CAPÍTULO 06


3. LA VERDADERA JUSTICIA EN LAS BUENAS OBRAS (6,8).

A continuación también se trata de la verdadera justicia (5,20). Los ejemplos precedentes mostraron cómo la antigua ley debe cumplirse en el nuevo espíritu. Ahora Jesús habla de los tres ejercicios especialmente apreciados de la práctica religiosa: la limosna, la oración. el ayuno. En ellos pueden expresarse la verdadera adoración de Dios y la verdadera justicia, si se hacen con el espíritu adecuado. Pero también puede suceder lo contrario, si se convierten en formas puramente externas o tal vez sirven al egoísmo del hombre. Jesús descubre la conducta hipócrita y señala con claras palabras el camino certero.

1 Tened cuidado de no hacer vuestras buenas obras delante de la gente para que os vean; de lo contrario, no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos.

Con mirada perspicaz descubre Jesús la oposición entre la verdadera y la falsa práctica de la justicia: ¿Se practica la justicia al hombre o por amor a Dios? Detrás de las obras piadosas se oculta un sentimiento que busca el propio yo. Este sentimiento, en vez de buscar la aprobación de Dios, busca la alabanza de los hombres; en vez de esperar la recompensa sólo de Dios, aguarda la recompensa de los hombres. Lo que quizás puede aparecer como envanecimiento inofensivo o debilidad demasiado humana, pero perdonable, no es en último término culto divino, sino servicio prestado a los hombres. Pero entonces el conjunto se desvaloriza y se vuelve huero. La verdadera adoración de Dios sólo puede estar dirigida al mismo Dios y a la recompensa por él prometida. Cualquier mirada de soslayo a la alabanza o a la censura de los hombres falsea esta pura dirección. No se dice que una buena obra solamente deba hacerse por amor de la recompensa divina, sino que la recompensa se otorga espontáneamente, si se tenía este sentimiento acendrado (Cf. lo que se dice en 5, 12 y 5,46).

a) La limosna (Mt/06/02-04).

2 Por tanto, cuando vayas a dar una limosna, no mandes tocar la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para recibir el aplauso de los hombres; os lo aseguro: ya están pagados. 3 Cuando vayas a dar una limosna, que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha, 4 para que tu limosna quede en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

El que da limosna no se exonera de una apremiante obligación social con un parco donativo. Antes bien sabe que sus propios bienes sólo le han sido confiados y que no le han sido dados en plena propiedad. El necesitado y el pobre son miembros de la comunidad exactamente igual que él, y tienen los mismos derechos que cualquier otra persona. La solicitud por los pobres es piedra de toque para una adecuada orientación social. Así lo han machacado infatigablemente los profetas en sus conciudadanos. Pero en último término esta solicitud por el indigente no debe provenir tan sólo de una compasión humana y de la responsabilidad social, sino que debe estar dirigida a Dios. Porque él es el padre de todos los hombres. Su voluntad es que nadie continúe en la penuria, sino que sea recibido con misericordia por los hermanos, porque Dios también se compadece de todo el pueblo.

Pero incluso cuando el hombre da limosnas por amor de Dios, no queda exento de peligros. Precisamente entonces está al acecho el peligro del egoísmo. Jesús tiene ante su vista personas que se jactan y hacen alarde de su gasto, publican en voz alta el importe del dinero o el valor de un donativo. Quieren granjearse la alabanza de los hombres y ser elogiados como bienhechores. Su nombre debe divulgarse en voz baja de boca en boca: Ved cuánto bien hace.

Jesús no acepta el camino agradable: lo que haces, debe quedar en secreto. Si nadie lo llega a conocer, tú mismo en cierto modo no lo sabes o lo olvidas en seguida («no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha»), entonces tienes seguridad de que tu obra fue hecha por Dios. No te preocupes de que tu obra sea olvidada o no encuentre ningún reconocimiento. Dios también contempla lo oculto; para él no hay ninguna zona inaccesible, conoce los deseos más íntimos de tu corazón. Conoce exactamente tu sentimiento y según él pesa el valor de tus actos. El que busca la alabanza de los hombres, ya ha recibido su recompensa, una recompensa escuálida, terrena, y ya no tiene que esperar ninguna otra. Ya «ha liquidado». Recibe recompensa el que obra el bien por amor de Dios con sencillez y sin ser advertido.

b) La oración (Mt/06/05-15).

