CAPÍTULO 2


2. EL PECADO DE LOS JUDÍOS (2,1-3,20)

En la sección precedente (1,18-32) flotaba ocasionalmente la idea de que había sido pensada de modo particular para describir el pecado de los paganos. La impresión se debe, sin duda, al hecho de que Pablo recurra en su exposición a las ideas del judaísmo de su tiempo sobre el mundo pagano y su corrupción, sin que por ello adopte la interpretación judía latente en tales imágenes. Pues, si bien en esta descripción de la condición pecadora del hombre tiene sobre todo ante los ojos la imagen de los vicios paganos, en conjunto su argumentación tiende a establecer la culpa de toda la humanidad delante de Dios.

A fin de precaver contra la impresión de que el judío está excluido de esta descripción de la humanidad pecadora y de que se encuentra en mejores condiciones que el gentil frente al juicio de la ira de Dios, Pablo se vuelve ahora expresamente contra la presunción de ser justo, tan propia del judío. A la luz del Evangelio, ésta aparece como el pecado típicamente judío. Pero el judío a quien Pablo se dirige aquí de modo particular, no hay que verle sólo como al representante de un pueblo determinado, sino como figura del hombre en general, en cuanto que éste siempre podría encontrar un motivo de disculpa frente a] juicio de Dios. De este dato se deduce algo que vamos a subrayar una vez más; a saber, que el Apóstol habla del judío como del gentil en un sentido estricto y exclusivamente teológico. La exposición de Pablo consta de cinco partes que acaban resumiéndose en un solo punto: «No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo» (3,10).

a) Presunción de los que juzgan a los demás hombres (Rm/02/01-16)

1 Por lo cual, no tienes excusa, oh hombre, quienquiera que seas, que te eriges en juez. Pues en aquello por lo cual juzgas al otro, te condenas a ti mismo, ya que tú, que te eriges en juez, practicas aquellas mismas cosas. 2 Bien sabemos que el juicio de Dios recae realmente sobre quienes tales cosas practican.

Pablo habla directamente al «hombre», reprochándole lo que le es específico: que te eriges en juez. Teniendo en cuenta el material expositivo pagano de la descripción precedente, resulta natural ver en el hombre que juzga al judío, y en el otro al que aquél juzga, al gentil. De hecho Pablo tiene aquí ante los ojos al judío, aun cuando no lo diga de forma explícita. El judío aparece aquí como el prototipo del hombre que juzga a los demás. Ahora el Apóstol entra en juicio con el judío, que se cree justificado a sus propios ojos. El judío piensa que al menos el reproche de idolatría y de relaciones sexuales contra naturaleza no le afecta en la misma medida que al gentil. Pero, pese a que condena tales desenfrenos, en el fondo el judío no es mejor que quien practica tales cosas.

El judío podría ufanarse frente a los paganos por el conocimiento de Dios que posee, como parece indicar, por ejemplo, Sb 15,1: «Pero tú, oh Dios nuestro, eres benigno y veraz...» Y más adelante: «A nosotros no nos ha inducido a error la humana invención de un arte mal empleado, ni el vano artificio de las sombras de una pintura, ni la efigie entallada y de varios colores» (v. 4). No es que el judío no tuviera conciencia de sus pecados, pero en definitiva sabía que habían sido eliminados por la «magnanimidad» y «misericordia» de Dios: «Aun si pecamos, tuyos somos, sabiendo como sabemos tu grandeza; pero no pecaremos sabiendo que somos considerados como tuyos» (Sb 15,2). Sin duda que esta confesión del judío piadoso es plenamente sincera y religiosa. No obstante, aun en ella puede reconocerse la jactancia del fariseo que se considera justo y que encontramos en Lc 18,11: «¡Oh Dios!, gracias te doy por que no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros. . . »

De lo que se deduce claramente que con la descripción del judío que juzga a los otros Pablo pone de relieve uno de los rasgos esenciales del judaísmo de su tiempo. Mas no le interesa trazar una caracterización, sino quitar de enmedio la ventaja que el judío esgrime frente al gentil. Y Pablo arriesga la afirmación audaz de que el judío, que juzga y condena a los otros, hace lo mismo que los gentiles. Lo cual requiere una explicación. No quiere decir que practique los mismos vicios o infamias morales, sino que el judío no es mejor en nada. También el judío, aun consciente de sus ventajas -ventajas de tipo institucional o ético- debe tener en cuenta su condición de criatura.

