CAPÍTULO 10

1. VOCACIóN Y MISIÓN DE LOS APÓSTOLES (10,6).

a) Los doce apóstoles (Mt/10/01-04).

1 Y convocando a sus discípulos, les dio poder de arrojar espíritus impuros y de curar toda enfermedad y toda dolencia. 2 Los nombres de los doce apóstoles son éstos: El primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago, el de Zebedeo, y su hermano Juan; 3 Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, el de Alfeo, y Tadeo; 4 Simón, el cananeo, y Judas Iscariote, el que luego lo entregó.

Los doce apóstoles aquí aparecen como un colegio, que ya está elegido y pertenece definitivamente a Jesús. San Mateo no ha relatado la elección (Cf. Mc 3,13-15; Lc 6,12s.). Jesús les da poder sobre los demonios y sobre todas las enfermedades. Más tarde se añade el encargo de predicar (10,7s). El evangelista emplea las mismas expresiones con que también describe el poder de Jesús (9,35), y así muestra que los apóstoles resultan enteramente iguales a él, deben ser su brazo extendido. Los apóstoles actuarán como él y también confirmarán su palabra con milagros. Luego siguen los nombres de los doce apóstoles. De forma significativa, en primer lugar está Simón con el sobrenombre de Pedro. Mucho más adelante leemos de qué modo Simón adquirió este nombre (16,18). Aquí hay un catálogo o una lista oficial en la que tiene que estar este sobrenombre. Primeramente se mencionan los dos pares de hermanos, cuya vocación ya se ha descrito al principio, y que seguramente desde el tiempo más antiguo fueron considerados en la Iglesia como los primeros llamados (4,18-22). En el evangelio sólo de dos de los apóstoles nombrados a continuación llegamos a conocer pormenores: del publicano Mateo (Leví), que en su despacho de cobrador de impuestos fue llamado por Jesús para que le siguiera (9,9), y de Judas, el traidor. En el evangelio de san Juan se nos dan más informes de Felipe y Bartolomé y de Tomás (Cf. Jn,1,43-51; 6, 5-7; 14,8-10). En total no es mucho lo que se nos cuenta. Se puede entender que la leyenda más tarde quisiera llenar las lagunas que nos dejaron los evangelistas. Éstos no quisieron satisfacer la curiosidad y el sentido piadoso, sino que con su escasez quisieron indicar siempre solamente a uno: a Jesús, el Mesías. Cada uno, incluso quien ha obtenido el cargo más elevado -el apóstol-, es y lo ha recibido todo solamente de él.

Los nombres permiten sacar muchas conclusiones sobre la composición del grupo de los apóstoles. Hay nombres griegos junto a otros judíos; diferentes comarcas de Palestina entran en consideración según la procedencia; sencillos pescadores están junto a un miembro del radical partido de los zelotas y discípulos de Juan el Bautista (Santiago y Juan). El grupo de que se rodea Jesús, parece haber sido abigarrado, los apóstoles no constituyen un séquito de discípulos aplicados y dóciles, pero tampoco son aduladores y serviles. A Jesús le ha sido difícil formar a los apóstoles y en apariencia ha logrado poco de ellos. Pero cuando realmente se habían convertido y el Espíritu Santo los había enardecido, entonces pasaron a ser testigos valerosos y dispuestos a morir, y columnas básicas sobre las que se levantó la Iglesia. Uno de los misterios más terribles de la historia es que Judas fuera uno de los apóstoles. Los límites entre el reino de Dios y el imperio de Satán están muy próximos. El traidor, que pertenecía al grupo más íntimo, se convierte en el instrumento del espíritu maligno. Jesús se ha entregado a estos hombres, a quienes distinguió con una misión tan excelsa, y se ha arriesgado a que uno de ellos le entregue a la muerte...

b) Misión de los apóstoles (Mt/10/05-16).

5 A estos doce los envió Jesús, dándoles estas instrucciones: No vayáis a tierra de gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; 6 id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Ahora Jesús envía a los apóstoles. Para la misión Jesús da una instrucción precisa: primero sobre el lugar, luego sobre el contenido. No deben ir ni al encuentro de los gentiles ni de los samaritanos (hostiles y considerados como medio paganos), sino solamente a los israelitas. Con esta prohibición no se determina que los gentiles o los samaritanos no deban tener parte alguna en el reino de Dios y en las bendiciones del tiempo mesiánico. Jesús sólo dispone el orden, el camino que debe tomar la salvación según decreto divino, que manda ir de los judíos a los gentiles. Así entendió Jesús su misión, y como se infiere de los Evangelios, se ha atenido estrictamente a esta manera de entender: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (15,24). Esta limitación puede haber resultado dura para Jesús. También esta obediencia forma parte de la abnegación del Hijo de Dios, mediante el cual estamos redimidos. En todo esfuerzo apostólico y pastoral se ha de tener en cuenta que no interesa la multitud de los trabajos, ni la extensión del recinto, sino hacer lo que es voluntad de Dios en el estrecho territorio determinado por él. En la misión posterior ya no puede aplicarse esta regla a los apóstoles, puesto que a los gentiles ya se les han abierto de par en par las puertas. Estas palabras de Jesús tienen que estar aquí para que cualquier judío vea que Dios primero ha ofrecido la salvación a Israel. E1 Mesías y sus mensajeros le han servido exclusivamente a él. Si ahora los gentiles han encontrado la fe que Israel recusaba (cf. 8,10-12), puede decirse, con fundamento, que los judíos no tienen excusa.

