CAPÍTULO 27


3. JESUS ENTREGADO A PILATO (Mt/27/01-02).

1 Llegada la mañana, todos los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo, en consejo contra Jesús, tomaron el acuerdo de hacerle morir; 2 lo ataron, y lo llevaron y entregaron al procurador Pilato.

La sesión del sanedrín ha durado hasta el amanecer. La autoridad judía estaba capacitada para dictar una sentencia de muerte, pero no para hacerla ejecutar (Jn 18,31). La sentencia de muerte está confirmada, ahora el procurador romano tiene que ser inducido a ejecutar la sentencia. Jesús es atado y conducido a la residencia del procurador. Aunque Pilato es procurador de toda la provincia de Siria y normalmente residía en Cesarea de Palestina (junto al mar), ahora se encuentra en Jerusalén. Esto no era de extrañar en la fiesta de pascua, por el gran número de peregrinos que con frecuencia era causa de inquietud para la potencia ocupante. Judíos y gentiles están envueltos en este proceso. No solamente se mostrará cuán mal administra Pilato la acreditada justicia romana, sino también cómo falla Pilato como hombre.

4. FIN DE JUDAS (Mt/27/03-10).

3 Entonces, Judas, el que lo había entregado, al ver que lo habían condenado, presa de remordimientos, devolvió a los sumos sacerdotes y a los ancianos las treinta monedas de plata, 4 diciendo: He pecado entregando sangre inocente. Pero ellos contestaron: Y a nosotros ¿qué? ¡Allá tú! 5 Y arrojando en el templo las monedas de plata, se retiró; luego fue y se ahorcó. 6 Los sumos sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron. No se deben echar en el tesoro del templo, porque son precio de sangre. 7 Pero, después de acordarlo en consejo, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los forasteros. 8 Por eso aquel campo se llamó, y se llama hasta hoy, campo de sangre. 9 Entonces se cumplió lo que anunció el profeta Jeremías cuando dijo: Y tomaron las treinta monedas de plata, precio en que fue tasado aquel a quien tasaron los hijos de Israel, 10 y las dieron por el campo del alfarero, tal como me lo ordenó el Señor.

Después de la detención de Jesús es evidente que Judas no ha encontrado ningún sosiego. Tenía que enterarse de lo que le acontecía a Jesús. Cuando se entera de la condena, hacen presa de él los remordimientos. Sabe que ha entregado «sangre inocente» por una miserable recompensa. Con la misma expresión protestará después Pilato de su inocencia: «Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!» (27,24). Lo mismo dicen los sacerdotes con cínica frialdad: ¡Allá tú! En el pecado no hay solidaridad, ya que cada uno está solo. Judas se queda solo, como Jesús está abandonado por todos sus seguidores. Judas está en el aislamiento del pecado, Jesús está en el desamparo del amor. Esta soledad sólo encuentra el camino que conduce a la muerte escogida por sí mismo. Judas se ahorca. Es el primer difunto de esta historia de la pasión y la última victima del gran poder del pecado antes de que este poder sea superado por Jesús. En esta muerte se muestra una vez más que la muerte es consecuencia y confirmación del pecado (cf. Rom 5,12). La muerte de Jesús será el precio de la vida «A fin de que, así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la justicia, reine para vida eterna por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 5,21). Judas arroja el dinero al templo. Pero los sacerdotes, que lo encuentran allí, no lo pueden dejar en el templo. El dinero no es apto para el servicio de Dios, porque fue empleado para dar muerte a un hombre. Con él se compra un campo como sitio para sepultar a los forasteros, que en Jerusalén no tienen ninguna tumba propia familiar. En todo esto el evangelista ve una alusión a lo que aconteció al profeta Zacarías (*). Fue contratado como pastor por unos malos pastores (traficantes de ganado) y fracasó en su misión. Harto de hacer advertencias infructuosas y de la obstinación de estos pastores, dijo lo que sigue: «No quiero ser más vuestro pastor: lo que muriere, muérase; y lo que mataren, mátenlo...» (Zac ll,9). El profeta hace una última prueba exhortando a pagarle como pastor su salario para examinar así cómo le han evaluado a él y a su trabajo: «Yo, empero, les dije a ellos: Si os parece justo, dadme mi salario, y si no, dejadlo estar. Y ellos me pesaron treinta siclos de plata por el salario mío. Y díjome el Señor: Entrega al tesoro ese magnífico precio en que te han apreciado. Tomé, pues, los treinta siclos de plata, y los eché en la casa del Señor, en el tesoro» (Zac 11,12s). El profeta Zacarías y su trabajo son pagados con el precio que tenía que pagarse como indemnización de un esclavo o de una esclava muertas por un buey (cf. Ex 21,32). Jesús es vendido por el mismo «magnífico» precio. Este es el salario que paga Jerusalén por la vida de un esclavo.
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En el texto se cita el nombre de Jeremías, pero se reproduce libremente un texto del profeta Zacarías 11,12s. El nombre de Jeremías hace aquí al caso en cuanto que en su vida también desempeñan un papel el taller de un alfarero (Jer 18,1ss) y la compra del campo de su primo hermano (Jer 32,1ss). Puesto que en Mt se habla del campo del alfarero, pero no en Zacarías, se ha expresado solamente la relación con Jeremías. El texto original de Zacarías dice así: «Tomé, pues, los treinta siclos de plata, y los eché en la casa del Señor, en el tesoro» (Zac 11,13b). Hay antiguas traducciones que en vez de «en la casa del Señor, en el tesoro» dicen «al alfarero».
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5. JUICIO ANTE PILATO (Mt/27/11-26).

