CAPÍTULO 11


CONCLUSIÓN (Mt/11/01).

1 Cuando Jesús terminó de dar estas instrucciones a sus doce discípulos, se fue de allí, para enseñar y predicar en sus ciudades.

De nuevo el evangelista concluye como en el sermón de la montaña, es decir con una frase formularia. La palabra «instrucciones» es sorprendente y sólo se encuentra aquí. San Mateo quiere insistir una vez más en que este discurso es una enseñanza oficial y pública del Señor. Es el documento fundamental de la misión y de la vida apostólica para todos los tiempos futuros.

V. ENTRE LA FE Y LA INCREDULIDAD (11,2-12,45).

Al discurso dirigido a los discípulos le sigue una sección bastante extensa sobre la actividad de Jesús. En esta sección se cuentan pocos milagros. Ante todo debe exponerse la polémica con los adversarios. Todos los fragmentos contribuyen algo a este tema: el pro y el contra de Jesús, la crisis en que incurre su obra, la enemistad enconada del judaísmo oficial. La primera parte de considerable extensión trata de Juan el Bautista (11, 2-19). El segundo fragmento refiere dos sentencias bastante largas de Jesús, que dilucidan las oposiciones (11, 20-30). La tercera sección contiene renovadas acusaciones de los adversarios con motivo de distintos acontecimientos (12, 1-45).

1. JESÚS Y EL BAUTISTA (11,2-19).

a) Pregunta del Bautista (Mt/11/02-06).

2 Cuando Juan oyó en la cárcel las obras de Cristo, mandó unos discípulos suyos 3 para preguntarle. ¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro? 4 Y Jesús les respondió: Id a contar a Juan lo que estáis oyendo y viendo: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia el Evangelio a los pobres; 6 y bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo.

Desde 4,12 no hemos leído nada más de Juan. Está en la cárcel. Más tarde se informa sobre los pormenores más circunstanciados que le llevaron a la cárcel (14,3-12). La primera frase en el fondo ya anticipa la respuesta, cuando habla de las obras de Cristo. «El que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y ni siquiera soy digno de llevarle las sandalias» (3,11). Ahora le vienen dudas de si Jesús realmente es quien «tiene el bieldo en la mano» (3,12) y no otro alguno. La pregunta que el Bautista hace por medio de sus discípulos es una auténtica pregunta y está tomada en serio. San Mateo la explica por el hecho de que Juan en la prisión y aislado del ambiente. Ha oído hablar de las obras, pero no puede interpretarlas. ¿Ha esperado Juan obras muy distintas?, ¿un movimiento espontáneo del pueblo?, ¿el juicio tremendo contra los enemigos de Dios? No había llegado el fragor de la tempestad del juicio, cuyas primeras ráfagas habían sacudido a Juan. Jesús no contesta directamente confesando quién es. Hubiese podido contestar como ante el sumo sacerdote con una clara respuesta afirmativa. Pero en este tiempo aún evita esta contestación, y también muestra a Juan el camino por el que los discípulos y todos nosotros tenemos que andar: ver señales e interpretarlas debidamente, concebir las obras que hace Jesús como obras del Mesías. Es el camino de la fe, que arranca de los resultados visibles y conduce al conocimiento de Jesús. Es el camino que va de la obscuridad a la luz, del signo a la realidad. No puede incurrir en dudas quien comprende bien las obras y sobre todo las ve en conjunto. Jesús construye el puente que conduce a la fe, porque la enumeración «los ciegos ven...» se enlaza estrechamente con la promesa del profeta Isaías (Is 35,5s; 61,1).

