CAPÍTULO 9


Parte tercera

ISRAEL 9,1-11,36

En el contexto de toda la carta los capítulos 9-11 parecen a primera vista como una gran interpolación sobre un tema distinto. Pablo afronta ahora el destino de Israel. La pregunta se la formula precisamente dentro del anuncio del mensaje de la justificación. Y es ahí, por lo mismo, donde hay que buscar el engarce que enlaza estos tres capítulos sobre Israel con el tema principal de la carta a los Romanos.

¿Qué ocurre con Israel, si todo depende de Jesucristo y no ya de la ley? Puesto que Cristo es «el final de la ley» (10,4). Israel, sin embargo, no se ha convertido. Pretendió permanecer fiel a su especial elección por parte de Dios, pese a lo cual ha marrado, al presente, el blanco de su elección histórica. Con ayuda del concepto de elección Pablo se esfuerza por comprender que con su conducta Israel se ha excluido a sí mismo de la «justicia de Dios», que ahora se ha manifestado, y contra la cual pretendió Israel asegurar su propia justicia (10,3). La acción selectiva de Dios adquiere ahora toda su importancia en la Iglesia universal formada por judíos y gentiles. Pero al propio tiempo siempre permanece orientada hacia el Israel histórico. Esta tensa simultaneidad temporal de rechazo y elección hay que tenerla en cuenta a lo largo de los tres capítulos. Y en ella busca el Apóstol la solución del problema de Israel.

Los capítulos 9-11 no representan, por lo mismo, una divagación, sino que constituyen un último desarrollo, de marcado acento histórico-teológico del tema único, que no es otro que el Evangelio para los judíos y para los gentiles. También Israel tiene que convertirse, y al propio tiempo tiene que volverse hacia los gentiles, tiene que contarse entre los necesitados para así salvarse.

I. ELECCIÓN EN ISRAEL (9,1-29)

1. DOLOR POR ISRAEL (Rm/09/01-05).

1 Digo la verdad en Cristo, no miento -y de ello me da testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo-: 2 Siento gran tristeza y profundo dolor incesante en mi corazón. 3 Hasta desearía yo mismo ser anatema, ser separado de Cristo en bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne. 4 Ellos son israelitas; a ellos pertenecen la adopción, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas; 5 a ellos pertenecen los patriarcas, y de ellos procede, según la carne, Cristo, el cual está por encima de todo, Dios bendito para siempre. Amén.

Evidentemente el problema, al que ahora quiere referirse el Apóstol, le conmueve vivamente. Es el problema de Israel, de sus relaciones con Cristo, de su historia y de su futuro, el que le afecta personalmente. Ya antes de que pueda exponerlo (v. 6), y aun antes de pronunciar el nombre de Israel (v. 4 y 6), expresa su tristeza y dolor profundos por ese pueblo como un sufrimiento personal. Pues, son ciertamente sus hermanos y compatriotas. Por ellos está dispuesto al sacrificio supremo: nada menos que a renunciar a su vinculación con Cristo, con tal de ganarlos para Cristo (v. 3). Esta buena disposición de ánimo recuerda a Moisés hablando a Dios e intercediendo por el pueblo que al pie del Sinaí se había hecho un «dios de oro»: «Perdónales esta culpa, o, si no lo haces, bórrame de tu libro en que me tienes escrito» (Ex 32,32). Ciertamente que la buena disposición del Apóstol, lo mismo que la súplica de Moisés, no puede entenderse como la propuesta de un negocio a Dios. La acción de Dios está por encima del pensamiento y del querer del hombre, aun cuando su gracia demuestra también su eficacia en favor de otros a través de las súplicas, los deseos y la compasión humanos, y esta preocupación por los semejantes se integre de antemano en la solicitud de Dios. No cabe duda de que Pablo ama a su pueblo, cosa que se pone de manifiesto precisamente cuando el Apóstol se agita y solivianta por la actitud de rechazo de sus compatriotas frente a Cristo.

