareció algo precioso y deseable.
En el primer caso —creo que se trataba de Horton y Hocking— se
mencionaba con estremecido pavor, una terrible blasfemia sobre la
Santísima Virgen de un místico católico que escribía: "Todas las
criaturas deben todo a Dios; pero a Ella, hasta Dios mismo le debe
algún agradecimiento". Esto me sobresaltó como un son de trompeta y
me dije casi en alta voz: "¡Qué maravillosamente dicho!" Me parecía
como si el inimaginable hecho de la Encarnación pudiera con dificultad
hallar expresión mejor y más clara que la sugerida por aquel místico,
siempre que se la sepa entender.
En el segundo caso, alguien del diario "Daily News" (entonces yo
mismo era todavía alguien del "Daily News"), como ejemplo típico del
"formulismo muerto" de los oficios católicos, citó lo siguiente: un obispo
francés se había dirigido a unos soldados y obreros cuyo cansancio
físico les volvía dura la asistencia a Misa, diciéndoles que Dios se
contentaría con su sola presencia, y que les perdonaría sin duda su
cansancio y su distracción. Entonces yo me dije otra vez a mi mismo:
"¡Qué sensata es esa gente! Si alguien corriera diez leguas para
hacerme un gusto a mi, yo le agradecería muchísimo, también, que se
durmiera enseguida en mi presencia".
Junto con estos dos ejemplos, podría citar aún muchos otros
procedentes de aquella primera época en que los inciertos amagos de
mi fe católica se nutrieron casi con exclusividad de publicaciones
anticatólicas. Tengo un claro recuerdo de lo que siguió a estos
primeros amagos. Es algo de lo cual me doy tanta más cuenta cuanto
más desearía que no hubiese sucedido. Empecé a marchar hacia el
catolicismo mucho antes de conocer a aquellas dos personas
excelentísimas a quienes, a este respecto, debo y agradezco tanto: al
reverendo Padre John O'Connor de Bradford y al señor Hilaire Belloc;
pero lo hice bajo la influencia de mi acostumbrado liberalismo político;
lo hice hasta en la madriguera del "Daily News".
Este primer empuje, después de debérselo a Dios, se lo debo a la
historia y a la actitud del pueblo irlandés, a pesar de que no hay en mí
ni una sola gota de sangre irlandesa. Estuve solamente dos veces en
Irlanda y no tengo ni intereses allí ni sé gran cosa del país. Pero ello no
me impidió reconocer que la unión existente entre los diferentes
partidos de Irlanda se debe en el fondo a una realidad religiosa; y que
es por esta realidad que todo mi interés se concentraba en ese
aspecto de la política liberal. Fui descubriendo cada vez con mayor
nitidez, enterándome por la historia y por mis propias experiencias,
cómo, durante largo tiempo se persiguió por motivos inexplicables a un
pueblo cristiano, y todavía sigue odiándosele. Reconocí luego que no
podía ser de otra manera, porque esos cristianos eran profundos e
incómodos como aquellos que Nerón hizo echar a los leones.
Creo que estas mis revelaciones personales evidencian con claridad
la razón de mi catolicismo, razón que luego fue fortificándose. Podría
añadir ahora cómo seguí reconociendo después, que a todos los
grandes imperios, una vez que se apartaban de Roma, les sucedía
precisamente lo mismo que a todos aquellos seres que desprecian las
leyes o la naturaleza: tenían un leve éxito momentáneo, pero pronto
experimentaban la sensación de estar enlazados por un nudo
corredizo, en una situación de la que ellos mismos no podían librarse.
En Prusia hay tan poca perspectiva para el prusianismo, como en
Manchester para el individualismo manchesteriano.
Todo el mundo sabe que a un viejo pueblo agrario, arraigado en la fe
y en las tradiciones de sus antepasados, le espera un futuro más
grande o por lo menos más sencillo y más directo que a los pueblos
que no tienen por base la tradición y la fe. Si este concepto se aplicase
a una autobiografía, resultaría mucho más fácil escribirla que si se
escudriñasen sus distintas evoluciones; pero el sistema sería egoísta.
Yo prefiero elegir otro método para explicar breve pero completamente
el contenido esencial de mi convicción: no es por falta de material que
actúo así, sino por la dificultad de elegir lo más apropiado entre todo
ese material numeroso. Sin embargo trataré de insinuar uno o dos
puntos que me causaron una especial impresión.
Hay en el mundo miles de modos de misticismo capaces de
enloquecer al hombre. Pero hay una sola manera entre todas de poner
al hombre en un estado normal. Es cierto que la humanidad jamás
pudo vivir un largo tiempo sin misticismo. Hasta los primeros sones
agudos de la voz helada de Voltaire encontraron eco en Cagliostro.
Ahora la superstición y la credulidad han vuelto a expandirse con tan
vertiginosa rapidez, que dentro de poco el católico y el agnóstico se
encontrarán lado a lado. Los católicos serán los únicos que, con razón,
podrán llamarse racionalistas. El mismo culto idolátrico por el misterio
empezó con la decadencia de la Roma pagana a pesar de los
"intermezzos" de un Lucrecio o de un Lucano.
No es natural ser materialista ni tampoco el serlo da una impresión
de naturalidad. Tampoco es natural contentarse únicamente con la
naturaleza. El hombre, por lo contrario, es místico. Nacido como
místico, muere también como místico, sobre todo si en vida ha sido un
agnóstico. Mientras que todas las sociedades humanas consideran la
inclinación al misticismo como algo extraordinario, tengo yo que objetar,
sin embargo, que una sola sociedad entre ellas, el catolicismo, tiene en
cuenta las cosas cotidianas. Todas las otras las dejan de lado y las
menosprecian.
