GUIÓN PARA CURSO BÁSICO DE DOCTRINA CRISTIANA

Índice

 

I. Tema - La existencia de Dios. I-1

1. Anhelo de trascendencia. I-1

2. Conocimiento de la existencia de Dios. I-1

3. Necesidad de rectitud en el hombre. I-1

4. Repercusiones. I-1

Bibliografía. I-2

II. Tema - Revelación y fe. II-3

1. Dios se revela. II-3

2. Fuentes de la Revelación. II-3

3. La fe. II-3

4. Consecuencias prácticas. II-4

Bibliografía. II-4

III. Tema - Quién es Dios. III-5

1. Dios, Ser Supremo. III-5

2. En el único Dios hay tres Personas. III-5

3. Consecuencias prácticas. III-6

Bibliografía. III-6

IV. Tema - La Creación. IV-7

1. Dios crea de la nada. IV-7

2. Los ángeles y el hombre. IV-7

3. El problema del mal. IV-7

4. Consecuencias prácticas. IV-8

Bibliografía. IV-8

V. Tema - Elevación, gracia y pecado originales. V-9

1. La “santidad y justicia originales”. V-9

2. El pecado original. V-9

3. Aplicaciones prácticas. V-9

Bibliografía. V-10

VI. Tema - Jesucristo. VI-11

1. Dios y hombre. VI-11

2. Una persona, dos naturalezas. VI-11

3. La Santísima Virgen. VI-11

4. Aplicaciones prácticas. VI-12

Bibliografía. VI-12

VII. Tema - La Redención. VII-13

1. Muerte redentora de Cristo en la Cruz. VII-13

2. La Resurrección y la Ascensión del Señor. VII-13

3. La venida del Espíritu Santo. VII-13

4. Aplicaciones prácticas. VII-13

Bibliografía. VII-13

VIII. Tema - La Iglesia. VIII-13

1. Origen, fundación, misión. VIII-13

2. Naturaleza. VIII-13

3. Notas de la Iglesia. VIII-13

4. Aplicaciones prácticas. VIII-13

Bibliografía. VIII-13

IX. Tema - El más allá. IX-13

1. Muerte y juicio. IX-13

2. El cielo. IX-13

3. El purgatorio. IX-13

4. El infierno. IX-13

5. Aplicaciones prácticas. IX-13

Bibliografía. IX-13

X. Tema - La ley moral y la libertad. X-13

1. La libertad, don de Dios. X-13

2. La ley natural. X-13

3. Otras leyes. X-13

4. Aplicaciones prácticas. X-13

Bibliografía. X-13

XI. Tema - La conciencia. El pecado. XI-13

1. La conciencia moral. XI-13

2. El pecado. XI-13

3. Aplicaciones prácticas. XI-13

Bibliografía. XI-13

XII. Tema - El amor a Dios (primer y segundo mandamientos) XII-13

1. Fe, esperanza y caridad. XII-13

2. La virtud de la religión. XII-13

3. El nombre del Señor. XII-13

4. Aplicaciones prácticas. XII-13

Bibliografía. XII-13

XIII. Tema - El día del Señor (tercer mandamiento) XIII-13

1. “El día séptimo”. XIII-13

2. El precepto dominical. XIII-13

3. Santificación del trabajo y del descanso. XIII-13

4. Aplicaciones prácticas. XIII-13

Bibliografía. XIII-13

XIV. Tema - La familia (cuarto mandamiento) XIV-13

1. La familia en el plan de Dios. XIV-13

2. Deberes de los miembros de la familia: XIV-13

3. Autoridades y súbditos. XIV-13

Bibliografía. XIV-13

XV. Tema - El respeto a las personas (quinto mandamiento) XV-13

1. El respeto a la vida humana. XV-13

2. El respeto a la dignidad humana. XV-13

3. Otros aspectos. XV-13

4. Aplicaciones prácticas. XV-13

Bibliografía. XV-13

XVI. Tema - El respeto a la sexualidad humana (sexto y noveno mandamientos) XVI-13

1. Naturaleza de la sexualidad y la castidad. XVI-13

2. La castidad conyugal. XVI-13

3. Aplicaciones prácticas. XVI-13

Bibliografía. XVI-13

XVII. Tema - Propiedad y justicia (séptimo y décimo mandamientos) XVII-13

1. El respeto de la persona en sus bienes. XVII-13

2. La actividad económica y la justicia social. XVII-13

3. Las obras de misericordia y la pobreza de espíritu. XVII-13

4. Aplicaciones prácticas. XVII-13

Bibliografía. XVII-13

XVIII. Tema - El vivir en la verdad y el respeto de la fama (octavo mandamiento) XVIII-13

1. La veracidad. XVIII-13

2. El derecho a la buena fama. XVIII-13

3. Aplicaciones prácticas. XVIII-13

Bibliografía. XVIII-13

XIX. Tema - Los sacramentos. El Bautismo. La Confirmación. XIX-13

1. Los sacramentos. XIX-13

2. El Bautismo. XIX-13

3. La Confirmación. XIX-13

4. Aplicaciones prácticas. XIX-13

Bibliografía. XIX-13

XX. Tema - La sagrada Eucaristía. XX-13

1. La Eucaristía como sacramento. XX-13

2. El Sacrificio eucarístico. XX-13

3. El culto eucarístico. XX-13

Bibliografía. XX-13

XXI. Tema - El sacramento de la Penitencia. XXI-13

1. Naturaleza y efectos. XXI-13

2. Los actos del penitente. XXI-13

3. Ministro y celebración. XXI-13

4. Las indulgencias. XXI-13

5. Aplicaciones prácticas. XXI-13

Bibliografía. XXI-13

XXII. Tema - La Unción de enfermos. El Orden sacerdotal XXII-13

1. La Unción de enfermos. XXII-13

2. El Orden sacerdotal. XXII-13

3. Aplicaciones prácticas. XXII-13

Bibliografía. XXII-13

XXIII. Tema - El matrimonio. XXIII-13

1. Naturaleza, propiedades, fines. XXIII-13

2. El consentimiento matrimonial. XXIII-13

3. Elementos sacramentales. XXIII-13

4. Aplicaciones prácticas. XXIII-13

Bibliografía. XXIII-13


 

 

I. Tema - La existencia de Dios

 

1. Anhelo de trascendencia.

La vida misma del hombre le inclina a una apertura a la Verdad trascendente, porque lo que se le ofrece en está vida no colma sus aspiraciones:

 

‑Por parte del entendimiento: busca la verdad que dé sentido a la vida —a la suya y la del universo del que es parte—, que debe ser la verdad última, el “porqué” definitivo que explique el “qué” de la existencia.

 

‑Por parte de la voluntad: tiene un deseo irrenunciable a la felicidad, y descubre que nada de este mundo sacia completamente ese deseo. La realidad misma de la muerte parece truncar definitivamente ese anhelo, por lo que la mirada del hombre se dirige a la búsqueda de un “más allá” donde colmar sus deseos.

 

Con esta apertura a lo trascendente, “el hombre se interroga sobre la existencia de Dios”(33). No constituye aún una prueba concluyente, pero sí el punto de partida en el ascenso del espíritu hacia Dios. Pone de manifiesto que “el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre”(27), como puede comprobarse por el carácter religioso de los hombres de todos los tiempos (28).

 

2. Conocimiento de la existencia de Dios.

La existencia de Dios es una verdad alcanzable por la razón humana, no por intuición o visión de Dios (no habría ateos si así fuera), sino por un conjunto de argumentos convergentes y convincentes que permiten llegar a verdaderas certezas (31). Parten de la creación y de la misma insuficiencia del mundo: “el mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último”(34). Se prueba a partir de la realidad visible; o sea, de sus criaturas, como atestigua la Revelación bíblica (Sab 13; Rom 1, 19‑20)(32). Las principales “vías” de ascenso a Dios son:

 

‑A partir del mundo: la contemplación del orden, perfección y finalidad en la naturaleza, desde lo más pequeño a lo más grande. Estas características no se ha podido dar el universo a sí mismo (el único

ser visible con inteligencia es el hombre, que “descubre”, pero no “crea” la naturaleza), y que por tanto remiten a Dios como origen y fin supremo y trascendente del universo. 

 

‑Si —con más profundidad— pasamos al ser mismo del hombre, se puede apreciar que en su propia existencia —con la apertura a la verdad y a la belleza, el sentido del bien moral, la libertad, la voz de la conciencia, la aspiración al infinito— se perciben signos de su alma espiritual (33). La explicación válida es que hemos recibido el ser del Ser Absoluto, del que participamos muy imperfectamente.

 

Estas pruebas proporcionan un conocimiento de Dios verdadero pero a la vez muy imperfecto: sólo sabemos que Dios es un ser personal, Ser supremo y perfecto; pero no sabemos propiamente cómo es Dios.

 

3. Necesidad de rectitud en el hombre.

Este razonamiento se puede nublar por causas morales. El hombre sabe que reconocer la existencia de Dios es algo comprometedor, y puede por ello negarse a considerarla (2125, 2126 y 2128). También hay otros factores que pueden obstaculizar el ascenso del hombre a Dios, como la existencia del mal o la formación en ideas erróneas (29). En algunos casos, se puede justificar el abandono momentáneo de la búsqueda; pero, tarde o temprano, surge en la vida la cuestión de su mismo sentido, y con ella la cuestión de la existencia de Dios. Esto motiva un deber moral de buscar la verdad: las respuestas sólo pueden ser querer buscarla o rechazar la búsqueda. 0 sea, el ascenso a Dios no es una pura cuestión intelectual, sino también moral; y eso explica por qué ha habido personas inteligentes que se han mantenido agnósticas e incluso ateas.

 

4. Repercusiones.

La aceptación de la existencia de Dios lleva consigo varias consecuencias:

 

‑ La consideración de un Dios como Ser supremo y Creador postula el deber de reconocerlo (privada y públicamente): es la virtud de la religión, manifestada en la adoración y la oración (2096‑98).

 

‑ También lleva a la oración la consideración de que sólo Dios puede ser el fin de nuestra existencia y sólo en Él podemos encontrar la felicidad plena.

 

‑ El reconocimiento de Dios y la práctica de la religión nos proporciona la disposición a cumplir la voluntad de Dios, preparando así a recibir la fe y la Revelación divina (35).

 

Bibliografía

 

Textos básicos

* AGUILÓ PASTRANA, Alfonso, Interrogantes en torno a la fe, Ed. Palabra, pag. 17‑36.

 

Libros que requieren cierta formación

* JUAN PABLO II, La existencia de Dios, folletos MC, n. 419.

* KNOX, Rolando, El Credo a cámara lenta, Cuadernos Palabra, pag. 21‑29.

* KNOX, Ronald, El torrente oculto, Ed. Rialp, pag. 35‑64.

* FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios, Ed. Rialp, pag. 79‑89.


 

 

II. Tema - Revelación y fe

 

1. Dios se revela.

Además de la razón natural, “existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar con sus propias fuerzas, el de la Revelación divina” (50). Dios no ha querido dejar al hombre solo, y ha tomado la iniciativa de revelarse al hombre. Dios tiene un designio para el hombre, y le proporciona los medios para cumplirlo. El hombre, como ser libre, debe aceptarlo y cooperar con Dios; el primero de esos medios es el conocimiento del plan divino y de todo lo necesario para poder colaborar en su cumplimiento (51‑52).

 

¿Qué abarca la Revelación? Básicamente, las verdades referentes a Dios mismo, al hombre y su destino eterno, y el sentido último de la entera creación. Desde otro punto de vista, abarca dos tipos de verdades: las que se pueden alcanzar por la razón, que así se ven confirmadas, accesibles a todos y a salvo de los errores humanos; y las que son inalcanzables por la razón, entre las que destacan los llamados misterios, que responden a realidades que superan la comprensión humana.

 

La Revelación se ha realizado por etapas: “Dios se comunica gradualmente al hombre” (53); tiene, por tanto, una historia. Su comienzo se produce con la creación del hombre, y avanza a lo largo de la historia que recoge el Antiguo Testamento, para culminar con Jesucristo, plenitud de la Revelación (Heb 1, 1‑2) (65). Por tanto, el llamado “depósito” de la Revelación se cierra con la muerte del último apóstol que escuchó personalmente la enseñanza de Jesucristo (San Juan) (66). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

 

2. Fuentes de la Revelación.

Dios, para asegurar que lo revelado llegara a todos los hombres de todas las épocas, instituyó una “transmisión viva” (78), que está asistida por Dios mismo ‑por el Espíritu Santo‑, y que en buena parte se plasmó por escrito. Por lo tanto, pueden distinguirse dos fuentes de la Revelación (76, 80 y 81): ,

‑ La Sagrada Escritura: es el conjunto de libros que contiene la palabra de Dios, escritos por un autor humano y a la vez inspirados por Dios ‑que es así el principal autor‑, de forma que contienen lo que Dios ha querido revelarnos a través de ellos. Su elenco se denomina “canon”, y se divide en dos bloques principales: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento (120). Este último recoge la enseñanza de Jesucristo; el Antiguo, la revelación anterior.

 

‑ La Tradición: transmisión viva del mensaje de la salvación, realizada a través de la Iglesia ‑asistida por el Espíritu Santo‑. Gracias a ella se autentifica la Sagrada Escritura misma, y se trasmiten las enseñanzas y el ejemplo que recibieron los apóstoles de Jesucristo, y lo que aprendieron por el Espíritu Santo (82). (A diferencia de los católicos, los protestantes no la aceptan: sólo la Escritura).

 

Como la Iglesia es la depositaria de la Revelación, corresponde a ella su interpretación, que realiza a través de su Magisterio, que se convierte así en la fuente interpretativa de la Revelación divina (84‑85). El Magisterio no es el “propietario” de la doctrina, sino su custodio fiel (86).