El próximo ejemplo es la oración. Primero Jesús habla de la oración de la misma manera que de la limosna: la oración hipócrita, hecha ante los hombres, y la oración con espíritu de verdadera justicia (6,5-6). Siguen unos versículos sobre la locuacidad verbosa en la oración (6,7-8). Se explica el verdadero espíritu de la oración con el ejemplo y modelo que el mismo Jesús ha enseñado: el padrenuestro (6,9-13). A la petición de que su perdone la culpa, el evangelista finalmente añade unas palabras sobre el perdón recíproco de los hombres, las cuales para san Mateo tienen una particular importancia (6,14-15).

5 Y cuando os pongáis a orar, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente. Os lo aseguro: ya están pagados. 6 Pero tú, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te dará la recompensa.

En la oración, el hombre reconoce a Dios y le manifiesta su sumisión. El que ora, confiesa que Dios es el Señor de su vida. No es propiamente un «ejercicio piadoso», que también forme parte de la vida, y deba hacerse acá y allá. En la oración el hombre se vuelve expresamente a su origen. En esta acción tan excelsa, de la que el hombre es capaz, puede introducirse furtivamente el veneno del egoísmo. Sucede como en las limosnas: por medio del resabio de la vanidad y del afán de alabanzas no sólo se disminuye el valor, sino que se trastorna el conjunto. La dirección hacia Dios se desvía y se vuelve al hombre. Es un trastorno interno de lo que propiamente se intentaba. En vez de buscar a Dios se busca al hombre. Jesús no hace una caricatura, cuando describe así a los que tienen esta intención: Gustan de orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente.

Jesús indica un camino seguro, que preserva de la ilusión y de la vanidad: Entra en tu aposento y cierra la puerta. Allí donde no mira ningún ojo humano, puedes mostrar que sólo buscas a Dios. Jesús no quiere decir que en el aposento, en la habitación familiar, tranquila, Dios esté más cerca que en cualquier otra parte, por ejemplo en el mercado, entre la gente o en la asamblea del culto divino. Dios está presente en todas partes y en todas ellas debe ser encontrado. Aquí solamente se trata de que la oración esté exenta de toda mezcla de egoísmo. El que ha aprendido a hacer así la verdadera oración «en el aposento», está seguramente en condiciones de permanecer en oración fuera, en las calles y en la agitación de la vida cotidiana. También asiste al culto divino con la conveniente actitud. No ha de temer que los demás interpreten su piedad como hipocresía. Dios también contempla lo que está oculto, conoce la verdadera intención y tiene preparada la recompensa para el que no la ha buscado...

7 Cuando estéis orando, no ensartéis palabras y palabras, como los gentiles; porque se imaginan que a fuerza de palabras van a ser oídos. 8 No os parezcáis, pues, a ellos, que bien sabe vuestro Padre lo que os hace falta antes que se lo pidáis.

Estos dos versículos contienen pocas palabras, pero están escogidas con acierto y van dirigidas al blanco. A fuerza de palabras, prodigando discursos, es una expresión acertada para la oración a los dioses en el ambiente pagano. Entre los gentiles también hay oración auténtica y profunda, impregnada de puro fervor religioso. Pero la apariencia exterior predominante es un torrente de palabras. No se invoca a los dioses sólo con un nombre, sino con innumerables nombres y títulos, antes de exponer lo que se desea. No es raro que se empleen unos 50 nombres y títulos. Tras ellos está lo que Jesús observa de una forma concisa: creen que son oídos más rápida y seguramente, si prodigan palabras. Se pretende persuadir a los dioses, atraer su atención a gritos; más aún, llegar a cansarlos y obligarlos. Para Jesús esta manera de orar merece el calificativo de pagana. Dios quiere poseer el corazón y todo el hombre, y eso no se puede comprar con una piadosa verborrea. Su precepto es muy sencillo: No os parezcáis, pues, a ellos. Tras este precepto resplandece la imagen de Dios de una forma llana y conmovedora: vuestro padre sabe lo que os es preciso, antes que se lo pidáis. Pero no con la mirada fría y crítica de un filósofo o de un investigador de la naturaleza o tal vez con la exactitud inexorable de un microscopio. Dios nos contempla como Padre, con mirada de amor. Sabe exactamente lo que nos falta. No es menester que lo expongamos prodigando palabras, para atraernos su atención. Y viceversa: estos conocimientos de Dios no hacen que nuestra oración sea superflua. Queda en poder del individuo darse cuenta de su necesidad ante Dios, y pedir lo necesario. Pero cordial y brevemente, con leal entrega y pura confianza. Con un ejemplo, que siempre será nuestra más valiosa y rica oración. Jesús nos muestra cómo se hace esta petición.

EL PADRE NUESTRO (6,9-13).

9 Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.