Que quien se sienta para juzgar olvida fácilmente que también será juzgada su propia conducta, es algo que responde a la experiencia humana de todos los días. Es justamente esa falta de memoria sobre la que Pablo llama la atención para demostrar así la inexcusabilidad de los judíos. Por aquí puede ya echarse de ver en qué consiste para Pablo el verdadero pecado de los judíos y del hombre en general: a saber, en su arrogancia y en su presunción de ser justo. Cuando el hombre se tiene por justo, la justicia de Dios no tiene nada que hacer.

3 ¿Piensas, oh hombre, que te eriges en juez de quienes practican tales cosas, a pesar de que tú mismo las haces, que vas a escapar al juicio de Dios? 4 ¿O es que menosprecias la riqueza de su bondad y de su paciencia y de su longanimidad, al no reconocer que esta bondad de Dios intenta llevarte a la conversión? 5 Pero, por tu dureza y tu impenitente corazón, te estás acumulando ira para el día de la ira, cuando se revele el justo juicio de Dios, ...

Pablo quiere descubrir al judío su verdadera situación: no está precisamente justificado y por ello no escapará al juicio de Dios. Para redargüir al judío pone de relieve una vez más en el v. 4 que su confianza en la bondad, magnanimidad y paciencia de Dios es una audacia, ya que la bondad de Dios no le induce a conversión.

Conversión ¿hacia qué? ¿En el sentido tal vez de una vuelta a la alianza y a los mandamientos de Dios? Puesto que Pablo describe la condición pecadora de los judíos y de todos los hombres desde el punto de vista del Evangelio, el propósito de la «bondad de Dios» no puede interpretarse como un retorno a la antigua alianza renovada, sino justamente hacia el viraje decisivo y escatológico que se realiza con la fe en Cristo. Pero los judíos han respondido con obstinación y con un corazón impenitente a la oferta de salvación escatológica que Dios les ha hecho en Jesús.

Este es el verdadero pecado de los judíos, que en opinión de Pablo ha tenido numerosos precedentes en la historia del pueblo de Dios, transgresor una y otra vez de la alianza. En su comportamiento desleal dio Israel pruebas constantes de su dureza de corazón frente a las promesas de Dios, que tendían a la revelación de su justicia. A la luz del Evangelio se pone de manifiesto que el endurecimiento israelita contra las promesas de Dios llega a su máxima obstinación al rechazar el Evangelio. Este pecado justifica también, en último término, la cólera de Dios contra ellos en el «día de la ira» (cf. 1,18 y 2,16).

6...«el cual retribuirá a cada uno según sus obras» (Sal 62,13): 7 a quienes, siendo constantes en el bien obrar, buscan gloria, honra e inmortalidad, les dará vida eterna; 8 pero a quienes, obstinándose en la rebeldía y resistiendo a la verdad, se entregan a la perversión, los hará objeto de ira y furor. 9 Tribulación y angustia para todo hombre que se entrega al mal: tanto para el judío, primeramente, como también para el griego. 10 Por el contrario, gloria, honra y paz a todo el que practica el bien: tanto para el judío, primeramente, como también para el griego.

