CAPÍTULO 1


Introducción

TENSIONES DE LA VIDA CRISTIANA

1. Conservar y renovar. Nuestro mundo se encuentra en un proceso de evolución. La Iglesia no puede mantenerse al margen de este proceso evolutivo si no quiere perder el contacto con el mundo al que ha sido enviada. ¿Hasta dónde puede la Iglesia someterse a este proceso evolutivo sin ser infiel a su esencia y sin renunciar a su misión en el mundo? Ante este mismo problema se encuentra el pastor de almas que habla en la segunda carta de Pedro. A las comunidades creyentes ha llegado el proceso de refundición de la gnosis. ¿Qué camino seguirá para que no se falsee el depósito recibido de la fe ni se dejen de lado las exigencias que comienzan a surgir?

Se hacen concesiones a lo nuevo. Se introduce toda una serie de palabras que sólo raras veces, o nunca, aparecen en el lenguaje bíblico. Proceden del mundo ideológico y representativo helénico, del anhelo religioso de los hombres a los que hay que dirigirse. En lugar de hablar de fe se habla de conocimiento (gnosis); la plenitud de la vida cristiana al final de los tiempos se llama ahora participación en la naturaleza divina; la actitud moral que corresponde a la voluntad de Dios no se llama justicia, sino virtud.

Con esto no se toca la esencia del mensaje cristiano. La profesión de fe es la norma de juicio. El precepto santo, transmitido por los apóstoles, no puede recibir menoscabo; no se puede quitar nada a la verdad recibida. Esta verdad es la palabra de Cristo, que está en el centro de la revelación; ha sido proclamada por los profetas y transmitida por los apóstoles a las comunidades. Las expresiones nuevas no son más que un nuevo recipiente de la verdad transmitida.

2. Biblia y exégesis bíblica. En la adaptación espiritual de la Iglesia al proceso evolutivo del mundo la Sagrada Escritura tiene un significado especial. No sólo contiene la revelación de Dios, sino que es ella misma palabra revelada; es la primera fuente de fe, aunque no la única. Para el hombre que está tras la segunda carta de Pedro, la Biblia es el libro del que toma sus enseñanzas, sus refutaciones y sus exhortaciones. De él saca el fundamento de las pruebas de las verdades de fe que son atacadas (1,16-21; 3,5-8), toma los hechos de la historia de la salvación que deben hacer reflexionar (2,4-9), coge los motivos de sus exhortaciones. La Biblia es para él palabra inspirada de Dios (1,21) y contiene sabiduría divina (3,15). Su canon de la Sagrada Escritura no contiene sólo los escritos del Antiguo Testamento, sino también los Evangelios y las cartas paulinas.

También de la Escritura saca el error sus pruebas. La Escritura sola no basta; hay que explicarla e interpretarla. Las reglas fundamentales de la exégesis bíblica son las siguientes: la Biblia hay que interpretarla a partir del acontecimiento Cristo, del que los apóstoles fueron testigos oculares y auriculares. Sólo quien tiene el Espíritu Santo la interpreta rectamente (1,21). Pero sólo quien profesa la doctrina católica recibida posee con certeza el Espíritu (cf. IJn 4,2). La exégesis debe coincidir con la doctrina recibida; los que no la conocen ni están anclados en ella corren peligra de falsear el sentido de la Biblia (3,16).

3. Mito y revelación. ¿Puede aún el hombre moderno, que se ha introducido en el pensamiento científico, creer en la Biblia y, por tanto, ser creyente? Por deseo pastoral de salvar la Biblia para el hombre actual se ha aconsejado «desmitologizar» la Biblia, quitar el mito de la Biblia. ¿Cuáles son los mitos en la Biblia? ¿La imagen del mundo en tres pisos (el cielo como habitación de Dios, la tierra como morada del hombre y los abismos como residencia de los muertos), la intervención de Dios en el mundo con el milagro y la profecía, la encarnación, la resurrección, la ascensión, el retorno de Cristo? ¿Qué queda del cristianismo? ¿Sólo palabra dirigida a los hombres, interpelación desde fuera, conciencia del hombre de su no proceder de sí mismo? ¿Dónde está la frontera entre verdad y mito?

La carta debe entendérselas con gente que explica el retorno de Cristo como una invención y una fábula humanas, como un «mito», usando sus palabras. Para ello, invocan la experiencia, piensan «científicamente». ¿Y la refutación? Ante todo, el pastor de almas, en la segunda carta de Pedro, sale ampliamente al encuentro de las concepciones «científicas»; explica como ellos el fin del mundo por una conflagración cósmica, y el surgir del mundo del agua, pero da también a entender que los problemas científicos son para él de segundo orden. Lo decisivo para el ser y para el perecer del mundo es la palabra de Dios, que llama el mundo a la existencia, lo aniquila y lo construye de nuevo. El dique contra la desmitologización es la historicidad de los acontecimientos, de la que hay testigos oculares y auriculares. Cristo vendrá con poder y gloria. Esta afirmación es creíble, porque el acontecimiento histórico de la transfiguración muestra que Cristo posee poder y gloria. Con la historia en la mano se debe decidir lo que no es más que forma de expresarse de la Biblia, condicionada por la época, y lo que es verdad perenne.

4. Ley y libertad. ¿Cómo se compagina la libertad de los hijos de Dios, tal como Pablo la proclama, con la sumisión a la ley y a los numerosos decretos de la Iglesia? De la vida religiosa no espera el hombre nuevos lazos, sino liberación. La segunda carta de Pedro se encuentra ante un deseo semejante: los espíritus liberales, con los que tiene que entendérselas, están convencidos de que tienen el Espíritu divino, son hijos de Dios y han alcanzado la plenitud por la redención. ¿Para qué, pues, los preceptos?

El problema toca cuestiones profundas de la existencia cristiana. El cristiano ha recibido ya el gran don de la redención, pero debe aún esforzarse por alcanzar la meta final. Es libre, pero necesita aún «el precepto santo». Por el bautismo ha escapado ya al placer, pero debe seguir escapando continuamente mediante el esfuerzo ascético. La ley que liga a los cristianos es «la verdad», en último término Jesucristo, el Señor y Salvador, y el conocimiento del Señor. Conocer es entender y amar. El que conoce y ama al Señor ya no necesita precepto, pues cumple lo que el Señor le hace conocer. Pero el conocimiento pleno del Señor es un bien escatológico.

La vida cristiana se realiza entre la venida de Jesús en debilidad y sencillez, y su venida en poder y gloria. El cristiano vive en el tiempo final y por ello participa ya en la gloria del tiempo final; pero la gloria no se ha manifestado aún por entero. Por eso necesita aún la luz de la Sagrada Escritura, por eso su caminar es un tantear en las tinieblas y su vida moral es esfuerzo y lucha contra las tentaciones importunas. La vida cristiana sólo puede entenderse teniendo en cuenta la tensión entre la primera y la segunda venida de Cristo. Por eso nuestra libertad necesita aún ser guiada por los preceptos.