11 Jesús, pues, compareció ante el procurador, y el procurador lo interrogó diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús respondió: Tú lo has dicho. 12 Pero, por más que lo acusaban los sumos sacerdotes y los ancianos, él nada respondía. 13 Entonces le dice Pilato: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti? 14 Pero él no le contestó ni una sola palabra, de forma que el procurador se quedó muy maravillado.

También en el juicio ante Pilato es la narración muy breve. El lector tiene que complementar la mayoría de los pormenores, porque sólo se dan a conocer los detalles más importantes. En primer lugar, la pregunta directa que formula el romano de si es el rey de los judíos. Jesús nunca se ha designado como Mesías, y mucho menos como rey. También tiene que saber que el romano enlaza con este título una idea política, y además peligrosa para Roma. No obstante Jesús contesta afirmativamente. Ante los judíos, Jesús había dicho abiertamente que era el Mesías. Ante el procurador también reconoce que es el rey de los judíos. Su condición de Mesías, sin embargo, es de índole distinta de la que el sanedrín conoce y puede comprender. Análogamente su realeza es de índole distinta de la que puede el procurador conocer. En ambos casos chocan entre sí la manera de pensar de arriba y la de abajo. En el Evangelio de san Juan, el mismo Jesús afirma: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18,36). No obstante Jesús contesta afirmativamente la pregunta, porque el título de rey de los judíos también anuncia al Mesías, al regio hijo de David. Después de esta declaración Jesús ya no dará ninguna respuesta. No se defiende ni tampoco acusa. No busca testigos para su descargo y deja libre curso a los testigos que cita la parte contraria. Los miembros del sanedrín no se cansan de hacerle cargos ante el procurador. Incluido a éste le causa sorpresa el silencio de Jesús. «No abrió su boca, como un cordero conducido al matadero, como una oveja, muda ante el que la esquila» (Is 53,7).

15 En cada fiesta, el procurador solía conceder al pueblo la libertad de un preso, el que ellos quisieran. 16 Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás. 17 Cuando ya estaban reunidos, les preguntó Pilato: ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás o a Jesús, al que llaman el Mesías? 18 Pues bien sabía él que se lo habían entregado por envidia. 19 Mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir: No te metas con ese justo; que hoy, en sueños, he sufrido mucho por causa suya. 20 Los sumos sacerdotes y los ancianos persuadieron a las turbas para que reclamaran a Barrabás y se diera muerte a Jesús. 21 Tomó la palabra el procurador y les preguntó: ¿A cual de los dos queréis que os suelte? Ellos respondieron: A Barrabás. 22 Pilato les dice: ¿Pues qué voy a hacer con Jesús, el que llaman el Mesías? Responden todos: ¡Que sea crucificado! 23 Él insistía. ¿Pues qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban cada vez más fuerte: ¡Qué sea crucificado! 24 Viendo Pilato que todo era inútil, sino que, al contrario, iba aumentando el tumulto, mandó traer agua y se lavó las manos ante el pueblo diciendo: Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros! 25 y todo el pueblo respondió: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! 26 Entonces les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de mandarlo azotar, para que lo crucificaran.