Después de lo ya expuesto, entendemos más fácilmente lo que quiere decir en labios de Jesús la salutación «Padre nuestro». Este es, de forma especial, su Dios, el Dios que Jesús anuncia. Sin duda también es el Dios de Israel, el Dios «de Abraham, de Isaac y de Jacob», pero revelado de un modo nuevo como Padre. El padre es el origen y al mismo tiempo el protector solícito. Al padre se dirigen la confianza filial y el profundo y humilde respeto. Es autoridad, pero nunca sin amor. Jesús distingue del padre terreno a Dios añadiendo: Que estás en los cielos. Es una metáfora decir que Dios mora en el cielo. ¿Dónde deberíamos buscar este cielo en nuestro concepto del mundo? El sentido de la metáfora es que Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible y ante él. El mundo no es una parte de Dios, pues Dios es un ser completamente distinto. La proximidad filial al padre nunca pierde el profundo respeto. Y el Dios santo, que es completamente distinto, se nos acerca de tal modo, que le podemos llamar Padre.

La próxima locución: Santificado sea tu nombre, hay que entenderla uniéndola con la salutación. Es la primera frase que se presenta al que ora, la frase de la alabanza del glorioso nombre de Dios.

10 venga tu reino; hágase tu voluntad, como en el cielo, también en la tierra.

Ahora empezamos los ruegos que con pocas palabras denotan lo que realmente es necesario. En primer lugar: Venga tu reino. Este es el gran ruego del discípulo. El reino de Dios debe manifestarse, Dios debe ser realmente EL Señor del mundo y debe producir y perfeccionar lo que Jesús ha empezado. El ruego está encaminado al fin, a la última perfección del mundo después del gran juicio. La primera y más urgente solicitud del discípulo es que Dios sea rey. Nuestro anhelo se dirige a este objetivo. Se tiene que vivir profundamente en Dios, se tiene que haber penetrado con la mirada a través del estado actual del mundo En toda su grandeza y hermosura. La petición sobre el reino se refiere al tiempo presente mediante la próxima frase. Si rogamos que la voluntad de Dios se realice en la tierra, como ya se lleva a cabo en el cielo, luego también debe suceder algo en nuestro tiempo. Dios mismo puede cuidar de que su voluntad sea llevada a término y sea cumplida. Los hombres hemos de abrazar esta voluntad reclamante que procede de Dios, y hemos de identificarla con nuestra propia voluntad. O bien, cuando queremos lo que Dios quiere, entonces ya se realiza el reino de Dios aquí en la tierra. El primero y el principal que actúa es Dios, ya que la introducción del reino es asunto propio de Dios. Pero el hombre no está descartado ni es tan sólo un espectador pasivo. Las facultades propias del hombre son invitadas a hacer la voluntad de Dios, y convertir así a Dios en el Señor de su propia vida...

11 Danos hoy nuestro pan cotidiano; ...

Dios sabe lo que nos es preciso antes que se lo pidamos (cf. 6,8). Por tanto basta la sencilla petición del pan suficiente para este día. No pedimos riqueza ni propiedades, ni la abundancia de bienes terrenos, con los que nos podríamos asegurar el tiempo futuro; pedimos lo que necesitamos, lo que nos es indispensable para vivir, para la familia. Una mirada al mundo muestra cuán realista y necesaria es esta petición, ya que son innumerables los que ni siquiera tienen lo más perentorio. La petición es sobre todo necesaria para el discípulo, que se ha dedicado por completo al servicio del reino. Su primera preocupación es la causa de Dios, y así confía en que Dios también le dará lo necesario para la vida.

12 y perdónanos nuestras deudas, como ya nosotros perdonamos a nuestros deudores.

La próxima frase de la oración pide el perdón de nuestras deudas, propiamente -en la imagen fácil de retener- el perdón de las «deudas» pecuniarias. Sólo que aquí esta petición está condicionada. Jesús presupone que hemos ejercitado el perdón mutuo y que nos hemos perdonado nuestras recíprocas faltas. Lo que para Jesús parece evidente y la oración sólo puede ser dirigida a Dios a partir de esta certidumbre, aquí explícitamente expresada, que nos acucia en nuestra propia carne. Dios no nos lo otorga todo gratuitamente, ni reparte su gracia por así decir sin orden ni concierto. Solamente está dispuesto a tomar la carga de lo que le debemos si hemos hecho lo mismo entre nosotros. Pero entonces también sucede de hecho que podemos esperar el perdón con seguridad. Lo que en este ruego se pide a Dios, quizás es lo mayor, en cuanto se refiere a nuestra vida privada. Porque el pecado es el lastre más gravoso de nuestra vida. Así nos lo enseña nuestra propia experiencia. Sobre todo el hombre sabe que por sí solo no puede liberarse de esta carga. Necesita del médico, que es superior a él y le cuida la llaga con mano suave, sin que pueda pagar los honorarios. Sólo Dios es este médico, que no se cansa de estar dispuesto a purificarnos y curar nuestras enfermedades. En último término esta petición dirige la mirada al fin: entonces se corrobora una vez más que estamos diariamente, a través de toda nuestra vida, como culpables ante Dios. Allí esperamos la gran misericordia de Dios, que todo lo abarca, incluso los pecados que nos son desconocidos, nuestros vínculos inconscientes con la culpa, los escándalos que hemos dado a otros involuntariamente, toda la deuda de la confusa historia, de nuestros padres y pueblos. ¿Qué sería de nosotros sin esta esperanza?