Mas no son sólo los vínculos de la sangre los que hacen que Pablo se entristezca por su pueblo como por un difunto querido; es también el recuerdo de las altas distinciones que ese pueblo ostenta y que ha conservado en su historia, pero que no ha sabido preservar de su gran defección. Basta echar una mirada sobre la historia de Israel (v. 4s) para reconocer en ella su especial elección y posición como «hijo», la experiencia de la revelación de la gloria de Yahveh y la constante proximidad a su Dios en la alianza, la ley y el culto. Con esta proximidad institucionalizada de Dios resulta mucho más difícil entender cómo ese pueblo no ha podido lograr la meta de las promesas que se le habían hecho. Con ello nos ha conducido Pablo hasta el dato que se oculta realmente bajo su dolor personal por la postura de sus hermanos de raza, a saber, el problema de la fidelidad de Dios a sus promesas en su acción salvífica a favor del mundo.

La alabanza final del v. 5b remite una vez más a Dios las prerrogativas antes mencionadas y que se le otorgaron a Israel.

2. FIDELIDAD DE DIOS A SUS PROMESAS EN LA HISTORIA DE ISRAEL (Rm/09/06-13)

6 Y no es que la palabra de Dios haya sido vana. Es que no todos los que descienden de Israel son Israel; 7 ni porque son descendencia de Abraham, todos son hijos, sino que (sólo) «por la línea de Isaac será reconocida tu descendencia» (Gén 21,12). 8 Es decir, no por ser los hijos de la carne, éstos son hijos de Dios; sino que los hijos de la promesa son los que cuentan como descendencia. 9 Porque la palabra de la promesa es ésta: «Por este tiempo vendré, y Sara tendrá un hijo» (Gén 18,10).

Con el v. 6 toca el Apóstol una objeción posible, aunque no explícita, que proyecta una cierta duda sobre la fidelidad de Dios a sus promesas. Si todos esos timbres de honor, señalados anteriormente, tienen una legitimación intrínseca, deberían confirmarse al presente, habida cuenta de la fidelidad de Dios a su palabra. La respuesta a esta objeción la da Pablo con un pasaje de la historia de las relaciones de Yahveh con su pueblo. En él se muestra que siempre se trata de una acción gratuita de Dios que elige y dispone libremente teniendo en cuenta sus promesas y su cumplimiento. Con sus promesas Dios se liga a la historia de los hombres, sin dejarse coartar ni detener en la libertad de su actuación soberana por las especulaciones y exigencias humanas. Eso es precisamente lo que debe poner en claro la historia de Israel, que es al mismo tiempo una historia de promesas, de elección y de cumplimiento. La acción y el gobierno de Dios en la historia de Israel siempre está, sin embargo, orientada hacia el pueblo que no es el «Israel según la carne» (lCor 10,18) sino el «Israel de Dios» (Gál 6,16). Eso, y no otra cosa, es lo que afirma esta frase breve y rotunda: «Es que no todos los que descienden de Israel son Israel» (v. 6b). Con ello no se enfrenta un Israel al otro, sino que lo que se pretende aclarar es que Dios siempre ha amado y protegido a su Israel a lo largo de toda la historia israelita.

I/ISRAEL: No deja de tener su importancia el que ya en este pasaje nos encontremos con que se aluda a la Iglesia como al verdadero Israel de un modo inequívoco. Con toda certeza la Iglesia de los que creen en Cristo y que ya existe al presente se relaciona aquí con la acción soberana del Dios que elige. Pero en un primer momento la mirada se dirige hacia el Israel de la historia de la alianza y de las promesas, como aparece en el testimonio de la Escritura. En esa historia y a través de la misma Dios se revela ya como el Dios de su Israel. Y es en esta perspectiva en la que hay que entender los versículos siguientes.

La descendencia carnal de Abraham no significa por sí sola que sus hijos según la carne sean realmente «hijos» suyos sin excepción (v. 7). Esta idea surge en el Nuevo Testamento con la predicación de Juan Bautista, que ha encontrado un eco múltiple 37. Lo que aquí se entiende por «hijos» lo explica con más detalle el v. 8. Pablo empieza por aclarar la afirmación del v. 7a mediante un ejemplo sacado del enfrentamiento que el Antiguo Testamento establece entre los dos hijos de Abraham. Que la elección divina recayese sobre Isaac, y que de este modo la pertenencia a la descendencia de Abraham sólo se transmitiese a través de Isaac, es cosa exclusiva de Dios 38. Tal elección no se puede investigar desde el campo meramente histórico. Aquí se demuestra que la historia de Dios no coincide simple y llanamente con la historia, aun cuando se realice constantemente dentro de nuestra historia.