La escena que se desarrolla ante Pilato constituye, según el relato de san Mateo, la parte principal del proceso. Esta escena no tiene lugar tras los muros del edificio oficial, sino públicamente delante del pueblo. Llega a su culminación dramática, al quedar enfrentado un agitador de mala fama con Jesús y entablar Pilato su diálogo con la multitud. Aunque aquí no se relata propiamente el curso del proceso según lo prescrito por la ley, el evangelista interpreta como sentencia condenatoria el clamor del pueblo cuando exclama: «¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» (27,25). De este modo se ensancha el círculo, formando un segundo anillo. Primero el sanedrín condena a Jesús; ahora le condena el pueblo judío. Así pues, el proceso ante Pilato es la continuación lógica del juicio nocturno ante el sanedrín. Poco destaca la figura de Pilato. Hablando con propiedad, desde el principio solamente desempeña el papel de comparsa. Tiene que considerarse como poco hábil la primera pregunta de cuál de los dos ha de dejar libre para complacer al pueblo. Con ella, Pilato sólo consigue que los miembros del sanedrín solivianten con más facilidad a las masas. No es menos inhábil la otra pregunta acerca de lo que debe hacer con Jesús, lo cual contribuye a excitar el deseo de dar muerte a Jesús. Finalmente, la acción de lavarse las manos delante de la muchedumbre sólo puede ser designada como un ademán huero.

Cabe, desde luego, aplicar estas observaciones al curso de los acontecimientos, tal como aquí se describen. Pero, al mismo tiempo, muestran que el relato tiene una finalidad distinta de la de registrar históricamente unos hechos. La culpa de los judíos en la muerte de Jesús se debe hacer evidente, de modo que no deje lugar a dudas (*). Por ello también Mateo apostilla expresamente dos veces el nombre de Jesús, añadiendo «al que llaman el Mesías» (27,17.22).

La sentencia condenatoria se dicta con claro conocimiento y plena conciencia. Pilato protesta que es inocente de esta sangre. Recusa la responsabilidad por la sentencia de muerte y se absuelve de ella. El clamor del pueblo forma contraste con las palabras del procurador romano. Mateo recalca que clamó todo el pueblo. No sólo los dirigentes, el sanedrín, los escribas y fariseos, sino también el pueblo en su totalidad lo rechaza. Todos pronuncian la sentencia cuando se halla en poder de ellos.

El clamor: ¡Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! no tiene la resonancia terrible, con que de ordinario suena en nuestros oídos. Deriva de una expresión en el Antiguo Testamento, usada para expresar la responsabilidad por un hecho culpable y sus consecuencias. La expresión no indica que la sangre derramada inocentemente, deba ser vengada sobre ellos y sobre su descendencia, sino que el pueblo asume plena responsabilidad para sí mismo y sus descendientes. No es, por tanto, un grito alocado de una masa instigada que pierde los estribos, ni tampoco una maldición que la multitud profiere sobre sí misma, sino una simple sentencia condenatoria cuya responsabilidad alcanza a los descendientes en cuanto cada uno de ellos individualmente la reitere (condenando a Jesús y sus testigos de descargo), y no en tanto colectivamente pudieran quedar afectados por las consecuencias de un tremendo error judicial, cometido por sus antepasados.

En las primeras persecuciones de los cristianos promovidas por el judaísmo farisaico los cristianos lo experimentaron en su propia carne. Pero el rescate satisfecho en favor del género humano también lo ha sido en favor de los judíos. La sangre de la nueva alianza no fue derramada para la venganza, sino para el perdón de los pecados (cf. 26,28).
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No hay duda de que el relato del proceso en san Mateo tiene esta tendencia de modo unilateral. Hay otros relatos en los Evangelios y otras voces en el Nuevo Testamento que colocan los acentos de otra manera y también emiten juicios distintos. Solo abarcando el conjunto, se puede intentar acercarse a la verdad histórica. El relato de san Mateo representa una actitud extrema, que se ha de explicar por la situación hostil, en que después del año 70 d.C. se encontraba la Iglesia de san Mateo ante el judaísmo.
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6. ESCARNIO DEL REY DE LOS JUDíOS (Mt/27/27-31).

27 Entonces los soldados del procurador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron en torno a él toda la cohorte. 28 Lo desnudaron, y le pusieron un manto de púrpura; 29 luego, le pusieron en la cabeza una corona que habían entretejido con espinas, y en la mano derecha, una caña, y doblando ante él la rodilla, se burlaban, diciendo: ¡Salve, rey de los judíos! 30 Y escupiéndole encima, le quitaron la caña y le golpeaban con ella en la cabeza. 31 Cuando acabaron de burlarse de él, le quitaron el manto, le pusieron sus propios vestidos, y se lo llevaron a crucificarlo.

