CAPÍTULO 11


b) Entrada de Jesús en Jerusalén (Mc/11/01-11).

1 Y cuando van acercándose a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, envía a dos de sus discípulos, 2 y les dice: «Id a esa aldea que está frente a vosotros y, apenas entréis en ella, encontraréis atado un pollino, en el cual no se ha montado todavía nadie; Desatadlo y traedlo. 3 Y si alguien os dice: "¿Por qué hacéis eso?", responded: "El Señor lo necesita, pero en seguida lo devuelve otra vez aquí."» 4 Ellos fueron y encontraron un pollino atado delante de una puerta, fuera, en la calle, y se ponen a desatarlo. 5 Pero algunos de los que estaban allí les preguntaban: «¿Qué hacéis desatando el pollino?» 6 Ellos les respondieron como Jesús se lo había indicado. y les dejaron hacerlo. 7 Llevan, pues, el pollino ante Jesús, echan encima del pollino sus mantos, y Jesús se montó en él. 8 Muchos extendieron sus mantos sobre el camino; otros, follaje que cortaban de los campos. 9 Y los que iban delante, igual que los que iban detrás, gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! 10 ¡Bendito el reino, que ya llega, de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!» 11 Entró en Jerusalén, en el templo; y después de observarlo todo, como ya era tarde, salió para Betania con los doce.