7 Id y predicad que el reino de los cielos está cerca. 8a Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios.

Los apóstoles han de predicar lo mismo que Jesús predicaba: El reino de los cielos está cerca. Es el tiempo de la gran cosecha, de la donación única de Dios a su pueblo, es el tiempo de cumplir, por tanto el tiempo de la conversión y de la penitencia. El poder que han obtenido (10,1), también deben probarlo en la curación de enfermedades, incluso en la resurrección de muertos y en la expulsión de espíritus malignos, y así serán iguales a Jesús. En boca de Jesús, se resume lo que hemos oído por extenso: la curación de todas las enfermedades (4,23s; 8,17), la resurrección de muertos (9,18s.23-26), la purificación de la lepra (8,1-4) y la expulsión de los demonios (4,24; 8,16.28-34; 9,32). Sólo muy escasas veces nos enteramos de que los apóstoles hicieran tales cosas en tiempo de Jesús (Cf. Lc 10,17 20; Mc 9,14-29 = Mt 17, 14-21). Más tarde aquel poder se desarrolló mucho; especialmente los Hechos de los apóstoles cuentan los milagros que hace Pedro en nombre de Jesús (Act 3,0; 5,12-16; 9,31-43). En tiempos apostólicos, en tiempos de la primitiva Iglesia, la predicación va acompañada de señales y milagros. Este acompañamiento procede de aquellos dones especiales que el Señor dio a los apóstoles para que pudieran cumplir su misión. Más tarde se manifiestan una que otra vez estos dones, especialmente en la vida de los santos. Entonces el don de hacer milagros es un nuevo y especial regalo de Dios, pero no va unido a un cargo particular ni a un tiempo determinado como en la primitiva Iglesia apostó1ica.

8b Gratis recibisteis, dad gratis. 9 No os procuréis oro, plata, ni moneda de cobre para vuestros cinturones; 10 ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; pues el obrero merece su sustento.

La predicación debe quedar libre de toda apariencia de codicia. Jesús comunica gratuitamente sus dones, y así deben también ser retransmitidos. También ha sido un principio del tiempo apostólico que el misionero actúe sin remuneración, pero que sea sustentado por los fieles. Como sucedió a Jesús, la predicación sólo puede tener éxito si no se lleva a cabo por la ganancia como negocio. No deben ganar ninguna cantidad de dinero, ni monedas de plata, ni de oro, por tanto monedas de valor más elevado, ni tampoco las menos valiosas de cobre, la calderilla. Cuando emprendan el viaje, deben confiar plenamente en Dios. Él los alimentará, como alimenta a los pájaros y a los lirios del campo. Cuando estén enteramente entregados a su servicio, Dios se cuidará de todo lo demás. La sobriedad y la sencillez también son distintivos del equipo que prescribe Jesús. Los apóstoles deben dejar en casa la alforja para llevar las provisiones de boca y otros accesorios de viaje, como la segunda túnica de recambio. Causa extrañeza que tampoco puedan llevar sandalias ni bastón, que no son precisamente un lujo. Quizás las sandalias haya que entenderlas como calzado duradero, resistente por un largo tiempo y para la montaña, no como las sandalias ligeras sin las que no se puede correr por las melladas rocas calcáreas. ¿Y el bastón? ¿Debe quedarse en casa para no molestar a los apóstoles? En cualquier caso se exige una pobreza extremada. Pues el obrero merece su sustento. Los misioneros recibirán en el camino todo lo que se requiere además de lo absolutamente necesario. Más aún, tienen un derecho, que más tarde también usan, fuera de san Pablo. La regla apostólica sobrevive en diferentes formas hasta nuestros días. Las comunidades sustentan a todos los que les sirven con la palabra y los sacramentos. Ambas partes habrían de tener en cuenta que en los sentimientos fraternales hay una correspondencia de dar y tomar, la cual está limitada a lo necesario por la regla apostólica.

11 En cualquier ciudad o aldea en que entréis, informaos de quién hay de confianza en ella, y alojaos allí hasta el momento de partir. 12 Al entrar en la casa, dirigidle el saludo de paz; 13 y si la casa lo merece, descienda vuestra paz sobre ella; pero si no lo merece, vuélvase a vosotros vuestra paz. 14 Y si algunos no os reciben ni escuchan vuestras palabras, salid de esa casa o de aquella ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies. 15 Os lo aseguro: habrá menor rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra en el día del juicio que para esa ciudad.