ENCABEZAMIENTO (1/1-2)

La fórmula de encabezamiento encierra en dos frases el remitente y el destinatario (1,1), y una bendición (1,2) 2. En cada una de estas frases aparece el don fundamental que se da al cristiano: fe, conocimiento. Con la fe comienza la tarea salvadora, que debemos a nuestro Dios y Salvador, Jesucristo; con el conocimiento llega a la plenitud.

1. FE PRECIOSA (1,1)

1 Simeón, Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que han obtenido una fe tan preciosa como la nuestra por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo.

Simeón 3 Pedro es el apóstol a quien Jesús ha distinguido sobre todos, le ha puesto como fundamento de la Iglesia y le ha dado las llaves de ella. Se le nombra, solemnemente, con su doble nombre. Simón es su nombre propio; Pedro (piedra) es el nombre ministerial que Jesús le ha puesto (Jn 1,42). A través del autor de la carta, Pedro nos habla con todo el peso de su cargo.

Pedro es siervo y apóstol de Jesucristo. No se pertenece ni actúa por sí mismo. El siervo está totalmente subordinado a su señor; el apóstol no dice lo que quiere, sino lo que le ha confiado el que le ha enviado. A través del siervo y apóstol se ve y se oye a Jesucristo. El ministro de Jesús no quiere ser un muro opaco que impida la visión del Señor, quiere facilitarla.

Ser apóstol lo debe Simón Pedro a la fe. La fe es la doctrina que procede de Jesús, que proclaman los apóstoles y que hace cristianos; es el tesoro precioso. En esta fe coincide Pedro con aquéllos a quienes escribe. Por la fe están los fieles unidos al apóstol. Ambos la aprecian y estiman igualmente. Con ella la vida cristiana se adentra en las latitudes del reino eterno. Cuando la fe está amenazada deja de aparecer como algo natural; sólo entonces se cae plenamente en la cuenta de cuán preciosa es, de cuál es su valor.

El cristianismo, que reposa en la fe, no es resultado del trabajo, de la sabiduría ni del esfuerzo del hombre, sino un regalo. La fe toca en suerte, como un premio en un sorteo. Es don de Dios, que da él voluntariamente. Puesto que la fe descansa en la espontánea benevolencia de Dios, todo lo que sobre ella se construye es también don y gracia. La fe se nos da por la justicia de Jesucristo. ¿Qué significa esta expresión? Incluye todo lo que Jesús ha hecho por nuestra salvación. Fue algo justo, en el sentido más profundo de la palabra, porque cumplió plenamente la voluntad del Padre celestial, sobre todo al dar su vida muriendo en la cruz. Después de pasar la prueba, obrando según justicia, Jesús fue elevado a «Dios y Salvador». El que ya era Dios y descendió a la bajeza de la vida humana se convirtió en Salvador de todos los hombres. Su poder divino lo aprovecha ahora para traer la salvación y la redención a los que han venido a la fe. Por la obediencia de uno estamos salvados...
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2. El estilo es grave, solemne, sacral, de introducción en un ámbito que exige respeto. En pocas lineas aparece Cristo tres veces, adornado con los títulos más excelsos: «Jesucristo, nuestro Dios y Salvador», «Jesucristo», «Jesús, nuestro Señor». Jesús es el Cristo, el Señor. Dios y Redentor.
3. El texto de la epístola da el nombre en su forma semítica: Simeón.
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2. CONOCIMIENTO (1,2).

2 Que abunden en vosotros la gracia y la paz mediante el conocimiento de Dios y de Jesús, nuestro Señor.

Gracia y paz resumen los bienes salvíficos que se dan al cristiano. Se nos desea gracia: la benevolencia de Dios y la consecución de esa benevolencia, que nos hace agradables a Dios. Con la paz se reconstruirá el orden que el hombre había perdido con el pecado. La paz estaba también presente en la alianza de Dios con Israel. Ahora Cristo nos concede, con nueva gloria, que haya orden en nuestro interior y que todos los hombres puedan vivir en una comunidad ordenada por el amor de Dios...

Ambos dones deben multiplicarse; en la tierra no son más que un comienzo de los dones mayores de salvación que nos aguardan. Se multiplican al aumentar nuestro conocimiento del señor Jesucristo. Este conocimiento no se reduce a una percepción fugaz; es más, mucho más: un reconocer en la fe, una afirmación decidida y un empaparse de toda la vida en la convicción de que Jesús es el Señor. Y, ante todo, una experiencia de Cristo que se desarrolla mediante el trato continuo con él. Cristo sale a nuestro encuentro todos los días, en su santo evangelio, en el sacramento del altar, en los hermanos que están a nuestro lado. En todas estas cosas debemos conocerle, con amor y cada vez con mayor profundidad, hasta que vivamos en él, en la fe y en la paz.

TEXTO DE LA CARTA (1,3-3,16)

La segunda carta de Pedro está escrita contra los falsos maestros (2,1) que, aunque no han abandonado la unidad de la Iglesia (2,13), viven según ideas opuestas a la doctrina recibida. Se burlan de los que siguen aún los caminos antiguos (3,3). Su lema es «libertad» (2,19) y, por tanto, no se preocupan por los preceptos morales y dejan libre curso a sus apetitos y pasiones (2,10.14.18). Los vicios paganos que habían abandonado en el bautismo, o que debían haber abandonado, se enseñorean de nuevo de ellos (2,18s). Son libertinos; piensan que el conocimiento los ha hecho perfectos.

No tienen ningún respeto por el «santo precepto» (2,21) de la doctrina recibida; la rechazan o la interpretan según su arbitrio.

Elemento esencial de la doctrina de fe es la verdad de la parusía de Cristo, del juicio futuro y de la salvación escatológica. Niegan esta verdad y recurren a la experiencia: hace ya muchos años que los cristianos esperan estos acontecimientos y piensan que están próximos, pero no ha sucedido aún nada. Su conocimiento les dice claramente que esos acontecimientos ya se han producido y que no hay nada más que esperar.

La carta se define contra la doctrina falsa de la libertad moral (libertinaje) y contra la negación de los acontecimientos escatológicos. Lo hace en dos partes. Exhorta primero a mantenerse firmes en la doctrina transmitida (1,3-21) y refuta después las ideas falsas (2,1-3,16).

Parte primera

MANTENEOS FIRMES EN LA DOCTRINA TRANSMITIDA (1,3-21a)

I. ESFUERZO MORAL (1,3-11).

Los dones recibidos de Dios en el bautismo ofrecen el comienzo de la salvación, pero no representan aún la posesión plena de ésta (1,3-4). Exigen esfuerzo moral (1,5-7) para alcanzar la plenitud de la salvación (1,8-11).

