ITINERARIOS DE FE PARA LA FORMACIÓN ESPIRITUAL DEL
«MINISTRO DE LA PALABRA» 

SER CATEQUISTA HOY 6-3
por GAETANO GATTI 


III

LA CARIDAD


HEMOS CONOCIDO Y CREÍDO EN EL AMOR (1 Jn 4,16) 
«ME HE HECHO TODO A TODOS» (1 Cor 9,22)


¿Qué ¿identidad te atribuyes ante el grupo de tus muchachos? 
¿Qué sientes que eres para ellos? ¿Un maestro... un amigo... un 
hermano mayor...? 
Tal vez, con diverso grado de importancia, intervengan un poco 
todos estos rasgos en la configuración de tu fisonomía de 
catequista. Es indispensable que te esclarezcas a ti mismo la 
imagen que tácitamente te has construido, porque de ella nacerá 
el tipo de relación que tiendas a establecer con tu grupo.
Puede ser una relación autoritaria... amistosa...fraternal... con 
consecuencias muy distintas en el plano pedagógico, pero también 
en relación con la imagen de Dios que deja traslucir. 
El apóstol Pablo dice de si mismo: «me hecho débil con los 
débiles para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos para 
salvar a toda costa a algunos» (1 Cor 9,22). 
He aquí la verdadera imagen del catequista que inspira su 
actuación en el sentido de la caridad. Está fuera de duda que el 
tipo de relación que establezcas con tus muchachos será ya un 
anuncio de Dios a través de tu persona, de tu acogida, de tu 
disponibilidad... 
Existe el peligro de comprometer seriamente el rostro de Dios 
con tu modo de actuar. ¿Cómo desea el Señor revelarse en ti a los 
muchachos que te escuchan y te ven? ¿Qué estilo de relaciones 
desea establecer con ellos? 
Lo descubrirás a la luz de la caridad, es decir, del amor de Dios 
hacia ti, para que lo comuniques tú después y lo compartas con los 
demás. 

1. EL AMOR ES LA IMAGEN 
QUE DIOS COMUNICA DE SÍ MISMO 
Cada cual tiene una imagen de si mismo, de la que se muestra 
particularmente celoso, porque expresa mejor que cualquier otra 
imagen los sentimientos y los estados de ánimo que le son propios. 

Nadie desearía que tal identidad fuese desfigurada, desmentida, 
comprometida, incomprendida. Seria una grave injusticia. 
¿Sabes que también Dios tiene una imagen de sí mismo que le 
es particularmente querida y desea que, con el ministerio de la 
Palabra, sea impresa en la mente y en el corazón de tus 
muchachos? 
Esta es la imagen: Dios es Amor (1 Jn 4,16). Todo cuanto él ha 
hecho y hace, tiene la finalidad de manifestar su amor por los 
hombres. 
El amor que guía al catequista en su ministerio viene de Dios, es 
un don suyo que él experimenta en la vida de comunión con el 
Señor. En realidad, es de aquí de donde provienen las palabras, 
pero sobre todo el entusiasmo y la convicción que después 
comunica a los muchachos, para que ellos también puedan 
reconocer el amor de Dios. 

En Jesucristo, Dios revela su amor 
Dios, que busca el diálogo de comunión personal con el hombre, 
no confió su imagen únicamente a la grandeza, a la belleza, a la 
inmensidad del universo; seria ésta una imagen grandiosa, pero 
desenfocada, privada de una palabra, de un corazón, de un gesto 
humano. El más grande signo de la revelación de Dios es 
Jesucristo. 

«En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió 
al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto 
consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en 
que él nos amó y nos envió a su Hijo» (I Jn 4,9-10). 

En Cristo es posible encontrarse con el amor del Padre, que se 
revela en cada gesto de la vida del Hijo. En el evangelio se puede, 
por consiguiente, comprender la profundidad del amor de Dios, las 
opciones que comporta y los compromisos que incluye. 
­Jesucristo es don del Padre. Esta perspectiva es puesta de 
relieve en los momentos más significativos de su vida: el 
nacimiento (Jn 3,16), el comienzo de la vida pública con el 
bautismo en el Jordán (Mc 1,11), la muerte (Ro». 8,31-39) y la 
resurrección (Flp 2,1-11). 
­En Jesucristo el amor de Dios escoge como modo privilegiado 
de expresarse la solidaridad con el hombre, abandonando todo 
privilegio (flp 2,1-11). Se trata de una solidaridad que se expresa 
en la asunción de todos los aspectos de fragilidad y de debilidad 
propios de la persona humana. «El Verbo se hizo carne» (Jn 1.14) 
para compartir plenamente la situación humana, excepto el pecado 
(Heb 4,15). 
­La solidaridad de Jesucristo con el hombre se convierte en 
servicio al humilde, al pobre, al marginado, al pecador, hasta el 
don de la propia vida. 

