MATRIMONIO Y FAMILIA A LA LUZ DE LA BIBLIA (2)
José L. Caravias sj
B - NUEVO TESTAMENTO
1 - LA FAMILIA JUDIA EN TIEMPO DE JESUS
2 - JESUS Y LA FAMILIA
3. CRITICAS DE JESUS A LA FAMILIA
El seguimiento de Jesús provoca conflictos familiares
Los parientes de Jesús
Por qué resulta conflictivo el mensaje de Jesús
4 - EL MANDAMIENTO DEL AMOR
Amor y sacramento
Ser amigos en el Amigo
Contraer matrimonio en el Señor
El caso del divorcio
5 - JESUS Y LA MUJER
La mujer en tiempo de Jesús
El trato que da Jesús a la mujer
Jesús dignifica a la mujer
6 - SEXUALIDAD Y EVANGELIO
En el Evangelio la sexualidad no es tema obsesivo.
La sexualidad de Jesús
Jesús denuncia la hipocresía sexual
Una sexualidad integrada
El Espíritu y la carne
El ídolo del sexo
* * * * *
B - NUEVO TESTAMENTO
La esperanza que se intuye en el Antiguo Testamento se va a
poder convertir en gozosa realidad con la venida de Cristo. Jesús
no vino a anular el proceso pedagógico iniciado en el Antiguo
Testamento. Su misión es llevarlo a un pleno cumplimiento (Mt
5,17). Por eso el mensaje de Jesús sobre la familia no constituye
ninguna novedad absoluta, sino la conclusión de un proceso
evolutivo que duró siglos
Lo dicho por Jesús se refiere directamente a la familia de su
tiempo. Por eso es necesario conocer la realidad familiar de su
época. Y, salvadas las distancias y circunstancias, podremos hacer
con más precisión la aplicación de su enseñanza a la familia de
nuestro mundo actual. Por ello intentaremos descubrir en el Nuevo
Testamento las actitudes básicas que puedan interpelar la realidad
familiar actual.
1 - LA FAMILIA JUDIA EN TIEMPO DE JESUS
FAM-JUDIA: Jesús nació y vivió en un pueblo y en una cultura
donde la familia tenía una importancia de primer orden. Porque,
como es bien sabido, para los judíos la familia ha sido siempre el
centro de su vida. Pero en tiempo de Jesús, la familia tenía una
importancia todavía mayor. Para los rabinos, que eran los teólogos
de entonces, el padre y la madre eran considerados como
"compañeros de Dios en la procreación"
Y por eso, los judíos de aquel tiempo pensaban que tener hijos
era una obligación, hasta el punto de que quien faltaba a esa
obligación era considerado como un homicida. Por eso nadie debía
quedarse soltero. El hombre no casado no es un hombre, decían
los rabinos de aquel tiempo. Esto quiere decir lógicamente que
todos estaban obligado a formar su propia familia. Un hombre sin
familia era un hombre sin alegría, sin bendición y sin felicidad,
según se afirma en los documentos de entonces.
La vida familiar estaba organizada según el modelo "patriarcal",
es decir, en ella el centro y el eje de todo lo que se hacía era el
"padre de familia". Por ello a la familia se le llamaba habitualmente
"la casa del padre".
En aquellas familias gobernaba el padre como señor absoluto,
con derecho a disponer de todo a su antojo, decidir por su mujer e
hijos, dar toda clase de órdenes y, por supuesto, castigar.
El padre podía repudiar a su mujer y echarla de la casa, por una
serie de razones que hoy nos resultan asombrosas. La esposa
estaba siempre a merced del marido y dependía en todo de él.
Respecto al dominio del padre sobre los hijos, se sabe que tenía
el derecho de decidir cómo, cuándo y con quién se tenían que
casar sus hijos varones y, sobre todo, las hijas. La familia era un
coto cerrado, mucho más cerrado que lo que pueda ser la familia
más tradicional de nuestro tiempo.
El grupo familiar constituía el centro de la vida religiosa de los
israelitas. La fiesta de Pascua, la celebración religiosa más
importante de los judíos, se celebraba en familia, en cada casa. Y
algo parecido se puede decir de la circuncisión, que no era
practicada por un sacerdote, sino por el cabeza de familia. Para
aquellos judíos el padre de familia era considerado como sacerdote
y maestro, que daba culto y enseñaba a los suyos la ley del Señor
(Prov 1,8; 4, 1-3; 6,20; Eclo 7,23-30; 30,1-13).
En las ideas y en las leyes de aquel tiempo la unidad de la familia
era tan importante que, por ejemplo, si el cabeza de familia cometía
un delito, fácilmente podía ir a la cárcel, no solamente él, sino
además su mujer y sus hijos (Mt 18,25). Como también era
frecuente que las decisiones importantes del cabeza de familia
fuesen decisiones de todos los de su casa. Se cuenta, por ejemplo,
de uno que se convirtió a la fe y con él lo hizo toda su familia (Jn 4,
53). Es más, la gente pensaba que hasta los pecados de los padres
pasaban de alguna manera a los hijos (Jn 9, 2-3). Se tenía un
profundo convencimiento de que cuanto le ocurriera al cabeza de
familia tenía que afectar a todos los de su casa (Mt 10, 25).
Además, las leyes de aquel tiempo protegían la continuidad de la
familia hasta tal punto que, si una mujer quedaba viuda y sin hijos,
los hermanos solteros de su difunto esposo se tenían que casar con
ella, para que así quedara descendencia de la misma sangre (Mt
22, 23-30; Mc 12, 25; Lc 20, 35-36).
Esto no quiere decir que todos los padres de familia fueran
dictadores. Por supuesto que los había buenos y muy buenos. En
caso contrario, Jesús no hubiera usado tanto el ejemplo del padre
de familia. Pero el ambiente general en este punto era bastante
duro.
Preguntas para el diálogo
1. ¿Cómo se portan acá los padres de familia? ¿Son
autoritarios? ¿Son ellos los únicos que deciden lo que hay que
hacer?
2. ¿Hay machismo en nuestra zona? ¿Cómo se manifiesta?
3. ¿Cómo se comportan las mujeres frente a las exigencias de
los varones?
4. ¿En qué se diferencia la educación que damos a los hijos y a
las hijas? ¿Damos más derechos a ellos que a ellas? ¿Por qué?
5. ¿En qué otros puntos se parece la realidad de la familia en
nuestro tiempo a la del tiempo de Jesús?
2 - JESUS Y LA FAMILIA
J/FAMILIA FAM/J: Jesús nació en el seno de una familia de
piadosos israelitas. De José, su padre adoptivo, se dice
expresamente que era un hombre honrado (Mt 1,19) y de su madre
se hacen las mejores alabanzas (Lc 1,28.42-45). Se trataba de una
familia unida, que supo soportar la adversidad en silencio y con fe
(Mt 1,19-20), que se mantuvo firme en la persecución (Mt 2,13-21),
y que siempre se comportó como gente piadosa y observante (Lc
2,21- 24.41). En una familia así, creció y se educó Jesús (Lc
2,39-40. 50-52), siempre bajo la autoridad de sus padres (Lc
2,51).
Criado y educado en este ambiente, nada tiene de particular que
Jesús, durante su ministerio público, hablara con frecuencia de la
familia. Emplea comparaciones familiares para explicar su doctrina
sobre el reinado de Dios y la bondad asombrosa del Padre del cielo:
Dios es como el padre que está siempre dispuesto a escuchar a sus
hijos (Mt 7,9; Lc 11,11-13) o a recibir y perdonar al hijo que se va
de la casa y malgasta la fortuna (Lc 15,20-32); porque Dios es el
padre de todos (Mt 5,16.45.48; 6,1.4.6.8.9; etc), y todos los
hombres somos hermanos (Mt 23,8-9).
Jesús habla también del padre que envía a sus hijos al trabajo
(Mt 21,28-31) o a su hijo único a cobrar la renta de una propiedad
(Mt 21,33-37); Mc 12,5-56; Lc 20,13-14). Del padre que descansa
con sus hijos (Lc 11,7) o del cabeza de familia que saca de su arca
lo nuevo y lo viejo (Mt 13,52). También habla de las fiestas de
bodas (Mt 22,2-3; Lc 14,16-24; Mc 2,19; Lc 5,34; Mt 25,1), de
mujeres que están embarazadas o criando (Mt 24,19; Mc 13,17; Lc
21,23), de los dolores de parto y de la alegría de la maternidad (Jn
16,21); del hermano que se preocupa por la suerte de sus
hermanos (Lc 16,27) o de los hermanos que no se llevan bien entre
sí (Lc 15,28). De los hijos que desatienden a sus padres (Mc
7,10-13; Mt 15,3-6) o, por el contrario, de los buenos hijos que son
conscientes de sus deberes familiares (Mc 10,19; Mt 19,19; Lc
18,20). Casi todas las situaciones familiares y las relaciones
humanas que ellas implican, son asumidas por Jesús para explicar a
sus oyentes el significado de su mensaje.
Pero las enseñanzas de Jesús sobre la familia van mucho más
lejos. Porque en los Evangelios hay toda una serie de afirmaciones
en las que Jesús defiende las relaciones de familia o asume tales
relaciones como modelo de comportamiento para sus discípulos.
Así, Jesús defiende la estabilidad del matrimonio al afirmar que lo
que Dios ha unido no lo separe el hombre (Mt 19,4- 6; Mc 10,6-9) o
al decir que quien repudia a su mujer comete adulterio (Mt 5,31-32).
Es más, Jesús afirma que quien mira a la mujer ajena excitando el
propio deseo comete adulterio en su interior (Mt 5, 28), porque es
del propio corazón de donde brotan las malas acciones,
concretamente los adulterios (Mc 7,21-22).
