Sobre el tema del pecado

Después del Sínodo de los Obispos dedicado al tema de la familia, mientras deliberábamos en un pequeño grupo acerca de los temas que podrían ser tratados en el próximo, recayó nuestra atención en las palabras de Jesús con las que Marcos al comienzo de su evangelio resume el mensaje de Aquél: «El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio». Uno de los obispos, reflexionando sobre ellas, dijo que tenía la impresión de que este resumen del mensaje de Jesús, en realidad, hacía ya mucho tiempo que lo habíamos dividido en dos partes. Hablamos mucho y a gusto de evangelización, de la buena nueva, para hacer atrayente a los hombres el cristianismo. Pero casi nadie opinaba el obispo- se atreve ya a expresar el mensaje profético: ¡Convertíos! Casi nadie se atreve en nuestro tiempo a hacer esta elemental llamada del evangelio con la que el Señor quiere llevarnos a cada uno a reconocernos personalmente como pecadores, como culpables y a hacer penitencia, a convertirnos en otro. Nuestro colega añadía además que la predicación cristiana actual le parecía semejante a la banda sonora de una sinfonía de la que se hubiera omitido al comienzo el tema principal, dejándola incompleta e incomprensible en su desarrollo. Y con ello tocamos un punto extraordinario de nuestra actual situación histórico-espiritual. El tema del pecado se ha convertido en uno de los temas silenciados de nuestro tiempo. La predicación religiosa intenta, a ser posible, eludirlo. El cine y el teatro utilizan la palabra irónicamente o como forma de entretenimiento. La Sociología y la Psicología intentan desenmascararlo como ilusión o complejo. El Derecho mismo intenta cada vez más arreglarse sin el concepto de culpa. Prefiere servirse de la figura sociológica que incluye en la estadística los conceptos de bien y mal y distingue, en lugar de ellos, entre el comportamiento desviado y el normal. De donde se deduce que las proporciones estadísticas también pueden invertirse: pues si lo que ahora es considerado desviado puede alguna vez llegar a convertirse en norma, entonces quizá merezca la pena esforzarse por hacer normal la desviación. Con esta vuelta a lo cuantitativo se ha perdido, por lo tanto, toda noción de moralidad. Es lo lógico si no existe ninguna medida para los hombres, ninguna medida que nos preceda, que no haya sido inventada por nosotros sino que se siga de la bondad interna de la Creación.

P/RECONOCERLO: Y aquí está propiamente lo fundamental de nuestro tema. El hombre de hoy no conoce ninguna medida, ni quiere, por supuesto, conocerla porque vería en ella una amenaza para su libertad. Así es como se les podría encontrar algún sentido a las palabras que pronunció una vez la judía francesa ·Simone-Weil: «El conocimiento del bien sólo se tiene mientras se hace... Cuando uno hace el mal, no lo reconoce, porque el mal huye de la luz» (PIEPER llama aquí la atención sobre la frase de ·Goethe según la cual «no podemos reconocer un error hasta que no nos hemos librado de él»). El bien se reconoce sólo, si se hace. El mal, sólo si no se hace.

De manera que el tema del pecado se ha convertido en un tema relegado, pero por todas partes se comprueba, sin embargo, que, a pesar de estar efectivamente relegado, continúa verdaderamente existiendo. Creo que esto queda suficientemente demostrado con la agresividad dispuesta a saltar en cualquier momento, que hoy experimentamos sensiblemente en nuestra sociedad, con esa disposición siempre recelosa para insultar al otro, considerándolo el culpable de nuestra propia desgracia; y para estigmatizar la sociedad, tratando de cambiar el mundo por la violencia. Me parece que sólo es posible comprender todo esto si lo vemos como expresión de la verdad relegada de la culpa que el hombre no quiere percibir. Pero, como ésta existe, él debe atacarla y destruirla. Porque el hombre puede dejar a un lado la verdad pero no eliminarla y porque está enfermo de esta verdad relegada, por eso es tarea del Espíritu Santo, «convencer al mundo del pecado» (Jn 16, 08 y ss.). No se trata de quitarle al hombre el gusto por la vida, ni de coartársela con prohibiciones y negaciones. Se trata sencillamente de conducirla hacia la verdad y de esta manera santificarla. El hombre sólo puede ser santo, cuando es realmente él; cuando cesa de relegar y destruir la verdad. El tercer capítulo del Génesis, que precedía a esta meditación, contiene una de estas actuaciones del Espíritu Santo a través de la historia. El convence al mundo y nos convence también a nosotros del pecado, no para rebajarnos sino para hacernos verdaderos y sanos, para salvarnos.

