CAPITULO II

LA ANTÍTESIS DEL REINO


Los períodos de la siembra y de la siega no son solamente 
distintos, sino que se oponen por una antítesis fundamental, 
que es la antítesis del plan divino. Si la siega descubre toda la 
gloria del Reino de Dios, otro tanto subraya la siembra su 
precariedad terrestre. Para que la gloria final del Reino sea 
toda de Dios, ¿no será conveniente que lo que esta llamado a 
hacerse tan grande, comience aquí en la tierra en el 
«misterio» y en la «pequeñez»?

El grano de mostaza
(/Mt/13/31-32; /Mc/04/30-32 y /Lc/13/18-19)

«Sucede con el Reino de Dios como con un grano de 
mostaza que un hombre ha sembrado en su jardín. Es la más 
pequeña de las semillas, pero cuando ha crecido, es un árbol 
grande y los pájaros del cielo vienen a anidar en sus ramas». 


Los botánicos nos enseñan que la mostaza es la mostaza 
negra. «Esta planta es muy conocida en Palestina, donde, en 
las.tierras cálidas, como por ejemplo en el lago de Tiberíades 
y a lo largo del Jordán, alcanza las dimensiones de un árbol 
de tres a cuatro metros de altura y se hace hasta leñosa en 
su base. Esta es la mostaza (brassica nigra) de nuestros 
botánicos. Principalmente los jilgueros, que parecen muy 
aficionados a los granos de mostaza, vienen en bandadas a 
posarse sobre las ramas de este árbol (árbol de mostaza, 
dicen los árabes) y a comer sus granos» (Biever). 
Pero se corre el riesgo de que estas explicaciones 
científicas nos oculten el sentido profundo de la parábola. Por 
ejemplo, independientemente de los ornitólogos, nosotros 
conocemos ya los pájaros de esta parábola. Son los del 
sueño de Nabocodonosor: «Y vi un árbol en el centro de la 
tierra, exageradamente alto. El árbol creció, se hizo fuerte; su 
altura tocaba el cielo, y se veía desde los confines de la tierra. 
Y las aves del cielo anidaban en sus ramas» (Dn 4, 7-9). 
El árbol ha nacido en el jardín del Edén, y acompaña la 
historia de los grandes imperios de Oriente, todos ellos más o 
menos mesiánicos. El árbol sera el Reino del Mesías, y hasta 
representa al mismo Mesías. Lo encontramos en Ezequiel (31, 
3-6), en el Libro de Daniel, y acaba de aparecer de nuevo en 
los Salmos del Mar Muerto: «Su sombra cubrirá el mundo 
entero, su cima llegará hasta los cielos y sus raíces llegarán 
hasta el abismo» (Hymn. VI, 15-16). Así es también, Dios sabe 
por qué alquimia poética, la encina de Lafontaine: «La que 
tenía su cabeza cerca del cielo, y los pies tocaban el imperio 
de los muertos». 
Todo el meollo de la parábola reside en la antítesis entre la 
pequeñez de la simiente y la altura del árbol. Y así manifiesta 
la ley de síntesis que rige el Reino: la mediocridad de sus 
comienzos promete la floración del Reino escatológico. 
Nuestro Señor ha debido de alentar más de una vez a sus 
discípulos, asustados por el fracaso de su obra y por las 
amenazas que posaban sobre ella: «No temáis, rebaño 
pequeñito —les decía—, porque ha sido del agrado de 
vuestro Padre daros a vosotros el Reino» (Lc 12, 32). En una 
de estas ocasiones les ha dicho esta parábola. Ellos estaban 
en las manos de Dios, como un comienzo insignificante, como 
grana, rama cortada del árbol del judaísmo; y en esos 
principios estaba ya toda la fuerza del futuro. Según la lógica 
de Dios, su debilidad condicionaba la futura grandeza del 
Reino que ellos llevaban consigo. Cualquier alma religiosa 
comprende esta lógica al revés. 
De la debilidad inicial a la grandeza final no hay, según una 
manera de pensar que debemos asimilar, verdadero 
desarrollo biológico. No se trata de dos realidades que estén 
naturalmente coordinadas; sino al contrario, la simiente y el 
árbol grande se contraponen. Lo mismo que hoy, ahora, se ve 
la pequeña semilla, un día se verá el árbol. 
