«NO DESEARÁS LA MUJER DE TU PRÓJIMO»
«NO CODICIARÁS LOS BIENES DE TU PRÓJIMO»

9.° y 10.° Mandamientos 

El texto íntegro dice: «No desearás la mujer de tu prójimo, no codiciarás su casa, su campo, 
su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo». 
Este texto pertenece al libro del Deuteronomio (Dt/05/21). En Ex/20/17 están 
entremezclados ambos mandamientos y dice así: «No codiciarás la casa de tu prójimo, ni 
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que 
sea de tu prójimo». 
El tema común a ambos mandamientos es la negación del deseo desordenado. Uno y otro 
mandamiento vienen a subrayar que el mal no comienza con los actos, sino que tiene su inicio 
ya en el corazón. Más exactamente: en ambos mandamientos no se trata sólo del deseo mental, 
sino también, y al mismo tiempo, de las maquinaciones que no pueden perseguirse legalmente, 
pero con las cuales, sin embargo, se perjudica claramente a otros. Por eso hay que tratar en 
primer lugar de este aspecto común, antes de pasar a cada uno de los mandamientos por 
separado. Además otra razón para tratarlos en común al menos 
en parte, es que, de hecho, tanto los judíos como los ortodoxos o los calvinistas los 
consideran como un solo mandamiento. 

a) Lo común a ambos mandamientos:
La negación del deseo desordenado 
Ambos mandamientos han causado una enorme confusión a muchos comentaristas. Hay 
quienes opinan que estos mandamientos no aportan nada nuevo en cuanto a su contenido, 
sino que se limitan a subrayar ciertos temas ya tratados al hablar de otros mandamientos, 
fijándose más en el aspecto interno. Por eso suelen relacionarse el sexto mandamiento con 
el noveno y el séptimo con el décimo. Pero la confusión se acentúa aún más cuando se 
observa la formulación arriba citada de Ex 20, 17, donde, por así decirlo, se menciona a la 
mujer como una propiedad más del prójimo, justamente después de citar la casa y antes de 
referirse al buey y al asno. Por lo demás, tanto en una como en otra versión del 
mandamiento se citan «bienes» de muy distinta naturaleza: personas (el esclavo y la 
esclava), animales (el buey y el asno) y cosas (la «casa», un concepto que es preciso 
entender en sentido amplio, pues no se refiere sólo a la materialidad del edificio, sino a todo 
lo que forma parte de la casa). Dado que hoy no existe posibilidad alguna, en nuestra 
situación, de desear tales bienes, enseguida nos asalta la impresión de que la formulación 
de estos mandamientos guarda una enorme relación con un contexto cultural 
considerablemente distinto del nuestro. 
Pero la verdadera confusión que originan ambos mandamientos es aún mucho más de 
fondo y se refiere al deseo mismo. 
Muchos críticos, especialmente del campo 
de la psicología, opinan que la raíz de toda la falta de libertad y de toda la «rigidez» que 
con frecuencia suele detectarse en personas de formación cristiana, está en la sistemática 
represión del deseo que es propia de la moral cristiana. Pero resulta que la negación del 
deseo parece ser enemiga de la vida y profundamente arriesgada desde el punto de vista 
antropológico, porque lo que se prohíbe es algo irrenunciable, y de lo que se sospecha es 
de la mismísima vitalidad. Por eso, todo ello actúa de un modo especialmente peligroso, 
porque «se intenta suprimir, en lugar de transformar los deseos experimentados».
Por supuesto que no se pueden impugnar sin más ni más estos cargos. El cristianismo 
concreto, tal como se ha dado, tiene considerable parte de culpa en la represión 
sistemática de los instintos naturales que se ha producido en muchas personas. Lo cual 
tiene unas razones históricas muy profundas, porque la codicia (sobre todo bajo el influjo de 
San Agustín) ha sido entendida casi exclusivamente como «malos deseos», aludiendo con 
ello de manera especial, y con una insistencia realmente parcial y doctrinaria, a la 
sexualidad. 
