CAPÍTULO 07

e) No juzguéis (Mt/07/01-05).

1 No juzguéis, y no seréis juzgados; 2 porque con el juicio  con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que  midáis seréis medidos.

Nuestra trastornada naturaleza tiende a enjuiciar  a otros. De este juicio se origina fácilmente la condenación. A esto se  refiere Jesús, cuando prohíbe juzgar al prójimo. El motivo de esta  prohibición es que no seamos juzgados nosotros, es decir, no seamos  condenados con especial rigor.  El que juzga a los demás, se atribuye un derecho que no tiene. Se inmiscuye en el derecho de Dios, a quien sólo es posible e incumbe  juzgar certeramente. El que enjuicia a los demás, sobrepasa la  medida del hombre y ahora es remitido a esta medida. De este modo  también se dice que cualquier condenación humana es transitoria e  insegura, que nunca hace plena justicia. Más vale callar diez veces  que hablar injustamente una vez. En el perdón Jesús ya ha  convertido la conducta con el prójimo en la norma de la conducta de  Dios con nosotros: sólo quien perdona al prójimo, puede también  confiar en el perdón de Dios (6,12.14s). Aquí se aplica al juicio este  principio. La misma sentencia con que gravamos al hermano, Dios la  pronunciará sobre nosotros. Con la medida que aplicamos al  hermano, Dios también nos medirá a nosotros. El que espera de Dios  indulgencia y misericordia y un juicio magnánimo, debería también  tenerlos con su prójimo. El que juzga de una forma acerba y fría,  injusta cuando no calumniosa, tiene que esperar que Dios también la  trate sin misericordia. ¿Qué sería de nosotros, si Dios nos tratara  como tratamos con frecuencia a nuestros prójimos? «Pues habrá un  juicio sin misericordia para quien no practicó misericordia. La  misericordia triunfa sobre el juicio» (/St/02/13).   

3 ¿Por qué te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano,  y no te fijas en la viga que tienes en el tuyo? 4 ¿O cómo eres  capaz de decirle a tu hermano: Déjame que te saque la paja  del ojo, teniendo tú la viga en el tuyo? 5 ¡Hipócrita! Sácate  primero la viga del ojo, y entonces verás claro para sacar la  paja del ojo de tu hermano.   

Es un ejemplo drástico. El que condena al prójimo está a punto para  el juicio en que todos somos deudores de Dios. Las críticas y la  voluntad de corregir faltas ajenas son similares al juicio. En esta  voluntad con frecuencia no notamos las propias debilidades,  solamente vemos las otras agigantadas. Mírate primero a ti, dice  Jesús, y corrige tu propia vida. Cuando ya lo hayas logrado, entonces  también puedes ayudar al hermano. Si procedes de otra manera, eres  un hipócrita, que parece o quiere parecer mejor de lo que realmente  es.  El Evangelio dice después todavía con mayor claridad (18,15-20) lo  que aquí se afirma sobre el deber de la mutua corrección fraterna.  Aquí se pretende decir que sólo tiene derecho a la censura fraterna,  el que antes se ha examinado y corregido a sí mismo. Así debe  hacerse entre cristianos. ¿Ha penetrado esta norma en nuestra carne  y en nuestro espíritu?   

f) Las cosas santas (Mt/07/06).   

6 No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas, y luego se  revuelvan para destrozaros a mordiscos.   

No es muy clara la verdadera relación del versículo. Es una orden  dada por Jesús para la misión de los discípulos. La perla es el  Evangelio, la palabra de Dios. Sólo se puede anunciar el Evangelio,  donde también es aceptado con buena disposición. No puede ser  desperdiciado ni se ha de dilapidar. Se debe administrar con esmero.  De no ser así, no solamente se profanan las cosas santas, y son  pisoteadas por los cerdos. sino que también se pone en peligro al  mensajero. La recusación provocada del mensaje se acrecentará  hasta llegar al odio contra los mensajeros. Se vuelven y os  destrozan.  Jesús ha anunciado a los discípulos fracasos e incluso  persecuciones. Pero éstas no pueden estar causadas por propia  imprudencia o por falta de discernimiento. Más de una impertinencia,  de tipo sectario, en la difusión del Evangelio resultaría reprobable,  confrontada con este precepto del Señor. Hemos de mostrar amor a  todos los hombres; pero en las palabras, en el contenido del mensaje,  en el mismo misterio divino se requiere tacto y diligencia. Ambas  cosas ha de mantener el discípulo ante su consideración: el ansia de  proclamar el Evangelio y la obligación de no profanar ni desfigurar la  palabra santa. Esta es una importante advertencia también para  nosotros, que vivimos entre muchos hombres para quienes los  pensamientos cristianos han llegado a ser extraños.   

g) Poder de la oración (Mt/07/07-11).   