La elección misma de una semilla pequeña arrastra la 
elección de la especie vegetal. Si Jesús no hubiera querido 
precisamente subrayar la debilidad de los comienzos del 
Reino, habría tomado una higuera, o una viña, o una palmera, 
un árbol de verdad, como lo hacía la tradición. 
Esto es lo que causaba escándalo y constituye el secreto 
inicial del plan divino. 
Tenemos que violentarnos, en nuestras perspectivas 
modernas, para poner el segundo acento de la parábola en la 
grandeza escatológica, la única con la cual forma en verdad 
una antítesis, dentro de los tiempos que vivimos, una 
debilidad, un estado de mediocridad, prendas de la gloria 
futura. Desde el Discurso sobre la Historia universal, ha 
habido muchos intentos por identificar el árbol grande con la 
Iglesia de hoy. «Para nosotros—escribía un gran exegeta—la 
enseñanza tiene el alcance de una profecía realizada. La 
historia nos hace asistir a los humildes comienzos y a los 
progresos del Reino de Dios, de región en región, pasando 
de los judíos hostiles a los paganos despreciativos. No 
tenemos más que abrir los ojos para ver establecido el Reino 
en el mundo entero, otorgando un cobijo a tantas almas que 
viven en él para Dios, invitando y esperando a los pueblos 
que quieran practicar su justicia y gustar su palabra» 
(Lagrange). 
Sería injusto insistir. El P. Lagrange sabía muy bien cuándo 
se alejaba de la exégesis histórica para arribar a las costas de 
la apologética. Y sabía, tan bien o mejor que nosotros, que 
ese Reino de Dios que él describía recordaba demasiado el 
mesianismo nacional y terrestre del judaísmo tardío. Sólo 
dentro de esta perspectiva cabe la alegoría de la exégesis 
judía: las aves representan a los paganos, que vienen a 
refugiarse con sus riquezas en una Jerusalén renovada, 
engrandecida hasta el infinito, glorificada. Para Jesús, el reino 
mesiánico es solamente el comienzo terrestre del «Reino de 
los cielos» es inseparable de su cumplimiento eterno, es ya 
espiritual. Las aves del cielo están en armonía con su 
dignidad celestial. La grandeza de la Iglesia está en su 
esencia celestial. La Iglesia no se realiza con las grandezas 
del orden humano. 
Pero ¿hasta qué punto pertenece verdaderamente la gloria 
a la Iglesia de hoy? ¿Está la Iglesia de hoy más cerca de su 
punto de llegada que de la humildad de las semillas? Estamos 
rozando el misterio de Dios. Pero cuando se piensa lo que 
será un día el cumplimiento final, cuando «pase» la figura de 
este mundo, todas las «grandezas» humanas posibles se 
evaporan. ¿Cómo iba Nuestro Señor a proponernos como 
objeto de admiración una situación de este mundo, él que 
sabe lo que será el final, pues viene del seno de la majestad 
divina? Aun suponiendo que fuera más espléndido que lo que 
nosotros podemos imaginar, seguiría siendo algo efímero, 
inestable, a infinita distancia del futuro celestial. ¡Allí es donde 
está el árbol grande! Y ante el tránsito del tiempo a la 
eternidad, todo lo que es temporal sigue estando en el punto 
de partida. Nosotros mismos, mientras no hayamos llegado, 
estamos siempre a punto de partir. 
Pequeñez, grandeza en lo secreto; así lo han comprendido 
los Padres. Ellos definen siempre la condición terrestre del 
Reino de Dios por un principio de humildad aquí abajo. A 
veces, es el mismo Cristo ese comienzo insignificante: «El 
Señor mismo se ha comparado con un grano de mostaza, la 
más amarga y la más pequeña de las semillas, pero cuya 
fuerza y poder ponen en ebullición los sufrimientos y las 
persecuciones» (Hilario). A veces es la fe, en algunas 
ocasiones los mártires (Ambrosio), y también la humilde 
predicación del Evangelio (Jerónimo). San Pablo había 
marcado la pauta: 
«Mirad vuestra vocación, hermanos, pues raros son entre 
