CAPÍTULO 08


c) Segundo relato de la multiplicación de panes (Mc/08/01-10).

1 Por aquellos días se reunió de nuevo una gran multitud; y como no tenían qué comer, llama junto a sí a sus discípulos y les dice: 2 «Me da compasión de este pueblo, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer; 3 y si los mando a su casa sin tomar nada, desfallecerán por el camino, pues algunos vinieron de lejos.» 4 Sus discípulos le respondieron: «¿Y cómo se podría saciar de pan a todos éstos aquí en despoblado?» 5 El les preguntaba: «¿Cuántos panes tenéis?» Ellos contestaron: «Siete.» 6 Y manda al pueblo sentarse en el suelo. Y tomando los siete panes, dijo la acción de gracias, los partió y los iba dando a sus discípulos para que los distribuyeran; y ellos los distribuyeron al pueblo. 7 Tenían además unos cuantos pececillos; y, después de haberlos bendecido, mandó distribuirlos también. 8 Comieron hasta quedar saciados; y de los trozos sobrantes recogieron siete cestas. 9 Eran unos cuatro mil hambres. Luego los despidió. 10 Y subiendo en seguida a la barca con sus discípulos, llegó a la región de Dalmanuta.

También este relato de una milagrosa multiplicación de panes, con que fueron saciadas cuatro mil personas, lo han encontrado Marcos en la tradición insertándolo sin cambios en su Evangelio. No ha intentado enlazar este relato con los episodios precedentes. La narración empieza con el dato genérico de «por aquellos días»; al final la barca atraca en las proximidades de un lugar que lleva un nombre desconocido y probablemente corrompido: Dalmanuta. Tal vez le bastaba a Marcos la indicación de 7,31; después se imagina el suceso también en la ribera oriental del lago, donde se había desarrollado la multiplicación de los panes descrita en 6,34-44. Esta región solitaria debió parecerle buen escenario para el acontecimiento. Comparando toda la narración con el relato de la primera multiplicación de panes, cabe sospechar con razón que «Dalmanuta» sólo ha entrado por error del copista en lugar de «Magdala» (1); por lo que el lugar de desembarco habría que situarlo como la primera vez en la llanura de Genesar (cf. 6,53). Habría, pues, una gran semejanza entre ambos relatos. Sólo difieren los datos numéricos; pero respecto a esto no hay que exigir exactitud, dados el modo y objetivo de la tradición. La consecuencia se impone: se trata de dos relatos distintos de un mismo acontecimiento. Marcos, desde luego -y de ello no cabe la menor duda- ha pensado en dos multiplicaciones de panes (cf. 8,19s). Si queremos estudiar y comprender el propósito del evangelista, debemos reflexionar un poco sobre este problema que hoy inquieta a muchos cristianos por su incidencia en la historicidad de la tradición. También las diferencias entre los otros relatos de los sinópticos, y entre éstos y el Evangelio de Juan, son tan numerosas e importantes que las exposiciones evangélicas no se pueden alinear sin más ni más dentro de la historiografía en sentido moderno (2). Las reflexiones que hemos venido haciendo sobre el Evangelio de Marcos han puesto en claro que el evangelista, al lado de los intereses históricos, persigue otros objetivos catequéticos, doctrinales y teológicos. Precisamente en la gran multiplicación de los panes en el desierto (6,34-44) se pusieron de manifiesto estas ideas directrices más profundas. Ahora bien ¿por qué debía Marcos, si encontró en la tradición un segundo relato de multiplicación de los panes, narrado de modo parecido pero no igual, ya que aparecía con otros datos numéricos, pasar el episodio por alto, como hace Juan? ¿Debía comprobar si se trataba o no del mismo suceso? Se podría replicar que -como escritor inspirado- no debía transmitir nada «falso». Pero teológicamente cabría preguntar, por el contrario, cuál es la «verdad» que quería ofrecer a los lectores de su Evangelio: ¿un inventario preciso y «exacto» en todo de los acontecimientos históricos o, más bien -y respetando la sustancia histórica- la «verdad» que los lectores creyentes debían saber para su salvación? (3) ¡Sin duda alguna que esto