 

3. La fe.

El asentimiento por parte del hombre a la Revelación es la fe; es la primera respuesta humana a la iniciativa divina. En un sentido general, “tener fe”, más que confiar en algo ‑porque parece convincente‑, es confiar en alguien: se acepta algo, por la credibilidad que merece quien lo propone. Aquí sucede lo mismo, sólo que ese “alguien” es Dios, que merece una credibilidad y confianza absolutas: el hombre somete su inteligencia y su voluntad a Dios por la autoridad de Dios, lo que da la máxima certeza(150, 156 y 157).

Sin embargo, la fe en Dios que revela no es una confianza puramente humana, sino “un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él” (153). Es necesaria una ayuda divina: una gracia. A la vez, es también un acto humano libre (154); por tanto, el rechazo de la fe (que no es lo mismo que la simple ignorancia), es un rechazo de la gracia, y por ello de Dios: un pecado (Mc 16, 15‑16) (161, 2087 y 2088).

La fe no es ni puede ser el fruto de un razonamiento o de algo que “dé la impresión” de convencer. Sin embargo, es razonable: no hay contradicción en ella, y es perfectamente compatible con lo que la razón descubre. Hay, además, argumentos racionales de que creer es la opción más razonable: son los llamados “motivos de credibilidad”, entre los que destacan los frutos de santidad de la Iglesia, los milagros y las profecías. Pero por sí solos colocan al hombre en el umbral de la fe, no le introducen dentro (156): no sustituyen el acto de asentimiento a la verdad divina que supone la fe.

 

4. Consecuencias prácticas.

La naturaleza de la fe y del acto de fe lleva consigo algunas obligaciones morales:

 

‑ Quien no tiene fe, o la tiene pero en un estado débil, como se trata de un don de Dios, debe dirigirse a Dios pidiéndola, con la humildad de quien es consciente de sus limitaciones humanas. A la vez, debe intentar conocer mejor la doctrina cristiana, lo que facilita la adhesión personal a la Revelación divina. 

‑ Quien la tiene, está obligado a guardar, cuidar y reforzar el tesoro de la fe recibida, lo que supone entre otras cosas el rechazo de lo que se oponga a ella (2088), y procurar con sentido de responsabilidad adquirir un conocimiento cada vez más penetrante de la fe: una adecuada formación (158).

‑ “El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella, sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla” (1816). La certeza y seguridad que da la fe, a la vez que la conciencia de ser un don recibido, es el primer fundamento del apostolado cristiano.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

‑ GARCÍA INZA, Juan, Por qué creemos los católicos, folleto MC, juvenil n° 16.

 

Libros que requieren cierta formación:

‑ JUAN PABLO II, La fe folletos MC n° 417.

‑ TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 26‑31.

‑ KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 10‑19.

‑ AGUILÓ, Alfonso, Interrogantes en torno a la fe (Ed. Palabra), pag. 37‑96.


 

 

III. Tema - Quién es Dios

1. Dios, Ser Supremo.

Dios es infinito y trascendente, por eso no podemos tener en esta vida un conocimiento adecuado de la naturaleza divina: supera nuestra capacidad, Pero, a la vez, sí que podemos alcanzar ‑con la razón y la fe‑ un conocimiento limitado de Dios, que comprende algunas de sus características ‑propiedades del Ser Supremo‑. Se llega a ellas a partir de las criaturas, por la semejanza con su Creador, de forma que se depuran sus perfecciones de todo lo que tienen de limitado, y se atribuyen a Dios en grado sumo (40‑42). Los rasgos divinos así conocidos más importantes son:

 

‑ Dios es único: no cabe más Ser Supremo que uno, y Dios se revela como Único (201).

 

‑ Dios puede definirse como la plenitud del Ser, el Ser sin limitación alguna, el Ser por esencia. El ser se toma aquí como la perfección que aglutina toda otra perfección, la perfección suprema. Así se revela Dios mismo, al dar como nombre que define su identidad el de “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14) (206 y 213). Este nombre divino es misteriosos como Dios es Misterio.

 

‑ Se pueden atribuir a Dios, por tanto, las propiedades del ser en grado sumo: Dios es la suma Verdad (215), el sumo Bien ‑y por eso el Amor supremo (221)‑, y la suprema Belleza; también es la suprema Inteligencia.

 

‑ El que es Ser Supremo, por serlo, debe tener también la suprema e infinita capacidad de obrar: la omnipotencia. Es pues el Todopoderoso (268‑269).

 

‑ La negación en Dios de la limitación de la criatura nos proporciona otros atributos. Así, no pertenece al universo material, por lo que es espiritual y trascendente. No está limitado por el tiempo o la duración, por lo cual es eterno. En resumidas cuentas, al no ser finito ni limitado, es infinito e ilimitado.

 

2. En el único Dios hay tres Personas.

Dios nos ha querido revelar el misterio de su intimidad, inalcanzable para la razón: que en el único Dios hay tres personas (237). Es el misterio central de la fe (234), revelado explícitamente por Jesucristo, y de una manera nueva. En el Evangelio aparecen los nombres de las personas divinas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

No es el absurdo de ser tres y uno “de lo mismo” a la vez: son tres personas, pero un único Ser; es un solo Dios, pero su Ser abarca tres personas. Es una sola naturaleza divina ‑los Tres son plenamente Dios‑, pero tres personas (253). Las tres personas son Dios en plenitud, pero son realmente distintas ‑no “diferentes”: la naturaleza es la misma‑ entre sí (254). Esto es indudablemente un misterio, pero no un absurdo; es incomprensible para el hombre, pero no es contradictorio.

 

Llamándose dos personas “Padre” e “Hijo”, ya se señala que el Hijo es referido al Padre (pero el Padre no crea al Hijo: una criatura no puede ser Dios) (240). Los evangelios enseñan que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo conjuntamente (244 y 246). Estas relaciones entre las personas son lo único que las distingue, porque por lo demás cada una es enteramente y por igual Dios (255). Por ello también las acciones “hacia fuera” de Dios ‑por ejemplo, la creación‑ son de las tres Personas conjuntamente (258). (Se hizo hombre sólo la Segunda Persona, el Hijo; la explicación es que la acción la realizan los Tres, pero el receptor sólo es una Persona: la Segunda).

 

Este misterio revela que Dios, en su intimidad, no es un “Yo” solitario, sino un “Nosotros”, una comunidad de personas. Lo cual nos enseña que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, no está hecho para encerrarse en sí mismo, sino para darse a los demás; sólo así se puede perfeccionar y ser feliz. Ahora bien, ¿es éste el único motivo por el que se nos revela este misterio? No. Jesucristo lo muestra sobre todo porque al hacerse hombre nos permite participar de su condición divina, y así estamos llamados a “entrar” en la intimidad divina, en la vida intratrinitaria (260), de la que ya tenemos una primicia en la vida terrena con la llamada “gracia santificante” ‑recibida por primera vez en el Bautismo‑, aunque la recibiremos plenamente en la gloria del cielo.

 

3. Consecuencias prácticas.

Puede distinguirse entre las derivadas de Dios Uno y las derivadas de Dios Trino, bien entendido que estas últimas asumen las primeras.

 

‑ “Creer en Dios, el único, y amarlo con todo el ser tiene consecuencias inmensas para toda nuestra vida” (222): es reconocer la grandeza y la majestad de Dios; es vivir en acción de gracias; es reconocer la unidad y la verdadera dignidad de todos los hombres, es usar bien de las cosas creadas; es confiar en Dios en todas las circunstancias (223-227).

 

‑ La Trinidad y nuestra participación en ella nos muestran en primer lugar la dimensión sobrenatural de la dignidad humana: somos hijos de Dios (hijos en el Hijo), un título mucho más elevado que el de ser hombre a secas; y de este modo también se pone de manifiesto la dimensión moral de la conducta que se espera de nosotros: estamos llamados a obrar no ya como “buenas personas”, sino como hijos de Dios.

 

‑ Además, nos enseña a valorar la gracia que recibimos en el Bautismo, y a esforzarnos para no perderla por el pecado grave.

 

‑ Y esta llamada a participar de la intimidad divina es una invitación a poner los medios para adquirir un trato íntimo con Dios por medio de la oración.

 

 

 

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

‑ POLO CARRASCO, Jesús, 50 preguntas sobre Dios, folletos MC, n° 502.

 

Libros que requieren cierta formación:

‑ JUAN PABLO 11, La existencia de Dios, y La Santísima Trinidad, folletos MC nn. 419 y 421.

‑ TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 32‑44.

‑ KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 167‑170.


 

 

IV. Tema - La Creación

1. Dios crea de la nada.

“Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gen 1, 1): así empieza la Biblia. También la razón puede conocer esta verdad (286), pues fuera de lo hecho por Dios sólo queda el mismo Dios y la nada, y la omnipotencia divina es la única capaz de crear “de la nada”: hacer que algo exista donde antes no había nada (296 y 338).

Dios crea libremente, sin necesidad alguna de hacerlo ‑no necesita nada fuera de Sí mismo‑, lo que significa que crea por pura liberalidad que procede de su bondad y amor. El fin de la creación sólo puede ser Dios mismo ‑no hay nada fuera de la creación que no sea Dios mismo‑: las criaturas tienen como fin último la gloria de Dios (293 y 295).

Sería absurdo, impropio de Dios y contrario al fin de la creación el que Dios no cuidara de lo creado y no ordenara la creación a su fin (301). Esa solicitud divina recibe el nombre de providencia: “las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección” (302). Abarca a todo ser (303). Es indelegable, pero en su ejecución ‑el gobierno divino‑ participan las criaturas: Dios se sirve de ellas (306).

 

2. Los ángeles y el hombre.

Dios ha creado en los cielos seres puramente espirituales: los ángeles (328 y 330).

 

En el mundo visible, “el hombre es la cumbre de la obra de la creación” (343), y el único creado “a imagen de Dios” (Gen 1, 27): por eso es el único ser personal (356357). Esto se debe a que es el único ser que, además de cuerpo, tiene un espíritu: el alma, principio espiritual de su ser (362‑363). Un mismo ser compuesto de cuerpo y espíritu: es un “espíritu encarnado”, una unidad sustancial ‑en una única sustancia, un único ser‑ de alma y cuerpo (365). El hombre puede perder esta integridad con la muerte, de forma que se destruye gel cuerpo, pero el espíritu ‑el alma‑ sigue en vida, porque lo espiritual es indestructible: el alma humana es inmortal (366). A la vez, el cuerpo participa de la dignidad del alma, es el cuerpo de una persona, no puramente animal (364).

 

Como cabeza del universo visible, corresponde al hombre el dominio del mundo (Gen 1, 28‑30) (358), que realiza sobre todo mediante el trabajo —colaboración con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible— (378). No se trata de un dominio despótico, sito de un gobierno cuidadoso que respeta el don hecho al hombre del mundo. Aquí cobra su auténtico sentido la ecología: el respeto y mejora de la naturaleza, que es un don divino; aunque debe entenderse que la primera ecología es el respeto a la naturaleza del hombre mismo y sus exigencias (373).

 

Característica de la naturaleza humana es su condición de sexuada: Dios crea al hombre como varón y mujer (Gen 1, 27). De su naturaleza personal deriva su igualdad fundamental, así como del plan creador se origina su diferencia y complementariedad: son queridos por Dios el uno para el otro (369‑372).

 

3. El problema del mal.

Cuando Dios realizó la creación, “vio Dios que era bueno” (Gen, 1): de la bondad divina sólo puede salir lo bueno. Pero es evidente que existe el mal en el mundo. ¿Por qué existe? “No se puede dar una respuesta simple” (309), pero la respuesta está en los mismos planes divinos, y en la conducta humana libre:

 

‑ En primer lugar, “Dios quiso libremente crear un mundo «en estado de vía» hacia su perfección última” (310), lo cual supone una limitación en el bien actual de la criatura, y lleva consigo el que surjan cosas nuevas de la destrucción de las antiguas: es el llamado “mal físico”. (También esta característica puede explicar que Dios haya podido querer la posibilidad de un mundo en evolución; lo que no puede ser resultado de la evolución es el alma humana, creada directamente por Dios en cada ser humano).

 

‑ En segundo lugar, la libertad en la que ha sido creado el hombre ‑por ser espiritual‑ le da la posibilidad de pecar: es el “mal moral”, el principal mal. Que además, como consecuencia propia, y como castigo divino (se verá en el siguiente tema), ha traído todo tipo de males (311)

 

‑ Pero, a pesar de todo, la sabiduría divina ha dispuesto las cosas de tal forma que de los males saca bienes mayores (314). Esto se irá viendo conforme se avance en el conocimiento de los planes divinos sobre el hombre. Así, “no hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal” (309).

 

4. Consecuencias prácticas.

Se pueden extraer varias; se señalan algunas:

 

‑ La conciencia de ser creados por Dios debe añadir, al reconocimiento y adoración de Dios, un profundo agradecimiento que se manifieste en el trato con Él.

 

‑ La providencia divina nos lleva asimismo a confiar en Dios en toda circunstancia, también ante situaciones que no comprendemos, y ante males cuyo sentido último no podemos entender; Dios sabe siempre más, y en sus planes todo acaba siendo para bien.

 

‑ La creación nos incita a respetar la naturaleza como obra y don divinos; pero, sobre todo, nos enseña el respeto que merece siempre todo ser humano, sea quien sea, por ser persona, creada a imagen y semejanza de Dios.

 

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

‑ AGUILÓ, Alfonso, Interrogantes en torno a la fe (Ed. Palabra), pag. 27‑33 y 97‑138

‑ARANDA, Gonzalo, El comienzo del mundo y del hombre, folletos MC n° 548.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

‑ JUAN PABLO II, La Creación, y La Providencia divina, folletos MC nn. 434 y 435.

‑TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 45‑50, 56‑65.

‑ KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 37‑49.


