CAPÍTULO 3


II. CRISTO VIENE (3,1-16).

Los falsos maestros niegan la parusía de Cristo a causa de su supuesta demora (3,1-4). Pero la demora no es causa suficiente para negar la parusía (3,5-10). Dios tiene sus razones, sabias, que explican por qué aún no se ha producido la parusía de Cristo (3,11-16).

1. LA NEGACIÓN DE LA PARUSIA (3/1-04).

Pedro escribe con responsabilidad pastoral y quiere mencionar a aquéllos que garantizan la fe en la venida de Cristo (3,1-2); después deja la palabra a los que niegan la parusía (3,34).

a) Responsabilidad pastoral (3,1-2).

1 Esta es ya, carísimos, la segunda carta que os escribo, y en ambas procuro fomentar en vosotros, con el recuerdo, una sincera inteligencia. 2 Acordaos de las palabras predichas por los santos profetas, y del precepto del Señor y Salvador, dado por vuestros apóstoles.

El celo pastoral urge. Esta carta es la segunda sobre el mismo tema. No está claro si la carta anterior es la que aparece en nuestra Biblia como primera carta de Pedro. Esta observación suena como una disculpa; la carta no debe hacérseles pesada; por eso se dirige a los fieles llamándoles «carísimos». Precisamente por el interés que siente por ellos, no puede callar ante los peligros que les amenazan.

Quiere despertar en ellos una sincera inteligencia: que no quede ningún resto de sombra ni de duda y que su mente se dirija, sobria y claramente, al acontecimiento central. Del mismo modo, Pablo pide por los filipenses para que su caridad aumente cada vez más en conocimiento perfecto y en sensibilidad, para que puedan discernir los verdaderos valores y sean así puros e irreprochables en el día de Cristo, llenos del fruto de justicia que se obtiene por medio de Cristo, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1, 9-11). Su gran preocupación pastoral es la preparación para la parusía del Señor. La cura de almas y el apostolado reciben un impulso fortísimo de la esperanza de la parusía. Los falsos maestros oscurecen la espera de la parusía del Señor y por eso hay que despertar de nuevo en los fieles la esperanza en ella. Esta esperanza se funda en las tres grandes autoridades del conocimiento de la fe: en las profecías de los profetas del Antiguo Testamento, en el precepto del Señor y en los apóstoles, que transmitieron la doctrina de Cristo. El Señor y Salvador es la autoridad decisiva. Hacia él miraban los profetas y a él vuelven su vista los apóstoles 44.

Su precepto (2,21), la nueva ley de Cristo, está ya contenida en germen en el Antiguo Testamento y constituye la base de la tradición apostólica. En este precepto «regio» de amor se da la pauta para la fe y para la vida. Toda la Sagrada Escritura se reduce a este precepto de nuestro Salvador. En él se condensa toda ella y se revela así a la inteligencia del creyente como una unidad. En la Escritura hablan las tres autoridades de la revelación: en el Antiguo Testamento, los profetas; en los Evangelios, el Señor y Salvador; en los demás escritos del Nuevo Testamento, los apóstoles. Pero detrás de todos está la palabra de Dios que se ha hecho carne en Jesucristo (Jn 1,14). ¡Qué sencilla parece así la riqueza y la plenitud, a menudo difícil de entender, de toda la Sagrada Escritura!
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44. Cf. 1,16-21; 1P 1,10-12.
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b) Escarnecedores (3,3-4).

3 Ante todo, sabed que en los últimos días vendrán escarnecedores con sus burlas, que andarán según sus propias concupiscencias.

Los cristianos saben que están viviendo en los últimos días. Vivimos en el final de los tiempos. Para el fin de los tiempos está anunciado el surgir de falsos maestros 45. Los que encontramos aquí son de una especie particularmente repugnante, como ya vimos. Son escarnecedores, enredadores de enredos. No toman en serio nada de lo que se considera santo y no muestran el menor respeto por las cosas que lo exigen. Los fieles no deben extrañarse de que surjan tales hombres como maestros del cristianismo. Es la prueba de que estarnos en el final de los tiempos.