Este conocido episodio del domingo de ramos es más profundo de lo que solemos creer en general llevados de la costumbre. Presenta tan fuerte estructuración teológica, que apenas tiene sentido preguntarse por su exacto desarrollo y alcance histórico, por la idea de las turbas acompañantes y por la impresión que produjo en la opinión pública. Los intentos que hasta ahora se han hecho por atribuir a Jesús unos propósitos políticos en base a esta acción, han fracasado; en el proceso seguido contra Jesús este suceso no desempeña ningún papel. Numerosos grupos de peregrinos afluían a la ciudad santa con motivo de la fiesta de pascua, y la entrada de Jesús no presentaba de suyo ningún carácter violento o sensacionalista. Una conmoción mesiánica de las turbas que llegase al terreno político podría deducirse a lo más de sus vítores y aclamaciones; pero éstos no nos los transmiten los evangelistas de modo uniforme, y la coincidente aclamación -que los lectores cristianos relacionaron con la dignidad mesiánica de Jesús en sentido cristiano- «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» es una frase tomada de los Salmos que podía aplicarse a cualquier visitante del templo, una frase litúrgica como lo es el «¡Hosanna!». El evangelista presenta todo el conjunto, llevado no del interés histórico, sino de determinadas intenciones teológicas. Los otros dos sinópticos han puesto nuevos acentos a este relato, desde su personal punto de vista. Aquí sólo nos preguntamos por el propósito de nuestro evangelista. Lo primero que echamos de ver es que Marcos ha insertado la entrada en Jerusalén como un eslabón importante en una cadena de acciones de Jesús. La subida a Jerusalén llega ahora a su meta. La penúltima estación está junto a Betfagé y Betania, en el monte de los Olivos. La doble indicación geográfica, y precisamente en el orden indicado, no deja de sorprender, pues Betfagé está más cerca de Jerusalén (*). Llegados ahí, Jesús se detiene, manda por delante a dos discípulos y hace que le preparen la cabalgadura. La entrada de esta guisa está planeada por él; más aún, prevé con una ciencia milagrosa cómo encontrarán los discípulos el jumentillo, les da instrucciones sobre el modo de actuar, y deja que estallen los honores y aclamaciones. Esto merece una reflexión más detenida; pero consideremos el final del relato tal como nos lo presenta Marcos. Jesús no sólo entra en Jerusalén sino también en el templo y lo observa todo atentamente. No hay duda de que con ello se pretende preparar a los lectores para el suceso del día siguiente: la purificación del templo. También ésta la ha planeado Jesús de antemano; no es una acción espontánea, un arrebato del momento. La descripción detallada de Jesús y su conducta está al servicio de la cristología de Marcos; el Mesías e Hijo de Dios, que hasta ahora se ha ocultado, toma posesión de la ciudad de Dios y del lugar destinado al culto divino, y descubre con esta acción su verdadero ser y voluntad, con la plena conciencia de que este gesto iba a llevarle a la muerte. En la escena preparatoria (v. 1-6) se han querido encontrar ciertos rasgos fabulosos; pero la preparación de la cena pascual, descrita de idéntico modo (14,12-16) revela el propósito de esta exposición: subrayar la voluntad de Jesús (14,12) de ordenarlo todo según su pensamiento mediante su misteriosa presciencia. Se trata de un comportamiento soberano: envía a dos de sus discípulos con un encargo bien preciso; se designa a sí mismo -por única vez en el Evangelio de Marcos- como «Señor» (11,3; cf. 14,14: «el Maestro»), y espera que se obedezcan sus deseos. La presciencia difícilmente puede presentarle como «un hombre divino» según la mentalidad helenista que atribuía una ciencia secreta a los hombres que recibían culto divino; está más bien en la misma linea que su presciencia de la pasión y de sus distintos detalles (10,33s). Jesús conoce las disposiciones de su Padre y los vaticinios de la Escritura que él debe cumplir. Por ello, probablemente también la cabalgadura tiene una oculta relación con la profecía de Zac 9,9: «¡Oh hija de Sión!, regocíjate en gran manera; salta de júbilo, ¡oh hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey, humilde y montado en un asno, en el pollino de una asna.» Jesús no pretende ser ningún libertador político que se presenta con caballos y carros de guerra, sino que utiliza la montura real de los tiempos antiguos (cf. Gén 49,11) y entra en Jerusalén como un príncipe de paz. El «pollino» podría también ser un potro o caballo joven según el vocablo empleado; pero aquí significa una cría de asna (**). El pasaje de Zacarías en el griego del Antiguo Testamento presenta la expresión «un nuevo (= joven) pollino»; tal vez esto indujo a la observación «en el cual no se ha montado todavía nadie». En todo caso subraya la dignidad de Jesús, que utiliza un animal no empleado todavía ni como montura ni como animal de carga; sobre él extienden los discípulos sus vestidos. De este modo entra Jesús en la ciudad de Dios pobre pero lleno de dignidad y rodeado de su pueblo. Mateo descubre la oculta relación escriturística mediante una citación explícita y afirma claramente que los discípulos actuaron de acuerdo con la indicación de Jesús. Para Marcos lo importante es que todo se desarrolle como Jesús ha predicho a sus discípulos, hasta en los detalles más nimios. No hay por qué preguntarse si Jesús era conocido, y hasta qué punto, por la gente de Betfagé; en la disposición de la sala para la última cena señala incluso a los discípulos al acarreador de agua que les indicaría el camino (14,14s). Mediante estos rasgos narrativos se descubre a los lectores la importancia del momento, reconocen la majestad de Jesús y se les introduce en el acontecimiento propiamente dicho. Todo está en los planes de Dios y como tal ante los ojos de Jesús. La larga preparación da a entender que la entrada en Jerusalén era una acción consciente y simbólica de Jesús. Discípulos y pueblo contribuyen a su manera a poner de relieve la dignidad de Jesús. Ahora que la comitiva se ha puesto en movimiento se mencionan tres acciones que tienen un alcance simbólico: los discípulos colocan sus vestidos sobre el animal a modo de montura, como se acostumbraba a hacer en casos honoríficos. En lugar de alfombras las gentes tienden sus vestiduras en el camino delante de Jesús, lo cual es también una costumbre oriental, pero que aquí, cuando aún faltan tres kilómetros de camino para Jerusalén, tiene poco sentido. En el Antiguo Testamento se cuenta cómo en la exaltación de Jehú a rey de Israel «tomando cada uno su propio manto, pusiéronlo debajo de los pies de Jehú en forma de estrado» (2Re 9,13), en homenaje al rey. También el follaje que se arranca de los árboles y que arrojan delante de Jesús sirve de alfombra. Acompañado del entusiasmo popular, Jesús cabalga sobre el asnillo camino de Jerusalén, como el príncipe pacífico y portador de salvación de la profecía de Zacarías (9,10). Pero el sentido oculto de la escena lo proclaman los vítores de las gentes que iban delante y detrás de Jesús gritando. Hosanna -hebreo hoshiah-na = «¡Sálvanos, pues!»