1. LA SALVACIÓN Y EL CAMINO DE LA SALVACIÓN (1/3-4) 4.

3 Su divino poder nos ha concedido graciosamente todo lo referente a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento del que nos llamó por su propia gloria y virtud.

El poder divino de Jesucristo, Dios y Señor, nos ha concedido todo lo referente a la salvación: fe, remisión de los pecados, gracia, fuerza divina, comunión con Dios, el Espíritu Santo. Cristo nos ha dado y sellado, en el bautismo, este poderoso don. Lo que entonces nos ha dado no nos lo quita, en cuanto depende de él. No ha hecho algo incompleto; nos lo ha dado todo, de forma que no nos falte nada.

Con referencia a nuestra salvación habla de vida y de piedad. La vida que Jesús da se manifiesta en piedad, en respeto a Dios, en ofrecimiento de la vida a Dios, en cumplimiento de su voluntad y en actos de culto. La vida que ya tenemos lleva en sí la promesa del futuro, pues esperamos «la misericordia de nuestro señor Jesucristo para la vida eterna» (Jds 21).

Llegamos a la salvación mediante el conocimiento de aquél que nos ha llamado. Mirando desde nosotros, al comienzo del camino de la salvación está la fe, el conocimiento de Jesucristo. Sin este conocimiento de fe nadie puede alcanzar la salvación. Pero mirando desde Dios, que obra por Jesucristo, somos llamados. Sólo cuando Él llama se nos abre el camino al conocimiento. Dios produce también aquello a lo que nos llama...

Jesús nos llama por su gloria y virtud. Cristo posee la gloria de Dios, el esplendor divino y el poder divino. Tiene también virtud, porque cumple en todo la voluntad de Dios. «¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos; enseña templanza y prudencia, justicia y valor, y no hay en la vida nada más útil a los hombres» (Sab 8,7). Jesús nos llama y nos hace partícipes de su gloria y de su virtud.

Lo que acabamos de llamar vida y piedad se llama ahora gloria y virtud. La salvación que Cristo realiza en nosotros se nos presenta en visiones diversas. Tanto en una como en otra ocupa el primer lugar la palabra que pone en primer plano el don divino: vida y gloria de Dios.

¿Quién no ve que ambas cosas no son sino un puro don? La otra palabra atiende más a la actividad humana: piedad y virtud. Ambas realidades actúan unidas: el don de Dios y el esfuerzo humano. Pero quien, en último término, lo hace todo en todos es el Dios viviente.
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4. En pocas palabras hay un contenido muy denso. La elección de las palabras, la unión de las frases y la hermosa distribución de la perícopa (abcba) son fruto de reflexión. Ya en esta distribución se muestra la tensión entre el principio actual de la salvación y la plenitud futura; aparece igualmente que esta sólo puede conseguirse con esfuerzo moral. El principio y el fin están en oposición (a-a): todo se da para vida, pero nosotros debemos escapar a la perdición. Los tres miembros centrales (bcb) muestran el punto de partida, el camino y la meta. En el centro (c) se halla el fundamento mas profundo de la necesidad del esfuerzo moral incansable: la promesa divina.
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4 Por ellas nos hizo merced de preciosas y magníficas promesas, para haceros participantes de la naturaleza divina, y para que huyáis de la corrupción existente en el mundo por la concupiscencia.

Todo lo que nos ha sido ya dado tiende a la salvación definitiva. Con todo lo que se nos ha dado en el bautismo y constituye el sello de nuestra vida cristiana hemos recibido además las preciosas y magníficas promesas. Lo que Dios ha comenzado, lo llevará a su plenitud. La vida que Cristo nos da contiene ya una promesa de algo mayor y más valioso que nos aguarda.

Consiste esto en participar en la naturaleza divina. ¡Dios quiere hacernos participantes de su gloria divina! La revelación neotestamentaria intenta describir lo indecible que aguarda a los que alcancen la salvación definitiva con toda una serie de expresiones e imágenes. La segunda carta de Pedro usa una expresión familiar a la filosofía griega. Es tal vez menos expresiva, pero refleja lo esencial: participación en la esencia divina y, por tanto, participación en la vida propia de Dios. Es más de lo que podemos pensar; nuestras ansias más profundas por el todo, la plenitud, la felicidad, quedan apaciguadas. ¡Quién puede imaginar lo que esto significa!

Quien no ha escapado a la corrupción existente en el mundo, quien vive en concupiscencia, no alcanzará la promesa. La participación futura en la naturaleza divina se opone a la corrupción, como la vida eterna a la muerte eterna, que es la corrupción. Quien quiera participar en la vida divina, debe evitar la corrupción. ¿Cómo? A la corrupción llega quien sigue sus apetitos. Es el «mundo» quien excita los apetitos. Éste es, en el Nuevo Testamento y también aquí, el mundo del mal, del pecado, que se opone a Dios. Así puede decir Juan de este mundo: «Todo lo que hay en el mundo: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no proviene del Padre, sino que procede del mundo» (lJn 2,16). Excita el instinto sexual, la codicia y el orgullo del hombre, que quiere bastarse a sí mismo y ser independiente de Dios. Quien sigue siempre sus apetitos y nunca se prohíbe nada de lo que éstos le proponen, transgredirá la voluntad de Dios, incurrirá en el pecado y marchará hacia la perdición. «La amistad del mundo es enemiga de Dios» (Sant 4,4).

Dios ha puesto los comienzos de nuestra salvación, pero la plenitud no ha llegado aún. La tensión entre lo que ya poseemos y lo que aún no poseemos exige imperiosamente pasar la prueba moral. Es necesaria para adquirir la plenitud de la salvación. Dios quiere que nos esforcemos; sólo si lo hacemos pasa lo ya recibido a ser posesión duradera. Esta tensión nos sirve también de aliento, porque lo que tenemos que realizar nos lo ha dado ya Cristo de antemano con su poder divino. Nuestra «piedad» brota de la vida que él nos da, nuestra «virtud», de la gloria divina que nos comunica. Así, la esperanza bienaventurada, que es la estrella de nuestra vida, nos mantiene despiertos y nos espolea.

2. REALIZACIÓN DE LA VIDA MORAL (1/5-7).

El hombre, con su obrar, debe dar una respuesta a la actividad divina. Siguiendo una forma literaria entonces en boga se expone una «cadena de virtudes». Una virtud tiene su raíz en otra, como un anillo de la cadena pende del anterior. La fe y la caridad forman el marco de esta cadena de virtudes. Además de éstas, se nombran otras seis. Se las puede agrupar de dos en dos: virtud y conocimiento, templanza y constancia, piedad y amor fraterno. El primer par da impulso a nuestro esfuerzo personal, el segundo supera los impedimentos del obrar moral, el tercero pone orden en nuestras relaciones con Dios y con los hombres. Así, entre la fe y la caridad, nuestra vida puede estar ordenada en todos sus aspectos, en «paz» con Dios, con los hombres y consigo misma.