En el juicio de Dios cuenta la misma medida para todos: a cada uno se le recompensará según sus obras. Esta medida la establece Pablo de acuerdo con el tenor literal del Sal 62,13. De esa máxima de la Escritura no tanto se deduce un despersonalizador principio de retribución establecido por Dios, sino más bien la sujeción de todos los hombres al único juicio de Dios. Todos los hombres tienen conocimiento de tal medida; saben que lo que importa es hacer las obras de Dios y que, de conformidad con ello, cada uno ha de esperar la «vida eterna» o «ira y furor». Pablo pretende recordar aquí este conocimiento general y la esperanza consiguiente. Para ello repite -con un propósito claro de impresionar- la suerte contrapuesta de quienes obran mal y de los que obran bien, en los v. 9 y 10. Si Pablo pone aquí ante los ojos el juicio según las obras, lo hace ciertamente no sólo para recordar un principio ideal, sino con el fin de poner en claro, mediante la contraposición de la «vida eterna», la «gloria», la «honra» y la «paz», de una parte, y de otra la «ira y furor», la «tribulación» y la «angustia», aquello que cada uno puede ganar o perder ante el juicio de Dios.

En estos versículos tampoco puede pasarse por alto que Pablo pretende dirigirse aquí de modo particular a los judíos. Es sobre todo desde la primitiva experiencia misionera cristiana con los judíos como las expresiones empleadas aquí adquieren todo su significado. A este respecto son precisamente los judíos los que se han manifestado como los litigantes, como los contradictores que recusan la obediencia de la fe a la verdad del Evangelio. También por ello les alcanzará la ira de Dios antes que a los gentiles.

11 Pues no hay acepción de personas ante Dios.

En todo este contexto Pablo quiere establecer que todos los hombres son pecadores y todos están necesitados de la salvación de Dios. Con la máxima del v. 11 subraya una vez más la validez universal de la acción de Dios frente a todas las pretensiones del judío. Este v. 11 enlaza con los v. 1-3: en este orden de cosas el judío no está en mejores condiciones que el gentil. Con ello se mantiene la tensión entre la primacía del judío en la historia de la salvación y la universalidad del pecado. En esta tensión debemos ver, con el Apóstol, que Dios con su acción escatológica en el Evangelio no olvida sin más la historia de los hombres, sino que somete a juicio todas sus peculiaridades logradas en el curso de la historia.

12 Efectivamente, cuantos sin ley pecaron, sin ley perecerán, y cuantos dentro de la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados. 13 Porque, ante Dios, no son justos los que meramente oyen la ley; sino que los cumplidores de la ley serán justificados.

Ahora, los versículos 12 y 13 vuelven una vez más al tema de la universalidad del juicio, enfocando concretamente el empecinamiento con que los judíos se aferran a su ley. La no acepción de personas (v. 11) significa aquí también que no hay una acepción de la ley. La ley no protege del juicio. Por ello los gentiles, que estaban sin ley y sin ella pecaron, se pierden también sin la ley. En ese sentido, y a su manera, Pablo puede estar de acuerdo con los judíos. Mas también los judíos, que poseen la ley -y que por ello conocen las órdenes de Dios-, serán juzgados por la ley, lo cual quiere decir aquí que serán condenados. Pues -agrega Pablo a modo de aclaración- no son los oyentes de la ley los que son justos delante de Dios, sino que serán justificados los «cumplidores de la ley». Es éste el primer pasaje de la carta a los Romanos en que Pablo utiliza la palabra «justificar». Por el contexto resulta claro que se trata de una terminología forense; cosa que es preciso no perder de vista para comprender el concepto en el contexto inmediato.

¿Cómo es que Pablo llega en el v. 13 a poner de relieve con tanto énfasis la importancia de la acción humana, y con ella el cumplimiento de la ley, cuando por otra parte proclama «que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino solamente por la fe en Jesucristo» (Gál 2,16)? ¿No aparece en este pasaje de la carta a los Romanos, como en la acentuación del juicio según las obras, que hemos visto en los versículos precedentes, un resto todavía no reelaborado del pensamiento judío? Esta solución apenas puede satisfacer cuando se tiene en cuenta todo el entramado de la predicación paulina. Rom 2 no presenta una predicación del juicio independiente y yuxtapuesta al anuncio de la justificación, sino más bien la predicación de Pablo sobre el juicio en el contexto de la justificación. Quiere demostrar la severidad y universalidad del juicio de Dios, para sobre ese fondo destacar con mayor relieve el cambio que el acontecimiento cristiano ha introducido en la salvación. La máxima contenida en el v. 13, perfectamente judía en su significación, está superada por la nueva posibilidad que se ha abierto en el Evangelio.