- es una exclamación de súplica y bendición, familiar al pueblo por el Sal 118,25. Este salmo, que es una liturgia de acción de gracias, pertenecía a los llamados «salmos hallel» (113-118), que se cantaban en las grandes festividades. En la festividad de la pascua este canto acompañaba la degollación de los corderos en el templo; pero también en las celebraciones domésticas se entonaban estos alegres cánticos en los que se alaba a Dios por sus obras de salvación a lo largo de la historia de Israel. El versículo siguiente (Sal 118,26) era en su origen una fórmula de bendición sobre los peregrinos que entraban en el templo, cantada por los sacerdotes: «¡Benditos en el nombre de Yahveh todos los que llegan a la casa del Señor!» En el contexto presente se piensa en Jesús de una manera muy particular; para los lectores cristianos «el que viene en el nombre del Señor» es simplemente el enviado de Dios, el portador de la salvación. La expresión recuerda la pregunta de Juan Bautista: «¿Eres tú el que tiene que venir o hemos de esperar a otro?» (Mt 11,3). Mas como dicha expresión no está atestiguada como título mesiánico, debe tratarse de una interpretación cristiana. Las muchedumbres del pueblo judío de entonces seguramente que no relacionaron la aclamación con la profesión de fe en Jesús Mesías. No se excluye, sin embargo, que se exalten las esperanzas mesiánicas. Pues, la aclamación siguiente -al menos como nos la presenta Marcos- habla del «reino que ya llega, de nuestro padre David». Originariamente no suena esta fórmula, porque en ningún otro lugar se le llama a David «padre nuestro», título honorífico reservado al patriarca Abraham. Pero en las esperanzas nacionales el retoño de David y el reino de justicia por él establecido desempeñaban un papel importante. Así, se dice también en los Salmos de Salomón, de época cristiana: «¡Mira Señor, y contempla! Vuelve a suscitar a su rey, al Hijo de David... Reúne después a un pueblo santo al que rija con justicia» (17,23.28). Con la observación de «nuestro padre David», quizá quiso Marcos indicar que tales esperanzas alentaban entre los peregrinos de la fiesta. El reino «que ya llega» estaría aún por llegar, aunque el evangelista lo señale como presente mediante el paralelismo de ambas aclamaciones. Para él y para sus lectores cristianos ]a llegada del reino de Dios se realiza con la venida de Jesús, aunque ciertamente en un sentido distinto de como lo esperaban los judíos. La mención de David recuerda el grito del ciego Bartimeo en Jericó: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Será típico de la dialéctica de la fe cristiana en el Mesías el que se cumpla en Jesús la esperanza mesiánica judía, aunque no del modo que imaginaban los judíos de entonces. Esto, sin duda, motiva una formulación reticente muy característica. Un segundo hosanna redondea casi de modo litúrgico la aclamación de la multitud. Esta vez se agrega «en las alturas», con lo que la mirada se dirige a Dios, que según la concepción judía tiene su trono en las alturas del cielo. Así se dice también en los mencionados Salmos de Salomón: «Nuestro Dios es realmente grande y majestuoso; habita en las alturas» (18,10s). Con ello se rinde honor a Dios, pues sólo él puede establecer el futuro reino. El evangelista no quiere rechazar la aclamación de aquellas muchedumbres como alentadas por una esperanza falsa, al igual que no rechazó la invocación de Bartimeo. Para él los únicos que de hecho reaccionan de un modo negativo son los dirigentes de Jerusalén, en abierto contraste con el pueblo (cf. 11,18.32; 12,12). Pero estos enemigos de Jesús en la escena de la entrada, tal como la presenta Marcos, ocupan un puesto secundario. En líneas generales las aclamaciones están proyectadas para la comunidad cristiana, o al menos a ella le resultan trasparentes, de modo que puede comprender esta realidad: Jesús trae el reino salvífico de Dios, pero precisamente por ser «el que viene en nombre del Señor», tal como Dios lo ha decretado. A Dios -«en las alturas»- debe dirigirse toda plegaria, toda petición y acción de gracias; por ello, esencialmente estas aclamaciones podían entrar en la liturgia de la Iglesia. Si en Marcos -a diferencia de lo que ocurre en Mateo y en Lucas- no sigue inmediatamente la purificación del templo, difícilmente puede indicar esto que para él el pueblo se había dispersado. Lo único que quiere es distinguir perfectamente la entrada en Jerusalén de la acción en el templo que para él, esclarecida como viene por el marco de la maldición de la higuera, es un símbolo de la oposición al judaísmo oficial. En la retirada a Betania se ve generalmente una medida de precaución de Jesús, quien no podía sentirse seguro dentro de los muros de Jerusalén. No hay por qué discutir un recuerdo histórico de que Jesús en los últimos días antes de la fiesta de pascua pernoctase con sus discípulos en aquel lugar, ya fuera de la circunscripción en que debía comerse el cordero pascual. En ese sentido habla también la unción de Betania (14,3-9). Pero ciertamente que para Marcos el motivo no ha podido ser el miedo de Jesús a los judíos, cuando al día siguiente se les enfrenta con toda valentía. Con el cambio de lugar (cf. 11,12.19.27) da más bien unas pinceladas escenográficas que separan entre sí las distintas escenas, y que tal vez señalan también a Jerusalén como el lugar del repudio del enviado de Dios. Esto es desde luego importante para los que intervinieron en uno y otro caso. El «pueblo» viene presentado bajo una luz positiva hasta el prendimiento secreto de Jesús (cf. 14,2). Para Marcos no es el mismo pueblo el que clama «Hosanna» el día de los ramos y el que vocifera «¡Crucifícale!» el día de viernes santo (cf. 15, 8-15). Otras fuerzas, como los peregrinos que llegan a la fiesta desde Galilea pasan al primer plano; pero aquí está precisamente el misterio tenebroso en torno al Hijo del hombre: que los dirigentes del pueblo le rechazaron (10,33) y que uno de los doce le traicionó (14, 10s.18-21.43-45). Detrás del golpe contra Jesús no está el pueblo veleidoso, sino una verdadera malicia y una alevosía incomprensible; pero él «se va, conforme está escrito de él» (14,21).
................
* La tradición de Marcos parece atenerse sólo a Betania (cf. 11.11.12; 14,3). Algunos manuscritos omiten Betfagé; pero está abundantemente testificado y Mateo sólo menciona este lugar (21,1). En la tradición judía se alude frecuentemente a Betfagé -casa de los higos»- y siempre como un lugar que queda dentro de los límites de Jerusalén; aunque no se indica su localización precisa. Tal vez la tradición cristiana osciló desde el principio; también cabe suponer que Marcos no poseía ningún conocimiento geográfico exacto (cf también 7.31).
** También es posible que la exposición tenga como trasfondo el oráculo sobre Judá de Gén 42,10-12. Allí se dice que el futuro soberano ata su joven asno a la vid. En la versión de los LXX se repite dos veces la expresión equivalente a «pollino».
.......................