último! Dado que, desde el punto de vista histórico, la aceptación de dos multiplicaciones milagrosas, encuentra las mayores dificultades (4), suponemos tranquilamente que el acontecimiento prodigioso sólo se realizó una vez. De este modo quedamos más libres para estudiar con mayor detenimiento las miras teológicas del Evangelio. Desde la época patrística se ha pensado que la «segunda multiplicación de los panes» era para Marcos un signo de la misericordia de Jesús hacia los paganos, así como la primera lo fue para el pueblo de Israel. Tal opinión se apoya, además de en el marco de esta sección (7,24.31), en las «siete cestas» que habría que entender de modio simbólico. Esas cestas significaban los siete administradores de la porción helenística de la primitiva Iglesia de Jerusalén (Act c. 6) o las siete comunidades destinatarias de las cartas del Apocalipsis (Ap c. 1). Pero esto es una hipótesis caprichosa; también son siete los panes que los discípulos ofrecieron como provisión (v. 5), a diferencia de los cinco panes y dos peces del primer relato. Se trata de detalles de la tradición que no tienen importancia alguna para el milagro propiamente dicho. Más importante es la observación de que algunos «habían venido de muy lejos» (v. 3). En el relato tradicional esto, como el hecho de que la multitud llevaba ya tres días con Jesús (v. 2), debía fundamentar la compasión y preocupación de Jesús. Estas gentes llegadas de lejos han podido hacer pensar a Marcos en los paganos; pero no lo dice expresamente. Como insinuábamos en la curación del sordomudo, tal vez quería sugerir a sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad que se considerasen a sí mismos representantes del mundo pagano en medio de la multitud, sin negar la verdad histórica de que nada decía la tradición al respecto. Transmite el episodio tal como lo había encontrado, y con las noticias de viajes no hace sino abrir una especie de escotilla a una interpretación pagano-cristiana del acontecimiento: Jesús no ha excluido de su misericordia ni siquiera a los paganos. Por lo demás, la narración no presenta rasgos específicos frente al primer relato, fuera de que subraya con más fuerza aún la compasión de Jesús hacia el pueblo. Por otra parte, faltan muchas observaciones que prestaban al primer relato su fondo teológico: la cita bíblica sobre las ovejas que no tienen pastor, la hierba verde, la distribución en grupos de ciento y de cincuenta. El episodio está narrado de una forma más simple, y casi en exclusiva como un milagro de la misericordia de Jesús. Cuando la comunidad leía esta perícopa tenía que conmoverse ante la bondad de Jesús. Él seguía distribuyéndole el pan necesario para la vida: el pan eucarístico. La «acción de gracias» sobre el pan y la «bendición» sobre los peces, que aquí se menciona de modo explícito, podía recordar a los cristianos su cena del Señor. Pese a que este relato es más escueto, y hasta casi pobre, que el primero. no resultaba superfluo para el evangelista -aun prescindiendo del pensamiento sobre el mundo pagano-. Para los discípulos esta segunda multiplicación de panes debía constituir, tal como lo ve Marcos, una nueva y revigorizante manifestación de la mesianidad de Jesús. Ellos, que en una travesía posterior del lago sólo tienen la «preocupación del pan» material (8,14-17), debían comprender al fin que en la acción de Jesús se trataba de algo más que del remedio de una necesidad física. Las dos multiplicaciones de panes debían abrirles los ojos para ver quién era Jesús y qué era lo que quería. Mas ellos no comprenden y tienen oscurecido el corazón (v. 17-21). En esta escena, que se desarrolla inmediatamente después, sugiere el evangelista qué es lo que le interesa del milagro de los panes: en exclusiva la revelación de Jesús por sí mismo. Con ello se exhorta también a la comunidad para que consiga aquella comprensión de la fe que entonces todavía les faltaba a los discípulos. En sus celebraciones eucarísticas debe recordar la presencia de su Señor que con una misericordia divina le reparte el pan de la vida.