Un célebre autor publicó una vez una novela sobre la contraposición
que existe entre el convento y la familia (The Cloister and the hearth).
En aquel tiempo, hace 50 años, era realmente posible en Inglaterra
imaginar una contradicción entre esas dos cosas. Hoy en día, la así
llamada contradicción, llega a ser casi un estrecho parentesco.
Aquellos que en otro tiempo exigían a gritos la anulación de los
conventos, destruyen hoy sin disimulo la familia. Este es uno de los
tantos hechos que testimonian la verdad siguiente: que en la religión
católica, los votos y las profesiones más altas y "menos razonables"
—por decirlo así— son, sin embargo, los que protegen las cosas
mejores de la vida diaria.
Muchas señales místicas han sacudido el mundo. Pero una sola
revolución mística lo ha conservado: el santo está al lado, lo superior
es el mejor amigo de lo bueno. Toda otra aparente revelación se
desvía al fin hacia una u otra filosofía indigna de la humanidad; a
simplificaciones destructoras; al pesimismo, al optimismo, al fatalismo, a
la nada y otra vez a la nada; al "nonsense", a la insensatez.
Es cierto que todas las religiones contienen algo bueno. Pero lo
bueno, la quinta esencia de lo bueno, la humildad, el amor y el
fervoroso agradecimiento "realmente existente" hacia Dios, no se hallan
en ellas. Por más que las penetremos, por más respeto que les
demostremos, con mayor claridad aún reconoceremos también esto: en
lo más hondo de ellas hay algo distinto de lo puramente bueno; hay a
veces dudas metafísicas sobre la materia, a veces habla en ellas la voz
fuerte de la naturaleza; otras, y esto en el mejor de los casos, existe un
miedo a la Ley y al Señor.
Si se exagera todo esto, nace en las religiones una deformación que
llega hasta el diabolismo. Sólo pueden soportarse mientras se
mantengan razonables y medidas. Mientras se estén tranquilas,
pueden llegar a ser estimadas, como sucedió con el protestantismo
victoriano. Por el contrario, la más exaltación por la Santísima Virgen o
la más extraña imitación de San Francisco de Asís, seguirían siendo,
en su quintaesencia, una cosa sana y sólida. Nadie negará por ello su
humanismo, ni despreciará a su prójimo. Lo que es bueno, jamás podrá
llegar a ser DEMASIADO bueno. Esta es una de las características del
catolicismo que me parece singular y universal a la vez. Esta otra la
sigue:
Sólo la Iglesia Católica puede salvar al hombre ante la destructora y
humillante esclavitud de ser hijo de su tiempo. El otro día, Bernard
Shaw expresó el nostálgico deseo de que todos los hombres vivieran
trescientos años en civilizaciones más felices. Tal frase nos demuestra
cómo los santurrones sólo desean —como ellos mismos dicen—
reformas prácticas y objetivas. Ahora bien: esto se dice con facilidad;
pero estoy absolutamente convencido de lo siguiente: si Bernard Shaw
hubiera vivido durante los últimos trescientos años, se habría
convertido hace ya mucho tiempo al catolicismo. Habría comprendido
que el mundo gira siempre en la misma órbita y que poco se puede
confiar en su así llamado progreso. Habría visto también cómo la Iglesia
fue sacrificada por una superstición bíblica, y la Biblia por una
superstición darwinista. Y uno de los primeros en combatir estos
hechos hubiera sido él. Sea como fuere, Bernard Shaw deseaba para
cada uno una experiencia de trescientos años. Y los católicos, muy al
contrario de todos los otros hombres, tienen una experiencia de
diecinueve siglos. Una persona que se convierte al catolicismo, llega,
pues, a tener de repente dos mil años. Esto significa, si lo precisamos
todavía más, que una persona, al convertirse, crece y se eleva hacia el
pleno humanismo. Juzga las cosas del modo como ellas conmueven a
la humanidad, y a todos los países y en todos los tiempos; y no sólo
según las últimas noticias de los diarios Si un hombre moderno dice
que su religión es el espiritualismo o el socialismo, ese hombre vive
íntegramente en el mundo más moderno posible, es decir, en el mundo
de los partidos. El socialismo es la reacción contra el capitalismo,
contra la insana acumulación de riquezas en la propia nación. Su
política resultaría del todo distinta si se viviera en Esparta o en el Tibet.
El espiritualismo no atraería tampoco tanto la atención si no estuviese
en contradicción deslumbrante con el materialismo extendido en todas
partes. Tampoco tendría tanto poder si se reconocieran más los
valores sobrenaturales. Jamás la superstición ha revolucionado tanto el
mundo como ahora. Sólo después que toda una generación declaró
dogmáticamente y una vez por todas, la IMPOSIBILIDAD de que haya
espíritus, la misma generación se dejó asustar por un pobre, pequeño
espíritu. Estas supersticiones son invenciones de su tiempo —podría
decirse en su excusa—. Hace ya mucho, sin embargo, que la Iglesia
Católica probó no ser ella una invención de su tiempo: es la obra de su
Creador, y sigue siendo capaz de vivir lo mismo en su vejez que en su
primera juventud: y sus enemigos, en lo más profundo de sus almas,
han perdido ya la esperanza de verla morir algún día.
G. K. Chesterton