 

 

V. Tema - Elevación, gracia y pecado originales

1. La “santidad y justicia originales”.

El relato de la creación del hombre muestra que, en el estado original, la naturaleza humana no estaba como ahora: había una perfecta integridad y armonía. Pero había algo más: el hombre fue constituido en un estado de amistad con Dios que superaba las posibilidades humanas, de forma que había recibido un don de Dios que le hacía participar de su vida divina. Ese don era la gracia de la santidad original (374‑375). “Por la irradiación de esta gracia, todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas. Mientras permaneciese en la intimidad divina, el hombre no debía ni morir (Gen 2, 17; 3, 19) ni sufrir (Gen 3, 16)” (376). Tenía además perfecto dominio sobre sí y sobre el mundo (377).

 

El relato bíblico señala que Dios dio un mandato al hombre (Gen 2, 17): no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, que “evoca simbólicamente el límite infranqueable que el hombre en cuanto criatura debe reconocer libremente y respetar con confianza” (396): la dependencia del Creador y las leyes exigidas por la naturaleza que Él ha creado. El hombre, por ser espiritual, libremente debe aceptar y someterse a Dios (396).

 

Anteriormente ya habían pasado por esa elección los ángeles, sólo que, unos aceptaron someterse a Dios, y gozan de la gloria: los ángeles; y otros rehusaron someterse, y su rebeldía les costó el castigo eterno ‑el infierno‑: los demonios (391‑392). Su odio eterno a Dios les lleva a intentar destruir su obra, y por tanto a intentar apartar a los hombres de Dios.

 

2. El pecado original.

La Sagrada Escritura narra que “el hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (Gen 3, 1‑11) y, abusando de su libertad, desobedeció el mandato de Dios” (397). Era un grave pecado, porque “el hombre se prefirió a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios” (398). “Comer del árbol de la ciencia del bien y del mal” significa que el hombre se erige a sí mismo como determinante del bien y del mal, para someter su vida a su propio criterio en vez del divino.

Este primer pecado tuvo graves consecuencias (399‑400):

‑ La principal es la pérdida de la amistad divina, y por tanto de la gracia

‑ El hombre pierde su integridad y su estado de armonía perfecta: está sujeto al sufrimiento (no al trabajo, que figuraba en el plan inicial de Dios, sino al esfuerzo que a partir de entonces lo acompaña; aparece la muerte; pierde la sujeción de la creación visible, y de las tendencias inferiores a la superiores; la unión entre hombre y mujer está sometida a tensiones.

‑ Su misma naturaleza es herida (no corrompida, como pensaban los protestantes) en su espíritu mismo: su entendimiento y voluntad se debilitan, estando proclives al error y a la fragilidad, y por lo tanto al pecado.

 

Estas consecuencias se han transmitido a todos los demás hombres. En la generación, se transmite la naturaleza humana, privada de la santidad y de la justicia originales; aunque Adán y Eva cometen un pecado personal, ese pecado afectó a la naturaleza humana, que trasmitirán en estado caído. Y aunque ese pecado no tienen en ningún descendiente de Adán carácter de falta personal, se puede hablar de pecado original aludiendo al estado de gracia perdida y naturaleza herida con el que todos venimos al mundo (404‑405). El pecado original es la respuesta ‑que sólo da la Revelación‑ al estado natural actual del hombre, ya que no hay otra manera de poder explicar una fragilidad que no tiene razón de ser en la naturaleza misma (1707).

 

De todas formas, esta condición no debe mover al pesimismo o la desesperanza, ya que “tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, Dios lo llama (Gen 3, 9) y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y el levantamiento de su caída (Gen 3, 15)” (410). La sabiduría y el amor divinos van a tomar ocasión del pecado para reparar el mal con una mayor gloria de Dios y bien para el hombre que antes de la caída. Será el plan divino de la Redención (412).

 

3. Aplicaciones prácticas.

Algunas de las principales son:

‑ La condición humana es una llamada a la humildad: reconocernos como somos en verdad, a causa del pecado original: frágiles y pecadores, en general y en concreto, y, por su fuera poco, tentados por el demonio (1848). Lo cual nos enseña a apoyarnos en la ayuda de Dios, de quienes interceden ante Dios ‑en primerísimo lugar de su madre, Santa María; también se incluye aquí el Ángel de la Guarda‑ y de los demás para el progreso en la virtud (1811).

 

‑ Pero, siendo cierto lo anterior, también esta doctrina es una llamada la esperanza. Dios nos enseña que, sea cual sea nuestra situación o hayan sido nuestros pecados, siempre acude en ayuda del pecador, proporcionándoles el perdón, los medios para vencer en ese esfuerzo ,necesario para obrar bien, y la gloria eterna. No hay aquí lugar ni para la presunción ni para la desesperanza (1821).

 

 

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

‑ TRESE, Leo, La fe explicada .(Ed. Rialp), pag. 61‑77.

 

Libros que requieren cierta formación:

‑ JUAN PABLO 11, Los Santos Ángeles y los demonios, folletos MC n° 431.

‑ KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 35‑40

‑ FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 168‑181.


 

 

VI. Tema - Jesucristo

1. Dios y hombre.

“Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío (...) es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha «salido de Dios» (Jn 13, 3), «bajó del cielo» (Jn 3, 13; 6, 33), «ha venido en carne» (1 Jn 4, 2)” (423). En otras palabras, se ha encarnado la Segunda persona de la Sma. Trinidad. Es un misterio principal de nuestra fe, junto con el misterio central de la Santísima Trinidad, y el principal acontecimiento de la historia.

 

            Los principales hechos y enseñanzas de la vida terrena de Jesucristo están recogidos en los Evangelios (Mateo, Marcos, Lucas y Juan). En ellos se muestra la revelación de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, ante sus contemporáneos, que esperaban un Mesías anunciado: primero revela su poder divino en sus obras, particularmente con sus milagros; y progresivamente se presenta como Hijo de Dios, igual al Padre. Lo revelará con toda claridad primero al grupo elegido de apóstoles (441-442), y más tarde a las autoridades de Israel (443).

 

            Las páginas de los Evangelios muestran a Jesucristo como Dios: realiza milagros en su propio nombre; perdona los pecados (Mc 2, 5-12; Lc 7, 47-50), algo que sólo Dios puede hacer; se muestra como superior a Moisés y los profetas; declara que es anterior a Abraham (Jn 8, 58); confiere a sus Apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 28) y de hacer milagros (Mt 10, 1); y pone de manifiesto una unión con el Padre tal que llega a afirmar que “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30).

 

            Esas mismas páginas lo describen también como hombre auténtico: es engendrado, nace y crece, come y bebe como cualquier ser humano; sufre hambre, sed y cansancio; refleja en su conducta los sentimientos propios de los hombres, como compadecerse de las multitudes, indignarse con la hipocresía de los fariseos, conmoverse e incluso llorar ante la muerte de su amigo Lázaro, o sentir angustia ante su próxima pasión; sufre tentaciones; y acaba su vida terrena muriendo en la Cruz. Verdadero hombre significa no sólo que tiene cuerpo humano, sino también alma humana (466). Es por tanto semejante a nosotros salvo en el pecado (cfr. Heb 4, 15).

 

            Por tanto, “la Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero hombre” (469). ¿Por qué se encarnó? Para salvarnos reconciliándonos con Dios (457) –lo que se analizará en el tema siguiente-; para que nosotros conociésemos así el amor de Dios por nosotros (458); para ser nuestro modelo de santidad (459); y para que, compartiendo nuestra naturaleza humana, nos hiciéramos partícipes de la naturaleza divina por la gracia (460).

 

2. Una persona, dos naturalezas.

Ser Dios y hombre “no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios” (464). El modo en que se realizó esta unión es algo que supera nuestro entendimiento: se trata de un misterio. Pero se puede precisar algo al respecto.

 

            Dios Hijo, el Verbo de Dios, toma para sí –asume- la condición humana, sin dejar de ser Quien es. Hay por tanto en Jesucristo un solo ser, y habla de Sí mismo con un solo sujeto de referencia: un solo “Yo” (nunca un “nosotros”): hay por tanto una única persona, la del Verbo, que no deja de ser Quien era desde la eternidad. A la vez, se dan en Él simultáneamente la condición divina y la humana, lo que se expresa diciendo que tiene dos naturalezas: divina y humana (467-468 y 470).

 

            La existencia de dos naturalezas supone que, en la única persona de Cristo, se encuentra lo propio de la naturaleza por partida doble: hay así dos entendimientos, divino y humano –éste, sujeto a aprendizaje y crecimiento-; y hay dos voluntades, divina y humana, perfectamente armonizadas (471-475). A la vez, lo propio de cada naturaleza se atribuye a la única persona: así puede decirse que “Dios (la persona divina de Jesucristo) nació y murió” (en su naturaleza humana).

 

3. La Santísima Virgen.

Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, sin concurso de varón, pero fue gestado como todo hombre por una mujer, a quien le pidió su libre cooperación (cfr. Lc 1, 26-37). Era “una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María” (488; cfr. Lc 1, 26-27). Por ser su hijo la persona del Verbo divino, es con propiedad la Madre de Dios.

 

            La condición de Madre de Dios coloca a Sta. María en una posición singularísima de unión con su Hijo, en su persona y en su misión. Para serlo y por serlo, “María fue dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (490). Elegida por Dios desde la eternidad, recibió de una plenitud de gracia tan completa que incluye la exención del pecado original (en virtud de la Redención de Jesucristo): es por ello la Inmaculada Concepción (490-493). Por la dignidad que convenía al seno que engendró al Señor, goza también de virginidad perpetua (496-501). Por la especial unión con su Hijo y su misión redentora, fue llevada a la gloria del cielo: es la Asunción (966). En la Cruz nos fue dada como Madre nuestra en el orden de la gracia, y por tanto como Madre de la Iglesia (967-970). Por eso recibe un culto especial, que no es de adoración, pero sí de especial veneración, superior al culto debido a los demás santos (971).

 

4. Aplicaciones prácticas.

Son muchísimas, por girar todo el cristianismo alrededor de la persona de Jesucristo. Aquí se especifican algunas, que podrían resumirse en lo que se dice en el n. 382 de Camino: “Que busques a Cristo: Que encuentres a Cristo: Que ames a Cristo.- Son tres etapas clarísimas. ¿Has intentado, por lo menos, vivir la primera?”

 

- Buscar a Cristo significa, en primer lugar, conocer su persona y su doctrina: leer y meditar los evangelios, y, más en general, procurar adquirir una formación cristiana.

 

- A Cristo se le encuentra sobre todo en el sagrario, a través de un rato de oración diaria, buscando una verdadera amistad con Jesucristo, que siendo Dios y hombre es el principal acceso del hombre a la intimidad con Dios.

 

- Amar a Cristo supone seguirle, pero no sólo con una actitud de fondo, sino también con hechos concretos: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, 15).

 

- Amar a Cristo supone también amar y venerar a su Madre: “A Jesús siempre se va y se ‘vuelve’ por María” (Camino, 495). Conviene así adquirir la práctica diaria de alguna devoción mariana.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 90-102.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en Jesucristo (Ed. Palabra), pag. 17-254  ; de especial interés las pag. 130-165, 208-217 y 241-249. También Jesucristo Salvador (folletos MC 485-486).

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed. Palabra), pag. 61-89.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 48-52.


 

 

VII. Tema - La Redención

 

1. Muerte redentora de Cristo en la Cruz.

Redimir significa rescatar pagando un precio. La humanidad necesitaba ser rescatada de las consecuencias del pecado para recuperar la amistad con Dios y volver a tener abiertas las puertas de la gloria eterna. Dios podía perdonar esa deuda sin más, pero prefirió algo mejor, que satisficiese plenamente su justicia a la vez que mostrase su infinita misericordia. Lo hizo con la Encarnación de su Hijo, cuyo fin principal fue la redención: siendo Dios, sus actos tenían un mérito infinito –que reparaba las ofensas infinitas, por la magnitud del ofendido-; y siendo hombre, como nosotros, podía satisfacer por nosotros (604).

 

            Toda la vida de Cristo es ofrenda redentora al Padre (517), pero por su amor sin límites quiso consumar esa redención con el voluntario sacrificio cruento de su vida, a través de la Pasión y muerte en la Cruz, en perfecta obediencia al designio salvador del Padre (606-607 y 609).

 

            En la Cruz, Jesucristo mereció la salvación para todos los hombres, de una vez por todas. Pero su aplicación a cada persona depende de la libre cooperación y de la participación en los medios con que Jesucristo quiso transmitir los méritos de su Pasión, especialmente los sacramentos.

 

            Además de estos efectos del sacrificio redentor, cabe preguntarse por qué no suprimió las demás consecuencias del pecado original, en particular el sufrimiento y la muerte. Dios pudo hacerlo, pero prefirió dejarnos algo mejor: la posibilidad de participar en la Redención misma, al unir nuestro sufrimiento y muerte con los de Cristo en la Cruz, y añadirles un inmenso valor redentor (428 y 618).

 

2. La Resurrección y la Ascensión del Señor.

La muerte del Señor supuso la separación de alma y cuerpo. En cada parte permanecía la divinidad. La Resurrección de Jesucristo se realiza por su poder divino que une de nuevo ambas partes al tercer día (649). El resucitado es el mismo Jesús, pero con cuerpo glorioso.

 

            La Resurrección es un acontecimiento de enorme importancia. “Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida” (654): “es principio y fuente de nuestra resurrección futura” (655).

 

            “La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina” (659): es la Ascensión. Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre. ‘Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos, (...) está sentado corporalmente después de que se encarnó y su carne fue glorificada’”(663).

 

            “Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación” (670). Sólo queda la última venida de Cristo glorioso como Juez universal. “Cristo es el Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. ‘Adquirió’ este derecho por su Cruz” (679)

 

3. La venida del Espíritu Santo.

Fruto de la Ascensión es el envío del Espíritu Santo a la Iglesia y a los fieles en la fiesta de Pentecostés (Hech 2, 1ss), donde “se manifiesta, da y comunica como Persona divina” (731). Con esa efusión del Espíritu Santo comienza la misión de la Iglesia.