2. Limitaciones y libertad del hombre

Este texto nos muestra una verdad, que está más allá de nuestra comprensión, por medio sobre todo de dos grandes imágenes: la del jardín a la que pertenece la imagen del árbol y la de la serpiente. El jardín es imagen de un mundo que no es para el hombre una selva, ni un peligro, ni una amenaza, sino su patria que lo mantiene a salvo, que lo nutre y que lo sostiene. Es expresión de un mundo que posee los rasgos del Espíritu, de un mundo que se ha hecho de acuerdo con el deseo del Creador. Aquí se entrelazan dos tendencias. Una es la de que el hombre no explota el mundo ni quiere convertirlo para sí mismo en una propiedad privada desprendida del deseo Creador de Dios, sino que lo reconoce como un don del Creador y lo construye para aquello para lo que ha sido creado. Y a la inversa se demuestra entonces que el mundo, que se ha producido en unidad con su Señor, no es una amenaza sino don y regalo, señal de la bondad de Dios que salva y unifica.

SERPIENTE/SIMBOLO: La imagen de la serpiente está tomada de los cultos orientales de la fecundidad. Respecto de estas religiones de la fecundidad hay que decir, en primer lugar, que a través de los siglos constituyeron la tentación de Israel, el peligro de abandonar la Alianza y sumergirse en la historia general de la religión de entonces. A través del culto de la fecundidad le habla la serpiente al hombre: no te aferres a ese Dios lejano que no tiene nada que darte. No te acojas a esa Alianza que está tan distante y te impone tantas limitaciones. Sumérgete en la corriente de la vida, en su embriaguez y en su éxtasis, así tú mismo podrás participar de la realidad de la vida y de su inmortalidad.

En la época en la que el relato del paraíso adquirió su forma literaria definitiva, era muy grande el peligro de que Israel sucumbiera a la proximidad, al sentido y al espíritu fascinante de aquellas religiones y de que desapareciera y fuera olvidado el Dios, que parecía tan lejano, de la Promesa y de la Creación. Sobre la base de esta historia, que nosotros conocemos por ejemplo por los relatos del profeta Elías, se puede comprender mucho mejor este texto. «Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría» (/Gn/03/06). La serpiente en aquella religiosidad era el símbolo de la sabiduría, que domina el mundo, y de la fecundidad, con la que el hombre se sumerge en la corriente divina de la vida para por un momento saberse a sí mismo fundido con su fuerza divina. La serpiente es también el símbolo de la atracción que estas religiones significaban para Israel frente el misterio del Dios de la Alianza.

Como un reflejo de la tentación de Israel coloca la Sagrada Escritura la tentación de Adán, en realidad la esencia de la tentación y del pecado de todos los tiempos. La tentación no comienza con la negación de Dios, con la caída en un abierto ateísmo. La serpiente no niega a Dios; al contrario, comienza con una pregunta, aparentemente razonable, que solicita información, pero que en realidad contiene una suposición hacia la cual arrastra al hombre, lo lleva de la confianza a la desconfianza: ¿Podéis comer de todos los arboles del jardín? Lo primero no es la negación de Dios sino la sospecha de su Alianza, de la comunidad de fe, de la oración, de los mandamientos en los que vivimos por el Dios de la Alianza. Queda muy claro aquí que, cuando se sospecha de la Alianza, se despierta la desconfianza, se conjura la libertad y la obediencia a la Alianza es denunciada como una cadena que nos separa de las auténticas promesas de la vida. Es tan fácil convencer al hombre de que esta Alianza no es un don ni un regalo sino expresión de envidia frente al hombre, de que le roba su libertad y las cosas más apreciables de la vida. Sospechando de la Alianza el hombre se pone en el camino de construirse un mundo para sí mismo. Dicho de otro modo: encierra la propuesta de que él no debe aceptar las limitaciones de su ser; de que no debe ni puede considerar como limitaciones las del bien y el mal, las de la moral, en realidad, sino liberarse sencillamente de ellas, suprimiéndolas.