El Espíritu que ungió al elegido, le hizo apto para todas estas acciones gloriosas. No es posible detenerse en una sola cosa, no se pueden ver solamente ciertos milagros y dejar de ver otros, solamente escuchar las palabras y no atender a las obras. Todo junto forma el debido cuadro. Jesús no solamente es un predicador del pueblo o un taumaturgo. Y no solamente ha curado como un médico, sino que también ha resucitado muertos. Todo junto deja reconocer que aquí está actuando el ungido de Dios, que vio Isaías. También la Iglesia sólo es conocida como signo de Dios, si se ven juntos todos sus distintivos: la Iglesia es una, santa, universal (católica) y conserva su primitiva historicidad (es apostólica).

b) Testimonio de Jesús sobre el Bautista (Mt/11/07-15).

Jesús no ha hablado tan detenidamente de ningún hombre como del Bautista. El discurso emocionado con sus preguntas breves, que siguen unas a otras como por sacudidas, nos muestra de nuevo a Jesús como gran orador profético. Estas palabras no solamente revelan la importancia de Juan en la historia de la salvación, sino que al mismo tiempo son un testimonio de la profunda impresión que el Bautista incluso como hombre ha causado en Jesús.

7 Al irse ellos, comenzó Jesús a hablar de Juan a la gente: ¿Qué salisteis a ver al desierto: una caña agitada por el viento? 8 Si no, ¿qué salisteis a ver: un hombre vestido con refinamiento? Bien sabéis que los que visten con refinamiento están en los palacios de los reyes. 9 Entonces, ¿a qué salisteis: a ver a un profeta? Pues sí, ciertamente, y mucho más que un profeta.

Jesús con sus preguntas hace reflexionar al pueblo sobre lo que buscaban, cuando acudían en masa al Jordán. Aquella gran peregrinación parece haber cesado. Con todo, el recuerdo se había grabado profundamente en todos. Jesús con sus preguntas señala una vez más la figura de aquel hombre adusto: no era como una caña, que el viento mueve de un lado a otro. Un hombre que se mueve al compás del viento, hoy defiende esta opinión, mañana defenderá otra. Sin hipocresía y con franqueza ha dado a conocer Juan su mensaje, y ha apelado a la conciencia de cada uno, de la condición social que sea, incluso a la conciencia del rey. No era un hombre con vestidos suntuosos y refinados, como los que se encuentran en los palacios de los grandes, de los poderosos y de los ricos. Juan está ante ellos como un robusto árbol silvestre. Los israelitas han buscado un profeta y también lo han encontrado. La cadena rota de los profetas se soldó de nuevo con Juan.

En último término esto es lo que atraía a los hombres hacia él: Dios volvía a hablar con las palabras proféticas que habían conmovido a Israel a través de los siglos. Todo eso lo sabe la gente, y las palabras de Jesús habrán encontrado un fuerte eco en sus corazones. Sin embargo, Jesús dice todavía más. Juan es más que un profeta. No sólo es el portavoz de Dios, el medianero del mensaje de Dios para el pueblo. Es, además, portador y figura de la salvación. No por sí mismo ni por razón de su vida ascética, sino porque su actuación desde un principio es mayor que la de los otros profetas. Su actuación le otorga una importancia única. Él solo fue llamado para conducir y preparar al pueblo para aquel que es más fuerte que él y ha de venir después de él (3,11).

10 Este es aquel de quien está escrito: Mira que envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino delante de ti.

La proclamación mesiánica del Bautista y su proximidad inmediata a Jesús le convierten en el precursor. Isaías ya había hablado de la preparación del camino: Dios hace volver jubilosamente del cautiverio a su pueblo, que debe recorrer para ello un camino llano y recto. El pueblo va de la servidumbre a la libertad (Is 40,4s; Mt 3,3). Todavía más dice el profeta Malaquías. Trata del camino de Dios a su pueblo. Pero no ya para liberarlo del cautiverio de Babilonia, sino para redimirlo al fin del tiempo. Vendrá el mismo Dios. Le precede un heraldo: «Mira que envío ante ti mi mensajero, el cual preparará tu camino delante de ti» (Mal 3,1). Estas palabras proféticas dan la luz, con que hay que ver la figura del Bautista desde el punto de vista del plan salvífico de Dios. Aquí lo hace el mismo Jesús. Indirectamente atestigua que él es el Mesías del tiempo final, para el que Juan ha desbrozado el camino.

