COMENTARIOS AL SALMO 47

 

1. Catequesis del Papa del 16 de octubre 2001

La acción de gracias por la salvación del pueblo

1. El Salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, "la ciudad del gran rey" (Sal 47, 3), entonces sede del templo de Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo aplica ya a la "Jerusalén de arriba", que es "nuestra madre" (Ga 4, 26).

El tono litúrgico de este himno, la evocación de una procesión de fiesta (cf. vv. 13-14), la visión pacífica de Jerusalén que refleja la salvación divina, hacen del salmo 47 una oración con la que se puede iniciar la jornada para convertirla en un canto de alabanza, aunque se cierna alguna nube en el horizonte.

Para captar el sentido de este salmo, nos sirven de ayuda tres aclamaciones situadas al inicio, en el centro y al final, como para ofrecernos la clave espiritual de la composición y para introducirnos en su clima interior. Las tres invocaciones son:  "Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), "Oh Dios, meditamos tu misericordia  en medio de tu templo" (v. 10) y "Este es el Señor, nuestro Dios; él nos guiará por siempre jamás".

2. Estas tres aclamaciones, que exaltan al Señor pero también a "la ciudad de nuestro Dios" (v. 2), enmarcan dos grandes partes del Salmo. La primera es una gozosa celebración de la ciudad santa, la Sión victoriosa contra los asaltos de los enemigos, serena bajo el manto de la protección divina (cf. vv. 3-8). Se trata de una especie de letanía de definiciones de esta ciudad:  es una altura admirable que se yergue como un faro de luz, una fuente de alegría para todos los pueblos de la tierra, el único "Olimpo" verdadero donde se encuentran el cielo y la tierra. Como dice el profeta Ezequiel, es la ciudad-Emmanuel, porque "Dios está allí", presente en ella (cf. Ez 48, 35). Pero en torno a Jerusalén están acampando las tropas para el asedio, como un símbolo del mal que atenta contra el esplendor de la ciudad de Dios. El enfrentamiento tiene un desenlace lógico y casi inmediato.

3. En efecto, los poderosos de la tierra, al asaltar la ciudad santa, han provocado también a su Rey, el Señor. El salmista utiliza la sugestiva imagen de los dolores de parto para mostrar cómo se desvanece el orgullo de un ejército poderoso:  "Allí los agarró el temblor y dolores como de parto" (v. 7). La arrogancia se transforma en fragilidad y debilidad, la fuerza en caída y derrota.

El mismo concepto se expresa con otra imagen:  el ejército en fuga se compara a una armada invencible sobre la que se abate un tifón causado por un terrible viento del desierto (cf. v. 8). Así pues, queda una certeza inquebrantable para quien está a la sombra de la protección divina:  la última palabra no la tiene el mal, sino el bien; Dios triunfa sobre las fuerzas hostiles, incluso cuando parecen formidables e invencibles.

4. El fiel, entonces, precisamente en el templo, celebra su acción de gracias al Dios liberador. Eleva un himno al amor misericordioso del Señor, expresado con el término hebraico hésed, típico de la teología de la alianza. Así nos encontramos ya en la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10-14). Después del gran canto de alabanza a Dios fiel, justo y salvador (cf. vv. 10-12), se realiza una especie de procesión en torno al templo y a la ciudad santa (cf. vv. 13-14). Se cuentan las torres, signo de la segura protección de Dios, se observan las fortificaciones, expresión de la estabilidad que da a Sión su Fundador. Las murallas de Jerusalén hablan y sus piedras recuerdan los hechos que deben transmitirse "a la próxima generación" (v. 14) a través de la narración que harán los padres a los hijos (cf. Sal 77, 3-7). Sión es el espacio de una cadena ininterrumpida de acciones salvíficas del Señor, que se anuncian en la catequesis y se celebran en la liturgia, para que perdure en los creyentes la esperanza en la intervención liberadora de Dios.

5. En la antífona conclusiva, es muy bella una de las más elevadas definiciones del Señor como pastor de su pueblo:  "Él nos guiará por siempre jamás" (v. 15). El Dios de Sión es el Dios del Éxodo, de la libertad, de la cercanía al pueblo esclavo en Egipto y peregrino en el desierto. Ahora que Israel se ha establecido en la tierra prometida, sabe que el Señor no lo abandona:  Jerusalén es el signo de su cercanía, y el templo es el lugar de su presencia.