El resultado de esta unión cargada de tensiones entre la acción de Dios y la historia externa de su pueblo es éste según el v. 8: «No por ser hijos de la carne, éstos son hijos de Dios; sino que los hijos de la promesa son los que cuentan como descendencia.» Se contraponen los «hijos de la carne» y los «hijos de la promesa». Entre ellos se encuentra la acción electiva de Dios. De momento todavía no se formula explícitamente el problema que surge al respecto -¿dónde está, pues, la justicia de Dios?-, que se afrontará de forma temática en el v. 14. Por el contrario en el v. 8 habrá que probar cómo los «hijos de Dios» deben por completo su adopción a la intervención de Dios que elige; pues, depende exclusivamente de Dios quién ha de contarse «como descendencia» de Abraham. Por supuesto que, pensando en 8,15-17, no se puede pasar por alto que el concepto de «hijos de Dios» sólo adquiere su verdadero sentido en relación con el acontecimiento cristiano de la hora presente.

Lo que importa, pues, es la promesa de Dios; sólo por ella puede valorarse la historia de Dios con su pueblo. Así lo subraya una vez más el v. 9 echando un vistazo al caso de Isaac.
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37. Cf. especialmente Mt 3,9; Lc 3,8; Jn 8,33.37-47.52-59; Rm 4; Ga 3. 38. Véase la confrontación entre las dos mujeres de Abraham, Sara y Agar, en Ga 4,21-31, donde -aunque de forma diversa que en Rom 9- el esfuerzo por demostrar que los cristianos son el verdadero pueblo de Dios, condiciona de antemano la identificación alegórica de Isaac con la Iglesia.
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10 Y no sólo esto: está Rebeca, que concibió de uno solo, de nuestro padre Isaac. 11 Pues bien, cuando los dos niños no habían nacido todavía ni habían hecho nada bueno o malo -a fin de que quedara en pie el propósito de Dios en su libre elección, 12 la cual no depende de las obras, sino del que llama-, se dijo a Rebeca: «El mayor será siervo del menor» (Gén 25,23). 13 Así está escrito: «Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal 1,2s).

Pablo enlaza un ejemplo con otro. Para ello la historia de Israel le brinda el material deseable. Mas tampoco aquí debe centrarse la atención del lector en el cómo ni en el porqué. El inciso del v. 11b y 12a señala inequívocamente el punto que aquí interesa. También en este pasaje se contraponen dos hijos. Sólo que sus relaciones experimentan un cierto desplazamiento en comparación con el ejemplo precedente: no se trata de los hijos de dos madres, sino de una madre y de un padre. Aquí cuenta la circunstancia de entrar en juego dos hermanos gemelos. Todo ello contribuye aún más a poner de relieve el dato sobre la elección de Dios. Con ello parece que se subraya con mayor fuerza aún que antes el hecho de que ningún antecedente humano histórico condiciona la elección de Dios. El v. 11a destaca una vez más la libertad de acción del Dios que elige: los mellizos no habían nacido aún ni habían hecho nada bueno ni malo, cuando -según el v. 12b-se le comunicó a Rebeca la palabra de la promesa divina.

Así, pues, hay que aceptar la libre elección en la acción y disposición divinas (v. 11b-12a). Es precisamente esa su acción electiva la que alcanza su objetivo, que en definitiva es la salvación, que Dios otorga y con la que culmina la historia de su pueblo. Es verdad que Pablo no expone todavía aquí expresamente el resultado de sus reflexiones. Pero, teniendo en cuenta el v. 6, tampoco se debe olvidar que Dios se ha ligado con su palabra a Israel y que se trata en general del problema de Israel, y no sólo de exponer un tratado sobre la providencia de Dios y la libertad de su acción. Pero el giro del v. 12a: «La cual no depende de las obras», indica claramente que no puede separarse el problema fundamental de Israel de la teología de la justificación. Esto es lo que aparecerá con mayor claridad en los versículos siguientes.