11 Os lo aseguro: entre los nacidos de mujer, no ha surgido uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él.

«Más que un profeta» todavía significa otra cosa. Juan no solamente es un gran personaje como precursor en el ejercicio de su cargo, sino también como ser humano: entre los nacidos de mujer no hay uno mayor. Es una frase asombrosa. Parece como si hubiese sido formada en un delirio y sin embargo está concebida como una alabanza personal a este hombre. Realza a Juan entre sus contemporáneos, más aún entre la gran multitud de hombres de Dios del tiempo pasado. «Entre los nacidos de mujer», esta frase es en primer lugar una perífrasis al gusto de los orientales, pero, cuando Jesús la usa, también resuena el misterio de su propia procedencia. También él ha nacido de mujer, pero sólo «según la carne» (Rom 1,3). Su origen como hombre-Dios está más allá de la procreación humana, ha sido engendrado por Dios (Cf. Hb 1,5;5,5).

La frase siguiente vuelve a delimitar lo que se acaba de decir. Muy grande es Juan el Bautista, y sin embargo es muy pequeño, si se le mide en la nueva edad, en el reino de los cielos. El más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Ya ha empezado la nueva época. El reino de Dios se abre paso. El que se encuentra en esta nueva edad, aún es mayor que cualquiera que haya vivido antes, incluso que el Bautista. Éste es un nuevo pensamiento: Junto a la alta categoría asignada a Juan se coloca la valoración del tiempo nuevo, la época del reino de Dios. Está en una etapa superior el hombre de esta edad, el hombre en gracia, el hombre redimido. Lo antiguo y lo nuevo se relacionan mutuamente como la imagen con la realidad misma...

12 Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. 13 Porque todos los profetas y la ley cumplieron su misión profética hasta Juan.

Se formula la pregunta: ¿En qué parte precisa de la historia de la salvación se encuentra el Bautista? Es una figura de transición, medio en la sombra y medio en la luz, profeta del tiempo futuro y, al mismo tiempo, precursor. ¿Está más allá o más acá de la linde que separa los dos períodos? Hasta ahora hemos oído palabras en que podían suponerse las dos cosas: Juan se halla en la parte de allá, ya que el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que él. Pero también podría estar en la de acá, ya que es más que un profeta, a saber, es el precursor del Mesías. El evangelista aquí no prosigue el pensamiento de que Juan sea menor que cualquiera en el reino de los cielos, sino que prosigue el otro pensamiento que incluye a Juan en la nueva era.

Desde los días de Juan el Bautista en adelante, es decir empezando con Juan, con su actuación y sus sermones; desde esta hora, el reino de los cielos está presente, porque es acosado (Mt 11,12 = Lc 16, 16 es uno de los versículos más difíciles del Evangelio y es objeto de controversia en la interpretación. Puede ser una queja («el reino de los cielos es acosado») o un grito de júbilo («el reino de los cielos se abre paso victoriosamente»). Aquí se toma por base el primer modo de ver, sin que por ello se rechace el segundo. Hasta hoy día no hay una interpretación plenamente satisfactoria). Aquí llegamos a conocer el otro aspecto, el aspecto sombrío de la venida del reino. Hasta ahora casi sólo hemos oído hablar del aspecto brillante, del avance victorioso, de la virtud vital y curativa. Con todo las muchas impugnaciones de los adversarios (la peor de las cuales es el reproche de que Jesús trabaja aliado con el demonio) mostraron el otro aspecto. Al reino se oponen duras resistencias. Su avance es obstaculizado, más aún, detenido violentamente. Y esta oposición significa en último término que se ponen impedimentos al paso de Dios, que se frustra su actuación. Eso lo ve Jesús tan perspicazmente que habla de los violentos que quieren arrebatar el reino. Según esto, el reino no solamente es debilitado y frenado en su curso, sino que se intenta privarle directamente de su fuerza. Es un pasaje oscuro. La historia de las tentaciones quizás ayude un poco a comprender este difícil versículo. Satán lucha por conseguirlo todo, quiere usurpar el dominio y arrebatarlo. En la continuación de la obra de Jesús, se escuda detrás de todos los adversarios e intenta de diversos modos disputar a Dios el dominio y establecer el suyo propio en su lugar. Una nueva ojeada a los abismos del acontecer, que siempre estará impulsado por estos poderes, mientras dure el tiempo final... Puede aplicarse a Juan que desde él en adelante el reino de los cielos está de algún modo presente, principalmente por medio de todo lo que Jesús hace y predica. La ley y los profetas tienen un alcance que se extiende hasta él. Su tarea fue la conducción, la indicación previa de lo venidero. Con el Bautista ya ha empezado lo venidero. Ha pasado el tiempo del vaticinio, ha llegado el tiempo de la realización.