Releyendo estas expresiones, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios (cf. Jn 2, 21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque "el Señor, el Dios  todopoderoso, y  el  Cordero,  es su santuario. (...) La  ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero" (Ap 21, 22-23). A esta relectura "espiritual" nos  invita  san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia "no hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial" (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2). De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro salmo, exhorta a orar para que "podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y libre" (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la Iglesia prosigue:  "En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos colocará en sus verdes praderas" (ib.).


2. LA CIUDAD DE DIOS

Sión es Jerusalén, la de la tierra y la del cielo, la patria del Pueblo de Dios, la Iglesia, la Tierra Prometida, la Ciudad de Dios. Me regocijo al oír su nombre, disfruto al pronunciarlo, al cantarlo, al llenarlo con los sueños de esta patria querida, con los paisajes de mi imaginación y los colores de mi anhelo. Proyección de todo lo que es bueno y bello sobre el perfil en el horizonte de la última ciudad en los collados eternos.

«Grande es el Señor, y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios. Su Monte Santo, una altura hermosa, alegría de toda la tierra: el monte Sión, vértice del cielo, ciudad del gran rey. Entre sus palacios, Dios descuella como un alcázar».

Una ciudad tiene baluartes y monumentos y jardines y avenidas, y la ciudad de mis sueños tiene todo eso en perfección de dibujo y en arte de arquitectura. Símbolo de orden y de planificación, de convivencia humana en unidad y de utilización de lo mejor que puede ofrecer la naturaleza para el bienestar de los hijos de los hombres. La ciudad encaja en el paisaje, se hace parte de él, es el horizonte hecho estructura, los árboles y las nubes mezclándose en fácil armonía con las terrazas y las torres de la mano del hombre. Ciudad perfecta en un mundo real.

Me deleito en mi sueño de la ciudad celeste, y luego abro los ojos y me enfrento al día, dispuesto a recorrer en trajín necesario las calles de la ciudad terrena en que vivo. Veo callejuelas serpeantes y rincones sucios, paso al lado de oscuros edificios y tristes chabolas, me mezclo con el tráfico y la multitud, huelo la presencia pagana de la humanidad sin redimir, oigo súplicas de mendigos y sollozos de niños, sufro en medio de esta burla trágica y viviente de la Ciudad, la «polis», la «urbs», que ha transformado el sueño en pesadilla y el modelo de diseño en proyecto para la miseria humana. Lloro en las calles y en las plazas de la atormentada metrópolis de mis días.

Y luego vuelvo a abrir los ojos, los ojos de la fe, los ojos del saber y entender con una sabiduría más alta y un entender más profundo... y veo mi ciudad, y en ella, como signo y figura, discierno ahora la Ciudad de mis sueños. Sólo hay una ciudad, y su apariencia depende de los ojos que la contemplan. También esta ciudad mía, con sus callejones angostos y su atormentado pavimento, fue creada por Dios, es decir, fue creada por el hombre que había sido creado por Dios, que viene a ser lo mismo. Dios vive en ella, en el silencio de sus templos y en el ruido de sus plazas. También esta ciudad es sagrada, también a ella la santifican el humo de los sacrificios y el bullicio de las fiestas. También es ésta la Ciudad de Dios, porque es la ciudad del hombre, y el hombre es hijo de Dios.

Ahora vuelvo a alegrarme al pasar por sus calles, mezclarme con la turba y quedarme atascado en los embotellamientos de tráfico. Esté donde esté, canto himnos de gloria y alabanza a pleno pulmón. Sí, ésta es la Ciudad y el Templo y la Tienda de la Presencia y la morada del Gran Rey. Mi ciudad terrena brilla con el resplandor del hombre que la habita, y así como el hombre es imagen de Dios, así su ciudad es imagen de la Ciudad celestial. Este descubrimiento alegra mi vida y me reconcilia con mi existencia urbana durante mi permanencia en la tierra. ¡Bendita sea tu Ciudad y mi ciudad, Señor!

«Dad la vuelta en torno a Sión, contando sus torreones; fijaos en sus baluartes, observad sus palacios, para poder decirle a la próxima generación: `Este es el Señor nuestro Dios'. El nos guiará por siempre jamás».

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 95