Jesús presenta también el modelo del padre que quiere tanto a
sus hijos que pone a disposición de ellos todo lo que tiene (Lc
15,31-32); y el modelo del hijo que hace siempre lo que ve hacer a
su padre (Jn 5,19-20). Censura el comportamiento de los hijos que
se desentienden de sus padres y no les prestan ayuda (Mt 15,3-6;
Mc 7,10-13). Elogia a quien es consciente de sus obligaciones
familiares (Mt 19,19; Mc 10,19; Lc 18,20); y envía a un recién
curado a anunciar entre su familia las maravillas que el Señor ha
realizado en él (Mc 5,19; Lc 8,38-39).
Y todavía algo más: Jesús no se cansa de presentar las
relaciones mutuas de los creyentes como relaciones de hermanos,
que son capaces de superar todo enojo (Mt 5,22), que se perdonan
siempre (Mt 18, 21; Lc 17,3) y se aceptan mutuamente (Mt 5,23-
24), sin fijarse en defectos o fallos personales (Mt 7, 3-5; Lc 6,
41-42). Ello es señal de que la relación fraterna es para Jesús una
forma de relación ejemplar, hasta el punto de que él mismo se
considera hermano de todos (Jn 20,17; ver 21,23).
Jesús sabe que el hecho de la familia es decisivo en la
experiencia y en la vida de los hombres. Por eso, habla
frecuentemente de las relaciones familiares como modelo para
explicar lo que es Dios o el reinado de Dios en el mundo. Y así, las
relaciones del esposo, padre, madre, hijo, novio, hermano,
aparecen repetidas veces en boca de Jesús cuando habla del
reinado de Dios, de lo que es Dios para los hombres, de lo que
éstos tienen que ser ante Dios, o de lo que todos debemos ser, los
unos para con los otros. Desde nuestras experiencias en la vida de
familia podemos todos comprender, de alguna manera al menos, lo
que deben ser nuestras experiencias ante Dios y ante los demás.
La familia es fuente de vida y fuente de alegría por la vida que
transmite. En ella está Dios. Es un espacio humano privilegiado
donde nace, crece y se cultiva el amor. Y con el amor, la felicidad, la
generosidad, la entrega de unas personas a otras, la
responsabilidad ante las propias tareas y obligaciones, la piedad
honda y sincera. Todo esto es, no sólo importante, sino incluso
decisivo en la vida de los hombres. Y Jesús lo sabe, lo reconoce y
con frecuencia habla de ello.
Pero el hecho de que Jesús hablara de la familia en un sentido
positivo, no quiere decir que él aceptase la realidad de la familia tal
como entonces estaba organizada. De esto vamos a hablar en los
temas siguientes.
Preguntas para el diálogo
1. La relación que hemos tenido con nuestros padres ¿nos ha
ayudado para comprender mejor a Dios?
2. ¿Creemos que la relación con nuestros hijos les lleva a ellos a
comprender a Dios y a relacionarse con él?
3. ¿Qué sentimos cuando consideramos a Dios como Padre?
4. ¿En qué consiste para nosotros el ideal bíblico de la
fraternidad universal?
5. ¿Qué relación encontramos nosotros entre familia y Dios?
3 - CRITICAS DE JESUS A LA FAMILIA
Hemos visto cómo Jesús habló de la familia de forma positiva. Y,
sin embargo, por más que resulte sorprendente, en los Evangelios
aparecen una serie de hechos y palabras de Jesús en los que ya no
resulta evidente que la familia sea siempre una realidad positiva.
Algunas de las palabras de Jesús y algunos de sus
comportamientos resultan extraños, y aun incomprensibles. Por eso
merece la pena detenerse en este punto, para luego sacar las
consecuencias. Quizás algo importante quiera decirnos la Palabra
de Dios.
El seguimiento de Jesús provoca conflictos familiares
En los Evangelios hay una serie de afirmaciones de Jesús en las
que se dicen cosas sobre la familia que nos parecen casi increíbles.
Pero están ahí, palpitantes, para todo el que se acerque a ellas con
sinceridad... No podemos suprimirlas...
Jesús afirma que ha venido al mundo para traer división y
enfrentamientos, y eso precisamente entre los miembros más
allegados de la familia: "Porque de ahora en adelante una familia de
cinco estará dividida; se dividirán tres contra dos y dos contra tres;
padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra
madre; la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra" (Lc
12,51-53). Es más, Jesús llega a decir que "un hermano entregará a
su hermano a la muerte, y un padre a su hijo; los hijos denunciarán
a sus padres y los harán morir" (Mt 10,21). Quiere decir que el
seguimiento de Jesús provoca enfrentamientos entre los miembros
más íntimos de la familia. Y es justamente en ese contexto donde
Jesús añade la terrible sentencia: "Todos les odiarán a ustedes por
causa mía" (Mt 10,22). Jesús puede ser causa de odio entre los
seres más allegados de una familia.
Cuando Jesús habla de la relación que los creyentes deben
tener con él, la contrapone precisamente a las relaciones de la
familia: "El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es
digno de mí" (Mt 10,37-38). Y sabemos que, en este punto, Jesús
llevó las cosas hasta el extremo de que a un discípulo que le pidió ir
a enterrar a su padre, le contestó de modo sorprendente: "Sígueme
y deja que los muertos entierren a los muertos" (Mt 8,21-22). Y al
otro, que estaba dispuesto a seguirle y que, obviamente, quería
despedirse de su familia, le dijo sin más: "El que echa mano al
arado y sigue mirando atrás, no vale para el Reino de Dios" (Lc 9,
61-62). Jesús no tolera que nada ni nadie se interponga en el
camino de la fe.
Estas afirmaciones del Evangelio parecen indicar que, el menos
en alguna medida, las exigencias de Jesús pueden entrar en
conflicto con la familia y, en general, con las relaciones de
parentesco. Por eso, sin duda, los Evangelios destacan que los
primeros discípulos, en cuanto escuchan la palabra de Jesús, lo
primero que hacen es abandonar al propio padre (Mt 4,20.22; Mc
1,20; Lc 5,11). Dejar al propio padre era, en aquel tiempo, lo mismo
que dejar a toda la familia. Y eso es justamente lo que, más tarde,
reconoció el mismo Jesús: "Les aseguro, no hay ninguno que haya
dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o
tierras por mí y por la Buena Noticia, que no reciba en este tiempo
cien veces más... " (Mc 10,29-30).
Esta relación conflictiva entre el mensaje de Jesús, por una
parte, y la familia, por otra, se observa igualmente en otros pasajes.
Por ejemplo, cuando Jesús aconseja a sus discípulos que no inviten
para una comida a hermanos, ni parientes, sino a los pobres,
lisiados, cojos y ciegos (Lc 14,12-14). Recordemos que, según la
mentalidad de entonces, compartir la mesa era como un gesto que
expresaba la solidaridad con los comensales. Lo cual quiere decir
que el consejo de Jesús va más lejos de lo que parece a primera
vista. Porque viene a indicar que el discípulo de Jesús debe orientar
su solidaridad, antes que hacia los miembros del círculo familiar,
hacia los despreciados de la tierra.
En este mismo sentido resulta elocuente aquella parábola del
banquete en la que los invitados se excusan de asistir, pues uno ha
comprado un campo, otro unas yuntas de bueyes, y otro se acaba
de casar, y naturalmente, no pueden ir (Lc 14, 18-20; Mt 22, 2- 3).
El amo entonces manda a su encargado a traer al banquete "a los
pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos" (Lc 14,21). No
parece sin importancia el hecho de que el compromiso familiar es,
en realidad, la dificultad que impide a uno de los invitados entrar en
el banquete del Reino, al que tienen acceso los despreciados y los
vagabundos de los caminos (Mt 22,9). También aquí se advierte por
dónde van las preferencias de Jesús.
Los parientes de Jesús
El Evangelio de Marcos nos informa que los parientes de Jesús,
cuando se enteraron de la vida que éste llevaba, entregado a la
gente hasta el punto de no tener ni tiempo para comer, "fueron a
echarle mano, porque decían que no estaba en sus cabales" (Mc
3,21).
En otra ocasión, precisamente en Nazaret, la gente se
escandaliza del comportamiento de Jesús, haciendo mención
expresa de sus parientes más allegados, a lo que él responde con
unas palabras que resultan elocuentes por sí mismas: "Sólo en su
tierra, entre sus parientes y en su casa, desprecian a un profeta"
(Mc 6,1-6). Jesús se siente incomprendido y despreciado por sus
propios familiares.
Cuando un día le dijeron que su madre y sus hermanas le venían
buscando, Jesús se limitó a contestar: "¿Quiénes son mi madre y
mis hermanos? El que cumple la voluntad de Dios ése es hermano
mío y hermana y madre" (Mc 3, 31-35). Estas palabras son fuertes.
En definitiva, lo que Jesús viene a afirmar es que él no reconoce
más familia que la comunidad de sus seguidores. Y ello no comporta
ningún desprecio para con su madre en concreto, pues ella fue
precisamente su primera seguidora.
Para Jesús lo que interesa, ante todo y sobre todo, es la
respuesta de cada hombre al mensaje de la Buena Noticia. Por eso
se comprende lo que cuenta el Evangelio de Lucas: Un día, una
mujer, al oír las maravillas que salían de la boca de Jesús, gritó
entusiasmada: "¡Dichoso el vientre que te crió y los pechos que te
criaron!". A lo que el mismo Jesús respondió, corrigiendo a la
entusiasta: "Mejor, ¡dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y
lo cumplen!" (Lc 11,27-28). Jesús no acepta sin más el elogio que
se hace de la relación de parentesco, aun cuando se trate, como en
este caso, de la relación con su propia madre. Lo cual, como hemos
dicho, no quiere decir nada en contra de ella, pues María era la
primera en escuchar el mensaje de Dios y cumplirlo.