Los falsos maestros del final de los tiempos viven según sus propias concupiscencias. Rechazan el precepto de Cristo y quieren constituirse a sí mismos en ley, porque se creen perfectos. El pecado primordial de la humanidad: rechazar la voluntad salvadora de Dios, constituye también su pecado final.
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45. Cf. Mt 24,11.23s.
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4 Y dirán: ¿Dónde está la promesa de su parusía? Desde que murieron los padres, todo sigue como al principio de la creación.

Los escarnecedores aducen dos tipos de razones contra el cumplimiento de la espera de la parusía. El primer tipo dice así: «Desde que murieron los padres, todo sigue...» La primera generación cristiana (los «padres») ha muerto ya. Habían esperado asistir a la parusía del Señor 46, aunque no faltaron voces que advirtieran que no se debía calcular con períodos determinados 47. La espera próxima no se ha cumplido. De ahí sacan los falsos maestros la consecuencia de que la promesa de la parusía de Cristo en poder y gloria no se cumplirá.

El otro tipo de razones dice: «Todo sigue como al principio de la creación.» Según la predicación escatológica, el mundo actual se conmoverá con la parusía de Cristo y vendrá un mundo nuevo. La catástrofe cósmica y la parusía de Cristo están íntimamente unidas. Pero la experiencia muestra que el mundo no ha cambiado desde el momento de su creación; por tanto, tampoco cambiará en el futuro. Y si la parusía de Cristo y la conmoción del mundo actual están estrechamente unidas, la primera no se producirá si no es de esperar que se produzca la segunda 48.

Es fácil entender estas razones y no vamos a romper lanzas contra ellas. Apenas podemos sospechar con qué profundidad afectaba entonces este problema a los cristianos. Pero ésta era una opinión privada que no coincidía con la de toda la Iglesia. Ya esto sólo hubiera debido hacer más precavidos a los falsos maestros, tratándose de un elemento tan decisivo de la fe. Las razones que la carta cita se nos aparecen dotadas de actualidad. También ahora es válido el mismo principio que entonces: sólo en unión con toda la Iglesia y con su testimonio de fe podemos interpretar rectamente las verdades de fe. Ante ellas debe inclinarse toda opinión privada.
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46. 1Ts 4,15; Rm 13,11; 1Co 15,21; cf. Mt 10,23; 24.29; Mc 9,1; 13,30,
47. Cf. Mc 13,7.8.32; 1Ts 5,1ss; 2Ts 2,2.
48. Esta idea puede confirmarse por el hecho de que el mundo continua existiendo a pesar de la destrucción de Jerusalén, aunque se pensaba que la destrucción de Jerusalén y la destrucción del mundo irían juntas (cf. Mt 24,1-3).
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2. REFUTACIÓN (3/5-10).

Se refutan los fundamentos en que se apoyan los falsos maestros: primero, la afirmación de que e1 mundo no ha cambiado en nada desde el principio de la creación (3,5-7); luego, se habla de la demora de la parusía» (3,8-10).

a) Cambios cósmicos (3,5-7).

5 Al afirmar esto, se les escapa que en otro tiempo hubo cielos y tierra, que del agua y por medio del agua tomó consistencia por la palabra de Dios 6 y que, por estas mismas causas, el mundo de entonces pereció en el diluvio.

No es exacto que el mundo no haya cambiado desde la creación; el mundo antiguo pereció en el diluvio, según sabemos por Gén 7,21.

Los falsos maestros debían conocer esto; su objeción no es sólida. ¿No es posible que eI mundo («cielos y tierra») sea destruido? Los mismos elementos que lo llamaron a la vida fueron causa de su destrucción: el agua y la palabra de Dios. El mundo antiguo surgió del agua: «La tierra estaba desierta y vacía, las tinieblas se extendían sobre el abismo de las aguas y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas» (Gén 1,1), y «por medio del agua»: el agua lo rodea y lo empapa; el agua es un elemento primordial del cosmos. Pero el agua sola no bastaba. La fuerza creadora y conservadora del cosmos es la palabra de Dios: «Y dijo Dios» (Gén 1). El agua y la palabra de Dios llaman al mundo a la vida; el agua y la palabra de Dios lo aniquilan en el diluvio (Gén 7-8). Si los elementos constructores del cosmos serán los que lo aniquilarán, ¿en qué puede fundarse la opinión de que el mundo durará siempre?