En el terreno de la tradición pedagógico-moral, esta estrechez de miras condujo a una 
situación de precariedad y desamparo verdaderamente funesta frente al fenómeno -tan 
significativo desde el punto de vista antropológico y social- del deseo en general. Porque si 
sólo se conocen los «malos» apetitos, entonces, naturalmente, no se puede conseguir una 
«cultura soberana» del deseo, pues no se dan las condiciones necesarias para poder gozar 
debidamente y disfrutar de un razonable bienestar sin la amenaza constante de la «mala 
conciencia». Por otra parte, la limitación temática y la demonización del deseo llevaron, 
paradójicamente, a infravalorar o a ignorar peligrosamente las devastadoras formas de la 
codicia y la envidia de bienes materiales, y de un modo muy especial el ansia de poder y 
sus demoledores efectos sobre las distintas colectividades humanas, incluida la Iglesia. 
Por eso vamos a tratar ahora, en primer lugar, de poner de relieve el fundamental 
significado antropológico del deseo, para referirnos después a la ambivalencia de este 
fenómeno. De todo lo cual se desprenderá la consecuencia pedagógico-moral de la 
necesidad de idear una esmerada «cultura del deseo». 

1. El significado antropológico del deseo:DESEO/SENTIDO 
El deseo es un fenómeno básicamente humano que forma parte del instinto de 
conservación. Es propio del comportamiento normal de la persona el deseo de comer y 
beber, de poseer un vestido que no sólo le dé calor, sino que además sea hermoso, y de 
tener una casa que sea un verdadero hogar. 
Es propio de una vida humana sana el sentir una profunda e insaciable sed de vivir, y 
constituye más bien una regresión el conformarse demasiado pronto con lo que se es y lo 
que se tiene. El deseo de amor y el deseo de una razonable posesión de bienes son tan 
fundamentalmente importantes para la maduración humana como el deseo de éxito y de 
prestigio. Sólo quien es capaz de desear apasionadamente, es capaz de hacer cosas 
realmente grandes. Y el sospechar por principio de todo esto puede repercutir 
desfavorablemente en el ser humano, porque con demasiada facilidad surge entonces la 
falsa modestia. 
En la Biblia se habla positivamente no sólo del deseo del hombre, sino también del deseo 
de Dios. De este último, por ejemplo, se dice que «su pasión despierta como la de un 
guerrero» (Is 42, 13) cuando se alza en favor de su pueblo y en contra de los opresores. En 
absoluta coherencia con ello, el Antiguo Testamento se complace en describir a hombres 
enormemente apasionados, al tiempo que el Nuevo Testamento no manifiesta demasiada 
simpatía por los hombres impasibles. Recordemos las palabras del Apocalipsis de San 
Juan: «Conozco tu conducta: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora 
bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca» (3, 15s.). 
El propio Jesús exhorta explícitamente a desear: «Todo cuanto deseéis y lo pidáis en la 
oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (Mc 11, 24; cfr. 1 Jn 5, 14). 
Cuanto más alto apunta el deseo, tanto más segura es su satisfacción. Por el contrario, se 
reprocha a quienes no consideran a Dios capaz de realizar grandes cosas (cfr. Mt 7 7-11, 
21 22; Jn 14, 13s.; 15 7). 
DESEO/ANHELO:ANHELO/DESEO:También a lo largo de toda la tradición espiritual 
aparece una y otra vez el deseo de Dios de obsequiar a los hombres, los cuales, sin 
embargo, no están dispuestos, en su mayor parte, a aceptar lo que Dios desea darles. 
Hasta en un modesto canon litúrgico se manifiesta esto con toda claridad: «Porque es 
grande, lo que Dios prefiere es conceder grandes dones. ¡Ay de nosotros, pobres hombres, 
que tenemos un corazón tan pequeño...! Pero Dios es bueno». Y en el himno de la 
Ascensión, «Regocijaos, cristianos», del año 1765, se dice en la sexta estrofa: «Ayúdanos 
a aspirar con santo anhelo a alcanzar lo que se halla allí donde tú habitas, ¡oh Dios, Señor 
y Salvador!». 