El v. 13 presenta una última fórmula de la idea de la elección, que irrita el sentimiento natural del hombre, y eso con palabras de la Escritura: «Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal 1,2s). El acento de la frase recae, según la interpretación de Pablo, en la acción de Dios que elige libremente. Mas la libertad de Dios no consiste en que muestre amor hacia una parte y odio hacia la otra, sino en que allí donde derrama amor, allí está él. Y esto es lo que se demostrará con el otorgamiento de la gracia divina en Cristo. Que no por ello desaparece sin más la ira de Dios como fondo oscuro de la actuación de la gracia, es lo que ya hemos visto en el contexto tenso de los capítulos 1-4.

3. LIBRE ACCIÓN CREADORA DE DIOS EN SU NUEVO PUEBLO (9,14-29)

a) Poder creador del Dios que elige (Rm/09/14-21)

14 ¿Qué diremos, pues? ¿No habrá en Dios injusticia? ¡Ni pensarlo! 15 Porque dice a Moisés: «Tendré misericordia de quien yo quiera tenerla, y me apiadaré de quien yo quiera apiadarme» (Ex 33,19) 16 Así pues, no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que es el que tiene misericordia. 17 Y así, la Escritura dice al faraón: «Precisamente para esto te suscité: para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea proclamado en toda la tierra» (Ex 9,15s).

Pablo expone el problema de Israel con razonamientos siempre nuevos. Ni siquiera pierde de vista esta cuestión fundamental cuando, como en nuestra sección- v. 14-17- aborda cuestiones aparentemente secundarias. Pero es evidente que no presenta una fórmula breve que condense todo el problema de una forma adecuada, y menos aún una solución simplista del mismo. Pero Pablo se ha referido ya al principio decisivo de toda la cuestión: Dios elige, dispone y actúa de acuerdo con su libertad, que se fundamenta en sí misma, lo que se pone de manifiesto en la historia de Israel por el simple hecho de que cuanto este pueblo es y debe ser depende en exclusiva de Dios.

De ahí que la objeción del que aparece impugnado en el v. 14 haya que dejarla de lado sin más. Una «injusticia» en Dios es una contradicción en sí misma, puesto que la justicia de Dios se demuestra precisamente porque actúa tal como lo hace. Esto es lo que explica Pablo con una palabra de Yahveh a Moisés: «Tendré misericordia de quien yo quiera tenerla...» La «justicia de Dios» se manifiesta en que se funda en sí mismo para actuar de forma misericordiosa, y en que al actuar así obra como quien es. Dios se muestra precisamente como Dios en el hecho de que nadie le toma la delantera con su «querer» y su «correr».

Si en el v. 15. el Antiguo Testamento brindaba a Pablo la razón positiva en favor de la libre elecCIón divina, en el v. 17 le ofrece también un argumento negativo. En el faraón, Dios ha mostrado su fuerzas y desde luego de un modo impresionante que supera todas las fuerzas y manifestaciones humanas de poder. Incluso en la historia del faraón, que se orienta contra el pueblo de Dios, Dios actúa de una manera eficaz, de una manera por la que puede ser reconocido personalmente.

18 Por lo tanto, él tiene misericordia de quien quiere, y él endurece a quien quiere.

Este principio no puede separarse de su contexto. De lo contrario, podría entenderse en el sentido de una predestinación obscura y hasta impenetrable sobre la salvación y la condenación del hombre. Podría llegarse así a desfigurar la libre acción salvadora de Dios hasta el punto de que al hombre se le apareciera como un capricho o como un destino ciego lo que en realidad es soberanía de Dios y salvación del hombre. Dios alcanza su objetivo, pues ahí precisamente se funda la salvación de los hombres.