La presente sección contiene las instrucciones de Jesús para el alojamiento de los misioneros. Cuando lleguen a un lugar, deben primero indagar qué casa es adecuada para ellos. Una vez se hayan informado, deben permanecer allí mientras ejerzan su actividad en aquel lugar. De este modo se dice indirectamente que no se alojen en varias casas, ni se muden de una casa a otra (Cf. Lc 10.7; Mc 6,10). En los primeros tiempos de la misión parece que se han tenido malas experiencias a este propósito, por lo cual esta regla de Jesús fue aplicada también más tarde. Podrían producirse celos y envidia, diversas murmuraciones rumurosas que perjudicaban el mensaje. Cuando los misioneros lleguen a una casa, deben saludar a sus moradores. Es el saludo de paz, usual en oriente incluso en nuestros días. San Lucas dice más explícitamente: «Y en cualquier casa en que entréis, decid primero: Paz a esta casa» (Lc 10,5). Cuando van como mensajeros del reino, el saludo de la paz ya no es una fórmula de cortesía. Lo que ellos traen consigo, el poder de salvar y la virtud milagrosa del reino de Dios, entrará en aquella casa. Es la paz de Dios que viene a la casa, que ha sido favorecida con una gracia. Pero si la casa no está dispuesta para Dios y sus enviados, si no contesta al saludo de paz con alegría y prontitud, los mensajeros no pueden conseguir nada: la paz que han deseado y ofrecido, vuelve a ellos. Cuando el sacerdote viene a visitar a un enfermo, dice al entrar en la habitación: «La paz del Señor sea con esta casa». Si no necesitamos pronunciar estas solemnes palabras, con todo deberíamos tener esta intención, cuando visitamos una casa como mensajeros del Señor, especialmente si es una casa de incrédulos: Traemos la paz de Dios. Esto se ha dicho de cada casa, más en concreto de la comunidad doméstica, de la familia con los hijos, los abuelos y todos los servidores. Una casa puede rehusar la oferta de la paz. También puede pasar que toda una ciudad rechace a los mensajeros, no los deje entrar o no los escuche. Es el fracaso, tal como Jesús lo ha vivido también. El fracaso más doloroso lo tuvo Jesús en su ciudad paterna de Nazaret (13,53-58). Sobre todo san Pablo fracasó muchas veces (Cf. 2Co 11, 23-33 y las correspondientes descripciones de los Hechos de los apóstoles).

Cuando tengan un fracaso, no deben lamentarse quejumbrosos, tampoco han de inculparse a sí mismos, ni presentar ninguna excusa ni esperar nuevas tentativas. Se trata de una oferta de Dios presentada una sola vez. Si se desconoce esta hora, nunca vuelve. Deben sencillamente marcharse e incluso sacudirse el polvo de sus zapatos en aquel lugar, como señal de que Dios y ellos ya no tienen nada que ver con los moradores de la casa. Todo depende de la decisión, que es única y no puede volverse a tomar. No faltará el castigo. Los habitantes de Sodoma y Gomorra, aquellas perversas ciudades que fueron destruidas por la ira de Dios, saldrán mejor librados en el juicio que los habitantes de una de las ciudades que ahora no atiendan al llamamiento de Dios. Es preciso prestar atención a estas palabras, si se quiere entender correctamente el proceso que sufrió Jesús posteriormente.

16 Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos; sed, por tanto, cautos como las serpientes y sencillos como las palomas.

El lobo y la oveja ya figuraron anteriormente en una imagen: los falsos profetas irrumpían en el rebaño con piel de mansa oveja (7,15). Pero aquí se invierte la imagen: Jesús envía a los discípulos como inocentes ovejas entre una manada de lobos. Parece que estén entregados sin defensa a la ferocidad de éstos. El reino de Dios se atestigua en la debilidad, en Jesús como también en sus mensajeros. El reino de Dios tiene su máximo poder allí, donde se presenta con la máxima debilidad, como dice san Pablo: «Pues mi poder se manifiesta en la flaqueza» (/2Co/12/09). Los discípulos deben ver este peligro serenamente, no han de desviarse de él ni dirigirse hacia él con una osadía insensata. Jesús junta dos comparaciones del reino animal. Según los proverbios las serpientes son astutas y sagaces (cf. Gen 3,1). No hay que meterse con torpeza en cualquier peligro ni sucumbir ante cualquier ardid y trampa. Se requiere prudencia, aquella unión de vital aptitud humana con el sentido de lo conveniente y necesario. Pero los discípulos también deben ser sencillos como las palomas. Ser sencillos no significa ser tontos, es decir, simples e ingenuos, sino sinceros y sin doblez. La prudencia no debe convertirse en astucia taimada, en estratagema engañosa. Eso sólo se evita, si los emisarios no tienen falsedad, si no ocultan su intención más íntima ni su verdadera voluntad. Se tiene que notar que deben buscar a Dios y nunca pretender una ventaja terrenal. Esta búsqueda de Dios juntamente con esta falta de pretensiones terrenas los ayudarán a mantenerse firmes en la tribulación y a dar testimonio de Dios.

2. ANUNCIO DE PERSECUCIONES (Mt/10/17-25).

17 Tened mucho cuidado con la gente: porque os entregarán a los tribunales del sanedrín y os azotarán en sus sinagogas; 18 también seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa, para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles.

Al principio ya se advertía: «Guardaos de los falsos profetas» (7,15). De una forma semejante aquí se precave contra los hombres en general. La naturaleza y la voluntad humana topará con ellos con ánimo hostil, especialmente entre los judíos, a quienes va primeramente dirigida su misión. Serán llevados ante los tribunales del lugar, los pequeños sanedrines, y serán flagelados. Incluso las autoridades de la nación tendrán que vérselas con ellos, los gobernadores romanos y los propios reyes judíos de la familia de Herodes. Allí tendrán que hablar y responder. Lo que digan y contesten servirá para dar testimonio a las autoridades y a los gentiles. Por causa de Jesús están allí, testifican en favor de Jesús, incluso cuando se les acusa y condena, se les desestima y perseveran fieles hasta el fin. Su testificación en estas circunstancias será un testimonio asombroso, una manifestación de la gloria de Dios en la debilidad del hombre.

