CONVERSIÓN Y SEGUIMIENTO
«Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor... Sígueme... Cuando eras
joven... ibas adonde querías; pero cuando te hagas maduro... Otro te llevará adonde no quieras»
(Jn 21).
SGTO/CV:CV/SEGUIMIENTO: Nos sucede a menudo que los
árboles no nos dejan ver el bosque. Eso también suele acontecer
en la espiritualidad. Para muchos católicos, esta palabra evoca
multitud de exigencias, de iniciaciones, de nociones teológicas, que
terminan por encubrir su núcleo simple y esencial. Otros parecen
confundir tal o cual «árbol» importante con el «bosque». Identifican
la espiritualidad (y hablar de espiritualidad es hablar de vida
cristiana) con la oración, o con la cruz, o con la entrega a los
demás...
El Evangelio nos revela la raíz de toda espiritualidad y nos
devuelve la exigente simplicidad de la identidad cristiana. Nos
enseña que ser discípulo de Jesús es seguirlo, y que en eso
consiste la vida cristiana. Jesús exigió fundamentalmente el
seguimiento, y todo nuestro cristianismo se construye sobre nuestra
respuesta a esta llamada (v. gr., Mt 8,18-22; 9,9; 10,38; 17, 24;
19,21.28; Mc 1,17-18; 3,13-14; Lc 14,25-27; Jn 1,43; 8,12;
10,1-ó.27; 21,15-22; etc.). Desde entonces, la esencia de la
espiritualidad cristiana es el seguimiento de Cristo bajo la guía de la
Iglesia.
Ser cristiano es seguir a Cristo por amor. Es Jesús que nos
pregunta si lo amamos, nosotros que respondemos que sí, El que
nos invita a seguirlo. («Simón Pedro, ¿me amas?... Sí, Señor...
Entonces sígueme...» (Jn 21). Eso es todo. Así de simple.
Ignorantes, llenos de defectos, Jesús nos conducirá a la santidad, a
condición que comencemos por amarlo y que tengamos el valor de
ir en su seguimiento.
El cristianismo no consiste sólo en el conocimiento de Jesús y de
sus enseñanzas transmitidas por la Iglesia. Consiste en su
seguimiento. Sólo ahí se verifica nuestra fidelidad. Seguimiento que
es la raíz de todas las exigencias cristianas y el único criterio para
valorar una espiritualidad. Así, no existe una «espiritualidad de la
cruz», sino del seguimiento; seguimiento que en ciertos momentos
nos exigirá la cruz. No existe una «espiritualidad de la oración», sino
del seguimiento. El seguimiento nos lleva a incorporarnos a la
oración de aquel a quien seguimos. No existe una «espiritualidad de
la pobreza», sino del seguimiento. Este nos despojará si somos
fieles en seguir a un Dios empobrecido. No existe una
«espiritualidad del compromiso», pues todo compromiso o entrega
al otro es un fruto de la fidelidad al camino que siguió Jesús.
Seguir a Cristo implica la decisión de someter todo otro
seguimiento sobre la tierra al seguimiento de Dios hecho carne. Por
eso hablar de seguimiento de Cristo es hablar de conversión, de
«venderlo todo», en la expresión evangélica, con tal de adquirir esa
perla y ese tesoro escondido que constituye el seguir a Jesús (Mt
13,44-46). Sólo Dios puede exigir un seguimiento así, y es que
seguir a Jesús es seguir a Dios, el único absoluto.
Todo cristiano sabe lo que es la conversión: adecuarse a los
valores que Cristo enseñó, que nos arrancan el egoísmo, la
injusticia y el orgullo. Sabe también que la conversión es el
fundamento de toda fidelidad cristiana en la vida personal, en el
apostolado o en los compromisos sociales, profesionales y políticos.
Ella nos arranca de nuestros «encierros» y nos conduce «adonde
no queríamos» en el seguimiento de Cristo.