13 y no nos lleves a la tentación, sino líbranos del mal.

La cuarta petición es doble. La segunda frase continúa la primera y la aclara. Rogamos a Dios que no nos lleve a la tentación, al peligro de pecar. Difícilmente se concibe que pueda pedirse que seamos preservados de las tentaciones del mundo en el sentido usual. Esta preservación es imposible, ya que vivimos en medio del mundo. Tampoco nos conviene, ya que por medio de las tentaciones debemos ser confirmados. Aquí se trata de una tentación muy determinada. Es la misma, para la que Jesús fue llevado al desierto: la tentación de la apostasía, de la recusación de Dios, es decir, en último término la de reconocer la soberanía de Satán en vez de la soberanía de Dios. Jesús ha salido airoso de esta tentación, y ha sido probado en ella. Pero ya para los apóstoles Jesús tiene que rogar que no entren en la tentación en la hora amarga del huerto de los olivos (26,41). Aquí se trata del conjunto. Nuestra petición de ser protegidos contra esta gran tentación tiene que ser apremiante y sincera. Con todo ignoramos si podemos resistir a la tentación y si somos capaces de hacer frente a la embestida del adversario. Si todavía nos mantenemos firmes en la gracia de Dios, puede ser debido a que ha vuelto a atender nuestro ruego manifestado muy a menudo.

Sino líbranos del mal. Este ruego concluye la oración y la resume, y con él se completa el ruego de la venida del reino. Porque este reino todavía no llegó o no ha seguido adelantando, porque se le opone el poder del mal. Y el reino permanecerá así, hasta que este poder sea definitivamente quebrantado. Está muy por encima de nuestras posibilidades ser liberados de este poder. Sólo Dios puede liberarnos. Se va extinguiendo en la obscuridad la oración que empieza de una forma tan familiar y luminosa. Cada palabra tiene su peso, cada petición su necesidad especial. Se tienen que ponderar en el corazón a menudo estas palabras y hacer que su espíritu penetre profundamente. Pero también se deberían medir con la oración del Señor nuestras restantes súplicas y ruegos. Preguntarse si los deseos expresados por Jesús también figuran en nuestras otras oraciones. Preguntemos también si nuestra oración está impregnada por el mismo amplio espíritu. Aquí se da la medida.

14 Porque, si perdonáis a los hombres sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial; 15 pero, si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras faltas.

Aquí se formula como una ley lo mismo que antes se había manifestado en la tercera petición. El lenguaje es el que se usa en las leyes. Los pensamientos están ensamblados con rigor y se excluyen unos a otros. Primero se presenta el caso positivo, luego el negativo: «Si perdonáis a los hombres... si no perdonáis a los hombres.» Las dos veces se hace depender la acción de Dios de la nuestra. No hay ningún hueco ni ninguna excepción. La parábola del siervo despiadado explica estas palabras de una manera impresionante (18,23-35). Los labios de Jesús pronunciaron pocas palabras tan inflexibles y terminantes como éstas. Una comunidad no puede vivir de forma realmente cristiana, si esta ley no está profundamente grabada en el corazón de ella y si no determina su acción. No podemos abrir la boca para pedir perdón a Dios, si todavía estamos endurecidos con otra persona y no nos hemos reconciliado con ella.

c) El ayuno (Mt/06/16-18).

16 Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que adrede se desfiguran el rostro, para hacer ver a la gente que están ayunando; os lo aseguro: ya están pagados. 17 Tú, en cambio, cuando estés ayunando, úngete la cabeza y lávate la cara, 18 para que la gente no se dé cuenta que estás ayunando, sino tu Padre que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te dará la recompensa.