5 Por esto poned todo vuestro esfuerzo en unir a vuestra fe la virtud, a la virtud el conocimiento, 6 al conocimiento la templanza, a la templanza la constancia, a la constancia la piedad, 7 a la piedad el amor fraterno, y al amor fraterno la caridad.

«Poned todo vuestro esfuerzo en unir.» La frase bíblica quiere decir «desembolsando» algo vuestro, procuraos, en la fe, la virtud. En la ciudad antigua se reunían los ciudadanos para grandes manifestaciones de tipo militar, artístico y deportivo. Cada uno debía contribuir con lo suyo, y con no poco. También el cristiano tiene que «desembolsar» algo por la salvación. Cristo en su predicación ha manifestado bien claro que la entrada en el reino de los cielos exige un esfuerzo sumo, con todas las fuerzas.

Al principio de la cadena está la fe, al final, la caridad. El comienzo es la fe, la meta, la caridad. Sobre el fundamento de la fe debe brotar la caridad y elevarse, como un árbol se eleva desde las raíces. Nuestra fe produce continuamente nuevas ramas, hojas y botones, para que puedan madurar los frutos de la caridad. Al final está la fe totalmente impregnada y saturada por la caridad. O, usando la metáfora de un puente: la fe y la caridad son los pilares que lo soportan en medio de la corriente. Gracias a ellas todo el edificio de las demás virtudes es auténticamente cristiano. Todo individuo debe partir de esta base y tender a este objetivo. La fe y la caridad son las piedras angulares que soportan todo el edificio de las virtudes. Ni la fe sin caridad ni la caridad sin fe agradan a Dios.

A la fe la virtud. La fe es la raíz de la vida cristiana. De ella brota la virtud. Para nosotros es ésta una palabra pálida, que nos hace pensar en una moral sutil y en una probidad insulsa. En el texto está llena de fuerza: virtuoso es, según el Nuevo Testamento, quien cumple en todo la voluntad de Dios. La fe plena es, pues, entrega a la palabra y a la voluntad de Dios. Quien crea que la fe no consiste más que en el asentimiento del entendimiento a las verdades reveladas, apenas podrá entender esto. Quien, al contrario, entiende la fe en sentido bíblico, viendo en ella el asentimiento a la verdad y la entrega a Dios que se revela, la ha entendido bien.

A la virtud el conocimiento. Ya vimos que el conocimiento no es sólo un aprehender intelectual, sino un sumergirse amoroso. El esfuerzo moral engendra una sensibilidad especial para percibir lo que Dios es y lo que quiere de nosotros. «Que vuestra caridad aumente cada vez más en conocimiento perfecto y en sensibilidad» (Flp 1,9s). Obrando rectamente, aumenta siempre nuestro conocimiento. A la luz de Dios vemos en forma diversa las cosas que nos rodean, nuestro trabajo y los demás hombres. Esta luz nos iluminará para que lleguemos a entender cada vez con mayor claridad nuestra realidad cotidiana.

Al conocimiento la templanza. Quien avanza por el camino del conocimiento aprende a dominarse cada vez más, porque sabe cuáles son los verdaderos bienes, de qué se trata en primer lugar; sabe, sobre todo, en cuántas cosas sin importancia gastamos nuestro tiempo. El que se contiene, sabe dominar sus pasiones y apetitos, es señor de sí mismo. Esta virtud no es debilidad, sino fuerza contenida, porque nuestras tendencias y pasiones salen a flote fácilmente. Se menciona también la templanza junto a la justicia (Act 24,25), porque es necesaria para poder cumplir la voluntad de Dios. La necesitan todos los que quieren alcanzar la salvación.

A la templanza la constancia. Quien ha aprendido a dominarse es también capaz de resistir; sabe que los grandes bienes sólo se ganan en batallas costosas y duraderas. Experimentamos la constancia como una capacidad de aguantar, que fortalece y anima. Quien puede dominar sus apetitos y tiene poder sobre ellos puede también resistir en las dificultades y trabajos que proceden de fuera. Quien está acostumbrado a satisfacer todos sus apetitos no tendrá fuerza para resistir en los momentos duros. Estas dos virtudes, templanza y constancia, ocupan el centro de la cadena, entre la fe y la caridad. Para que la fe llegue a la plenitud del amor, para avanzar desde los comienzos de la salvación hasta la plenitud de ésta, se requiere dominio de sí mismo y constancia, porque nuestra vida está siempre amenazada por todas partes 6. «Os es necesaria la constancia, para que, habiendo cumplido la voluntad de Dios, obtengáis lo prometido» (Heb 10,36). «Así pues, también nosotros... corramos con constancia la carrera que se nos propone» (Heb 12,1). A la constancia la piedad. Sólo quien resiste en la batalla contra la concupiscencia indómita y contra los poderes hostiles a Dios puede honrar realmente a Dios. Su culto ya no será una mera confesión oral, un discurso vacío, sino una piedad probada, depurada. Ha asumido en sí toda la vida: las experiencias y las pruebas, la alegría y el dolor; ha crecido como el árbol, bajo la luz del sol y el chaparrón de la tormenta.

A la piedad el amor fraterno. El respeto auténtico a Dios se manifestará siempre en amor activo, ésta es su medida y su meta. Se refiere, en primer lugar, al brotar del amor en el seno de la comunidad, al preocuparse unos por otros, al ayudarse personalmente, al cuidado por los hermanos y hermanas que están en apuros. «La religión pura y sin mancha ante Dios... es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación» (Sant 1,27). «Si alguno dice: "yo amo a Dios" y odia a su hermano, es mentiroso» (lJn 4,20). Ver y amar a Dios en los hombres es prueba de respeto a Dios, porque Dios ha creado los hombres a imagen suya. Lo que hemos hecho o dejado de hacer al más pequeño de nuestros hermanos se lo hemos hecho o negado a Jesús 7.