Esta sospecha de la Alianza, unida a la invitación hecha al hombre de liberarse de sus limitaciones, conoce muchas variantes a lo largo de la historia que tampoco faltan en nuestro panorama actual. Me referiré sólo a dos de ellas: la estética y la técnica. Comencemos con la estética. Empieza con la pregunta: ¿Qué le está permitido en realidad al arte? La respuesta parece muy sencilla: lo que «artísticamente» puede. Sólo le está permitida una norma: ella misma, la capacidad artística. Y frente a ella hay sólo un fallo: el fallo del arte, la incapacidad artística. No hay, por tanto, libros buenos y malos, sino libros bien y mal escritos, películas bien o mal hechas, etc. Ahí no cuenta el bien, la moral, sólo la capacidad: pues arte -Kunst- viene de capacidad -können-(se dice); todo lo demás es abuso, violencia. ¡Qué esclarecedor es esto!

Esto significa, consecuentemente, que existe un espacio en el que el hombre puede elevarse por encima de sus limitaciones: si hace arte, no tiene pues limitaciones; él es capaz entonces de aquello de lo que es capaz. Y significa que la medida del hombre sólo puede ser la capacidad, no el ser, no el bien y el mal. Le está permitido aquello de lo que es capaz, si es que esto es así.

Aún entendemos este problema de un modo mucho más claro en la segunda variante, la técnica; aunque es una variante que se refiere al mismo concepto y al mismo asunto, pues también la palabra griega «techne» significa en alemán «arte» y viene de «ser capaz». Aquí también se nos plantea la pregunta: ¿qué le está permitido a la técnica? Durante mucho tiempo estuvo perfectamente claro: le está permitido aquello de lo que es capaz; el único fallo que conocía era el fallo del arte. Robert Oppenheimer cuenta que, cuando surgió la posibilidad de la bomba atómica, ésta había constituido para ellos, los físicos nucleares, el «technically sweet», la seducción técnica, su fascinación, como un imán que debían seguir: lo técnicamente posible, el ser capaces también de querer algo y de hacerlo. El último comandante de Auschwitz, Hess, afirmaba en su diario que el campo de exterminio había sido una inesperada conquista técnica.

Tener en cuenta el horario del ministerio, la capacidad de los crematorios y su fuerza de combustión y el combinar todo esto de tal manera que funcionara ininterrumpidamente, constituía un programa fascinante y armonioso que se justificaba por sí mismo con tales ejemplos es evidente que no se podía continuar mucho tiempo. Todos los productos de la atrocidad, de cuyo continuo incremento somos hoy espectadores atónitos y en última instancia desamparados, se basan en este único y común fundamento. Como consecuencia de este principio deberíamos hoy finalmente reconocer que es un engaño de Satán que quiere destruir al hombre y al Universo. Deberíamos comprender que el hombre no puede nunca abandonarse al espacio desnudo del arte. En todo lo que hace, se hace a sí mismo. Por eso está siempre presente como medida suya él mismo, la Creación, su bien y su mal y cuando rechaza esta medida, se engaña. No se libera, se coloca contra la verdad. Lo cual quiere decir que se destruye a sí mismo y al Universo.

Así pues, esto es lo primero y fundamental que se pone de manifiesto, en la historia de Adán, sobre la naturaleza de la culpa humana y por ende sobre toda nuestra existencia. El establocimiento de la Alianza se convierte en sospechoso. El Dios cercano de la Alianza y con El los límites del bien y el mal, la medida interna del ser humano, lo creado. De ahí que podamos claramente decir: la forma más grave del pecado consiste en que el hombre quiere negar el hecho de ser una criatura, porque no quiere aceptar la medida ni los límites que trae consigo.