En el tiempo antiguo el ayuno era para todo el pueblo. Los pecados que se han hecho en Israel, no sólo son faltas personales de individuos, sino culpa que grava todo el pueblo. Todos deben ayunar para dolerse de los pecados y hacer penitencia. Hay ciudades prontas para la penitencia, que aceptaron el llamamiento y se convirtieron, como incluso la ciudad pagana de Nínive por la predicación del profeta Jonás (cf. Jon 3). La caída de Jerusalén, asaltada por el ejército babilónico es un castigo del pueblo que se ha negado a hacer penitencia. El individuo también podía ayunar privadamente por sus propios pecados o en representación del pueblo por los pecados del mismo. El primer sentido de nuestra cuaresma es que todo el pueblo de Dios ayuna para hacer penitencia, como señal de arrepentimiento y en representación de los demás. Los fariseos tenían un alta estima del ayuno voluntario, y lo practicaban con diligencia. Pero por otra parte ¡qué trastorno del verdadero sentido del ayuno! Quieren hacer penitencia ante Dios y mostrarle su disposición a convertirse. Pero lo que debe dirigirse solamente a Dios se convierte en espectáculo ante la gente. Todos deben ver cómo se consumen de pena y se contristan. Ponen una cara de santurrón y desfiguran el rostro, cubren de ceniza la cabeza, van dando vueltas con vestidos gastados: una exhibición que no puede ser más ridícula. Puesto que esperan la alabanza de la gente, han recibido ya su recompensa y no tienen que esperar ninguna otra. Jesús no reprueba el ayuno, ni tampoco el que se practica voluntariamente. Puede ser expresión auténtica del deseo de hacer penitencia. Pero el que ayuna debe ungirse la cabeza y lavarse la cara. La gente no debe notar lo que él hace. Exteriormente debe aparecer con un aspecto normal, con un exterior aseado y con semblante alegre. Entonces está garantizado que la dirección hacia Dios no está desbaratada por la dirección hacia los hombres. Lo que así permanece oculto, será visto y recompensado por Dios, porque Dios también contempla lo que está escondido, conoce los deseos del corazón, la pureza de intención y la renuncia a la ostentación externa. Estos versículos sobre el ayuno valen para el tiempo en que Jesús, el esposo, está separado de nosotros. Mientras vive con los discípulos y lleva a término la obra de Dios en la tierra, es tiempo de alegría, ya que «el esposo está con ellos. Tiempo llegará en que les quiten al esposo y entonces ayunarán» (/Mt/09/15). Entonces empezará un nuevo ayuno, con la esperanza del regreso del esposo: Es tiempo de tristeza por la separación, pero también es tiempo para prepararse, tiempo de reparación por los pecados propios y por todos los pecados del mundo, tiempo de la espera vigilante y del humilde servicio del esclavo, hasta que de hecho se celebren las bodas del Cordero con su esposa, la Iglesia (Ap 22,3ss). Nuestro ayuno conoce formas distintas de las que eran usuales entre los judíos de aquel tiempo, entre los antiguos cristianos y también en la edad media. La índole adecuada al tiempo, de nuestro ayuno, también debe medirse con esta instrucción de Jesús. También aquí está al acecho, precisamente entre los «piadosos», el peligro de la hipocresía y de servir a los hombres. Solamente podemos estar seguros de ayunar ante Dios, si evitamos cualquier mirada de soslayo al prójimo y nos gusta quedar ocultos.

4. LA VERDADERA JUSTICIA EN EL SERVICIO DE DIOS SIN RESERVAS (6,19-7,12).

Se continúa el gran tema de la verdadera justicia. Las secciones precedentes más largas eran interiormente unitarias y estaban claramente divididas. Ahora encontramos instrucciones particulares de Jesús de diversa índole. Todas están consideradas desde un punto de vista, que antes hemos encontrado: la verdadera justicia ha de estar totalmente orientada hacia Dios. Dios es el centro y el objetivo. Esto debe repercutir en todas las cuestiones y ambientes particulares de nuestra vida.

a) El verdadero tesoro (Mt/06/19-21).

19 No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones perforan las paredes y roban. 20 Atesorad, en cambio, tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre los destruyen, y donde los ladrones no perforan las paredes ni roban; 21 porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón.

