UNA AYUDA PARA EL CAMINO

Experiencia de un acompañamiento espiritual

Antonio ESPAÑA
Jesuita
Estudiante de Teología
Madrid

Tras varios años de ser acompañado, he encontrado que esta experiencia es una de las que más me han ayudado a vivir en libertad. Puede resultar extraño que, confiando en otra persona la propia vida, los propios problemas de fe, de crecimiento, los defectos y las crisis en la vida cristiana, uno pueda llegar a la conclusión de que realmente el acompañamiento es fuente de paz para saber escoger y saber elegir. Esta ayuda en el camino no consiste en ser dirigido ni verse sometido a una voluntad ajena, sino en iluminar las preguntas, los dolores y las encrucijadas que aparecen en nuestro camino desde una perspectiva distinta que comprende la naturaleza humana y sabe sugerir, dentro de la limitación humana, lo más apropiado.

La sociedad de hoy nos pone ante un gran mercado de experiencias al que acudimos a buscar los «productos» nuevos que aparecen. Sin embargo, tanta avalancha de opciones y de ofertas no nos ayuda a digerir lo que se nos ofrece. Por eso nos perdemos entre tanto anuncio y tanta novedad, en la búsqueda de lo que realmente necesitamos. En ese mercado, muchas veces pedimos a alguien que nos indique dónde está lo que queremos, y vamos adonde él nos dice. El acompañamiento se sitúa en un contexto parecido: necesitamos y buscamos pistas de alguien que sepa cómo ayudar a la vida en nosotros. Con todo, el camino lo hace cada uno, porque el que nos apunta el itinerario de nuestros deseos no hace sino tratar de colaborar a que podamos, por nuestra parte, poner nombre a lo que aparece en nuestro interior y a descubrir aquello que nos da paz y felicidad.

Buscando en el mercado de la vida

Nadie puede vivir sin buscar. Las preguntas nos aparecen en diversas situaciones. Nuestra vida contrasta con nuestros ideales, nuestra moral o nuestro seguimiento de Jesús. Nos encontramos ante un horizonte de ofertas donde unas nos atraen y otras nos repelen, unas nos dejan perplejos y otras nos llenan de ilusión. El encuentro con Jesús se da en medio de todo ello, y él mismo es quien nos pregunta: «¿Qué queréis?» (Jn 1,38).

Desde esa experiencia difícil de expresar, nuestra vida comienza a ser iluminada por el Espíritu de Jesús. Al ser vida, no se separa de lo humano, de todo lo que somos y tenemos. Al ser Espíritu, se orienta desde el conocimiento interno de Jesús, que nos va iluminando y alentando. La vida en el Espíritu deja de ser una historia cerrada y se convierte en una realidad abierta a nuevas oportunidades y desafíos Muchas veces no sabemos cómo vivir todo eso; menos aún podemos tener lucidez plena de lo que nos está pasando. La vida, iluminada por la fe, va ganando terreno a situaciones que muchas veces nos parecían inexpugnables.

Ese lado que no vemos nunca del todo, que alberga nuestras dudas y nuestras pequeñas miserias, no es lo único de nuestra vida. Es más Jesus vino a poner en tela de juicio eso que nos preocupa, para ponernos ante lo mejor de nosotros mismos. En ningún momento condenó Jesús de forma absoluta a nadie, sino que trató con cercanía a todo el que estaba separado de Dios, y acusó a los que se amparaban en la Ley de tener el corazón cerrado a la misericordia divina. Frente a la experiencia de condenación, en la que muchas veces nos introducimos, se nos abre la posibilidad de volver a esa misericordia a través de otros que, como Jesús, salen a la calle para escuchar y acoger las dificultades que surgen en el camino.

Cuatro ojos ven más que dos

El acompañamiento sólo puede comenzar con un descubrimiento liberador: hay muchas personas a mi lado, desde amigos a familiares que comparten su vida conmigo; pero, entre todas ellas, hay alguien, el acompañante, que se ofrece para escuchar y ayudar. No se trata de una persona cualquiera, sino de alguien que, con su acogida, posibilita contarlo todo. En él se advierte una capacidad poco común (que afortunadamente se dio en mi primer acompañante) y que consiste en reírse de si mismo, en quitar hierro a las cosas y en interesarse por lo que yo estaba viviendo, sin atosigamientos. Gracias a ello puede sacar a la luz, sin miedos y con franqueza, los pequeños problemas personales, los sentimientos, las alegrías y los logros.

Sin querer, me encontré viviendo aquello de Jesús: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,2830). Me sentía acogido desde la edad que tenía y desde lo que iba viviendo. Pero el acompañamiento no tiene cono fin ser como el acompañante (aunque algo se transmita), sino caminar hacia Jesús, que es quien realmente acoge lo que somos y nos restituye la esperanza. El acompañante, siendo una persona más, ofrece las pistas para ir a Jesús. En el fondo, sirve de guía hacia la plenitud humana que trató de mostrarnos Jesús reiterándonos la oferta de Dios sobre cada uno de nosotros.