No se debe pensar que el conflicto entre Jesús y su familia fue
sencillamente una cuestión de enojos o mal entendimiento entre
parientes. El problema fue serio. Y eso se ve claramente por un
dato muy significativo que nos suministra el Evangelio de Juan:
"Recorría Jesús Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos
trataban de matarlo. Se acercaba la fiesta judía de las Chozas y sus
parientes le dijeron: Márchate de aquí y vete a Judea, que también
los discípulos de allí presencien esas obras que haces, porque
nadie hace las cosas a escondidas si es que busca publicidad; si
haces esas cosas, date a conocer al mundo" (Jn 7,1-4). O sea, lo
que quieren los parientes de Jesús es la publicidad, el triunfo ante
las masas, en la provincia rica de Judea y en la capital, Jerusalén. Y
el Evangelio añade el siguiente comentario: "De hecho, ni siquiera
sus parientes creían en él" (Jn 7,5). Ahí está el secreto del
problema. Las personas allegadas de su propia familia sentían el
orgullo de tener un familiar famoso, triunfador en la vida, para poder
así aprovecharse de ello. No les cabía otra cosa en la cabeza.
Jesús da la clave del problema, cuando responde a sus
familiares: "El mundo no tiene motivo para aborrecerles a ustedes; a
mí sí me aborrece, porque yo declaro que sus acciones son malas"
(Jn 7,7). Jesús no ha buscado la publicidad y el éxito, sino que se
ha jugado la vida, hasta el punto de ser considerado como un
delincuente por haber denunciado públicamente el sistema opresor
que tenían montado los dirigentes judíos. Pero muchos de sus
parientes no estaban dispuestos a enemistarse en absoluto con el
sistema, ya que sus ideas iban exactamente en dirección opuesta a
las de Jesús.
Por qué resulta conflictivo el mensaje de Jesús
Es ésta una pregunta que aflora constantemente a la mente de
quien lee el Evangelio con sinceridad. La verdad es que no nos
tienen acostumbrados a pensar y hablar de la familia como lo hacía
Jesús.
Las palabras de Jesús son a veces tan radicales que uno piensa
encontrarse ante un dilema: o seguir a Jesús y dejar a la familia o
quedarse con la familia y no seguirle. Jesús no plantea esa
alternativa tomada en un sentido general, válido para todos. Pero,
en la práctica, a veces la familia funciona con tales pretensiones
que al discípulo de Jesús no le queda más remedio que optar entre
ella o el Evangelio. La fuerza del seguimiento de Jesús a veces se
hace impermeable en el mundo de nuestra familia.
Las causas por las que resulta conflictivo en la familia el mensaje
de Jesús podrían ser las siguientes:
- Jesús conocía muy bien hasta qué punto la vida del pueblo
judío estaba centrada en la familia. Pero aquella familia era
opresora al declarar al padre dueño absoluto de ella y al otorgarle
plenos poderes sobre la mujer y los hijos. La dignidad de la
persona, en esa situación, quedaba mal parada. Jesús no impugna
la existencia de la familia en sí. Pero la familia judía, en su
funcionamiento concreto de entonces, no era el ideal.
Las relaciones familiares, en aquella sociedad, no se basaban en
el reconocimiento de la dignidad de cada persona. Por el contrario,
se trataba de relaciones de sometimiento y de dominio;
generalmente el padre dominaba a los demás miembros de la casa
y, en consecuencia, la mujer y los hijos no tenían otra alternativa
que el sometimiento incondicional. Así las cosas, los creyentes no
eran personas verdaderamente libres para el tipo de opciones que
impone el seguimiento de Jesús. De ahí las distancias que Jesús
toma con respecto al hecho de la familia y los enfrentamientos que
anuncia en ese sentido.
- Jesús viene a proclamar y a vivir una realidad nueva: el
Reinado de Dios. Y todos los hombres pueden llegar a él, a
condición de que admitan que Dios es Padre y todos entre sí
hermanos. Y entre hermanos no puede haber desigualdad básica,
enemistad o explotación. Por eso, esta novedad de Jesús choca
contra ideas y prácticas contrarias de la sociedad de entonces y de
ahora también.
La familia es necesaria para formar al ser humano e integrarlo en
la sociedad. Pero con frecuencia su funcionamiento contribuye a
perpetuar el autoritarismo, a negar la dignidad de la mujer y de los
niños, a fomentar la insolidaridad y la explotación. Todo ello niega y
entorpece la creación del Reino, con sus nuevas relaciones entre
los hombres.
Según Jesús, la familia, por muy entrañable que sea, no debe ir
contra otra forma de hacer familia más radical y universal: la de ser
todos hijos del único Padre. Eso es lo primero y lo absoluto. Y
cualquier modelo de familia que se oponga al logro de esta
fraternidad universal merece -en la medida en que lo obstaculice- la
crítica y el rechazo de Jesús.
En nuestro tiempo, las cosas han cambiado profundamente.
Nuestra familia no es como la de entonces. Hasta el punto de que
hay quienes dicen que urge recuperar los modelos autoritarios de
tiempos pasados. En esta nueva situación, ¿qué es lo que nos
puede decir a nosotros la postura de Jesús con relación a la
familia? Su ideal de fraternidad sigue siendo el mismo. ¿Cómo
adaptar sus exigencias a la realidad de hoy? Ese es nuestro reto.
Preguntas para el diálogo
1. ¿Nos resulta sospechoso lo que se dice en este tema? Y si
efectivamente es así, ¿de qué sospechamos? ¿Por qué?
2. ¿Por qué se insiste hoy tanto en la defensa y protección de la
familia? ¿Qué papel juega la institución familiar desde el punto de
vista de la organización de la sociedad que tenemos?
3. ¿Nos impide en algo la familia vivir el ideal cristiano? Decir
cosas concretas.
4. ¿Es posible superar las dependencias familiares que nos
impiden en este momento vivir el ideal de la comunidad cristiana?
5. ¿En qué nos ayuda o puede ayudarnos la familia para que
seamos mejores cristianos?
4 - EL MANDAMIENTO DEL AMOR
Jesús nos dejó el mandamiento del amor (Jn 13,34): Amarnos
como él nos amó; hasta el amor a los enemigos (Mt 5,44); hasta la
entrega de la vida (Flp 2,6-11).
El Mandamiento del amor lo dirige a todos sus seguidores. Es el
centro y el resumen de su mensaje. Y ha de ser también la médula
de todo matrimonio que verdaderamente quiera seguir a Jesús.
Para ello es justamente el sacramento del matrimonio, para poder
seguirlo con la heroicidad que él pide.
Amor y sacramento
MA/A-SACRAMENTO: Quien desee encuadrar el matrimonio en
un marco bíblico, debe situarlo en el plano del amor. Dios hizo al
hombre (varón + mujer) a su imagen. Por eso el matrimonio, y la
familia toda, al margen de cualquier formulismo o rito, ha de
fundamentarse, ante todo, en el amor.
Cuando ese amor es bendecido por Cristo en el sacramento del
matrimonio, entonces adquiere la dimensión de matrimonio cristiano,
y simboliza el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,21-27).
Cuando se celebra el sacramento, el amor queda robustecido
con la fuerza de la bendición de Cristo, de una manera explícita y
consciente.
Si no hay amor, ni en grado mínimo, al recibir el rito sacramental,
no hay tampoco sacramento. Y cuando hay amor, pero no se recibe
el sacramento, de hecho hay matrimonio natural, en el sentido
creacional del hombre; pero no se puede decir que sea matrimonio
cristiano; le falta la fuerza purificadora y consolidadora del
sacramento. Lo que constituye propiamente lo fundamental del
matrimonio cristiano no es el rito en sí, sino el amor entre los
esposos, expresado en el sí y bendecido por Cristo. Ese amor es
precisamente el objeto de su bendición para que siga siempre
creciendo.
El matrimonio cristiano es, pues, el encuentro de un varón y una
mujer en profunda fusión amorosa, dignificada con la gracia de
Cristo en el sacramento.
En la Iglesia hay diversidad de carismas (1 Cor 12, 4-11), y el
más frecuente de ellos es el del matrimonio. Para quienes reciben
de Dios esta vocación, el matrimonio es la mejor forma de realizarse
en conformidad con los planes divinos. Varón y mujer, unidos en el
amor, se sitúan más allá del egoísmo. Más aún, el matrimonio,
dignificado con el rito sacramental, pasa a significar la unión de
Cristo con su Iglesia.
Cristo e Iglesia unidos, o mejor, unificados, van quebrantando el
imperio del pecado. El matrimonio cristiano coopera con esa lucha
que sostiene Cristo contra el pecado. Es la lucha del amor contra el
egoísmo. Y en esta lucha la misma sexualidad humana tiene una
parte importante. El matrimonio supone, en realidad, como una
ruptura con la situación de pecado (muerte) y una unión con el
mundo de la gracia (vida).
Ser amigos en el Amigo
Jesús es el amigo fiel. El que nos mostró lo que es la verdadera
amistad. Tanto es así, que nos reveló que Dios es Amistad. Y dio la
vida por ello.
Cuando oímos hablar de que Dios es amor, pensamos
inmediatamente en el amor que él nos tiene, pero la afirmación de
Jesús es mucho más profunda, pues se refiere ante todo al amor
que existe dentro de esa formidable comunidad de amor que es la
Trinidad divina.
Jesús vino al mundo para comunicarnos que eso que nosotros
llamamos amistad, que tanto nos fascina y que nunca logramos
realizar plenamente, no es una utopía inalcanzable, sino un pálido
reflejo de la Amistad que existe entre las personas divinas. La
Trinidad divina es el destino final de nuestra amistad, cuando al final
de los tiempos seamos admitidos en su intimidad para hacer
realidad lo que aquí tantas veces nos parece imposible.
En la Santísima Trinidad el yo y el tú se dan plenamente el uno al
otro, pues lo que se dan es su mismo ser. En Dios las personas son
un puro darse.