Al amor fraterno la caridad. Si amamos a los hermanos con el espíritu de Cristo, este amor brota de aquel amor supraterreno (ágape) que Dios comunica y que es la última realización del amor que Dios tiene. El amor fraterno cristiano no es un mero sentimiento humanitario, como el que se expresa en las palabras de Schiller: «recibid, gentes, este beso de todo el mundo», sino expresión del amor que se da por entero, del existir para otro. Es imagen de aquél de quien Juan dice: «Dios es amor» (IJn 4,16). La ágape es el coronamiento del edificio de las virtudes, el último anillo de la cadena. Quien tiene caridad cumple la ley y los profetas 8. Todo está subordinado a ella y ella lo reúne todo: es el «vínculo de la perfección» (Col 3,14). ¡Esforcémonos por esta caridad en todos nuestros pensamientos y obras!
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5. Cf. Rm 5,3; St 1,2s; Sb 6,17-19.
6. Cf. Lc 8,15; 21,19.
7. Cf. Mt 25,35-46.
8. Cf. Rm 13,9; Ga 5,14.
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3. VIRTUD Y PLENITUD (1/8-11).

Sólo el cultivo de las virtudes conduce al conocimiento de Cristo (1,8-9) Y prepara la entrada en el reino de Cristo (1,10-11). A esta meta está destinado el cristiano y con vistas a ella debe vivir.

a) Conocimiento de Cristo (1,8-9).

8 Estas virtudes, si se encuentran y abundan entre vosotros, no os dejarán sin obra ni sin fruto en el conocimiento de nuestro señor Jesucristo. 9 Quien de ellas carece es ciego y miope que echa en olvido la purificación de sus antiguos pecados.

La meta de la vida cristiana es el conocimiento de nuestro señor Jesucristo, el conocimiento perfecto de Cristo y la comunión duradera con él. «Y la vida eterna consiste en conocerte a ti, único Dios verdadero y a Jesucristo, a quien tú enviaste» (Jn 1 7,3). Esta meta sólo se alcanza si la vida no queda sin obra y sin fruto. El conocimiento de Cristo, la participación en su gloria divina, dependen de la vida que llevemos; son fruto de ella. Hemos de desarrollar todas las posibilidades que Dios ha puesto en nosotros. Dios ha sembrado la semilla en nuestros corazones; a nosotros nos toca, como al labrador, contribuir con nuestro esfuerzo para dar fruto. A pesar de todo, sigue siendo cierto que el crecer y el desarrollarse no está en nuestra mano...

El que no se esfuerza por alcanzar la virtud demuestra ser ciego y miope, pues no ve lo que Jesucristo espera de su vida. Le falta luz en los ojos; no tiene la vista sana y no cae en la cuenta de cuál es la verdadera meta de la vida. Ha olvidado que en el bautismo fue purificado de los pecados que había cometido en su vida pagana. El recuerdo de aquella purificación debía hacerle ver que se espera de él una vida sin pecado. La vida cristiana es vida entre el bautismo y la plenitud de la salvación. Construimos sobre una base que Dios ha puesto. Dios completará el edificio, pero no sin nosotros. En los sacramentos Dios produce lo que los sacramentos significan; el baño purificador del bautismo produce la purificación de los pecados. Pero el que ha recibido el sacramento debe acordarse de esta purificación; no puede ser ciego ni miope frente a lo que ha sucedido. Debemos traer a menudo ante nuestros ojos la idea de lo que somos realmente y de cuál es el fundamento de nuestra vida.

b) Entrada en el reino de Cristo (1,10-11).

10 Por eso, hermanos, esforzaos todavía en consolidar vuestra vocación y elección; obrando así, jamás tropezaréis.

La vocación y la elección de Dios constituyen el comienzo de la salvación. Ambas son anteriores al bautismo 9. Sin ser llamado y elegido, nadie puede entrar en el reino eterno. Pero hay que consolidar la elección, hacerla vida, definitiva. Lo hacemos con nuestro esfuerzo. Dios ha puesto el fundamento de la salvación sin nosotros, ha dirigido hacia nosotros su amor electivo, pero la salud eterna quiere dárnosla sólo con nuestra colaboración. Quien se esfuerza no perderá la salvación. Pero también para los llamados y elegidos a la gracia hay posibilidad de perdición eterna. Para entrar en el reino de Dios hay que cumplir las condiciones de admisión. Jesús las expone en las ocho bienaventuranzas 10; la segunda carta de Pedro cita ocho virtudes como condiciones para ser admitido en el reino de Cristo. La bienaventuranza eterna a que estamos llamados no se nos dará, a los adultos, si no cumplimos realmente la voluntad de Dios.
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9. Cf. Rom 8,29s.
10. Mt 5,3-10.
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11 Y se os concederá amplia entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo».

Si ponemos empeño, Dios nos permitirá entrar en el reino eterno. Pide obras 11. También la salvación definitiva es don de Dios, pero sólo la concede si hacemos obras que le sean agradables. La da ampliamente 12. Lo que da supera con mucho aquello que el hombre puede hacer; sus dones rebosan riqueza.

Dios concede la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Jesús predica el reino y el poder de Dios; la segunda carta de Pedro, el reino y el poder de Cristo, Señor y Salvador. Dios ha dado su poder al Hijo y por medio de él quiere darnos su reino divino, si reconocemos a Cristo como Señor y ponemos nuestra esperanza en su acción salvadora. Conocimiento pleno de Cristo y reino de Cristo designan la misma salvación gloriosa que Dios quiere darnos por medio de su Hijo. La primera expresión atiende más a la bienaventuranza del individuo, la segunda, a la salvación de la comunidad. Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, es la plenitud de lo que esperamos. En él quiere Dios darnos toda su riqueza...

Al final de esta perícopa ya sabemos por qué la fe es preciosa (1,1). Todo lo que nos trae es grande: participación en la naturaleza divina, vocación y elección, rico fruto, el conocimiento de Cristo y el reino de Cristo, gloria y poder. Todo lo «referente a la vida» (1,3). Si no la aceptamos ni vivimos conforme a su ley, se apodera de nosotros la ceguera y vamos a la perdición.
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11. Cf. Mt 7,21; Rm 2,13; 1Jn 3,7; St 1,22.25.
12. Cf. Rom 10,12; 11,33; Ef 1,7
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II. FE EN LA PARUSIA DE CRISTO (1,12-21).