No siempre se tiene conciencia de la autonomía de la
conversión. Esta exigencia evangélica, universal, no está ligada al
grado de instrucción o de cultura ni a ninguna posición social. No
está ligada al poder, ni a la riqueza, ni al saber. Ni a ningún tipo de
actividad, compromiso o ideología. No existen «profesionales» ni
«clases» de convertidos. Ni aun el hecho de ser religioso, obispo o
cardenal supone necesariamente el hecho de la conversión, que
tiene exigencias autónomas.
Todo cristiano, cualquiera sea su posición profana o eclesiástica,
está llamado permanentemente al dinamismo de su conversión, en
el cual no hay privilegios o acepción de personas y que depende
radicalmente de una respuesta a la llamada de Cristo. Esta
respuesta condiciona todo proyecto humano y eclesial y es la única
verificación auténtica de cualquier compromiso: «En el día del juicio
muchos me dirán: Señor, Señor, profetizamos en tu nombre, y en tu
nombre arrojamos los demonios, y en tu nombre hicimos muchos
milagros. Yo les diré entonces: No los reconozco. Aléjense de mí
todos los malhechores».
«Pero el que escucha mis palabras y las practica, es como un
hombre juicioso que edificó su casa sobre la roca. Cayó la lluvia a
torrentes, sopló el viento huracanado contra la casa, pero la casa
no se derrumbó, porque tenía los cimientos sobre la roca...» (Mt
7,22-25).
CV/PERMANENTE: Tampoco somos siempre conscientes del
itinerario de la conversión, de su dinamismo crítico. No hay una sola
llamada de Cristo en la vida, hay varias, cada una más exigente que
la anterior, y envueltas en las grandes crisis de nuestro crecimiento
humano-cristiano. La conversión es un proceso que nos interna en
el radicalismo evangélico de nuestro «mundo» para vivir en el
éxodo de la fe y del seguimiento del Señor.
El Evangelio nos muestra este proceso crítico en los discípulos
de Jesús. Tal vez con más relieve que en otros en el éxodo
espiritual de Pedro.
Podemos situar la conversión de Pedro al seguimiento de Cristo
a partir de la pesca milagrosa que nos relata Lucas (/Lc/05/01-11).
El texto es bien conocido. Jesús acababa de predicar a una gran
multitud desde una barca, a orillas del lago de Galilea. Entre sus
auditores estaban Pedro y algunos otros futuros Apóstoles. Hasta el
momento habían seguido a Cristo de lejos, en medio de sus
trabajos de pesca, sin haber sido llamados todavía a su
seguimiento más radical (Jn 1,35-42).
Terminado su discurso, Jesús los invita a pescar. Ellos ya lo han
hecho durante la noche sin ningún éxito. Pedro, haciendo confianza
en la palabra de Cristo, que ya había aprendido a aceptar, vuelve
al lago a echar las redes. La pesca es extraordinaria, y vuelto a
tierra, Pedro se da cuenta que tiene ante sí a alguien que es más
que un sabio predicador. Esto contrasta con la conciencia de sus
miserias y desencadena en él un conflicto. Arrodillado ante Jesús le
pide que se aparte, porque es un pecador. Pero el Señor
aprovecha esta crisis en la conciencia de Pedro para llamarlo a la
conversión: «No temas, de ahora en adelante serás pescador de
hombres».
Pedro se entrega a Cristo El signo de su conversión y la de sus
compañeros es que «lo dejaron todo y siguieron a Jesús» (Lc
5,11).
A primera vista parece la conversión total. Pero a través de las
actitudes de Pedro en el transcurso de la vida pública de Jesús,
podemos percibir que su itinerario como convertido estaba en sus
comienzos. Hay en él mucha generosidad, entusiasmo, impulsividad
y amor sensible al Señor. Pero también hay exceso de confianza en
sí mismo y en sus posibilidades. Su idea de Cristo y del reino a los
que se había entregado era aún superficial. Su compromiso tenía la
ambigüedad de muchos israelitas de su tiempo: Jesús para él no
era sólo un maestro religioso, sino también el Mesías temporal que
liberaría Palestina. Sólo al promediar los tres años de ministerio,
Pedro reconoce en Jesús al Hijo de Dios (Mt 16,16), pero la
naturaleza del reino se le escapa; «pescador de hombres» tuvo
para él y sus compañeros la noción de una empresa temporal, en la
que ejercerían influencia y autoridad. Por eso discuten sobre los
primeros puestos (Mt 20,21; Mc 9,34), y hasta la hora de la
resurrección esperan la restauración de Israel (Hch 1,ó).