vosotros los sabios según la carne, los poderosos, los nobles. 
Pero lo que es necio en el mundo, eso ha elegido Dios para 
confundir a los sabios. Lo que es débil en este mundo, es lo 
que Dios ha elegido para confundir a los fuertes. Dios ha 
elegido lo que carece de relieve en el mundo, lo que está 
despreciado, lo que no es, para destruir lo que es» 
(/1Co/01/26-28). 
La Iglesia seguirá siendo grande en su debilidad. Si fuera 
preciso elegir entre el cristianismo bajo Nerón y Diocleciano, y 
los tiempos de Constantino, entre la sangre de santa Inés y la 
púrpura de una Teodora, ¿qué cristiano dudaría? El día en 
que la Iglesia conquistó al Imperio romano, quedó vencida por 
él. ·Agustín-San ha vivido este período dramático, cuando los 
cristianos se convirtieron en masa: «Después de las 
persecuciones tan numerosas y tan crueles, una vez llegada 
la paz, una riada de paganos, deseosos de tomar el nombre 
de cristianos, encontraban un obstáculo en la costumbre que 
ellos tenían de celebrar las fiestas de sus falsos dioses con 
buenas tajadas y mucho vino. Y como no podían fácilmente 
privarse de estos placeres perniciosos, enraizados en ellos, 
nuestros pasados idearon como cosa buena sustituir las 
fiestas paganas con otras fiestas en honor de los santos 
mártires, que se celebraban sin sacrilegios, pero con los 
mismos excesos. Pero éste es el momento en que los que no 
se atreven a dejar de ser cristianos, se pongan a vivir según 
la voluntad de Cristo. Si quieren ser cristianos, que rechacen 
las concesiones que se les hicieron para llegar a serlo». 
En momentos parecidos, los anacoretas, los monjes 
vuelven a las fuentes del Evangelio. San Benito, en la gruta 
de Subiaco, es el grano de mostaza. Las reglas monásticas 
reencuentran el ideal de la vida evangélica y vuelven al 
núcleo de los Doce, al rebaño pequeñito, a la primera 
comunidad de Jerusalén con su pobreza y su caridad. Más 
tarde, las órdenes mendicantes encienden de nuevo la 
antorcha: «Observar el santo Evangelio». Sembrar en sí el 
grano de mostaza en la humildad. 
·Jerónimo-San ha descrito con complacencia, en un latín 
inolvidable, la debilidad de nuestra doctrina: «Praedicatio 
evangelii mínima est omnibus disciplinis. La predicación del 
evangelio es la más humilde de las teorías intelectuales. Esta 
doctrina, desde el comienzo mismo, parece absurda, cuando 
predica que un hombre es Dios, que Dios muere, el escándalo 
de la cruz. Comparad esta doctrina con las enseñanzas de los 
filósofos y de sus libros, con el brillo de su elocuencia y el 
orden perfecto de sus discursos, y veréis cómo la semilla del 
Evangelio es más pequeña que todas las otras simientes». 
Sustituyamos la filosofía por las sociologías modernas, y la 
elocuencia por las propagandas que arrastran al mundo, y 
podremos comprobar que la doctrina evangélica sigue siendo 
poca cosa. Pero esta debilidad es la de una doctrina 
despojada de lo accesorio, de los oropeles humanos, y está 
hecha para lograr la entrega del corazón humano a Dios. 
Para eso hace falta una cruz enhiesta. 
PASTORES/MAGOS: Y el reclutamiento de las personas es 
digno de la doctrina. «Los primeros visitadores del Verbo 
encarnado fueron los pastores y los magos —observa Mons. 
Benson—. Los pastores de Belén y los magos de Oriente, los 
más sencillos y los más sabios, pueden arrodillarse ante su 
cuna. Los más sencillos, es decir, los que están 
acostumbrados al silencio, a las estrellas, al nacimiento y a la 
muerte, los que no poseen ninguno de esos conocimientos 
que tan fácilmente pueden oscurecer las visiones claras. Y los 
más sabios, es decir, los que habían llegado a los límites de la 
sabiduría de entonces (aunque indudablemente tenían sobre 