7 Pedid, y os darán; buscad, y encontraréis; llamad, y os  abrirán. 8 Porque todo el que pide, recibe; y el que busca,  encuentra; y al que llama, le abren.   

Si Dios es el Padre que sabe todo lo que se refiere a  nosotros, y se cuida de todo, también estará siempre presente para  favorecernos. En la oración se muestra si realmente creemos. En ella  tenemos que confesar que dependemos de él y que solos no nos  bastamos. La oración bien hecha es una piedra de toque de nuestra  fe y de nuestra humildad. Pedid, y os darán. Esta frase suena como  si fuese una ley. A una cosa le sigue necesariamente la otra, al ruego  confiado sigue la pronta concesión de lo que se pide. Aquí no se hace  diferencia entre peticiones importantes y poco importantes,  justificadas y no justificadas. Sobre estas diferencias se nos habla en  otros textos (Cf. 16,22s; 17,20; 18,19s; 20,20-23; 21,20-22). Aquí lo  que se recalca es la certeza de que Dios nos escucha. El que ha  entendido lo precedente y vive de acuerdo con ello, experimenta  diariamente cuán sencillo es. Siempre es una oración en Dios la de  aquel que vive para Dios y confiando en Dios. El que así vive, sabe  con seguridad que todas sus peticiones hechas «en Dios» son  escuchadas tan pronto como él las presenta.

Éste es el misterio de  la oración suplicante, que Jesús con tanta frecuencia promete que  será sin duda escuchada. No hay que recurrir a ningún medio de  ejercer por así decir presión sobre Dios, sino vivir como el discípulo  que está enteramente subordinado al reino de Dios. Le resultará tan  natural como los acontecimientos de la vida cotidiana: si se busca  algo caído por el suelo, pronto se encuentra; si se llama a la puerta  del vecino o si se toca el timbre, se abre la puerta. Tan sencillo y  normal será para el discípulo lo que es tan anormal e inaudito, o sea,  que Dios incesantemente nos escucha.

9 ¿O habrá entre vosotros algún hombre, a quien su hijo  pida pan, y le dé una piedra? 10 o si le pide pescado, ¿acaso  le dará una serpiente? 11 Y si vosotros, que sois malos,  sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más  razón vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas  a los que le piden?   

Solamente se tiene que creer que Dios es Padre. Entonces todo se  explica naturalmente. Sucede como en vuestra vida; pues vosotros no  sois padres inhumanos que deis a vuestros hijos una piedra en vez de  pan, o una serpiente en vez de un pescado. Os ocupáis de vuestros  hijos y de vuestras familias, ponéis empeño en alimentarlos y en  darles alegría. Sabéis exactamente lo que son las obligaciones de un  buen padre.

Así procede también Dios con nosotros. Sólo con la diferencia de  que a él le compete todavía mucho más de lo que se puede decir de  los padres terrenos, puesto que sois malos. Son palabras que tienen  un sonido duro y penetrante. Jesús no nos ha expuesto una «doctrina  acerca del hombre», ni siquiera aquí en el sermón de la montaña,  pero aquí y allá desciende como un rayo una luz sobre su concepto  de hombre. Así sucede aquí. Jesús sabe lo que hay en el hombre y  que está arraigado en el mal. Probablemente Jesús aquí no alude  tanto al hecho de que a veces procedemos mal y siempre pecamos,  sino a esta cercanía general, a esta afinidad e inclinación al mal. Esta  tendencia es tan fuerte, tan profundamente enraizada en nosotros,  que por ella somos «malos» aunque no sólo y únicamente mentira y  pecado.  En todo caso, damos a nuestros hijos cosas buenas y los  preservamos de lo nocivo. Esto lo hace Dios mucho más que  cualquier padre terreno. Solamente piensa en repartir cosas buenas.  Cuando rogamos, nunca hemos de temer que se nos dé algo nocivo,  ni siquiera cuando «la cosa buena» nos venga bajo la forma de la  enfermedad purificadora, de la soledad, de la asechanza o en  cualquier forma de sufrimiento. Si viene del Padre, siempre es  conveniente para nosotros.   

h) Regla áurea (Mt/07/12).   