Los mismos falsos maestros que niegan que a los bautizados les sea necesario el esfuerzo moral, no quieren tampoco admitir la doctrina recibida relativa a la parusía de Jesús. Después de exponer brevemente los motivos que le impulsan a escribir (1,12-15), proclama la certeza de la parusía de Cristo; está revelada en las palabras dichas por Dios en el momento de la transfiguración de Cristo (1,16-18) y en las profecías del Antiguo Testamento que deben cumplirse (1,19-21) 13.
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13. La palabra parusia (1.16; 3,4-12) la introduce Pablo en el cristianismo primitivo para designar la venida de Cristo en su gloria mesiánica (1Co 1,8; 15,23; 1Ts 2,19; 3,13; 4,15; 5,23; 2Ts 2,1; 2,8). Puesto que en el medio ambiente que rodeaba al cristianismo primitivo se usaba esta palabra para designar la visita de los dioses y en la época imperial romana se usaba para designar la visita del rey dios, dignidad con que se honraba al emperador, fue fácil aplicar esta palabra a la venida del Kyrios Jesús (Rey y Dios). Todo el Nuevo Testamento esta impregnado de la conciencia de que Cristo vendrá. Igualmente existe en el Nuevo Testamento la convicción de que Cristo ha venido ya en Jesús de Nazaret y de que con su venida ha empezado ya el fin de los tiempos. La escatología neotestamentaria es unánime en afirmar que los acontecimientos escatológicos esperados han sido ya puestos en marcha y caminan hacia nosotros por la obra de Cristo. El Nuevo Testamento no habla de «retorno» de Cristo. Esta palabra pertenece a un periodo posterior (siglo II), aunque ya en las cartas pastorales (2Tim 1,10) y en la carta a los Hebreos (9,28: «por segunda vez se manifestará [Cristo], sin pecado, a los que le esperan para salvarlos») se encuentra un fundamento.
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I . CELO POR LAS ALMAS (1/12-15).

Tras la segunda carta de Pedro está un hombre hondamente preocupado por la salvación de los hombres. Como pastor, se siente responsable de la salvación de los fieles (1,12), tanto más cuanto que sabe que su muerte está próxima (1,13s); la carta que escribe quiere ser un testamento (1,15).

a) Quiero traeros a la memoria (1,12).

12 Por eso quiero traeros siempre a la memoria estas cosas, aunque ya las sabéis y estáis afianzados en la verdad que al presente poseéis.

Su actividad pastoral quiere traer a la memoria, hacer actual la verdad. Así actúa también la preocupación pastoral de los profetas: «Acordaos y reflexionad; volved a vosotros, renegados; acordaos de los siglos antiguos, porque yo soy Dios y no hay otro Dios ni nadie que a mí sea semejante» (Is 46,8s) 14.

En el libro del Deuteronomio se alude con harta frecuencia a este continuo traer a la memoria y recordar. La exhortación a ser fieles a la ley se funda en el recuerdo de las acciones salvadoras obradas por Dios en favor de su pueblo: «recuerda que también tú fuiste esclavo en Egipto y que el Señor, tu Dios, te sacó de allí con mano poderosa y brazo levantado. Por eso el Señor, tu Dios, te ha ordenado guardar el día de sábado» (Dt 5,15)15.

La predicación neotestamentaria es un recuerdo de las palabras y obras de Jesús. El Espíritu Santo trae a la memoria todo lo que Jesús ha dicho (Jn 14,26). Conserva, confirma y explica la palabra y la obra de Cristo: la mantiene viva en el mundo y convence de su verdad 16. Recuerdo es también el culto de la Iglesia. La eucaristía constituye el centro, y es memorial y recuerdo. La antigua fiesta pascual, cuya plenitud es la eucaristía, tenía carácter conmemorativo: «Hizo un memorial de sus portentos» (Sal 111,4). Cuando comemos el pan eucarístico y bebemos el cáliz realizamos activamente el memorial de la muerte del Señor (lCor 11,26).

El pastor de almas está convencido de que los fieles suben lo que les dice, pero sabe también que hay que repetirles continuamente la verdad. La verdad es el evangelio y éste es virtud de Dios 17. ¡En él está presente el poder de Dios! Por eso, recordar no significa sólo traer a la memoria lo que sucedió en la historia. La fuerza que está encadenada dentro de las palabras debe desencadenarse y dirigirse a la Iglesia actual.

Si el pastor de almas o el confesor nos recuerda qué es lo que importa, lo hace preocupado por nuestra salvación. Olvidamos fácilmente y es necesario despertarnos y sacudirnos, aunque el que nos exhorte nos parezca cargante. También los padres deben recordárselo a los hijos, cada cristiano a sus hermanos dormidos.
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14. Cf. Mi 6,5; Is 43,36; 44,2; 46,8s; Ecl 7,16.28; 14,12; 18,24s y passim.
15. Cf. Dt 7,18; 8,2.18; 9,7; 15,15; 16,3.12; 24,18.20.22; 32,7.
16. Cf. Jn 16,5ss. La predicación apostólica es un traer a la memoria. Timoteo recibe el encargo de recordar a las comunidades los principios fundamentales, tal como Pablo los enseña (ICor 4,17). El recuerdo de las palabras de Jesús guía las decisiones de la Iglesia (Hch 11,16). La base de los escritos eclesiásticos, con su preocupación pastoral, la constituye el recuerdo de las palabras y de los hechos de Cristo (2P 3,1; Lc 1,1-3). Cuando se trata de los falsos maestros y los herejes es cuando conviene, sobre todo, acudir a este recuerdo, pues es necesario comparar su doctrina con la doctrina recibida (Judas 5,17; 2Tm 2,14; Tt 3,1.
17. Cf. Rm 1,16.
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b) Una obligación urgente (1/13-14).

13 Considera justo, mientras vivo en esta tienda, teneros alerta con el recuerdo, 14 sabiendo que está cercano el desmoronamiento de mi tienda, según me lo ha dado a conocer nuestro Señor Jesucristo.

Dios ha encargado al pastor de almas tener alerta a los fieles con el recuerdo. Velar es la actitud que Jesús ha puesto en relación con el anuncio de los acontecimientos escatológicos 18. El recuerdo de los acontecimientos últimos, sobre todo de la parusía de Cristo, debe ayudarnos a estar continuamente en vela. Sólo teniendo en cuenta esos acontecimientos podemos juzgar con exactitud todo lo que nos sucede en la vida. Queda ya poco tiempo disponible para llevar a cabo la tarea. La vida humana se parece a la vida de los nómadas, que no se establecen en ningún lugar. Apenas han instalado su tienda cuando deben deshacerla. La muerte es el desmoronamiento de la tienda; la vida es estar en la tienda terrena del cuerpo. «El alma vive en una tienda mortal» 19. Debemos obrar mientras estamos en la vida. Jesús dice: «Mientras es de día, tenemos que trabajar en las obras de aquel que me ha enviado; llegará la noche, cuando nadie puede trabajar» (Jn 9,4). Los «últimos acontecimientos» del individuo, vistos cristianamente, no deben acobardar, sino empujar a la acción. A base de esperar la venida de Cristo nuestra vista se ha dirigido excesivamente al destino del individuo, a la muerte, al juicio personal, a la bienaventuranza o condenación eternas. Cuando hablamos de los últimos acontecimientos pensamos sobre todo en esto. Pero a todo hombre se le guarda para los acontecimientos finales, que afectan a toda la humanidad y al mundo.