El afán de poseer es propio de nuestra naturaleza. El hombre dirige su pensamiento y su acción a producir bienes, a adquirirlos y aumentarlos. Pero aquí no se habla solamente de bienes, de cualquier clase de propiedad, sino de tesoros. Con esta palabra se alude a una grande y valiosa propiedad, a extensas fincas, a casas bien construidas, a preciosos ornamentos y a la acumulación de dinero. Por muy seguro y estable que pueda parecer todo eso ¡cómo está amenazado y cuán huera es su supuesta estabilidad! Minúsculos animales pueden destrozar el más rico valor. La polilla roe el precioso vestido de seda, y la carcoma ahueca el armario de excelente madera. Hay quienes se vuelven envidiosos y ávidos, y buscan medios para adueñarse de tales bienes: los ladrones perforan las paredes y roban. Como se gana, así se pierde. Jesús se refiere sobriamente a esta experiencia, que cualquiera puede sufrir. ¡Cuán inútil y sin valor es este afán, cómo se despilfarran las fuerzas por causa de bienes sumamente inciertos e inestables...! Os muestro otro objetivo que es digno del empeño de todas las fuerzas y asegura la estabilidad del valor: Atesorad tesoros en el cielo. Allí se colocan los valores en lugar seguro, ni los insectos destructores ni los ladrones perniciosos pueden hacerles nada. «En el cielo» quiere decir en Dios. Lo que es invertido en Dios, retiene su valor duradero. ¿Qué clase de tesoros son? Ciertamente en primer término la entrega del corazón a Dios. Pero luego también todo lo que el discípulo hace con la intención de servir realmente a Dios. Las «buenas obras» (5,16), la justicia sobreabundante hasta llegar al amor del enemigo (5,21-48), también los «ejercicios piadosos» (6,8), todo eso puede convertirse en el tesoro, si se hace con el debido espíritu. La frase final de nuevo es de una sencillez estupenda: Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón. Jesús conoce este profundamente arraigado afán de riqueza y valor, en los cuales se busca la felicidad. El corazón, el hombre interior, siempre está interesado en ellos. Si el corazón se queda con los tesoros terrenos y es absorbido por ellos, entonces corre el mismo riesgo de ser destruido que las cosas terrenas. Pero si pasa a los tesoros celestiales y vive con ellos, entonces tiene la perspectiva de estar a salvo con Dios para siempre. Parece casi natural, parece una consecuencia lógica; pero cuán poco natural es pensar y proceder así.

b) El ojo, lámpara del cuerpo (Mt/06/22-23).

22 La lámpara del cuerpo es el ojo. Si, pues, tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado; 23 pero, si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo quedará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡qué densas serán las tinieblas!

Jesús vuelve a partir de una experiencia. El ojo sano o enfermo (incluso ciego) hace que todo el cuerpo resplandezca o esté en tinieblas. Ahora bien, las dos expresiones se matizan mutuamente: el ojo (del corazón) sano es, al mismo tiempo, el ojo bueno, y el ojo enfermo es, al mismo tiempo, el ojo perverso. El ojo corporal es una imagen del corazón, hay que pensar en los dos simultáneamente. En el ojo se refleja todo el hombre, sus pensamientos y reflexiones, la pureza o corrupción de su vida. El ojo es la lámpara del cuerpo, el espejo infalible del alma. Si esta lámpara es luminosa y nítida, entonces también lo es el cuerpo y todo el hombre. Pero si el ojo es malo, corrompido y perverso, si mira con astucia y concupiscencia. entonces todo el cuerpo está en tinieblas. Es un lenguaje en imágenes, que requiere una explicación. Jesús la da en la última frase: Y si la luz que hay en ti son tinieblas, ¡qué densas serán las tinieblas! ¿Qué significa esta frase? El corazón debe estar enteramente dirigido a Dios, vivir en los tesoros del cielo. Entonces todo el hombre está sano. Si el corazón se ha disipado en los bienes terrenos, se ha vuelto espiritualmente ciego, y todo el hombre está en tinieblas. No ve el verdadero bien y anda a tientas. Pero Dios es la luz, hace resplandecer al hombre, que debe brillar ante los ojos de Dios. El hombre enteramente dedicado a Dios, y que es limpio de corazón, ahora ya es un reflejo de la divina claridad. En su tiempo «verá a Dios» (cf. 5,8) con el ojo del cuerpo alumbrado por el amor y la pureza. «Todos vosotros sois hijos de la luz» (ITes 5,5), hijos de Dios, que «os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (lPe 2,9).

c) Verdadero servicio de Dios (Mt/06/24).

24 Nadie puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No podéis servir a Dios y a Mammón.

El contraste siempre varía y se llama al discípulo para que tome siempre la misma decisión: tesoros en la tierra, tesoros en el cielo; tinieblas, luz; riqueza, Dios. También aquí penetra una experiencia natural en el ámbito del espíritu. Cada uno en realidad sólo puede servir con todas sus fuerzas a un señor. Pero esto con pleno sentido sólo puede decirse de Dios, que pide todo el hombre y no tolera ningún compromiso. Solamente en Dios tiene validez la alternativa en el pleno sentido; el hombre sabe que sólo Dios puede darnos la salvación...