12 Por eso, todo cuanto deseéis que os hagan los hombres,  hacedlo igualmente vosotros con ellos. Porque ésta es la ley y  los profetas.   

Esta regla de la conducta humana no es típicamente cristiana. Los paganos y los judíos prestigiosos también han establecido el mismo principio: debemos tratar a los demás tal como nosotros deseamos  ser tratados. Pero Jesús también dice estas palabras de razón y de  filosofía naturales. En Jesús este principio adquiere un nuevo  sentido. Porque la norma es distinta de la que podría establecer un  pagano o un judío. Jesús ha hablado del amor, que no conoce  medida, porque toma su medida en Dios y ni siquiera excluye al enemigo. Este amor es lo que espero del hermano, del compañero en  la fe cristiana, y lo que él también puede esperar de mí. La regla  áurea es solamente una forma que puede ser llenada con diferente  contenido. Nadie reclamará terminantemente el derecho a ser tratado  así. Primero aplicará la pretensión a sí mismo. Pero la experiencia de  lo que me alegra o molesta, es una norma segura de cómo debo  acoger a los demás.  ¿No se dificulta de nuevo la comprensión con la frase: Porque ésta  es la ley y los profetas? Esta frase nos dice que la regla áurea  corresponde al contenido fundamental del Antiguo Testamento en el  respecto moral. El evangelista quiere decir lo que ya estaba  expresado en 5,17: Jesús no ha abolido la antigua ley, sino que le ha  dado cumplimiento por medio del nuevo modo de entender y del sentido más profundo, del mensaje del amor. La antigua ley  permanece, pero con un espíritu nuevo. Así sucede también en  nuestra vida cotidiana. En ella encontramos mucha prudencia  humana, sabiduría y experiencia, en la conversación o en los libros.  Por la fe cristiana no se borra nada verdadero ni sublime, antes bien  permanece, pero debe cumplirse y perfeccionarse con el espíritu de Jesús.

5. Los DISCÍPULOS ANTE EL JUICIO (7,13-27).

En la sección precedente (6,19-7,12) la arquitectura del sermón de la montaña ya pareció menos consistente. Así continúa hasta el fin. Pero los últimos fragmentos tienen un punto de vista común: la perspectiva del fin, la expectación del juicio. Primero se hace un llamamiento a ir por la «puerta estrecha» (7,1 3s). Sigue una advertencia contra los falsos profetas, que sólo puede ser bien entendida, si se tiene en cuenta el fin (7,13-20). Luego viene una sección sobre el verdadero criterio del discípulo en el juicio (7,21-23). Toda la disertación concluye con una vigorosa parábola (7,2627).

a) Vida o perdición (Mt/07/13-14).

13 Entrad por la puerta estrecha; que es ancha la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella, 14 y es estrecha la puerta y angosto el camino que lleva a la vida, y son pocos los que dan con ella.

La imagen de los dos caminos es antigua. Se usa con frecuencia en los salmos para describir y diferenciar el camino que siguen en su vida el malvado y el justo. Aquí se han juntado las dos imágenes: la puerta, que puede ser estrecha o ancha, y el camino, que puede ser amplio o angosto. Ambas dicen algo que tiene validez: el camino es imagen del curso de la vida. La vida está implicada en el fluir del tiempo y es una peregrinación sin descanso hasta alcanzar un término. Se designa este término con la segunda imagen: la puerta, la cual alude a tres hechos concretos: la muerte, el juicio, y el cese y nuevo principio. Las dos imágenes juntas ilustran el sentido de nuestra vida. Jesús las emplea aquí con palabras sombrías, francamente pesimistas. La perdición es la única posibilidad de la amplia puerta y del cómodo y confortable camino, la vida es la otra posibilidad de la puerta estrecha y del camino molesto y angosto. La perdición y la vida están una enfrente de la otra. Una de ellas alude a la ruina, al horror del infierno; la otra alude a la salvación, a la gloria de estar redimidos. Con la palabra «vida» se hace alusión a algo perfecto: la duración interminable, la felicidad de todo el hombre con cuerpo y alma por obra de Dios. No hay una tercera posibilidad. Pero lo más terrible es la proporción numérica. Muchos van por la puerta ancha a la perdición, y pocos son los que dan con la puerta estrecha.