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1. La tradición manuscrita del nombre evidencia las dudas de los copistas. Antiguos manuscritos latinos leen «Magedan» y otros «Magdala». Esta es sin duda una corrección tardía en favor de un lugar bien conocido, que quizá sea la lección original.
2. La instrucción de la Pontificia Comisión Bíblica Sobre la verdad histórica de los Evangelios, de 21 de abril de 1964, dice expresamente, completando la encíclica bíblica de Pio XII, que el exegeta católico debe prestar atención prudente a las formas de lenguaje y al estilo literario que emplea el escritor sagrado y utilizar estas reglas hermenéuticas tanto en la exposición del Antiguo Testamento como del Nuevo. Aún se requieren nuevos estudios para la determinación precisa de la historicidad de los relatos evangélicos. Véase X. LÉON-DUFOUR, Los Evangelios y la historia de Jesús, Estela, Barcelona 1966; cf. también L.H. GROLLENBERG. Visión de 1a Biblia, Herder. Barcelona 1972, p. 309-465.
3. Véase la constitución del concilio Vaticano II sobre la revelación divina, cap. 3 (nº 11): «Acerca de los libros de la Escritura hay que admitir que enseñan de un modo seguro, fiel y sin error la verdad que Dios ha querido consignar en las Sagradas Escrituras para nuestra salvación.
4. Piénsese simplemente en la incomprensión y falta de inteligencia de los discípulos en la «segunda» multiplicación de panes, aunque ya habían tenido parte en la primera; pero también en la situación inmediata a la «primera» multiplicación, después de la que dispersó la multitud. Según la exposición joánica, desde entonces muchos seguidores de Jesús le volvieron la espalda y ya no andaban con él (6,66). ¿De dónde vienen ahora estos millares de personas? El cuarto evangelista evidentemente sólo conoce una multiplicación de los panes, también Lucas pasa por alto la segunda.

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d) Los fariseos piden una señal (Mc/08/11-13).

11 Salieron los fariseos y se pusieron a discutir con él, pidiéndole, para tentarlo, una señal venida del cielo. 12 Él suspirando en su espíritu, dice: «¿Para qué pedirá esta generación una señal? Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna.» 13 Y volviéndoles la espalda, se embarcó otra vez y se fue a la otra orilla.

¡Una situación completamente distinta! Apenas ha pisado Jesús suelo judío, le salen al encuentro los fariseos, a quienes los lectores ya conocen como enemigos de Jesús (7,1.5). Ahora se muestran más activos; le salen al paso premeditadamente y le exponen la pretensión de que realice «una señal venida del cielo». Con ello quieren tentarle y llevarle al fracaso, pues en su opinión Jesús ni realizará ni podrá realizar semejante signo. Más tarde se mencionarán a menudo tales propósitos arteros (10,2; 12, 15). La situación se hace para Jesús cada vez más difícil y amenazadora; la cruz proyecta su sombra. ¿Pero qué quieren significar los fariseos con su pretensión? De un profeta los judíos esperaban que se manifestase mediante una señal, un prodigio sobrecogedor. Indirectamente reconocen con ello los fariseos la postura especial de Jesús, sus enseñanzas «con autoridad», sus decisiones audaces sobre la ley, y también su ministerio con plenos poderes, como lo manifiestan las curaciones y las expulsiones de demonios. Hay en su comportamiento algo extraordinario y profético. Sin embargo, ellos dudan de que el poder de Jesús proceda de Dios (cf. 3,22); Dios mismo debe pronunciarse en su favor y acreditarle mediante «una señal». Es en esa confirmación directa por parte de Dios en lo que piensa al solicitar «una señal venida del cielo». Si Jesús no la realiza, aparecerá como un falso profeta. De hecho, tras esta petición sólo se esconde su incredulidad; pues, Jesús ya ha realizado precisamente con bastante claridad tales