14 Y si queréis aceptarlo, éste es Elías, el que tenía que venir. 15 El que tenga oídos, que oiga.

Hemos oído decir que Juan era el precursor, como dijo Malaquías (11,10). En el mismo profeta, algunos versículos después, se anuncia otro mensaje: «Mirad, os envío al profeta Elías antes que llegue el gran y temible día del Señor» (/Ml/03/23). Según la fe de aquel tiempo debía venir Elías antes que el Mesías, debía preparar la venida de éste. Aquí se reúnen las dos predicciones: el (anónimo) mensajero de Mal 3,1 es el Elías de 3,23. Y ambos son Juan el Bautista. No se puede creer que Elías apareciera corporalmente en Juan, que el Bautista sea, en algún modo, un Elías encarnado, sino que Juan «irá delante de él con el espíritu y poder de Elías» (Lc 1,17). Si Juan fuese el verdadero Mesías, entonces se tendría que poder comprobar quién es el precursor. A los judíos que decían: Jesús no puede ser el Mesías, porque Elías aún no ha aparecido, a éstos se tuvo que poder decir: Elías ya estaba presente en Juan, pero vosotros no lo habéis conocido. El último breve versículo: El que tenga oídos, que oiga, quiere decir que solamente se puede comprender con la fe esta presencia de Elías en Juan. Sólo quien abre su oído y está dispuesto a entender bien y aceptar en su corazón lo que ha oído, conoce lo que aquí se dice: Así pasa con todos los misterios de la fe: hay indicaciones auxiliares, puentes que Dios construye. Pero la aceptación es de la incumbencia de nuestra fe diligente.

c) Acusación contra «esta generación» (Mt/11/16-19).

16 ¿A quién compararé esta generación? Se parece a los niños sentados en las plazas, que gritan a sus compañeros: 17 Os tocamos la flauta y no habéis bailado; entonamos cantos lúgubres y no os habéis lamentado.

Aún continúa el tema: Juan el Bautista y su rango en los sucesos de la salvación. Con todo ahora el tema prosigue con una invectiva contra esta generación. Es caprichosa y versátil, más aún, directamente irresponsable, como niños que juegan en el mercado a «bodas» y «entierro». Uno de los grupos tiene aspecto jovial, pero el otro grupo está descontento. Hacen un ensayo con un canto triste y fúnebre, pero tampoco les satisface el ensayo. Nada les sienta bien, son caprichosos aguafiestas. ¿Cómo os va a vosotros, a esta generación, los contemporáneos de Juan y de Jesús? Como a estos niños, con la única diferencia de que aquí no se trata de un juego, sino de la vida...

18 Porque llegó Juan, que ni come ni bebe, y dicen: Está endemoniado. 19a Llegó el Hijo del hombre, que come y que bebe, y dicen: Éste es un comilón y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores.