c) Maldición de una higuera (/Mc/11/12-14).

12 Al día siguiente, después que salieron de Betania, él sintió hambre. 13 Y divisando a lo lejos una higuera con hojas, se acercó a ver si encontraba en ella algo: pero, una vez llegado a ella, nada encontró sino hojas, pues no era tiempo de higos. 14 Y dirigiéndose a ella, le dijo: «Nunca jamás coma ya nadie fruto de ti.» Sus discípulos lo estaban oyendo.

El suceso de la higuera se considera uno de los episodios más curiosos y enigmáticos del ministerio de Jesús. ¿No es una cólera sin sentido la que invade a Jesús, y no constituye un hecho absurdo maldecir un árbol que no lleva fruto en una época del año en que no cabe esperar ese fruto? Pero esta forma racionalista de pensar lo único que demuestra es que hemos perdido el sentido para los gestos-simbólicos. De los antiguos profetas se refieren numerosas acciones, incomprensibles si no se descubre su simbolismo; por ejemplo, el paseo de Isaías medio desnudo (Is 20,2-5), la inmersión de un cinturón en el Eufrates (Jer 13,1-7), pintar el plano de una ciudad en un ladrillo (Ez 4,1-4), rasurarse la barba con una espada y dispersar y quemar los pelos (Ez 5,1-4). Se trata de «parábolas reales», de acciones parabólicas, que no sólo revelan un pensamiento, sino que predicen un acontecimiento, lo introducen y anuncian de un modo efectivo. Por lo general se trata de profecías de juicio y desgracias, no de simples vaticinios sino de «prefiguraciones creadoras del porvenir» (G. von Rad), que esclarecen un acontecimiento que Dios ha querido y puesto en marcha. En el estilo profético de Jesús es perfectamente posible que en alguna ocasión haya ejecutado él alguno de tales signos, como la maldición de una higuera. La situación ha sido creada por la comunidad que transmite el episodio o por el evangelista, haciendo que Jesús tenga hambre, vaya a buscar los higos y, chasqueado, pronuncie la maldición. De la higuera cubierta de hojas y que no tiene fruto difícilmente pueden sacarse conclusiones sobre la época del año; por ejemplo, deducir que estamos en otoño, después de la segunda cosecha. El propósito de Marcos resulta más claro enmarcando la purificación del templo entre la maldición de la higuera (v. 14) y su agostamiento (v. 20s). Es un recurso literario que el evangelista utiliza con frecuencia (cf. 5, 21-43; 6,12s con 6,30; 14,54 con 66-72). Para él, pues, el que la higuera no llevase fruto y que se secase tienen una relación con la acción de Jesús en el templo. Pero ¿cuál es el sentido del gesto simbólico y profético de Jesús? Si se considera que Jesús protesta y actúa contra la profanación del santuario judío y que los dirigentes del pueblo buscan eliminarle por ello (v. 18), entonces debe tratarse de un juicio de castigo contra el judaísmo incrédulo, «que no da frutos». La certeza de esta interpretación se robustece si también aquí -como en el caso del pollino- hemos de suponer una citación escriturística implícita. Corrientemente se piensa en Jer 8,13: «Yo los consumiré enteramente dice el Señor: las viñas están sin uvas, y sin higos las higueras, hasta las hojas han caído; y las cosas que yo les di se les han escapado de las manos.» En este caso se trataría de un anuncio encubierto de la destrucción de Jerusalén y del templo. Pero resulta problemático interpretar semejante profecía del futuro como un anuncio directo del juicio de castigo. El agostamiento de la higuera es un suceso actual que más bien refleja un proceso que ya está en marcha. Más cerca encuentra otro pasaje del libro de Jeremías, no muy alejado de la cita bíblica a la que se alude en la purificación del templo con la expresión «guarida de ladrones» (Jer 7,11): «Ya mi furor y mi indignación está para descargar contra este lugar, contra los hombres y las bestias, contra los árboles de la campiña y contra los frutos de la tierra, y todo arderá y no se apagará» (Jer 7,20) 47. La ira de Dios se enciende ya ahora contra el judaísmo obstinado, y más especialmente contra sus dirigentes, «los sumos sacerdotes y los escribas» (v. 18), que no comprenden la acción de Jesús en el templo y le cierran incrédulos sus corazones. Así las cosas, la acción simbólica de Jesús sería ante todo la expresión del repudio contra los judíos incrédulos, y de momento aleja también la amenaza del juicio punitivo externo. Mucho más terrible es el agostamiento interno, la muerte de la verdadera fe, que pese a toda la piedad externa, pese al culto suntuoso, los hace estériles y condenables a los ojos de Dios. Esta exposición se confirma en cierto modo con la sentencia que Jesús dirige a los discípulos junto a la higuera seca (v. 22s). La fe es la verdadera fuerza vital que produce frutos; sin duda que una fe viva abierta a los signos y a la llamada de Dios. Ya la Iglesia primitiva, antes que Marcos, había contemplado el episodio de la higuera seca en este horizonte; pues, tenemos otra tradición particular en Lc 13,6-9, relativa también a una higuera que no lleva fruto. Es una parábola contada por Jesús con la mirada puesta evidentemente en el pueblo de Israel que no está dispuesto a la conversión. Dios le concede todavía una tregua; pero si el pueblo no la aprovecha, le amenaza el juicio punitivo, bajo la imagen de la higuera desmochada. Pero no es en modo alguno cosa cierta que la «parábola real» de la higuera seca haya de interpretarse con la comparación de la higuera estéril. En la situación presente hay que añadir todavía dos observaciones: de estas palabras y gestos de Jesús, tal como la Iglesia primitiva nos los ha transmitido, no se puede deducir la imagen de un repudio definitivo de Israel, de una maldición eterna contra aquel pueblo, de una condenación absoluta de todos los judíos. En nuestra sección la responsabilidad y maldición recaen sobre los dirigentes que presidían entonces los destinos del pueblo, y la imagen de la higuera estéril culmina en la exhortación a la conversión. No disponemos de ningún juicio sobre la actitud creyente de cada uno de los judíos en particular, y la maldición de Jesús alcanza sólo a quienes se cierran culpablemente a la llamada de Dios que se escucha en Jesús. Seguramente que la Iglesia primitiva vio en la destrucción de Jerusalén y del templo un juicio punitivo de Dios (cf. el comentario a Mc 13,1s.14ss); pero este juicio temporal no justifica un juicio condenatorio para todos los tiempos. Y una segunda observación: la comunidad de Marcos debía referir a sí misma todas las palabras y acciones de Jesús. También para ella hay en la enseñanza y ministerio del Señor una llamada, que no puede dejar de oírse, a estar siempre pronta a la conversión y a la fe, a una fe cada vez mayor, hasta que sea capaz de trasladar montañas (v. 23). Los sentimientos de venganza contra el Israel incrédulo equivaldrían a un desconocimiento espantoso de las intenciones de Jesús; por el contrario, la actitud equivocada de los dirigentes judíos de entonces es para los cristianos un examen de conciencia para saber si ellos mismos satisfacen o no el deseo de Jesús que busca fruto en la «higuera con hojas». La Iglesia primitiva comprendió que el reino de Dios sólo puede darse en un pueblo que lleva sus frutos (Mt 21,43).