Quien comparta la concepción del mundo de la segunda carta de Pedro no puede negar la fuerza probativa de estas consideraciones. Los falsos maestros compartían con él la misma imagen del mundo y la misma interpretación de la historia de la creación y de la historia bíblica primitiva (Gén 1-11). Si eran hombres de buena voluntad, los argumentos podían convencerles.

Pero a nosotros se nos plantea toda una serie de problemas. Según la segunda carta de Pedro, en el diluvio perecieron no sólo los hombres, sino también el mundo. Su interpretación de la Biblia coincide con la del judaísmo tardío. En el libro de Henoc se lee: «Y vi en la visión cómo el cielo se desplomaba, se precipitaba y caía sobre la tierra; y cuando cayó sobre la tierra vi cómo ésta desaparecía en un abismo... entonces salió una palabra de mi boca y alcé mi voz gritando y exclamando: "la tierra está aniquilada"» (Henoc 83,3-5). La segunda carta de Pedro utiliza esta forma de concebir porque quiere entendérselas con los falsos maestros, que sustentan la misma interpretación. Hoy día sabemos que esta concepción del diluvio no es posible; estaba condicionada por la época. Nuestra época debe esforzarse por llegar a una nueva inteligencia, que esté de acuerdo con la concepción moderna del mundo y no afecte la verdad religiosa que hay que reconocer en los textos.

Lo mismo sucede con la concepción del origen del mundo. Según nuestra carta, el mundo surgió del agua, por medio del agua y de la palabra de Dios. Sin duda que el acento principal lo pone en la palabra de Dios. Pero al atribuir al agua un significado especial y al considerarla como elemento primordial del mundo no hace más que pensar con las categorías de su tiempo.

Lo que en último término quiere decir con su argumento es algo siempre válido: que el mundo es caduco. El mundo depende de la voluntad de Dios (la palabra de Dios). ¿Cómo se puede, pues, afirmar que no puede perecer? El que por voluntad propia ha llamado al mundo a la vida puede cambiarlo y aniquilarlo. Todo está en su mano y depende de su voluntad. Pero Dios no obra caprichosamente, sino según un plan insondable que tiende a la gloria y a la vida.

7 Pero los cielos y la tierra de ahora están guardados por la misma palabra, reservados para el fuego en el día del juicio y de la destrucción de los impíos.

Así como el mundo anterior al diluvio fue guardado para el juicio aniquilador, al mundo actual («los cielos y la tierra») se reserva para un juicio aniquilador. Igual que el primer juicio se producirá el segundo, pues la misma palabra divina es la que actúa en un caso y en otro. Sólo el instrumento aniquilador es diverso, cosa no esencial. Allí fue el agua, aquí será el fuego 49.

Hay aquí pocas huellas del carácter consolador de la parusía de Cristo, al que la Iglesia antigua atendía ante todo: la reunión de los fieles, la proclamación de la gloria de Dios, la destrucción de los enemigos, la superación de la muerte. Esto puede deberse al hecho de que la carta tiene que habérselas con los falsos maestros, que llevan una vida desenfrenada precisamente porque niegan el juicio. No es la Iglesia, sino la actividad de los falsos maestros la culpable de que se llegue a una visión unilateral de la parusía, que existe aún entre muchos, según la cual a menudo se espera la venida de Cristo más con temor que con alegría y ansia.
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49. La segunda carta de Pedro expone el punto de vista de que el mundo actual será destruido por el fuego (3,12). Los libros bíblicos coinciden en explicar la destrucción del mundo por una conflagración mundial. El Antiguo Testamento habla a menudo del juicio por el fuego (tomado en sentido literal o típico; cf. Gn 19,24; Lv 10,12; Nm 11,1; 16,35, Is 10,33; Jr 49,27; Os 8,14, entre otros), pero no habla nunca de una conflagración mundial en el día del juicio final. Esta doctrina aparece en el judaísmo tardío (en los libros sibilinos, en los textos de Qumram), en el mundo griego romano (entre los estoicos) y en el cristianismo primitivo (Hermas, Justino, Hechos de Pedro, etc.). El autor describe la destrucción del mundo según la concepción de su época. No puede resolver problemas científicos; a él le interesa el hecho decisivo de que el mundo será renovado, pero no puede resolver el problema de cómo será destruido el mundo actual.
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b) Demora de la parusía (3,8-10).