Para ellos Juan no lo ha hecho bien, vivió una vida rigurosa de penitencia. Entonces dijeron: Está endemoniado. No se acomodaba a ellos, y no podía hacerlo bien para ellos, no bailaba según su antojo y sin más ni más le dieron la culpa de su fracaso: es un desatinado. Algo semejante se ha dicho también de Jesús (9, 32-34; 12,22-24). Es el medio más sencillo de rehuir el llamamiento: atribuir al demonio lo que Dios hace. Entonces vino Jesús. que no vivía como un áspero asceta. Trae el tiempo de la alegría, el tiempo de la plenitud, en que no debe haber ayunos (9,14s). Jesús se compadece de los desechados, se sienta voluntariamente en la mesa con publicanos y pecadores (9,10-12). Esta conducta de Jesús les parece demasiado mundana. Por esta causa le hacen reproches espantosos y ofensivos, que en ningún pasaje de los Evangelios se expresan con palabras tan ásperas como aquí. ¿Quién procederá bien para vosotros? ¿En quién queréis creer?

19b Pero la sabiduría fue reconocida por sus obras.

El juicio de los hombres no acierta, sino que pasa sin hacer caso de ninguno de los dos. En cada uno de ellos actuaba la sabiduría de Dios, la cual a uno le ha constituido riguroso predicador de la penitencia, a otro portador de alegría y esposo celestial. Lo que han hecho los dos, son obras de la sabiduría de Dios, ideadas en las profundidades divinas y hechas en el Espíritu Santo. Reconoce el carácter divino el que tiene oídos para oir y ojos para ver, el que tiene afición a lo sobrenatural y lo sabe percibir. Por tanto, se justifica la sabiduría, cuando hay hombres que creen en las obras. Todas las falsas interpretaciones humanas enmudecen ante esta justificación. Todo lo que Dios obra, en último término sólo es asequible al ojo de la fe. Pero el que ve con este ojo, reconoce en todas partes la sabiduría de Dios, incluso en la figura visible de la Iglesia. Tenemos que esforzarnos -como los contemporáneos del Bautista y de Jesús-, a ver con una mirada sobrenatural, a reconocer en las señales patentes del Dios invisible las obras de su sabiduría.

2. JUICIO Y SALVACIÓN (11,20-30).

a) Amenaza a las ciudades de Galilea (Mt/11/20-24).

20 Entonces comenzó a increpar a las ciudades en que se habían realizado la mayoría de sus milagros, por no haberse convertido.

El discurso de Jesús se va elevando hasta convertirse en palabra conminatoria. No es un juego como en el caso de los niños en el mercado, sino que se trata de la muerte y de la vida. La veleidad caprichosa de los habitantes de dichas ciudades en último término es incredulidad, la recusación de Dios. Si no creyeron ya en las palabras de Jesús, las obras hubiesen tenido que convencerles. Estas ciudades, en las que Jesús había hecho muchos milagros, no se han convertido. Las ciudades que aquí nombra el Señor: Corazaín, Betsaida, Cafarnaúm, todas ellas son ciudades de Galilea, situadas alrededor del lago de Genesaret.

21 ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque, si en Tiro y Sidón se hubieran realizado los mismos milagros que en vosotras, ya hace tiempo que, cubiertas de saco y ceniza, se habrían convertido. 22 Por eso, os digo: en el día del juicio, habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. 23 Y tú, Cafarnaúm, ¿es que te van a encumbrar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno bajarás! Porque, si en Sodoma se hubieran realizado los mismos milagros que en ti, todavía hoy estaría en pie. 24 Por eso os digo: en el día del juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti.