d) Purificación del templo (Mc/11/15-19).

15 Llegan a Jerusalén. Y entrando en el templo, comenzó a expulsar a los que vendían y compraban en él; también volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas; 16 y no dejaba a nadie transportar objeto alguno a través del templo. 17 Y les enseñaba diciéndoles: «¿Acaso no está escrito: Mi casa ha de ser casa de oración para todos los pueblos? Pero vosotros la tenéis convertida en guarida de ladrones.» 18 Oyeron esto los sumos sacerdotes y los escribas, y buscaban la manera de acabar con él; pero le tenían miedo, porque todo el pueblo estaba maravillado de su enseñanza. 19 Al atardecer salieron fuera de la ciudad.

Como ocurre con la entrada en Jerusalén, también en la purificación del templo apenas resulta posible reconstruir las circunstancias históricas, el desarrollo de la acción y los efectos inmediatos. Se ha querido hacer de este episodio, que los cuatro evangelistas refieren de distinto modo, una gran cuestión; el plan originario de una sublevación popular habría fracasado, y la exposición cristiana lo habría encubierto. Pero en el proceso no se dice absolutamente nada de la purificación del templo, ni siquiera a propósito de la palabra relativa a la destrucción y reedificación del templo, discutida en el examen de testigos (Mc 14,58 y par). La acción no ha podido ser espectacular en un sentido político, pues en otro caso los romanos que montaban la guardia en la fortaleza Antonia habrían intervenido inmediatamente. Resultan baldías todas las conjeturas de cómo Jesús haya podido cargar de un modo efectivo en la amplia explanada del templo, y concretamente en el atrio de los gentiles, contra los numerosos cambistas y contra los vendedores de animales para los sacrificios. Nada se dice de que le hayan ayudado en su empeño sus discípulos y seguidores. Pero tampoco se nos dice nada de una resistencia por parte de los interesados. Tal como lo expone Marcos, se trata una vez más de una acción profética simbólica de Jesús. Al evangelista sólo le interesan el gesto de Jesús y la reacción de los dirigentes judíos. No hay fundamento para poner en duda el suceso histórico; pero, visto desde fuera, sólo tuvo unas proporciones limitadas y un carácter apolítico. El celo por la casa de Dios, una idea profundamente arraigada en el Antiguo Testamento (*) que Jn 2,17 aduce como justificación, ha debido de hecho mover a Jesús, y puede explicar el «éxito» de Jesús, la ausencia de cualquier oposición seria. Pero todas estas interpretaciones se quedan en la superficie; ni el evangelista ni los primeros lectores cristianos tenían las ambiciones de los reporteros y televidentes hambrientos de sensacionalismo. No obstante lo cual, merecen interés la exposición realista y el adecuado conocimiento de las circunstancias históricas del suceso. En cualquier caso no se describe el escenario en los aledaños del templo, era sin duda bien conocido de la comunidad judeocristiana que refería por primera vez este suceso. Las autoridades del templo habían establecido que los cambistas y vendedores de animales para los sacrificios asentasen sus reales en el atrio de los gentiles, que estaba separado del recinto interior del templo por un muro. Los cambistas eran necesarios porque el tributo anual que todos los judíos debían pagar al templo, y que era de medio siclo por cabeza -aproximadamente, un dólar- (cf. Ex 30,13), sólo se podía hacer efectivo en la antigua moneda (tiria) del templo. Tanto para las autoridades del templo que otorgaban el permiso como para los banqueros que percibían un beneficio, aquello era además un verdadero negocio. También los animales para el sacrificio, especialmente las palomas prescritas para los sacrificios de la gente pobre (cf. Lc 2,24), tenían que estar a mano. Y he aquí un detalle que sólo Marcos refiere: Jesús no permitía que nadie transportase objeto alguno por el recinto del templo. Sobre el sentido de esta observación estamos informados por la literatura judía; así, se dice en un tratado de la Mishna: «No hay que convertir (al monte del templo) en un atajo para acortar el camino» (Berakhot IX, 5). Parece, pues, que debía tratarse de una mala costumbre que constituía una falta de respeto al lugar sagrado. Marcos- a diferencia de 7,3s- no aclara esto a sus lectores cristianos procedentes del paganismo; pero podían imaginar perfectamente el tráfago comercial a todas luces que tenía lugar en el recinto del templo. Nada se nos dice de los sentimientos de Jesús, observaciones por las que nuestro evangelista siente una predilección bastante marcada (cf. 1,41; 3,5, etc.). Por el contrario se dice de una manera objetiva y casi fría: «Y les enseñaba.» La intención del relato está pues, lejos de cualquier exposición psicologista o dramatizadora. Marcos se ocupa de una «doctrina» de Jesús, y en definitiva de una doctrina para la comunidad cristiana. El sentido se deduce de las palabras bíblicas citadas. La expresión «casa de oración» hace pensar por de pronto en la crítica de los profetas al culto, irritados contra el culto del templo puramente exterior y contra el hueco homenaje de los labios (cf. 7,6s); pero la cita está tomada de Is 56,7 y contiene una profecía para el futuro. El acento recae sobre el hecho de que en el tiempo de la salvación todos los pueblos afluirían al monte del Señor y a su santuario. Marcos ha conservado del texto profético el inciso «para todos los pueblos», que Mateo y Lucas han omitido, tal vez intencionadamente, a fin de conectar la casa más estrechamente con las palabras siguientes sobre la «guarida de ladrones» y subrayar así el lado negativo. Pero, dado que Marcos trae esta cita de Jeremías y, además, hace preceder una palabra de amenaza evidente con la maldición de la higuera, es que no quiere en modo alguno rebajar la dura crítica de Jesús ni lo violento de su manifestación contra las autoridades judías del templo; pero vincula la protesta de Jesús con una profecía sobre el templo escatológico que está abierto a todos los pueblos y precisamente a los paganos. Pero ¿en qué piensa Marcos al aducir la cita completa: «Mi casa ha de ser casa de oración para todos los pueblos?» La respuesta la tenemos en las ya mencionadas palabras sobre el templo de 14,58: «Yo destruiré este templo, hecho por manos humanas y en tres días construiré otro, no hecho por manos humanas.» Por oscura que resulte esta palabra, especialmente en su primera parte, una cosa es evidente al menos para la comprensión de Marcos: el templo no construido por mano de hombre es la comunidad. Para el evangelista etnicocristiano es importante que todos los pueblos, y precisamente los pueblos gentiles, tengan cabida en él. Sobre el trasfondo del juicio punitivo contra el pueblo judío y de la destrucción del suntuoso templo de Jerusalén (13,1s), la profecía de la casa de oración para todas las gentes adquiere unos perfiles precisos: el nuevo templo tendrá un aspecto completamente distinto; concretamente no será levantado por mano de hombre y nunca más será profanado por un tráfago indigno y depredador. También el templo de piedra tenía otro destino; sólo los hombres le han convertido en una «guarida de ladrones». Para comprender esta dura expresión, es preciso volver a leer la profecía en su contexto (Jer 7,1-15). Sería equivocado deducir de la palabra «ladrones», que en el griego también puede significar «guerrilleros», una alusión a los zelotas. La dura expresión, elegida por el profeta con todo cuidado, fustiga la conducta impía e inmoral de sus coetáneos judíos que llegaban a jactarse del templo y que pretendían encubrir sus malas acciones con el culto oficial: «Enmendad vuestros pasos y vuestras obras, y yo habitaré con vosotros en este lugar. No pongáis vuestra confianza en las expresiones falaces de: ¡Este es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor!... Pero qué, ¿este templo mío en que se invoca mi nombre, ha venido a ser para vosotros una guarida de ladrones? Pues bien, yo, yo mismo, también lo veo así» (Jer 7,3s. 11). Se trata, pues, de algo más que de suprimir las actitudes irreverentes en el templo o de una reforma del culto oficial; se trata de una adoración a Dios nueva y distinta, de una conversión moral, de cumplir la voluntad de Dios en la vida personal y social. La expulsión de los vendedores y compradores del atrio del templo es una señal que apunta al futuro. El verdadero templo será la comunidad escatológica, una «casa de oración» y un lugar de santidad, de adoración moral a Dios. Así lo entiende Marcos. Juan no sólo ha situado la escena al comienzo del ministerio de Jesús, sino que, cristológicamente, también la interpreta de distinto modo. La concepción de la comunidad como templo de Dios no es una idea completamente nueva; se encuentra también claramente expuesta en los escritos de Qumrán. Esta comunidad judía particular se considera a sí misma como «una casa santa para Israel y un lugar del Santísimo para Aarón», «una casa de perfección y verdad en Israel» (Regla de la comunidad 8,5s.9). Mas la comunidad cristiana debe ser una casa de oración para todos los pueblos. ¿Qué significa esto para la comprensión de la Iglesia y del culto? ¿No ha suprimido Jesús todas las casas de Dios levantadas por mano de hombre, los edificios sagrados del culto, y hasta el mismo espacio cúltico en el sentido más amplio, es decir, la adoración propiamente cúltica de Dios, reclamando en su lugar una comunidad santa y viva en el mundo, que deberá glorificar a Dios exclusivamente a través del esfuerzo moral, de las obras de amor y del servicio al prójimo? La Iglesia primitiva no sacó esta consecuencia, que tiende a una radical «desacralización» o «descultuación», como hoy oímos con frecuencia. Los primeros cristianos de Jerusalén continuaron reuniéndose en el templo, en el «atrio de Salomón» (Act 5,12) y en las casas destinadas a las asambleas de culto (Act 2,46); y ése era también el uso en las comunidades paulinas (cf.1Cor 11; 14). Pero el culto recibió entonces otra interpretación y otro centro de gravedad. Ya no se concebía un servicio de Dios aislado de la vida en este mundo y del servicio a los hombres. Se requería una nueva forma de oración en la entrega plena y confiada al Padre, una oración «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23s). La verdadera adoración a Dios, a la que deben llevar la oración y los cánticos, el servicio de la palabra divina y las celebraciones eucarísticas, la constituyen una vida cristiana, el testimonio del amor, la renuncia a los deseos egoístas. La propia existencia corporal, realizada como «víctima viva, santa y agradable a Dios» (/Rm/12/01), es el auténtico culto espiritual que se exige a los cristianos, un servicio divino en la vida cotidiana del mundo según se ha dicho. Con la purificación del templo no quiso Jesús establecer de nuevo un recinto sagrado, separado a cal y canto de la vida diaria de los hombres, sino manifestarse precisamente contra una ideología cúltica y ritualista demasiado estrecha, hacia la que se desvían inevitablemente los pensamientos humanos. Desde la imagen general que la Iglesia primitiva se hizo del comportamiento de Jesús, comprende perfectamente que Dios quiere vivir en medio de ella y operar por medio de su testimonio. Mas tampoco sucumbe al culto del otro ídolo de una secularización que, mediante la actividad humana y la asimilación al mundo, pretende alcanzar lo que sólo se alcanza con el Espíritu y la fuerza de Dios. Por ello da culto a Dios y saca fuerzas de su servicio divino, de la palabra de Dios y del sacrificio de Cristo; pero sólo para actuar después entre los hombres que viven en el mundo y ofrecer «sacrificios espirituales» (lPe 2,5). La postura de Jesús frente a la piedad y el servicio divino fácilmente se presta a malas interpretaciones. Su idea de Dios le hace protestar contra un culto que se realiza en nombre de Dios, pero que sirve en realidad al egoísmo humano; y al mismo tiempo le hace insistir en la adoración divina que nace del amor a Dios y empuja al amor a los hombres (cf. 12,28-34). Su protesta choca con los oídos sordos del judaísmo de entonces, dirigido por los sumos sacerdotes y los escribas, y lo único que consigue es que éstos busquen el modo de eliminar a tan incómodo amonestador. El pueblo está fuera de sí por la doctrina de Jesús, pasmado de lo que hace y exige. Pero la comunidad cristiana debe comprender que, con la crítica de Jesús, la profecía y enseñanza se han convertido para ella en un signo perpetuo de advertencia. Por la tarde Jesús abandona la ciudad, y probablemente también esto constituye para Marcos un signo de que Jesús se aparta de la antigua ciudad de Dios y que los hombres, que no buscan a Dios con un corazón honrado, quedan abandonados a sí mismos (cf. Mt 23,37ss y par, Lc 13,34s).
...............
* Este celo sagrado movía también a los patriotas judíos (zelotas); mas no se puede deducir de ahí que Jesús persiguiese idénticos objetivos revolucionarios. Los siempre renovados intentos de relacionar a Jesús con el movimiento zelotista fracasan frente a la imagen general de su persona y actividad. Incluso se dan en él rasgos antizelotistas, cf. HENGEL, o.c, p. 385: «La polémica antifarisaica de Jesús se dirigía también en parte contra los zelotas. como los representantes más radicales del ala izquierda farisea» El alcance escatológico de la purificación del templo lo ha visto claro G. BORNKAMM: Jesús «purifica el santuario para la inauguración del reinado divino».
......................