Ante el sanedrín Jesús había confirmado en forma solemne que era el Mesías. Los servidores hicieron mofa de él como Mesías. Ante Pilato, Jesús contesta afirmativamente la pregunta de si era el rey de los judíos. Los soldados del procurador se burlan de él como rey. Se reúne toda la cohorte para disfrutar con esta diversión. Se le envuelve con un viejo manto a modo de púrpura regia. Su corona es una diadema de espinas puntiagudas, y como cetro le dan una caña, con la que en otras ocasiones solía castigarse a los desobedientes. Como ante la majestad del César, se hincan de rodillas ante Jesús y con cínico descaro le rinden homenaje como a un rey. En esta escena se descubre la maldad del corazón humano, pero también el verdadero carácter del reino de Jesús, que no es un reino de este mundo.

Jesús experimenta en su persona la caricatura de un reino de este mundo. En realidad Jesús es rey, porque también soporta esta humillación en silencio y ejerce su soberanía sirviendo. Su deseo de servir es tan radical que llega a tomar sobre sí las humillantes burlas de que le hacen objeto. Por nuestro amor soporta Jesús el escarnio y todas las afrentas. Para «muchos» sufre el dolor causado por las heridas de la corona de espinas y el tormento de la flagelación. El pecado de todos se manifiesta en su cuerpo. «Ha crecido ante nosotros como una humilde planta, como una raíz en tierra árida; no tiene apariencia ni belleza; le hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos; despreciado y el desecho de los hombres, varón de dolores, y que sabe lo que es padecer; como a un hombre ante quien nos cubrimos el rostro lo desestimamos y no hicimos ningún caso de él. Pero él mismo tomó sobre sí nuestras penalidades; aunque nosotros le reputamos como un leproso, y como un hombre herido por Dios y humillado. Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer nuestra paz descargó sobre él, y con sus cardenales fuimos nosotros curados. Como ovejas descarriadas éramos todos nosotros: cada cual se desvió para seguir su propio camino, y a él, el Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros, Fue maltratado, pero él se humilló, y no abrió su boca, como un cordero conducido al matadero, como una oveja, muda ante el que la esquila» (Is 53,2-7). El destino del siervo de Dios de que habla Isaias, ahora pasa a ser realidad, y puede ser contemplado en él, que es rey de los judíos.

III. MUERTE Y SEPULTURA DE JESÚS (27,32-66).

1. LA CRUCIFIXIÓN (Mt/27/32-38).

32 Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, que se llamaba Simón, a quien obligaron a llevarle la cruz. 33 Cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, es decir, lugar de la Calavera, 34 le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no lo quiso beber. 35 Después de crucificarlo, se repartieron sus vestidos echando suertes; 36 Y. sentados, lo custodiaban allí. 37 Encima de su cabeza pusieron escrita su causa: éste es Jesús, rey de los judíos. 38 Al mismo tiempo fueron crucificados con él dos ladrones: uno a la derecha y otro a la izquierda.

Evidentemente Jesús está demasiado débil para llevar por sí mismo la cruz. Los soldados son demasiado holgazanes para resignarse a llevarla. Un hombre que cruza por el camino, es forzado a cargar con la cruz. Se ha conservado su nombre en la tradición; al parecer, sus hijos, Alejandro y Rufo, son conocidos en la comunidad cristiana posterior, según informa san Marcos (Mc 15,21). No está presente ningún discípulo ni uno de los doce. Jesús les había dicho que seguirle a él era un seguimiento con la cruz: «El que quiera venir en pos de mí... cargue con su cruz» (16,24). Todos ellos habían afirmado solemnemente que estaban dispuestos a ir con él a la muerte (26,35). Ahora ni siquiera hay uno para llevar el madero al monte. Lo tiene que hacer un extraño. Antes de la ejecución se acostumbraba a dar una bebida para refrescar y fortalecer al que estaba agotado. San Marcos menciona esta bebida aromatizada, que Jesús no acepta (15,23). No quiere mitigar los dolores artificialmente con una poción amortiguante; quiere apurar hasta las heces el cáliz que le presenta el Padre (26,39b). San Mateo tiene ante la vista lo que dice uno de los salmos: «El corazón quebróme tanto ultraje y desfallezco, esperé quien de mí tuviera lástima y no le hubo, quienes me consolaran, sin hallarlos. Y mezcláronme hiel en la comida, y en mi sed me abrevaron con vinagre» (Sal 69,21s). Para él la bebida es otro ultraje y un acrecentamiento de la tortura. La bebida que se le ofrece, está mezclada con hiel, con veneno.