Pedro conoce el momento de su muerte. Jesucristo le ha dicho que en su ancianidad sufrirá el martirio (Jn 21, 18s). Probablemente la segunda carta de Pedro conoce una tradición según la cual Pedro tuvo una revelación sobre el momento exacto de su muerte 20. Vemos aquí claramente que la conciencia de la proximidad de la muerte no debe acobardar, debe mover todas las fuerzas para hacer lo que es justo delante de Dios.
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18. Cf. Mt 24,42s; 25,1-12; Mc 13,34s; Lc 12,35-38.
19. Carta a Diogneto 6,8.
20. Las Actas apócrifas de Pedro (35) hablan de esto.
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c) También después de la muerte (1,15).

15 Y me esforzaré en que, en todo tiempo, después de mi partida, recordéis estas cosas.

El comienzo de la salvación, la elección y la vocación no son dones en los que podamos descansar. Exigen esfuerzo hasta llegar a la meta 21. Al apóstol no le basta haber predicado una vez el mensaje de la salvación. Incluso cuando a la predicación ha seguido la fe, la conversión y el bautismo, queda en él el anhelo constante de mantener vivo el recuerdo de los hechos salvadores. La imagen del pastor de almas que se esfuerza es conmovedora: su esfuerzo perdura por encima de la muerte. EL celo de tal pastor de almas, ¿no debe ser un estímulo para aquél por quien se esfuerza?

¿Cómo quiere Pedro mantener vivo el recuerdo? ¿Qué quiere dejar detrás de sí para que aún después de su muerte el recuerdo permanezca vivo en los fieles? Piensa ante todo en la carta que leemos, en la que nos deja un testamento de su celo por la salvación de todos 22. Lo que aparece como última voluntad lleva un carácter de urgencia, de importancia, de responsabilidad. ¿Quién quiere ser un charlatán en su última hora? Mediante un documento escrito la voz del apóstol será audible incluso después de su muerte. La palabra es fugaz; lo escrito es duradero y conserva algo. El apóstol quiere que su palabra sea escuchada siempre.
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21. ESFUERZO: «Esforzaos» es una expresión que gusta al autor de nuestra carta (1,10.15; 3,14).
22. La carta está en la línea de los testamentos de los padres; cf. por ejemplo, los testamentos de los doce patriarcas.
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2. TRANSFIGURACIÓN Y PARUSIA DE CRISTO (1/16-18).

Los fieles conocen la doctrina de la parusía de Cristo, pero no debe parecerles mal que se les recuerde de nuevo esta verdad. La preocupación urge. La parusía de Cristo en gloria no es una verdad inventada por el ingenio humano, sino fundada en la revelación de la gloria de Cristo en la transfiguración (1,16). La palabra de Dios definió allí a Jesús como Mesías y portador de salvación. Si lo es, vendrá con poder y con gloria y erigirá el reino eterno (1,17s).

a) El fundamento que garantiza (1,16).

16 No os dimos a conocer el poder y la parusía de nuestro Señor Jesucristo siguiendo ingeniosas fábulas, sino porque fuimos testigos de la majestad suya.

Os hemos dado a conocer el poder y la parusía de nuestro Señor. La parusía de nuestro Señor con poder es un elemento esencial de la predicación cristiana. Cristo vendrá. Su venida se llevará a cabo con gran poder y gloria (Mc 13,27). Según la imagen de la predicación escatológica, estará rodeado de ángeles y aparecerá sobre las nubes del cielo (Mc 13,26). Será vencedor de todos los poderes que se le oponen (2Tes 2,8). Su aparición llena de poder conmoverá el mundo (Mc 13,25s). Esta predicación de los apóstoles no se funda en fábulas ingeniosas (mitos). Los que niegan la parusía de Cristo califican la predicación de la parusía de «sofisma», invención conscientemente fraudulenta. La llaman, despectivamente, narración mítica, fábula. En esto se distinguen de los que niegan modernamente la parusía, aunque también ellos llaman «mito» a tal doctrina. Los falsos maestros de la segunda carta de Pedro acusan a los predicadores de la parusía de fraude consciente; los que la niegan modernamente consideran esta doctrina como un producto del anhelo humano, al que no corresponde nada en la realidad.

Los apóstoles no son inventores de fábulas. Hablan como testigos oculares del poder y de la gloria de Cristo. Es cierto que ninguno de los apóstoles pudo ver la parusía de Cristo, pero, por un momento, Dios les mostró lo que sucedería en el futuro: la aparición de Cristo con poder y gloria. Los apóstoles -Pedro se incluye con los demás- fueron testigos oculares de la gloria de Cristo en la transfiguración. Según los evangelios, tres apóstoles fueron elegidos como testigos: Pedro, Juan y Santiago (Mt 17,1-8). Todo el peso radica en que estos tres fueron testigos oculares; no han, pues, inventado nada; han informado de lo que han visto. Las afirmación es sobre Cristo se fundan en su vida histórica.

b) La explicación divina (1,17-18).

17 Él recibió de Dios Padre honor y gloria, cuando de la sublime gloria se le dirigió aquella voz que decía «Éste es mi Hijo amado, en el cual me he complacido.»

La gloria de Dios circunda a Jesús. El signo visible de ella es la luz. «Sus vestidos se han vuelto extraordinariamente resplandecientes por su blancura, como nadie en el mundo podría blanquearlos así» (Mc 9,3). «Su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,2). El honor que Jesús recibe es un honor divino.

La voz que habló sobre Jesús provenía de la gloria sublime, que es Dios. La voz de Dios sobre el transfigurado revela el fundamento de su gloria y de su poder. Es el Hijo de Dios, el amado, el unigénito en quien Dios se complace. A Dios se le llama Padre. Así se explican y fundamentan los títulos que Jesús tiene: Dios y Salvador (1,1), Dios y Señor (1,2). Sólo ahora entendemos esto exactamente: ¡La gloria de Dios es también la gloria de Jesús! En ella está incluido el poder con que esperamos que Cristo venga en su parusía. Dios le ha revestido de poder. Sólo gracias a las palabras del Padre pudieron entender los discípulos en el monte el misterioso acontecimiento. Fue la llave que les abrió su sentido. Son muchas las cosas, del sentido de la historia y del de nuestra propia vida, que sólo entendemos gracias a la palabra de Dios. La palabra reveladora pone de manifiesto qué es lo que se quiere decir y de qué se trata.

18 Y nosotros oímos esta voz dirigida del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.

Los apóstoles son también testigos auriculares. Oyeron la voz de Dios. El monte en que esto aconteció es un monte santo, pues fue testigo de la manifestación gloriosa de Dios en Cristo. Ver y oír son las dos formas en que los discípulos conocen experimentalmente a su Señor. «Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen» (Mt 13,16). Creemos este doble testimonio con certeza también doble. Es cierto que nosotros ya no vemos ni oímos inmediatamente, pero en lo que Dios nos permite ver y oír experimentamos mediatamente su presencia y su poder. En la palabra del evangelio que la Iglesia nos predica, oímos su palabra poderosa. En los actos del culto, en la comunidad de la Iglesia, en el rostro de cada hermano vemos algo de su gloria. Hay que aguzar los sentidos...