¡Ay de ti! es el llamamiento de la desventura, la contraparte de la exclamación profética «bienaventurados» (Cf. 5,3ss; 23, 13ss.). La interjección «¡ay!» amenaza con la desventura y la llama eficazmente, así como también la bienaventuranza llama la salvación. En la Escritura hay ejemplos típicos de ciudades impenitentes: es proverbial que los profetas nombren las ciudades paganas de Tiro y de Sidón en el norte de Palestina como ejemplos de altiva arrogancia y copiosa riqueza (Cf. Is 23, 4; Ez 26-28). Sodoma (y Gomorra), las ciudades del libertinaje y del vicio, fueron destruidas (Cf. Gn 18,16-19, 29 y el comentario a Mt 10, 15). Así como el centurión pagano encontró el camino que conduce a la fe, así también las ciudades paganas se hubieran convertido, si hubiesen visto los milagros de Jesús. Y Sodoma actualmente aún estaría en pie, si hubiese llegado a ser testigo de las gloriosas pruebas de su poder. Todo eso lo hará ostensible el día del juicio. Entonces estas ciudades quedarán en mejores condiciones que los lugares cercanos, que han rehusado el ofrecimiento de la gracia y han pasado jugando el tiempo de la decisión. La oferta se hizo a todos, a toda la población de una ciudad. Jesús los ve a todos implicados en un destino común. En el encuentro personal Jesús siempre llama al individuo, y éste adquiere la fe. Pero todos concurren y son responsables unos de otros. La llegada del reino de Dios es un acontecimiento público, más aún, político, que a todos atañe. Dios puede dar una señal a una comunidad, a una ciudad, a un pueblo, y hacer una oferta que obligue a todos. Así sucedió siempre hasta nuestros días. Eso significa que debemos estar atentos al llamamiento que exhorta a la conversión...

b) Se revela la salvación (Mt/11/25-27).

A continuación siguen tres versículos de gran alcance sobre la gloria de Dios. El evangelista los hace resaltar con la frase introductoria «en aquel tiempo». Los dos primeros versículos son una alabanza al gran Dios, que se ha revelado a los pequeños y a la gente sencilla (11,25s). El tercer versículo da una profunda visión del íntimo misterio de Jesús (11,27).

25 En aquel tiempo tomó Jesús la palabra y exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. 26 Sí, Padre; así lo has querido tú.

En el evangelio solamente aquí encontramos el solemne tratamiento: Padre, Señor del cielo y de la tierra. Antes Jesús hablaba del Padre, de su Padre o de nuestro Padre, con el íntimo acento familiar que tiene este tratamiento. Aquí ahora se dice expresamente que el Padre también es el Creador omnipotente y el Señor del mundo. Es el Dios que «al principio creó» (Gén 1,1) el mundo, el cielo y la tierra, y ahora los conserva en su subsistencia. Fuera de él no hay otro Dios. Todo lo que todavía existe en el mundo universo, está subordinado a él, como a Señor supremo. El solemne tratamiento aquí muy significativo, porque nos hace apreciar en lo justo las siguientes palabras. En efecto, este Dios grande, que todo lo conserva, ha ofrecido su revelación a la gente sencilla. Dios no ha elegido la gente entendida y prudente. Jesús no dice lo que Dios ha dado a conocer, sino solamente «estas cosas». Por el Evangelio que hemos leído hasta ahora, sabemos que refiere todo el mensaje de Jesús anunciado con palabras y con milagros. Jesús ha dedicado la primera bienaventuranza a los pobres en el espíritu (5,3), ha buscado a los pequeños, a los desechados y despreciados, sobre todo a los incultos. A éstos ha llamado para ser sus discípulos, éstos han creído en él y le han rogado que hiciera milagros, como la mujer que padecía flujo de sangre, o los dos ciegos. Parece casi como una predilección de Dios, como una debilidad por los que no valen nada en el mundo.