19 Pero, cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué habéis de decir, porque se os dará en aquel momento lo que habéis de decir; 20 pues no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien hablará en vosotros.

Ante el tribunal no deben fiarse de su propia prudencia ni preocuparse por encontrar las palabras convenientes. Si están allí como testigos, su intención estará solamente dirigida a que resulte puro aquel testimonio de Dios. Y entonces el Espíritu Santo de Dios les inspirará las palabras que deberán decir. Él es el Consolador, el «abogado» de los cristianos, que los tomará bajo su protección y los defenderá de los acusadores. El mismo Espíritu que habita en el corazón, hablará desde el corazón, como se dice de san Esteban: «Y no eran capaces de hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba» (Act 6,10).

21 y entregará a la muerte el hermano al hermano, y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra sus padres y les darán muerte. 22 y seréis odiados por todos a causa de mi nombre; pero el que se mantenga firme hasta el final, éste se salvará.

La persecución incluso penetrará en la propia familia, el odio separará los parientes próximos (10,34-36). Así lo ha anunciado el profeta Miqueas para los terrores del tiempo final: el trastorno de los espíritus, y la confusión de los corazones serán tan grandes que se quebrarán los lazos naturales de la familia. Así Israel madura para el juicio (Miq 7,6). Es semejante la descripción de Jesús. El odio estallará en todas partes adonde vayan los discípulos. Resuena con un acento verdaderamente terrible la predicción de que «seréis odiados por todos...»

Sólo vale la perseverancia hasta el fin, la persistencia infatigable, la fidelidad que no defrauda, el valeroso denuedo invariable del alma a través de todas las enemistades, decepciones y fracasos, lo cual no es poco. Pero al que así procede se le promete que se salvará. Está asegurada su salvación eterna y no necesita inquietarse por ella. ¡Con cuánto heroísmo y sosiego y con cuánta fidelidad, se han verificado estas palabras de Jesús...!

23 Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra; porque os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel sin que venga el Hijo del hombre.

Ya antes se dijo que los discípulos deben proseguir sin demora, si no son acogidos ni escuchados (10,14). Algo semejante puede aplicarse a la persecución. Se les dará caza. Entonces deben aprovechar con prudencia las posibilidades de huir -de una ciudad a la otra- y no buscar el peligro o exponerse a él con un falso heroísmo. También en esto deben ser cautos como las serpientes (10,16). No hay ningún motivo para dudar, ni siquiera en esta situación aparentemente sin salida. Así como el Espíritu Santo les ayudará ante el tribunal, así también aquí les promete el consuelo que les causará su propia venida. No estáis entregados sin remedio a las conspiraciones enemigas: porque estoy cerca. Mi venida para redimiros, para liberaros de la tribulación será la última palabra. Jesús habla del Hijo del hombre como de alguien distinto de sí mismo. Se oculta tras esta expresión, que propiamente sólo significa «ser humano», «persona humana», por tanto algo muy sencillo. Este título propiamente oculta más de lo que revela. Lo mayor que se dice del Hijo del hombre es que vendrá sobre las nubes del cielo para llevar a cabo el juicio divino. Así también hay que entender aquí su venida. En la oscuridad y en la tribulación, que ya no nos deja ningún consuelo terrenal ni ninguna esperanza humana, sabemos que Jesús viene con seguridad y salva a los suyos (El versículo produce la impresión de que Jesús sólo haya contado con un breve tiempo para la consumación del reino de Dios. La proximidad apremiante del acontecimiento forma parte de su mensaje profético como en Juan el Bautista. Quizás este versículo también pertenece al primer tiempo de su actividad. En el tiempo en que el pueblo y los dirigentes se habían hecho sordos a él, las palabras suenan de otra manera (cf. por ejemplo, 23,37-39). Jesús en todos los tiempos mantiene una conversación inmediata con los hombres. No trae consigo una doctrina como un sistema ordenado en el libro de texto, una doctrina que puede revelarse con sencillez, sino que su doctrina es al mismo tiempo el llamamiento a la decisión. Como todos los profetas Jesús pertenece a su tiempo, según el cual orienta su mensaje siempre de nuevo, porque Dios habla al hombre tal como es y donde está.

24 Un discípulo no está por encima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor. 25 Ya es bastante que el discípulo llegue a ser como su maestro, y el esclavo como su señor.