Se describe la crucifixión con una exactitud propia casi de un protocolo notarial. Los soldados llevan a cabo su obra habitual de modo expeditivo y sin alterarse, reparten entre sí los escasos bienes del ejecutado -sólo son un par de vestidos-, después del trabajo se sientan y vigilan. Tuvo que fijarse en el madero un rótulo con el nombre y la causa de la ejecución. Al mismo tiempo son ejecutados dos delincuentes, a la derecha y a la izquierda de Jesús. Aunque Pilato no encontró nada malo en Jesús y tampoco había admitido la acusación de los judíos, con todo había tomado muy en serio la afirmación de que Jesús era rey de los judíos, y ahora este título está en la cruz como causa de su muerte. De la confusa información judicial ante el juez romano se podía sacar un solo título que incluso desde el punto de vista de la potencia ocupante pudiera tener validez como causa digna de muerte. Aquí el relato estricto, llano y de una concisión difícilmente superable solamente menciona los hechos.

El dictamen del incrédulo se separa del dictamen del creyente al determinar lo que significan estos hechos. La crucifixión era la manera más cruel y afrentosa de ejecutar, que conoció la antigüedad. No podía aplicarse a los ciudadanos romanos. Ser crucificado era lo más ignominioso que podía ocurrir a un hombre. Los seguidores de Jesús ¿deben anunciar a un crucificado como Mesías? En esto consiste el mayor escándalo, una provocación para todos los que deben creer en Jesús. Así lo ha experimentado san Pablo en sí mismo y lo ha expresado de un modo insuperable, cuando habían reconocido la sabiduría de Dios en la necedad de la cruz: «Realmente, la palabra de la cruz es una necedad para los que están en vías de perdición; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. Porque escrito está: Destruiré la sabiduría de los sabios, y anularé la inteligencia de los inteligentes (Is 29,14). ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el filósofo de las cosas de este mundo? ¿No convirtió Dios en necedad la sabiduría del mundo? Y porque el mundo, mediante su sabiduría, no conoció a Dios en la sabiduría de Dios, quiso Dios, por la necedad del mensaje de la predicación, salvar a los que tienen fe. Ahí están, por una parte, los judíos pidiendo señales, y los griegos, por otra, buscando sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles; mas, para los que han sido llamados, tanto judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,18-24).

2. BURLAS CONTRA EL CRUCIFICADO (Mt/27/39-44).

39 Los que pasaban por allí lo insultaban, moviendo la cabeza 40 y diciendo: Tú, que destruyes el templo y en tres días lo reconstruyes: sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz. 41 Igualmente también, los sumos sacerdotes se burlaban de él, juntamente con los escribas y los ancianos, diciendo: 42 Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo. Es rey de Israel: que baje ahora mismo de la cruz, y creeremos en él. 43 Tiene puesta su confianza en Dios: que Dios lo libre ahora, si tanto lo quiere, puesto que dijo: Soy Hijo de Dios. 44 De la misma manera, también los ladrones que habían sido crucificados con él lo insultaban.

La solidaridad del mal aquí acumulada se patentiza también en que Jesús, en su desamparo, no oye ninguna palabra buena. No hubo nadie que sufriera con él ni que procurara aliviar su suerte, ya fuese con un pequeño ademán, ya con una palabra compasiva. En vez de ello, surge el escarnio colectivo. Participan todos los que de algún modo son testigos inmediatos o casualmente pasan cerca. Los soldados romanos ya habían satisfecho su deseo de burlarse (27,27-31).

Ahora se nombran otros tres grupos: los que van de paso por allí, los miembros del sanedrín, los delincuentes que estaban crucificados con Jesús. Incluso los que recibieron idéntico destino que Jesús, le dejan solo y se adhieren a las voces insultantes. Puesto que ellos son malos, no saben sacar ventaja de la unión con el otro que es bueno. Las acusaciones que fueron proferidas en el proceso, ahora reaparecen como denuestos malignos. El testimonio dado libremente de ser el Mesías y por tanto el Hijo de Dios y el rey de los judíos, ahora resulta ser -así ellos podrían haber pensado- huera presunción.