Después de Jesús, creer en Dios es creer que en nosotros hay
una tendencia radical a la amistad, porque hemos sido creados por
un Dios que es Amistad y estamos en marcha alegre y difícil hacia la
Amistad. El esfuerzo que hacemos aquí por amarnos los unos a los
otros llegará a su plenitud cuando seamos incorporados a la
Amistad trinitaria. Sólo entonces sabremos de verdad lo que es
darnos totalmente los unos a los otros, para siempre y sin
reservarnos nada.
La amistad tiene su consistencia en sí misma. A las demás
formas de relación humana estamos obligados o por Dios o por los
hombres. En el caso de la amistad, la relación se mantiene por el
sólo impulso de la decisión libre que brota de la misma persona. El
amor de amistad es, por lo tanto, el amor que brota de la libertad,
que crece por la libre atracción de los amigos y se mantiene hasta
el fin por la fuerza de la fidelidad libremente aceptada y otorgada
entre quienes se sienten vinculados por esa forma de relación.
Por todo esto, se comprende perfectamente que Jesús dijera
aquella noche: "No hay amor más grande que dar la vida por los
amigos". Porque en eso consiste la cumbre del amor. El amor más
grande, el que no tiene límites ni fronteras, es el que llega hasta la
entrega de la vida, como lo hizo él mismo.
La experiencia nos enseña que las relaciones de familia no
suelen ser relaciones de verdadera amistad. Porque con frecuencia
no son relaciones que brotan de la libertad y en la libertad crecen y
maduran. Hay novios que se quieren porque a ello les empuja la
necesidad del instinto o quizás el miedo de quedarse solos en la
vida. Y luego, cuando, ya casados, el fuego de la pasión se reduce
a cenizas, siguen juntos porque no les queda más remedio, porque
las leyes de Dios y de los hombres les obligan a ello. Hay
matrimonios que nunca llegaron a ser verdaderos amigos entre sí,
porque jamás se llegaron a relacionar desde la absoluta libertad.
Hay padres que nunca llegan a ser amigos de sus hijos. Y lo mismo
les pasa a demasiados hijos con sus padres. O también a los
hermanos entre sí. Por eso, las leyes tienen que sancionar los
derechos y las obligaciones de unos y de otros en el seno de cada
familia.
Pero la amistad no se basa sólo en la libertad, sino además en la
igualdad y en la confianza. Las palabras de Jesús son muy claras
en ese sentido: "Ya no les llamo más siervos, porque un siervo no
está al corriente de lo que hace su amo; les llamo amigos porque
les he comunicado todo lo que he oído a mi Padre" (Jn 15,15).
Entre los amigos hay igualdad ("ya no les llamo siervos" ) y hay
transparencia ("porque les he comunicado todo" ). En la relación de
amistad no hay diferencias, ni oscuridades. Porque en ella no se
tolera la dominación o el sometimiento, como tampoco se toleran las
actitudes hipócritas.
Desgraciadamente son demasiadas las familias en las que la
igualdad y la confianza brillan por su ausencia. Empezando por la
desigualdad entre el varón y la mujer, y acabando por los sutiles
mecanismos de dominación que suelen emplear muchos padres con
sus hijos. Con frecuencia se dan tensiones y conflictos que terminan
por arruinar la convivencia y el amor en la familia. El resultado de
todo esto es que la familia llega a ser, en muchos casos, un espacio
humano en el que las relaciones de unos con otros se convierten en
un verdadero problema. Cada uno se relaciona con los demás
desde el papel que desempeña en el grupo familiar: el hombre
desde su papel de cabeza y jefe; la mujer desde su papel de
esposa y madre; los hijos desde su sitio de seres inferiores cuya
misión es sólo aprender y obedecer. En el mejor de los casos, todos
cumplen con su papel dignamente y hasta de manera elegante. Y
en el peor de los casos, la familia se convierte en un verdadero
infierno.
Jesús no plantea el problema de la fidelidad matrimonial como un
problema legal, sino como un problema de amor. Porque su
mensaje no se basa en leyes, sino en la "Buena Noticia" que
contiene.
El amor cristiano consiste en querer y buscar para los demás lo
que cada uno quiere y busca para sí mismo (Mt 7,12; 22,40). Y si es
verdad que cada uno quiere para sí mismo la satisfacción del deseo
y de la necesidad, no es menos cierto que también quiere el respeto
y la fidelidad en la campo íntimo de su vida matrimonial.
Este criterio es válido, no sólo cuando a uno le entran ganas de
irse con otro hombre o mujer, sino también cuando a uno se le
quitan las ganas de seguir con su propio cónyuge. Porque el fondo
del problema está en comprender que el centro del amor no está en
la llamada del instinto, sino en el amor a toda prueba y en la
fidelidad incondicional.
Pero la experiencia nos dice también que el amor entre un
hombre y una mujer no es necesariamente inmutable. En algunos
casos tiene un tiempo más o menos limitado, de tal manera que
antes o después termina por morir. El deseo de los enamorados es
que su amor dure para siempre. Por eso se juran fidelidad y se
convencen que su amor es eterno. Pero una cosa es el deseo que
ellos proyectan sobre la realidad y otra cosa es la realidad en sí
misma.
Lo importante es comprender que la cuestión más seria que se
plantea a los casados no está en ver cómo ser fieles a un amor que
se piensa como eterno, sino en llegar a entenderse y poder convivir
aun cuando se acabe ese amor que puede ser temporal y llegar a
desaparecer. ¿Qué hacer entonces?
Hemos visto que la forma suprema del amor es la amistad. Eso
quiere decir que en el fondo del problema de la fidelidad y la
estabilidad matrimonial hay un problema de amistad. Un matrimonio
está asegurado, como pareja estable, cuando entre ambos esposos
llega a fraguarse una verdadera amistad. Pero la amistad tiene un
precio: la amistad se basa en la libertad; no en las leyes, ni en
cualquier otra forma de coacción o de seguridad externa. Además,
la amistad exige confianza mutua y transparencia en la
comunicación.
Sólo entonces, cuando los esposos son capaces de llegar a
convivir como los mejores amigos de la vida, aunque resulte una
realidad que difiere bastante del sueño soñado en los ardores del
amor primero, sólo entonces está asegurada la estabilidad
matrimonial y familiar.
Preguntas para el diálogo
1. ¿Se puede decir que como esposos somos buenos amigos?
¿Hasta qué grado somos amigos? ¿Hasta dónde llega nuestra
confianza mutua y nuestra sinceridad en la comunicación?
2. Reflexionemos lo mismo sobre la amistad entre padres e
hijos.
3. ¿Tenemos a nuestros mejores amigos dentro de nuestra
propia familia? ¿Por qué?
4. ¿Nos ayuda nuestra familia para vivir mejor en una comunidad
de fe?
6. ¿Nos ayuda la comunidad para vivir mejor nuestras relaciones
de familia?
Contraer matrimonio en el Señor
Tenemos que ser bien conscientes de que el matrimonio cristiano
es una gracia, y una gracia difícil. Cuando Jesús dijo: "No todos
entienden esto; sólo los que han recibido el don" (Mt 19,11), no se
refería solamente al celibato, sino al matrimonio cristiano también.
Ello es una gracia de Dios, que no puede conseguirse sólo a base
de esfuerzo humano. Estas palabras de Jesús indican que la
fidelidad de por vida más que una prescripción legal es una
promesa de gracia y ayuda. Dios es el que puso al principio aquel
amor de enamorados y él se compromete a mantenerlo hasta el fin.
Si es difícil tomar la decisión de casarse, mucho más lo es
mantenerla durante toda la vida. Amar es, fundamentalmente,
aceptar en plenitud el modo de ser del otro; y esto no es nada fácil,
y menos durante toda la vida. Y peor aún teniendo en cuenta las
diferencias psicológicas de los dos sexos. Pero resulta que en el
matrimonio no son sólo dos las personas comprometidas. Está de
por medio el Dios fiel que los amó primero y los hizo amarse entre
sí.
Esta ayuda de Dios no se limita al acto inicial por el que se
suscitó el enamoramiento. Es una gracia con la que se cuenta
siempre. Sólo que Dios no la impone a la fuerza. Es un don que hay
que buscarlo y recibirlo.
Cuando Jesús dice que "no separe el hombre lo que Dios ha
unido" está indicando que es Dios quien puso desde el principio en
el corazón de cada uno de los cónyuges el amor y la voluntad de
mantener fielmente esa entrega. Dios, que comenzó esa obra
buena, está dispuesto a llevarla adelante. Pero necesita nuestra
respuesta libre y responsable. Hay que dejarle obrar en nosotros.
Por eso es imprescindible la oración matrimonial: para ponerse en
manos de Dios y dejarle obrar a él, que siempre es fiel.
"Casarse por la Iglesia" no significa meramente hacer una
ceremonia en la Iglesia. Significa "contraer matrimonio en el Señor".
Es decir, que el matrimonio queda asumido en el ser de Cristo; son
sus mismos sentimientos de amor, de fidelidad y de servicio los que
deberán llenar a esos esposos.
El matrimonio cristiano debe ser signo de la presencia de Dios.
Los cristianos que se casan se comprometen a ser signo viviente de
lo que es la realidad de Dios. Un amor que continuamente sepa
darse y perdonar. Un amor que se compromete, fiándose del otro.
El Evangelio pide a los cristianos casados que conviertan su vida
en un signo del amor de Dios, que sabe perdonar, ayudar, exigir,
entregarse sin retorno, y todo ello sin perder la propia personalidad.
La condición imprescindible es vivir confiados en el que los embarcó
en este compromiso: Dios. El es el garante máximo de la aventura.
Nada de ello se conseguirá sin esfuerzo, arrepentimientos y
vueltas a comenzar. Nadie llega al amor si no carga con su cruz.
Sólo después de haber superado muchas tentaciones de
abandonar, será posible llegar a la cumbre. En medio de las
dificultades hay que seguir creyendo que Dios sigue asistiendo a su
obra.
Puesto que el matrimonio es una gracia, una realidad hecha de
fe y de esperanza en la que Dios garantiza lo que él unió, se
necesita a todo trance unirse con ese Dios a través de la oración.