Aquí tocamos uno de los enigmas más torturantes de la vida humana: el de la predestinación. «¿Son pocos los que se salvan?» (Lc 13,23). ¿Quién se salva y quién no se salva? ¿Los ha predestinado Dios? ¿y con qué eficacia? Estos dos versículos en primer lugar declaran algo del tiempo presente -aproximadamente con este sentido: el camino cómodo de la mediocridad, incluso del pecado y del vicio, es muy transitado-. En cambio de hecho son pocos los que encuentran la senda angosta, que señala directamente hacia Dios, en pocas palabras: el camino del sermón de la montaña. Así lo ha experimentado el mismo Jesús y, después de él, la Iglesia primitiva; así también parece que nos lo enseñe también nuestro propio conocimiento. Pero todo el peso recae en la exhortación contenida al principio de este versículo: Entrad por la puerta estrecha. Es decir, esforzaos por encontrar el verdadero camino y la verdadera puerta. No es de vuestra incumbencia especular cuántos se salvan o no se salvan. A vosotros os incumbe hallar la verdadera entrada, que conduce a la vida (Así hay que entender el texto paralelo de Lc 13,23s. En lo fundamental la declaración de san Mateo tiene que coincidir con la de san Lucas, y la exposición anterior puede mostrar que también aquí se da esta coincidencia).

b) Los falsos profetas (Mt/07/15-20).

15 Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos con piel de oveja, pero por dentro son lobos rapaces.

En el Antiguo Testamento Dios tuvo que prevenir a menudo contra los falsos profetas, que no estaban llamados por él y no anunciaban su palabra. El diablo es la «mona de Dios» y, por tanto, no sorprende que en todo lo santo haga una caricatura y quiera concurrir. Así continuó también sucediendo en la naciente Iglesia, en la que había apóstoles y falsos apóstoles, maestros y herejes, profetas y seudoprofetas. No es fácil conocerlos, porque se han echado sobre los hombros la capa de la verdadera doctrina, del desinterés afectado. Los vestidos con piel de oveja significan el vestido peculiar de los cristianos, la apariencia de la fe y de la vida cristianas. La impresión externa contradice enteramente la manera interna de ser: en realidad son lobos rapaces. El lobo es el enemigo mortal del rebaño, se mezcla sin ser reconocido y, de una forma solapada, con las ovejas. Abusa de la confianza ingenua de éstas, manifestando repentinamente su verdadero modo de ser y despedazando las ovejas. Así sucederá con los que no buscan a Dios, sino a sí mismos. A los discípulos no solamente les amenaza desde fuera el peligro de persecuciones y de difamación (5,11s), sino también desde dentro el peligro de falsos profetas. Este peligro que proviene de dentro es más difícil de conocer. No es fácil distinguir el auténtico maestro del falso. Se nos propone aquí un criterio irrefutable. Ante todo, las palabras de los falsos profetas no cuentan: los discursos, las predicaciones y los argumentos nos pueden engañar, pero nunca cabe un engaño, si buscamos los «frutos», la vida, la fe traducida en obras.

16 Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso de los espinos se cosechan uvas o de los cardos higos? 17 Así todo árbol bueno da frutos buenos, y el árbol podrido da frutos malos. 18 No puede un árbol bueno producir frutos malos, ni un árbol podrido producir frutos buenos.