La segunda carta de Pedro muestra que la demora de la parusía entra en el plan de Dios; aduce tres pruebas: la medida del tiempo de Dios es diversa de la de los hombres (3,8), Dios se deja guiar por su misericordia (3,9), la demora no debe hacernos despreocupados (3,10) 50.
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50. Los antiguos cristianos contaban con la pronta venida de Cristo. La primera generación de cristianos ha muerto ya y, sin embargo, este acontecimiento sumo de la esperanza cristiana se hace esperar. ¿Por qué? La Iglesia antigua intento resolver este enigma por diversos caminos. Afirmó que debían producirse aún ciertos acontecimientos antes de que llegase el fin (2Ts 2,3; cf. Mt 13,7.8.10). No se limitó ya a dirigir su vista al futuro; atendió también a lo que ya había sucedido (Lc). El Evangelio de Juan concede gran atención al hecho de que determinados acontecimientos salvíficos escatológicos se han producido ya con la primera venida de Cristo: el juicio (Jn 3,19), la vida (6,40-43), la unión con Dios (14,23). Las cartas pastorales dirigen conscientemente su atención a las tareas que hay que llevar a cabo en el mundo, porque contaban con la existencia de períodos más largos antes de los acontecimientos escatológicos. Es exagerado creer que a causa de la «demora de la parusía» se haya dado nueva forma a la tradición evangélica o que todo el progreso del cristianismo dependa de ella. En la Iglesia antigua hubo también círculos que negaban la parusía a causa de su demora. En la primera carta de Clemente, 23,3 se dice: «Desdichados los escépticos, los que están escindidos en su alma y dicen: esto ya lo hemos oído en los días de nuestros padres y mira, nos hemos hecho viejos y no nos ha sucedido nada de todo eso».
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8 Una cosa no se os oculte, carísimos: que un día es ante el Señor como mil años, y mil años como un día.

Los falsos maestros disponen de poco tiempo. Miden el tiempo con medida humana. Dios mide el tiempo con medida divina. La prueba de esto la da el salmista (Sal 90,4). Para Dios, mil años son como un día. La predicación de la parusía habla de la proximidad de la venida de Jesús. Si esta proximidad se mide con la medida divina, no es de extrañar que la parusía se haga esperar. Las medidas son muy diversas.

Esta medida divina, ¿se aplica sólo al tiempo de la venida de Cristo? ¿No supera este acontecimiento todo lo que el hombre puede pensar e imaginar? ¿Cómo podemos concebir e imaginar este último y sumo acontecimiento salvador divino? Los conceptos humanos deben callar aquí. La revelación habla de lo divino sólo con palabras humanas. Habla a los hombres de lo suprahumano.

9 No tarda el Señor en cumplir su promesa, como algunos piensan; sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que perezca nadie sino que todos se conviertan.

«Algunos», los falsos maestros, hablan de la demora de la parusía. Sus palabras encierran una censura, pero encierran también la noción falsa de que la parusía de Cristo está muy próxima. Los prejuicios humanos impiden la inteligencia recta de la revelación. Si la parusía se hace esperar, no es porque Dios falte a la fidelidad de sus promesas, sino porque usa de paciencia. Dios no quiere que perezca nadie. Quiere salvar a los miembros de la comunidad que están en peligro de caer. Quiere dar a todos tiempo de llegar a conocer la verdad y de abandonar el camino del error. Las palabras invitan a la conversión. Dios quiere que todos los hombres lleguen a la salvación y ninguno se pierda. Su voluntad salvadora va por caminos que a menudo son incomprensibles para el hombre. Pero siempre sigue siendo válido que «Yahveh es Dios de misericordia y clemencia, paciente, bondadoso y fiel» (Ex 34,6).