Hacer sitio a Dios dentro del matrimonio es tomar conciencia de que
él es el tercero en concordia, el garante de esa unión, que hay que
desear y pedir. Aquí resulta verdadera de un modo especial la
promesa de Jesús: donde están dos o tres reunidos en su nombre,
él está en medio de ellos (Mt 18,20).
El caso del divorcio
Como en muchos otros casos, Jesús supera al Antiguo
Testamento en cuanto a la relación entre varón y mujer. En el
problema que le plantean sobre si está permitido el divorcio tal
como lo establecía la Ley (Dt 24,1), Jesús se sitúa más allá de
cualquier plano jurídico. Se coloca en el plan inicial de Dios.
No se pretende aquí estudiar los problemas y cuestiones que
actualmente se plantean acerca del divorcio. Se trata de conocer lo
que Jesús nos enseña con relación al divorcio. Con frecuencia se
piensa que Jesús enseñó que en ningún caso se puede admitir el
divorcio. ¿Qué dijo realmente él? Analicemos sus propias palabras:
"Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron para
ponerlo a prueba: ¿Le está permitido a uno repudiar a su mujer por
cualquier motivo? Jesús les contestó: ¿No han leído aquello? Ya al
principio el Creador los hizo varón y mujer, y dijo: 'Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los
dos un solo ser' (Gn 1,27; 2,24). De modo que ya no son dos, sino
un solo ser; por consiguiente, lo que Dios ha unido que no lo separe
el hombre.
Ellos insistieron: Y entonces, ¿por qué prescribió Moisés darle
acta de divorcio cuando se la repudia? (Dt 24,1).
El les contestó: Por lo incorregibles que son, por eso les
consintió Moisés repudiar a sus mujeres; pero al principio no era
así. Ahora les digo que si uno repudia a su mujer -no hablo de
unión ilegal- y se casa con otra, comete adulterio" (/Mt/19/03-09).
Para poder comprender este Evangelio, lo primero que hay que
hacer es tener en cuenta lo que ocurría en el tiempo de Jesús y en
la sociedad judía con todo esto del divorcio. Porque las leyes y las
costumbres de entonces eran muy distintas de las nuestras. Y
naturalmente la pregunta que hicieron los fariseos se refería a lo de
entonces. Y Jesús responde a lo que le habían preguntado; no a
otros problemas que ahora se nos plantean a nosotros.
La diferencia básica entre aquel tiempo y el nuestro reside en
que entonces sólo el marido tenía derecho a pedir y exigir el
divorcio. La mujer tenía ese derecho únicamente en casos muy
contados, concretamente cuando el marido ejercía el oficio de
matarife, basurero o curtidor, a causa de las impurezas legales que
ello suponía. Pero, fuera de esos casos concretos, solamente el
hombre tenía derecho a divorciarse.
Además, las razones que un hombre podía aducir para
divorciarse eran tan amplias que, en la práctica, cualquier cosa que
le desagradase en su mujer era motivo para dejarla con todas las
de la ley. Por ejemplo, si un día se quemaba la comida, eso ya era
razón válida para que el marido se considerase con derecho a
divorciarse. Es más, el solo hecho de ver a una mujer más linda que
la propia era considerado por algunos como causa suficiente para
abandonar a la propia esposa.
Esta manera de proceder tenía su justificación en la ley de
Moisés: "Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque
descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se
la entrega y la echa de la casa, y ella sale de la casa y se casa con
otro" (Dt 24,1-2).
Según esta norma, solamente el marido tenía derecho a pedir y
exigir el divorcio. Además, esta norma era bastante imprecisa y el
problema estaba en determinar los motivos por los que un marido
podía considerar que su mujer tenía algo "vergonzoso". Sobre este
punto, en tiempo de Jesús, había grandes controversias entre los
fariseos. Los de la escuela de Hillel eran muy amplios, hasta el
punto de afirmar que, en la práctica, por cualquier motivo que
desagradase al marido, éste se podía divorciar. En el siglo primero
de nuestra era, prevaleció la doctrina de Hillel, o sea, se impuso la
interpretación más amplia.
Estando así las cosas, se comprende el sentido concreto que
tenía la pregunta que los fariseos le hicieron a Jesús: "¿Le está
permitido a uno repudiar a su mujer por cualquier motivo?" (Mt
19,3). Como se ve, esta pregunta no se refiere a nuestra
problemática actual sobre el divorcio, sino a la problemática de
aquel tiempo. El asunto que plantearon los fariseos a Jesús se
refería concretamente a tres aspectos:
- Sólo el hombre podía divorciarse y no la mujer.
- El hombre podía divorciarse "por cualquier motivo".
- El hombre por su cuenta podía resolver el problema, sin
necesidad de una sentencia de un tribunal o alguien ajeno al
asunto.
A la pregunta, planteada en estos términos, Jesús responde
utilizando un argumento tomado del libro del Génesis, en el que se
expresa el sentido original de la unión entre hombre y mujer: los dos
se hacen un solo ser (Mt 19,4; Gn 1,27; 2,24). Jesús quiere decir
que los dos son una misma cosa y, por consiguiente, entre ellos no
debe haber diferencias. Y lo que Dios ha unido tan íntimamente no
debe ser separado por el hombre (Mt 19,5).
Pero los fariseos no se quedaron tranquilos con esa solución,
como es lógico, ya que no querían perder el derecho exclusivo del
marido. Ellos no querían aceptar la doctrina de la igualdad entre
marido y mujer. Por eso insisten en su pregunta, que se refiere de
nuevo al derecho exclusivo del varón (Mt 19,7 y paralelos). Y
entonces es cuando Jesús les dice: "Por lo incorregibles que son,
por eso les consistió Moisés repudiar a sus mujeres... Ahora yo les
digo que si uno repudia a su mujer -no hablo de unión ilegal- y se
casa con otra, comete adulterio" (Mt 19,8-9 y paralelos).
Por consiguiente, la enseñanza de Jesús sobre el divorcio se
refiere solamente a estas tres cosas:
- No existe un derecho unilateral del hombre para divorciarse,
porque el hombre y la mujer son una misma cosa, es decir, son
perfectamente iguales en ese punto.
- Tampoco existe un derecho arbitrario para divorciarse, o sea,
no se puede admitir el divorcio "por cualquier motivo", como
pretendían los discípulos de Hillel, el de la interpretación tan amplia.
- Ni tampoco existe un derecho de los mismos cónyuges para
anular el vínculo matrimonial por propia decisión, sin que medie la
sentencia de un tribunal competente para eso.
Pero el Evangelio no habla del caso en que una autoridad
externa a los esposos disuelve el matrimonio. Como tampoco habla
este Evangelio de aquellos casos en los que se plantea el divorcio
sobre la base de la perfecta igualdad de derechos y obligaciones
del hombre y la mujer. Ni tampoco del caso en que existen razones
verdaderamente graves por parte de los dos cónyuges para llegar
al divorcio. Todo esto se refiere a nuestra problemática actual sobre
el divorcio, no a la problemática del tiempo de Jesús.
En este sentido se han de entender también las palabras de
Jesús en el Sermón del Monte: "Se mandó también: 'El que repudia
a su mujer, que le dé acta de divorcio' (Dt 24,1). Pues yo les digo:
todo el que repudia a su mujer, fuera del caso de unión ilegal, la
empuja al adulterio, y el que se casa con la repudiada comete
adulterio" (Mt 5,31-32). Como se ve, también aquí se trata del
derecho unilateral del marido para repudiar a la mujer. Y eso es lo
que rechaza Jesús.
Cuando hablamos en la actualidad del tema del divorcio existe el
peligro de utilizar los textos evangélicos como si hablaran para un
modelo de familia intemporal, que habría existido lo mismo en la
cultura israelita del tiempo de Jesús que en la cultura de nuestro
tiempo. Pero ya se ha dicho que la familia de entonces era muy
distinta, entre otras cosas, en lo tocante a los derechos del hombre
y de la mujer sobre la cuestión concreta del divorcio.
Sabemos además que el divorcio en ciertos casos ha sido
admitido en la Iglesia ya desde el tiempo de los primeros apóstoles.
Así, San Pablo afirma que si un cristiano está casado con una mujer
no cristiana y resulta que ella no quiere seguir viviendo con él,
entonces el cristiano puede divorciarse. Y lo mismo si se trata de
una cristiana casada con un no cristiano que no quiere seguir
viviendo con ella (1 Cor 7,12-16).
Como conclusión, se puede afirmar que en los Evangelios no
existe una prohibición absoluta y universal del divorcio. Lo que
Jesús prohibe es que el hombre tenga unos derechos y unas
atribuciones que, de hecho, no tiene la mujer.
Preguntas para el diálogo
1. Hagamos nuestro propio comentario de la cita del capítulo 19
de San Mateo acerca del divorcio.
2. ¿Somos partidarios o no de la ley civil sobre el divorcio? ¿Por
qué? ¿Podemos sacar de la enseñanza de Jesús alguna idea para
apoyar nuestro punto de vista sobre este asunto?
3. ¿Qué solución se le podría dar a tantos matrimonios que ya no
tienen posibilidad de seguir conviviendo?
4. ¿Cuál debe ser la actitud básica cuando un casado o una
casada comienzan a sentir deseos de divorciarse? ¿Qué le
aconsejaríamos?
5. ¿Cómo debemos comportarnos para no llegar al caso de
querer divorciarnos?
5 - JESUS Y LA MUJER
MUJER/J J/MUJER: Para entender la actitud de Jesús ante la
mujer es imprescindible conocer las costumbres de su época. Pues
en caso contrario corremos el riesgo de no entender sus actitudes y
aun de interpretarlas mal.
En este punto, como en tantos otros, con Jesús llega a la cumbre
ese largo proceso por el que, a partir de una realidad existente,
Dios había ido revelando un ideal: la total dignificación de la mujer.