Jesús muestra el camino inspirándose en la naturaleza, en la cual está en vigor la siguiente ley: lo sano y fuerte da fruto sano, pero lo enfermo y débil produce frutos mezquinos y sin valor. Lo mismo sucede en el hombre. Su vida forma una unidad; tienen que coincidir sus sentimientos, su manera de pensar, su querer y su acción. Si se abre una grieta a través de esta unidad, si el hombre cumple un mandamiento de Dios sólo exterior y formalmente, pero en su interior piensa de otra manera, entonces esta grieta puede también reconocerse exteriormente. A la larga sólo subsiste el conjunto. Los frutos no son distintos actos, sino -como en el árbol- el fruto en total, toda la vida. También hoy día hay falsos profetas, que pretenden venir por encargo de Dios y aparentar un verdadero cristianismo, y sin embargo son los enemigos del rebaño. En casos particulares hay que ser prudentes en la manera de juzgar, pero una cosa siempre nos es posible: preguntar por los frutos, por toda la vida, que está formada por el amor activo, por la fe no falseada, sobre todo por la humildad y la obediencia. Muchas cosas que parecen «nuevas», resistirán brillantemente esta prueba; otras saldrán desaprobadas.

19 Todo árbol que no da fruto bueno, lo cortan y lo echan al fuego. 20 Así pues, por sus frutos los conoceréis.

El juicio de la historia es el juicio de Dios. Esta frase, en cierto sentido, también vale aquí. Muchas cosas que no perduran en el tiempo ni en la vida terrena, tampoco son salvadas aquí sobre el foso del juicio. Ya están juzgadas aquí de tal forma que el definitivo juicio sólo sea la confirmación. El árbol podrido y huero, que no produjo ningún fruto alimenticio, ya no sirve para nada. El agricultor lo corta y lo quema. San Juan Bautista ya ha empleado la metáfora y con ella ha descrito el juicio. Lo mismo hace Jesús: el árbol estéril es presentado al juicio de Dios, y es aniquilado con su fuego. Esto se dice aquí sobre todo de los falsos profetas. Pero también puede aplicarse a los otros discípulos de Jesús. Lo que en todos los fragmentos precedentes ha sido inculcado incesantemente, ahora obtiene su energía y perentoriedad ante el juicio: sólo puede resistir al fuego del juicio toda la vida formada en la fe y el amor.

c) La confesión de fe y las obras (Mt/07/21-23).

21 No todo el que me dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

No interesan las palabras, sino los hechos; Tampoco interesan las palabras de confesión y de elogio. Señor, Kyrie, es la antiquísima invocación de Jesús, con la cual la fe en el ensalzamiento encontró su vigorosa expresión. Pero a esta confesión verbal de Jesús como Señor tiene que corresponder la confesión de los hechos. Y las obras no deben estar dirigidas a otra cosa que a cumplir la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Aquí tenemos la unidad de la antigua y de la nueva alianza: la voluntad de Dios -dada a conocer en la antigua alianza y «cumplida» por Jesús-, la confesión de Jesús como «Señor». Jesús no ha defendido doctrinas particulares; tampoco pueden hacerlo los maestros y profetas cristianos. La voluntad de Dios es para todos el objetivo que indica la dirección. Estas palabras podrían ser para los judíos un puente que los condujera a Cristo...

22 Muchos me dirán en aquel día: ¡Señor, Señor!, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios? 23 Pero entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de mí, ejecutores de maldad.

En aquel día, es decir, el día del juicio. Los que entonces comparecen ante Jesús saben que él es el juez y que ha de dictar sentencia. Se vuelven a él y le llaman como antes en el culto divino, diciendo: «¡Señor, Señor!» Entonces empiezan a enumerar no solamente sus sermones y la doctrina que han proclamado, las cartas y libros que han escrito, sino sus obras. Estas obras dan testimonio de una dotación especial de fuerzas sobrenaturales. Jesús en su tiempo había provisto de ellas a los apóstoles: «Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios» (Mt 10,8). Más tarde en el trabajo misional también han llevado a término las mismas acciones. También otros estaban provistos del mismo don (dado por el Espíritu) de hablar y de hacer milagros. Ellos dicen: Hemos vaticinado, es decir hemos hablado proféticamente en el Espíritu para edificación (Cf. 1 Cor 14); hemos arrojado demonios; hemos hecho milagros. Y todo eso lo hicimos en tu nombre, es decir apelando al poder del «Señor» e invocando su nombre, como lo sabemos por las curaciones de Pedro: «En el nombre de Jesucristo de Nazaret, anda» (Act 3,6). Eran obras que han sido llevadas a cabo por la fe en Jesús y para el servicio de la Iglesia. Pero ellos están solos y separados junto a la propia vida, porque no han cumplido la voluntad de Dios.