En el encuentro con Cristo no conoces solamente que Dios te 
ama, sino también el estilo de su modo de amor que se te invita a 
anunciar con la vida y la palabra. 

Si Dios nos amó de esta manera, también 
nosotros debemos amarnos los unos a los otros. (1 Jn 4,11) 

El amor del Padre sólo es comprensible a partir del sentido de la 
hermandad recíproca. La comunión de vida es, efectivamente, el 
lugar en el que se puede pensar en Dios, cuya paternidad se 
dirige a todos: «Padre nuestro» (Mt 6,9). 
Solamente cuando estáis juntos, cuando os queréis, tus 
muchachos y tú mismo podéis descubrir que Dios os ama. Es ésta 
una observación que permite algunas reflexiones. 
­Dios no excluye a nadie de su amor, ni siquiera a sus enemigos; 
más aún, Jesucristo muere por ellos. «Dios demuestra su amor a 
nosotros en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió 
por nosotros» (Ro». 5,8). El cristiano no puede escamotear su 
amor a nadie si quiere ser signo y prolongación del amor de Dios. 

­Puesto que Dios es Padre y ama a todos, nuestra respuesta a 
su amor se manifiesta en la solidaridad con los hombres, 
amándolos como hermanos, es decir, construyendo juntos una 
comunión de vida, para que juntos seamos hijos del Padre. 
­El amor a los demás, en esta perspectiva de fe, significa ya 
hacer presente y prolongar el amor de Dios, a fin de que sea 
reconocido y se convierta para todos en un motivo de alabanza y 
de acción de gracias 

Únicamente haciendo «iglesia», es decir, sintiéndose unidos por 
una relación fraterna, también en el grupo de catequesis podrán 
tus muchachos descubrir el rostro de Dios Padre. 

La caridad: el amor de Dios 
derramado en nuestros corazones 
El día del bautismo, mediante su Espíritu, derramó Dios su amor 
en nuestros corazones, razón por la cual podemos llamarle: 
«Padre» (Rm 5,5). El Espíritu de amor es el primer don que se 
hace a los creyentes (Rm 8,23; Gal 4,6). Es la virtud de la caridad 
la que nos hace capaces de amar a Dios como Padre y a los 
hombres como hermanos. El amor de Dios es anterior, pues, a 
toda iniciativa nuestra y atrae hacia sí en la comunión de vida (1 Jn 
4,10). 
La caridad es, por tanto, una dimensión permanente de la vida 
del cristiano, mediante la cual Dios irrumpe en la existencia del 
bautizado, se adelanta a buscarlo y le orienta hacia sí, hasta hacer 
que nuestro mismo amor sea obra de Dios, ya que de él proviene. 

­Amar a Dios significa, pues, ante todo crear espacio en la vida 
para que él derrame su Espíritu y nos haga más capaces de 
llamarle: «Padre» (Rm 5,5). 
­El amor de Dios es siempre más grande que el nuestro, nos 
sorprende y nos maravilla. Supera todo lo que tú trates de 
conseguir con el ministerio catequético. Siempre estarás en deuda 
con el Señor. 
­No es posible encontrarse de verdad con Dios sin experimentar 
la necesidad de amarle. 

A fin de comunicar a los muchachos el amor de Dios, el 
catequista necesita hacer una intensa experiencia de comunión 
con el Señor, capaz de hacer incisiva su palabra. 


2. HEMOS CONOCIDO Y CREÍDO 
EN EL AMOR (1 Jn 4,16) 
El catequista se presenta a sus muchachos como quien ha 
conocido y creído en el amor de Dios. Esta es su auténtica 
credencial. De hecho, desempeña esta misión con la intención de 
«servir a los hombres por amor de Dios» (RdC 161). El servicio de 
la Palabra se convierte, por tanto, en uno de los modos 
privilegiados de anunciar y compartir el amor de Dios que uno 
experimenta dentro de si. 