En todas partes en que se pone en discusión el derecho señorial de Dios, se oculta el maligno. El demonio conoce múltiples formas de oposición y enemistad. De una forma especialmente alevosa se escuda detrás de Mammón. Éste representa la propiedad terrena, la acumulación de bienes y tesoros, y de toda clase de posesiones. Pero también conocemos por la experiencia el disimulado poder del oro, el brillo fascinante y la magnificencia cautivadora de los objetos terrenales de gran valor. Para Jesús la riqueza siempre es «injusta», un poder casi demoníaco, que gana el corazón y lo tiene encadenado. El que es víctima de la riqueza, también lo es del diablo. Solamente se puede servir de veras a uno: a Dios, que es la luz de nuestra vida, y en quien están bien guardados los verdaderos tesoros y nuestro corazón.

d) Confianza en Dios (Mt/06/25-34).

25 Por eso os digo: No os afanéis por vuestra vida: qué vais a comer; ni por vuestro cuerpo: con qué lo vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

El que vive confiando plenamente en Dios, como lo han mostrado los tres versículos precedentes, ya no se preocupa por su vida terrena. El siguiente largo pasaje sólo tiene un tema: mostrar la superfluidad de la preocupación terrena a la vista del gran Padre. Esta preocupación se refiere sobre todo a dos necesidades del hombre: la nutrición para mantener la vida y el vestido para proteger el cuerpo. La nutrición, el vestido y el trabajo por conseguirlos no deben ser privados de su valor, como podría suponer un visionario. Lo que aquí se reprueba es la solicitud excesiva por las cosas terrenas, el esfuerzo febril y el celo angustioso, el afán egoísta, en los que Dios no desempeña ningún papel ni es tenido en consideración. Tanto el pobre como el rico pueden ser víctimas de tal preocupación. En primer lugar dice Jesús una frase general: ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Si Dios os ha hecho donación de lo más valioso, de la vida y del cuerpo, ¿no se cuidará también de lo menos valioso? En muchos hombres se produce la impresión de que el sentido de su vida se agota en la consecución de aquellos bienes. Piensan que son dichosos asegurándose la manutención y satisfaciendo estas necesidades: Olvidan que no vivimos «de solo pan».

26 Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni recogen en graneros; sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? 27 ¿Quién de vosotros, por mucho que se afane, puede añadir una sola hora a su existencia?

Aquí se trata de la primera necesidad, o sea, el alimento, y de la preocupación por el mismo. Es magnífico el ejemplo de la naturaleza, en el que puede comprobarse el gobierno del Padre. Para quien tiene a Dios presente en todas partes y lo ve en acción, la nutrición de las aves no es solamente un hecho de la naturaleza sino un milagro de solicitud paternal. No se cansan en almacenar para tener asegurado el alimento para el tiempo futuro, sino que viven al día: vuestro Padre celestial las alimenta. Si esto ya es verdad en criaturas tan pequeñas, ¿cuánto más en el hombre, cuya vida es incomparablemente más valiosa y está mucho más cercana al corazón del Padre? Dios sabe lo que nos hace falta, antes de que se lo pidamos (cf. 6,8). Nos contempla constantemente, atiende a lo que necesitamos para vivir. Pensar de otra manera no tiene ninguna razón de ser. Dios ha establecido la duración de nuestra vida. Ni siquiera el que se fatiga a porfía y mantiene una actividad febril es capaz de prolongar su propia vida. Debemos poner atención a lo que aquí se nos dice y dejar sin respuesta las cuestiones que no hacen al caso: ¿No hay también animales que construyen depósitos en previsión del futuro? Ciertamente, pero no lo hacen las aves que aquí se toman como ejemplo. ¿Y no se puede alargar la vida viviendo de un modo ordenado y con el auxilio de la medicina? Eso también es verdad, pero no es lo que aquí se considera. Aquí se pretende poner en claro que el que se entrega a la confianza en Dios, sin descuidar lo necesario para sí o su familia, logra el lapso de vida que Dios le ha señalado. Se trata de subrayar la conformidad con el plan de Dios y no de las ventajas puramente terrenales, que nada tienen que ver con él, aunque se trate de una febril prolongación de la vida. ¡Cuántas veces hemos experimentado la verdad de estas palabras! ¿Es igualmente operante esta verdad cuando vivimos en medio del bienestar y la seguridad?

28 Y acerca del vestido, ¿por qué os afanáis? Observad los lirios del campo, cómo crecen; ni se atarean ni hilan. 29 Pero yo os digo: ni Salomón en todo su esplendor se vistió como uno de ellos. 30 Pues si a la hierba del campo, que hoy existe y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?