PEDRO/CV: Por eso Pedro experimenta una creciente dificultad
en comprender la naturaleza del seguimiento. Cuando Jesús habla
de la cruz, se escandaliza (Mt 16,22). Es incapaz de aliviar a los
endemoniados, como su maestro, porque aún no ha entendido el
valor de la fe y la oración (Mc 9,14-29). Durante las horas de la
pasión experimenta sus limites en forma dramática y toda la
precariedad de su compromiso y de su conversión. Lleno de fervor
sensible había anunciado que él no abandonaría al Maestro,
aunque los demás lo hicieran (Mt 26,33-35). Horas más tarde
negaba y traicionaba a su Señor reiteradamente.
Para Pedro ésta fue una grave crisis. Le hizo comprender hasta
qué punto su conversión era superficial. Su autosuficiencia y miras
humanas se derrumbaron.
Pero Jesús aprovecha esta misma crisis para volver a llamarlo a
una conversión más madura y decisiva. La escena corresponde a
los relatos de la resurrección, y la trae Juan en el capítulo 21,1-19.
Es muy semejante a la del primer seguimiento. El lugar es el mismo
-el lago de Galilea- y las circunstancias muy parecidas. Pedro y
otros apóstoles están de pesca y no han cogido nada en toda la
noche. Al amanecer, Jesús, desde la orilla, les ordena echar la red
a la derecha, y pescan un número enorme de peces grandes.
Luego se reúnen con él a la orilla para comer.
Al final de la comida, Jesús se dirige nuevamente a Pedro, y le
dirige, al igual que años atrás, la llamada a seguirlo. Esta vez en
forma de una triple pregunta: «Simón, ¿me amas más que éstos?...
Sí, Señor; tú sabes que te quiero... Apacienta mis corderos» (Jn
21,15-17).
Pedro ha sido capaz de superar sus crisis y de decir «sí» a
Jesús, pero éstas le han enseñado mucho. Le permiten una
respuesta madura, más honda y cualitativamente diferente que tres
años atrás. Aparentemente ha perdido entusiasmo y la generosidad
sentida y espontánea de entonces. Ya no se atreve a afirmar -como
lo hubiera hecho antes de la pasión- que él quería a Cristo más que
los otros.
Hay en él la conciencia acumulada de sus limites y fallos, lo cual
lo ha hecho más humilde, y por eso su entrega ahora no se basa
más en sus posibilidades, sino en la palabra de Jesús que lo ha
llamado. Parece menos entusiasta y entregado, pero en realidad
ahora es cuando su conversión es más lúcida y profunda. Ahora se
entrega con conocimiento de causa a un Señor crucificado y a un
reino que no es de este mundo y que se construye en la fe. Pedro
está maduro para seguir a Cristo, sin ilusiones ni sentimientos, en la
madurez y la profundidad de la vida de fe. Antes habÍa dejado su
casa, sus barcas y su trabajo, pero no se había entregado a si
mismo. Por eso Jesús completa su llamada con un anuncio:
«Cuando eras joven, tú mismo te ponÍas el cinturón e ibas adonde
querías. Pero cuando te hagas maduro abrirás los brazos y otro te
amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18).
El seguimiento de Pedro desde la conversión superficial e
incipiente hasta la conversión madura de la fe, a través de la crisis,
es un paradigma del proceso de la conversión de cada cristiano. Al
igual que Pedro, nosotros también escuchamos en algún momento
de nuestra vida una primera llamada a la conversión. Decidimos
tomar en serio el cristianismo; en muchos casos seguir a Cristo con
una dedicación total. Cada uno sabe cuándo fue la primera
conversión de su vida, a menudo en plena juventud.
Como los apóstoles, nos hicimos discípulos «dejando las barcas,
las redes» y a veces la familia. Nos pareció entonces la mayor
generosidad. Todo nos estimulaba al seguimiento, pues éste tenÍa
un sabor sensible y realizador. La presencia del Señor era
«sentida» y la oración nos aportaba un consuelo que equilibraba
las dificultades de la acción, en la cual Jesús también era «sentido»
como apoyo e inspiración.