El acompañante que yo me encontré manifestaba, como sacerdote jesuita, una relación especial con Dios. Desde ella, me ponía en camino hacia el seguimiento de Jesús, con las limitaciones e incluso incomprensibles arranques de mal genio propios de una persona mayor ante un adolescente como era yo. Sin embargo, y junto a eso, solía olvidar con facilidad cualquier incidente, abriéndome así hacia el futuro y no recordando el pasado. Quizás el elemento más difícil para vivir el acompañamiento era (y es) la idea de que, en realidad, no es más que una «comedura de coco». Todavía hoy, la mayoría de los que llevan a cabo este servicio son sacerdotes—aunque afortunadamente sean cada vez más los religiosos, religiosas, laicos y laicas quienes se inician en esta ayuda personalizada. Estos curas consejeros, o directores de conciencia, cuentan con una larga y poco atrayente tradición literaria, como el Magistral de la novela de Leopoldo Alas Clarín, La Regenta, o con una serie de imágenes sociales al estilo del P. Apeles, en las que, más que la atracción a conversar con ellos, dominan las dudas sobre su supuesta «gratuidad» y sobre su capacidad para el acompañamiento. Pocas veces podía uno manifestar públicamente que estaba dejándose aconsejar por un sacerdote, a no ser en ambientes claramente cristianos. En otros círculos, ese acompañamiento era juzgado como minoría de edad y como un tipo de inmadurez impropia de un mundo que valora la independencia y la libertad individual de forma absoluta.

El tiempo y el lugar en que se juega el acompañamiento son las entrevistas. No se puede orientar con un horrible cuestionario de temas. En mi caso personal, lo que más me ha ayudado ha sido la conversación nacida de la confianza, sin objeto concreto por parte del acompañante. Ahora bien, no siempre es así. Uno puede ir a la entrevista y no saber qué contar, como si se hubiera quedado en blanco y con cierta sensación de pérdida de tiempo. Sin embargo, en esos momentos no hay por qué dejar de valorar el acompañamiento. En esas situaciones se pueden estar fraguando elementos más profundos que tardan en salir y que no se afrontan en una sola conversación. Puede ser también que, simplemente, no esté pasando nada. En cualquier caso, la continuidad en las entrevistas ayuda a ver el proceso de forma amplia y global. No se trata de hablar solamente cuando uno está cargado de problemas, o como desahogo final. Las conversaciones frecuentes aumentan la capacidad de afrontar las situaciones y no perder de vista que nuestro camino cristiano es un proceso de encuentro gradual, en el que todo lo que somos va siendo inundado por la luz de Jesús.

El descubrimiento de la propia vida y del seguimiento de Jesús es el centro del acompañamiento. Cuanto más se vaya dando, es signo de que el acompañamiento está cumpliendo mejor su cometido. Pero si uno tiene la sensación de que no es ayudado lo suficiente, de que no se siente comprendido del todo, es mejor cambiar de acompañante. Los acompañantes no son para siempre y, llegado el momento adecuado, el cambio puede resultar muy positivo. La sensibilidad en la escucha y las orientaciones pueden volverse más acordes con lo que uno vive. Se juega ahí la libertad del acompañamiento, siempre que se busque con sinceridad la verdad de la propia vida.

En definitiva, el acompañante ilumina los signos, se pone al servicio del que se confía en sus manos, para luego dejarle irse hacia lo que crea mejor. El acompañante está en función del acompañado, nunca al revés.

Indicando el camino más sencillo

El aspecto más difícil de este tipo de ayuda surge cuando aquello que te dicen no te gusta. Son situaciones en las que uno preferiría dejar las cosas tapadas, porque tocan un centro de preocupaciones y de dolor. Además, conforme se airean, uno tiene la sensación de «quedarse en cueros». Este límite sólo es franqueable cuando la confianza ha ido creciendo. Afortunadamente, esta apertura me ha llevado muchas veces a expresar lo que más me cuesta ver de mí mismo. Sin embargo, y al mismo tiempo, esa confianza y esa palabra expresada llevan a la reconstrucción personal, rompiendo el «bunker» en que nos vamos metiendo sin querer o por miedo. Sólo la expresión ayuda. Pero, además, nos pone ante aspectos humanos que forman parte del seguimiento de Jesús, sin los cuales lo que parece fe sería únicamente una serie de proposiciones doctrinales sin arraigo en la vida humana, donde Dios sigue manifestándose. Cuando uno pasa por situaciones así, el seguimiento no se hace en las nubes o a través de grandes ideas, sino en la vida real cristiana. Ahora bien, estas situaciones requieren siempre tranquilidad y calma por nuestra parte. Nadie nos va a solucionar definitivamente la vida desde fuera. Lo único—y quizá lo más importante—a lo que nos ayuda el acompañante es a tratar de simplificar los elementos, a aislarlos, a ver las causas que los motivan, iniciando nuevas rutas que antes eran desconocidas o que estaban obstruidas.