Jesús toma como comparación las relaciones entre discípulo y maestro, Señor y esclavo. Ambos están en relación mutua de subordinación y superioridad. Mientras el que aprende sigue siendo discípulo, está bajo el maestro. Los dos, discípulo y esclavo, están en dependencia de otro, reciben la enseñanza y el encargo de un superior que sabe más y es capaz de más. Las metáforas no son arbitrarias, sino que ya aluden a las relaciones de los discípulos con Jesús. Ante él los apóstoles son discípulos y esclavos. Han de aceptar su enseñanza y cumplir su encargo. Esta relación permanecerá para siempre, ya que Jesús para ellos constantemente sigue siendo el maestro y el señor. Ante Jesús nunca han sabido bastante. Así el inferior ha de estar contento con que le vaya como a su maestro. Si el discípulo llega a ser como su maestro, no puede esperar nada más ni nada mejor. Al discípulo no puede aplicarse lo que dicen muchos padres: Nuestros hijos deben vivir más holgadamente que nosotros. Sino al revés: la mayor semejanza con la vida de Jesús también es la mayor proximidad interna a él. Será tanto mejor el discípulo cuanto más se asemeje al maestro, y le servirá tanto mejor, cuanto más sea como su señor.

25b Si al señor de la casa lo llamaron Beelzebul, ¡cuánto más a los que viven con él!

El señor de la casa es el mismo Jesús. Sólo aquí se designa con esta singular expresión. Se entiende muy bien, si se la relaciona con la promesa que Jesús hizo a Pedro: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (16,18). La casa construida por el mismo Jesús es la comunidad de los fieles congregada por él. En esta casa Jesús es el Señor, el Kyrios que gobierna con autoridad. Se le ha calumniado, se le ha acusado de tener un pacto con el diablo (9,34; 12,24). También nosotros hemos de contar con calumnias y difamaciones, y no nos podemos sorprender de las injurias ni de insultos denigrantes.

3. EXHORTACIÓN A CONFESAR LA FE (Mt/10/26-33).

26 Pero no les tengáis miedo; porque nada hay oculto que no se descubra, y nada secreto que no se conozca. 27 Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; lo que escucháis al oído, proclamadlo desde las terrazas.

A veces advierte el Señor: «Guardaos», «tened mucho cuidado» (7,15; 10,17). Aquí en cambio dice: «No tengáis miedo». Las dos cosas son necesarias. Por una parte la prudencia en el conocimiento del adversario y el juicio sereno de su riesgo; pero además la resistencia impertérrita en la tribulación. La fe expulsa el temor. El conocimiento de pertenecer al Mesías y de sufrir su propio destino da ufanía y valor. Son humildes los principios nuevos que trae Jesús. Todos creerán poder triturar fácilmente la débil semilla. Se revelará gloriosamente lo que ahora vive oculto y muy silencioso. Jesús hace su obra como el sencillo siervo de Yahveh, y luego se hará potente como la esperanza de las naciones (cf. 12,17-21). Ahora Jesús habla en la oscuridad, pero los apóstoles deben hablar a plena luz. Deben predicar ante todo oído y ojo lo que se les susurra al oído, a gran distancia del pueblo y de la vasta publicidad. Es indiferente que los hombres acepten a los apóstoles o los rechacen. Siempre es testificada por medio de los apóstoles la buena nueva, que en último término irradiará victoriosa como el sol por la mañana.

28 No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Temed más bien a quien tiene poder para hacer que perezcan cuerpo y alma en la gehenna. 29 ¿Acaso no se venden por un as dos pajarillos? Sin embargo, ni uno de ellos cae a tierra sin permitirlo vuestro Padre. 30 Y en vosotros, hasta los cabellos de la cabeza están todos contados. 31 Así que no tengáis miedo. Vosotros valéis más que muchos pajarillos.

No tengáis miedo. Esta frase se repite como un estribillo en este fragmento (10,26.28.31). El poder de los hombres está limitado, puede desfogarse en vosotros, pero sólo puede afectar la vida terrena (= el cuerpo). Ningún poder humano puede destruir lo que constituye vuestro verdadero valor, la esperanza en la vida celestial (= el alma). La destrucción de la vida terrena no está relacionada con la destrucción de la vida eterna, con la perdición en el infierno. Pero hay un ser que tiene poder sobre ambas vidas: Dios, el Señor. Él con la sentencia de su tribunal puede hacer las dos cosas: entregar todo el hombre al infierno o llamarlo a la bienaventuranza. Debemos temerle. ¿No es espantosa esta manera de representar a Dios? Aquí solamente se ilumina un aspecto en la representación de Dios: el otro aspecto se nombra a continuación en los próximos versículos: la solicitud paternal de Dios, su benévola proximidad al hombre. Con todo en ellos se alude también al poder soberano de Dios. Sólo cuando se ve a Dios tan grande y también se reconoce su omnipotencia sobre la propia vida, adquiere fuerza su paternidad. Pero si la fe expulsa el temor, ¿cómo se puede temer a Dios? ¿No es una contradicción? El temor tiene dos formas, según la persona ante la que se experimenta la sensación de temor. Si el temor se dirige al hombre, entonces rebaja al alma y la llena de preocupación e inseguridad angustiosas. Este temor destruye la fe. Pero si el temor se dirige a Dios, nos hace libres. Se funda en la dependencia de la criatura respecto al Creador y reconoce la sublimidad de Dios. No corroe el alma, sino que la cura, porque siempre produce la confianza en Dios. Sólo puede amar a Dios quien también le teme. Y viceversa el verdadero amor de Dios nunca carece de temor saludable. Los pajarillos tienen tan poco valor, porque pueden tenerse en cantidades enormes, así como también los lirios silvestres del campo (cf. 6,28-30).