El compromiso apostólico y social nos «llenaba». Aun con poca
experiencia, al comienzo todo era una novedad, un fascinante
descubrimiento del servicio a los demás. No queríamos poner límite
a la caridad y al sacrificio, que nos «realizaba» y que tenÍa su
propia recompensa. La pobreza evangélica tenía un sabor, incluso
un cierto romanticismo. Si habíamos optado por la castidad, ésta
siempre significó renuncia y dificultades, pero que se nos hacían
llevaderas por la presencia de Cristo y de su ideal evangélico,
fuertemente sentidas en nuestro corazón.
Con el tiempo todo fue cambiando. Vino una especie de crisis, a
veces repentina, las más de las veces progresiva y lenta. El
momento en que se presentó, turbado el entusiasmo del primer
seguimiento, no fue igual para todos. Algunos meses, algunos
años, varios años después. En todo caso, nuestra vida de fe es
invadida por una creciente insensibilidad. Los valores evangélicos a
los que nos habíamos convertido van perdiendo el sentido y la
atracción sensible que al comienzo ejercían sobre nosotros. La
presencia de Cristo en nuestra vida, y particularmente en la
oración, la sentimos cada vez menos; experimentamos más bien
una aridez, una soledad, una oscuridad que nos hace lejano el
rostro del Señor.
La oración ya no nos aporta el apoyo sensible de antes; más
bien se hace fatigosa y seca. No parece que influye en nuestra vida
ni en nuestra acción. Nos parece que recemos o no recemos todo
seguirá igual: nosotros, nuestros compromisos, los demás, la
historia. Por eso una de las primeras tentaciones que nos
sobrevienen es la de abandonar la oración personal.
Los compromisos apostólicos o sociales pierden su novedad. Se
hacen rutinarios. Los trabajos y problemas que tenemos que
abordar se van repitiendo con fatigosa similitud y debemos hablar
siempre de las mismas cosas. La naturaleza humana se nos revela
parecida en todas partes. Comenzamos a experimentar
desilusiones, fracasos y vemos la relatividad de nuestro empeño.
Las dificultades, obstáculos y persecuciones se van multiplicando, a
veces de donde menos pensábamos; también de parte de
compañeros de trabajo y de autoridades eclesiásticas. Sobreviene
el cansancio, un deseo de independencia, de hacer algo más
interesante, de «hacer nuestra vida». Un deseo de instalarse, de
trabajar sólo lo indispensable, sin búsqueda, sin cambio, sin
creatividad.
La pobreza y el sacrificio se van haciendo duros. Han perdido su
primer sabor y además no han sido aplaudidos como creíamos.
Somos mal interpretados, juzgados como «exagerados». Además,
conforme pasan los años, nos hacemos más exigentes, más
«burgueses». Buscamos seguridad y un «mínimo de confort».
El primer impulso de la caridad y del servicio a los demás
también se resiente. Al paso del tiempo advertimos la dificultad de
esa exigencia, sobre todo cuando deja de estar apoyada en el
sentimiento, y que no sabemos amar. Los límites del temperamento,
que no hemos podido sacudir, se van acentuando al correr de los
años, con el peligro que vayan ejerciendo sobre nosotros una
tiranía creciente conforme llegamos a la madurez.
En los que optaron por el celibato, la castidad también se
complica. Al llegar a nuevas etapas de la vida se advierten nuevas
dimensiones de exigencia no entrevistas en la juventud. Debemos
aceptar no sólo la renuncia a la intimidad con el otro sexo, sino
también a prolongarnos en otros seres, al ambiente afectivo de un
hogar..., debemos aceptar una forma de soledad radical.
La gran tentación de esta crisis es la transacción. Buscar un
acomodo entre el Evangelio y el «mundo», entre la santidad y la
fidelidad indispensable, de manera que tras un exterior honesto,
aparentemente «intacto», interiormente nos hemos instalado,
perdiendo el dinamismo del seguimiento y del amor. Tendemos a
introducir en nuestra vida derivativos y compensaciones del
Evangelio. Viene un conformismo, un deseo de «hacer carrera», de
transformar el radicalismo cristiano en «prudencia política».