Es digno de notar que lo santo es siempre objeto del deseo audaz. En la nueva liturgia de 
las horas, por ejemplo, se dice citando a ·Agustín-SAN: «Quien no tiene ningún anhelo, es 
mudo ante Dios, por muy alto que suenen sus gritos a los oídos de los hombres». Quien por 
el contrario, «posee anhelos, cantará en su corazón aunque calle su lengua». Únicamente 
como «ser-capaz-de-anhelar» puede alcanzar el hombre su pleno desarrollo. 

2. El deseo: un fenómeno ambivalente 
El hecho de reconocer que los deseos, las apetencias y los anhelos constituyen una 
condición indispensable para el pleno desarrollo del ser humano no significa, naturalmente, 
que haya que ceder a toda clase de apetencia porque el deseo desordenado, ya sea en 
forma de avidez, ambición, envidia o ansia de placer, tiene un efecto enormemente 
destructivo. Hay que contar, pues, con el hecho de que los deseos son ambivalentes, es 
decir, que tienen a un tiempo efectos vivificantes y efectos destructivos. 
La Biblia, de un modo muy objetivo, cuenta también con ese segundo aspecto. Según el 
relato del Génesis, el pecado original del hombre lo constituyeron la insatisfacción y el 
consiguiente deseo desordenado. La Biblia parte del hecho de que «... el deseo ilimitado 
que colisiona con nuestra finitud y con nuestra condición de estar limitados precisamente 
por el prójimo», permanece activo en nosotros durante toda nuestra vida. El propio Jesús 
indica que no son principalmente las malas acciones las que pervierten al hombre sino que 
previamente se dan los ocultos deseos desordenados. Y frente a sus adversarios insiste en 
que no es la inobservancia de las prescripciones legales lo que ensucia al hombre, sino lo 
que sale del corazón del propio hombre: «las malas intenciones, la deshonestidad, los 
robos», etc. (cfr. /Mc/07/18/20-23). Y la carta de Santiago señala con inequívocas palabras 
el poder destructivo de los deseos desordenados: «¿De dónde proceden las guerras y las 
contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones que luchan en vuestros 
miembros?» (Sant 4, 1). 
Pero el deseo desordenado también parece apuntar en primer lugar a algo positivo: a 
una autorrealización cada vez más intensa, no sólo en el momento presente, sino también 
para mucho más adelante. No desea uno conformarse con los límites establecidos por una 
situación dada (el matrimonio, la familia, la posición social, etc.). «Se piensa que se puede y 
se debe forzar los límites, a fin de que puedan 'realizarse' otros aspectos del propio ser 
hasta entonces poco desarrollados». Un hombre casado que conoce a «la mujer de su 
vida», cree y espera haber hallado al fin en esa persona el ensanchamiento de su horizonte 
vital, tanto tiempo anhelado. La seductora posibilidad que despierta el deseo parece algo 
así como «la promesa de un nuevo mundo, unas nuevas posibilidades, un nuevo 
despliegue». Además, el deseo de una autorrealización y un autodesarrollo más plenos 
puede ser tan fuerte que uno esté dispuesto a pasar por encima de todas las barreras, 
incluso por encima del derecho y la felicidad de los demás. 
DESEO-DESORDENADO:Pero es en ese momento, si no antes, cuando se deja ver 
también el poder destructor, siempre amenazante, del deseo. El efecto reductor de la 
tradición pedagógico-moral cristiana no se corrige a base de negar la existencia de todo 
tipo de barreras. Precisamente para que todo el mundo pueda realizarse en la libertad es 
precisa la existencia de unas normas suficientemente claras, lo cual supone 
necesariamente la existencia también de unos límites. A menudo el hombre tarda mucho 
tiempo en reconocer tales límites como algo sagrado y útil. Por eso, de lo que se trata es de 
anticiparse al momento en que el proceso resulte incontrolable y de canalizar la pasión de 
tal modo que siga siendo productiva y no se haga destructiva. 