 

            El Espíritu Santo actúa en las almas de los fieles para conducirlos a Dios, y hacerlos partícipes de la vida divina. “Gracias a  este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto” (736).

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- Han sido los pecados de cada uno los que han llevado a Jesús a la Cruz; por eso procuramos un decidido rechazo a todo lo que ofenda a Dios. Contemplando la Pasión, “se siente que el pecado no se reduce a una pequeña ‘falta de ortografía”: es crucificar, desgarrar a martillazos las manos y los pies del Hijo de Dios, y hacerle saltar el corazón” (Surco, 993).

 

- Una contrición auténtica lleva al cristiano a una confesión sincera.

 

- Conviene meditar en la dignidad de hijos de Dios conseguida por Cristo con la Redención, para darse así cuenta que nuestra oración, nuestro trabajo, y todo nuestro comportamiento debe ser el que corresponde a un hijo de Dios. Se nos pide ser santos, porque el hijo debe parecerse al Padre.

 

- Saber que el Espíritu Santo habita en el alma en gracia también debe mover al cristiano: por ejemplo, San Pablo, hablando de la castidad, señalaba: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo” (1 Cor 6, 19-20).

 

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 103-109.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en Jesucristo (Ed. Palabra), pag. 305-449; de particular interés, las pag. 351-362. También La Redención y el pecado (folletos MC 448-449), y Muerte y Resurrección de Jesucristo (folletos MC 524-525).

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 63-65, 91-100 y 111-155.


 

 

VIII. Tema - La Iglesia

 

1. Origen, fundación, misión.

El antiguo pueblo de Israel era un pueblo escogido que había hecho una alianza con Dios. Era la figura del nuevo Pueblo de Dios que surge con la nueva alianza de Jesucristo: la Iglesia (762). Ésta nace del sacrificio de la nueva alianza, realizado en la Cruz (766). Pero ya antes Jesús había anunciado su fundación y la había dotado de una estructura básica, con la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza, cuando le dice a Pedro que “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18) (765).

 

            La Iglesia “recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (768). Agrupa a los fieles, como pueblo y familia, para conducirles al Reino definitivo –proporcionando todos los medios para ello-, e incoando ya este reino en este mundo. “Para realizar su misión, el Espíritu Santo la construye y dirige con diversos dones” (768).

 

            Se puede desglosar la misión de la Iglesia en tres aspectos: misión de enseñar –custodiar, proclamar y enseñar con autoridad la doctrina de Cristo (es el llamado “Magisterio” de la Iglesia)(888-889)-; de santificar –proporcionar todos los medios de salvación, especialmente los sacramentos- (893); y de gobernar a los fieles en lo que se refiere a su fin sobrenatural (894).

 

2. Naturaleza.

La Iglesia es a la vez visible y espiritual: es así “una realidad compleja, en la que están unidos el elemento humano y el divino” (771).

 

            En el aspecto divino la Iglesia es un misterio: forma el Cuerpo (“místico”, para distinguirla de otras realidades) de Cristo. “La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de  luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a Él; siempre está unificada en Él, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia ‘Cuerpo de Cristo’ se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo cabeza del Cuerpo; la Iglesia, esposa de Cristo” (789). Es también, por ello, templo del Espíritu Santo (797.

 

            En su aspecto visible, la Iglesia aparece como una sociedad, con una estructura y unos miembros. La estructura fue dotada por Jesucristo, con una cabeza, que es el sucesor de Pedro y por tanto vicario de Cristo: el Papa (881). La jerarquía se completa con los obispos, que como sucesores de los Apóstoles forman –con el Papa como cabeza- el Colegio Episcopal (883), y suelen gobernar una porción de la Iglesia –la “Iglesia particular” o alguna otra estructura similar- (886); y con los sacerdotes, que son colaboradores de los obispos.

 

            Además, cada uno de los fieles tiene una misión específica que cumplir dentro de la Iglesia. Aparte de la Jerarquía, destacan dos grupos de fieles: los laicos, “que tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios” (898); y los religiosos, que testimonian con su vida que el Reino de Dios no es de este mundo (916), y viven segregados del mundo.

 

3. Notas de la Iglesia.

La Iglesia fundada por Cristo tiene cuatro características que permiten identificarla.

 

- La Iglesia es una. Jesús fundó una única Iglesia, que “subsiste en la Iglesia Católica” (816). Hay unidad en la fe, en los medios de santificación, en la estructura misma. A lo largo de la historia ha habido escisiones que han dado lugar a grupos que se separaron de la comunión plena –en diverso grado- con la Iglesia Católica: son heridas en la Esposa de Cristo que es necesario subsanar (817-819). Conviene aclarar que unidad no es uniformidad: hay dentro de la unidad de la Iglesia una rica diversidad (814).

 

- La Iglesia es santa. Es en sí misma santa por ser Cuerpo de Cristo, a la vez que su Esposa Inmaculada (823). Es santa porque es santificadora: sólo ella posee todos los medios de salvación (824). Es santa porque sólo en ella se encuentran tantos y tales frutos de santidad, aunque en este mundo albergue en su seno tanto a justos como a pecadores (827).

 

- La Iglesia es católica: o sea, universal. Es católica porque “en ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza” (830); y “es católica porque ha sido enviada por Cristo en misión a la totalidad del género humano” (831). Toda salvación viene de Cristo por la Iglesia, pero alcanza también a quien sin culpa suya no pertenece al cuerpo visible de la Iglesia (846-847).

 

- La Iglesia es apostólica. Ha sido fundada sobre los apóstoles, guarda y transmite el depósito a ellos confiados, y sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los sucesores de los apóstoles, en sucesión sin solución de continuidad (857).

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- El amor a la Iglesia debe conducir, entre otras cosas, a conocer bien su doctrina, y por tanto a formarse bien, teniendo en cuenta que “es mala disposición oír la palabra de Dios con espíritu crítico” (Camino, 945).

 

- A la vez, ningún cristiano debe ser un elemento “pasivo” en la Iglesia; todo fiel participa de la triple misión de la Iglesia. Por tanto “profundiza cada día en la hondura apostólica de tu vocación cristiana” (Surco, 211): hay que enseñar la doctrina, acercar a los sacramentos y dar buen consejo cristiano al prójimo, particularmente a los más cercanos: amigos, parientes, etc.

 

- Se debe notar también en las conversaciones que un cristiano tiene a la Iglesia por madre. Hay que saber venerarla y defenderla.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 166-199.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

 

- JUAN PABLO II, Creo en la Iglesia (Ed. Palabra), especialmente pag. 17-34, 91-99, 139-142, 213-217, 272-278, 401-409.

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia (Ed. Palabra).

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed. Palabra), pag. 187-219.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 132-144.

 


 

 

IX. Tema - El más allá

 

1. Muerte y juicio.

“La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino” (1013). No hay otras vidas terrenas. Es algo natural, pero a la vez es un castigo por el pecado; pero, para los que mueren en gracia, la muerte de Cristo le da un nuevo sentido: “es una participación en la muerte del Señor para poder participar también de su Resurrección” (1006).

 

            “El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (1021). Son, respectivamente, el juicio universal y el juicio particular: éste es inmediato; aquél, al final de los tiempos.

 

            “La resurrección de todos los muertos (...) precederá al juicio final” (1038). “Sucederá cuando vuelva Cristo glorioso” (1040). “El juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena” (1039). Además, Dios “pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia” (1040).

 

2. El cielo.

“Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven ‘tal cual es’, cara a cara” (1023). Es el premio eterno.

 

            “Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación” (1027). Pero sí están revelados algunos rasgos fundamentales, y sabemos que “el cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (1024). Su más profunda causa es la contemplación de Dios en su gloria: es la “visión beatífica” (1028).

 

3. El purgatorio.

“Los que mueren en gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (1030): es llamada “purgatorio”. Es una etapa transitoria, que no existirá después del juicio final, donde se decide definitivamente el destino eterno de todos los hombres.

 

            La existencia del purgatorio fundamenta la práctica de rezar y hacer sufragios por los difuntos, pues con ellos se puede aliviar o acortar esta purificación (1032).

 

4. El infierno.

Jesús habla con frecuencia de la existencia de un castigo eterno (1034). “Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, el ‘fuego eterno’. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira” (1035).

 

            Para entender mejor esta realidad hay que tener en cuenta, en primer lugar, que se trata de un castigo o un premio divinos, no humanos, acorde al mérito de Cristo o a la infinita ofensa del pecado. Y, en segundo lugar, que “Dios no predestina a nadie a ir al infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final” (1037); al revés, Dios no quiere que nadie perezca (cfr. 2 Pe 3, 9), y a nadie niega su auxilio para que se salve.

 

5. Aplicaciones prácticas.

 

- La existencia del juicio es una llamada a hacer examen. Para descubrir lo que puede separarnos de Dios, una práctica muy útil es dedicar al final del día unos momentos a hacer examen de conciencia: “Examen. –Labor diaria.- Contabilidad que no descuida nunca quien lleva un negocio. ¿Y hay negocio que valga más que el negocio de la vida eterna?” (Camino, 235).

 

- La consideración del cielo nos debe mover siempre a la esperanza. “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?” (Surco, 891).

 

- El purgatorio debe mover a buscar la purificación aquí en la tierra. Cobra así sentido, entre otras cosas, la práctica de la confesión frecuente.

 

- “Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión” (1036). Surge así el propósito firme de rechazar cualquier pecado, y de reaccionar con una pronta y sincera contrición y de acudir a la confesión frecuente como medio de santificación.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 204-215.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en el Espíritu Santo (Ed. Palabra), pag. 412-417.

- Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna (folletos MC 619).

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 255-262.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 184-188.


 

 

X. Tema - La ley moral y la libertad

 

1. La libertad, don de Dios.

“Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de iniciativa y del dominio de sus actos” (1730). El hombre es libre por naturaleza. Por tener ese dominio, tiene la responsabilidad sobre su vida: “la libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son voluntarios” (1734).

 

            Ahora bien, el que pueda elegir su conducta, hacer esto o aquello, no significa que dé igual hacer esto o aquello: indeterminación no significa indiferencia. El hombre, con sus actos, está llamado a perfeccionarse a sí mismo. Y el hombre no se ha dado el ser a sí mismo –es un don de Dios-: sus características fundamentales –su naturaleza- son algo recibido, y por tanto lo que les conviene o no, en sus rasgos fundamentales, es algo que le viene dado, y que corresponde descubrir con la razón. En una palabra, el hombre no es Dios, y no tiene por tanto una completa autonomía sobre sí mismo (1740): es una criatura, y como tal tiene que reconocerse y aceptar sus consecuencias (1739).

 

            Por tanto, la libertad permite que podamos hacer el mal, pero tiene sentido sólo cuando se dirige a obrar el bien. Además, la libertad misma se refuerza en la práctica del bien –perfecciona al hombre, le hace más libre- (1733), y se deteriora cuando se obra mal, pues genera vicios que hacen a la voluntad esclava de las pasiones.

 

2. La ley natural.

Se suele entender por “ley” una ordenación racional que regula la actuación. En el mundo material, la actividad es irracional, y sus leyes —las llamadas “leyes físicas” (o biológicas), como la de la gravedad—,se cumplen inexorablemente por el orden establecido por el Creador. En cambio, en la conducta específicamente humana, por ser racional y libre, la ley prescribe una actuación que debe ser racional y libre: es la “ley moral”. No se opone a la libertad, sino que la supone. Pero a la vez manifiesta que el hombre no tiene una autonomía absoluta: tiene una libertad limitada, porque tiene un ser limitado.

 

            La ley moral supone el orden racional establecido por Dios, tiene por objeto el bien del hombre con miras a su fin (cfr. 1951). Así, “la ley es declarada y establecida por la razón como una participación en la providencia del Dios vivo” (1951). Le dirige al bien, señalando qué debe hacer para conseguir el bien propio y el común. Por ser racional, busca ser entendida; sólo a quien no tiene la disposición de hacer el bien, le mueve con la amenaza de un castigo en caso de incumplimiento.

 

            La ley natural es la que señala los imperativos fundamentales derivados de la condición humana: o sea, de la naturaleza humana. “Expresa el sentido moral original que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira” (1954). “Se llama natural no por referencia a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la naturaleza humana” (1955). Aunque su autor sea Dios, no puede verse como una imposición “desde fuera”: es su autor por ser el Creador del hombre, y éste descubre en sí mismo las exigencias morales fundamentales. Así, presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón “expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus derechos y deberes fundamentales” (1956).

 

            Por referirse al hombre en cuanto tal, la ley natural “es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres” (1956). Por la misma razón, “la ley natural es inmutable y permanece a través de las variaciones de la historia.

 

3. Otras leyes.

En primer lugar, están las leyes reveladas por Dios en el Antiguo Testamento. Se centran en el Decálogo –los Diez Mandamientos-, que son un resumen de los principales preceptos de la ley natural.

 

            Con Jesucristo llegó la nueva ley evangélica o ley de la gracia, pues es la que corresponde a la elevación del hombre a la condición de hijo de Dios por la gracia. Al igual que la gracia no altera la naturaleza, la nueva ley no abroga la ley natural: “la Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley” (1968). Pero, como la gracia eleva la naturaleza, la nueva ley eleva la ley natural, al pedir que sea vivida en la caridad sobrenatural: amando como Cristo nos amó y nos ama (1970 y 1972). Su expresión más característica es el Sermón de la montaña evangélico (1968).

 

            Hay también leyes humanas, derivadas de la autonomía de que goza el hombre para organizar su vida y la necesidad de la vida en sociedad. Sólo son justas si responden a la dignidad humana –si no son contrarias a la ley natural- y favorecen el bien común. En ese caso, se deben obedecer como exigencia moral (1899). Pero si no es así –si son injustas- no existe esa obligación (1903): en realidad, una ley injusta no merece el título de “ley”.