Las características de la acción de Dios, que elige libremente se ponen de manifiesto en los ejemplos precedentes sacados de la historia veterotestamentaria, y en definitiva con las palabras dirigidas a Moisés (v. 15) y las palabras dirigidas al faraón (v. 17). Una y otra pueden por su parte probar la acción misericordiosa y endurecedora de Dios. Pero estos ejemplos tomados de la historia quedan superados al presente en que la acción de Dios se deja sentir con nueva claridad. Que Dios se compadece del que quiere se ha puesto de relieve ahora en el nuevo pueblo llamado a la existencia para ser el pueblo de Dios. Mientras que por el contrario -cosa que Pablo no puede negar, a pesar de 9,1-5- las pretensiones y méritos de Israel se han demostrado como un endurecimiento contra la acción salvadora de Dios en Cristo, de tal modo que ahora, como ya en la historia de su pueblo (cf. v. 7s.10), la lección de Dios, el Israel material, se divide para hacer posible la creación de su Israel.

19 Pero me dirás: ¿Por qué entonces sigue presentando sus querellas? Porque ¿quién puede oponerse o su decisión? 20 ¡Pero, hombre! ¿Y quién eres tú para altercar con Dios? «¿Acaso le dirá la vasija al alfarero: Por qué me hiciste así?» (Is 29,16). 21 ¿O es que no tiene potestad el alfarero sobre el barro para hacer de la misma masa una vasija para usos nobles y otra para usos viles?

La objeción del v. 14 se repite con nuevas variaciones. Si Dios lo predetermina todo y hasta opera el endurecimiento ¿cómo puede seguir haciendo reproches? El hombre no puede realizar nada contra la disposición de Dios; el endurecido no puede defenderse contra él, con su endurecimiento no hace más que imponerse una voluntad superior. La imagen de Dios amenaza con asumir unos rasgos demoníacos. ¿Quién puede oponer resistencia a la voluntad de Dios? Ciertamente que nadie se le puede oponer. Y, a pesar de todo, ¿cómo es posible que el hombre desprecie la voluntad de Dios y le resista? Pablo no da una respuesta directa a estos interrogantes. Es evidente que todas las cuestiones, tan razonables desde el punto de vista humano, aquí sólo tienen que ilustrar la divinidad de Dios desde el enfoque del hombre, y eso es lo que importa según los v. 20s: poner al Creador en la luz debida frente a la criatura.

Así como el vaso no puede hacer preguntas a su alfarero, tampoco el hombre puede hacérselas a Dios. Al igual que el alfarero tiene poder sobre la arcilla, para darle una forma u otra, para «hacer de la misma masa una vasija para usos nobles y otra para usos viles», así Dios puede obrar como el alfarero con la arcilla. Esta imagen es frecuente tanto en el Antiguo Testamento como en el judaísmo para hacer patente el poder creador de Dios 39. Tanto allí como el presente pasaje paulino se trata del poder creador de Dios sobre su criatura. Pero la afirmación de ese poder creador divino no sólo sirve para que el hombre cobre conciencia de su dependencia respecto de Dios y para reducir a silencio sus preguntas apremiantes. Esa afirmación tiene un propósito más amplio, como se pondrá claramente de manifiesto a renglón seguido en relación con el problema de Israel.
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39. Véase Is 29.16; 45,9s; 64,8; Jr 18,6; Gén 2,7; Eclo 33,13; Sb 15,7. Entre los escritos de Qumrán merece especial atención 1QH 1,21: «Yo soy una figura de arcilla y amasada con agua».
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b) El nuevo pueblo de Dios formado por judíos y gentiles (Rm/09/22-29)

22 ¿Y qué, si Dios, queriendo manifestar su ira y dar a conocer su poder, soportó con inmensa paciencia vasos de ira, destinados a la perdición, 23 y esto para dar a conocer la riqueza de su gloria hacia los vasos de misericordia, que de antemano preparó para gloria...