e) Diálogo con los discípulos sobre la higuera seca (Mc/11/20-26).

20 Al pasar por la mañana, vieron que la higuera se había secado de raíz. 21 Entonces Pedro, cayendo en la cuenta, le dice: «¡Rabbí! Mira, la higuera que tú maldijiste se ha quedado seca.» 22 Y contestando Jesús, les dice: «Tened fe en Dios. 23 Os aseguro que quien diga a este monte: "Quítate de ahí y échate al mar" -y esto sin titubear en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice-, lo conseguirá. 24 Por eso os digo: Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis obtenido y se os concederá. 25 Y cuando estéis orando, si tenéis algo contra alguien, perdonadlo, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone vuestros pecados.» [26 Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras faltas.]

Un diálogo con los discípulos expone con mayor profundidad la doctrina de Jesús a la comunidad, como ocurre con frecuencia en Marcos (cf. comentario a 10,10). Su respuesta a la observación de Pedro de que la higuera se había secado, constituye un manual de oración para la comunidad que debe ser precisamente una «casa de oración» (v. 17). El evangelista ha insertado la instrucción en el momento en que a la mañana siguiente Jesús pasa con sus discípulos junto a la higuera que entretanto se ha secado. Este signo del poder de Jesús lo utiliza como materia de contemplación para poner ante los ojos de la comunidad la fuerza de la fe. Pero la exhortación a una fe resuelta viene subordinada en el v. 24 a la oración, y la instrucción sobre el modo de orar va más allá del requisito de la fe (v. 25). Esta sentencia final en que se exhorta a la comunidad al perdón fraterno, confirma la orientación de la misma a la comunidad que debe ser el nuevo templo de Dios. Hay, pues, que leer estos versículos en los que se han reunido palabras de Jesús independientes en su origen, dentro de una relación estrecha con la purificación del templo y con la cita que Jesús hace de la Escritura. Las palabras sobre la fe que traslada montañas -ajustadas por Mateo todavía más a la higuera seca- es un antiguo logion del Señor sobre el que la Iglesia primitiva ha meditado mucho. En otro pasaje, y en forma siempre distinta, se encuentra también atestiguado en la tradición sentencial de Mt 17,20 y Lc 17,6. Común a esta tradición es la frase «tener fe como un grano de mostaza», lo que según la aplicación proverbial del grano de mostaza para indicar algo pequeño e insignificante (cf. Mc 4,31), quiere decir: incluso una «fe» totalmente pequeña puede realizar cosas increíbles. Es evidente que aquí se habla de la «fe» en un sentido especial; en nuestro pasaje esa fe se interpreta como libre de cualquier tipo de duda. Lo cual es ya una interpretación de la Iglesia primitiva. En Lc 17,6 no se trata de las dudas, sino que se expone únicamente la fuerza de la fe bajo una imagen algo diferente: semejante fe puede arrancar de raíz una higuera y plantarla en el mar. La palabra era en su origen simplemente una metáfora vigorosa (hiperbólica), muy del gusto de Jesús, que ponía de relieve la fuerza de una fe carismática. Pues, una fe así no es algo que se pueda alcanzar por medios humanos, con el entrenamiento y la revigorización de la voluntad, sino que es puro don de Dios. Lucas lo ha entendido perfectamente, cuando en el v. anterior nos presenta la oración de los discípulos: «¡Señor, auméntanos la fe!» (17,5), y Pablo sabe de este carisma cuando, después de haber mencionado algunos otros, escribe: «Y si tengo tanta fe como para mover montañas, pero no tengo amor, nada soy» (lCor 13,2). Por tanto, según el sentido original del logion casi resulta contradictoria la exhortación que aparece en Marcos: «Tened fe en Dios.» Pero sí que se puede pedir a Dios esa fe carismática, y así lo ha entendido evidentemente Marcos, como vimos en 9,28s. Mas ¿qué es fe en este sentido? Una confianza elemental e inconmovible en Dios, que es mayor, más sabio y más poderoso que el hombre. Tal es también el significado primitivo del verbo hebreo que todavía resuena en la antigua palabra deprecativa «amén»: un decir amén a Dios, un estar y construir sobre el fundamento firme que son Dios y su palabra. No se trata de una fe ciega que espera, de un modo irracional y emotivo, algo que es imposible humanamente; sino una fe en el Dios que se revela, en cuya palabra, afirmaciones y promesas confía el hombre de una manera inconmovible justamente porque es Dios. Esta fe la ha esclarecido a la perfección el profeta Isaías, quien en una circunstancia sumamente crítica, cuando Jerusalén estaba amenazada por enemigos poderosos, dice al pueblo: «Pero si vosotros no creyereis, no subsistiréis» (Is 7,9). El rey Acaz se niega a esa fe, pues recusa el signo que Dios le ha ofrecido (Is 7,10ss). Así pues, las palabras sobre la fe que traslada montañas no constituyen una carta en blanco para una fe milagrera que tienta a Dios, y que Jesús rechaza en otro lugar (Mt 4,6s). No es una fe mágica o autosugestiva sobre la que el hombre pueda disponer, sino todo lo contrario: una fe que no está a nuestra disposición, que Dios otorga, que «en cierto modo pone en movimiento la omnipotencia bondadosa de Dios» (J. Schmid), porque el mismo Dios así lo ha querido y asegurado. En todo caso presupone una confianza inconmovible, directa, infantilmente fuerte, en Dios Padre. Con ello la palabra obliga además a reflexionar sobre lo que designamos por fe en sentido religioso. ¡Qué fácilmente cedemos a la ilusión de tener fe cuando hacemos una confesión, buscamos la suprema seguridad para las verdades de la fe o nos obstinamos en nuestra idea de la fe! La verdadera fe se mantiene en medio de las tinieblas, en las situaciones concretas de la vida en que todo está en juego, en el desvalimiento humano y cuando ya no hay salidas de tejas abajo. Lo que ya no podemos decir es en qué situación ha pensado originariamente Jesús. El «monte» no es sino la imagen de un gran estorbo, «este monte» no hay por qué identificarlo, pues en labios de Jesús no es más que una expresión de enseñanza intuitiva. Para la fe no hay estorbo alguno; pero sólo para la fe que posee una fuerza carismática. Esa fe tiene que estar viva en la comunidad, sobre todo cuando ésta se reúne para orar. Las palabras sobre la oración de petición (v. 24) -que por la nueva introducción podemos reconocer como una sentencia originariamente independiente- se dirige a la comunidad de los discípulos; el cambio a la forma plural no es fortuito. Marcos ha referido a la oración comunitaria la seguridad de ser escuchada, que en la tradición sentencial de Mateo y Lucas se presenta en otro contexto y en forma diferente (Mt 7,7-11; Lc 11,9-13). Esto ocurre en forma todavía más acusada en Mt 18,19: «Si dos de vosotros se unieron entre sí sobre la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, les será otorgado por mi Padre que está en los cielos.» De este modo la exhortación de Jesús a los discípulos para que orasen al Padre con plena confianza y su promesa, hecha con la máxima seguridad, de que el Padre los escuchará, las prolongó la Iglesia primitiva en las formas más variadas. También en nuestro pasaje se trata de la oración de petición; pero el propósito de Marcos se evidencia -como en la sentencia siguiente- en el vocablo que designa la oración en general: quiere referirse a la comunidad como «casa de oración». Porque es la comunidad escatológica de Dios, también vale para ella la promesa divina de escuchar las súplicas. En todo caso debe creer con tal certeza que al orar esté ya convencida de que obtendrá lo que pide, así según la lectura más probable. La misma idea aparece más tarde en la primera carta de Juan (5,15), señal cierta de cuán profundamente había impresionado a la Iglesia primitiva aquella promesa de Jesús. También ella tenía ya dificultades con la promesa de que la oración sería escuchada, pues no todas las peticiones lograban su cumplimiento (cf. 1Jn 5,14: pedir conforme a la voluntad de Dios). Además del objeto adecuado de la oración de petición se requería la exclusión de cualquier duda, y esto responde de hecho a la actitud personal de Jesús, que desde su proximidad inmediata al Padre y con la más íntima certeza hizo la primera, que resuena ciertamente de la forma más original en Mt 7,7-11. Orar es un proceso existencial entre el hombre y Dios; demasiadas reflexiones sobre la oración de petición le arrebatan su fuerza. El hombre que cree y ama pide simplemente como un niño a su Padre, que está seguro de ser escuchado porque es su padre. Y la comunidad ora comunitariamente en las dificultades y tribulaciones en las que se encuentra en medio del mundo como comunidad cristiana, y debe por lo mismo creer con fe firme que será escuchada. La última sentencia toca una condición que se menciona en el padrenuestro: si nosotros oramos a Dios y le pedimos el perdón de nuestros pecados, también debemos perdonar a los hombres que estén en deuda con nosotros. Estas palabras están también formuladas en forma plural y tienen en cuenta la oración comunitaria. En la comunidad de los discípulos de Jesús se exige un perdón auténticamente fraterno. Sin esa postura, la oración al Padre es desleal e ineficaz. Esta idea va tan indisolublemente unida a la oración del padrenuestro, que penetró muy hondo en la Iglesia primitiva y que evidencia una relación con las palabras que comentamos aquí: «vuestro Padre que está en los cielos», «vuestros pecados», que sólo aparecen en este lugar de Marcos. Se comprende que en muchos manuscritos posteriores se haya añadido también la prolongación en forma negativa de Mt 5,15 (v. 26). Marcos no ha formulado la palabra con el carácter tan rígido de condición con que lo hace Mateo. Quiere presentar a la comunidad orante la infinita bondad y misericordia de Dios; pero si pretende ser la casa escatológica de oración, debe también escuchar y obedecer las exigencias de Dios que subraya Jesús. En la promesa del Señor hay siempre unas pretensiones duras. Por sublime que sean las palabras acerca del templo abierto a todos los pueblos, su realización pone a la comunidad a la que se dirige en la más grave responsabilidad, y la higuera seca continúa siendo para ella una advertencia constante.

