COMENTARIOS AL SALMO 142

 

1. POR LA MAÑANA

«En la mañana hazme escuchar tu gracia. Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios».

Despierto, y mis ojos se levantan hacia ti, Señor. Mi primer pensamiento vuela a tu lado al comenzar un nuevo día. No sé lo que me espera, no he planeado el día ni ordenado mi trabajo. Antes de cualquier otro pensamiento, quiero entrar en contacto contigo para recibir tu bendición y tu sonrisa cuando la vida se abre otra vez ante el mundo y ante mi. Buenos días, Señor, y que pasemos este día muy juntos los dos.

La mañana es la hora de rezar y de adorar, de recibir de tus manos la promesa de la vida que se renueva con el primer rayo de luz; la mañana es el momento escogido por ti, en tus tratos con tu pueblo, para venir en su ayuda como símbolo y realidad de la prontitud mañanera de tu presencia. Por eso me acerco a ti de mañana para recibir de nuevo de tus manos el don de la vida en creación continuada. De ti depende mi vida, de ti depende mi día en la aurora que apunta sobre el horizonte de mi conciencia. Santifica el día desde su primer comienzo, Señor.

La única petición que hago para orientar el día es: «Enséñame a cumplir tu voluntad». Las horas del día me van a traer opciones y decisiones, dudas y tentaciones, oscuridad y pruebas. Lo único que me preocupa de todo esto, al comenzar la trayectoria del día, es saber en todo momento cuál es tu voluntad. Este día será lo que ha de ser si se enfoca desde el principio en la dirección salvífica de tu deseo. Mis decisiones serán correctas si llevan a cabo tu voluntad. Mi caminar será derecho si se dirige hacia ti. Tu voluntad es el resumen por adelantado de mi día, y descubrirla paso a paso en la jornada es mi tarea y mi gozo.

Al ver los primeros rayos de sol que se asoman tímidos a mi ventana, te pido, Señor: dame luz. Al escuchar a los pájaros que se ponen a cantar para despertar a tiempo a la naturaleza dormida, te pido: dame alegría. Al fijarme en las flores que abren sus pétalos a la brisa con atrevida confianza, te pido: dame fe. Dame fortaleza, Señor, dame vida, dame amor.

 

«En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti».

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 260


 

2. Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 142, «súplica a Dios ante la angustia».

 

Señor, escucha mi oración;
tú, que eres fiel, atiende a mi súplica;
tú, que eres justo, escúchame.
No llames a juicio a tu siervo,
pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti.

El enemigo me persigue a muerte,
empuja mi vida al sepulcro,
me confina a las tinieblas
como a los muertos ya olvidados.
Mi aliento desfallece,
mi corazón dentro de mí está yerto.

Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones,
considero las obras de tus manos
y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca.

Escúchame en seguida, Señor,
que me falta el aliento.
No me escondas tu rostro,
igual que a los que bajan a la fosa.

En la mañana hazme escuchar tu gracia,
ya que confío en ti.
Indícame el camino que he de seguir,
pues levanto mi alma a ti.

Líbrame del enemigo, Señor,
que me refugio en ti.
Enséñame a cumplir tu voluntad,
ya que tú eres mi Dios.
Tú espíritu, que es bueno,
me guíe por tierra llana.

Por tu nombre, Señor, consérvame vivo;
por tu clemencia, sácame de la angustia.
 



1. Se acaba de proclamar el Salmo 142, el último de los llamados «Salmos penitenciales», que forman parte de las siete súplicas distribuidas en el Salterio (Cf. Salmos 6; 31; 37; 50; 101; 129; 142). La tradición cristiana los utiliza para invocar del Señor el perdón de los pecados. A san Pablo le gustaba particularmente el texto en el que hoy queremos profundizar, pues había llegado a la deducción de una radical pecaminosidad de toda creatura humana: «ningún hombre vivo es inocente frente a ti», Señor (versículo 2). Esta frase es tomada por el apóstol como fundamento de su enseñanza sobre el pecado y sobre la gracia (Cf. Gálatas 2, 16; Romanos 3, 20).

La Liturgia de los Laudes nos propone esta súplica como propósito de fidelidad e imploración de la ayuda divina al comenzar la jornada. El Salmo, de hecho, nos hace decir a Dios: «En la mañana hazme escuchar tu gracia, ya que confío en ti» (Salmo 142, 8).

2. El Salmo comienza con una intensa e insistente invocación dirigida a Dios, fiel a las promesas de salvación ofrecidas al pueblo (Cf. versículo 1). El orante reconoce que no tiene méritos que hacer valer y por tanto pide humildemente a Dios que no asuma la actitud de un juez (Cf. versículo 2).

Después describe la situación dramática, como la de una pesadilla mortal, en la que se debate: el enemigo, que es la representación del mal en la historia y el mundo, le ha llevado hasta el umbral de la muerte. Ahí está, postrado en el polvo de la tierra, que es una imagen del sepulcro; presenta las tinieblas, que son la negación de la luz, signo divino de vida; y menciona, por último «los muertos ya olvidados» (Cf. versículo 3), entre los cuales le parece que ha quedado relegado.