«El amor de Dios nos apremia» (/2Co/05/14) 
El motivo más profundo que sostiene tu esfuerzo en el 
desempeño del ministerio catequético es el de poder revelar el 
amor de Dios a quienes te escuchan. De este modo compartes la 
finalidad con que el Señor habla a los hombres. De hecho, su 
revelación no tiene otros motivos. El amor tiende a revelarse; 
nunca es egoísta, sino que desea ser conocido. Tu palabra resulta 
ser un medio habitual (pobre y humilde, pero importante) para ese 
fin. De donde se sigue que el momento de la catequesis es el lugar 
de la revelación del amor del Padre hacia ti, y no sólo hacia tus 
muchachos. 
­Tu vocación al servicio de la Palabra es don del amor de Dios, 
que te ha llamado porque te ama. Por encima de toda misión hay 
siempre un gesto de amor del Señor 
­El camino que él elige para encontrarse con el hombre es el 
amor: «en virtud de su amor, entra en la existencia de aquellos a 
quienes se revela, dirigiéndoles una apremiante llamada a un 
nuevo modo de ser y de vivir» (RdC 55). 
­Anunciar el amor de Dios equivale a invocar el modo propio de 
amar a Dios. No puedes hablar de él como de un ser extraño en tu 
vida, porque el anuncio que tú haces a los muchachos tiene que 
expresarse en términos de una invitación a compartir tu propia 
experiencia. De esta manera, deseas el mayor bien para ellos, 
puesto que «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste 
en su vocación a la comunión con Dios» (GS 19). 

Como catequista, tienes necesidad de orar para que crezca en ti 
la virtud de la caridad. Recuerda que el interior impulso de caridad 
que anima el servicio de la Palabra es obra del Espíritu. 

La vida de comunión con Cristo 
La caridad es una virtud que el catequista alimenta en la vida de 
comunión con el Señor, de manera particular participando en la 
celebración de la eucaristía. 

«Por los sacramentos, especialmente por la Sagrada Eucaristía, se 
comunica y se alimenta aquel amor para con Dios y para con los 
hombres que es el alma de todo apostolado» (LG 33).

El amor del Padre, efectivamente, llega a nosotros a través de 
Cristo, y podemos responder al Padre a través de una profunda 
comunión con Cristo. Esta realidad de fe se revive en la eucaristía. 
En la asamblea litúrgica se hace presente el gesto más grande del 
amor de Jesucristo en el don de su propia vida al Padre. 
El catequista, en el ejercicio de su ministerio, se inspira en este 
amor, que resulta ser el modelo, criterio y causa que orienta su 
servicio a la Palabra. De aquí se derivan algunas actitudes 
importantes: 
­La entrega al ministerio catequético no se detiene ante ninguna 
dificultad, ni siquiera ante las incomprensiones, que muchas veces 
provienen de aquellos de quienes se esperaba ayuda y aliento. 
­El servicio de la Palabra se convierte en un modo de expresar la 
comunión fraterna, que tiene su origen en el amor del Padre para 
con todos. 
­La tarea catequética se caracteriza como un servicio tendente a 
acrecentar el número de las personas que aman al Señor y se 
reúnen en el nombre de Cristo para sentirse familia de Dios.

En la participación asidua en la eucaristía el catequista aprende 
a transmitir a sus muchachos un interés verdadero, que adquiere 
su autenticidad y su fuerza cuando se con-forma con el gesto de 
servicio y de disponibilidad de Jesucristo para con el Padre. 
Si falta esta experiencia, es fácil que tu empeño se extinga 
pronto, tu mirada se ofusque, tu palabra carezca de entusiasmo y, 
lo que es peor, tus muchachos se sientan menos estimulados a 
amar al Señor. 

La sencillez de corazón 
No todos son capaces de captar las maravillas que el amor de 
Dios lleva a cabo en la propia vida. Es necesaria una disposición 
sincera, que Jesucristo, en el Evangelio, descubre en los 
pequeños y en los sencillos de corazón. Y así, exclama: «Te 
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has 
escondido estas cosas a los sabios e inteligentes y las has 
revelado a los pequeños» (Le 10,21). 
Si falta esta sencillez de corazón que se identifica con una 
disponibilidad humilde, con una confianza incondicional, el amor de 
Dios corre el peligro de escaparse a nuestra atención. 
Para poder descubrir en sí mismo y revelar a los muchachos los 
matices y profundos entresijos del amor de Dios, el catequista 
necesita tener la mirada de un niño, humilde y abierto para 
contemplar con asombro y emoción todo cuanto le rodea. 
De hecho, «quien acierta a reconocer la obra de Dios e intuye la 
suavidad y la fuerza de su amor a los hombres, puede, con bondad 
y respeto, hacer participes de él a los demás, aunque no sea más 
que en un contacto ocasional. Quien tiene en si mismo 'el sentido 
de Cristo', en virtud de un impulso misterioso y espontáneo sabe 
expresarlo y proponerlo aun en los encuentros mas rutinarios. El 
que es impulsado a la caridad por el Espíritu del Señor, encuentra 
siempre los modos de comunicar su extraordinaria y acuciante 
comezón a aquellos que le rodean» (RdC 1 98). 
En la maduración de esta actitud interior puedes ser ayudado 
por tus mismos muchachos, los cuales, en sus reacciones 
inmediatas, dejan a veces transparentar esta sensibilidad respecto 
a la presencia del Señor en sus propias vidas. . .