acciones salvíficas como enviado de Dios y como portador de la salvación para el pueblo. Es la ceguera de la incredulidad la que solicita «señales» que ya se han realizado, la que no reconoce la acción oculta y sin embargo innegable de Dios y la que solicita su poder taumatúrgico. ¿Creerían estos hombres si Jesús accediese a su petici6n de un signo extraordinario y ostentoso? Jesús jamás se ha prestado a semejante engaño, y por ello ha rechazado hacer milagros sólo para acreditarse (Lc 11,16; Jn 2,18; 6,30). Ni siquiera «la señal de Jonás» (JONAS/SEÑAL:Lc 11 ,29s, Mt 1 2,39s) tiene ese sentido. Probablemente Jesús se refiere en esa circunstancia a su aparición al tiempo de la parusía, cuando Dios le revele y confirme como al profeta que ha sido salvado de la muerte (*). Pero entonces será demasiado tarde para la conversión y la fe; el pretendido milagro de confirmación se tornará en un signo de juicio. De haberse doblegado Jesús a la pretensión de los fariseos, habría sido infiel a su misión y destino de seguir como siervo obediente de Dios el camino que se le había señalado. Para él había en tales deseos una tentación a la que supo resistir (cf. 8,32s). Jesús suspira a causa de «esta generación» que desea un prodigio. Le invade un sentimiento psicológico parecido al que Marcos refiere a propósito de la curación en sábado: un sentimiento de cólera y tristeza por la obcecación de sus corazones (3,5). Es un suspiro doloroso por tanta incredulidad; pero semejante cerrazón es característica de «esta generación» en la que Jesús cuenta a sus coetáneos judíos. Es la misma queja y reproche que posteriormente expresará todavía con mayor claridad: «¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré entre vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?» (9,19). Pero Jesús da a los solicitantes incrédulos una negativa categórica, que el texto original subraya aún con mayor fuerza: «Os aseguro que a esta generación no se le dará señal alguna.» Es la dureza tajante con que todos los varones de Dios se han opuesto a los deseos de los hombres. Jesús se mantiene firme en sus exigencias de conversión y de fe; quien no cree en el signo de la salvación, quien quiere asegurarse humanamente y tienta a Dios, debe cargar con las consecuencias de su incredulidad (cf. 6,11). Dios no se deja forzar y rechaza semejante signo. Jesús deja entonces a los fariseos, sube de nuevo a la barca y se aleja de ellos pasando a la orilla opuesta. Y esta retirada de su presencia es ya un juicio.
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El profeta Jonás fue salvado milagrosamente por Dios de los abismos del mar y en cuanto salvado y acreditado por Dios se convirtió en «una señal» (Jon 2). La aplicación de Mt 12,39s a la resurrecci6n de Jesús es para la comunidad creyente un signo con pleno sentido; a sus incrédulos enemigos judíos Jesús no se les apareció resucitado.
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e) La incomprensión de los discípulos (Mc/08/14-21).

14 Los discípulos se olvidaron de llevar pan; solamente uno tenían consigo en la barca. 15 Él se puso a recomendarles: «¡Estad alerta! Tened cuidado con la levadura de los fariseos y con la levadura de Herodes.» 16 Ellos comentaban entre sí que eso era porque no tenían pan. 17 Al darse cuenta de ello, les dice: «¿Por qué estáis comentando que no tenéis pan? ¿Todavía no entendéis ni comprendéis? ¿Tan endurecido tenéis el corazón? 18 ¿Teniendo ojos no véis, y teniendo oídos no oís? ¿Pues no os acordáis 19 de cuando repartí los cinco panes entre los cinco mil hombres, cuántos canastos llenos de pedazos recogisteis?» Ellos le responden. «Doce.» 20 «Y cuando repartí los siete panes entre los cuatro mil hombres, ¿cuántos cestos llenos de pedazos recogisteis?» Contestan: «Siete.» 21 y les decía: «¿Aún no comprendéis?»