Dios interviene aun en los más insignificantes acontecimientos, incluso en el hecho de que un gorrión caiga del nido o sea derribado de un tiro por un chicuelo. ¡Cuánto más estará Dios con vosotros y se preocupará por todo lo que os sobrevenga! Incluso están contados los cabellos de vuestra cabeza. Y si es exacto su conocimiento, no es menos solícito el amor que os tiene dedicado. Como el amante que conoce todos los pormenores de la persona amada y nota al instante cualquier cambio, así es Dios para nosotros. Realmente no hay ningún fundamento para angustiarse ante los hombres, que no pueden hacer nada sin que lo conozca el Padre...

32 Por tanto, a todo aquel que me confiese delante de los hombres, también yo lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. 33 Pero a aquel que me niegue delante de los hombres, también yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos.

El que está ante el tribunal -por causa de la fe en Jesús- también debe confesarlo allí. No solamente cuando no hay ninguna contradicción o no amenaza ningún peligro. La fe se acreditará precisamente en la decisión y en el fracaso. El que así se acredita ante el tribunal humano, puede estar confiado en el tribunal divino. Porque el mismo Jesucristo actuará en este tribunal como un abogado y defensor ante el Padre. Jesús dice con insistencia: delante de mi Padre. Se cambian los papeles. En cierto modo Jesús fue acusado ante el tribunal humano, pero fue defendido por sus testigos, ahora en cambio es a la inversa: el testigo es acusado ante el tribunal divino, y Jesús le defiende. Se efectúa un trueque misterioso entre los dos tribunales. ¡Qué manera tan elocuente de representar la mediación de Jesús! Lo mismo puede decirse a la inversa. Cristo no asiste ante el Padre en el cielo a quien se le declara contrario y le niega ante los hombres. Cristo también se le declarará contrario y le negará, quizás con palabras tan duras como las que se leen en el sermón de la montaña: «Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad» (7,23). Pero, el Padre ¿no ha transferido el juicio al Hijo? El papel de defensor ¿es el mismo que tiene Jesús como juez del tiempo final? (cf. 3,11s; 7,22s). Las imágenes cambian en la Escritura. Lo que antes correspondía al Padre, en otro pasaje lo hace el Hijo, y lo que se describe como obra del Hijo, a veces se atribuye al Espíritu Santo. Nunca se puede expresar por extenso en una frase o imagen los misterios de Dios. Jesús es al mismo tiempo el Señor, a quien el Padre lo ha entregado todo (cf. 28,18) y el siervo obediente, que solamente hace la voluntad del Padre (cf. 12,18). Aquí el veredicto se complementa con el que se lee en san Marcos: «Si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles» (Mc 8,38). En los dos textos está en vigor que la suerte eterna se decide por la actitud que se adopte con él, y sólo con él.

4. DECISIÓN EN FAVOR DE JESÚS (Mt/10/34-39).

34 No creáis que vine a traer paz a la tierra; no vine a traer paz, sino espada.

En conmovida queja el profeta Miqueas había descrito la perdición de su pueblo: se quebrantaban las disposiciones del derecho, los ministros de la justicia se habían convertido en seres corruptibles, un desconcierto general había destruido los vínculos familiares. Cada hombre es el enemigo de su prójimo. Éste podría ser el título de la queja de Miqueas (/Mi/07/01-07). En este cuadro ve el profeta una actuación anticipada del tribunal de Dios. Los hombres llegan a conocer, en su propio cuerpo, las consecuencias de su apostasía de Yahveh.

Jesús tiene presentes las palabras del profeta. El juicio de Dios, cuyas consecuencias había visto Miqueas, ha llegado a su momento crítico, por efecto de la venida de Jesús, enviado para traer el mensaje del reino de Dios. Más aún: el reino llega con Jesús. Viene como separación, como espada. Es la espada del juicio, que separa lo malo de lo bueno, los creyentes de los que rehúsan creer, también es la espada de la decisión, ante la que se pone al hombre. Esto es lo primero que dice Jesús. Lo contrario de esta separación es la paz. Solamente puede ser una paz opuesta a este juicio de la decisión. Y sería una paz corrompida, que lo deja todo tal como estaba, que hace desaparecer los frentes, tapa y encubre la oposición entre Dios y Satán, y por tanto sería en último término la paz entre Dios y Satán, que nunca puede darse (Aquí Jesús no dice nada sobre la paz entre Dios y los hombres ni sobre la paz de los hombres entre sí. De ello habla extensamente la Escritura en otros pasajes, sobre todo en san Pablo, que designa a Jesús como «nuestra reconciliación», «nuestra paz»: cf. Rom 5,ll; 2Cor 5,18s; Ef 2,11-22).

35 Porque vine a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; 36 y serán enemigos del hombre los de su propia casa.

