Anunciando una edad de oro
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio Córdova
Mateo 3, 1-12
Por aquellos días aparece Juan el Bautista, proclamando en el desierto de
Judea: "Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos." Este es aquél de
quien habla el profeta Isaías cuando dice: Voz del que clama en el desierto:
Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas. Tenía Juan su vestido hecho
de pelos de camello, con un cinturón de cuero a sus lomos, y su comida eran
langostas y miel silvestre. Acudía entonces a él Jerusalén, toda Judea y toda la
región del Jordán, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus
pecados. Pero viendo él venir muchos fariseos y saduceos al bautismo, les dijo:
"Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues,
fruto digno de conversión, y no creáis que basta con decir en vuestro interior:
"Tenemos por padre a Abraham"; porque os digo que puede Dios de estas piedras
dar hijos a Abraham. Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo
árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en
agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y
no soy digno de llevarle las sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y
fuego. En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el
granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga."
Reflexión
El adviento es, por excelencia, el tiempo litúrgico de la esperanza. Y, por
tanto, también de la alegría. Porque esperamos la venida de nuestro Señor
Jesucristo estamos felices y se nos llena el alma de gozo y de consuelo. Cuando
aguardamos la llegada de una persona muy querida crecen en nuestra alma, de modo
espontáneo, la ilusión y el regocijo. Y como que tenemos más motivos para desear
vivir. La esperanza y la alegría van siempre unidas.
Cristo, nuestro Amigo, nuestro Hermano, nuestro Redentor, está para llegar esta
Navidad. Y nos traerá con su venida todos los bienes mesiánicos anunciados por
los profetas y el gozo cumplido por el que nuestro corazón suspira. A pesar de
todas las tribulaciones, fracasos aparentes, sufrimientos y amarguras que Dios
nuestro Señor, en su infinita y misteriosa sabiduría, permite que nos sucedan en
la vida, estamos seguros de su amor y de su presencia cercana en medio de esas
vicisitudes. Más aún, la fe y la esperanza nos aseguran que es entonces cuando
Dios más nos ama, nos da especiales muestras de su predilección y nos acompaña
con su cariño y su solicitud verdaderamente paternales. Nuestra esperanza no
defrauda, pues “fiel es Dios, el autor de la promesa”, como nos dice el autor de
la carta a los hebreos (Hb 10, 23).
“La esperanza –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica— es la virtud teologal
por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad
nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo, apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. La
virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el
corazón de todo hombre; protege del desaliento, sostiene en todo
desfallecimiento y dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna”
(C.I.C., nn. 1817-1818).
Por eso, la Iglesia, como buena Madre y Maestra, no cesa de alimentar la
esperanza en nuestras almas, sobre todo durante este tiempo de adviento, con el
recuerdo de las promesas mesiánicas: “En aquel día –nos dice el Señor a través
del profeta Isaías— brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago florecerá
de su raíz. Sobre él se posará el espíritu del Señor... Y entonces habitará el
lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león
pacerán juntos; y un muchacho pequeño los pastoreará. La vaca pastará con el
oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño
jugará en la boca del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la
serpiente. Y no hará daño ni estrago en todo mi monte santo: porque está lleno
el país de la ciencia del Señor, como las aguas colman el mar” (Is 11, 1.6-9).
Estas palabras idílicas del profeta anuncian una edad de oro en la que, como en
un sueño, todo será paz, armonía y fraternidad universal. Porque son los tiempos
del Mesías, los días de la salvación. Pero no es una ilusión o una bella utopía.
El lenguaje, ciertamente, es poético, pero símbolo de una realidad espiritual
que llegará a su pleno cumplimiento en el corazón de todos los hombres. ¡Es el
fruto de nuestra redención, traída por Jesucristo!
Los pueblos paganos, a pesar de no ser los destinatarios directos de la
revelación de Dios, también concibieron la esperanza de unos tiempos futuros en
los que reinaría una paz sin fin. Así, el poeta latino Virgilio, canta esa edad
de oro en su famosa égloga IV, con unos tonos semejantes a los del profeta, y
anuncia una época de esplendor universal. San Clemente de Alejandría nos dice en
sus obras teológicas “Stromata” y “Pedagogo” que Dios nuestro Señor también fue
preparando a los pueblos gentiles a la llegada del Mesías con la esperanza de la
salvación, y que en la filosofía y en las religiones no-cristianas se encuentran
vestigios de verdad –“Semina Verbi”— como él los llama.
La esperanza nos llena de vida y de consuelo; y, sobre todo, de la certeza de
nuestra redención, realizada en Jesucristo.
Pero, para esperar dignamente la llegada de nuestro Redentor, tenemos que
preparar bien nuestra alma. Por eso, el Evangelio pone en labios de Juan el
Bautista esta invitación apremiante, eco idéntico del anuncio mesiánico del
profeta Isaías: “Voz que clama en el desierto: Preparad los caminos del Señor,
allanad sus senderos” (Mt 3, 3; Is 40, 3).
Preparar el camino del Señor significa recorrer una senda de conversión a través
de la vida de gracia, la oración, la digna recepción de los sacramentos; a
través de la humildad, la caridad, el servicio, el perdón, la generosidad en las
relaciones con nuestros semejantes y la búsqueda sincera de Dios en toda
circunstancia.
Si queremos que Jesús nos encuentre bien dispuestos, hagamos obras de auténtica
vida cristiana –eso significa “dar frutos de conversión”— y abramos a Cristo de
par en par nuestro corazón, desterrando de nosotros todo egoísmo, soberbia o
sensualidad, para que pueda nacer en nuestra alma esta Navidad.