El arte narrativo, sencillo y a la vez profundo, del evangelista más antiguo se nos revela en este diálogo, que tiene lugar a lo largo de una travesía singularmente impresionante. Cabe suponer que Marcos tiene ante sí una tradición relativa a un viaje de Jesús por el lago y a un diálogo sobre pan que mantuvo con sus discípulos. Ello encajaba perfectamente en una sección en la que se habla a menudo del pan y de la comida (6,35-44; 7,2.5; 8,1-10). Pero Marcos se ha servido de esta tradición para su exposición y miras teológicas. Con motivo de la petición de un signo por parte de los fariseos, que acaba de referir, Marcos ha introducido unas palabras de Jesús que originariamente debían encontrarse en otro contexto y que casi rompen y chocan con el contexto actual: la voz de alerta contra la levadura de los fariseos y de Herodes (v. 15). El versículo 16 enlazaría perfectamente con el v. 14, mientras que la metáfora de la levadura resulta oscura y equívoca (cf. Lc 12,1; Mt 16,12). La escena, sin embargo, que Marcos proyecta de este modo es extraordinariamente impresionante: los discípulos están tan sumergidos en los pensamientos terrenos y cotidianos que no barruntan ni de lejos la grave palabra de Jesús y continúan discurriendo entre sí sobre las provisiones de pan. Entonces interviene Jesús hablándoles en un tono de reproche y corrección como no lo había hecho nunca. Sus pensamientos están anclados en lo terreno y exterior, hasta el punto de que no comprenden el sentido del acontecimiento en que han tomado parte, el significado profundo de la multiplicación de los panes ni las exigencias de la hora. Con ello corren realmente el peligro del que les advierte Jesús acercándose a la postura característica de los incrédulos y extraños: la de ver, pero no percibir, oír, pero no entender (cf. 4,12). Su corazón está ofuscado desde la gran multiplicación de los panes (6,52), no han entendido nada de la actividad mesiánica de Jesús y ni siquiera en el caminar sobre las aguas han comprendido el misterio de la persona de Jesús. A pesar de todo, tampoco ahora rechaza Jesús a sus discípulos, sino que intenta llevarlos a la reflexión. Les recuerda el milagro de la multiplicación de los panes, los doce canastos llenos de sobras y los siete cestos relacionadas con el segunda relato y que Marcos no olvida. De no existir el v. 15, podría pensarse que con la alusión al milagro de los panes Jesús quería superar las preocupaciones terrenas de los discípulos; mas esto queda totalmente excluido tanto por la palabra grave y dura que les dirige como por la advertencia apremiante y dolorosa contra el endurecimiento del corazón. Por la forma con que Marcos ha dispuesto este diálogo sobre el pan y la levadura, cualquier lector puede inferir que aquí se trata de una actitud que afecta a los discípulos como tales y que amenaza de un modo inminente la existencia espiritual de quienes creen en Jesús. La pregunta que el Maestro les dirige al final «¿Aún no comprendéis?» lo confirma plenamente. La advertencia contra la levadura de los fariseos y de Herodes (v. 15) requiere una atención especial. Para el evangelista se alude todavía a la pretensión incrédula de un signo, que acaba de relatar. Jesús parece seguir preocupado con la manera de pensar de los fariseos. En este sentido encajaba la palabra sobre la levadura que el evangelista conocía. Entre los judíos la levadura era una imagen de la fuerza que actúa internamente, sobre todo en un sentido malo; aplicada a los hombres designaba el impulso malo. Pero en la palabra de Jesús apenas cabe pensar en la fuerza instintiva que induce a las acciones moralmente malas en sentido estricto, al pecado y al vicio; sino más bien en un sentimiento pernicioso que invade a los hombres y que se puede contagiar a los demás. Ahora advierte también Jesús contra la levadura de Herodes. Ya en 3,6 aparecieron los fariseos en unión con los herodianos. Allí celebraron un consejo para ver el modo de perder a Jesús. Pero esto no debe inducir a pensar que con la palabra sobre la levadura quisiese Jesús advertir contra las asechanzas externas y los propósitos asesinos. Tal como aparece, se trata más bien de una perniciosa actitud