COMENTARIOS AL SALMO 19

 

1.

Juan Pablo II: La violencia no tiene la última palabra
Meditación en la audiencia general sobre el Salmo 19

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 10 marzo 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles dedicada a comentar el Salmo 19, «Oración por la victoria del rey».

Que te escuche el Señor el día del peligro,
que te sostenga el nombre del Dios de Jacob;
que te envíe auxilio desde el santuario,
que te apoye desde el monte de Sión.

Que se acuerde de todas tus ofrendas,
que le agraden tus sacrificios;
que cumpla el deseo de tu corazón,
que dé éxito a todos tus planes.

Que podamos celebrar tu victoria
y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes;
que el Señor te conceda todo lo que pides.

Ahora reconozco que el Señor
da la victoria a su ungido,
que lo ha escuchado desde su santo cielo,
con los prodigios de su mano victoriosa.

Unos confían en sus carros,
otros en su caballería;
nosotros invocamos el nombre
del Señor, Dios nuestro.

Ellos cayeron derribados,
nosotros nos mantenemos en pie.
Señor, da la victoria al Rey
y escúchanos cuando te invocamos.

1. La invocación final: «Señor, da la victoria al Rey y escúchanos cuando te invocamos» (Salmo 19,10), nos revela el origen del Salmo 19, que hemos escuchado y en el que ahora vamos a meditar. Nos encontramos, por tanto, ante un Salmo regio del antiguo Israel, proclamado en el templo de Sión durante un rito solemne. En él se invoca la bendición divina sobre todo en «el día del peligro» (versículo 2), es decir, en el momento en el que toda la nación queda sobrecogida por una angustia profunda a causa de la pesadilla de una guerra. Se evocan, de hecho, los carros y los caballos (Cf. Versículo 8) que parecen avanzar en el horizonte; el rey y el pueblo los afrontan con su confianza en el Señor, que se pone del lado de los débiles, de los oprimidos, de las víctimas de la arrogancia de los conquistadores.

Es fácil comprender el que la tradición cristiana haya transformado este Salmo en un himno a Cristo rey, el «consagrado» por excelencia, «el Mesías» (Cf. versículo 7). Él no entra en el mundo con ejércitos, sino con la potencia del Espíritu Santo, y lanza el ataque definitivo contra el mal y la prevaricación, contra la prepotencia y el orgullo, contra la mentira y el egoísmo. Se puede percibir el eco profundo de la palabras que Cristo pronuncia dirigiéndose a Pilatos, emblema del poder imperial terreno: «Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido el mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Juan 18, 37).

2. Examinando la trabazón de este Salmo, nos damos cuenta de que refleja una liturgia celebrada en el templo de Jerusalén. En el escenario aparece la asamblea de los hijos de Israel, que rezan por el rey, jefe de la nación. Es más, al inicio se puede entrever el rito de un sacrificio, como los sacrificios y holocaustos ofrecidos por el soberano al «Dios de Jacob» (Salmo 19, 2), que no abandona a «su ungido» (versículo 7), sino que lo protege y lo apoya.

La oración se caracteriza por la convicción de que el Señor es la fuente de la seguridad: sale al paso de la súplica confiada del rey de toda la comunidad con la que está ligado por el vínculo de la alianza. El clima es ciertamente el de un acontecimiento bélico, con todos los miedos y riesgos que suscita. La Palabra de Dios no se presenta, por tanto, como un mensaje abstracto, sino como una voz que se adapta a las pequeñas y grandes miserias de la humanidad. Por este motivo, el Salmo refleja el lenguaje militar y la atmósfera que domina sobre Israel en tiempos de guerra (Cf. versículo 6), adaptándose así a los sentimientos del hombre en dificultad.

3. En el texto del Salmo, el versículo 7 da un giro. Mientras los versículos precedentes expresan implícitamente peticiones dirigidas a Dios (Cf. versículos 2-5), el versículo 7 afirma la certeza de haber sido escuchado: «Ahora reconozco que el Señor da la victoria a su ungido, que lo ha escuchado desde su santo cielo». El Salmo no precisa cuál ha sido el signo por el que ha llegado a saber esto.