La mujer en tiempo de Jesús
En aquel tiempo la mujer no tenía participación alguna en la vida
pública. Y esto se manifestaba en una serie de costumbres, que
resultaban en extremo duras y humillantes.
Por ejemplo, cuando la mujer de Jerusalén salía a la calle, tenía
que llevar la cara tapada, cubierta con dos velos, de forma que no
se pudiera distinguir su rostro. Esta costumbre se observaba con tal
severidad que, si una mujer salía a la calle sin cubrirse la cara y la
cabeza, el marido tenía el derecho, y hasta el deber, de echarla de
su casa y divorciarse, sin pagarle nada.
Se prohibía mirar a una mujer casada e incluso saludarla y más
aun encontrarse con ella a solas en la calle. Una mujer que
conversara con todo el mundo de la calle, o que se pusiera a coser
en la puerta de su casa, podía ser repudiada por el marido y,
además, sin recibir el pago acordado en el contrato matrimonial.
Más aún, se prefería que la mujer, sobre todo si era joven, no
saliese a la calle. Por eso, cuenta Filón, un autor de aquel tiempo,
que la vida pública estaba hecha sólo para los hombres, mientras
que las mujeres honradas tenían como límite la puerta de su casa.
En el caso de las jóvenes el límite era el de sus aposentos o
habitaciones, pues se quería que no salieran a donde estaba la
gente.
Las mujeres tenían prohibido andar solas por los campos.
Resultaba sencillamente impensable que un hombre se pusiera a
hablar a solas con una mujer en el campo.
Pero más importante que todo lo anterior era el poder que, de
hecho, ejercía el padre, y sólo el padre, sobre sus hijas. Si éstas
eran menores de doce años, él tenía un poder absoluto sobre ellas,
hasta el punto de que podía incluso venderlas como esclavas.
Además, el padre tenía el derecho exclusivo de aceptar o rechazar
una petición de matrimonio para una hija suya y, hasta la edad de
doce años y medio, la chica no podía rechazar un matrimonio
concertado por el padre. Cuando una mujer se casaba, pasaba del
poder del padre al del marido.
Estaba permitida la poligamia. Una mujer casada no se podía
oponer a que bajo su mismo techo vivieran una o más concubinas
de su marido. En cambio, si ella era sorprendida en adulterio, el
marido tenía el derecho de matarla.
Además, el derecho a pedir y exigir el divorcio estaba solamente
de parte del marido, como ya hemos visto. Y por si todo esto fuera
poco, cuando la mujer se quedaba viuda y sin haber tenido hijos,
todavía después de muerto el marido seguía dependiendo de él,
porque la ley mandaba que la viuda sin hijos se casara con un
hermano del difunto esposo para poder dejar así un hijo al finado
(Dt 25,5-10; Mc 12,18-27).
También era costumbre en aquel tiempo que las mujeres no
aprendieran a leer ni escribir: sólo se les enseñaba a cumplir con
sus obligaciones domésticas, porque ése era el papel que se les
asignaba en la sociedad y en la familia. Las escuelas eran
exclusivamente para los chicos y no para las jóvenes. Ni siquiera se
acostumbraba a enseñarles la Torá, o sea, la Ley del Señor. El
rabino Eliezer solía decir: "Quien enseña la Torá a su hija le enseña
el libertinaje, porque hará mal uso de lo que ha aprendido". Hasta
ese punto llegaba el menosprecio que los hombres sentían por la
mujer en aquel tiempo.
El trato que le da Jesús a la mujer
Con esta perspectiva histórica, el comportamiento de Jesús
resalta de una manera maravillosa.
En primer lugar, los evangelios dicen con claridad que en el
grupo de discípulos que acompañaban a Jesús había mujeres: "Lo
acompañaban los Doce y algunas mujeres que él había curado de
malos espíritus y enfermedades: María Magdalena, de la que había
echado siete demonios; Juana, mujer de Cusa, intendente de
Herodes; Susana y otras muchas que le ayudaban con su bienes"
(Lc 8,2-3).
Lucas nos dice que este grupo de personas iba con Jesús
"caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea" (Lc 8,1).
Hasta en nuestros días resultaría chocante y aun sospechoso el
que un profeta ambulante llevase consigo a hombres y mujeres, por
caminos y pueblos.
Por la información que nos suministra Lucas, en el grupo
ambulante de Jesús iba una tal Juana, que estaba casada con un
político conocido. Y había otras que ayudaban con sus bienes, lo
que indica que tenían autonomía económica, cosa que sólo podía
darse en el caso de que aquellas mujeres fueran viudas. O sea,
Jesús estaba acompañado por viudas y casadas, mujeres tan
entusiasmadas con él que hasta habían abandonado sus casas.
Además, el mismo Evangelio de Lucas nos dice que había algunas
mujeres a las que Jesús "había curado de malos espíritus". Eso
significa que eran mujeres que habían estado dominadas por las
fuerzas del mal, o sea, gente sospechosa.
Entre aquellas mujeres había una tal María Magdalena, "de la
que había echado siete demonios". El número siete es simbólico y
quiere decir que aquella mujer había estado dominada por todo lo
malo que se puede imaginar: ¡era una mujer de mala fama! Y
resulta que esa mujer, que había sido una "mala mujer" famosa,
estaba en el grupo y acompañaba a Jesús de pueblo en pueblo.
Además, esta mujer no parece que estuviera con Jesús solamente
por algunos días. Hasta el último momento, precisamente cuando
Jesús estaba agonizando en la cruz, allí estaba la Magdalena, con
otra María, la madre de Santiago y José, y también con la madre de
los Zebedeos. Estas y otras muchas habían ido detrás de Jesús
desde sus correrías apostólicas por la provincia de Galilea (Mt
27,55-56; Mc 15,40-41). Mujeres que estuvieron muy presentes en
la vida de Jesús. Y que le fueron fieles hasta la muerte.
Todo esto no quiere decir que Jesús tuviera fama de libertino o
mujeriego. En los Evangelios no hay ni el más mínimo rastro de
semejante cosa. A Jesús lo acusaron de muchas cosas: de
blasfemo, de agitador político, de endemoniado, de ser un hereje
samaritano, de estar perturbado y loco. Sin embargo, en ningún
momento le echaron en cara que tuviera líos con mujeres. Era
extremadamente sano y limpio en ese sentido.
Hubo momentos que se prestaban a toda clase de sospechas.
Un día estaba Jesús invitado a comer en casa de un fariseo. Y "en
esto una mujer, conocida como pecadora en la ciudad, al enterarse
de que comía en casa del fariseo, llegó con un frasco de perfume;
se colocó detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle
los pies con sus lágrimas; se los secaba con el pelo, los cubría de
besos y se los ungía con perfume" (Lc 7,37-38). Evidentemente,
una escena así, se prestaba a toda clase de sospechas: en medio
de un banquete, que se celebraba en casa de una persona
respetable, entra de pronto una prostituta, y se pone a perfumar,
acariciar y besar a uno de los que están allí a la mesa. La cosa
tenía que resultar muy rara. Y por eso, se comprende lo que el
fariseo se puso a pensar para sus adentros: "Si éste fuera un
profeta, se daría cuenta quién es y qué clase de mujer la que lo
está tocando: una pecadora" (Lc 7,39). Aquí es interesante caer en
cuenta de que a Jesús no se le acusa de mujeriego, sino de que no
es un hombre dotado de saber profético. Pero Jesús, una vez más,
se muestra con una sorprendente libertad en su relación con las
mujeres: Se puso a defender a la pecadora y a reprochar, en su
propia casa, al señor respetable que lo había invitado a comer (Lc
7,44-47).
Jesús dignifica a la mujer
Jesús escandaliza a los fariseos al valorar a las prostitutas más
que a ellos, porque, a pesar de la vida que llevaban, ellas creyeron
en el Bautista, mientras que ellos, tan "justos", no cambiaron su
vida (Mt 21,31-32). Donde todos ven una pecadora, él percibe a
una mujer que sabe amar; y donde todos ven a un fariseo santo, él
ve dureza de corazón (Lc 7,36-50).
Jesús mira al interior de la persona; de manera que ya no hay
diferencia entre hombre y mujer. Cualquier norma que se use para
juzgar a una mujer, vale lo mismo para los hombres. Esto es lo que
Jesús enseña en el incidente de la mujer sorprendida en adulterio
(Jn 8,3). Si se quiere condenar a aquella mujer, se ha de condenar
lo mismo al hombre que estaba con ella.
En casi todas las culturas se han considerado a los órganos
sexuales y sus secreciones como algo impuro. Así ocurría también
en Israel (Lev 15,1-30). Ello implicaba una humillación constante
para la mujer. En el milagro de la mujer que sufría flujo de sangre
más de doce años, y que ocultamente le toca el manto, Jesús
enseña a superar los prejuicios y la obliga a declarar abiertamente
el motivo por el que le había tocado, aunque esto implicase, según
los preceptos legales, la impureza de Jesús y de toda aquella gente
que lo seguía, apretujándole (Mc 5,24-33).
Jesús, en función de su proyecto liberador, quebranta los tabúes
de la época relativos a la mujer. Mantiene una profunda amistad con
Marta y María (Lc 10,38). Conversa públicamente y a solas con la
samaritana, conocida por su mala vida, de forma que sorprende
incluso a los discípulos (Jn 4,27). Defiende a la adúltera contra la
legislación explícita vigente, discriminatoria para la mujer (Jn
7,53-8,10). Se deja tocar y ungir los pies por una conocida
prostituta (Lc 7,36-50).
Son varias las mujeres a las que Jesús atendió, como la suegra
de Pedro (Lc 4,38-39), la madre del joven de Naín (Lc 7,11-17), la
mujer encorvada (Lc 13,10-17), la pagana sirofenicia (Mc 7,24-30) y
la mujer que llevaba doce años enferma (Mt 19,20- 22).