Los v. 22 y 23 presentan una forma incompleta; pero aun faltando la conclusión, resulta claro el objetivo a que apuntan. Teniendo en cuenta la historia, que discurre de hecho según los planes de Dios, se solucionan todas las dificultades teóricas de los hombres que interrogan. Contra la acción predestinante y electiva de Dios ni el crítico más receloso puede aducir nada, cuando ve que la revelación de la ira de Dios sobre los «vasos de ira» no se realiza de forma caprichosa -ciertamente que para demostrar su poder, mas no de forma caprichosa-, y cuando ve que en definitiva lo que Dios pretende es manifestar su gloria a los «vasos de misericordia» con fines de salvación. De cara a esta manifestación salvadora «soporta Dios con inmensa paciencia» a los vasos de ira «destinados a la perdición». Es evidente que la idea de la predestinación aparece totalmente permeada por la presente experiencia del amor misericordioso de Dios, alejando por lo mismo de ella el carácter de una lúgubre fatalidad. Pues la misericordia de Dios se ha mostrado al presente como su poder creador en el nuevo pueblo escogido que forman los judíos y los gentiles. Son precisamente éstos, que parecían perdidos, los hijos de la ira, judíos y gentiles, los que se convierten en hijos de su misericordia. En este nuevo acto creador se demuestra ahora la libre elección de Dios como una elección misericordiosa.

Con ello Pablo no se contenta con enlazar el presente con la historia pasada, de la que antes ha sacado los ejemplos ilustrativos en favor de la actuación de Dios que elige. El presente cristiano no es sólo un ejemplo histórico, sino justamente el presente manifiesto del Dios elector, que se crea su Israel con judíos y gentiles.

24... es decir, a nosotros, a quienes llamó no sólo de entre los judíos, sino también de entre los gentiles?

Dios nos llamó como «vasos de misericordia». Con ello se refiere el Apóstol a la comunidad cristiana de Roma, que se conecta aquí con todos los que creen en Cristo. La llamada creadora de Dios se nos dirige a nosotros, que respondemos con la fe a ese llamamiento. Son judíos y gentiles aquellos a quienes ha llegado la llamada de Dios en el Evangelio, y no solamente «de entre los judíos, sino también de entre los gentiles». Entre los vasos de ira Dios se procura los vasos de su misericordia. Y los elige libremente. Pero su elección no tiene lugar en una mera continuidad histórica con el viejo Israel, sino quebrando precisamente la historia del antiguo Israel en favor de un Israel nuevo y universal. Israel tenía justamente que interrumpirse en favor de la universalidad ilimitada de la acción salvadora de Dios, a fin de que el nuevo Israel de Dios adquiriese su forma auténtica y definitiva.

Pablo desarrolla en este pasaje el problema de Israel ayudándose de la idea veterotestamentaria sobre el pueblo de Dios. Así se demuestra que el problema que constituye la historia de la elección de Israel, no se soluciona por sí mismo a través de las reflexiones sobre la historia de esa elección, sino mediante la contraposición de Israel y la Iglesia, lo que equivale a decir, mediante la confrontación entre el antiguo pueblo de Dios y el nuevo.

Los v. 25-29 constituyen la prueba escriturística de la tesis expuesta en el v. 24. A modo de conclusión el Apóstol puede demostrar con testimonios de la misma Escritura que la acción salvadora de Dios en la antigua alianza discurrió como una nueva creación de Israel. A la cuestión de si es posible que la palabra de Dios «haya sido vana» (v. 6) por lo que atañe a las promesas en favor de Israel, habida cuenta de las nuevas relaciones entre Israel y la Iglesia, se puede responder aquí citando precisamente unas palabras como las de Os 2,25: «Al que no era mi pueblo, lo llamaré mi pueblo, y a la que no ha sido amada, la llamaré mi amada». Justo en este anuncio profético, increíble para los oídos judíos, se manifiesta lo que es la elección por parte de Dios. Es una llamada que suscita la vida. Dios es el que llama al ser las cosas que no existen (4,17). De igual modo hay que entender la segunda cita de Oseas. No hay por qué preguntarse en qué lugares y en qué pueblos pensaba entonces el profeta, o si sólo pretendía sacudir a Israel con este vaticinio a fin de hacerle entrar en razón. Por el contrario, las palabras veterotestamentarias sólo adquieren sus contornos precisos cuando se leen y entienden a la luz del presente acontecimiento cristiano. Es precisamente en el presente cristiano en el que las palabras de la promesa evidencian todo su alcance; más aún, sólo en el presente definido por el acontecimiento cristiano cabe entenderlas como una palabra prometedora.