No quiere ser criatura porque no quiere ser medido, no quiere ser dependiente. Entiende su dependencia del amor Creador de Dios como una resolución extraña. Pero esta resolución extraña es esclavitud, y de la esclavitud hay que liberarse. De esta manera el hombre pretende ser Dios mismo. Cuando lo intenta se transforma todo. Se transforma la relación del hombre consigo mismo y la relación con los demás: para el que quiere ser Dios, el otro se convierte también en limitación, en rival, en amenaza. Su trato con él se convertirá en una mutua inculpación y en una lucha, como magistralmente lo representa la historia del paraíso en la conversación de Dios con Adán y Eva (Gen 3,8-13). Se transforma, por último, su relación con el Universo, de modo que se convertirá en una relación de destrucción y explotación. El hombre que considera una esclavitud la dependencia del amor más elevado y que quiere negar su verdad su ser-creado- ese hombre no será libre, destruye la verdad y el amor. No se convierte en Dios -no puede hacerlo-, sino en una caricatura, en un pseudo-dios, en un esclavo de su capacidad que lo desintegra. Pecado, en esencia, es -y ahora está claro- una negativa a la verdad. Con esto podemos también ahora entender lo que dicen estas misteriosas palabras: «Si coméis de él (es decir, si negáis los límites, si negáis la medida), entonces moriréis» (cfr. /Gn/03/03). Significa: el hombre que niega los límites del bien y el mal, la medida interna de la Creación, niega y rehúsa la verdad. Vive en la falsedad, en la irrealidad. Su vida será pura apariencia; se encuentra bajo el dominio de la muerte. Nosotros, que además vivimos en este mundo de falsedades, de no-vivir, sabemos bien en qué medida existe este dominio de la muerte que hace de la vida misma una negación, un ser muerto.

3. El pecado original

El relato del Génesis que estamos meditando añade otro rasgo esencial a esta descripción de la naturaleza del pecado. Los pecados no están descritos en general como una posibilidad abstracta, sino como hechos, como pecados de alguien, de Adán, que está al comienzo de la humanidad y en el cual se origina toda una historia del pecado. El relato nos dice: el pecado engendra pecado y así todos los pecados de la historia dependen unos de otros. Para este hecho la Teología ha encontrado la palabra, seguramente mal comprendida e imprecisa, de pecado original. ¿Qué importancia tiene? Pues nada nos parece hoy más extraño ni ciertamente más absurdo que denominarlo pecado original-hereditario- porque la culpa, según nuestra concepción, no es sino precisamente lo más personal e intransferible; y porque Dios no domina sobre un campo de concentración en el que exista una responsabilidad colectiva, sino que es el Dios libre del amor, que llama a cada uno por su nombre. Así pues, ¿qué significa pecado original interpretándolo de una manera correcta?

SV/YO-AUTENTICO YO-AUT/SV: Para encontrar una respuesta adecuada, nada es más necesario que aprender a conocer mejor a los hombres. Una vez más con toda claridad debemos decir que ningún hombre está encerrado en sí mismo, que ninguno puede vivir sólo para sí y por sí. Recibimos la vida no sólo en el momento del nacimiento, sino todos los días desde fuera, desde el otro, desde aquél que no es mi Yo pero al que le pertenece. El hombre tiene su mismidad no sólo dentro de sí, sino también fuera: vive para aquellos a los que ama; para aquellos gracias a los cuales vive y para los cuales existe. El hombre es relación y tiene su vida, a sí mismo, sólo como relación. Yo solo no soy nada, sólo en el Tú y para el Tú soy Yo-mismo. Verdadero hombre significa: estar en la relación del amor, del por y del para. Y pecado significa estorbar la relación o destruirla. El pecado es la negación de la relación porque quiere convertir a los hombres en Dios. El pecado es pérdida de la relación, interrupción de la relación, y por eso ésta no se encuentra únicamente encerrada en el Yo particular. Cuando interrumpo la relación, entonces este fenómeno, el pecado, afecta también a los demás, a todo. Por eso, el pecado es siempre una ofensa que afecta también al otro, que transforma el mundo y lo perturba. De ahí que, como la estructura de la relación humana ha sido perturbada desde el comienzo, cada hombre entre, en lo sucesivo, en un mundo marcado por esta perturbación de la relación. Al ser humano mismo, que es bueno, se le presenta a la vez un mundo perturbado por el pecado. Cada uno de nosotros entra en una interdependencia en la que las relaciones han sido falseadas. Por eso, cada uno está ya desde el comienzo perturbado en sus relaciones, no las recibe tal y como deberían ser. El pecado le tiende la mano, y él lo comete. Con esto queda claro entonces también que el hombre no se puede salvar solo. El error de su existencia consiste precisamente en querer estar solo. Salvados, es decir libres y de verdad, sólo podemos estar, cuando dejamos de querer ser Dios, cuando renunciamos a la ilusión de la autonomía y a la autarquía. Sólo podemos estar salvados, es decir llegar a ser nosotros mismos, siempre que recibamos y aceptemos las relaciones correctas. Y nuestras relaciones interhumanas dependen de que la medida de la Creación esté en equilibrio por todas partes y es ahí precisamente donde se produce la perturbación, porque la relación de la Creación ha sido alterada; por eso sólo el Creador mismo puede ser nuestro Salvador. Sólo podemos ser redimidos si Aquél al que hemos separado de nosotros, se dirige de nuevo hacia nosotros y nos tiende la mano. Sólo el ser-amado es un ser-salvado, y sólo el amor de Dios puede purificar el amor humano perturbado y restablecer desde su fundamento la estructura distante de la relación.