Si todos estos títulos fueran verdaderos, Jesús no podría terminar impotentemente en esta deplorable situación. Serían palabras vacías y una pretensión petulante. Si viéramos únicamente estos motivos de escarnio, nuestro modo de pensar se basaría sólo en la psicología humana. Las verdaderas razones son más profundas. Los adversarios ya quisieron antes ver señales, según su deseo, y de la manera y en la hora que ellos quisieran determinar. Así también sucede ahora, pero sin seriedad y de un modo desfigurado por burlas llenas de odio. No han hecho caso de Moisés, tampoco harán caso de uno que regrese después de la muerte (cf. Lc 16,31). Los adversarios no han creído en las señales de Jesús, tampoco creerán si Jesús desciende de la cruz.

La señal que les sorprenderá, es la señal de Jonás con la doble significación que el evangelista ha conservado: como Jonás estuvo tres días en el vientre del monstruo marino, así también el Mesías estará solamente tres días y tres noches en el seno de la tierra (cf. 12,40). Y como Jonás fue enviado a la ciudad de Nínive como señal de su destrucción, así también el Hijo del hombre aparecerá para esta generación como señal del juicio (cf. 16,4; 24,30).

3. MUERTE DE JESÚS (Mt/27/45-56).

45 Desde la hora sexta quedó en tinieblas toda aquella tierra hasta la hora nona. 46 Hacia la hora nona, exclamó Jesús con voz potente: Elí, Eli, lemà sabakhthaní? Esto es: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? 47 Algunos de los que estaban allí, decían al oírlo: Éste está llamando a Elías. 48 Y uno de ellos corrió en seguida a tomar una esponja, la empapó en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña, le daba de beber. 49 Pero los demás dijeron: ¡Déjalo! Vamos a ver si viene Elías a salvarlo. 50 Entonces Jesús, gritando de nuevo con voz potente, exhaló el espíritu.

Jesús ha sido dejado solo por los hombres y entregado a la burla de todos. Pero ha permanecido la unidad con el Padre. De ella ha vivido Jesús y por ella ha efectuado su obra. Jesús ha renovado esta unidad en las horas nocturnas de la oración. Le ha conducido la voluntad del Padre. Jesús ha abrazado esta voluntad con amor y la ha convertido en su voluntad. Con estos conocimientos y con esta voluntad Jesús fue a la pasión. Ahora también parece que se rompa esta unidad entre el Padre y el Hijo. ¿Le ha abandonado el Padre en manos de los hombres y le ha retirado su amor? La obscuridad que invade la tierra durante tres horas, ¿ha envuelto también el alma de Jesús? De esta obscuridad surge en alta voz el grito de la doliente plegaria: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? (/Sal/021/02).

En las palabras del salmo tenemos una idea del aislamiento de un hombre de quien Dios se retira de repente. El hombre creyente puede soportar toda indigencia y enfermedad, desprecio y separación, con tal que tenga a Dios. Así se expresan muchas oraciones en el libro de los salmos. Pero si Dios se oculta, sólo queda la pura nada. Jesús fue herido por esta dolorosísima experiencia de la vida humana en su límite inferior... Y, sin embargo, esta plegaria es una oración de confianza y no de desesperación. En el trance más extremo el orante del salmo 22 pide el único consuelo y apoyo: «Mas yo soy un gusano y no un hombre, el baldón de los hombres y desecho de la plebe, todos los que me ven de mí se mofan, hacen muecas con los labios y menean la cabeza. Confía en el Señor, pues que él lo libre: que él lo salve, si es cierto que lo ama... No estés lejos de mí, que estoy atribulado; no te alejes de mí, pues no tengo quien me ayude» (Sal 22,7-9.12). Ha llegado la tribulación, que se expresa en un gemido angustioso. Pero en un gemido que sabe a quién se dirige y que sólo en Dios se puede encontrar ayuda: «Oh Dios mío, yo te llamo de día y no me oyes, de noche y no me atiendes. Pero tú habitas en el santuario, tú, gloria de Israel. En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste. A ti clamaron y se vieron salvos, en ti esperaron y no fueron confundidos» (Sal 22,3-6).

Jesús muere dando un grito con voz potente. Para esta última voz de su boca no hay otras palabras que le sean adecuadas. ¿Es el clamor de la más profunda necesidad, el cual se dirige a Dios, que puede salvarle (cf. Heb 5,7)? ¿Es el grito de horror de la criatura triturada, que solamente puede manifestarse con este medio y ya no es capaz de proferir palabras? ¿O es el grito del vencedor, que ha concluido su obra, que le había sido encomendada? ¿Es un clamor que quiere decir que esta vida no se va extinguiendo apaciblemente ni fluye despacio, sino que una vez más se concentra y consuma en un grito tremendo? Los evangelistas sólo nos han informado del hecho.