La transfiguración es la primicia de la parusía gloriosa del Señor, una anticipación de la parusía. Su historicidad garantiza la realidad de la parusía gloriosa de Jesús. Habiéndose producido la primera glorificación de Cristo se producirá también la segunda. El amor que Dios tiene a su Hijo le dará la glorificación final, hacia la que nosotros, fieles servidores, tendemos nuestra vista.

3. PROFECÍAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO Y PARUSIA (1/19-21).

Dos tipos de pruebas se aducen en pro de la parusía de Cristo: la transfiguración como acontecimiento salvador prefigurativo y la palabra profética (1,19). Dios habla por los acontecimientos de la historia y con su palabra. Es mucho más seguro que posea la palabra profética quien, como los apóstoles, fue testigo ocular de la transfiguración de Jesús, que los falsos maestros. La tradición de los testigos oculares apostólicos tiene más motivos de autenticidad que la opinión de un falso maestro que no fue testigo ocular. Sólo a la luz de la redención llevada a cabo por Cristo se puede interpretar rectamente la Escritura del Antiguo Testamento. La palabra profética necesita una interpretación competente para que no conduzca al error (1,20s).

a) El testimonio de la palabra profética (1,19).

19 Y tenemos algo más firme, la palabra profética, a la que hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que brilla en lugar oscuro hasta que amanezca el día y se levante el lucero de la mañana en vuestros corazones.

La palabra profética, conservada en la Sagrada Escritura, habla a menudo del «día del Señor», en el que el Señor viene para celebrar el juicio. Todos los profetas han anunciado el día de la restauración definitiva de todas las cosas (Hch 3,20s). No permiten dudar de la parusía gloriosa del Señor. Toda la revelación de la Biblia se proyecta, en último termino, hacia la revelación total de la gloria de Dios al fin de los tiempos. La Sagrada Escritura semeja una lámpara que brilla en lugar oscuro. Este lugar es el mundo en que vivimos. Para que nos orientemos, para que no salgamos del camino querido por Dios, no tropecemos ni caigamos, la palabra de Dios de la Biblia nos da luz. Necesitamos esa luz de la palabra profética para que amanezca el día y se levante el lucero de la mañana en los corazones. El alborear del día (Rom 13,12) y el despuntar del lucero de la mañana es la parusía de Cristo. Cuando llegue el Señor, la gloria de Cristo penetrará hasta lo más íntimo de nuestro ser; su gloria luminosa nos iluminará y transfigurará 23. Entonces será el fin de las tinieblas; no habrá ya error ni caída. Cuando la luz que está encendida en la Sagrada Escritura brille con todo su esplendor, ya no será necesaria la Sagrada Escritura, pero, ¿hasta entonces...?

b) La recta interpretación de la palabra profética (1,20-21).

20 Ante todo habéis de saber que nadie puede interpretar por sí mismo ninguna profecía de la Escritura.

También los falsos maestros invocan la palabra profética de la Sagrada Escritura (3,16). Quien quiera entender rectamente la Escritura debe pensar ante todo que las profecías de un escrito no pueden interpretarse siguiendo el propio arbitrio. Un escrito que contiene una profecía es siempre enigmático. También la Sagrada Escritura, con sus profecías, encierra enigmas que piden una solución. Lo advertimos claramente cuando leemos el Antiguo Testamento e intentamos entenderlo solos. ¡Qué difícil es a menudo! Con cuánto agradecimiento utilizamos pequeñas ayudas, explicaciones, que nos muestren el camino. Y cuán a menudo no hemos entendido nada o hemos caído en error. Poder desentrañar la Escritura es un don especial de Dios.
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23. Cf. Ap 21,23; 22,5; I Co 13,22.
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21 Pues nunca fue proferida profecía alguna por voluntad humana, sino que, impulsados por el Espíritu Santo hablaron los hombres de parte de Dios.

BI/INTERPRETACION:¿Quién da la solución y la recta interpretación del sentido de la Escritura? El principio fundamental de la búsqueda del sentido de la Escritura suena así: las profecías de la Escritura no pueden interpretarse según el propio arbitrio. Así interpretan los falsos maestros la Escritura (3,16) y corrompen su sentido. La profecía no es producto de la voluntad humana, sino obra del Espíritu Santo. Los hombres que profetizaron obraban impulsados y dirigidos por él. Él les inspiró lo que habían de decir y escribir. «La Escritura está inspirada por Dios» 24.

Los verdaderos profetas hablaron impulsados por Dios. Los falsos profetas «anuncian las visiones de su corazón, no lo que ha dicho el Señor» (Jr 23,16). Aquellos profetas no hablaron por invención propia, sino movidos por Dios. Son santos porque Dios los ha tomado a su servicio y habla por medio de ellos. Veamos la repercusión que esto tiene en la exégesis y, por tanto, en la misma Sagrada Escritura: puesto que la Sagrada Escritura no es invención ni producto del espíritu humano, su interpretación e inteligencia no hay que esperarla sólo del hombre, sino de Dios y de los hombres que Dios ha tomado a su servicio y ha capacitado para ello. La interpretación de la Escritura debe correr pareja con el origen de ésta.

¿Quiénes son estos hombres que pueden interpretar rectamente la Escritura? No hay duda de que no puede hacerlo todo aquél que lee la Escritura, sino sólo aquéllos a quienes Dios ha capacitado e iluminado mediante su Santo Espíritu. El Espíritu Santo puede descender sobre muchos que no tienen «cargo» en la Iglesia e inspirarles la interpretación recta. Así ha sucedido a menudo en la historia de la Iglesia. Pero sólo podemos estar seguros de tal interpretación si esos hombres «iluminados» están de acuerdo con toda la doctrina tradicional y se someten, en obediencia, a la autoridad de la Iglesia. Nuestra carta piensa especialmente en los ministros que Dios ha constituido y a quienes, junto con la gracia propia de su cargo, se les ha concedido el don de interpretar rectamente. Así, la Escritura sirve al «hombre de Dios» en la labor pastoral de la Iglesia (2Tim 3,17). El hombre de Dios es responsable de la Iglesia. Dios guía a los responsables de la Iglesia para que entiendan el sentido exacto de la Sagrada Escritura. Así llegamos a la certeza de lo que buscábamos, en medio de la maraña de opiniones e interpretaciones.
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24. 2Tm 3,13ss; cf. Mc 12,36; Hch 3,21: Za 7,12.