4. La respuesta del Nuevo Testamento

Así, el relato veterotestamentario sobre la creación del hombre, con sus interrogaciones y su esperanza, se transciende a sí mismo. Nos conduce al decreto divino por el que Dios quiso soportar nuestra desmesura, haciéndose El mismo a nuestra medida para así devolvernos nuestra identidad. La respuesta neotestamentaria sobre el relato del pecado original se encuentra resumida de un modo breve e impresionante en el himno prepaulino que Pablo ha introducido en el segundo capítulo de su Carta a los Filipenses. De ahí que la liturgia de la Iglesia haya situado con razón este texto en el punto central de la liturgia de la Cuaresma, el tiempo más santo del año eclesiástico. «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo: El cual siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo Nombre. Para que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (/Flp/02/05-11; cfr. Jes 45,23).

Este texto, extraordinariamente rico y profundo, no lo podemos examinar con detalle. Nos limitaremos en este caso a considerar su relación con la historia del pecado original al que claramente alude, aunque parece tener en cuenta una versión distinta de la que se nos narra en Génesis 3 (cfr. p. ej. Job 15,7 y ss.). Jesucristo recorre a la inversa el camino de Adán. En oposición a Adán, El es realmente «como Dios». Pero este ser-como-Dios, la divinidad, es ser-hijo y así la relación es completa. «El hijo no hace nada desde sí mismo». Por eso, la verdadera divinidad no se aferra a su autonomía, a la infinitud de su capacidad y de su voluntad. Recorre el camino en sentido contrario: se convierte en la total dependencia, en el siervo. Y como no va por el camino de la fuerza, sino por el del amor, es capaz de descender hasta el engaño de Adán, hasta la muerte y poner en alto allí la verdad y dar la vida.

J/ADAN: Así Cristo se convierte en el nuevo Adán, con el que el ser humano comienza de nuevo. El, que, desde el fundamento, es nuestro punto de referencia, el hijo, restablece correctamente de nuevo las relaciones. Sus brazos extendidos son la referencia abierta, que continúa estando abierta para nosotros. La cruz, el lugar de su obediencia, se convierte en el verdadero árbol de la vida. Cristo se convierte en la imagen opuesta de la serpiente como dice Juan en su evangelio (Jn 3,14). De este árbol viene no la palabra de la tentación, sino la palabra del amor salvador, la palabra de la obediencia, en la que Dios mismo se ha hecho obediente para ofrecernos su obediencia como espacio de la libertad. La cruz es el árbol de la vida nuevamente accesible. Con la Pasión Cristo ha hecho enmudecer el sonido, por así decir, inflamado de la espada, ha atravesado el fuego y ha levantado la Cruz como el verdadero eje del Universo sobre el cual éste de nuevo se ha enderezado. Por eso la Eucaristía como presencia de la Cruz es el verdadero árbol de la vida que está siempre en nuestro centro y nos invita a recibir el fruto de la verdadera vida. Esto significa que la Eucaristía nunca podrá ser una simple purificación comunitaria. Recibirla, comer del árbol de la vida significa, por eso, recibir al Señor crucificado, es decir, aceptar su forma de vida, su obediencia, su Sí, la medida de nuestro ser criaturas. Significa aceptar el amor de Dios que es nuestra verdad, aquella dependencia de Dios que no significa para nosotros determinación extraña, como tampoco para el hijo es la filiación una resolución extraña. Precisamente esta «dependencia» es libertad porque es Verdad y Amor.

Que este tiempo de Cuaresma nos ayude a salir de nuestras negativas, del recelo de la Alianza de Dios, de la desmesura y de la mentira de nuestra «autodeterminación», para ir en busca del árbol de la vida que es nuestra medida y nuestra esperanza.

Y que nos encontremos de nuevo con las palabras completas de Jesús: «El reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1,15).

3. /Gn/03/01-12 /Gn/03/17-19 /Gn/03/23-24:

 

JOSEPH RATZINGER
CREACION Y PECADO
NAVARRA 1992. EUNSA.Págs. 87-104