2. ENFRENTAMIENTO CON LOS CÍRCULOS DIRIGENTES (11, 27-12,44). Numerosas discusiones de Jesús llenan los días transcurridos en Jerusalén. La sección empieza con la pregunta acerca de la autoridad de Jesús que le hace el gran consejo. Se menciona expresamente a los tres grupos que formaban el sanedrín (11,27; cf. 8,31), poniendo así de relieve el carácter oficial de la pregunta. A lo largo de otras discusiones Jesús se enfrenta también con los representantes de los grupos dirigentes del judaísmo de entonces: saduceos y fariseos. Jesús rehuye una respuesta abierta a la pregunta sobre su autoridad; pero en la parábola de los viñadores homicidas pasa al contraataque. La cita bíblica del final (12,10s) pone al descubierto la situación: Jesús es la piedra rechazada por los constructores, pero que Dios ha convertido en piedra angular. Con ello se cumple el vaticinio de Jesús en 8,31: según el plan de Dios, el Hijo del hombre debe ser rechazado por los ancianos, los príncipes de los sacerdotes y los escribas. Después de esta aclaración fundamental, siguen las distintas discusiones con diversos interlocutores. Los tres diálogos con fariseos, saduceos y un escriba particular, así como la enseñanza final dirigida a los escribas en general (12,13-17), se mantienen todavía en una conexión estrecha y responden tal vez a un preciso esquema rabínico de plantear las cuestiones. Como quiera que sea, estas perícopas debieron quedar enlazadas muy pronto en la tradición; en cuanto al contenido, tratan cuestiones de permanente importancia para la comunidad cristiana. Se les añade y acomoda un breve discurso de aviso y amenaza a los doctores de la ley (12,38-40), en el que también se menciona la explotación de las viudas. Ello dio tal vez ocasión para intercalar también aquí la perícopa referente al óbolo de la viuda (12,41-44). Como la escena se desarrolla en el ámbito del templo, pudo también utilizarla el evangelista como remate de esta postrera actividad de Jesús en Jerusalén, que los lectores deben representarse principalmente en el templo (cf. 11,27; 12,35). Con ello adquiere la sección un redondeamiento literario. Late un exquisito matiz teológico en el hecho de que los representantes oficiales del judaísmo rechacen a Jesús, y que una sencilla mujer del pueblo recibe un magnífico elogio y se convierta en la representante de aquellos que cumplen la voluntad de Dios con su conducta.

a) Discusión sobre la autoridad de Jesús (Mc/11/27-33).