De todos modos, expresa claramente un contraste entre la posición de los enemigos, que se basan en la fuerza material de sus carros y caballos, y la posición de los israelitas, que ponen su confianza en Dios y que, por tanto, salen victoriosos. Recuerda el célebre pasaje de David y Goliat: ante las armas y la prepotencia del guerrero filisteo el joven judío se enfrenta invocando el nombre del Señor que protege a los débiles e indefensos. De hecho, David le dice a Goliat: «Tu vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre del Señor de los ejércitos... El no salva con la espada ni con la lanza, porque el Señor es árbitro del combate» (1 Samuel 17, 45.47).

4. A pesar de su carácter histórico ligado a la guerra, el Salmo puede convertirse en una invitación a no dejarse capturar nunca por la atracción de la violencia. Isaías exclamaba también: «ay, los que... se apoyan en la caballería y en los carros porque son muy potentes, mas no han puesto su mirada en el Santo de Israel, ni al Señor han buscado» (Isaías 31, 1).

Ante todo tipo de malicia, el justo se opone con la fe, la benevolencia, el perdón, el ofrecimiento de la paz. El apóstol Pablo advertirá a los cristianos: «No devolváis a nadie mal por mal. Procurad el bien ante todos los hombres» (Romanos 12, 17). Y el historiador de la Iglesia de los primeros siglos, Eusebio de Cesárea (vivió entre los siglos III y IV), al comentar nuestro salmo, ampliará la mirada hasta incluir el mal de la muerte que el cristiano sabe que puede vencer por obra de Cristo: «Todas las potencias adversas y los enemigos de Dios escondidos y visibles, rostros que huyen del mismo Salvador, caerán. Pero todos los que reciban la salvación, resurgirán de su antigua ruina. Por esto Simeón decía: "Este está puesto para caída y resurrección de muchos", es decir, para la ruina de sus adversarios y enemigos y para la resurrección de los que, una vez caídos, han sido resucitados por él» (PG 23, 197).


2.

También yo voy a la guerra...


Dios salve al rey

El rey va a la guerra. Le esperan días difíciles. El se da cuenta. Por eso sube al santuario para pedir el favor divino, junto con su pueblo que entona su «Dios salve al rey».

Él monarca no se ha presentado con las manos vacías. Hay animales cebados para el sacrificio. La multitud se encarga de recordárselo al Señor, que deberá tener presente la entidad de su holocausto.


Que se acuerde de todas tus ofrendas,
que le agraden tus sacrificios (v. 4).


En el templo hay ya una atmósfera de triunfo:


Que podamos celebrar tu victoria,
y en el nombre de nuestro Dios alzar estandartes (v. 6).


Sin embargo, el rey al terminar la función quiere tener aún más garantías sobre el éxito de la guerra. Aborda por eso a un sacerdote o a un profeta. Ha tenido en ese momento una revelación y puede hablar con absoluta seguridad:


Ahora reconozco que el Señor
da la victoria a su Ungido,
que lo ha escuchado desde su santo cielo,
con los prodigios de su mano victoriosa (v. 7).


Tal certeza no es disminuida lo más mínimo por el cálculo de los armamentos enemigos. Los israelitas cuentan con algo más. No hay proporción:


Unos confían en sus carros,
otros en su caballería;
nosotros invocamos el nombre
del Señor Dios nuestro (v. 8).


A la fuerza de ataque de los carros y caballos, se le opone un grito. Un grito dirigido a Yahvé. El éxito de la reyerta, no hace falta decirlo, es el grito:



Ellos cayeron derribados,
nosotros nos mantenemos en pie (v. 9)


El rey ahora puede ya marchar tranquilo para la guerra. Lo acompaña el canto de su pueblo:

Señor, da la victoria al rey
y escúchanos cuando te invocamos (v. 10).


Mi jornada comienza con un folio en blanco en la máquina de escribir

Estoy sentado ante la máquina de escribir. He metido un folio en blanco y empiezo a pulsar las teclas. Así empieza mi jornada. Lo mismo que la de ayer. Y mañana será lo mismo.