interna y, si Jesús advierte contra ella a sus discípulos, es señal de que no debían dejarse prender en sus redes. Herodes ha sido presentado personalmente a los lectores (6,1s29); en su juicio sobre Jesús manifestó irónicamente que éste bien podía ser Juan el Bautista resucitado a quien él hizo decapitar. Ello refleja su postura fría, escéptica e incrédula frente a Jesús. En el mejor de los casos Jesús era para él el iniciador de un movimiento popular, interesante como un fenómeno extraordinario; era necesario observarle por razones políticas y, en caso necesario, hacerle inofensivo. Se ha pensado que los fariseos y Herodes aparecen juntos en las palabras sobre la levadura porque en cierto modo se aproximaban en el aspecto político: a uno y a otro les interesaba, aunque por razones distintas, conseguir un pueblo judío unido y un Estado nacional. Jesús, por consiguiente, quería poner en guardia a sus discípulos sobre los peligros inherentes a estos ideales. Pero esto solo hubiera respondido a un pensamiento demasiado superficial. Jesús apunta a la actitud interna del hombre, a su íntima posición religiosa. Los fariseos y Herodes, pese al distanciamiento que les separaba en otros puntos, coincidían en el repudio incrédulo de Jesús. Es ésta la incredulidad que tan fuertemente ha impresionado a Jesús incluso en la petición farisaica de un prodigio. Sin examinar sus palabras y acciones, sin ni siquiera ponerse a pensar si no estaría Dios de por medio y si Jesús no estaría defendiendo la causa de Dios, los fariseos y Herodes le rechazan. Es esa ceguera, esa superficialidad e incapacidad para dejarse enseñar contra lo que Jesús quiere advertir a sus discípulos. Tal ha debido ser aproximadamente la interpretación que Marcos ha dado a las palabras en este contexto. Nada nos sorprende que Mateo y Lucas propongan una interpretación propia y distinta en uno y otro. Mateo relaciona la advertencia con la doctrina de los fariseos y de los saduceos (Mt 6,12); Lucas con la hipocresía de los fariseos (Lc 12,1), a la simulación de los propios pensamientos, a la falta de sinceridad y retorcimiento que un día se verán desenmascarados (cf. Lc 12,2s). Marcos ha rastreado el sentido más profundo de la advertencia de Jesús: la obstinación contra Dios y su revelación que invade el corazón de tales hombres. A este aviso contra la levadura de los fariseos y de Herodes correspondería también la grave y dura amonestación de Jesús a los discípulos (v. 17-21). Todavía están hundidos en la incomprensión; ya después del paso de Jesús sobre las aguas el evangelista no temió decir que «tenían endurecido el corazón» (6,52). Las acuciantes preguntas de Jesús a los discípulos en esta nueva travesía no pretenden sólo el acento retórico; es que ellos no habían entendido de hecho el sentido del milagro de la multiplicación de los panes. Jesús, sin embargo, no quiere decir que ya tengan en sí la «levadura» de los fariseos; les advierte encarecidamente contra la misma. En esta hora en que la postura de los enemigos se endurece y Jesús ve aproximarse el destino doloroso que Dios ha dispuesto para él (cf. 8,31), quiere prevenir a los discípulos contra el naufragio de la fe. Las palabras «no percibir», «no entender» deben recordar a los lectores el pasaje del capítulo de las parábolas en que Jesús había descrito con palabras parecidas la postura de «los de fuera» (4,12). Por lo demás, el tenor literal de las frases no remite a la cita del profeta Isaías (Is 6,9s), sino a otros dos pasajes proféticos: Jeremías reprende al «pueblo insensato y sin cordura, que tiene ojos y no ve, que tiene oídos y no oye» (Jer 5,21); mientras que Ezequiel habla de un pueblo «rebelde, que tiene ojos para ver y no mira, y oídos para oír y no escucha» (Ez 12,2). Así como los antiguos profetas hubieron de llevar a cabo su misión en medio de un pueblo insensato y rebelde, así los discípulos están rodeados de incomprensión e incredulidad y corren el peligro inminente de igualarse con su entorno. La elección de Dios que «les ha dado el misterio del reino de Dios» no les hace invulnerables contra la negativa personal. Así les recuerda Jesús el acontecimiento revelador del que habían tenido