La palabra de Jesús es más aguda que una espada, como dice de la palabra de Dios en general la carta a los Hebreos (/Hb/04/12). Penetra hasta los tuétanos y separa en nuestro interior las falsas concupiscencias del verdadero temor de Dios. También puede meterse dentro de la familia, y allí enfrentar a los padres y a los hijos, a la nuera y a la suegra. La frontera pasa siempre por donde es preciso decidir en favor o en contra de Dios. Esta decisión puede traer como consecuencia la separación de otros, incluso de los más queridos. Es una separación que no puede significar que el discípulo de Jesús deba adoptar una actitud hostil o irreconciliable. Pero el discípulo debe contar con que mediante su decisión también puede causar la enemistad de sus propios parientes. Ésta es probablemente la experiencia más penosa en el seguimiento. Nunca se puede abusar de estas palabras del Señor para falsear el mensaje de la paz, que anuncia la Iglesia, o para justificar el incumplimiento de las propias obligaciones con la familia incrédula.

37 El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; 38 y quien no toma su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí.

El que ha reflexionado bien sobre los precedentes versículos 34-36, también puede entender estas palabras. En primer lugar está Dios y la decisión en favor de Dios, pero aquí está el mismo Jesús, ante quien y por quien el discípulo tiene que decidirse. Él es el camino, por el que sólo encontramos a Dios. Digámoslo de otra manera: en la decisión en favor de Jesús se toma la decisión en favor de Dios. Ante esta decisión tiene que retroceder cualquier otro compromiso terreno, incluso con el padre y la madre y los propios hijos. No es que no deban amarse los padres o los hijos. Precisamente es a la inversa: el que sigue decididamente a Cristo, también queda libre de nuevo para el amor a su prójimo y a sus parientes. Pero es un amor nuevo, sobrenatural, que nos hace amar al prójimo en Dios y por amor de Dios. Antes de que el discípulo sea capaz de este amor, tiene que decidirse totalmente por Cristo. Quien no ha tomado esta decisión no es digno de Cristo. No se ha ganado nada con una decisión a medias o con un corazón dividido. Entonces ni Dios logra lo que le corresponde, a saber la plena entrega; ni Jesús logra lo que le corresponde, a saber la imitación incondicional; ni el discípulo consigue la realización de su vida. Quien ha entregado su corazón, lo recupera lleno de la fuerza del amor divino.

El siguiente versículo lo aclara todavía más: Y quien no tome su cruz y sigue tras de mí, no es digno de mí. El desprendimiento de sí mismo y la entrega a Dios tienen una medida extrema. Hay una frontera en la vida, en la cual se muestra con seguridad si la entrega es querida enteramente. Esta frontera es la muerte. Se ha decidido radicalmente quien en la empresa orientada hacia Dios también incluye la posible entrega de la vida terrenal. «Tomar su cruz» es una expresión metafórica de la disposición para morir. Cuando se está así dispuesto, se efectúa el movimiento «desde mí hacia Dios». Sólo cuando el discípulo ha incluido en la cuenta aquel extremo, y lo ha afirmado conscientemente, está de veras siguiendo a Jesús, y por tanto es digno del maestro.

No se pide a todos los discípulos que esta disposición también pruebe su eficacia en el trance de la muerte. Señaladamente Dios sólo conduce a algunos elegidos por este sendero. Pero cualquier entrega, si es tema de nuestra vida, tiene en sí algo de esta muerte. Un distintivo infalible de la veracidad de nuestra intención es si estamos o no estamos dispuestos a esta entrega.

39 El que haya encontrado su vida, la perderá; y el que haya perdido su vida por mi causa, la encontrará.

Aquí no se habla del alma en oposición al cuerpo. Para el Antiguo Testamento esta diferencia no tenía gran importancia. Tras la palabra vida está la unidad del cuerpo y del alma. Para el judío la vida es el bien supremo y con esta palabra se expresa con la máxima fuerza la última perfección. Se lleva a cabo el anhelo del judío, si tiene toda la vida, duradera e indestructiblemente, con una riqueza fluyente y con una posesión dichosa. Este profundo anhelo, que Dios ha dado al hombre, parece que lo niegue inesperadamente Jesús, cuando dice: El que haya encontrado su vida, la perderá. Esto quiere decir que el hombre piensa haber llegado ya aquí al descanso y gozar con la posesión de la vida. En el hombre se ha convertido el anhelo en deseo egoísta y violento de posesión, no quiere nada fuera de sí y en último término sólo se busca a sí mismo. El anhelo es él mismo, y su realización aparentemente también, pero los caminos son enteramente opuestos. Ciertamente la vida debe ser conquistada y a ello estamos llamados. Pero eso solamente tiene lugar cuando la perdemos. El que haya perdido su vida por mi causa. Esta frase puede primeramente aludir al verdadero martirio en favor de Jesús. Entonces se recibe el don de la vida eterna por la vida terrena que se ha entregado. «Encontraremos» lo que realmente hemos buscado. Pero en la vida del discípulo que no es llamado a la extrema verificación, también es una ley fundamental que todos tienen que renunciar primero a su vida, no han de quererla conseguir para sí mismos con ambición egoísta. Es preciso salir de sí mismo, tender más allá de sí mismo, pero no por así decir para entrenarse, en el sentido de los métodos de «vaciamiento interno». Porque esta tendencia en último término de nuevo sería un egoísmo, que busca la propia independencia de las pasiones del día y de las tentaciones de los instintos, y con ello una forma más elevada de perfección humana. Jesús alude a lo que siempre resonaba en el sermón de la montaña: el hecho de que el hombre se pierda a sí mismo ha de tener lugar con una orientación hacia Dios y dentro de Dios. Quien así se pierde, logra la plenitud de la vida, en último término la vida propia de Dios. Esta frase no es lúgubre, sino luminosa. Aquí ya se experimenta en gracia que cualquier individuo que se pierda a sí mismo entregándose a Dios (prácticamente de ordinario entregándose al prójimo), aumenta la vida. Esta vida es mucho más rica que cualquier vida terrena. Es la alegría, la paz interior, el estado de seguridad en Dios, el amor. Por tanto, esta vida tiene un significado opuesto al de Fausto: «Así me tambaleo de la concupiscencia al placer, y en el placer estoy a punto de desmayarme tras la concupiscencia». Antes bien: así vamos de la muerte a la vida, y en la vida a una abundancia siempre mayor mediante la muerte. Dice Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan exuberante» (Jn 10,10).