14 Y así, los gentiles, que no tienen ley, cuando cumplen por naturaleza lo que ordena la ley, a pesar de no tener ley, ellos mismos son su ley. 15 Ellos dan prueba de que la realidad de la ley está grabada en su corazón, testificándolo su propia conciencia y los razonamientos con que se acusan y defienden recíprocamente. 16 Así se verá en el día en que, según mi Evangelio, Dios juzgue las interioridades de los hombres por medio de Jesucristo.

La diferencia, real en sí, entre judíos y gentiles queda allanada de cara al juicio de Dios. En los v. 14 y 15 muestra Pablo una vez más -junto a una divagación que realmente no continúa la demostración de la condición pecadora de los judíos- que incluso la posesión de la ley representa una diferencia muy relativa entre judíos y gentiles; pues, si éstos, que no tienen la ley, cumplen los mandamientos legales impulsados por su propia naturaleza, es una buena prueba de que quienes carecen de la ley ellos mismos son su ley. El v. 15 desarrolla aún más estas ideas. El ejemplo de los gentiles demuestra que llevan escritas en sus corazones las obras reclamadas por la ley.

No hay por qué discutir aquí si se trata sólo de una parte de los gentiles, es decir, de algunos gentiles o del mundo pagano en general; ni es tampoco cuestión de precisar si hacen todo lo que prescribe la ley mosaica. A Pablo lo que le interesa es la enunciada supresión de las diferencias entre judíos y gentiles.

Por naturaleza cumplen los gentiles lo que la ley ordena; idea que se corresponde con la del v. 15: en sus corazones llevan escritas las obras que impone la ley. Al igual que en 1,19 20, Pablo piensa aquí en la conexión íntima que vincula la criatura a su Creador. Es en la realidad de la creación en la que descansa, por consiguiente, la posibilidad de que los gentiles obren el bien como algo que la ley prescribe de forma positiva. Mas no deja de sorprender que Pablo hable de que los gentiles cumplen así realmente; pero es evidente que ello no afecta al estado general de pecado en que se encuentran los gentiles. Junto con las exigencias de la ley escritas en el corazón, también la conciencia desempeña una función de testigo. Es evidente que los «razonamientos con que se acusan y defienden recíprocamente» hay que entenderlos aquí como una explicitación del testimonio de la conciencia. La conciencia es, pues, una realidad que no se discute a los gentiles. Su existencia se demuestra en que los gentiles no viven sin ley; mejor dicho, en que «ellos mismos son su ley». La ley escrita en su corazón la experimenta el hombre como la voz de su conciencia. La conciencia es, por tanto, algo así como el lugar en que el hombre acoge el precepto de Dios.

A modo de conclusión, Pablo vuelve a recoger la idea, expresada ya en el v. 5 acerca del juicio que espera al judío, para poner una vez más a gentiles y judíos bajo el juicio de Dios. El día en que se celebre el juicio, el «día de la ira» (v. 5), es el día final en que acabará la actuación del hombre y se le exigirán cuentas de todas sus obras. Para Pablo aquel «día» no es una fecha que haya que esperar para un futuro lejano, sino que es una fecha escatológica que irrumpe ya en el presente. Y es que los acontecimientos últimos han empezado ya con Jesucristo. Por lo dicho en 1,18 ya no es posible separar el juicio airado de Dios de los acontecimientos escatológicos que condicionan el momento presente, y retrotraerlo hasta un futuro indefinido. Precisamente la aclaración de que el juicio llega «por medio de Jesucristo», «según mi Evangelio», da a entender que el juicio ya está en marcha al presente. El Evangelio que Pablo proclama afirma ante todo que la historia de la humanidad, cualquiera sea el modo en que se manifieste, está bajo el juicio de Dios.
 

b) Falsa seguridad del judío (Rm/02/17-29).