Viene ahora, en segundo lugar, la preocupación por el vestido. Jesús hace que la mirada del discípulo se dirija de nuevo a la naturaleza, al delicioso jardín de Dios. Dios ha colmado de hermosura incluso plantas silvestres más humildes, como los lirios que crecen en el campo. No solamente las rosas o las dalias de vistosos colores están vestidas bellamente, también las flores del campo, que crecen entre la hierba y están destinadas al pasto o incluso a ser consumidas por el fuego. El prototipo de la brillante suntuosidad y del disfrute cortesano de la vida, el rey Salomón, es un pobre hombre ante esta sencilla belleza. Ciertamente es efímera, es quemada con la hierba, aunque Dios la haya adornado de una forma tan exquisita. El mismo Padre, que gobierna con una solicitud tan pródiga, ¿no tendrá también cuidado de vosotros, para que podáis vestiros decentemente? Sólo habéis de tener la fe, la íntima confianza de que Dios se cuida de veras de esta necesidad del vestido. No seáis hombres de poca fe, que sólo raras veces utilizan su confianza, y la escatiman, que confían poco en Dios, continuamente se le echan en brazos conservando su propia inquietud...

31 No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué vamos a comer, o qué vamos a beber, o con qué nos vamos a vestir? 32 Pues todas estas cosas las buscan ansiosamente los paganos; porque bien sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas ellas. 33 Buscad primero el reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura.

Estas palabras resumen lo antedicho. En primer lugar los recelosos «hombres de poca fe» preguntan continuamente: ¿Qué debemos comer y beber? ¿Con qué debemos vestirnos? Procede como los paganos quien hace estas preguntas, y espera lograr la seguridad de su vida con el propio esfuerzo. No sabe nada de Dios y de su providencia paternal, y por eso está completamente abandonado a sus propias fuerzas. Pero vosotros conocéis a Dios, él es vuestro Padre celestial. Si lo creéis de veras, entonces también sabéis que él conoce todas vuestras necesidades. Aquí queda completamente claro que Jesús no pretende apartarnos del trabajo para sustentar la existencia terrenal. Sólo nos dice lo que propiamente importa, lo principal en la vida del discípulo: buscad primero el reino (de Dios), lo cual significa aquí prácticamente: buscad a Dios antes que a todas las demás cosas. El que aspira al reino de Dios, se somete enteramente a la majestad soberana de Dios y a su bondad paternal. Pero se añade: Y su justicia. Es la misma justicia, que ya hemos hallado reiteradas veces (Cf. 1, 19; 3, 15; 5, 6; 5, 20), a saber, la justicia que Dios espera de nosotros y que debemos ofrecerle. Es la perfección del Padre celestial, que debe manifestarse en nosotros. La justicia que nos hace aptos para el reino, ya ahora y sobre todo al final. Esto quiere decir que lo más importante no son nuestros propios esfuerzos, sino ser conformados y enardecidos por Dios y su voluntad. En ello deben consistir nuestros anhelos, nuestro pensar y nuestro sentir. Solamente en esto pondrá de manifiesto nuestra propia obra. Entonces no solamente se disminuye la preocupación por nuestras necesidades corporales, sino que Dios ya nos da por sí mismo todo lo necesario. El que está lleno de la única aspiración importante, ya no ambiciona nada para sí. También trabaja, gana dinero, compra; pero para él estas actividades son servicios que presta a Dios. En último término su corazón no vive en dichas actividades... Deberíamos adquirir el valor que se requiere para esta empresa. Los grandes santos, como Francisco de Asís o Juan Bosco, experimentaron reiteradamente que se puede confiar en la palabra de Dios.

34 No os afanéis, pues, por el día de mañana; que el día de mañana traerá su propio afán. Bástele a cada día su propia angustia.

Este versículo está al final como un suplemento, un discreto remate de las graves declaraciones precedentes. No es una excelsa enseñanza sobre Dios, sino un fragmento de sabiduría casera de la vida. Cada día trae consigo una dosis determinada de angustia y fatiga; no deberíamos aumentarla con la preocupación por el día de mañana. A pesar de esta sencillez el versículo muestra que permanecemos en el terreno de la realidad. La renuncia a la preocupación en el sentido indicado por Jesús no significa que seamos sustraídos al esfuerzo y al fatigoso trabajo de cada día, a las mil prácticas siempre iguales, a la monotonía fastidiosa de la vida cotidiana. Todo eso permanece como está. Lo nuevo son los sentimientos del discípulo: su íntima aspiración no está ligada, sino dirigida hacia Dios. Entonces todos los pequeños quehaceres se vuelven ligeros, y son iluminados desde arriba.