Los sabios y entendidos se marchan vacíos. Ante ellos se oculta el misterio de Dios, de tal forma que no lo ven ni conocen, no lo oyen ni creen. Como en el Antiguo Testamento, así también aquí la aceptación o repudio se adjudica solamente a Dios. Él es quien abre el corazón o bien lo endurece, como el caso del faraón. Pero eso no sucede sin la propia decisión del hombre, sino que en cierto modo es tan sólo la respuesta de Dios a su alma, ya cerrada, que se ha vuelto impenetrable para la palabra de Dios. Aunque por razón de sus dones espirituales, de sus conocimientos y de su inteligencia tendrían que ser especialmente adecuados para entender el lenguaje de Dios, se cierran ante este lenguaje, que permanece oculto para ellos. Jesús sobre todo ha de pensar en los escribas. Han utilizado su entendimiento para formarse una idea cerrada de Dios y del mundo, y no están dispuestos a oir y aprender de nuevo. Creen que conocen bien a Dios y que poseen la verdadera doctrina. Esta es la eterna tentación del espíritu humano desde el momento en que el tentador insinuó a Eva que se les abrirían los ojos y serían semejantes a Dios, si comieren del árbol del conocimiento... Así pues, Dios sólo puede contar con los sencillos que se descubren y creen con llaneza. ¡Qué singular trastorno del orden! Y sin embargo Dios elige este camino, porque es el único por el que puede llegar su mensaje. Este camino corresponde a su voluntad, le es muy agradable. ¡Cuántas cosas se entienden en el mundo, si se tienen en cuenta estas palabras!

21 Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.

Aquí se habla del conocimiento. No es una ciencia del entendimiento, una comprensión con sus ideas y consecuencias. Conocer en la Biblia tiene un significado mucho más extenso. La imagen del «árbol de la ciencia del bien y del mal» en el paraíso del Edén designaba unos conocimientos amplios, una inteligencia inmediata de las razones y causas de las cosas. Además el verbo conocer indica que se está familiarizado con otra cosa, designa la aceptación juiciosa y la apropiación amante de una cosa. Participan por igual en la acción de conocer la voluntad, los sentimientos y la inteligencia. Por eso la Escritura puede designar con el verbo «conocer» el encuentro más íntimo del hombre y de la mujer en el matrimonio. Si Dios conoce al hombre, lo penetra por completo con su espíritu y al mismo tiempo le abraza con amorosa propensión. Conocer y amar son entonces una misma cosa.

Dice Jesús: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, el mismo Padre, que acaba de ser ensalzado como Señor del cielo y de la tierra (11,25). El Hijo es el mismo Jesús, ya que llama a Dios su Padre. Aquí por primera vez nos enteramos de esta profunda relación entre Dios y Jesús, que aquí habla como un hombre entre los hombres. Las imágenes Padre e Hijo, tomadas de nuestra experiencia en el orden natural, soportan el misterio que hay en Dios. Sólo un ser comprende por completo al Hijo con un conocimiento amoroso, de tal forma que no quede nada por explorar: el Padre. Aún es más asombrosa la oración inversa: Y nadie conoce al Padre sino el Hijo. Jesús hasta ahora siempre había hablado de Dios con reverencia y humilde devoción, y así también lo continúa haciendo en adelante. También para él, que aquí habita como un hombre entre los hombres, Dios es el gran Dios y Padre bondadoso. Pero en la profundidad de su ser Jesús es igual al Padre, también le conoce plena y totalmente. Más aún, ni hubo ni hay nadie más en el mundo que tenga tales conocimientos, sino él. Jesús es Dios. Es el único pasaje en los evangelios sinópticos, en que esté tan claramente expresada la filiación divina del Mesías. Estas palabras están solitarias y grandiosas en este pasaje. Como a través de una rendija en las nubes estas palabras nos dejan dirigir la mirada a las profundidades del misterio de Dios. Debemos aceptar estas palabras respetuosamente y como «gente sencilla». Pero el Hijo no posee este conocimiento para sí solo, sino que debe retransmitirlo. Su misión es revelar el reino de Dios. Lo que se acaba de decir de Dios, también es la obra del Hijo: Y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo. Se le ha encomendado esta revelación, ya que el Padre se lo ha confiado todo. En último término parece ser indiferente que se declare algo del Padre o del Hijo. El Padre se lo ha encomendado todo, toda la revelación, luego el Hijo puede disponer libremente de ello, y comunicarlo a quien lo quiera comunicar. Y no obstante sigue siendo siempre la palabra y la obra del Padre. Porque ellos son un solo ser en su recíproco conocimiento y amor. Lo que dice Jesús, incluso de sí mismo, es como un obsequio que viene a nosotros de las profundidades de Dios. No es fácil penetrar en ellas. Entonces los judíos se escandalizan. Este escándalo también está al acecho en nosotros. ¿Cómo puede hablar así un hombre? ¿No es el hijo del carpintero? No se entiende nada, si se procede en este particular con la comprensión crítica, como ya hicieron los adversarios en el primer tiempo del cristianismo. Se entiende tan poco como entendió aquella «generación», que no pudo emprender nada ni con Juan el Bautista ni con Jesús. Aquí sólo viene a propósito la abierta disposición de la «gente sencilla». no la arrogante seguridad de un «sabio» y «entendido». «Quien no recibe como un niño el reino de Dios, no entrará en él» (/Mc/10/15).