 

            El cristiano debe ser consciente de que, por tener la Iglesia una dimensión de sociedad visible, necesariamente debe emanar unas normas –son las leyes eclesiásticas- que demandan obediencia en conciencia.

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- El sentido de la libertad nos debe hacer considerar que Dios respeta la libertad humana y ofrece su amistad, no la impone. La respuesta digna sólo puede ser la entrega libre: “Nunca te habías sentido más libre que ahora, que tu libertad está tejida de amor y de desprendimiento, de seguridad y de inseguridad: porque nada fías de ti y todo de Dios” (Surco, 787).

 

- La razón y la libertad son bienes preciosos que hay que cuidar, manteniendo a raya las apetencias que pretenden imponerse y gobernar nuestra vida: “Di a tu cuerpo: prefiero tener un esclavo a serlo tuyo” (Camino, 214). Por eso se hace necesario mortificar el cuerpo y la comodidad: “minuto heroico”, caprichos, posturas, etc., etc.

 

- La dignidad y necesidad de la ley hace digna y necesaria la obediencia: no sólo a la Ley de Dios, sino también a toda autoridad legítima en su ejercicio legítimo: padres, leyes civiles, leyes de la Iglesia, otras autoridades.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 219-225.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, nn. 35-53.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 145-151, 162-163.


 

 

XI. Tema - La conciencia. El pecado

 

1. La conciencia moral.

“La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho” (1778). El hombre, de manera natural, estima su propia conducta como conveniente o inconveniente desde el punto de vista del bien supremo: el bien moral.

 

            La conciencia valora en acto concreto, y así “hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados” (1781). Por eso “el hombre tiene el derecho de actuar en conciencia” (1783), y debe obedecer su dictamen (1790).

 

            Sería sin embargo un error contraponer la conciencia a la ley moral, o considerar que su juicio puede ser ajeno a ella. Por ser la conciencia un juicio, necesita unos “elementos de juicio”, unas premisas, que encuentra en su conocimiento sobre el bien y el mal: en el conocimiento de la ley moral. “La verdad sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el dictamen prudencial de la conciencia” (1780).

 

            La conciencia, como parte del corazón de la persona, puede tener las insuficiencias o los errores de éste (1790). Por eso, “hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz” (1783). Sobre este tema hay que tener en cuenta varias cosas:

 

- La ignorancia “puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal” (1791).

 

- Aunque no fuera así –por ejemplo: en la conciencia “invenciblemente errónea”-, si se actúa mal lo hecho “no deja de ser un mal, una privación, un desorden” (1793).

 

- La percepción de los primeros principios morales es evidente a la conciencia humana; por mucho que se oscurezca la conciencia, no llega a producir error sobre ellos.

 

- La conciencia puede dudar ante situaciones concretas, sobre todo las más difíciles. En esos casos se hace un deber moral procurar salir de la duda, lo que es posible sobre todo gracias a “la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y sus dones” (1788).

 

2. El pecado.

«El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo» (1849). El pecado es el acto moralmente malo, y por eso mismo es una ofensa a Dios —pues va contra el amor que Dios nos tiene—, y aparta de Él nuestros corazones (1850). Otra definición es “una palabra, acto o deseo contrario a la ley de Dios”.

 

            Hay muchos tipos de pecados, y distintas clasificaciones, pero la más importante es la que distingue entre dos tipos:

 

- Pecado mortal (o grave): es el pecado en su sentido más pleno. Tiene unas serias consecuencias: destruye la caridad –quita la gracia-; aparta al hombre de Dios, que es su bienaventuranza eterna –por eso, si no se rectifica, conduce al infierno- (1855). “Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (1857).

 

- Pecado venial (o leve): “Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento” (1863). No es por tanto un apartamiento de Dios en sentido pleno, y por eso sus efectos son menos radicales, aunque sean dañinos: “debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral; merece penas temporales” (1863).

 

3. Aplicaciones prácticas.

 

-  Uno de los medios más eficaces de formar bien la conciencia es adquirir esa guía del alma que se denomina “dirección espiritual”. “Conviene que conozcas esta doctrina segura: el espíritu propio es mal consejero, mal piloto, para dirigir el alma en las borrascas y tempestades, entre los escollos de la vida interior. Por eso es Voluntad de Dios que la dirección de la nave la lleve un Maestro, para que, con su luz y conocimiento, nos conduzca a puerto seguro” (Camino, 59).

 

- En temas anteriores ya se aludía a las penas merecidas por el pecado mortal, y a la necesidad de acudir al sacramento de la Penitencia. Pero conviene añadir que hay que esforzarse por erradicar el pecado venial, sobre todo el deliberado, ya que “el pecado venial deliberado y que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado mortal” (1863). “¡Qué poco amor de Dios tienes cuando cedes sin lucha porque no es pecado grave!” (Camino, 328).

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 79-89 (sólo sobre el pecado).

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor, nn. 54-64 y 69-70.

- LORDA, Juan Luis, Moral. El arte de vivir (Ed. Palabra), pag. 58-67 y 95-97.


 

 

XII. Tema - El amor a Dios (primer y segundo mandamientos)

 

1. Fe, esperanza y caridad.

“El primero de los preceptos abarca la fe, la esperanza y la caridad” (2086).

 

            “Nuestra vida moral tiene su fuente en la fe en Dios que nos revela su amor (2087). “El primer mandamiento nos pide que alimentemos y guardemos con prudencia y vigilancia nuestra fe y que rechacemos todo lo que se opone a ella” (2088). Se peca contra la fe cuando hay rechazo total de ella –apostasía-, o negación o duda persistente de algunas verdades que deben creerse –herejía-, menosprecio o rechazo de prestarle asentimiento –incredulidad- (2089), o se admiten dudas voluntarias (2088); también, cuando se rechaza la comunión eclesial –cisma-.

 

            La esperanza es aguardar confiadamente la bendición divina y la bienaventuranza eterna y el auxilio de Dios para alcanzarla (2090). Se oponen a ella los pecados de desesperación, cuando se deja de esperar esos bienes (2091); y la presunción, cuando “o bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divina (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito)” (2092).

 

            “El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de Él” (2093): es la caridad. Se oponen a ella: su desprecio o descuido –indiferencia-; la ingratitud; la vacilación o negligencia en responder al amor divino –tibieza-; el rechazo del gozo que viene de Dios y el sentir horror por el bien divino —la pereza espiritual—; y el peor de los pecados: el odio a Dios (2094).

 

2. La virtud de la religión.

Consiste en reconocer la supremacía de Dios y “dar a Dios lo que en toda justicia le debemos en cuanto criaturas” (2095). Nos obliga así a dar culto a Dios, que incluye varios aspectos, entre los que figuran:

 

- Adoración: es “reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso” (2097).

 

- Oración: elevación del espíritu hacia Dios. Los evangelios están llenos de invitaciones a la oración.

 

- Sacrificio: obra que se hace con el fin de unirnos a Dios. Sobre todo importa el sacrificio hecho con participación interior o en relación con el amor al prójimo. El sacrificio exterior debe ser expresión del sacrificio espiritual. El único sacrificio perfecto es el de Cristo en la Cruz (2099-2100).

 

- Culto: personal y colectivo. Se expone más detalladamente al tratar del tercer mandamiento.

 

Existe el deber social de la religión y el derecho a la libertad religiosa. Todos los hombres están obligados a buscar la verdad. Este deber se desprende de la misma naturaleza humana. El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado.

 

Por otra parte, existe un derecho a la libertad religiosa, que no es ni la permisión moral de adherirse al error, ni un supuesto derecho al error, sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil en materia religiosa por parte del poder político.

 

            Se oponen a la virtud de la religión los pecados de idolatría (divinizar lo que no es Dios (2113), politeísmo (adorar a varios dioses) (2112), adivinación en sus diversas formas (por negación o rechazo, al menos implícito, de la providencia divina) (215-216), las prácticas de magia y hechicería (se pretende dominar poderes sobrenaturales), espiritismo (trato con espíritus por motivos de adivinación o magia) (2117), la tentación a Dios (poner a prueba la bondad o la omnipotencia divina) (2119), el sacrilegio (profanar o tratar indignamente cosas sagradas, especialmente los sacramentos) (2120), y la simonía (compra o venta de cosas espirituales) (2121).

 

            También, “en cuanto rechaza o niega la existencia de Dios, el ateísmo es un pecado contra la virtud de la religión” (2125). El juicio moral sobre el agnosticismo (no pronunciarse sobre la existencia de Dios o aceptarla, pero como la de un ser lejano del que no se sabe nada y que no puede revelarse), es algo más matizado: “el agnosticismo puede contener a veces una cierta búsqueda de Dios, pero puede igualmente representar un indiferentismo, una huida ante la cuestión última de la existencia, y una pereza de la conciencia moral. El agnosticismo equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico” (2128).

 

3. El nombre del Señor.

“El segundo mandamiento prescribe respetar el nombre del Señor. Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión y regula más particularmente el uso de nuestra palabra en las cosas santas” (2142).

 

            “El fiel cristiano debe dar testimonio del nombre del Señor confesando su fe sin ceder al temor” (2145), manifestando adoración y respeto. Se oponen la blasfemia (proferir contra Dios o lo sagrado palabras de odio, reproche, desafío, injuria, o recurrir al nombre de Dios para justificar maldades) (2148), el uso mágico del nombre de Dios (2149), y el abuso (todo uso inconveniente) del nombre de Dios (2146). También es pecado contra este mandamiento no cumplir las promesas a Dios o los juramentos –en este caso, también su falsedad-, o hacerlos prometiendo algo reprobable (se pretende hacer a Dios cómplice del pecado) y, en menor medida, el juramento irresponsable o por trivialidades (2101-2102, 2150-2155).

 

4. Aplicaciones prácticas.

En este tema, tratándose de aspectos prácticos de la conducta, todo lo que se expone es de aplicación práctica inmediata. Para ilustrar el aspecto práctico, en Camino hay capítulos específicos de “Fe” y “Amor de Dios”; vid. también la voz “esperanza” del índice analítico.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 240-279.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en Dios Padre (Ed. Palabra), pag. 95-98.

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, homilías Vida de fe, La esperanza del cristiano y Con la fuerza del amor.

- TRESE, Leo, Puedes volar como las águilas (Ed. Palabra), pag. 41-77.

- LORDA, Juan Luis, Moral. El arte de vivir (Ed. Palabra), pag. 201-220.


 

 

XIII. Tema - El día del Señor (tercer mandamiento)

 

1. “El día séptimo”.

En la antigua alianza, Dios puso una medida al pueblo elegido para el culto a la vez que para el descanso: un día de cada siete –el sábado- era día “santamente reservado a la alabanza de Dios” (2171) y al descanso (2172).

 

            En la nueva alianza el acontecimiento central es la Resurrección del Señor, acaecida el domingo. Desplazó así al sábado, pues “para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, el ‘domingo’” (2174). “La celebración del domingo cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular” (2176). “La celebración dominical del día y de la Eucaristía  del Señor –sacrificio de la nueva alianza- tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia” (2177).

 

2. El precepto dominical.

“El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: ‘El domingo y las demás fiestas de precepto todos los fieles tienen obligación de participar en la misa’” (2180), “a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave” (2181).

 

            Debe notarse que “participar” es algo más que “asistir”; es “participar del misterio redentor de Cristo”. Tiene como manifestaciones externas la presencia activa y atenta, propia del fiel cristiano, que nunca es un espectador en misa, sino que (por el carácter sacerdotal del bautismo), participa en la celebración divina, aunque de manera distinta a la del celebrante.

 

            El precepto no se limita a la celebración eucarística. Esos días “los fieles se abstendrán de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de obras de misericordia, el descanso necesario del espíritu y del cuerpo” (2185). En este aspecto, excusan las necesidades familiares o de gran utilidad social. De ahí que, “en el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben esforzarse por obtener el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales” (2188).

 

            No existe obligación de recibir la comunión cada domingo, aunque es muy recomendable si se tienen las disposiciones necesarias (estar en gracia y guardar un ayuno eucarístico de una hora). El precepto en este aspecto es comulgar al menos por Pascua (2042).

 

3. Santificación del trabajo y del descanso.

La existencia de un día especialmente consagrado a Dios, tiene también una referencia al resto de los días, ya que los fieles se unen al sacrificio de Cristo con el ofrecimiento de sus trabajos y su vida. Todos los fieles, y en particular los laicos, “están llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos (...) consagran el mundo mismo a Dios” (901).

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- Se pueden ofrecer diversos ejemplos de piedad en la santa Misa, con el apoyo del capítulo de Camino “La Santa Misa”.

 

- La santificación del descanso invita a cristianizar las formas de descanso y diversión. “Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares.- Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos. Pide al Señor que haya quien trabaje en esa labor de urgencia, que podemos llamar ‘apostolado de la diversión’” (Camino, 975).

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 279-285.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Carta Apostólica Dies Domini: toda la carta trata de este tema, pero un resumen de la misma se encuentra en la introducción y la conclusión de la misma; sobre el precepto en sí mismo, vid. nn. 46-48.


 

 

XIV. Tema - La familia (cuarto mandamiento)

 

1. La familia en el plan de Dios.

“Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental” (2203). De su naturaleza matrimonial nacen unos vínculos particulares y muy fuertes, que exigen un amor particular, que se desarrolla de diversos modos según la relación: padre o madre, hermano/a, hijo/a, etc. Asimismo “implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes” (2203).

 

            La familia es también “la célula original de la vida social. (...) La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad” (2207). En ella se educan principalmente las personas. Por eso la sociedad y los poderes públicos deben ayudar y defender a la familia; entre otros aspectos reconociendo como familia sólo lo que es auténticamente tal (2209-2210).

 

            La familia cristiana es algo más: “es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo” (2205). Puede y debe llamarse “iglesia doméstica” (2204). Educa en la fe y en la piedad, y es evangelizadora y misionera (2205).