El deseo desordenado pone en peligro la alianza de libertad con Dios y con el prójimo, 
porque semejante deseo constituye la raíz de muy distintas tentativas encaminadas a 
excluir al hermano que rivaliza con nosotros e incluso a «liquidarlo», o bien a acrecentar las 
propias posibilidades de libertad a costa de los demás. Y este deseo es también la raíz de 
muchas formas de brutalidad. En el capítulo 21 del Primer Libro de los Reyes se muestran 
con toda claridad las devastadoras consecuencias de tal deseo, a propósito de la historia 
de Nabot (a la que nos referíamos al hablar del séptimo mandamiento). 
Lo que es preciso hacer frente a los destructores efectos del deseo desordenado no es 
tratar de suprimir el deseo, sino esmerarse por poner en práctica lo que hemos dado en 
llamar una «cultura del deseo». 

3. La cultura del deseo 
La mera represión de las necesidades tiene siempre una repercusión negativa que se 
manifiesta en «seres insatisfechos, caras largas y actitudes convulsivas». Por eso es 
importante que el ser humano ordene su deseo. Ahora bien, ¿no será esto pedirle 
demasiado? 
La psicología moderna sabe bastante acerca del tremendo laberinto de turbios deseos y 
anhelos que actúan en el corazón de muchas personas y que influyen decisivamente en su 
vida, desde el llamado complejo de Edipo hasta la avaricia senil. 
Por eso es preciso insistir en que no se trata de reprimir los deseos, sino de depurarlos; 
no se trata de la supresión, sino de la cultura del deseo. Ninguno de los dos últimos 
mandamientos pretende estrangular todo tipo de impulso procedente del deseo, del apetito 
o del anhelo. Esto tal vez sería propio del budismo o incluso del estoicismo (en el sentido 
de la ataraxia), pero no sería bíblico. Lo que a Dios le interesa es el orden interior del 
hombre. Y al esfuerzo por lograrlo es a lo que exhortan ambos mandamientos. Y cuando no 
se da el esfuerzo por conseguir esta «depuración», entonces es cuando surgen esos seres 
humanos verdaderamente brutales que, al objeto de satisfacer sus ansias, son capaces de 
pasar, literalmente, «por encima de cuantos cadáveres sea preciso». Es realmente 
espantoso observar con qué facilidad recurre hoy el hombre a la violencia cuando algo se 
interpone en su camino. 
El deseo puede y debe poseer una fuerte vitalidad. Pero debe también ser humano, es 
decir, «ordenado». 
El primer paso de la «cultura del deseo» consiste en que, antes de cualquier acción, se 
tome muy en serio el significado del pensamiento y del deseo. Conforme a ello, la 
pedagogía de Waldorf, por ejemplo, concede gran importancia al hecho de que ya a los 
niños se les haga tomar conciencia del efecto benéfico y el efecto destructor de los buenos 
y los malos pensamientos, respectivamente; con lo cual se consigue activar una verdadera 
higiene de la fantasía y del pensamiento. Se trata, pues, ante todo, del ajuste interno de la 
persona. 
Cuando los textos bíblicos hablan de un «corazón limpio» (cfr., por ej., Mt/05/07
/Sal/024/03s.), no se refieren a un corazón que desconozca absolutamente el deseo sexual, 
sino que en realidad se refieren a un corazón acrisolado, a un corazón que se ha hecho 
claro y transparente ante Dios, más orientado a Dios que al deseo egocéntrico; un corazón 
que ha hecho suyo el «deseo» de Dios. 
La ascesis, necesaria para el acrisolamiento del «corazón», sirve -y no es difícil tomar 
conciencia de ello- para reforzar el «yo». Quien ha aprendido a oponer resistencia a 
estímulos desmedidos, experimenta un reforzamiento de su autoconciencia, porque puede 
decirse a sí mismo: No tengo necesidad de esto o de aquello. 