17 Pues si tú, que llevas el nombre de judío, y descansas seguro en la ley, y te sientes ufano de tu Dios; 18 que conoces su voluntad, y sabes apreciar, instruido por la ley, lo que es mejor, 19 y que estás convencido de que tú eres guía de ciegos, luz de los que están en tinieblas, 20 instructor de ignorantes, maestro de niños, que posees en la ley la expresión misma del saber y de la verdad...

Pablo continúa enfrentándose con el judío, y más en concreto con sus pretensiones y ventajas. En toda la sección puede advertirse un esfuerzo por no burlarse a la ligera del judío y por no aplastarlo con una acusación cerrada. Pablo contempla la situación del judío con una visión matizada; teniendo en cuenta la historia de la salvación, es un hecho manifiesto que no se puede negar un «primeramente» del judío frente al gentil.

Una enumeración en forma de lista, empieza con la alocución directa al judío que se jacta del nombre mismo de judío, pues van anejas a tal denominación determinadas pretensiones. Pablo empieza por dejar al judío en la conciencia de su propia estima sin ironías de ningún género, para después atraparle de forma irremediable en su culpa real. El timbre supremo de gloria lo tiene el judío en la ley. Todo lo demás, descrito en los v. 17-20, no es más que el desarrollo de esta afirmación central. Con la posesión de la ley el judío se asegura a Dios. Se siente ufano de su «Dios» con una cierta naturalidad, pues con la ley tiene en sus manos el documento de la alianza divina. Por la ley conoce la «voluntad» de Dios, aprendiendo así a juzgar lo que más importa. Y como conocedor de la voluntad divina por medio de la ley, entiende, penetra y tiene respuesta para las distintas situaciones de la vida.

En el v. 19 hay un cambio de orientación en el recuento de los títulos gloriosos del judío, apuntando en concreto hacia aquellos para quienes el judío debe ser algo, es decir, hacia los gentiles. Se da por supuesto que todo aquello que el judío pretende poseer, no sólo está destinado a los mismos judíos, sino también hacia quienes carecen de tales cosas. Eso lo sabe el propio judío, de ahí que también él intente ganarse a los gentiles para la ley y quiera hacer prosélitos. Los cuatro rasgos de los v. 19s describen con giros formulistas la pretensión dirigente del judío: se considera guía de los ciegos, luz que alumbra en las tinieblas, educador de los ignorantes y maestro de los menores de edad. Pablo utiliza aquí la tradición veterotestamentaria y judía.

Hay que recordar una frase de Mt 15,14, donde Jesús dice de los fariseos: «son ciegos que guían a otros ciegos». Que los «guías de ciegos» estén también privados de la vista agudiza la situación funesta en que se encuentra Israel.

De hecho el judío sólo puede justificar tales pretensiones si, como asegura el v. 20b a modo de conclusión, tiene «en la ley la expresión misma del saber y de la verdad». Con ello señala Pablo el núcleo del que se derivan los privilegios judíos. Como al principio del v. 17 aparecía la ley cual expresión de la conciencia judía, así aparece también en el v. 20, que cierra este largo período. Por lo demás, Pablo utiliza los mencionados privilegios y pretensiones en un sentido contrario, no para establecer y confirmar la posición privilegiada del judío, sino para poner más de relieve su inexcusabilidad.

21 Pues bien: tú que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo? Tú que predicas no robar, ¿robas? 22 Tú que dices que no hay que cometer adulterio, ¿lo cometes? Tú que abominas de los ídolos, ¿saqueas sus templos? 23 Tú que te sientes ufano de la ley, ¿deshonras a Dios con la transgresión de la ley? 24 Pues, según está escrito, «el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles a causa de vosotros» (Is 52,5).