10 Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. En él desaparecerán los cielos con estrépito, los elementos se disolverán abrasados, y la tierra, con todas las obras que hay en ella, arderá.

El día del Señor, la parusía, se hace esperar. Esto hace que muchos cristianos vivan como si el Señor no hubiera de venir. Creían en la venida del Señor, pero ya no contaban con ella 51. Pedro les recuerda lo que el Señor ha anunciado: el fin vendrá de repente y de forma totalmente inesperada 52. El hijo del hombre viene precisamente cuando nadie le espera ni nadie cuenta con él. Ya Jesús usó la comparación del ladrón que llega de noche. Pedro la recoge: hay que estar listo, estar alerta...

El día del Señor trae consigo el fin del mundo. La aniquilación es total. El cosmos se divide aquí en tres partes: comprende el cielo, es decir el firmamento y lo que hay en él, los elementos, los cuerpos celestes visibles: el sol, la luna y las estrellas; la tierra con las obras terrenas de civilización y cultura. La catástrofe se describe con tres expresiones que se atribuyen respectivamente a cada uno de los elementos, pero que se refieren al conjunto. El cosmos perecerá con estrépito, se disolverá abrasado y arderá con todas las obras que hay en él 53.

Los argumentos de los falsos maestros no son probativos. Nadie tiene, pues, razón para dejarse extraviar de la doctrina recibida. Los últimos acontecimientos se producirán. Si aún se hacen esperar, hay que atribuirlo a la misericordia de Dios.
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51. Cf. Mt 24,37-44; Lc 12,39.42-46.
52. Cf. Lc 17,24-30.34s; Mt 25,1-12.
53. Cf. a propósito de la concepción de la destrucción del mundo, la nota 49.
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3. ACONTECIMIENTOS ESCATOLÓGICOS Y VIDA MORAL (3,11-16).

Después de tratar de las verdades escatológicas pasa a la exhortación moral. La primera parte está en relación con el hecho de que el mundo antiguo será destruido y se creará un mundo nuevo (3,11-14); la segunda parte se funda en lo prolongado del período que precede a la venida del Señor (3,15-16).

a) Transformación del mundo; transformación de los hombres (3/11-14).

11 Si todas las cosas han de disolverse así, ¡cómo conviene que observéis una conducta santa y practiquéis obras de piedad!

Con la escatología irrumpen el juicio y la aniquilación. Los que temen a Dios serán salvos, como lo han demostrado los juicios realizados en el diluvio y sobre las ciudades lujuriosas (2,4S). La vista del fin debe espolearnos a una vida santa y temerosa de Dios. Estamos en camino hacia el juicio, ante nosotros está la gran decisión. Hay una condenación y una prórroga (Mt 22,14). Hemos de estar sin pecado en el día de nuestro Señor (1Co 1,8), vivir según nuestra conciencia, para aparecer ante Cristo esplendentes y sin mancha (Flp 1,10). Nuestra gran preocupación debe ser que nuestros corazones se mantengan «irreprochables y santos ante Dios, nuestro Padre, en la parusía de nuestro señor Jesucristo con todos sus santos» (lTes 3,13).

12 Aguardad y apresurad la parusía del día de Dios; por ella los cielos ardiendo se disolverán y los elementos abrasados se desharán.

La parusía del día de Dios y la llegada del final de los tiempos no debe asustar a los fieles, sino engendrar en ellos esperanza y alegre expectación. Jesús anuncia el reino futuro de Dios en las parábolas de la boda y del banquete. La comunidad primitiva mira con alegría hacia el final de los tiempos 54. En la asamblea cultual la comunidad pronuncia el nostálgico maranata, «Ven, Señor» 55. Por mucho que amemos el mundo y gocemos de su belleza, será aún mucho mejor vivir en un mundo más esplendoroso, sin lágrimas ni dolores, sin la muerte ante los ojos, en felicidad. Será mejor, sobre todo, estar «junto a Cristo»...