 

2. Deberes de los miembros de la familia:

 

- Por parte de los hijos, deben un respeto que “se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une” (2214), que “está hecho de gratitud” (2215), y permanece siempre. Deben obediencia, pero cesa este deber al emanciparse, aunque deban después solicitar su consejo (2217). Los hijos mayores deben ayudar a sus padres, particularmente en situaciones de necesidad y vejez (2218). El respeto a los padres “irradia en todo el ambiente familiar” (2219) y fundamenta las relaciones entre hermanos y otros familiares (abuelos, etc.). También se debe un especial agradecimiento a quienes han contribuido a educar en la fe (2220).

 

- Por parte de los padres. “La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la procreación de los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y su formación espiritual. (...) El derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e inalienables” (2221); son los primeros responsables de su educación (2223). Deben tratarlos y educarlos como personas humanas e hijos de Dios (2222). El hogar debe ser una escuela de virtudes (2223-2224). “Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos” (2225). A los hijos que dependen de sus padres, éstos deben proveer a sus necesidades físicas y espirituales (2228). De particular importancia es el derecho y el deber de elegir para ellos una escuela conforme a sus convicciones (2229). Por otra parte, deben respetar las decisiones legítimas de sus hijos; éstos “tienen el deber y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida” (2230); pueden y deben aconsejar, pero no imponer. Entre estas decisiones, destaca la referente a la vocación singular que viene de Dios: “los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla” (2232). Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos.

 

3. Autoridades y súbditos.

El cuarto mandamiento se extiende también a esta relación. “Toda comunidad humana necesita una autoridad que la rija” (1898). Es necesaria la autoridad para la unidad de la sociedad.

 

- Deberes de las autoridades. “Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio” (2235), no como un dominio a su arbitrio. “Deben ejercer la justicia distributiva con sabiduría”, manifestando una justa jerarquía de valores (2236). “La autoridad sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos” (1903). Supone el respeto a la persona y sociedades de orden inferior, ya que su desarrollo es parte del bien común: es el principio de subsidiaridad (1883-1884).

 

- Deberes de los súbditos. El principal deber es la obediencia a la autoridad legítima en su ámbito propio. Es una obediencia que se ha de manifestar en cooperar con la autoridad “al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad” (2239), y que “impone a todos la obligación de dar a la autoridad los honores que le son debidos” (1900). “La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país” (2240). Forma parte de este mandamiento el amor ordenado y el servicio a la patria (2239). En cambio, “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio” (2242).

 

4. Aplicaciones prácticas. En este tema, tratándose de aspectos prácticos de la conducta, todo lo que se expone es de aplicación práctica inmediata. Convendrá poner algún ejemplo concreto dependiendo de la situación familiar de los asistentes. Para ilustrar el aspecto práctico, si los asistentes son padres, pueden utilizarse los nn. 18 y 689-693 de Forja, y el n. 22 de Surco; para los hijos, los nn. 19 y 21 de Forja.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 286-292.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, nn. 21-27.


 

 

XV. Tema - El respeto a las personas (quinto mandamiento)

 

1. El respeto a la vida humana.

La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término” (2258). Atentan contra la vida, entre otras conductas:

 

- El homicidio voluntario (2268) –en menor medida, también el imprudente (2269)-. Hay que advertir que no solo no es inmoral la legítima defensa, sino que puede ser un deber grave cuando responde, con medios proporcionados, a una agresión injusta (2263-2265); puede ser legítima defensa del bien individual o del bien común. En este último caso, la enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye el recurso a la pena de muerte (2267) o a la guerra (2309), pero sólo si fuera el único camino posible para poner fin a la agresión injusta.

 

- El suicidio: “es gravemente contrario al justo amor de sí mismo” (2281) y ofende a Dios, pues “somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado” (2280). De todas formas, si median trastornos psíquicos graves pueden disminuir su responsabilidad (2282). No se debe desesperar de la salvación eterna del suicida: Dios puede facilitar la oportunidad de un arrepentimiento salvador (2283).

 

- El aborto provocado. “La vida humana debe ser respetada de manera absoluta desde el momento de la concepción” (2270). “El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral” (2271). Si se produce el aborto, se incurre en pena de excomunión, que se extiende también al cooperador formal (2272). Las leyes civiles que lo permiten son injustas (2273).

 

- La eutanasia. “Cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable” (2277). No se debe confundir con el uso de tratamientos paliativos que indirectamente pueden suponer el riesgo de acortar una vida, porque en este caso la muerte no es pretendida, sino solamente prevista y tolerada como inevitable (2279). Tampoco se puede confundir la eutanasia con la interrupción u omisión de tratamientos demasiado onerosos o desproporcionados, que puede ser legítima (2278-2279).

 

2. El respeto a la dignidad humana.

Engloba multiplicidad de aspectos; destacan:

 

- El respeto del alma del prójimo. “El respeto a la persona humana supone respetar este principio: «Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo’, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente»” (1931). Lo cual pide que se de buen ejemplo a los demás, y que se ayude a hacer el bien. Se opone el escándalo, que consiste en “la actitud o el comportamiento que induce a otro a hacer el mal” (2284), más grave cuanto mayor sea el pecado, la autoridad del autor y la indefensión de la víctima.

 

- El respeto de la integridad corporal. Van contra ella conductas como la tortura, el secuestro, las lesiones injustamente provocadas, y las amputaciones y mutilaciones, salvo cuando la salud del cuerpo las exige. Se incluyen entre éstas las esterilizaciones, sean forzosas o voluntarias (2297).

 

- El respeto de la salud. “La moral exige el respeto a la vida corporal, pero no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a promover el culto del cuerpo” (2289). Abarca tanto a la salud física como a la psíquica. Es un grave atentado contra ella el uso de la droga fuera de necesidades estrictamente terapéuticas (2291). También va contra este aspecto “el abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas” (2290).

 

- El respeto a los muertos. Un cadáver no es una persona, pero, por su referencia a la persona, “los cuerpos de los muertos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu Santo” (2300). Ello no obsta para que sus órganos puedan  servir para transplantes, si hay previo consentimiento, o lo dan los familiares (2296).

 

3. Otros aspectos.

“El Sermón de la Montaña (...) añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza” (2262). Sobre la ira hay que precisar que el rechazo se refiere a la ira injusta o incontrolada, pues a veces es legítimo –parte de la fortaleza- un enfado legítimo y gobernado por la recta razón; el Señor mismo se enfadó en alguna ocasión contra los fariseos o los mercaderes del templo (cfr. Mc 3, 5; Jn 2, 13ss). Pero conviene destacar que el heroísmo en la caridad nos debe llevar al heroísmo del perdón, inalcanzable muchas veces sin la ayuda de la gracia (2842-2845).

 

            El respeto debido a los demás también se debe manifestar en las palabras. Es por tanto rechazable el maltrato de palabra: la injuria.

 

4. Aplicaciones prácticas.

En este tema, tratándose de aspectos prácticos de la conducta, todo lo que se expone es de aplicación práctica inmediata. Convendrá poner algún ejemplo concreto dependiendo de las circunstancias de los asistentes. Para ilustrar el aspecto práctico, pueden servir los siguientes puntos: Camino 795 y 452; Surco 245, 727, 745 y 805.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 293-298.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Encíclica Evangelium vitæ, nn. 52-77

- LORDA, Juan Luis, Moral. El arte de vivir (Ed. Palabra), pag. 139-151.


 

 

XVI. Tema - El respeto a la sexualidad humana (sexto y noveno mandamientos)

 

1. Naturaleza de la sexualidad y la castidad.

“La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear, y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro” (2332). Es una realidad creada por Dios que, para la naturaleza humana, debe vivirse de modo humano: orientándola a la vocación al amor (2331), ordenando la dimensión corporal a la espiritual.

 

            “La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad (...) se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la integralidad del don” (2337). En consecuencia, “la castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado” (2339). “La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual” (2345). Requiere una ascética, que combina los medios humanos –prudencia incluida- y los sobrenaturales (2520), y supone un esfuerzo que dura toda la vida (2342).

 

            “Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar” (2333). “La sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer” (2360). La relación sexual fuera del matrimonio es siempre gravemente desordenada. Fuera del matrimonio, la entrega de sí debe discurrir por vías ajenas a la sexual: viven la castidad en la continencia (2349). También la deben vivir los novios; a veces resulta costoso, pero “en esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios” (2350, 2391).

 

            Hay una múltiple variedad de pecados contra la castidad. El nombre genérico es lujuria: búsqueda desordenada del placer venéreo (2351). Algunos pecados más específicos –todos graves de por sí- son la masturbación (lujuria solitaria) (2352), la fornicación (unión carnal entre hombre y mujer no casados), la violación (forzar o agredir con violencia la intimidad sexual) (2356), la prostitución (comercio carnal) (2355) y la pornografía (exhibición pública de sexualidad) (2354).

 

            La castidad exige también la purificación del corazón, mediante la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior (sentidos, imaginación, rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros) (2520). La pureza exige también el pudor (2521), que preserva la intimidad de la persona, al guardar lo que debe permanecer velado (sentimientos, el cuerpo humano…). Es necesaria una purificación del clima social, que evite la permisividad de las costumbres (2525-2526).

            Hay personas afectadas por la homosexualidad (atracción sexual exclusiva o preferente por personas de su sexo). Es un trastorno, con origen psíquico, de causas complejas y sólo en parte conocidas. Un número apreciable de hombres y mujeres presenta tendencias homosexuales arraigadas. Es una inclinación objetivamente desordenada; y para la mayoría de las personas que lo padecen es una auténtica prueba. Como toda persona, merecen respeto, pero los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados (2357). No es moralmente admisible que canalicen su afectividad a través de esos actos (2359), ni intentando una unión con pretendida semejanza a la conyugal.

 

2. La castidad conyugal.

“Los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud” (2362). En esa unión “se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida” (2363). No se pueden separar unión conyugal y fecundidad. Si se busca la fecundidad sin unión sexual –por ejemplo, en la llamada fecundación in vitro-, se olvida que “el niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y complemento” (2366): el hijo se engendra por la donación mutua de dos personas, no se fabrica con el poder de la técnica (2377). Si se busca la unión impidiendo artificialmente su fecundidad, se desnaturaliza la sexualidad, desviándola de su fin, lo que es gravemente desordenado (2370).

 

Las familias numerosas son un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres (2372). Los esposos deben aceptar los hijos que Dios les envía –son un don, no un derecho (2378)- con responsabilidad. Si hay razones justificadas, los esposos pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este caso, deben cerciorarse de que ese deseo no nace del egoísmo. El carácter moral de esa intención debe determinarse a partir de criterios objetivos, que conservan el sentido de la donación mutua y de la procreación humana; esto es imposible sin un cultivo sincero de la castidad conyugal (2368). En esos casos justificados moralmente, la continencia periódica, o los llamados “métodos naturales de regulación de la fertilidad”, se diferencian moralmente de la anticoncepción artificial; consiguen lo pretendido, mediante la abstinencia en los periodos fértiles, no desnaturalizando el acto. Así, “estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica” (2370).

 

El matrimonio exige fidelidad en los cónyuges. “La alianza contraída libremente por los esposos les impone la obligación de mantenerla una e indisoluble” (2364). Se opone a ella el divorcio, que “es una ofensa grave a la ley natural” (2384), y por tanto un pecado grave en quien lo promueve. Distinta es la separación con mantenimiento del vínculo, que puede ser legítima por motivos graves en algunos casos previstos (2383). También se opone a la ley moral la unión de vida conyugal sin querer contraer vínculo jurídico y público: la unión libre (2390). Otro grave atentado es la infidelidad conyugal: el adulterio (2380).

 

3. Aplicaciones prácticas.

En este tema, tratándose de aspectos prácticos de la conducta, lo que se expone es de aplicación práctica, conforme a la situación concreta de cada uno. Para ilustrar el aspecto práctico, en Camino y Surco hay capítulos específicos (“Santa pureza” y “Pureza” respectivamente): los puntos más adecuados variarán según el tipo de asistentes, pero en todo caso conviene incluir alguno que trate sobre los medios ascéticos para vivir bien la virtud de la castidad.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 299-306.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, nn. 28-35 y 79-84.

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, homilía Porque verán a Dios.

- LORDA, Juan Luis, Moral. El arte de vivir (Ed. Palabra), pag. 159-180.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 124-128.


 

 

XVII. Tema - Propiedad y justicia (séptimo y décimo mandamientos)

 

1. El respeto de la persona en sus bienes.

“El séptimo mandamiento prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes. Prescribe la justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres” (2401). Hay un derecho a la propiedad privada (2403), porque garantiza la libertad y dignidad de las personas (2402), pero debe aprovechar al bien común, pues el mundo fue dado por Dios a toda la humanidad (2404). Tres virtudes se ponen aquí en juego: la templanza, que modera el apetito de los bienes (si no se tiene, se cae en la codicia); la justicia, que inclina a dar a cada uno lo suyo (su carencia es la injusticia); y la solidaridad, que lleva a compartir con el necesitado (quien carece de ella es egoísta) (2407).

 

            “Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento” (2409). El caso típico es el robo, es decir, la usurpación injusta del bien ajeno (2408). Pero hay muchos más tipos de injusticia, como “retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio, pagar salarios injustos, elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas” (2409), el incumplimiento de los contratos justos (2410), o esclavizar o tratar a seres humanos como pura mercancía (2414). También exige el mandamiento el respeto y cuidado de la creación, patrimonio de la humanidad (2415).

 

            La injusticia exige su reparación; cuando es posible, debe consistir en la devolución de lo injustamente retenido al legítimo dueño (2412). Si no es posible, el llamado “enriquecimiento injusto” exige desprenderse de lo así adquirido: se restituye al directo damnificado, o al bien común, que también sale dañado de la injusticia.