Buscamos cargos, prestigio exterior, sin preocuparnos si ello
corresponde a las exigencias de Jesús sobre nuestra vida.
TENTACION/DESALIENTO DESALIENTO/TENTACION: Es la
tentación del desaliento. Tal vez comprendemos por primera vez, en
todo sentido, la sentencia de Jesús a los Apóstoles: «Esto es
imposible para los hombres, pero para Dios todo es posible» (Lc
18,27).
Esta crisis del seguimiento cristiano, dramática o sutil, es
precisamente la que nos prepara y nos conduce a una conversión
más madura y decisiva. Como Pedro después de la pasión, a través
de la crisis, de su desconcierto e insensibilidad, Jesús nos vuelve a
llamar.
Lo importante es saber abordar etapas, normales, propias del
dinamismo de la conversión. Ellas nos colocan una vez más frente a
la alternativa crucial: o quedarnos en el desánimo y la mediocridad
u optar nuevamente por el radicalismo del Evangelio, más lúcida y
maduramente. Jesús nos conduce a la conversión en la fe,
profunda y adulta, que va más allá del entusiasmo sensible de una
primera conversión. No debemos comparar etapas en nuestra vida;
normalmente, la generosidad, la oración, el compromiso y la
pobreza van evolucionando y purificándose. De un apoyo en el
sentimiento, en la buena voluntad y en las capacidades personales,
maduran para apoyarse en la palabra de Cristo y en las exigencias
del Evangelio asumidas en la fe.
Esto nos llevará a otra forma de seguimiento más radicado en la
causa del Evangelio y menos en los sentimientos o en el deseo
inconsciente de realizarnos y de tener influencia. A otra oración,
menos «sentida» y buscada por motivos psicológicos, más
fundamentada en el seguimiento de Cristo que nos incorpora a su
oración liberadora. A otra pobreza, menos exterior y preocupada de
«testimonio» y más de dura solidaridad con Cristo pobre y con los
desposeídos.
La castidad, siempre difícil, se irá sublimando en la amistad
universal y en la fidelidad del amor exclusivo al Señor. Seremos
capaces de volver a empezar cada día en el aprendizaje del amor
fraterno no por la realización afectiva que nos aporta, sino por el
servicio de Jesús que vive en el hermano.
Los sentimientos y la sensibilidad podrán reaparecer y ayudar
más o menos intensamente nuestras convicciones evangélicas,
pero quedarán más adheridas a las opciones de una caridad
purificada y de una fe radical que nos empujan, como a los
Apóstoles, a ser «testigos del Evangelio... hasta los limites de la
tierra» (Hch 1,8).
Hay que saber evolucionar y crecer en las etapas de crisis que
marcan las grandes conversiones de la vida. En el fondo se trata de
redescubrir los grandes valores que nos atrajeron al comienzo bajo
una nueva luz. Seguir orando, entregándose a los demás,
trabajando y esperando, en una cierta oscuridad y aridez,
inspirados en las convicciones de la fe.
La verdadera conversión cristiana es en la fe Sólo ella nos
permite dar el paso radical de entregarnos sin reserva a la palabra
de Jesús. Como Pedro, podemos entregar nuestro trabajo y todas
las cosas, pero reservarnos en nuestro fondo de egoísmo.
Conservamos nuestra vida. («... El que conserva su vida, la pierde,
y el que pierde su vida en este mundo, la conserva para la vida
eterna...» [Jn 12,25]).
La conversión de la madurez no consiste tanto en «sentir»
nuestro seguimiento o en multiplicar actos de generosidad, sino
más bien en dejarnos conducir por el Señor en la fe, en la cruz y en
la esperanza. «Cuando eras joven, tú mismo te ponías el cinturón e
ibas adonde querías. Pero cuando te hagas maduro, abrirás los
brazos y otro te amarrará la cintura y te llevará adonde no quieras»
(Jn 21,18).
SEGUNDO
GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 244-254