En sus parábolas aparecen muchas mujeres, especialmente las
pobres, como la que perdió la moneda (Lc 15,8-10) o la viuda que
se enfrentó con el juez (Lc 18,1-8).
Jamás se le atribuye a Jesús algo que pudiera resultar lesivo o
marginador de la mujer. Nunca pinta él a la mujer como algo malo, ni
en ninguna parábola se la ve con luz negativa; ni les advierte nunca
a sus discípulos de la tentación que podría suponerles una mujer.
Ignora en absoluto las afirmaciones despectivas para la mujer que
se encuentran en el Antiguo Testamento.
Todo esto nos viene a indicar que Jesús salta por encima de los
convencionalismos sociales de su tiempo. En ningún caso acepta
los planteamientos discriminatorios de la mujer. Para Jesús, la mujer
tiene la misma dignidad y categoría que el hombre. Por eso, él
rechaza toda ley y costumbre discriminatorias de la mujer, forma
una comunidad mixta en la que hombres y mujeres viven y viajan
juntos, mantiene amistad con mujeres, defiende a la mujer cuando
es injustamente censurada...
Jesús se puso decididamente de parte de los marginados. Y ya
hemos visto hasta qué punto la mujer se veía marginada y
maltratada en la organización y en la convivencia social de
entonces. También en este punto el mensaje de Jesús es
proclamación de la igualdad, la dignidad, la fraternidad y la
solidaridad entre toda clase de personas. Su mensaje, también para
las mujeres, era una verdadera Buena Noticia.
Estas actitudes de Jesús significaron una ruptura con la situación
imperante y una inmensa novedad dentro del marco de aquella
época. La mujer es presentada como persona, hija de Dios,
destinataria de la Buena Nueva e invitada a ser, lo mismo que el
varón, miembro de la nueva comunidad del Reino de Dios.
Por todo eso no es de extrañar que fuesen mujeres las más fieles
seguidoras de Jesús (Lc 8,2-3), que habían de acompañarlo hasta
cuando sus discípulos lo abandonaron. En el camino de la cruz "lo
seguían muchísima gente, especialmente mujeres que se
golpeaban el pecho y se lamentaban por él" (Lc 23,27). Al pie de la
cruz "estaba su madre y la hermana de su madre, y también María,
esposa de Cleofás y María de Magdalena" (Jn 19,25). Algunas de
ellas fueron las primeras en participar del triunfo de la resurrección
(Mc 16,1).
Jesús introdujo un principio liberador, atestiguado con su
comportamiento personal, pero las consecuencias históricas no
fueron inmediatas. Solamente en la actualidad se ha creado una
cierta posibilidad de realizar algo del ideal expresado por Jesús.
Pero su principio dignificador de la mujer sigue siendo aún semilla,
llena de vida potencial, animadora de una profunda crítica
constructiva y polo de referencia para el ideal a realizar.
Preguntas para el diálogo
1. ¿Nos molesta que las mujeres casadas usen el apellido del
marido, por ejemplo: señora de García? ¿Cómo veríamos que los
hombres usaran el apellido de las mujeres: señor de Fernández?
¿Por qué?
2. ¿Suelen los hombres trabajar lo mismo que las mujeres en las
tareas domésticas en su propia familia?
3. ¿Acostumbramos decir alguna vez a nuestros hijos que "los
hombres no lloran"?
¿Qué quiere decir, en el fondo, ese criterio? ¿Qué modelo de
hombre y qué modelo de mujer hay debajo de esas palabras?
4. ¿En qué puntos creemos que se debe insistir para que en un
matrimonio exista una perfecta igualdad entre los esposos?
5. ¿Cuál es el origen más frecuente de los conflictos conyugales
en nuestras casas?
6 - SEXUALIDAD Y EVANGELIO
SEXUALIDAD/EV El tema de la sexualidad atrae y asusta a la
vez. Se habla con frecuencia de ello, pero normalmente en son de
burla o chiste, pero raramente en una conversación seria. Y aun en
estos casos, normalmente la conversación se eleva al mero plan
teórico. De este modo la sexualidad queda relegada al lugar de los
pequeños o grandes secretos. Comunicarle a un amigo algo de este
mundo significa darle muestra de absoluta confianza.
Se podría decir que nada es tan deseado y tan temido como la
sexualidad. Muchos la consideran como símbolo del placer y de la
felicidad. Tanto, que produce miedo. Es al mismo tiempo símbolo de
la felicidad y del tabú, símbolo de libertad o de represión. Puede
producir fascinación o terror.
Tan importante es la sexualidad, que dominar a una persona en
la sexualidad es tenerla dominada en todo lo demás. Por eso les
interesa tanto a los políticos y al comercio el asunto sexual, aunque
a primera vista no lo parezca.
A pesar de su importancia, posiblemente sabemos muy poco de
lo que Jesús y su Evangelio nos dicen acerca de la sexualidad. Y es
posible que en este punto nos encontremos con sorpresas.
Seguramente hallaremos en el Evangelio cosas muy importantes en
torno al amor y la sexualidad de las que apenas se nos ha dicho
nada.
En el Evangelio la sexualidad no es tema obsesivo
Si repasamos el Evangelio página a página apenas
encontraremos nada que trate directamente sobre la sexualidad. El
silencio sobre el tema es tan sorprendente que resulta casi
chocante. Sólo podemos encontrar alguna cosa suelta y meramente
ocasional.
A los Evangelios no parece importarles demasiado si los
apóstoles son o no casados. Sabemos ocasionalmente que algunos
de ellos eran casados porque Jesús curó a la suegra de Pedro y
por una cita tangencial de Pablo (1 Cor 9, 4-5). El Evangelio no
habla expresamente de cosas tan importantes como la cuestión del
celibato de Jesús y sus apóstoles.
Algo raro ha ocurrido en nuestro mundo, pues lo sexual, tan
secundario en el Evangelio, lo ha invadido todo. Hasta el punto de
que se desciende a regular los más mínimos detalles de la vida
sexual, de forma que para muchos cristianos se ha convertido en lo
único importante. A veces son los únicos pecados de los que se
sienten obligados a confesarse.
Hasta el mismo Dios ha sido presentado muchas veces como el
gran enemigo de la sexualidad, como un obseso que nos vigila de
continuo, en todas partes, sin que se le escape el más mínimo
detalle de nuestra vida sexual, ni siquiera a nivel de los
pensamientos. Todo nuestro terror a la sexualidad lo hemos
proyectado sobre Dios y, así, hemos desfigurado su rostro. Muchos
piensan que Dios considera a la sexualidad como algo sucio y malo.
A veces, de modo inconsciente, se piensa que a Dios no le gusta
que una pareja haga el amor. Hasta hay gente que ha renunciado a
este dios inventado, pues lo han encontrado un dios inaguantable.
Si a Dios le hubieran molestado los problemas de la sexualidad,
Jesús nos hubiera advertido de ello. Pero aunque no se afirma nada
directamente, en los Evangelios se dice mucho sobre la sexualidad,
pero de un modo diferente al que estamos acostumbrados, y que es
además el más auténtico y profundo.
La sexualidad de Jesús
J/SEXUALIDAD: Al preguntarnos cómo afrontó Jesús la
sexualidad, lo primero que hay que dejar claro es que Jesús tuvo
sexualidad. El fue un sujeto humano sexuado como lo es todo
hombre.
Algunos cristianos, de modo más o menos inconsciente, tienden
a pensar en Jesús de un modo tan angélico que se resisten ante la
idea de que tuviese sexualidad. En el fondo, es que sienten que la
sexualidad es algo sucio, y por ello no se lo imaginan en Jesús. Lo
malo es que así están negando el misterio de la Encarnación: no se
toman en serio que Jesús fue totalmente un hombre, igual a
nosotros en todo, absolutamente en todo menos en el pecado.
Sin duda alguna, desde el momento en que nació, Jesús tuvo
todo ese mundo complejo de necesidades afectivas, de apetencias
y de deseos que supone la sexualidad.
Jesús no es un Dios que se disfraza de hombre durante una
temporada y luego se quita el disfraz y se va al cielo. Ni es uno de
esos dioses orientales, impasibles e inalterables, que ni sienten ni
sufren, ni gozan, ni se ríen. Jesús, como todos nosotros, necesitó la
compañía de unos amigos y tuvo, como todos nosotros, sus
predilecciones entre la gente que conocía. Tuvo también algunas
buenas amigas.
El sintió todo el mundo rico y complejo de la sexualidad, y ni le
tuvo miedo, ni se dejó arrastrar por ella. Nunca aparece como
obsesionado por la amenaza de la sexualidad. Ni aparece con
corazón morboso, viendo obscenidades por todas partes. No tiene
miedo, como le ocurre a los reprimidos, de tratar con todo tipo de
gente. De ahí que alguna vez lo acusaron de andar reunido con
gente de mala vida, como eran los publicanos y pecadores; incluso
le llamaron también comilón y borracho (Mt 11,19). Tampoco tuvo
miedo a las mujeres, ni se sintió obligado a mantenerse lejos de
ellas. Algunas le solían acompañar de pueblo en pueblo, como ya
hemos visto. Y ello a pesar del ambiente en contra que existía en
aquel tiempo.
Jesús, por lo tanto, no tenía miedo a la sexualidad, y por eso no
tenía que esconderse, ni protegerse del trato con gente de "vida
alegre", ni defenderse de la mujer y sus "peligros".
Sin quitar nada de lo anterior, hay que afirmar también que Jesús
es persona divina. Al mismo tiempo es Dios y hombre, plenamente.
Pero la persona divina asume "hipostáticamente", como decían los
antiguos, a la realidad humana de Jesús. El hombre Jesús es por
eso incapaz de pecar. Es verdadero hombre en todo, menos en el
pecado (Heb 4,15) y sus raíces. No está sujeto a las pasiones.
Como hombre perfecto y completo tuvo la sexualidad biológica y
psicológica, pero como potencialidades siempre limpias .