3. La misma existencia del Salmista queda devastada: le falta la respiración y siente el corazón como un pedazo de hielo, incapaz de seguir latiendo (Cf. versículo 4). Al fiel, aterrado y pisoteado, sólo le quedan el movimiento de las manos, que se levantan al cielo en un gesto que es al mismo tiempo de imploración de ayuda y de búsqueda de apoyo (Cf. versículo 6). El pensamiento se dirige al pasado, en el que Dios realizó prodigios (Cf. versículo 5).

Esta chispa de esperanza calienta el hielo del sufrimiento y de la prueba en la que el orante se siente sumergido y a punto de quedar arrastrado (Cf. versículo 7). Si bien la tensión sigue siendo fuerte; un rayo de luz parece perfilarse en el horizonte. Pasamos así a la segunda parte del Salmo (Cf. versículos 7-11).

4. Comienza con una nueva, apremiante invocación. El fiel, sintiendo que se le escapa la vida, lanza su grito a Dios: «Escúchame en seguida, Señor, que me falta el aliento» (versículo 7). Es más, tiene miedo de que Dios haya escondido su rostro y se aleje, abandonando y dejando sola a su criatura.

La desaparición del rostro divino hace que el hombre se hunda en la desolación, es más, en la misma muerte, pues el Señor es el manantial de la vida. Precisamente en esta especie de última frontera florece la confianza en el Dios que no abandona. El orante multiplica sus invocaciones y las apoya con declaraciones de confianza en el Señor: «confío en ti... levanto mi alma a ti... me refugio en ti... tú eres mi Dios...». Pide ser librado de sus enemigos (Cf. versículos 8-12) y liberado de la angustia (Cf. versículo 11), pero repite otra petición que manifiesta una profunda aspiración espiritual: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios» (versículo 10a; Cf. versículos 8b. 10b.). Tenemos que asumir esta admirable petición. Tenemos que comprender que nuestro bien más grande es la unión de nuestra voluntad con la voluntad de nuestro Padre celestial, pues sólo así podemos recibir todo su amor, que nos lleva a la salvación y a la plenitud de la vida. Si no es acompañada por un intenso deseo de docilidad a Dios, la confianza en Él no es auténtica.

El orante es consciente y expresa por tanto este deseo. Eleva una auténtica profesión de confianza en Dios salvador, que arranca de la angustia y vuelve a dar gusto de la vida, en nombre de su «justicia», es decir, de su fidelidad amorosa y salvadora (Cf. versículo 11). Surgida de una situación particularmente angustiosa, la oración desemboca en la esperanza, en la alegría y en la luz, gracias a una sincera adhesión a Dios y a su voluntad, que es una voluntad de amor. Esta es la potencia de la oración, regeneradora de vida y de salvación.

5. Fijando la mirada en la luz de la mañana de la gracia (Cf. versículo 8) san Gregorio Magno, en su comentario a los siete Salmos penitenciales, describe así el alba de la esperanza y de la alegría: «Es el día iluminado por ese auténtico sol que no se pone, al que las nubes no pueden hacer tenebroso y que no es oscurecido por la niebla... Cuando aparezca Cristo --nuestra vida-- y comencemos a ver a Dios con el rostro descubierto, entonces desaparecerá toda ofuscación de las tinieblas, se disipará el humo de la ignorancia, se levantará la niebla de toda tentación... Será el día más luminoso y resplandeciente, preparado para todos los elegidos por aquel que nos ha arrebatado del poder de las tinieblas y nos ha llevado al reino de su Hijo amado. La mañana de ese día es la resurrección futura... En esa mañana brillará la felicidad de los justos, aparecerá la gloria, será la exultación al ver a Dios enjugando toda lágrima de los ojos de los santos, cuando quedará destruida la muerte, cuando los justos resplandecerán como el sol en el reino del Padre. En esa mañana, el Señor hará experimentar su misericordia... diciendo: «Venid a mí, benditos de mi Padre» (Mateo 25, 34). Entonces se manifestará la misericordia de Dios, imposible de concebir por la mente humana. De hecho, el Señor ha preparado para aquellos que le aman lo que el ojo no puede ver, ni el oído escuchar, ni lo que puede entrar en el corazón del hombre» («PL 79», col. 649-650).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Santo Padre hizo este resumen en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo ciento cuarenta y dos tiene un carácter penitencial y es utilizado para invocar el perdón de los pecados. Recitado al inicio del día sirve como propósito de fidelidad y súplica de la ayuda divina. Poniendo la confianza en Dios misericordioso, que nos libra de la angustia, este texto anima a la esperanza y a la alegría, por medio de una sincera adhesión a Dios y a su voluntad. Aquí está la fuerza de esta oración, que genera vida y salvación.

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En especial a los miembros del Equipo de Matrimonios de Nuestra Señora, de Tuy-Vigo, a la Escolanía de la Basílica de Llidón, de Castellón, así como a los peregrinos de Zumárraga y Figueres, en España, y de Puerto Rico y Perú. A todos os deseo un feliz tiempo veraniego, bien aprovechado para vuestro crecimiento espiritual. Muchas gracias por vuestra atención.