Santificando la vida, los fieles apresuran la venida del día de Dios. Con la penitencia se borran los pecados y llega el tiempo del consuelo; Dios enviará a Jesucristo, el predestinado 56. A causa de los pecados de su pueblo, Dios, por misericordia, retrasa la llegada del día de Dios. La parusía se demora porque el pueblo de Dios aún no es santo. La manifestación poderosa de la gloria de Dios en el día de Dios es el objetivo final de la destrucción del mundo por el fuego. La destrucción del cosmos antiguo no quiere ser una aniquilación. La ola de fuego de la conflagración cósmica es a la vez el esplendor ardiente en que se revela la gloria del día de Dios. Ya en los sermones escatológicos de los Evangelios la aniquilación del cosmos constituye el escenario para la aparición poderosa del hijo del hombre (Mt 24,29-31). Todo tiende a la manifestación plena de la gloria de Dios en Jesucristo y a la salvación de los hombres.
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54. Cf. Hch 2,15ss; 3,24ss; 4,30s.
55. 1Co 16,22; Ap 22,20.
56. Sermón de Pedro según Hch 3,19s.
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13 Pero esperarnos, según su promesa, nuevos cielos y nueva tierra en los que habitará la justicia.

Un nuevo cielo y una nueva tierra, es decir, un mundo nuevo, es lo que esperan quienes tienen puesta su esperanza en el fin de los tiempos 57. Nuevo es la palabra central de las promesas escatológicas. Quien las alcance, beberá el vino nuevo del banquete celestial (Mc 14,25), llevará un nombre nuevo (Ap 2,17), cantará una canción nueva (Ap 5,9), vivirá en la nueva Jerusalén (Ap 21,2). Con esa palabra: «nuevo», se expresa la esperanza de que entonces todo será diverso de como es ahora, de que lo inabarcable de la divinidad lo abarcará todo.

En el mundo nuevo habitará la justicia. Allí se cumplirá plenamente la voluntad de Dios (Mt 6,10). Nada impuro podrá entrar. Esta «descripción» del mundo no esboza un paraíso terrestre; lo esencial es la gloria de Dios en todo y en todos.
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57. Cf. Is 65,17; 66,22; Mt 19,28; Ap 21,1; Rom 8,19ss.
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14 Por eso, carísimos, mientras esperáis estos acontecimientos, esforzaos para que él os halle en paz, sin mancha e irreprensibles.

«Carísimos» suena como una exhortación insistente: sed ya ahora justos, sin mancha e irreprensibles. Igual que la víctima que se lleva ante Dios debe ser irreprensible y sin defecto, los cristianos deben presentarse ante Dios al final de los tiempos sin tacha ni defecto. Hacia esto debemos procurar dirigir nuestra mente y todo el esfuerzo de la lucha diaria. En medio de todas las penalidades y apuros, una meta gloriosa nos atrae. Ya desde ahora debemos estar en paz, en estado de salvación (1,2), en gracia. El Dios de la paz quiere santificarnos continuamente, convertir nuestro espíritu, nuestra alma y nuestro cuerpo en algo sin mácula ni tacha. De él proceden los grandes dones, que experimentaremos en tanto mayor grado cuanto mayor lugar demos en nosotros a su vida. El hombre que tiene ante sus ojos un objetivo claro y elevado y que ha tomado de las riendas sus tendencias experimentará algo de la paz de Dios.

Una vez más se recuerda el juicio. Los que quieran entrar en el mundo nuevo deben ser santos. Se repite de nuevo el lema de la carta (1,10.15; 3,14), que dice así: celo por la justicia, sobre la base de la gracia y la paz dadas por el Señor. A este celo incansable se le abrirá un nuevo mundo.

b) Aprovechad la prórroga (3/15-16).

15a Ved en la paciencia su deseo de salvarnos.