experiencia en el desierto con la multiplicación -o multiplicaciones- de panes. Tienen que abrir su corazón y reconocer con los ojos de la fe que Jesús se les reveló entonces como el pastor mesiánico del pueblo, como el portador de la salvación divina. Estas durísimas palabras de Jesús, que están en tensión con 4,11s -y que Mateo ha suavizado notablemente: Mt 16,5ss- no sólo pueden explicarse por la situación histórica bajo el peso de la inminente pasión de Jesús, sino que también permiten tener en cuenta la situación de la comunidad posterior a la que igualmente pueden referirse estas palabras. La disposición interna y actitud de los discípulos constituye también una amonestación para los lectores creyentes. También ellos están rodeados de incomprensión e incredulidad; la vergonzosa muerte de su Señor es para el mundo incrédulo un escándalo o una necedad (d. lCor 1,23). Los hombres continúan exigiendo prodigios manifiestos y un Evangelio que pueda comprenderse humanamente. Los discípulos de Cristo deben mirar más hondo y entender el camino de muerte de su Señor como un designio divino. Entonces es necesario recordar las revelaciones divinas en la vida de Jesús, que eran secretas, aunque lo suficientemente manifiestas. Tampoco los cristianos creyentes están a salvo de un endurecimiento del corazón que destruiría su fe. Las palabras de Jesús deben servirles de advertencia, aunque también de incitación a una comprensión creyente. El milagro de la multiplicación de panes continúa para ellos en el banquete eucarístico que los une con Cristo resucitado y glorificado.

f) Curación de un ciego en Betsaida (Mc/08/22-26).

22 Llegan a Betsaida. Entonces le traen un ciego y le suplican que lo toque. 23 Tomando de la mano al ciego, lo sacó fuera de la aldea; le echó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó: «¿Ves algo?» 24 Comenzando a entrever, decía: «Veo a los hombres; me parecen árboles, pero me doy cuenta de que andan.» 25 Después impuso otra vez las manos sobre los ojos del ciego, y éste comenzó a ver claro y recobró la vista y lo distinguía todo perfectamente desde lejos. 26 Luego lo mandó a su casa, advirtiéndole: «Ni siquiera entres en la aldea.»

Esta historia de curación está ligada a un lugar geográfico. Betsaida quedaba al Este de la desembocadura del Jordán en el lago de Genesaret. El lugar viene aquí designado como «aldea», aunque el tetrarca Filipo la había convertido en una ciudad (Betsaida Juliade); tal vez el narrador seguía pensando aún en la vieja aldea de pescadores. Otros rasgos del relato corroboran la impresión de que procede de una fuente anterior a Marcos, fuente que se caracterizaba por unas exposiciones arcaicas. La curación se realiza mediante la saliva y la imposición de manos sobre los ojos, dos antiguos remedios curativos en opinión popular, y además se va verificando gradualmente. Esto no sólo indica la gravedad del caso, sino también el empeño y esfuerzo de sanador. Dicha antigua fuente se ha expresado sin titubeos al respecto, sin pensar que por ello se menoscababa el poder taumatúrgico de Jesús. Por el contrario, para aquel narrador esto constituía precisamente una prueba de la gran virtud curativa de Jesús. Si el ciego recupera la vista de un modo gradual, primero de forma confusa pues ve a los hombres como árboles que andan, después, y tras nueva imposición de manos, precisando mejor los objetos hasta ver de un modo claro y nítido, los oyentes van viviendo el proceso milagroso del ciego que recobra la luz de sus ojos. El narrador, pues, está poseído por el mismo afán de presentar el extraordinario poder curativo de Jesús que cualquier otro que refiriese únicamente la palabra de mando de Jesús. Marcos refiere la curación de otro ciego, la de Bartimeo en Jericó (10,46-52), y allí Jesús dice únicamente: «Vete, tu fe te ha salvado.» Hay que tener en cuenta el estilo y propósito de cada narrador si no se quieren sacar falsas conclusiones. Tampoco en este episodio se presenta a Jesús como un curador mágico; en contra habla ya el simple hecho de que Jesús saca al ciego de la aldea y le envía a su casa con la orden expresa de evitar la aldea (y la gente). Se trata, pues, de un antiguo