Difícilmente puede valorarse como es debido lo que significa una correcta educación en 
este sentido. No sólo es importante para el propio individuo y para su entorno más cercano; 
es que, además, de ella depende la subsistencia de nuestra sociedad liberal. Precisamente 
una sociedad con un alto grado de componente liberal necesita hombres «soberanos» 
capaces de usar debidamente su libertad. Pero debería estar muy claro que al hablar de 
esta ascesis no nos referimos a la tenebrosa autolimitación masoquista y misantrópica de 
los zelotes, sino a un relajado, sereno y auténticamente libre dominio de sí mismo. Pero no 
debería ocultarse que este autodominio no surge por sí mismo, sino que para llegar a él lo 
normal es que haya que afrontar muy serias dificultades. 
Tras estas reflexiones acerca de lo que es común a ambos mandamientos, podemos 
intentar ahora ver un poco más de cerca cada uno de ellos. 

b) Noveno mandamiento: 
«No desearás la mujer de tu prójimo» 
A estas alturas debería ser evidente que el deseo en sí mismo no es algo prohibido. El 
mandamiento advierte, más bien, contra la destrucción egoísta del matrimonio de otra 
persona. Dios no puede pretender que un hombre creyente, por el mero hecho de creer, se 
esfuerce por todos los medios en lograr que una mujer hermosa no le parezca hermosa y 
deseable. Sin embargo, es importante que ese hombre no desee en su corazón a la mujer 
de otro hombre, no porque ella sea propiedad del otro, sino porque es parte de él, de su 
propio yo; y tal vez incluso su «mejor parte», en el más auténtico sentido de la expresión. 
En el Antiguo Testamento tenemos dos narraciones muy detalladas acerca de los 
devastadores efectos del deseo desenfrenado; y en ambas ocasiones los protagonistas son 
precisamente dirigentes del pueblo de Israel que finalmente llegan incluso a pasar, o a 
pretender pasar, por encima de otros cadáveres. El primer relato es el del adulterio del rey 
David con la mujer de un mercenario extranjero, el hitita Urías. La narración pone 
especialmente de relieve que la acción de David es particularmente reprobable por tratarse 
de la acción de un poderoso contra un hombre dotado de menor poder (cfr. 
2S/11/01-12/15). 
El texto refiere de manera impresionante la valerosa intervención del profeta Natán, que 
cuenta al rey la parábola del hombre rico y el hombre pobre: «El rico poseía ovejas y 
bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una pequeña corderilla que había 
comprado...» y a la que quería con especial predilección. Pero cuando llegó un visitante a 
ver al rico, éste tomó la corderilla del pobre para dar de comer a su huésped. Esto fue lo 
que el profeta contó al rey. «Entonces David se encendió en gran cólera... y dijo: ' ¡Por vida 
de Yahvé, que quien tal hizo merece la muerte...! ' Entonces Natán dijo a David: ' ¡Tú eres 
ese hombre! '». Después la narración explica cómo David se arrepintió, hizo penitencia y 
fue perdonado. 
El segundo relato, al que hemos aludido al comenzar a hablar del octavo mandamiento, 
en relación con el falso testimonio que puede poner en peligro la vida del prójimo, habla de 
una mujer casada por la que -también en este caso dirigentes del pueblo- ardían en deseos 
dos jueces de Israel. Y gracias únicamente a que Dios hace posible que el profeta Daniel 
convenza a los jueces de su injusticia, logra salvarse de la muerte Susana, la víctima 
inocente (cfr. Dan 13, 1-64). 
De todo lo cual se deduce que ya en la tradición judía se defendía el profundo respeto 
hacia el matrimonio que Jesús exige en el Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 28). J. 