el mundo físico infinitamente menos conocimientos que el más 
pequeño de los estudiantes de hoy), los que estaban tan 
cultivados e instruidos como podían estarlo en su época, los 
que podían abarcar con una mirada los mundos que habían 
explorado con su entendimiento y comprender a qué 
resaltados tan pobres habían llegado. Los individuos que 
pertenecen a estas dos últimas categorías no sienten de 
ninguna manera la tentación de creer que saben algo. La 
ciencia que han adquirido los lleva sólo a la conclusión de que 
lo ignoran todo. 
Pero siempre habrá en la Iglesia más pobres que sabios. Y 
los sabios entran en ella solamente por la puerta de la 
debilidad. ·Pasteur decía: «Cuanto más al fondo voy del 
misterio de la naturaleza, más sencilla se hace mi fe. Se 
parece ya a la fe del campesino bretón. Y tengo mil razones 
para pensar que, si yo pudiera todavía bajar más 
profundamente, mi fe se volvería semejante a la de la mujer 
de ese campesino». 
No nos gusta todavía mirar la debilidad de nuestra Iglesia 
en medio de los poderes de este mundo. Es verdad que la 
Iglesia tiene numerosos amigos en esos poderes, pero sus 
enemigos son temibles. ¿Por qué vamos a conservar aún la 
ilusión de que, después de la conversión de los emperadores 
romanos al cristianismo, han cesado ya las persecuciones? 
La historia tiene necesidad de una cierta perspectiva, menos 
tal vez para celebrar a los que lo han dado todo por su fe, 
bien pertenezcan al clero o a los más humildes de entre los 
fieles, que para abstenerse de condenar a los que no han 
estado a la altura de los tiempos heroicos.
¿Podría la Iglesia ser lo suficientemente humilde si no la 
formáramos con la humildad de todos nosotros ? 
DEBILIDAD/FUERZA: Recibamos, pues, la pequeña semilla 
del Reino en un alma que tenga su medida. La vitalidad de 
nuestra vida espiritual reside en aceptar nuestra flaqueza: 
«Cuando soy débil, soy fuerte» (2Co 12, 10) No tengamos 
ningún miedo, a pesar de todos los ruidos del mundo, de 
recogernos en el silencio de la vida interior. La oración, a 
solas con Dios, la renuncia a la grandilocuencia humana y la 
preferencia de la vida interior, he ahí la vocación del cristiano. 
Otorguemos el primer puesto en nuestras preocupaciones a 
estas cosas antiguas, pasadas de moda. Hablar y menearse 
mucho por el Reino está bien; orar es mejor. Los discursos y 
las obras se salvan únicamente por la oración: «Tú también 
-explica ·Teofilacto - eres el grano de mostaza, que parece 
tan pequeño. No se trata de hacer alarde de actos virtuosos, 
sino de mostrarse fervoroso, arrastrando a los otros con este 
fervor, siendo su reproche con nuestra austeridad... Es 
neceserio ser perfecto entre los débiles y los imperfectos».
¿Habrá que recordar a los cristianos que el sufrimiento 
sigue estando siempre en el horizonte de toda existencia 
terrena? El discípulo de Cristo sufre como los demás, pero de 
otra manera, con alegría en la medida de su santidad. Acepta 
las penas y las contrariedades como cosas que se le deben, 
que le sitúan en su verdadero puesto: «Por eso me complazco 
en mis debilidades, en mis humillaciones, en mis miserias, en 
mis persecuciones, en mis tribulaciones: por Cristo. 
El saber que en el horizonte surge el Reino de Dios, a 
medida que se despliega la debilidad, es aceptar ser el grano 
de mostaza... Nuestros abuelos criaban ellos mismos su 
mostaza. Las plantas de mostaza negra crecían y se 
sembraban de nuevo cada año en un rincón del jardín. 
Recogían la grana y la machacaban dentro de un barreño 
haciendo rodar una bala de cañón, que habían recogido en 
algún campo de batalla. Tengamos el valor de imitarlos en lo 
espiritual, reavivando, por la fe y la valentía en el sufrimiento, 
la virtud nativa del grano de mostaza (S. Hilario). 