Según san Lucas Jesús con voz potente pronunció las siguientes palabras de súplica: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y el evangelista san Juan: «¡Todo se ha cumplido!» (Jn 19,30). No sabemos nada más sobre los hechos. Pero también conviene que esta muerte quede así envuelta por el misterio. Por medios humanos es muy poco lo que se puede comprender de la muerte, así como de la resurrección de Jesús para la vida. Ambos acontecimientos están sumergidos en el misterio de Dios y sólo pueden ser aceptados con obediencia silenciosa.

51 Y al momento, el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló y las rocas se hendieron; 52 los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de los santos ya muertos resucitaron; 53 y saliendo de los sepulcros después que él resucitó, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos. 54 Cuando el centurión y los que con él estaban custodiando a Jesús sintieron el terremoto y lo que pasaba, quedaron sobrecogidos de espanto y decían: Realmente éste era Hijo de Dios.

El velo del templo separaba del santuario el lugar santísimo. El lugar del encuentro con Dios se deja abierto a las miradas de todos. El velo se rasga en dos. El antiguo orden se quiebra, puesto que en la muerte de Jesús se fundó la nueva alianza (26,28). El que es más que el templo, lo ha relevado. La rasgadura del velo es una señal de que, de hecho, se derribó el templo y su orden de salvación. Las piedras todavía están una encima de la otra, pero el papel decisivo de aquella mansión se ha desvanecido. Ahora todos tienen libre acceso a Dios y a su reconciliación en la sangre de Jesús (cf. Heb 10,l9s). Con una audaz previsión el evangelista aún ve más. Esta muerte será el portal de la vida. El fin carece de gloria, pero el nuevo principio es muy glorioso. Así como la muerte fue en beneficio de los hombres, así también se obtendrá la vida en la resurrecci6n para los hombres. Algunos difuntos salen de las tumbas y se aparecen en la ciudad santa. Testifican que ya han sido alcanzados por la nueva vida y trasladados al tiempo nuevo. La resurrección de los muertos es como un signo de que empieza el tiempo final. «El día del Señor será día de tinieblas y no de luz» (Am 5,18). Así tuvo que anunciarlo el profeta de la antigua alianza. Estas tinieblas ahora invaden la tierra, y la luz de los astros se va extinguiendo (Lc 23,45). El enojo de Dios se manifiesta, tiene lugar el juicio sobre el gran poder del pecado: «A su llegada se estremece la tierra, tiemblan los cielos, se obscurecen el sol y la luna, y las estrellas retiran su resplandor» (Jl 2,10). Estas son las tinieblas del día de la ira, que aquí ya es equivalente al día del juicio. En este día el profeta solamente vio tinieblas, en cambio el evangelista también ve luz. Aquí también se tiene el juicio, pero simultáneamente se proclama la sentencia absolutoria que deja libre acceso a la vida. Algunos difuntos salen de los sepulcros. Son los testigos visibles del tiempo final como tiempo de salvación. De la desventura de la muerte, brota la salvación de la vida. Lo que sin palabras acontece, se manifiesta en lo que confiesa el centurión. Anteriormente un centurión había encontrado la fe en Jesús ante los hijos de Israel. Este centurión pudo oír las notables palabras: «Os lo aseguro: En Israel, en nadie encontré una fe tan grande» (8,10). De nuevo es un centurión y un gentil el que pronuncia las palabras de la fe. Todos los demás han blasfemado, él sólo da gloria a Dios. Su confesión procede del temor, pero contiene la verdad. Así resplandece la luz de la esperanza sobre el fracaso, la promesa para los gentiles sobre la condena de Israel, condena que Israel se ha dictado hasta la última hora. Se convoca a los gentiles para formar un nuevo pueblo, a ellos se les confía el reino de Dios (cf. 21, 34).

55 Había también allí muchas mujeres que miraban desde lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. 56 Entre ellas estaba María Magdalena, y María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo.