Petuchowski condensa del siguiente modo esa correlación: «No pienses que sólo hay que 
llamar adúltero a quien comete adulterio con su cuerpo. Creemos que también hay que 
llamárselo a quien comete adulterio con los ojos. ¿Que cuál es la demostración? En Job 24, 
15 se dice: 'El ojo del adúltero el crepúsculo espía'. Antes, por tanto, de que lo cometa 
físicamente, ya se le llama 'adúltero'». Si se pregunta por la concreción actual de este 
mandamiento, pensamos que se podría hacer resaltar especialmente tres «motivos»: 
1.-No apunta únicamente al deseo del hombre, sino también al de la mujer. El 
mandamiento es válido para ambos. Es ésta una afirmación que casi resulta banal, pero 
que no es del todo ociosa. O. H. Pesch lo ha formulado del siguiente modo: «No desearás 
al marido de tu prójima». 
2.-:MANIPULACION/PROJIMO: Puede perfectamente 
ampliarse aún más el significado del mandamiento afirmando que condena cualquier intento 
de «incautarse» de otra persona de forma que se le impida seguir siendo o llegar a ser ella 
misma; porque siempre existe la gran tentación de pretender uncir a otros al propio carro en 
aras de su supuesta autorrealización, cuando lo único que en realidad interesa es la utilidad 
y el valor del otro para uno mismo y la manera de someterlo a los propios planes. «El 
peligro de semejante instrumentalización del prójimo es constante y se da en todo tipo de 
relaciones humanas, incluido el matrimonio». Aquí es donde se muestra, pues, el auténtico 
peligro: el de la autoafirmación egocéntrica que destruye e imposibilita el amor. 
3.-:Hay que contar con el hecho objetivo de que, en las relaciones 
recíprocas entre los sexos, no resulta precisamente fácil de realizar la mencionada «cultura 
del deseo». Cuando surge un deseo, el negarlo sin más suele acrecentar su fascinación. Ni 
el puro voluntarismo ni la simple represión o encubrimiento pueden constituir no sólo el 
mejor, sino ni siquiera un modo mínimamente eficaz de vencerlo. Lo que en este punto 
puede ser de más ayuda es, además de reconocer la propia inclinación, buscar el modo de 
renunciar de manera honrada y madura; una renuncia que no se queda en pura negación, 
sino que se realiza en una renovada e intensificada aceptación de los deberes y las 
obligaciones y es producto del convencimiento de que, al aceptar las propias limitaciones, 
la vida no se pierde, sino que se salvaguarda». 
A fin de cuentas, el hombre debe supeditar una y otra vez su deseo desordenado al amor 
salvífico y «ordenador» de Dios, el cual conoce al hombre mejor de lo que éste puede 
conocerse a sí mismo. 

c) Décimo mandamiento: 
«No codiciarás los bienes de tu prójimo...» 
El décimo mandamiento condena la codicia, el deseo desordenado de poseer. Y se 
refiere también a la envidia de lo que el otro posee. Por envidia no hay que entender el 
deseo de tener más o mejor, ni el malestar por el hecho de que otros sean injustamente 
favorecidos. Estos son impulsos naturales y no sería justo condenarlos. Es absolutamente 
normal que el hombre se coteje con su entorno y mire con mayor rigor lo que al otro le 
sobra que lo que a él mismo le falta. El mandamiento va únicamente contra el deseo de 
invertir la situación de tal manera que, en lo sucesivo, los demás sean pobres y sus 
riquezas pasen a las manos de uno. 
Lo que aquí se condena -en el contexto de cuanto decíamos a propósito del séptimo 
mandamiento- no es en modo alguno, ni exclusiva ni primariamente, el deseo que va «de 
abajo arriba», sino, ante todo, el deseo destructivo e insaciable de los ricos y poderosos. 
El mandamiento no va en absoluto contra los «perdedores» de la sociedad; no pretende 
en modo alguno obstaculizar la lucha en pro de la justicia social. Contra quienes sí va 
especialmente, y de un modo manifiesto, es contra los que nunca se dan por satisfechos. 