Jesús, el Señor, en su paciencia, deja a nuestra disposición el tiempo que falta aún para la plenitud final. Hay que aprovecharlo para convertirse y para conseguir la salvación. A los acontecimientos escatológicos precederán tiempos sombríos, los dolores mesiánicos de parto: el juicio temporal, la indigencia terrena, las catástrofes naturales, las persecuciones y ataques contra los discípulos 58. Por la misericordia de Dios, estas cosas terribles pueden ayudarnos a conseguir la salvación, porque conducen cada generación a convertirse.
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58. Cf. Mc 13,5-23; 2Ts 2,1-11; Ap 4-20.
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...15b como también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le fue dada, os escribió, 16a y como también en todas las epístolas, cuando en ellas habla de estas cosas.

Pablo confirma lo que dice Pedro. Ambos son columnas de la Iglesia; son los príncipes de los apóstoles 59. Pablo es el amado hermano, pues es compañero en el apostolado. Dios le ha concedido sabiduría especial. Su autoridad no reposa en motivos humanos sino en el don de Dios. Su sabiduría nos lleva a escucharle en una cuestión relativa a un aspecto decisivo de la actividad práctica: la preparación del cristiano para el final de los tiempos. Sobre este tema el Apóstol ha dicho cosas fundamentales en casi todas sus cartas 60. Los escritos del Nuevo Testamento se apoyan y se explican mutuamente. Hay que atender a todos para entender la revelación en la forma más plena posible.
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59. IGNACIO, Rom 4,3; Epístola Apostolorum 31ss.
60. La sabiduría de Pablo está depositada en sus cartas. En cualquiera de ellas encontramos un enigma. La comunidad a que va dirigida la primera carta de Pedro es de origen paulino; la segunda carta de Pedro presupone idéntico destinatario. La comunidad vivía aún en relación personal con Pablo. Respecto a la preparación para la parusía cf., en Pablo, Rom 2,4; 9,12 13,11ss; 1 Ts 3,13; 1Co 1,18; Flp 1,10s; 2,13ss.
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16b En ellas hay cosas difíciles de entender, que los indoctos y vacilantes interpretan torcidamente, como las otras escrituras, para su propia perdición.

Los falsos maestros usan mal la Escritura; la interpretan según su propio arbitrio y la utilizan para descarriar a los indoctos y a los vacilantes (1,21). Parece ser que, ante todo, usan mal las cartas de Pablo 61. Es comprensible, pues contienen «cosas difíciles de entender». Hay frases sobre la libertad cristiana (Gál 4,13), sobre los hombres espirituales (lCor 3,1), sobre la relación entre la carne y el Espíritu (Gál 4,13s) y predicciones escatológicas (lCor 15,50.53s; 2Tes 2,2), difíciles de entender y que los falsos maestros aprovechaban para dar apariencia apostólica a sus ideas e incluso tal vez para enfrentar a Pedro y a Pablo (ICor 1,12). Los escritos paulinos son minas de sabiduría cristiana, de exhortaciones estimulantes, de conocimientos teológicos y de la historia de la salvación, pero no son fáciles de entender, como atestigua nuestra continua experiencia 62.

BI/INTERPRETACION: La Escritura no puede interpretarse siguiendo el propio arbitrio, sino de acuerdo con el Espíritu de Dios que la ha inspirado (1,20s). A esta afirmación se añade otra: es necesario haber aprendido la verdad transmitida de la Iglesia y estar confirmado en ella. Hay que interpretar la Sagrada Escritura de acuerdo con la doctrina de la Iglesia. Quien lee la Sagrada Escritura con el espíritu de la Iglesia y posee un buen conocimiento de la doctrina de la fe tiene en sus manos el instrumento que le permitirá captar rectamente su sentido. Por encima de todo, hay que conservar la capacidad de escuchar la voz de la Escritura, hay que estar abierto y dejarse enseñar, incluso cuando se trata de cosas que se salen de lo ordinario. Lo que Pablo enseña y Pedro escribe en su carta es algo «provechoso para la enseñanza, para convencer, para corregir, para dirigir en la justicia, para que el hombre de Dios sea perfecto y esté equipado para toda obra buena» (2Tim 3,16-17).