c) El yugo llevadero (Mt/11/28-30).

28 Venid a mí todos los que estáis rendidos y agobiados por el trabajo, que yo os daré descanso. 29 Cargad con mi yugo y aprended de mí, porque soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vosotros; 30 porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.

De nuevo Jesús tiene ante su vista las mismas personas a que estaba dedicado con todo el amor: los pobres y hambrientos, los ignorantes y la gente sencilla, los apenados y enfermos. Siempre le han rodeado, le han llevado sus enfermos, han escuchado sus palabras, y también han procurado tocar aunque sólo fuera una borla de su vestido. También ha ido a ellos por propio impulso y ha comido con los desechados. Ahora llama a sí a todos ellos y les promete aliviarlos. Son como ovejas sin pastor, están abatidos y desfallecidos (9,36). Están abrumados y gimen bajo el yugo. Esta es la carga de su vida agobiada y penosa, pero sobre todo la carga de una interpretación insoportable de la ley. Esta doble carga les cansa y les deja embotados. En cambio Jesús los quiere aligerar y darles alegría. Los escribas les imponen como yugo cruel y áspero las prescripciones de la ley, como un campesino impone el yugo al animal de tiro. Los escribas convierten en una carga insoportable de centenares de distintas prescripciones la ley que fue dada para la salvación y la vida (Ez 20,13). Nadie podía cumplir tantas prescripciones; ni ellos mismos eran capaces de cumplirlas. Jesús tiene un yugo llevadero. Es un yugo que se adapta bien, se ciñe ajustado y se amolda fácilmente alrededor de la nuca. Aunque tiene exigencias duras, y enseña la ley de una forma mucho más radical (sermón de la montaña), este yugo de Jesús es provechoso al hombre. No le causa heridas con el roce, y el hombre no se desuella sangrando. «Sus mandamientos no son pesados» (/1Jn/05/03) porque son sencillos y sólo exigen entrega y amor. No obstante la voluntad de Dios es un yugo y una carga. Pero se vuelven ligeros si se hace lo que dice Jesús: Aprended de mí. Jesús también lleva las dos cosas: su misión para él es yugo y peso: Con todo, él los ha aceptado como siervo humilde de Dios. Se ha hecho inferior y cumple con toda sumisión lo que Dios le ha encargado, se hace servidor de todos. Aunque el Padre se lo ha entregado todo, se ha hecho como el ínfimo esclavo. Si se acepta así el yugo de la nueva doctrina, entonces se cumple la promesa: y hallaréis descanso para vosotros. Este descanso no es la tranquilidad adormecedora del bienestar burgués o la paz fétida con el mal (Jesús ha hablado de la espada [10,34]). Jesús promete el descanso para el lastre abrumador de la vida cotidiana, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas. El que vive entregándose a Dios, y ejercita incesantemente el amor, es levantado interiormente y se serena. Nuestra fe nunca puede convertirse en carga agobiante, en el yugo que nos cause heridas con el roce. Entonces se apreciaría la fe de una forma falsa. Si se procura realmente cumplir los mandamientos de Dios, entonces el yugo de Jesús nunca es una fuente menguante de consuelo y de apacible serenidad. En esto tendría que ser posible conocer al discípulo de Jesús.