Las dos citas de Isaías que cierran el razonamiento apuntan de modo especial al Israel del momento presente. «El resto» del antiguo Israel ha quedado asumido en el nuevo pueblo de Dios. Dios cumple así sus palabras; pero ese cumplimiento no es la mera realización esquemática de una antigua promesa, sino que la misma palabra profética apunta ya al hecho de que Dios cumple de tal modo su obra, que en la historia de su pueblo logra su culminación sin mermas ni recortes sensibles (v. 28).

Por lo demás, sobre ese trasfondo vuelve a plantearse otra vez el problema de Israel, porque «el resto» es el punto de arranque, no el punto de llegada, de la actuación divina.


II. CULPA E INEXCUSABILIDAD DE ISRAEL (9,30-10,21) Pablo saca ahora las consecuencias de cuanto precede. El nuevo pueblo de Dios, formado por judíos y gentiles, es una realidad que pone fundamentalmente en litigio la existencia del antiguo Israel. Pues ¿qué puede contar ya Israel, cuando su celo por Dios y por la ley, así como su consiguiente esfuerzo por obtener la justicia, han sido anulados por la acción electiva de Dios? Israel no puede aceptar, sin renunciar a sí mismo, la afirmación de que Cristo es el final de la ley (10,4). Pero aquí está precisamente el problema. Israel como tal no puede permanecer sino como el Israel de Dios. En lugar de aceptar su propia justicia, Israel tiene que aceptar la justicia de Dios. Con ello se evidencia que Pablo afronta el problema de Israel desde el mensaje de la justificación. Al propio tiempo el Apóstol expone el anuncio de la justificación en una nueva perspectiva actual.

1. LA «PIEDRA DE TROPIEZO» (Rm/09/30-33)

30 ¿Qué diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban justicia, alcanzaron justicia -pero una justicia que viene de la fe-; 31 mientras que Israel, que buscaba una ley de justicia, no llegó a la ley. 32 ¿Y por qué? Porque no la buscaba por la fe, sino por las obras. Tropezaron con la piedra de tropiezo, 33 según está escrito: «He aquí que pongo en Sión una piedra de tropiezo y una roca contra la cual uno se da; pero quien tiene fe en él no quedará defraudado» (Is 8,14; 28,16).

La acción electiva de Dios ha conducido, pues, a que en el nuevo pueblo de Dios se reúnan judíos y gentiles y a que este nuevo pueblo elegido sea una representación de la obra salvadora universal de Dios. Esta afirmación tiene una importancia vital de cara al Israel completo, tal como sigue manifestándose al presente en su fidelidad a la antigua alianza. Esto se pone especialmente de manifiesto cuando Israel reflexiona sobre lo que constituye su posesión más peculiar frente al resto del mundo: su ley.

Pues lo que se deduce en concreto es que los gentiles, que no tienen la ley y «que no buscaban justicia, alcanzaron justicia» (v. 30). Israel, por el contrario, que tiene como propia la ley que promete la justicia y que la «buscaba» no ha alcanzado su objetivo (v. 31). Pero ante Dios no cuenta ni la búsqueda ni la carrera (cf. v. 16), sino Dios mismo y su vocación. Es esta llamada la que es preciso escuchar. Y no se escucha en una ley hereditaria ni en las pretensiones que se fundamentan en la misma, sino que se escucha en la fe. Que los gentiles y no Israel alcancen la justicia, no es, por lo mismo, una ironía del destino, ni un simple trastrueque caprichoso del estado de cosas, sino que es algo «que Dios pone». Y, concretamente, puso la «piedra de tropiezo» que es Cristo. En él ha tropezado Israel. Esa «piedra de tropiezo» puesta por Dios (v. 33), se convierte simultáneamente en fatalidad para Israel y en fundamento de salvación para el mundo gentil. Frente a Cristo se decide Israel, de tal modo que no alcanzó la justicia, porque no buscaba la justicia «por la fe, sino por las obras» (v. 32). Es justamente este poder crítico del acontecimiento cristiano -el escándalo de la cruz de Cristo, como dice Pablo en lCor 1,23- el que se pone de manifiesto en Israel. Por ello, interpreta Pablo el problema de Israel en el capítulo 10 a partir del mensaje de la justificación, como expresión carismática del acontecimiento cristiano.