La exhortación, que se funda en la doctrina recta de la parusía, termina con las palabras: «para su propia perdición». Los falsos maestros interpretan torcidamente la Escritura o se burlan de ella. La perdición eterna los amenaza. Sólo quien se niega a sí mismo y recibe la palabra de Dios tal como es y tal como ha sido «transmitida» por los apóstoles y la Iglesia, se salva y evita la perdición. A menudo, al interpretar la Sagrada Escritura, hay sólo una diferencia mínima, un pequeño cambio de sentido, una insistencia unilateral en un pasaje, pero esto puede bastar ya para perder de vista el conjunto. Si renunciamos a nuestra propia voluntad y a nuestra curiosidad excesiva y nos dejamos guiar por el Espíritu Santo y por el magisterio de la Iglesia, iremos seguros.
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61. Cf. Rom 3; 8; 6,1.
62. Las cartas de Pablo se nombran junto con las demás Escrituras. Los profetas y los apóstoles; el Antiguo Testamento y el Nuevo se completan mutuamente; los escritos ya existentes del Nuevo Testamento se ponen en una misma linea con los escritos del Antiguo Testamento (1,20). Observamos la formación del canon del Nuevo Testamento, que constituye el conjunto de las Escrituras inspiradas por Dios.
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CONCLUSIÓN DE LA CARTA (3/17-18)

La carta termina con una exhortación a no dejarse extraviar (3,17), con el deseo de que los destinatarios crezcan en su estado de cristianos (3,18a) y con una doxología (3,18b).

17 Vosotros, pues, carísimos, que lo sabéis de antemano, guardaos; no sea que, arrastrados por el error de hombres sin ley, caigáis de vuestra propia firmeza.

En los pasajes exhortativos más conmovedores se llama a los fieles «carísimos» (3,1.8.14.17) El cristiano vive en el amor: en el amor de Dios, en el amor del Apóstol, en el amor de los demás cristianos. El amor es la única atmósfera en la que el cristiano puede mantenerse y desarrollarse.

Con esta carta se advierte de antemano a los fieles de los peligros que les amenazan con los falsos maestros. Un peligro conocido ha perdido ya mucha de su fuerza. Se desenmascara la actividad de los falsos maestros calificándola de error y seducción. No vienen como mensajeros de Dios, sino como hombres sin ley, que no se preocupan por la voluntad de Dios. Han perdido su fuerza seductora porque se les ha sometido a un examen serio. La doctrina de la Iglesia, aplicada por un verdadero pastor de almas a la época y a sus peligros, constituye una protección poderosa en las relaciones con el error. También quien se considera seguro tendrá que tomar precauciones, pues también él puede caer de su «firmeza»: «EI que se sienta seguro, procure no caer» (lCor 10,12).

18a Creced en gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

La exhortación y el deseo van unidos. Nos encontramos de nuevo con el deseo inicial. La gracia y el conocimiento provienen de Cristo. Ambos deben aumentar y crecer. Toda vida es movimiento y crecimiento. Sólo resistiremos en las dificultades si no nos detenemos. Dios trabaja continuamente en nosotros y nos comunica sus dones; también nosotros debemos estar siempre en camino, siempre activos, esforzarnos celosamente, manteniendo ante los ojos nuestra magnífica meta.

8b A él la gloria ahora y para el día de la eternidad.

La carta concluye con una doxología. Va dirigida a nuestro Señor y Salvador Jesucristo. De ordinario, tales doxologías se dirigen a Dios (Jds 25). La fe viva en la divinidad de Jesús ha llenado toda la carta y ha hecho que se aplicasen a Jesús los títulos más elevados. Esta gran fe se manifiesta también en la oración. La doxología no expresa un deseo; dice lo que es, reconociéndolo y alabándolo: Cristo posee la plenitud de la gloria divina.

Posee la gloria ahora y la poseerá en el día de su parusía; la poseerá para la eternidad. El día que él traerá con su parusía en poder, no tendrá ocaso. «Jesucristo el mismo que ayer es hoy y por los siglos» (Hb 13,8). Así sea.