La sentencia del juez es de una severidad insólita: Jamás os conocí. El mensajero de Jesús sólo debe ejercer la actividad del «Señor», debe ser el brazo y la mano del Señor enaltecido. Siempre se alude a esto cuando los apóstoles dicen «en su nombre» o «en el nombre de Jesús». Cristo tiene que estar en la vida personal de su mensajero, como lo está en su cargo. Cristo ha «conocido» al que se ha identificado con él. Está en él y con él, porque dirige sus pensamientos y le conduce en sus caminos. Es un conocimiento amoroso, una mutua familiaridad, una actuación recíproca de uno en el otro. Pero si se abre una hendidura a través de esta vida, no solamente no funciona por así decir uno de los dos motores, sino que el otro es ineficaz. Las señales, por brillantes y prodigiosas que sean, nunca pueden sustituir la falta de amor activo. Si falta el amor, los dones carismáticos también se quedarán vacíos y hueros, sin fuerza ni fruto. Los que ejercieron cargos pastorales no se identificaron plenamente con el «Señor» en su vida terrena, sino que le sustrajeron alguna parcela de su personalidad. Les faltó la garantía moral, las obras del amor. Dado que se separaron parcialmente de Jesús, él se separa por completo de ellos: Apartaos de mí, ejecutores de maldad. Esta frase procede del salmo (Sal 6,9). Aquí se convierte en veredicto judicial. La sentencia los separa del «Señor» y por tanto de la vida. Cuando el Señor oculta su rostro, sólo queda la muerte.

d) Las dos casas (Mt/07/24-27).

24 En fin, todo aquel que oye estas palabras mías y las pone en práctica, se parecerá a un hombre sensato que construyó su casa sobre la roca. 25 Cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y dieron contra la casa aquella; pero no se derrumbó, porque estaba cimentada sobre la roca. 26 y todo aquel que oye estas palabras mías, pero no las pone en práctica, se parecerá a un hombre necio que construyó su casa sobre la arena. 27 Cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra la casa aquella; se derrumbó, y su ruina fue completa.

Esta comparación tiene una fuerza inaudita. Con rasgos vigorosos Jesús delinea dos imágenes: la casa, que un hombre sensato ha construido sobre la roca, y la casa de un hombre insensato que tomó como fundamento la arena. Por un momento hemos de representarnos el panorama y la manera de construir casas en Palestina. La casa está construida de piedra, barro y madera, y tiene poca consistencia. De ordinario la lluvia viene súbitamente y con violencia, se precipita sobre las rocas, ya que no puede ser recibida por el suelo de bosques ni por húmedas praderas. La casa que tiene un fundamento de roca no es arrastrada, las avenidas de las aguas fluyen rápidas por la izquierda y por la derecha, pero no pueden ir socavando el fundamento. La otra casa de desmorona, porque con las avenidas de las aguas la arena se desprende y desde abajo hace que se derrumbe la casa. A la tormenta le resulta un trabajo fácil derribarlo todo con estrépito. Jesús emplea las dos imágenes para colocarlas delante de los oyentes como un espejo. ¿A quién queréis pareceros en la construcción de vuestra vivienda? En el juicio de los demás el dueño de una de las casas es sensato y prudente, el otro es un insensato que sufre perjuicios por su culpa. Exactamente igual sucede con mi doctrina: el que la escucha y la observa, es un hombre sensato; el que solamente la escucha, pero no la observa, es necio. Sólo hay estas dos posibilidades, y aun en ellas sólo hay una cosa que realmente decide: la acción. «Llevad a la práctica la palabra, y no os limitéis a escucharla» (Sant 1,22). Pero esta sensatez o necedad no es humana ni terrena, como en los dos hombres de la comparación, porque aquí no se trata de que se tenga éxito en la vida presente, de que se asegure la propia casa y se le dé un firme fundamento. El necio en la imagen aquí presentada podría construirse una nueva casa y ser sensato la segunda vez a sus propias expensas. ¿Puede decirse lo mismo del discípulo? Jesús dice: Todo aquel que oye estas palabras mías y las guarda se parecerá a un hombre sensato el día del juicio. Se describe la tempestad con colores tan vivos, que nos hace recordar la enorme catástrofe que debe concluir la historia: cayó la lluvia, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y batieron contra aquella casa. En la imagen se presenta la tempestad del fin de los tiempos. Entonces se decide una sola vez y definitivamente lo que se hará con la casa. Nadie puede empezar a construir por segunda vez. Si la casa se derriba, queda en ruinas. Todo el discurso se vigoriza con estas palabras. Sólo puedes edificar una casa, de una o de otra manera.