Escribo: «el rey va a la guerra». Y pienso inmediatamente: y yo continúo mi pequeña guerra, hecha de escaramuzas, de confrontaciones, de reyertas con enemigos más o menos declarados, de avances y repliegues, de valor y de cobardía, de personas aburridas que vendrán a molestarme, de tareas ingratas que cumplir, de «sabios» que me bombardearán con sus consejos, de individuos que siempre van enmascarados aunque no venga a cuento, de calles sinuosas y de cosas triviales...

Todos los días son difíciles. Porque todos los días debo luchar.
Leo atentamente las expresiones de este salmo para recoger información útil para mi guerra personal y diaria.


Que cumpla el deseo de tu corazón,
que dé éxito a todos tus planes (v. 5).
—Que el Señor te conceda todo lo que le pides—(v. 6).


Aquí no nos encontramos en el mismo caso; debe suceder precisamente lo contrario. ¡Estaríamos buenos si Dios respondiese sólo a mis peticiones y tuviese en cuenta exclusivamente los deseos de mi corazón!

Me doy cuenta de que no soy capaz de ver a un palmo de mi nariz. Mis horizontes son muy limitados, cerrados inexorablemente por las fronteras del buen sentido y del miedo. Mis sueños están enfermos incurablemente de timidez. Mis proyectos resultan de una mortificante modestia.

Me parece escuchar el comentario del Señor: ¿sólo esto? ¿te contentas con esto? ¿pasas tu jornada con estas vaciedades? ¿declaras una guerra para conquistar semejantes tonterías?

Decía Martin Luther King a sus hijos: «Si un hombre no tiene un ideal por el que está dispuesto a morir, no es digno de vivir».

Y yo miro mis bolsillos. Saco mis proyectos. Les controlo. Repaso mis ideales. He aquí algunos:
dinero
seguridad
reconocimiento por mi trabajo
subir en el escalafón
el partido de fútbol en la televisión, sin que nadie me moleste
ambición
salud
descanso, y pobre del que lo toque
mi ración de placer
los elogios del superior
la respetabilidad externa
las vacaciones, que hay que proyectar con tiempo
la elegancia (el estilo es el hombre)
el balance (hay que pisar en la tierra)
la tarde en casa de X (hay que estar a bien, quizá mañana tenga
necesidad de él).


Estas son las cosas por las que combato en mi guerra diaria.

Y en medio de toda esta mercancía, de esta serie de vaciedades, quizá encuentre algún ideal digno de este nombre por el que merezca la pena incluso morir...


Es necesario, por tanto, desde el comienzo del día aceptar la presencia del Gran molesto. De otro modo mi guerra —aunque sea capaz de «centrar» todos los objetivos— está perdida desde el principio.

Sí. Dios es inigualablemente molesto. Pasa revista a mis proyectos y los tira a la papelera porque son ridículamente modestos. Y me impone los suyos.

Siempre ha hecho así.

Abrahán, aquella mañana estaba ocupándose de sus tareas diarias en la lejana tierra de Harán, cuando se presentó el Gran molesto: «El Señor dijo a Abrán: Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré» (Gén 12, 1).

Moisés aquel día estaba cuidando el ganado de su suegro Jetro cerca del monte Horeb. Esto le sucede, a quien tiene mujer y además suegro... Sin duda no preveía el mandato que recibiría de Dios y que desbarató todos sus planes: «Y ahora marcha, te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los israelitas» (Ex 3, 10).

También Amós fue molestado mientras trabajaba tranquilamente en sus propias tierras de Tekoa.

Y el pobre Jonás vio cómo caía su propio programa con el Gran molesto que le mandaba a Nínive.

También sabían algo de esto Simón y Andrés, Santiago y Juan, de profesión pescadores, que fueron arrancados para siempre de su oficio. «Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres» (Mt 4, 19).

No hay manera de escaparse. Con él no se puede estar jamás tranquilos.
No se puede trazar un programa a gusto personal.