La levadura
(/Mt/13/33; /Lc/13/20-21)

San Mateo une íntimamente la parábola de la levadura con 
la del grano de mostaza. Será, pues, necesario interpretarla 
de la misma manera por el contraste entre esa poca cosa que 
es el fermento con relación a los panes que con él se 
obtienen.

«El reino de los cielos es semejante al fermento, que tomó 
una mujer y lo metió en tres medidas de harina, hasta que 
todo estuvo fermentado».

La levadura de que se habla no es una fuerza 
«asimiladora». Es únicamente un trozo vulgar de masa leuda 
y agria, que se introduce en la harina. El interés de Nuestro 
Señor se centra no en el procedimiento interno del fenómeno 
de la fermentación, sino en el cambio visible: al principio hay 
un poco de masa leuda, y al final está toda la masa (esa 
masa extraordinaria de las tres medidas fermentadas es más 
que una cocción normal: sería suficiente para una comida de 
cien personas). Jeremías subraya con razón la afinidad de 
esta parábola con la del grano de mostaza, en la que la 
mostaza se convierte en un árbol grande: ambas parábolas 
tienen la misma finalidad, y es mostrarnos que se trata de 
realidades divinas. 
Una palabra sugestiva: la mujer mete -esconde- la levadura 
en la harina. Este trozo de masa es tan pequeño que pasa sin 
que se note, y sin embargo es suficiente. Es el contraste entre 
la pequeñez de los comienzos y la grandeza final, que ya está 
como promesa en los comienzos. «El rebaño pequeñito» se 
convertirá en el Reino (Lc 12,32). Este comienzo, como el 
pequeño rebaño del desierto, no lo nota nadie. Pero su 
pequeñez esconde ya su gloria futura, la contiene en germen. 

Al hablar de lo que hace la mujer con la levadura, dice que 
la «esconde» en las medidas de harina. Este término 
«esconde» contrasta con el «todo se ha fermentado», (es 
decir, concretamente toda la masa leuda, visiblemente 
«leuda», de la parábola). «Nada hay oculto (para Dios) sino 
para que se manifieste», (Mc 4, 22). «Nadie que haya 
encendido una lámpara, la coloca oculta bajo el celemín, sino 
que la pone sobre el candelero» (Lc 11, 33). 
Nos encontramos siempre, de manera muy concreta, con el 
mismo comienzo del Reino: un rebaño pequeño, una semilla 
de mostaza, un poco de levadura, una lamparilla encendida 
(incluso el vino nuevo, que no se encierra en odres viejos). Se 
trata siempre de la obra de Dios, tan humilde en sus 
comienzos. Y Dios, que «ve en lo secreto», por ese mismo 
«secreto», promete siempre a esta obra, en conformidad con 
sus comienzos, la gloria futura de su Reino, que aparecerá, 
pero siempre oculta, en todos los progresos de la obra de la 
Iglesia. Los progresos serán visibles en una institución 
humana, en el Reino mesiánico, pero esta institución no tiene 
verdadero valor más que en cuanto lleva el secreto de sus 
futuras grandezas. 
El evangelio de Tomás, recientemente descubierto en los 
manuscritos coptos de Nag-Hammadi y elevado 
momentáneamente a una celebridad exagerada, ha 
comprendido bien la idea general de la parábola. Y la 
propone a su manera: «El Reino del Padre se parece a una 
mujer: ésta ha cogido un poco de levadura, lo ha escondido 
en la masa y ha hecho con ello unos panes grandes». En el 
punto de partida, un pequeño trozo de levadura; al final, unos 
panes grandes. Es la clásica antítesis de las parábolas del 
Reino. Por otra parte, los grandes panes, en este evangelio, 
son los inauditos desarrollos prometidos a la ciencia secreta 
de los gnósticos; ya nos estaba advirtiendo la fórmula de 
introducción, «el Reino del Padre», que entrábamos en el 
terreno esotérico de la gnosis.
Una exégesis corriente en el día de hoy pone el acento en 
la eficacia que desarrolla la levadura: «La parábola del grano 
de mostaza nos ha revelado la futura expansión del reino; la 
de la levadura nos habla de su misteriosa virtualidad», 
(Valensin-Huby). «Sucederá con el cristianismo en el mundo 
lo que acontece con la levadura en la masa, fuerza divina 
oculta y silenciosa, pero activa, contagiosa, que gana terreno 
progresivamente y va asimilando, hasta que llega un momento 
en el cual, bajo su acción, la humanidad entera actúa para el 
servicio y la gloria de Dios. En ese día, lo mismo que la masa 
se ha hecho sabrosa por su fermentación, el mundo entero, 
transformado por el evangelio, habrá recuperado las 
complacencias de su creador, porque habrá vuelto a 
encontrar el gusto de las cosas de Dios» (Durand).