27 Llegan de nuevo a Jerusalén. Y mientras él andaba paseando por el templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, 28 y le preguntan: «¿Con qué autoridad haces tú esas cosas, o quién te dio esa autoridad para hacerlas?» 29 Jesús les contestó: «Os voy a hacer una sola pregunta. Respondédmela, y yo os diré con qué autoridad hago todo eso. 30 El bautismo de Juan ¿era del cielo o era de los hombres? Respondedme.» 31 Pero ellos deliberaban entre sí, diciendo: «Si respondemos: "Del cielo", dirá: ¿Por qué, pues, no creisteis en él? 32 Pero ¿vamos a responder: "De los hombres"?» Tenían miedo al pueblo, pues todos tenían a Juan por un verdadero profeta. 33 Y respondiendo a Jesús, le dicen: «No lo sabemos.» Entonces Jesús les contesta: «Pues tampoco yo os digo con qué autoridad hago esas cosas.»

La rendición de cuentas que pide el consejo supremo está relacionada con la purificación del templo, que sólo por el ordenamiento que ha hecho el evangelista aparece un tanto distante. Marcos no habla en este lugar de las enseñanzas de Jesús en el templo, como lo hacen Mt y Lc. En el Evangelio de Juan «los judíos» reclaman a Jesús inmediatamente después del hecho un signo que le acredite. Nuestro evangelista formula de tal modo la pregunta que la «autoridad» de Jesús se convierte en el tema central; pues, para él la autoridad divina de Jesús se ha puesto de manifiesto a lo largo de todo su ministerio (cf. 1,22.27; 2,10). Con ello este interrogatorio oficial por parte de la autoridad judía -se puede suponer perfectamente una delegación del consejo supremo- adquiere una importancia que sobrepasa la situación presente. Jesús se enfrenta al judaísmo oficial y renuncia a dar de sí mismo testimonio explícito, pues una sola palabra no podría convencer a quienes se han opuesto a todo su ministerio con una actitud incrédula y negativa. Difícilmente puede decir Marcos que Jesús haya escabullido de propósito la pregunta, porque los dirigentes buscaban prenderle (cf. 12,13). Más bien quiere descubrir su cerrazón incrédula y al mismo tiempo poner de relieve la condición superior de Jesús, como lo hace en las disputas siguientes. Probablemente también la Iglesia primitiva ha argumentado de modo parecido contra el judaísmo incrédulo. La pregunta suena objetiva y fría; ambas partes consideran las dos posibilidades: Si Jesús reivindica una autoridad propia para actuar así, ¿qué autoridad es ésa? O tal vez se remita a una potestad delegada que algún otro le ha conferido. En tal caso Jesús se verá obligado a declarar abiertamente a quién representa. Cabe suponer que los miembros del consejo supremo habrían buscado después alguna acusación contra Jesús, como que era, por ejemplo, un falso profeta o un seductor del pueblo. Mas nada de esto ocurre, porque Jesús les propone una contrapregunta forzándoles a descubrir su postura interna. Les pregunta si ellos consideran que el bautismo de Juan procedía de Dios -«del cielo»- o de los hombres; lo cual equivale a decir si tenían a Juan Bautista por un profeta verdadero o falso. La pregunta los pone en un gran aprieto, que el evangelista refleja mediante las cavilaciones que se hacen entre sí o para sus adentros (en 2,6 dice más claramente de los escribas: «Pensaban en su corazón»; en 8,16 de los discípulos: «Ellos comentaban entre sí»). Si conceden que el bautismo de Juan era de Dios, Jesús podrá reprocharles su incredulidad; tampoco se atreven a discutir ese bautismo, en razón del pueblo que tenía a Juan por un verdadero profeta, enviado por Dios. La formulación, un tanto desmañada, pone bien de relieve que tales cavilaciones no parten del asunto mismo, sino que sólo giran en torno a su posición y prestigio personales; un reproche duro pero justificado contra unos hombres que, a pesar del relumbrón que se dan, no les preocupa la causa de Dios sino su propia persona. Su respuesta: «No lo sabemos», es una salida que los desacredita como dirigentes del pueblo y -lo que es peor aún- revela su falta de sustancia religiosa. Se desenmascaran, aunque para ello se sirvan de palabras astutas y retorcidas. Sobre la base de esta respuesta Jesús deniega, a los miembros del consejo que le interrogan, la información que de él deseaban. Deben darse por vencidos. Esto es tan evidente que el evangelista no lo anota de un modo explícito; la negativa de Jesús es el punto final, un final cargado de malos augurios. No es preciso que el diálogo se haya desarrollado exactamente de este modo; esto resulta incluso improbable por varios motivos: los miembros del consejo difícilmente habrían descubierto su flaco delante del pueblo, y en el cuarto Evangelio la conversación discurre de un modo completamente distinto. Pero con la transmisión de este choque de Jesús con los representantes del consejo supremo, la Iglesia primitiva no quiso conservar simplemente una escena histórica, sino descubrir más bien la disposición interna con que Jesús se enfrentó al judaísmo oficial, y dar así a conocer la disposición permanente en que ella misma se encontraba en su enfrentamiento con el judaísmo incrédulo. La escena presenta una estructuración uniforme, y ha sido montada según un cierto esquema de la disputa rabínica -pregunta, contapregunta, respuesta-. Aun así, no cabe considerarla como artificial e inventada, pues la acción de Jesús en el templo necesariamente debió provocar una reacción entre las autoridades del templo (cf. también Jn 2,18). Pero la respuesta de Jesús trasciende la circunstancia histórica para convertirse en una toma fundamental de posiciones; es decir, en el comportamiento de Jesús frente a los enemigos incrédulos. Hay también aquí algo que aprender para el enfrentamiento de la fe con la incredulidad. No hay pruebas apodícticas para los hombres que no quieren creer. En el diálogo teológico con el judaísmo la Iglesia primitiva se remitió para su fe en Jesucristo también al testimonio del gran predicador Juan Bautista, como lo demuestran los Evangelios en general. Pero tenía clara conciencia de que la vinculación entre Juan y Jesús, el mutuo respeto y reconocimiento de los dos hombres que se presentaron en nombre de Dios y la proclama de Juan señalando al que era mayor y que vendría después de él, no bastaban para alcanzar el reconocimiento de la misión divina y de la mesianidad de Jesús. Quien no se deja convencer por la imagen general que el Jesús terreno le brinda con sus discursos y hechos, de que Dios habla y actúa por medio de él, tampoco puede ser instruido por ninguna discusión. La fe cuenta con buenas razones; pero también la incredulidad encuentra contrarrazones en que apoyarse. Sólo que los incrédulos no deben pensar que puedan atribuirse en exclusiva la razón y la Lógica. Unos y otros deben poder encontrarse de un modo conveniente y elegante.