Un escrito de las paredes de la Sorbona decía: «Te amo, oh...; decídselo con adoquines». Desde siempre el Señor está acostumbrado a decirlo con piedras...

Por la mañana, por tanto, antes de la batalla, he de aceptar la presencia de este Gran y obstinado perturbador. Que suspenderá inevitablemente mis planes para proponerme sus proyectos sensacionales, para abrirme horizontes insospechados.

Solamente aceptando esta soledad, de los planes estratégicos, puedo tener la certeza de combatir por algo que merezca la pena.

Mis deseos son demasiado pequeños. Como los de Zaqueo, que se contenta con poder gozar al ver pasar a Jesús. Pero éste desborda toda previsión: «Baja deprisa, porque hoy debo quedarme en tu casa» (Lc 19, 5).


Mis peticiones pecan habitualmente de excesiva timidez. Como el «buen ladrón». «Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu reino». Se contenta con una recomendación... y Jesús le concede algo muy distinto: «Te doy mi palabra de que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 42-43).

Por tanto habría que corregir el salmo de este modo: que se cumpla el deseo de su corazón, que dé éxito a todos sus planes (v. 5).

Pero ¡cuidado! El proyecto que me presenta el Gran perturbador no es nunca completo, ni es preciso en sus detalles. Hay muchas líneas indeterminadas, incluso incomprensibles. Los caminos para las «operaciones estratégicas» no han sido fijados desde un principio. Se trata de un esbozo y no de un proyecto completo en sus detalles.

Lo descubriremos en su totalidad actuando.
Los caminos se aclararán recorriéndolos.
En cierto sentido se trata de inventar cada día este proyecto. Junto con Dios.


También puede pararse el tiempo
Se va a la guerra para conquistar algo. Mi guerra tendrá un significado si durante el día soy capaz de conquistar algo. Pero ¿qué?

Ahora los hombres están empeñados en una batalla colosal y espectacular por la conquista del espacio. A pesar de continuar con guerras en la tierra por disputarse un trozo de tierra, de vez en cuando nos sorprenden con un hombre en el suelo lunar.
Pero yo creo que hay una empresa mucho más importante que realizar.
La conquista del tiempo.


El auténtico problema no es el del espacio, sino el del tiempo. Qué sentido dar al tiempo que se vive, cómo llenar de significado cada instante de la existencia, es más importante que conquistar el espacio (Rabí Heschel).

No basta vivir. Hay que saber para qué se vive.
No basta mirar el reloj. Hay que dar un significado a los minutos, a las horas.
No basta llegar (quien llega) a los noventa años. Se trata de ver cuántos de esos años han sido realmente vividos.

En el baloncesto sólo cuentan los minutos efectivos de juego. Hay un gran reloj que se para frecuentemente. Las manecillas sólo corren cuando se juega. El partido debe durar cuarenta minutos de juego; pero en ciertas competiciones para llenar estos cuarenta minutos efectivos se necesitan dos horas.

Si existiese un reloj de ese tipo en mi vida... Quizá esta tarde tendría motivos para horrorizarme. ¿Cuántos minutos vivo realmente y en cuántos vegeto, voy tirando, me dejo vivir?
¡Cuántos espacios vacíos, cuántas interrupciones en mi vida! ¡Cuánto tiempo vacío de significado!
Los antiguos sostenían que «el tiempo huye». Yo me sorprendo a veces preguntándome: ¿hasta cuándo? Y si un buen día, cansado de correr para nada, decidiese pararme...

No basta que al caer la tarde compruebe que he conquistado algo. Si no he sido capaz de conquistar el tiempo, mi victoria resulta ruinosa.
Para no terminar como el mono

Cuando comienzo mi jornada con un folio blanco en la máquina de escribir no tengo a ningún profeta que me garantice el éxito. Sin embargo, si pienso un poco, debo reconocer que puedo saber anticipadamente si saldré victorioso o no. Al final del día registraré un éxito si sé hacer un gesto muy simple: alargar la mano.