Jesús denuncia la hipocresía sexual
Todos sabemos que la sexualidad es un terreno abonado para
hipocresías y mentiras. Para mucha gente lo importante es "guardar
las apariencias", aunque tengan una doble vida oculta a los ojos de
los demás. Todo está bien si no se nota, parece ser el lema de
algunos.
Jesús no aguantaba la hipocresía de mucha gente religiosa de
su época. Por eso se indigna ante la hipocresía sexual de los
fariseos, que además eran bastante reprimidos.
Caso típico es el de aquella mujer de mala fama (Lc 7,36-50) que
se acercó a él estando comiendo en casa de un fariseo. Jesús,
dándose cuenta de los malos pensamientos de los presentes, la
dejó hacer y la defendió delante de todos. Jesús no se asusta de
que lo toque una mujer de mala vida conocida como tal.
Imaginémonos que sucedería hoy si a un hombre de Iglesia se le
acercase en ese plan una mujer así. El Evangelio sitúa a Jesús
entre el fariseo y la pecadora para mostrar que Jesús se queda con
la sinceridad de la segunda, y no con la hipocresía y dureza de
corazón del fariseo. Jesús no solamente la salva, sino que condena
con una terrible ironía al fariseo. A Jesús no le importa lo que
aparece, ni le importa tanto lo que se hace o no se hace, sino lo
que se es profundamente en el corazón.
Otro caso claro es el de la mujer que le llevan a Jesús,
encontrada en adulterio (Jn 8,1-11). Jesús no puede aguantar la
hipocresía de aquellos viejos "verdes": "El que esté sin pecado que
tire la primera piedra..."
Una sexualidad integrada
Si la sexualidad es un asunto tan importante, de ninguna manera
podía estar olvidada en los Evangelios. Lo que pasa es que la
enfocan de un modo correcto, sin caer en las trampas que tiende a
crear ella misma. En realidad, el silencio del Evangelio sobre la
sexualidad es un grito que expresa una verdad más profunda sobre
ella.
La sexualidad no es una cosa que se pueda comprender como
algo aparte, como una asunto particular en el que se trata de qué
es lo que hay o no hay que hacer. Hay que situarla en el conjunto
de toda la vida. Podríamos decir que el Evangelio no se preocupa
por el sexo, pero sí por la sexualidad, es decir, por algo que es más
amplio y más profundo: por todo lo relacionado con el corazón del
hombre, su afectividad y sus deseos más íntimos.
El Evangelio coincide en este punto con lo que dice la psicología
más moderna. Según ella, la sexualidad no es sólo cuestión de los
órganos genitales -"las partes", como dice el pueblo-. Ni siquiera es
cuestión sólo de lo corporal. Sexualidad es también todo lo
relacionado con la afectividad, es decir, con los deseos, el cariño, la
ternura... A esto estamos poco acostumbrados, pero resulta que así
es el enfoque del Evangelio. No se trata de lo que el hombre hace o
no hace con "sus partes", sino de lo que el varón y la mujer son, de
cómo orientan su vida, de qué es lo que les resuena en el corazón.
La sexualidad, para la psicología moderna y para el Evangelio, hay
que situarla en el contexto total de la persona. Es el hombre
completo el que interesa; un hombre que no es que tenga una
sexualidad, sino que es "sexuado". En definitiva, lo que al Evangelio
le interesa es dónde está nuestro corazón.
La sexualidad humana es totalmente distinta de la animal. Y
nuestro esfuerzo ha de ser, precisamente, vivirla de un modo cada
vez más profundamente humano.
El Espíritu y la carne
Lo más importante para un cristiano es tener el Espíritu de Jesús.
De ello depende radicalmente cómo pueda enfocar la sexualidad.
La fe en Jesús y su Reino modifica nuestro modo de vivir la
sexualidad. El ideal del Reino nos debe envolver de modo que
nuestra sexualidad esté enfocada y canalizada por ese proyecto de
construir el Reino de Dios.
Hemos oído decir que los peligros del alma son mundo, demonio
y carne. Y enseguida pensamos que la carne es el sexo. Sin
embargo, cuando el Nuevo Testamento habla de la carne no se
refiere al sexo ni a la sexualidad. La carne, según el Nuevo
Testamento, cuando se opone al Espíritu, significa el enfoque con el
que ven el mundo las personas que no conocen a Jesús, ni les
interesa la construcción de su Reino; significa el considerar como lo
más importante de la vida al dinero, el prestigio social y todas esas
cosas. Esa es la carne que se opone al Espíritu. Por eso cuando
Pablo habla de las obras de la carne (Gál 5,19ss; Col 2,18), se
refiere a las cosas que encierran al hombre en lo que se opone a
Jesús; y esto puede ser la lujuria, pero también la rivalidad, la
envidia, la vanidad y orgullo, la idolatría... Que la carne se opone al
Espíritu no se refiere, pues, al sexo, sino a todo lo que es contrario
a una visión cristiana de la vida.
La persona que es consecuente con su fe en Jesús y opta por el
Reino se siente libre frente a todo y, por lo tanto, también frente a la
sexualidad. Aquí reside lo tremendo de vivir cristianamente la
sexualidad. Con todo lo fascinante y terrorífica que es, el cristiano
tiene que lograr su libertad frente a ella. Tiene que ser capaz de
vivir sin pensar obsesivamente en el sexo; y ha de ser capaz,
también, de tener relaciones sexuales dentro del matrimonio de un
modo humano, sin imaginarse que con eso se aleja de Dios. Lo
importante es el amor auténtico: si sabe amar de veras se sentirá
libre para tener relaciones sexuales o no tenerlas. Pero si no tiene
amor, por más puro y casto que sea, por más que cumpla todo tipo
de leyes sobre la sexualidad, será una persona que no está llevada
por el Espíritu: será esclava de la carne.
El ídolo del sexo
SEXO/IDOLO IDOLO/SEXO:Todos sabemos que no es fácil ser
libre ante muchas cosas, y menos aún frente al sexo. La sexualidad,
con toda su carga de instinto, de represiones, de fascinación y de
terror, fácilmente nos tiende sus trampas y nos impide esa libertad
que Dios quiere para nosotros.
Se puede caer en la trampa de la sexualidad cuando la
búsqueda del placer se convierte en un absoluto o también cuando
el miedo al placer se convierte en algo tan poderoso que tampoco
deja ser libre. A veces estas redes son tan sutiles que nos pueden
tener atrapados sin darnos cuenta siquiera. Gran parte de la
sexualidad funciona a niveles inconscientes, y por ello es fácil
engañarnos. Es muy posible que nos creamos muy libres frente al
sexo, pero que, en realidad, de un modo inconsciente, estemos
llenos de cadenas. En pocas cosas el hombre es tan capaz de
engañarse a sí mismo como en esto. Algunos no son sino esclavos
necios que desconocen sus cadenas o se burlan de ellas.
A veces las dificultades son de tipo interno, fruto de una mala
educación en este terreno. Con frecuencia también las dificultades
vienen de fuera, de la manipulación que la sociedad hace de
nuestra sexualidad. Por todas partes nos rodea y nos ataca una
verdadera manipulación social del sexo.
La política y la economía saben que cuentan con la sexualidad
como una arma poderosa para conseguir los fines que a ellos les
interesa. No tienen inconveniente ninguno en manipular la
sexualidad, pues necesitan el control de los instintos para mantener
a la gente dentro de sus intereses.
El control de la sexualidad es uno de los instrumentos más
importantes para mantener el poder: "Si controlo tu sexualidad,
controlo toda tu persona", parece ser uno de sus lemas. Por eso las
dictaduras se preocupan tanto de la represión sexual. En cambio, el
Evangelio no le tiene miedo a la sexualidad porque no le tiene
miedo a la libertad.
El sexo convertido en ídolo emboba a la gente y la mantiene
sujeta al sistema. Los adoradores del sexo no son nada peligrosos
para el sistema, sino todo lo contrario, sus dóciles servidores.
El caso más típico es el de la publicidad. Con ella la sociedad
utiliza y manipula de continuo la insatisfacción sexual. Ellos estudian
muy bien cómo hacer usar un producto asociándolo a la
insatisfacción sexual. A nivel inconsciente, nos hacen creer que
tomando tal bebida o usando tal colonia, tendremos a nuestra
disposición una señorita o un chico guapísimo... En fin, toda una
técnica muy estudiada para hacernos comprar y consumir. Y todo
ello aprovechándose y manipulando nuestras necesidades
afectivas. Lo que a ellos les interesa es que el hombre produzca y
consuma, y para ello utilizan la sexualidad como medio para que
este sistema de producción y de consumo se mantenga.
De este modo, la sexualidad, esa realidad buena y profunda
creada por Dios para el encuentro con los demás, se convierte en
un ídolo que esclaviza y aliena profundamente. Deja de ser un
medio para encontrarse con el otro en profundidad y se convierte
en algo que atonta y embrutece a la vez.
No podemos servir al mismo tiempo a Dios y al sexo. Cuando el
sexo lo convertimos en ídolo, entonces es imposible servir
auténticamente a Dios.
El cristiano no puede dejarse manipular por nada ni por nadie.
Por eso ante la sexualidad no debe acobardarse, ni tomarla a
broma, ni, mucho menos, convertirla en un objeto de veneración. Es
más, tenemos que luchar contra esta sociedad que utiliza y
manipula algo tan serio, don maravilloso de Dios.
Preguntas para el diálogo
1. ¿Estamos obsesionados por el sexo? ¿Somos hipócritas en
este punto? Insistamos en ser sinceros...
2. Busquemos ejemplos de cómo la propaganda convierte al sexo
en un ídolo y reflexionar el por qué de ese interés de los
comerciantes y a veces también de los políticos.
3. Conversemos y aclaremos entre todos qué entendemos por
sexualidad humana.
4. ¿Cómo entendemos ahora eso de la sexualidad de Jesús?
5. ¿A qué se refiere San Pablo cuando contrapone a la carne y
el Espíritu.