5. MISIÓN Y RECOMPENSA (Mt/10/40-42).

40 Quien a vosotros recibe, a mí me recibe; y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió.

La primera frase despliega lo que los rabinos ya enseñaron como regla: el enviado es como el que envía. Aquí no solamente se habla de un envío, sino de dos, que actúan misteriosamente uno en otro. El mismo Jesús está enviado por el Padre, y además envía los apóstoles. Es un movimiento que partiendo del Padre llega hasta los mensajeros de Jesús. Su envío es un acontecimiento divino. Tal como los hombres acojan a los mensajeros de Jesús -con la adhesión o el rechazamiento, con la fe o la incredulidad-, así también le acogen a él y al Padre. No se puede apelar a Dios o a Cristo contra los mensajeros. Dios se humilla hasta ponerse al nivel de los mensajeros, se encubre con palabras y obras humanas. Cuando la fe ya no se escandalice con las formas quebradas de la actividad humana, entonces es auténtica, dirigida con seguridad a Dios y hecha efectiva con la obediencia...

41 Quien recibe a un profeta como profeta, recompensa de profeta tendrá, y quien recibe a un justo como justo, recompensa de justo tendrá. 42 Y quien da de beber un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños, sólo por ser discípulo, os aseguro que no se quedará sin recompensa.

Tres grupos de miembros de la comunidad están aquí juntos. Los profetas son hombres de Dios, que han sido inspirados por él, y que por propio conocimiento y experiencia enseñan la fe, sin ser apóstoles, discípulos de apóstol, ancianos (presbyteros) o guardianes (episkopoi) con un cargo de jerarquía. Los justos son los que se han acreditado en la comunidad con su vida ejemplar, con su fe activa en el amor. No tienen ningún cargo de jerarquía ni tampoco tienen como los profetas una misión carismática para la enseñanza, sino un sentido ejemplar para la vida práctica. El tercer grupo son los pequeños, o sea los sencillos discípulos de Jesús, que no tienen una posición de primer orden en el cristianismo. En ellos el milagro de la fe es especialmente grande, ya que en apariencia no aportan condiciones exteriormente favorables: formación, estado distinguido, influencia y poder. Deben ser especialmente queridos por la comunidad, han de ser cuidados por ella con viva solicitud (Cf. lo que se dice sobre los «pequeños» en la explicación de 18,6). En los dos primeros casos se mide con precisión la recompensa. Es difícil decir qué se ha de entender por recompensa de los profetas o de los justos. El pensamiento fundamental del versículo 40 continúa siendo efectivo, de tal forma que se puede decir: «El enviado es como el que envía» aquí significa que quien acoge hospitalariamente en su casa al profeta itinerante, es por ello equiparado al profeta y obtendrá la recompensa que corresponde al profeta. Lo mismo puede decirse del justo. La particular estima del pequeño se expresa por el hecho de que no se extravía ni siquiera la más insignificante obra que se hace por él. Porque el pequeño no viene a casa como un «pequeño», como un contemporáneo sin importancia, con el que no se requiere tratar durante largo tiempo, sino como discípulo. Se le ayuda «sólo por ser discípulo», quizás sólo se le da un vaso de agua. Puesto que tiene la alta dignidad de discípulo, el mismo Jesús viene con él, y por tanto también viene la recompensa. Con tales palabras se explica que se aprecie tanto en la Iglesia cristiana la hospitalidad: cuando viene a casa un hermano o un sacerdote, no lo recibamos sólo por cortesía, sino con fe, como a Jesús. Estas palabras concluyen la instrucción a los discípulos. En todo el fragmento didáctico se trata de la vocación y del envío del discípulo al mundo. Aquí el discurso también en su contenido llega a su apogeo. Todo lo precedente se ilumina una vez más con estas frases. Envío y encargo. Enseñanza y hechos milagrosos, persecuciones y confesión, perseverancia y muerte: todo eso hace al enviado como al que envía, al apóstol como a Jesús. Eso también corresponde a la realidad de hoy, pero el envío de Jesús prosigue más allá de los apóstoles, y llega a los obispos con el papa, a sus colaboradores, a todos los fieles. El que envía siempre es el Señor: en el curso de la historia mediante la orden dada en otro tiempo (la sucesión del papa y de los obispos) y con el llamamiento inmediato al individuo aquí y ahora. Siempre está en vigor que «quien a vosotros escucha, a mí me escucha» (Lc 10,16).