 

2. La actividad económica y la justicia social.

Las relaciones económicas y sociales a cualquier nivel son actividades humanas, y por ello, en cuanto están ordenadas al Bien supremo, están sujetas al orden de la moralidad y al juicio moral de la Iglesia (2420): se forma así la doctrina social de la Iglesia.

 

            Propone esta doctrina varios principios y orientaciones para la acción: el deber primordial del trabajo, necesidad humana por muchos motivos –entre ellos, el de poder ser “un medio se santificación y de animación de las realidades terrenas en Cristo” (2427)-; el derecho a la iniciativa económica (2430); la remuneración de un salario justo (2434). La huelga es moralmente legítima cuando es un recurso inevitable por una reivindicación justa, y se realiza sin violencia (2435).

 

            Otros deberes correlativos: trabajar bien, cumplir las leyes justas que regulan la actividad económica, y cumplir con las cargas que impone el bien común: impuestos, cotizaciones a la seguridad social (2436), evitar discriminaciones injustas (2433), etc.

 

            Forma parte de la tarea de la autoridad propiciar una justa distribución de bienes, sin igualitarismos que eliminan la libertad, pero de forma que todos tengan acceso a lo necesario para una vida digna. Lo mismo ocurre a nivel internacional: es necesaria una solidaridad que apoye a las naciones menos favorecidas (2438-2439).

 

3. Las obras de misericordia y la pobreza de espíritu.

“Son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales” (2447). A la vez, hay que cuidar el no ofrecer como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia (2446). El Evangelio invita a ver al mismo Cristo en el necesitado (cfr. Mt 25, 31-46), y la Iglesia misma ha dado y da ejemplo a través de numerosas instituciones y obras asistenciales y de misericordia (2448).

 

            “El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta” (2445). “Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone ‘renunciar a todos sus bienes’” (2544): se trata del desprendimiento interior –que se manifiesta en lo exterior-, en que consiste la pobreza cristiana como virtud. Por el contrario, “el décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder” (2536).

 

            Además, “el décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia” (2538), que “manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea de forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal” (2539).

 

4. Aplicaciones prácticas.

El tema abarca aspectos prácticos que, en su ejemplificación, varían mucho según el tipo de asistentes y su condición social. Sobre distintos aspectos de la justicia, vid. Surco 228, 300, 307, 702, 973; y Forja 502. Sobre el desprendimiento, hay un capítulo específico en Camino: “Pobreza”. Sobre la limosna, vid. Surco 26.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 307-314.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Encíclica Centesimus annus, nn. 30-37.

- LORDA, Juan Luis, Moral. El arte de vivir (Ed. Palabra), pag. 117-138


 

 

XVIII. Tema - El vivir en la verdad y el respeto de la fama (octavo mandamiento)

 

1. La veracidad.

“El octavo mandamiento prohibe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo” (2464). “La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. (...) Consiste en mostrarse veraz en los propios actos y decir la verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía” (2468). La verdad es exigida en la relación con Dios, que es la Verdad (2466), y con los demás, pues sostiene la confianza en que deben basarse las relaciones humanas (2469).

 

            La contradicción básica de la verdad es la mentira, que “consiste en decir falsedad con intención de engañar” (2482), cuya gravedad “se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados” (2484) (de suyo leve, puede llegar a ser grave). Una gravedad particular reviste cuando la mentira se comete ante un tribunal –es el falso testimonio-, y más aún cuando media juramento –perjurio- (2476). También atentan contra la verdad la vanagloria o jactancia (2481), y la adulación, que puede llegar a ser grave si con ella uno se hace cómplice de pecados graves (2480).

 

            Por otra parte, no todo debe ser conocido por todos –”el derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional” (2488)- , y en numerosas ocasiones existe el derecho y el deber de la reserva de información. Ello ocurre sobre todo con la vida privada de las personas (2492), con los secretos profesionales (2491), y con el secreto de la confesión, que es inviolable (2490).

 

2. El derecho a la buena fama.

Aunque se trata de algo distinto, guarda estrecha relación con la veracidad, porque están en estrecha relación la veracidad y la justicia. Aquí, el principio es que “el respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto” (2477). (Se incluye el término “injusto” porque puede existir una justa pérdida de fama: por ejemplo, con una sentencia penal de los tribunales). Los principales pecados son (2477):

 

- Calumnia: cuando se daña la reputación difundiendo falsedades.

 

- Maledicencia (conocida con frecuencia como “murmuración”): cuando, sin razón objetivamente válida, se manifiestan defectos y faltas de otros a quienes los ignoran.

 

- Juicio temerario: cuando, incluso tácitamente, se admite como verdadero un defecto moral del prójimo sin fundamento suficiente. Hay que ser “bien pensado” (2478).

 

            En la medida en que se haya faltado al derecho a la buena fama, por tratarse de una injusticia, es necesario reparar (2487). Aunque con frecuencia es más difícil la perfecta reparación que en cuestiones económicas, hay obligación en conciencia de reparar en la medida de lo posible.

 

3. Aplicaciones prácticas.

En este tema, tratándose de aspectos prácticos de la conducta, lo que se expone es de aplicación práctica, conforme a la situación concreta de cada uno. Para ilustrar el aspecto práctico, en Surco hay capítulos específicos: “Veracidad”, y, más específicamente sobre sinceridad con Dios y en la dirección espiritual, “Sinceridad”; los puntos más adecuados variarán según el tipo de asistentes. Sobre el respeto a la fama del prójimo, vid. Camino 442-456; Surco 544, 545, 635, 642, 644 y 645.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 315-321.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II,

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad.

- KNOX, Ronald, Sermones pastorales (Ed. Rialp), pag. 89-94.


 

 

XIX. Tema - Los sacramentos. El Bautismo. La Confirmación

 

1. Los sacramentos.

Son signos sensibles (palabras y acciones) que, celebrados en la fe, confieren la gracia que significan. “Son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo” (1127). Por eso su fruto no depende de la santidad del ministro, aunque sí, además del signo, de las disposiciones del receptor (1128). Son siete, “y todos fueron instituidos por nuestro Señor Jesucristo” (1114). Son “como ‘fuerzas que brotan’ del Cuerpo de Cristo (...) y como acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia” (1116).

 

            Todos ellos confieren la gracia santificante. Son cauce principal de ella, y por eso “la Iglesia afirma que para los creyentes los sacramentos de la Nueva Alianza son necesarios para la salvación” (1129). Además de este efecto común, cada uno proporciona una gracia particular: “la ‘gracia sacramental’ es la gracia del Espíritu Santo dada por Cristo y propia de cada sacramento” (1129). Tres sacramentos (Bautismo, Confirmación y Orden sacerdotal) “confieren, además de la gracia, un carácter sacramental o ‘sello’ por el cual el cristiano participa del sacerdocio de Cristo y forma parte de la Iglesia según estados y funciones diversos” (1121). Ese carácter es indeleble, y esos tres sacramentos sólo se pueden recibir una sola vez.

 

            Se confieren en la Liturgia de la Iglesia, mediante la cual Cristo se dirige al Padre, en el Espíritu, como cabeza de la Iglesia, y con Él su Cuerpo que es la Iglesia. Siempre es la Iglesia entera quien celebra. Por eso, ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro (1125).

 

2. El Bautismo.

Es el primer sacramento, y puerta de los demás. Por él, “somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios, llegamos a ser miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión” (1213). Da la primera gracia, perdona los pecados que hubiera –y todas sus penas- (1263) y confiere carácter.

 

            Es necesario para la salvación de quienes han recibido el anuncio del Evangelio (1257). Pueden bautizarse niños y adultos. Siguiendo una tradición inmemorial de la Iglesia, los padres cristianos deben bautizar a sus hijos recién nacidos (1250), y deben garantizar su formación cristiana (1251). En el adulto, se requiere fe (que implica una preparación: el “catecumenado”) (1247-1249) y la contrición de los pecados.

 

            El signo lo forman un baño de agua (por inmersión o aspersión) (1239) con las palabras “yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (1240). El ministro del sacramento es, ordinariamente, el obispo, presbítero o diácono. En caso de necesidad, cualquier persona con la intención requerida y utiliza la fórmula bautismal requerida (1256).

 

            El carácter que confiere “capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz” (1273): es el llamado “sacerdocio real” de los fieles cristianos.

 

3. La Confirmación.

Se llama así porque Dios confirma con él lo que obró en el Bautismo: “la recepción de este sacramento es necesaria para la plenitud de la gracia bautismal” (1285). Así, “el efecto del sacramento es la efusión plena del Espíritu Santo” (1302), “confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal” (1303). Presupone por tanto la gracia bautismal, y debe ser recibido en gracia (es “sacramento de vivos”) (1310). Además del aumento de gracia santificante, la Confirmación imprime carácter, que “perfecciona el sacerdocio común de los fieles, recibido en el Bautismo, y el confirmado recibe el poder de confesar la fe de Cristo públicamente, y como en virtud de un cargo” (1305). La gracia sacramental ayuda al cristiano a sostener el combate, interior y exterior, por Cristo (1303).

 

            “Todo bautizado, aún no confirmado, puede y debe recibir el sacramento de la Confirmación” (1306). La edad común prescrita para recibirla es “la edad del uso de razón” (1307) (en España, está legislado que sea “alrededor de los 14 años”). Ordinariamente requiere una preparación de catequesis (1309).

 

            El signo sacramental es, en la Iglesia latina, “la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la mano, y con estas palabras: ‘Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo’” (1300). El ministro ordinario es el obispo, aunque puede delegarse en un presbítero (1313).

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- Entre otras cosas, el hecho de estar bautizado debe infundir en el cristiano conciencia de la filiación divina: “Al traerte a la Iglesia, el Señor ha puesto en tu alma un sello indeleble, por medio del Bautismo: eres hijo de Dios.- No lo olvides” (Forja 264). No es sólo una consideración teórica: las obras del cristiano deben tener el sello de un hijo de Dios, el sello del Hijo, Jesucristo. Fundamenta la llamada a la santidad (cfr. Forja 622).

 

- Los fieles cristianos “están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación, y por eso tienen la obligación y gozan del derecho (...) de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres” (900) (cfr. también Surco 211).

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 333-392.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en la Iglesia (Ed. Palabra), pag. 143-154.

- MOLINÉ, Enric, Los siete sacramentos (Ed. Rialp), pag. 13-67.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 164-165.


 

 

XX. Tema - La sagrada Eucaristía

 

1. La Eucaristía como sacramento.

Es el sacramento por el que se ofrece como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor bajo las formas de pan y vino: “significa y realiza la comunión de vida con Dios” (1325). Es fin de los demás sacramentos (1324), “fuente y cima de toda la vida cristiana” (1324), “compendio y suma de nuestra fe (1327), y prenda de vida eterna (1326).

 

            El signo lo componen pan de trigo y vino de vid, al que se aplican las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo”, “Este es el Cáliz de mi sangre”. Así, “mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento” (1375). La sustancia del pan y del vino se transforman en la sustancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo: es la llamada “transubstanciación” (1376). Están contenidos “verdadera, real y substancialmente” el Cuerpo y la Sangre, junto con el alma y la divinidad de Ntro. Sr. Jesucristo(1374). Permanece mientras duren las especies de pan y vino (1377)

 

            “Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús” (1391). Da vida divina a nuestra alma (1392), nos separa (1393) y preserva (1395) del pecado, borra los pecados veniales (1394), y une a la Iglesia (1396). Debe ser recibido en gracia: “quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar” (1385); en caso contrario, cometería un sacrilegio.

 

            “Cristo está todo entero (Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad: 1374) en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes” (1377). Por eso ordinariamente basta que los fieles comulguen bajo la especie de pan (1390).

 

            El ministro ordinario de la distribución de la Eucaristía es el obispo, sacerdote o diácono; sólo en casos de necesidad puede serlo otro fiel como ministro extraordinario.

 

2. El Sacrificio eucarístico.

“Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. (...) En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz” (1365). “Es, pues, un sacrificio porque hace presente el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto” (1366). “El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio” (1367). Por eso la Misa es, a la vez e inseparablemente, sacrificio y sacramento (1382).

 

            Es el sacrificio de la nueva Alianza, alianza del nuevo pueblo de Dios: es el sacrificio de la Iglesia (1368): “Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo” (1369): se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también la Iglesia celeste (1370), y se ofrece por vivos y difuntos (1371). El ministro del sacrificio eucarístico es sólo el obispo o el presbítero (1369), pero los demás fieles participan de él: ofrecen todas las circunstancias de su vida “con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del Cuerpo del Señor” (901). Nuestro Padre aplicaba a la Santa Misa la expresión centro y raíz de la vida interior.

 

            La Eucaristía es un sacrificio de adoración y alabanza a Dios (1361), así como también de acción de gracias (1360), reparador e impetratorio. Es así una oración perfecta al Padre, con Cristo en el Espíritu. El centro de la Misa es la liturgia eucarística, pero toda ella es un solo acto de culto (1346).

 

3. El culto eucarístico.

Hay un tercer aspecto de la Eucaristía: la presencia de Cristo en el tabernáculo. “Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera” (1380). Cristo se queda en su presencia sacramental –que se conoce por la fe (1381)- pues tuvo que dejar a los suyos bajo su forma visible, y constituye el memorial de su amor por los hombres (1380).

 

            “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico” (1380). Por esto se han organizado actos de culto público a Jesús Sacramentado, y el cristiano debe encontrar en el sagrario el centro de su vida interior.

 

4. Aplicaciones prácticas.

 

- Sobre la Eucaristía como sacramento (teniendo en cuenta lo señalado en el tema 13): la práctica de la comunión frecuente –con las debidas disposiciones-, y de la acción de gracias después de comulgar. Cfr. Camino 534-539, 869; Surco 694; Forja 828, 830, 832, 834

 

- Sobre la Eucaristía como sacrificio: la participación intensa en el sacrificio eucarístico, tanto interior como exterior, y, en este aspecto, aprender y cuidar la “urbanidad de la piedad”. Cfr. Camino 528-533, 541; Forja 824, 829, 831.