Ahora se mencionan algunas de las que acompañaban a Jesús, después de narrar su fallecimiento. Estaban lejos y desde allí miraban. Al Maestro no le han dado el consuelo de su cercanía (*). Le han servido durante su vida de viajero y así formaron parte de los que querían imitar a Jesús. Pero este servicio terminó ante la cruz, allí también le dejaron solo. Se mencionan nominalmente algunas a quienes después se pudo invocar como testigos. Llama la atención que se enumere la madre de los hijos de Zebedeo. Ella había hecho en favor de sus dos hijos la pregunta por los sitios de honor, en el reino del Mesías. A la derecha y a la izquierda de Jesús fueron ejecutados dos delincuentes. Estos eran entonces los sitios de honor. Los hijos habían afirmado solemnemente que podían beber el cáliz que el mismo Jesús tenía que beber (20,22s). No sabían lo que entonces decían. Porque en su lugar a la hora de la humillación se podía ver a los dos ladrones. Solamente se otorga la recompensa de la gloria a los que han compartido la bajeza de Jesús.
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El evangelio de san Juan conoce la tradición según la cual María y el apóstol Juan estaban al pie de la cruz (Jn 19,Z5-27). Los tres Evangelios sinópticos, en cambio, no aluden a esta tradición; las dos tradiciones coexistieron sin llegar a fundirse. Cada evangelista adoptó la que mejor conviniere a la finalidad teológica que perseguía.

4. SEPULTURA DE JESÚS (Mt/27/57-66).

a) El entierro (27,57-61).

57 Llegada la tarde, vino un hombre rico, de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús. 58 Éste se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato mandó que se lo entregaran. 59 Y José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia, 60 y lo puso en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que había excavado en la roca; y después que hizo rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro, se fue. 61 Pero María Magdalena y la otra María estaban allí sentadas frente al sepulcro.

Ni siquiera después de la muerte se puede ver a alguno de los doce. Como antes se mencionan mujeres que formaban parte de la comitiva de Jesús y un cierto José, que también le había seguido. Ahora sale de su escondrijo y hace una obra importante. El cadáver de Jesús no debe quedar expuesto, sino que debe ser sepultado debidamente. José pone a disposición su propio sepulcro. En este acto se muestra que había llegado a ser un verdadero discípulo de Jesús. En el pequeño servicio se ha evidenciado un gran amor, como en la mujer que había ungido de antemano el cuerpo de Jesús para su sepultura (26,12). Aquí el amor ya no pudo encontrar otro camino, sólo quedaba el servicio al cuerpo sin vida. Pero el espíritu de discípulo se ha hecho patente en encontrar y recorrer este camino. Se informa por extenso de cuán esmeradamente se pone en lugar seguro y se entierra el precioso cuerpo. El Mesías debe recibir una sepultura digna. La tumba está excavada en la roca, como otras muchas que pertenecían a gente rica en los alrededores de Jerusalén. Una gran piedra tiene que colocarse delante de la entrada, para que la tumba esté asegurada contra animales o ladrones. Aún no había nadie en la cámara sepulcral, que se había dispuesto para varios enterramientos. En esta cámara se hace descansar el cadáver de Jesús como primicias de los que están muertos. La tumba es nueva, y nueva será la luz que brote de ella.

b) Los centinelas del sepulcro (27,62-66).

62 Al día siguiente, el que viene después de la parasceve, se reunieron los sumos sacerdotes y los fariseos ante Pilato, 63 y le dijeron: Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor, cuando todavía vivía, dijo: A los tres días resucitaré. 64 Manda, pues, que el sepulcro quede bien asegurado hasta el día tercero, no sea que vayan los discípulos a robarlo y luego digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos, y este último engaño sería peor que el primero. 65 Pilato les respondió: Aquí tenéis una guardia; id y aseguradlo bien, como ya sabéis. 66 Ellos fueron y, después de sellar la piedra, aseguraron el sepulcro con la guardia.

La hostilidad de los pontífices y fariseos llega más allá de la muerte. Ya se ha logrado la finalidad de haberle vencido, pero hay que asegurar esta victoria. Se han enterado dónde se ha sepultado el cadáver de Jesús y temen que sus partidarios con su celo obcecado hagan una tentativa fraudulenta. ¡Qué pensamiento tan infantil! Los que sin excepción le han abandonado y se han dispersado como las ovejas de un rebaño, ahora, cuando Jesús ha muerto, creen de repente en él. Y no solamente eso. Se les cree capaces de robar sigilosamente el cadáver y de contar al pueblo la mentira de que Jesús ha regresado de la muerte. Por más infantil que pueda parecer esta consideración, Pilato la acepta, y concede la guardia que se había solicitado. Solamente así puede explicarse la calumnia que pronto se divulgó, es decir, que los discípulos habían robado el cadáver. Así se hubiese tenido una razón evidente para hacer creíble su resurrección. ¡Los discípulos debieron arriesgar su vida por esta maniobra fraudulenta! Aquí ya se fundamenta la enemistad contra los misioneros, cuando se transfiere de Jesús a ellos.