También el Nuevo Testamento emplea un lenguaje muy claro 
con respecto al deseo desordenado. Refiriéndose a la propiedad, dice, por ejemplo, la 
primera carta a Timoteo (6, 10): «La raíz de todos los males es el afán de dinero». La 
concreción actual de este mandamiento es evidente. En la medida en que -individualmente, 
en grupo o incluso, por ejemplo, en el ámbito empresarial- se sitúe en primer plano el deseo 
desordenado de lucro, en esa misma medida se estará impidiendo el libre desarrollo del ser 
humano, imagen fiel de Dios. Es importante con todo, observar que las relaciones humanas 
-desde los juegos infantiles hasta las relaciones internacionales- no se deterioran ante todo 
por la ejecución de la mala acción, sino que resultan dañadas con anterioridad por culpa de 
actitudes internas equivocadas. 
E1 décimo mandamiento no sólo protege a los demás de mi deseo desordenado, sino 
que también me protege a mí mismo de la destrucción que ocasionan la codicia corrosiva y 
la envidia abrasadora, que muchas veces no perjudican tanto a los demás como a uno 
mismo. 
Por lo que se refiere a la actualización de este mandamiento naturalmente que no basta 
con sustituir la mención del asno por la del automóvil, por ejemplo. Pero sí parece oportuno 
referir el décimo mandamiento, en un sentido muy profundo a las actuales circunstancias 
sociales. Nuestra industria de fabricación de bienes de consumo tiene muy sustancialmente 
en cuenta la apetencia natural del hombre, a quien no deja de estimular mediante una 
propaganda dirigida a encontrar mercado donde poder vender los bienes que produce. 
Para lo cual se recurre a excitar toda clase de deseos de bienes materiales, muchas veces 
apelando intensamente a las tendencias sexuales. ¡No hay más que observar la publicidad 
que hoy se realiza! 
Es especialmente importante pues, desde el punto de vista 
pedagógico-moral, denunciar el cinismo antropológico de nuestra sociedad, que se 
manifiesta en la actual publicidad: los mismos medios de comunicación que, con sus 
anuncios, excitan sistemáticamente la avidez del ser humano, se abalanzan además 
despiadadamente contra quienes no consiguen canalizar su mundo de deseos tal como 
prescribe la sociedad. ¿Qué puede hacer un pobre hombre, de poca personalidad además, 
cuando, frente a los numerosos bienes de consumo, se le machaca constantemente con 
una publicidad que le dice que no puede ser feliz si no adquiere tal o cual cosa? ¿Acaso 
muchos de los delincuentes -si no la mayoría- no son víctimas de esas intoxicadoras 
campañas de seducción que llamamos publicidad? Y el círculo se completa cuando, 
además, se hacen películas o libros que presentan y ponen a la venta (con regodeo, o bien 
con fingida indignación moral) esas tragedias humanas. Aquí estamos tocando con la mano 
ciertos rasgos de inhumanidad profundamente marcados en nuestra sociedad. Llama la 
atención, por otra parte, que la sociedad únicamente ponga en la picota a la víctima de esa 
«seducción», pero no al seductor. Pero compárese lo anterior con las palabras de Jesús: 
«¡Ay del mundo por los escándalos! ... ¡Ay de quien escandalizare! » (...) «Al que 
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al 
cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del 
mar» (/Mt/18/07/10). 
Pero además de esas víctimas de nuestra sociedad que son los delincuentes, es 
fácilmente constatable que casi todos nosotros nos hemos convertido de algún modo en 
víctimas de una idea de la necesidad que se fomenta de manera sistemática. A este 
respecto ha indicado el Sínodo Episcopal de la República Federal Alemana, en su 
declaración «Unsere Hoffnung» (I, 1), que nuestra sociedad se concibe a sí misma «cada 
vez más como una mera sociedad-de-la-necesidad, como una red de necesidades y modos 
de satisfacerlas». Pero cuando esta estructura de necesidades es la única que determina la 
vida, entonces la vida resulta demasiado estrecha e insignificante. En este punto debe la fe 
desempeñar un papel corrector, porque en la fe se expresa «un anhelo que excede a todas 
nuestras necesidades». 