 

- Sobre la Eucaristía como presencia: la conveniencia de responder con visitas al Santísimo, con oración frente al sagrario, y con participación en actos litúrgicos como la Exposición y Bendición con el Santísimo. Cfr. Camino 538-539; Surco  684-689; Forja 835-838.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 323-324 y 393-491.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en la Iglesia (Ed. Palabra), pag. 155-159, 311-316

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, homilías La Eucaristía, misterio de fe y de amor y  En la fiesta del Corpus Christi.

- MOLINÉ, Enric, Los siete sacramentos (Ed. Rialp), pag. 69-115.

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 227-235.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 168-181.


 

 

XXI. Tema - El sacramento de la Penitencia

 

1. Naturaleza y efectos.

Cristo instituyó este sacramento para ofrecer la conversión y perdonar los pecados -sobre todo los graves- cometidos después del Bautismo (1446). “Sólo Dios perdona los pecados” (1441), pero quiso que en este perdón mediara la Iglesia, y así “confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico” (1442). Este sacramento es el signo de la reconciliación con Dios y con la Iglesia, a la que el pecado daña y desune (1444). Evidentemente, el sujeto del sacramento es el bautizado pecador, para quien es necesario, y, además, está obligado, si tiene pecados graves, a confesarse una vez al año (1457)

 

            La misma reconciliación con Dios es el principal efecto (1468). Si había pecados graves, “restituye la dignidad y los bienes de la vida de los hijos de Dios” (1468): restituye la gracia (si ya se tenía, la aumenta) y el mérito. “Quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó” (1459). Suprime la pena eterna, pero sólo en parte la temporal, dependiendo de las disposiciones (la contrición) del sujeto que lo recibe (1473). También reconcilia con la Iglesia (1469).

 

            El signo sacramental lo forman los actos del penitente y las palabras del ministro “yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (1449)

 

2. Los actos del penitente.

Los esenciales son tres:

 

- Contrición: “es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (1451). Esa resolución es el “propósito de enmienda, que avala la rectitud de ese dolor. Si la contrición brota del amor de Dios sobre todas las cosas, es la “contrición perfecta”, que perdona los pecados de inmediato, aunque incluye el propósito de acudir al sacramento tan pronto sea posible (1452); si brota de la fealdad del pecado o del temor de las penas es la “contrición imperfecta” o “atrición”, que no perdona los pecados directamente pero sí es válida para recibir la absolución sacramental (1453). Conviene prepararla con un proporcionado examen de conciencia (1454). La contrición es propia de la voluntad, no de un sentimiento.

 

- Confesión. “La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia” (1456). Deben enumerarse todos los pecados mortales desde la última confesión (1456), lo que significa que deben ser enumerados específicamente –no genéricamente- y señalando el número. Sólo la imposibilidad dispensa de esta obligación. “Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia. (...) Ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu” (1458)

 

- Satisfacción. No debe confundirse con el deber de reparar el daño al prójimo (1459). Se trata aquí más bien de reparar el daño causado al mismo pecador y de que éste recobre la plena salud espiritual (1459). Para ello el confesor impone una penitencia, de acuerdo con la situación personal del penitente y la gravedad de sus pecados, que puede ser cualquier acto meritorio (1460).

 

3. Ministro y celebración.

El ministro es sólo el obispo y el presbítero (1462). Necesita tener jurisdicción. Ejerce de juez, de médico, de pastor y de padre; es servidor, no dueño, del perdón de Dios (1466). Está obligado al “sigilo sacramental”, consistente en no revelar nada de lo escuchado en confesión (1467).

 

            Es una acción litúrgica, con una sencilla ceremonia (1480). Puede celebrarse colectivamente, pero la confesión debe hacerse individual y privadamente (1482). “En casos de necesidad grave, se puede recurrir a la celebración comunitaria de la reconciliación con confesión general y absolución general” (1483). Son casos excepcionales, y requieren para su validez “el propósito de confesar individualmente sus pecados en el debido tiempo” (1483)

 

4. Las indulgencias.

Son “la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia” (1471), que tiene un tesoro sobreabundante de gracia. “La indulgencia es parcial o plenaria según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente” (1471). Se pueden lucrar para uno mismo o aplicar por los difuntos, como sufragio (1471).

 

5. Aplicaciones prácticas.

 

- En primer lugar, la misericordia divina debe conducir a la virtud de la penitencia, manifestada en primer lugar en la “conversión del corazón, la penitencia interior” (1430): conversión a Dios y aversión al pecado (1431); y, en segundo lugar, a las obras de penitencia, cuyos prototipos son el ayuno, la oración y la limosna (1434). (Vid Camino, capítulo “Penitencia”).

 

- Obviamente, el sacramento postula la pronta confesión de los pecados mortales, e invita a la práctica de la confesión frecuente. Vid. Camino 211, 309, 310; Surco 45, 168; Forja 191-193, 238.

 

- Para quien ya practica la confesión frecuente, conviene insistir en evitar la rutina, cuidando los actos propios: diligente examen y sobre todo contrición renovada.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 326 y 492-547.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et Pœnitentia, nn. 10-11, 14-18 y 28-34.

- MOLINÉ, Enric, Los siete sacramentos (Ed. Rialp), pag. 117-144.

- KNOX, Ronald, El Credo a cámara lenta (Ed Palabra), pag. 237-253.


 

 

XXII. Tema - La Unción de enfermos. El Orden sacerdotal

 

1. La Unción de enfermos.

Es un sacramento “especialmente destinado a reconfortar a los atribulados por la enfermedad” (1511). “No es un sacramento sólo para aquéllos que están a punto de morir. Por eso, se considera tiempo oportuno para recibirlo cuando el fiel empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez” (1514). Se puede reiterar por enfermedad distinta o por agravamiento de la misma (1515).

 

            El principal efecto es un aumento de la gracia (sólo en algunos casos en los que es imposible administrar el sacramento de la Penitencia la Unción restituye la gracia perdida, aunque ésta tiene virtud de perdonar pecados). “Es un don del Espíritu Santo que renueva la confianza y la fe en Dios y fortalece contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación de desaliento y de angustia ante la muerte” (1520). “Quiere conducir al enfermo a la curación del alma, pero también a la del cuerpo, si tal es la voluntad de Dios” (1520). Prepara así para el tránsito final (1523), sobre todo cuando se administra tras la Penitencia y le sigue la Eucaristía –el llamado “Viático”- (1525).

 

            El signo consiste en una unción con crisma –normalmente en frente y manos-, junto con las palabras “Por esta santa unción, y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad” (1513). El ministro es sólo el sacerdote (obispo o presbítero) (1516).

 

2. El Orden sacerdotal.

“Es un sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos” (1536). Para quienes lo reciben, supone un sacerdocio ministerial añadido al sacerdocio común de los fieles, diferente de éste esencialmente –no sólo en grado-; los dos están ordenados el uno al otro, estando el ministerial al servicio del común (1547).

 

            Un único sacramento “comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado” (1536). El episcopado tiene la plenitud del sacerdocio (1557). El presbiterado es propiamente sacerdocio (1564), que participa de la consagración y misión del episcopado (1562). El diaconado está “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (1569).

 

            El ministro del sacramento es siempre el obispo. El signo está compuesto, en lo esencial, por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando, junto con unas palabras consecratorias, que varían en cada grado (1573). Hay bastantes ritos complementarios (1574).

 

            “Este sacramento configura con Cristo mediante una gracia especial del Espíritu Santo a fin de servir de instrumento a Cristo en favor de su Iglesia” (1581). Como todo sacramento, confiere gracia santificante. “Confiere también un carácter espiritual indeleble” que lo hace perpetuo (1582).

 

            Sobre el sujeto, hay que decir en primer lugar que “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (1577). Es así porque Cristo lo hizo y lo quiso así, y “la Iglesia se siente vinculada por esta decisión del Señor” (1577). Pero no puede verse como un derecho del varón: “nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden” (1578); “sólo puede ser recibido como un don inmerecido” por aquellos que han sido llamados por Dios y la Iglesia (1578). Hay bastantes requisitos para la recepción lícita y fructuosa: destacan el haber recibido la Confirmación, la edad mínima (23 años para diáconos, 25 para presbíteros, y 35 con cinco años de sacerdocio para el obispo), varias cualidades personales, haber realizado los estudios pertinentes, etc.

 

            “Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y tienen la voluntad de guardar el celibato ‘por el Reino de los cielos’” (1579). El celibato es un don de Dios, y el sacerdotal tiene su razón de ser en la configuración con Cristo y la entrega entera a Dios y los hombres.

 

3. Aplicaciones prácticas.

 

- La Unción de enfermos enseña, por una parte, la necesidad de ayudar a preparar para el encuentro definitivo con Cristo a quienes viven sus últimos días. Por otra parte, enseña el valor sobrenatural, purificador, de la enfermedad: cfr. Surco 251, 253, 254.

 

- La doctrina sobre el Orden sacerdotal muestra la dignidad del sacerdocio y el respeto debido al sacerdote: cfr. Camino 66-75; también, la conveniencia de rezar por ellos: cfr. Forja 964-965.

 

- Asimismo, la existencia de personas que responden a una llamada divina con una entrega a Dios y a los demás, recuerda el sentido vocacional de la vida del cristiano, y anima a descubrir la propia vocación. Vid. al respecto el capítulo de Camino “Llamamiento”.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 548-582.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Creo en la Iglesia (Ed. Palabra), pag. 164-169, 294-299, 346-351.

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, homilía Sacerdote para la eternidad.

- MOLINÉ, Enric, Los siete sacramentos (Ed. Rialp), pag. 145-168.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 129-130.


 

 

XXIII. Tema - El matrimonio

 

1. Naturaleza, propiedades, fines.

El sacramento del matrimonio no es, entre bautizados, una realidad distinta –”añadida”- al matrimonio mismo: es la misma alianza matrimonial la que “fue elevada por Cristo nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados” (1601). Por eso, para ellos, la disyuntiva es clara: o hay matrimonio sacramental, o no hay matrimonio en absoluto.

 

            “El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad e indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos” (1644): son las propiedades esenciales. La unidad viene exigida por la igual dignidad de varón y mujer (1645). Y “el amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero” (1646). Hay un motivo más profundo en los cristianos para la indisolubilidad: “consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia” (1647), que testimonian los esposos.

 

            Los fines se pueden resumir en tres palabras: formar una familia. Se puede desglosar en un doble fin: el matrimonio está “ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole” (1601).

 

2. El consentimiento matrimonial.

El elemento esencial de constitución del matrimonio es el intercambio del consentimiento entre los esposos; “si el consentimiento falta, no hay matrimonio” (1626). Como sucede en general en los contratos, el consentimiento tiene algunos requisitos: debe ser libre, exento de coacción, violencia, temor grave externo (1628). También debe versar sobre el matrimonio: si se excluye alguna propiedad esencial o algún fin, el consentimiento es inválido y el matrimonio nulo.

 

            También debe ser entre sujetos hábiles. Hay una serie de impedimentos establecidos, algunos de derecho natural, otros de derecho eclesiástico; los primeros no pueden dispensarse, los segundos sí (ejemplos de los primeros son la impotencia –no debe confundirse con la esterilidad, que no impide el matrimonio-, y el parentesco en línea recta; de los segundos, el contraído con no bautizado o el orden sagrado). Asimismo se requiere capacidad para prestar el consentimiento, y para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio.

 

3. Elementos sacramentales.

El signo sacramental es la misma emisión del consentimiento, y por ello los ministros son los mismos contrayentes, que “se confieren mutuamente el sacramento” (1623).

 

            Para su recepción fructuosa, se debe estar en gracia (1622). Además de la gracia santificante, los esposos reciben la gracia sacramental propia, “destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges, a fortalecer su unidad indisoluble”, con la que “se ayudan mutuamente a santificarse con la vida matrimonial conyugal y en la acogida y educación de los hijos” (1641). Con el matrimonio, los cónyuges reciben una verdadera misión eclesial, que consiste en crear una verdadera “Iglesia doméstica” (1656) y perpetuar la Iglesia con los hijos, a quienes deben educar en la fe (1653). El matrimonio cristiano es así una verdadera vocación, y un camino de santidad.

 

            Por ser el matrimonio sacramental un acto litúrgico, un compromiso que crea derechos y deberes dentro de la Iglesia, un estado de vida, y por su carácter público que protege y ayuda al consentimiento, “la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio” (1631). Es una condición de validez (por eso el “matrimonio civil” entre católicos es nulo).

 

4. Aplicaciones prácticas.

Lógicamente dependerán de la situación matrimonial de los asistentes, y de sus edades. Para jóvenes solteros, conviene hacer hincapié en la necesidad de prepararse bien para el matrimonio (cfr. 1362), que incluye poner en juego la prudencia y el sentido sobrenatural para escoger novio/a, y vivir un noviazgo limpio que verdaderamente prepare para la vida matrimonial (2350). Para personas casadas, conviene insistir en el alegre y abnegado cumplimiento de sus obligaciones matrimoniales y familiares (1657), y en la generosidad en recibir y educar a los hijos: cfr. Surco 845-846; Forja 691.

 

            En todo caso, y de modo adaptado a los oyentes, se debe recalcar que el matrimonio cristiano es una verdadera vocación y camino de santidad: Camino 26-27.

 

Bibliografía

 

Textos básicos:

 

- TRESE, Leo, La fe explicada (Ed. Rialp), pag. 583-603.

 

Libros que requieren cierta formación:

 

- JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Familiaris Consortio, nn. 11-21, 36-39, 50 y 66-67

- BEATO JOSEMARÍA. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, homilía El matrimonio, vocación cristiana.

- MOLINÉ, Enric, Los siete sacramentos (Ed. Rialp), pag. 169-201.

- FROSSARD, André, Preguntas sobre Dios (Ed. Rialp), pag. 119-128.
 

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