Con el v. 21 subraya Pablo el «tú, que enseñas a otro»... enlazando así con el motivo de jactancia del judío al que antes se ha referido de forma explícita. Con el «enseñar» reasume el título de «maestro de niños» del v. 20, para desarrollar ad absurdum la pretensión del judío. Tú, con todo y enseñar a los otros, ¿no te instruyes a ti mismo? Aquí se echa ya de ver claramente adónde apunta Pablo: a desenmascarar la presunción de justicia del judío invalidando así sus pretensiones. Remata con la misma fórmula estilística las tres frases siguientes. En cada una de las tres preguntas menciona un pecado grave, por no decir un verdadero crimen: proclamas que no hay que robar ¿y robas? Dices que no hay que cometer adulterio ¿y lo cometes? Aborreces a los ídolos ¿y practicas el expolio de los templos? Con esto último se señala una contravención singularmente grave. Los motivos de un judío para despojar un templo pagano podían ser de diversa naturaleza. Pablo sólo señala aquí que la abominación que el judío ve en los ídolos pasa a la actuación y actitud abominable del propio judío.

El v. 23 constituye una síntesis. La expresión clave es la transgresión de la ley. Con ella aflora la contradicción que media entre la actitud jactanciosa del judío, que se funda en la posesión de la ley, y su conducta práctica, que se define de forma clara y tajante como una transgresión de la ley. Con ello se pone de manifiesto cuál es en definitiva la culpa del judío: deshonra a Dios, lo que quiere decir que no observa el mandamiento primero y fundamental del decálogo: hacer que Dios sea totalmente Dios.

Puesto que el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles, concluye Pablo apoyándose en una cita de la Escritura. Dada la idea que tienen de sí mismos y dada su conciencia misionera, la conducta de los judíos debía llevar al reconocimiento de Dios entre los gentiles. Pero aquí ocurre justamente lo contrario: el comportamiento judío es causa de que se blasfeme el nombre de Dios entre los paganos.

25 La circuncisión, desde luego, tiene su valor si observas la ley; pero si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser como si no lo estuvieras. 26 Por el contrario, si el no circuncidado observa las prescripciones de la ley, su incircuncisión ¿no le ha de valer como circuncisión? 27 Más aún: el que físicamente no está circuncidado pero cumple la ley, te juzgará a ti, que, a pesar de la letra de la ley y de la circuncisión, eres transgresor de esa ley.

Pablo empieza, como siempre que se dirige a tales interlocutores, por discutir precisamente el problema de la circuncisión: pues, por lo que se refiere a la circuncisión, sólo te aprovecha si observas la ley. Supone el Apóstol una conexión intrínseca entre ley y circuncisión. Lo mismo ocurría ya en la carta a los Gálatas. Según Gál 5,3, todo hombre que se deja circuncidar se compromete a «cumplir» la ley. Que la circuncisión sólo aprovecha cuando se cumple la ley es «un principio que los doctores del rabinismo habrían rechazado, pues para ellos la circuncisión como tal tenía fuerza para librar a todo israelita del fuego del gehinnom y para convertirle en hijo del mundo futuro». La circuncisión se entendía casi como un principio de salvación, porque representa, por sí sola, una parte esencial del cumplimiento de la ley. Pablo no procede ciertamente ajustándose con detalle al punto de vista judío. Mas su reproche apunta a la seguridad de la salvación que el judío afirma, tanto por motivo de la circuncisión como de la ley. Lo que Pablo pretende es justamente sacudir esta seguridad del judío al referirse de modo explícito al principio que rige el mundo legal: la ley obliga a la práctica. Pero, por lo que a la acción se refiere, Pablo ha establecido en la perícopa precedente que el hombre es un transgresor de la ley. «Pero, si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser como si no lo estuvieras» (v. 25b); es decir, que nada te aprovecha la circuncisión, y no representa más que un vano motivo de jactancia.