3. LA PEDAGOGÍA DE LA CARIDAD 
La experiencia del amor de Dios, vivida por el catequista, se 
revela también en el tipo de relación que asume frente a los 
muchachos. El catequista, en realidad, es invitado a adoptar una 
pedagogía de la caridad que propone nuevamente y manifiesta de 
manera visible el amor de Dios Padre a cada uno de ellos. Por este 
motivo, la diligencia del catequista por adquirir una suficiente 
competencia en las ciencias relacionadas con el desarrollo 
humano, tiene que ser interpretada, en clave religiosa, como 
búsqueda del mejor modo de expresar el amor de Dios. 

«Cada cual es inconfundible, debido a sus caracterizaciones innatas y 
a su ritmo evolutivo; debido a los condicionamientos que lo envuelven y a 
las aptitudes que sea capaz de desarrollar; debido a las alegrías y 
sufrimientos que continuamente le modelan y a la originalidad de la 
llamada que Dios le dirige» (RdC 170). 

Efectivamente, es el amor al Señor el que inspira las opciones 
más adecuadas a las diversas situaciones de vida y modifica la 
imagen misma del catequista. 

Hermano en la fe 
El catequista no es alguien que se sitúe por encima o por 
delante de los muchachos, sino que les acompaña y camina con 
ellos, compartiendo como hermano el compromiso, las alegrías y 
las dificultades de crecer juntos en el amor del Señor. Es la suya 
una fisonomía que, más que nada, inspira confianza. También los 
muchachos, y no sólo los jóvenes, «buscan en el catequista un 
hermano y un amigo que sepa animar con espíritu de servicio sus 
aspiraciones...» (RdC 138).
Es una opción que debes compartir, porque también tú haces la 
experiencia de la fraterna comunión con Cristo. En la participación 
en la eucaristía, sobre todo, descubres el modo nuevo y original de 
ser hermano en la fe, es decir, mediante la solidaridad con los 
muchachos. No es una forma deseducativa de camaradería que 
haga igualitarias las relaciones y no le ayude a crecer. Es una 
respuesta de fe a Cristo, que se hizo hombre, pero para 
transformar a los hombres, asumiendo su condición, pero para 
librarles del pecado. 
Los propios muchachos, por su parte, no te aceptan si el hacerte 
como uno de ellos se convierte en un modo de abdicar de tu 
identidad de «adulto en la fe», con una confusión que constituye 
una inversión de los roles. La solidaridad fraterna puede 
manifestarse en la catequesis de diversas maneras. 
­El catequista participa intensamente en la vida de sus 
muchachos y se abre con sensibilidad a sus problemas, a fin de 
captar los signos y las huellas del amor de Dios que en ellos se 
revela.
­Pone en la base de su servicio fraterno la fe, que permite ver 
en los muchachos a personas «amadas» por Dios y, 
consiguientemente, hermanos pertenecientes a una única familia. 
­Ofrece un amor capaz de librarles de sus carencias y que no se 
compromete fácilmente con expectativas equivocadas, tal vez más 
agradables por ser menos comprometidas. 

Se trata de un conjunto de actitudes que superan la dimensión 
pedagógica para descubrir su originalidad en la fe como respuesta 
a Jesucristo, que desea crecer en la vida de cada persona.