Me explico. En ciertas regiones orientales se adopta un sistema ingenioso para coger monos. Se prepara un vaso y en el fondo se coloca la fruta. El mono mete el brazo para coger la fruta. Pero el cuello del vaso es tan estrecho que puede meterse una mano vacía, pero no una mano llena. El mono no se resigna a soltar la fruta y así queda prisionero. Sería tan fácil soltar la fruta...

También yo puedo perderme por la obstinación de no abrir las manos. Mi salvación está en este gesto: abrir las manos. En cambio, el instinto me lleva a cerrarlas, a coger, a apretar el puño y defender a toda costa la fruta. Así me creo que gano algo. En realidad mi jornada termina en activo sólo cuando he sido capaz de «perder», de dar, de empobrecerme, vaciarme, desprenderme.

Desde otro punto de vista puedo decir que mi guerra diaria terminará en victoria si tengo el coraje de cambiar continuamente el frente de operaciones. Está bien el tener un programa y a veces es obligatorio fijar un horario. ¡Hay que hacer tantas cosas necesarias! Pero debo conservar tal elasticidad que pueda acudir a donde se dé un grito de sufrimiento, dejando todo lo demás. Es decir, el frente de mi batalla, la linea de fuego que requiere mi presencia, está siempre allí donde alguien dolorido o solo tiene necesidad de mi, de mi tiempo, de mi paciencia y de mi calor humano.

De este modo no es necesario consultar los horóscopos para saber si conseguiré la victoria. Esta depende exclusivamente de mí. De mis manos abiertas y... de mis pies, siempre dispuestos a dirigirse a donde se oiga un grito de dolor.

Está concluyendo mi jornada. Saco de la máquina el último folio, lleno de palabras. Estoy cansado. Los ojos cargados de sueño. Tengo la impresión de haber hecho algo bueno.

A pesar de todo me siento insatisfecho.
Buen signo. Signo de salvación.
La insatisfacción es el síntoma más evidente de mi «salud». Revela que soy una criatura en espera.

La línea de salvación pasa precisamente por aquí:
esperar algo más
esperar algo mejor
esperar otra cosa
esperar a otro.

La insatisfacción, en realidad, es la brecha que deja entrar a alguien.

La insatisfacción es como un grito —silencioso— que prueba la presencia de alguien.

Señor, da la victoria al rey
y escúchanos cuando te invocamos (v. 10).

Sobre todo en la tarde de nuestra insatisfacción profunda...

PRONZATO-4.Págs. 249-253


3. CARROS Y CABALLOS

No desprecio carros ni caballos, Señor. Sé que el que quiere luchar necesita armas, y el que quiere triunfar necesita medios. Yo quiero hacer algo por ti y por tu Reino; quiero diseminar tu palabra, comunicar tu gracia, darte a conocer a ti; y para eso yo también necesito medios y me propongo tenerlos y usarlos lo mejor posible. Estudiaré las artes de la palabra, aprenderé métodos y técnicas y emplearé a fondo los medios de comunicación. Pondré los mejores y más modernos medios al servicio de tu mensaje. ¡Los mejores caballos y los mejores carros de combate para tus ejércitos, Señor!

Pero, al mismo tiempo que aprecio los medios humanos y me dispongo a aprovecharlos lo mejor posible, me abstengo de poner en ellos mi confianza, pues sé que en sí mismos no valen nada. Buscaré, sí, la eficacia, pero a sabiendas de que la eficiencia por sí sola no puede establecer tu Reino. Delicado equilibrio en la obra de tu gracia que me lleva a ser eficiente en tu causa, y luego a admitir que la eficiencia en sí no cuenta. Mis caballos y mis carros no son los que me han de dar la victoria. No es en ellos en quien confio.

Yo confio en ti, Señor. Has recabado mis esfuerzos, y los tendrás, con todas mis flaquezas y toda mi buena voluntad en ellos. Pero el éxito viene de ti, Señor, de tu poder y de tu gracia, y quiero dejarlo bien claro desde el principio ante ti y ante mí mismo.

«Unos confían en sus carros, otros en su caballería; nosotros invocamos el nombre del Señor Dios nuestro».

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 41