Lo que a Pablo interesa es remover de bajo los pies del judío el terreno de la falsa seguridad en que se mueve. Por ello da ahora un paso más reasumiendo el enfrentamiento con los gentiles al que ya se había referido en los v. 12-15. Allí incluso había podido atribuir a los gentiles, como gente «sin ley» por naturaleza, cierta observancia de la ley, que pone de manifiesto que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige (v. 15). Ahora bien, si los incircuncisos cumplen de hecho las prescripciones jurídicas de la ley, ¿no atribuye el v. 26 a los incircuncisos todo aquello que la circuncisión convierte en título de honor? Pablo piensa aquí sin duda en las promesas ligadas a la circuncisión. Le gustan las paradojas y por ello su fórmula, quizás un poco retorcida, de que la incircuncisión se les imputa como circuncisión. Quizás habría que decir con mayor exactitud: la observancia práctica de la ley se les imputa como una circuncisión. De este modo, y según el v. 27, los gentiles que «por naturaleza» son incircuncisos y que no obstante cumplen la ley, acabarán por juzgar a los judíos, en razón del cumplimiento objetivo de la ley, los cuales se muestran como transgresores de la ley, pese a tener la letra de la misma y la circuncisión. Con ello, las relaciones entre judío y gentil, establecidas en 2,10, se invierten por completo. Como pasaje paralelo de los Evangelios se nos presenta Mt 12,41 ( = Lc 11,32; Q): «Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta generación y la condenarán.»

28 Porque no es judío el que lo es en lo externo, ni es circuncisión la que se ve en lo externo, en la carne; 29 al contrario, es verdadero judío quien lo es interiormente, y la verdadera circuncisión es la del corazón, hecha según el espíritu, no según la letra. Un judío así recibe alabanza, no de los hombres, sino de Dios.

Los versículos 28-29 representan una conclusión necesaria y general de todo el desarrollo precedente. Se trata del verdadero judío. Y no es «judío» en realidad el que lo es sólo en lo exterior, sino más bien quien lo es en lo oculto. Este juicio lo deduce Pablo del contraste precedente entre circuncisión e incircuncisión. De ahí su formulación paralela al principio acerca del verdadero judío: la verdadera circuncisión no es la que se muestra en la carne y puede exhibirse externamente, sino «la circuncisión del corazón».

Esta conclusión final no deja de sorprender desde el punto de vista de toda la sección. Lo que realmente cabía esperar al final del capítulo era la condena del judío; supuesto todo lo anterior, habría que decir que el judío no es mejor que los gentiles. Realmente había que esperar una conclusión en el sentido de afirmar la condición general pecadora, de la que Pablo quiere hablar. En lugar de eso, ahora habla del contraste entre el judío verdadero y el falso. Mas ¿puede hablarse de hecho del «verdadero judío» en la época anterior a Cristo y bajo el pecado? Se ve cómo Pablo al afrontar la cuestión del «verdadero judío» va más allá del contexto precedente. Es evidente que sus afirmaciones sobre la condición universal de pecadores, en la que veía incluidos también a los judíos, se entrecruzan ahora de una forma intencionada con una visión que anticipa el nuevo orden de la pertenencia a Cristo, en el que se realiza de una forma efectiva «la circuncisión del corazón».

Ya en el Antiguo Testamento hablaron los profetas de la circuncisión del corazón. En Ez 44,7.9 el concepto permanece aún dentro de los estrechos límites del judaísmo: todavía se identifican un «corazón incircunciso» y una «carne no circuncidada». La crítica se anuncia en Jeremías: «Circuncidados para Yahveh y separad el prepucio de vuestro corazón» (4,4). «Si todas las naciones son incircuncisas según la carne, toda la casa de Israel es incircuncisa de corazón» (9,26). Si el contraste entre la circuncisión externa y la circuncisión del corazón es perfectamente corriente en el pensamiento veterotestamentario y judío, no es menos cierto que en Pablo adquiere una nueva dimensión. Así, en Flp 3,3 proclama en tono polémico: «Pues nosotros somos la circuncisión, los que practicamos el culto según el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Jesucristo, y no ponemos nuestra confianza en la carne, aunque yo pudiera poner confianza también en la carne. Si algún otro cree tener razones para confiar en la carne, yo mucho más.» A los ojos de Pablo resulta, pues, claro que la verdadera circuncisión se realiza en los cristianos.

La idea flota también en los versículos finales de Rom 2. En este sentido apunta sobre todo la oposición entre espíritu y letra. Con ella no sólo0 se indica la oposición entre el interior y el exterior, o entre el espíritu y la materia, sino la oposición entre el hombre viejo y el hombre nuevo. Ese hombre nuevo, surgido en Cristo y por la fe en él, acaba por obtener el reconocimiento de Dios.