Intérprete del amor de Dios a cada uno 
Para poder llegar a ser intérprete auténtico del amor del Padre, 
el catequista, siguiendo el estilo de Jesucristo, debe ponerse al 
servicio de los muchachos, es decir, hacerse disponible para 
promover, con espíritu de sacrificio, su crecimiento en la fe. 
Tal decisión permite revelar la calidad del amor de Dios, que 
ama a todo hombre, no imponiéndose, sino con la debilidad del 
servicio. El catequista, para hacerse intérprete del amor que el 
Señor alimenta para con todo muchacho, debe rehuir un cierto 
lenguaje fácilmente generalizador de las relaciones personales que 
el Padre establece con cada uno de sus hijos de un modo nuevo y 
original dentro de sus vidas. 
Sería en verdad contraproducente el que expresiones como 
«Dios nos ama», se convirtiesen en lugar común, sin mordiente 
alguna y sin capacidad de suscitar resonancias en lo profundo del 
espíritu. 
Se imponen algunas reflexiones: 
­El amor del catequista es el primer signo de Dios de cara a los 
muchachos. Lo mismo que el apóstol Pablo, debe ser capaz de 
decirles con toda sinceridad: «Dios me es testigo de que os amo» 
(Fip 1,8). Un amor así, lo mismo que el de Dios, va acompañado de 
una especie de celos ante el temor de todo aquello que pueda 
impedir el crecimiento de fe de los muchachos. 
­El catequista ayuda a cada cual a asociarse al Espíritu que 
habita en él desde el bautismo, para poder proclamar, de manera 
cada vez más responsable, que Dios es padre. Es una toma de 
conciencia que madura en la existencia cotidiana. 
­En la participación en la eucaristía los muchachos descubren el 
amor del Padre tal como se revela en Jesucristo. El dialogo 
catequético, por consiguiente, se asocia fácilmente con el alma, 
con el tabernáculo, donde la comunidad cristiana se reúne para 
sentirse familia de Dios.

Preséntate como un hermano en la fe a tu grupo de catequesis, 
es decir, como alguien que con su amistad, con su simpatía, es 
solidario sirviéndoles, más que mandándoles; comprendiéndoles, a 
fin de buscar juntos las huellas del amor que Dios deja cada día en 
la vida de cada uno de sus hijos. 

Educador de la comunidad cristiana 
Al comunicar a los muchachos el amor del Padre, el catequista 
ofrece el servicio más importante a la construcción de la 
comunidad cristiana. 
Dios habla para.hacernos hermanos, para constituirnos en 
familia suya, es decir, para reunirnos en el Espíritu. 
El ministerio catequético se propone, por tanto, hacer que crezca 
en los muchachos la presencia activa de la caridad de Cristo para 
con el Padre y para con todos los hombres. 
La unión fraterna es el lugar del conocimiento del amor de Dios, 
pero es también la respuesta al amor del Padre. «Quien no ama a 
su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 
Jn 4,20). 
Es importante no sólo presentar los modos con los que expresar 
el propio amor al Padre a través del prójimo, sino también subrayar 
los motivos. En esto consiste, en realidad, la originalidad del modo 
de amar de los creyentes. 
El amor de Dios, es decir, la caridad, es un don, destinado a 
prolongarse hacia los demás y, por ello, a convertirse en nuestra 
respuesta a Dios. 
­El amor fraterno de los bautizados es la primera respuesta de 
fe, que proclama a Dios Padre en la comunidad cristiana para que 
todos puedan reconocer su amor. 
­Modelo de la comunión recíproca es la vida trinitaria, es decir, la 
relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús 
ora al Padre «por aquellos que, por medio de su palabra, creerán 
en mi..., para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y 
yo en ti» (Jn 17,20-21). 
­La experiencia sacramental constituye el medio privilegiado de 
la comunión con Dios y con los hermanos, donde el amor que se 
recibe se convierte en compromiso para compartirlo con los 
demás. 

Trata siempre de ver en tus muchachos, en la catequesis, a los 
«hijos del Padre» que él llama a constituir su familia, en la que se 
vive, según el ejemplo de Jesucristo, unidos en el amor del Espíritu 
Santo. 

PARA LA ORACIÓN A-D/A-SEMPER-PRIMERO
Tú nos has amado primero, Señor. 
Hablamos de ti como si nos hubieses 
amado primero una sola vez. 
En cambio, continuamente, día a día, 
durante toda la vida, tú nos amas primero. 
Cuando me despierto por la mañana 
y elevo hacia ti mi espíritu, 
tú eres el primero, tú me amas primero. 
Si me levanto al alba e inmediatamente 
elevo a ti mi espíritu y mi oración, 
tú me precedes, me has amado ya primero. 
Y siempre es de esta manera. 
Y nosotros, ingratos, hablamos 
como si nos hubieses amado primero 
una sola vez. Amén. 
(S. ·Kierkegaard)

Te pido, Señor, 
que me ayudes a amar.
Concédeme derramar 
el amor verdadero en el mundo.
Haz que tu amor 
penetre en el corazón de los hombres.
Haz que nunca olvide yo 
que la lucha por un mundo mejor 
es una lucha de amor, 
en servicio del amor.
Ayúdame a amar, 
a no malgastar mis capacidades de amar, 
a amarme cada vez menos 
para amar cada vez más a los demás, 
a fin de que en torno a mí 
no muera ni sufra nadie 
por haber yo robado el amor 
que ellos necesitaban para vivir. Amén.