Las palabras de Jesús muestran dónde hay que poner el fundamento, para poder sostenerse en el fragor proceloso del juicio. Pero esta audición y estos conocimientos no bastan, si no edificas de hecho sobre la roca, es decir si pones por obra estas palabras y estos conocimientos. Todo lo que antes se ha dicho, no sólo es apremiante, porque Dios así lo quiere, porque ha sido revelado por Jesús, sino porque el tiempo también insta a cada uno de nosotros. La vida sólo es una y no puede reiterarse. Al final está el juicio, que no se puede evitar. En él sólo puede sostenerse aquel cuya vida estuvo edificada con un solo objetivo: Dios, el reino de Dios y su justicia.

CONCLUSIÓN (Mt/07/28-29).

28 Cuando acabó Jesús estos discursos, la gente se quedaba atónita de su manera de enseñar; 29 porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas.

Ha terminado el primer gran discurso de Jesús. Es la síntesis más densa de su mensaje. San Mateo lo ha puesto al principio como fundamento de su Evangelio. Todo lo que sigue hay que considerarlo a la luz de este sermón. Los oyentes se quedaban atónitos de su manera de enseñar. No es el espanto causado por una sensación, no es que se contenga la respiración como ante un temerario baile sobre la cuerda, no es el estremecimiento angustioso en el peligro o en la proximidad de la muerte. Es el pánico de Dios, que penetra hasta la médula, es el estado de consternación producido por la santidad y el poder sobrenatural. Así sucede, cuando se toca el centro de la propia vida, cuando Dios conmueve las capas más profundas del alma. Temblamos ante la información del otro mundo, ante la reivindicación que se dirige a nuestro corazón. Este miedo es necesario y provechoso. Y las razones son estas: Porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas. La manera como se solía enseñar contrasta con ésta. Los escribas son transmisores e intérpretes de la voluntad de Dios, incluso servidores autorizados y oficiales de la fe. La técnica de su instrucción consiste en citar las opiniones de los doctos a propósito de una frase de la Escritura, y en defender una de ellas. Únicamente la palabra que se profiere en Espíritu y obra con eficacia es palabra de la Escritura, palabra de Dios. Todo lo demás son aplicaciones, exégesis, y por tanto palabra humana. Pero aquí hay uno que habla «como quien tiene autoridad». Jesús no cita a los rabinos ni a sus opiniones, sino que, con independencia de ellas, él mismo dice lo que es voluntad de Dios. Como un divino legislador incluso antepone su propia palabra a la palabra de la ley. «Pero yo os digo...» Así sólo puede hablar quien provenga directamente de Dios, y de él haya recibido una delegación inmediata. Su doctrina cumple «la ley y los profetas». Esta grandeza y autoridad también la tiene para nosotros la palabra de Jesús. Tanto si la leemos, como si la oímos, el mismo Jesús nos habla «como quien tiene autoridad».

Lo que hace estremecer a la gente en lo más íntimo de su ser es algo más que la autoridad. Este poder se exterioriza en el llamamiento personal: la exigencia que no se puede rehuir, la urgencia que quiere transformar los corazones, la confirmación realizada por el Espíritu y la eficacia, y aportada por esta exigencia. Aquí se pronuncia una palabra única, una «nueva doctrina», pero una doctrina de vigor exigente. Ante esta palabra no se puede permanecer desinteresado, ya que sólo hay dos caminos: cerrarse totalmente o abrirse por completo; o permanecer cerrado en sí mismo o abrirse hacia Dios. Es decir conversión, fe, nueva vida.