Uno de los consejos que más me han ayudado en el acompañamiento ha sido éste: «Es mejor no ocultar las cosas ni ante uno mismo ni ante los demás, porque a la larga acaban saliendo». Estas palabras no hay que interpretarlas como un estar mirando siempre lo negativo, dándole mil vueltas, sino como una llamada a no ser ingenuos e ir poniendo sobre la mesa todo lo que va surgiendo en nosotros, aunque al principio no nos lleguen las palabras o sintamos la enorme inseguridad que produce el miedo. Al mirar de forma cariñosa lo que nos va pasando —no para juzgarlo, sino para ir sanándolo—, nos vamos dando cuenta cada día más de lo que somos en realidad, sin necesidad de poner defensas que impidan nuestro crecimiento como personas. Afortunadamente, el acompañante puede darnos puntos de referencia vitales para vivirlo con realismo y, a la vez, con una aceptación que va generando cambios hacia dentro y hacia fuera, y no sumisión o resignación.

Es normal que, en este campo, aparezca un foco de dificultades en las relaciones dentro de la familia, en la pareja, en comunidades cristianas, etc.: estamos ante factores muy íntimos que se complican mucho a través de filias y fobias, de agresividad o de cariño. No nos gusta destaparlos, porque nuestra sensación de tocar elementos muy centrales nos descoloca. Sin embargo, darles nombre libera y orienta a que podamos tocar en ellos nuestra débil y frágil realidad. Posibilita al mismo tiempo que, en medio de nuestros afectos, encontremos nuestras mayores potencialidades para amar y apasionarnos por otros y con otros. Quizás en las ambigüedades de nuestra vida, allí donde perdemos pie, pueda aparecer la llamada de Dios que anima a la transparencia y no al secreto. En el fondo, guardar las cosas nos encierra en nosotros mismos y no nos lleva a confrontar nuestra vida con un mediador humano de la acogida de Dios. Si el acompañante nos acoge desde la bondad de Jesús, incluso en los aspectos afectivos que nos cuesta contar, podemos ir experimentando no sólo lo que significa formar parte de la Iglesia, sino también recibir la misericordia en todo lo que somos.

Conforme avanza uno en el acompañamiento, puede llegar a una situación en la que las decisiones vocacionales o personales más urgentes se va resolviendo adecuadamente. Llega, por ello mismo, un momento en que los temas de conversación suelen ser siempre los mismos, con la sensación de llegar a un límite en el que ya no se pueden dar más pasos. Nos preguntamos entonces si realmente sirve de algo contar siempre la misma limitación en la que cada día nos estrellamos. Suponemos, sin querer, que hemos finalizado ya el cammo y que nos valemos por nosotros mismos. Además, lo que no hemos conseguido resolver satisfactoriamente, creemos que sólo el tiempo lo curará. En el fondo, no es una crisis del acompañamiento sino el fin de una búsqueda en la que dejamos de creer en la conversión del corazón y de nuestra vida hacia Dios. Nos aceptamos tanto que tenemos determinadas ya las respuestas a determinadas situaciones. Sin embargo, el acompañamiento puede seguir ayudándonos cuando no encontramos nuevos horizontes sobre nuestra vida, porque los ojos de otro siempre pueden detectar la constante novedad que nos aporta el mundo y el encuentro con Dios. No hay vidas cerradas al diálogo transformador con Dios, aunque la dificultad del cambio sea grande y aunque muchas veces nos sintamos cansados y sin ganas de modificaciones en nuestro esquema de vida.

Aprender a reconocer a Dios

Toda nuestra humanidad sirve de «vasija de barro» donde Dios se deja caer. Nuestra vida recibe la melodía de Dios acompasada con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro. Dios no habla fuera de ellos. Ahora bien, al igual que Samuel, tampoco nosotros entendemos los signos de la llamada de Dios y necesitamos recurrir a algún Elí (I Sam 3,8-9) que nos ayude a formular lo que nos pasa y nos ponga tras la pista de Dios. Tapar la experiencia humana y cristiana no hace crecer la comunidad, sino que la detiene en un intimismo que bloquea la misión de Jesús en el mundo. No podemos ser ingenuos y creer que todo lo nuestro es totalmente íntimo y único. Podemos aspirar a resolver las cosas por nosotros mismos, pero perderemos la riqueza de la comunidad cristiana, que nos puede alentar, por medio de personas con capacidad de escucha y de consejo, a caminar hacia un mundo más humano, más justo y más divino.

El acompañamiento nos da herramientas para descubrir lo que Dios nos va dando de forma personalizada—detectando lo que nos lleva al amor a Dios y a la humanidad—y lo que nos separa de Dios y de su proyecto de justicia para el mundo. No podemos engañarnos, aunque sea con buena voluntad. El acompañamiento puede sugerirnos determinados elementos de examen en esa tarea.

Por último, cada vez que percibo la escucha misericordiosa de alguien hacia mí, el encuentro amable y sincero, la capacidad de encontrar los puntos de bondad que hay en mi vida, noto que algo de Jesús se cruza por ella. El acompañamiento ayuda a tomar la vida tal como es y a abrirse a la misericordia activa del Padre sobre el mundo para responderle en el amor y en la justicia. El acompañamiento es, de este modo, un estímulo para vivir la misión de Jesús y caminar desde lo que somos hacia el Reino.

ESPAÑA-Antonio. SAL-TERRAE/97/09. Págs. 667-673