Tales ideas, consideradas desde el punto de vista pedagógico-moral, deberían constituir 
la moneda corriente de nuestra conducta cotidiana. Ya desde niños deberíamos saber que 
no es fácil satisfacer todos los deseos. Y precisamente a los niños deberíamos enseñarles 
la necesidad de saber renunciar, porque, de lo contrario, lo que estaremos «educando» 
serán personas ávidas de satisfacer inmediatamente todos sus deseos, lo cual, a la larga, 
no sirve sino para destruir la propia vida y la ajena. Por el contrario, «si el niño aprende a 
compartir con los demás, después le resultará más fácil soportar en su vida las 
frustraciones». Pero al mismo tiempo hay que pensar en la cultura de su «anhelo». No 
podemos hacer que los niños degeneren en una falsa modestia, sino que adquieran un 
insaciable deseo de vivir plena e intensamente (cfr. Jn 10, 10: «He venido para que tengan 
vida y la tengan en abundancia»). 
El remedio más eficaz contra la envidia y el 
deseo desordenado de lo ajeno sigue siendo la generosidad. Ahora bien, no hay que 
conformarse con la renuncia impuesta y obtenida por la fuerza. La renuncia libremente 
elegida y la benevolencia exenta de envidia son especialmente valiosas para el buen 
desarrollo de la libertad interior del hombre. Quien ha logrado superar el miedo de salir 
perdiendo, es una persona interiormente liberada. 
Pero en la educación de la generosidad no habría que incurrir en la exageración de exigir 
demasiado. No es bueno exhortar a los niños exclusivamente a «dar»; también hay que 
enseñarles a administrar en su propio interés sus pertenencias. 
Pero una vez más hemos de observar que el décimo mandamiento tiene un alcance aún 
más profundo: remite de manera especial al primer mandamiento. Porque el deseo de 
poseer puede hacerse tan intenso que la posesión se convierta en ídolo, de modo que el 
deseo ocupe el lugar principal en el corazón del hombre, disputando a Dios la prioridad. Y 
entonces se verifica lo que decíamos al comienzo: que los ídolos esclavizan, azuzando al 
hombre en su eterna carrera en pos del deseo y la satisfacción. A fin de cuentas, la libertad 
y la vida sólo se dan en Dios, que es mayor que todo cuanto puede obtenerse por el 
camino del «poseer». En los últimos mandamientos, por tanto, de lo que se trata 
fundamentalmente es de no dejarse absorber por nada del mundo, porque ese derecho 
absoluto «le corresponde única y exclusivamente a Dios» 
Vivir los unos con los otros en la libertad de Dios... Quien, por la gracia de Dios y 
decidido firmemente a colaborar en la tarea, ha comenzado a hacerlo, comprenderá cada 
vez mejor por qué el pueblo de Israel habla constantemente del tesoro que constituyen los 
mandatos de Dios; y por qué hace de ello objeto de oración, confesión y alabanza. Algunas 
expresiones del salmo 119 pueden iluminarnos al respecto: «Abre mis ojos para que 
contemple las maravillas de tu ley» (v. 18). «Corro por el camino de tus mandamientos, 
pues tu mi corazón dilatas» (v. 32). «Tus dictámenes tengo en heredad por siempre, pues 
son la alegría de mi corazón» (v. 111). «Mis labios proclamen tu alabanza, pues tú me 
enseñas tus preceptos» (v. 171). 
Naturalmente que no es tan sólo cuestión de buena voluntad, sino ante todo cuestión de 
apertura a la autodonación vivificante de Dios, el averiguar hasta qué punto somos capaces 
los hombres de nuestro tiempo, tanto judíos como cristianos, de actualizar los 
mandamientos en este sentido. 

ADOLF EXELER
LOS DIEZ MANDAMIENTOS
VIVIR EN LA LIBERTAD DE DIOS
EDIT. SAL TERRAE
COL. PRESENCIA TEOLOGICA, 14
SANTANDER 1983.Págs. 191-206