relato de una curación milagrosa que no pretende exponer otra cosa que esa curación, y Marcos la ha tomado sin introducir cambios. Es una réplica de la curación del sordomudo (7,32-37), y en el modo de la narración es totalmente parecida. La introducción se repite casi de un modo literal: presentan a Jesús un hombre víctima de una grave dolencia, y le suplican que le imponga las manos. En ambos casos Jesús retira al paciente de la presencia del pueblo y se esfuerza por curarle con unos gestos perfectamente comprensibles para la gente de aquella época. Una y otra vez emplea Jesús la saliva y el contacto de sus manos para realizar la curación: introduce los dedos en los oídos del sordomudo, y pone las manos sobre los ojos del ciego. Sólo la curación misma viene descrita de modo diferente: en el caso del sordomudo Jesús pronuncia una palabra imperiosa, lo que no hace con el ciego. En el primer relato Marcos sólo ha anticipado una noticia de viaje (7,31) y agregado la orden de silencio así como la observación de que la gente «proclamaba» el hecho cada vez con mayor decisión. En el relato presente, lo más que corresponde al evangelista es la breve frase final en que Jesús indica al hombre que no entre en la aldea (*). Quizá en el relato original la gente hacía un elogio parecido al de 7,37. De este modo los cristianos creyentes, probablemente judeocristianos, refirieron muy pronto las curaciones de Jesús, viendo en ellas el cumplimiento de las antiguas promesas. Esto tiene gran importancia incluso históricamente; se sabía que Jesús había actuado así provocando el asombro de las gentes, sin que se pretendiese ofrecer siempre un relato perfectamente detallado. Mas ¿por qué Marcos ha introducido aquí este episodio? Dada la presentaci6n de la perícopa, se ha supuesto con frecuencia que para él tiene un valor simbólico: al igual que Jesús devolvió la vista a aquel ciego de un modo gradual, así sus discípulos debían ser curados de la ceguera de su incomprensión. Pero el evangelista no indica en modo alguno ese sentido simbólico ni ha dicho anteriormente nada de que Jesús quisiese curar la obcecación de sus discípulos. No debemos atenuar su primera amonestación a los discípulos (y a los lectores cristianos). Estudiándolo mejor, vemos que el diálogo de la travesía se da por cerrado y la curación del ciego se considera una pieza que Marcos no quiso que faltase en el marco general de esta sección relativa al tiempo de las peregrinaciones apostólicas de Jesús. Incluso ahora, cuando los enemigos de Jesús intensifican sus ataques, el pueblo persiste en su actitud indecisa y los mismos discípulos no consiguen una inteligencia más profunda de los hechos, aun ahora Jesús sigue realizando sus obras de salvación con voluntad imperturbable. Pese a continuar siendo el incomprendido, cumple su misión en el mundo y revela la voluntad salvífica de Dios. Lo que Marcos pretende decir a sus lectores es más bien la revelación que Jesús hace de sí mismo bajo signos, todavía de un modo un tanto velado, pero en la misma dirección que indica Juan: «Mientras estoy en el mundo, luz del mundo soy» (Jn 9,5).
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La observación no se comprende bien si el hombre vivía en aquella aldea. Esto lo vieron también los primeros copistas que cambiaron el texto: «No se lo digas a nadie en la aldea», etc. Si la observación la introdujo Marcos, quizá no tuvo lo bastante en cuenta la dificultad. Otros intérpretes creen que el hombre no vivía en Betsaida sino en otra aldea cercana.
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g) Profesión de fe de Pedro (Mc/08/27-30).

27 Luego Jesús se fue con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino preguntaba a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» 28 Ellos le respondieron: «Pues que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los profetas.» 29 Entonces él les volvió a preguntar: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Tomando la palabra Pedro, le dice: «Tú eres el Mesías.» 30 Y severamente les advirtió que a nadie dijeran nada acerca de él.

El evangelista sigue manteniendo el marco de las peregrinaciones. Desde Betsaida se puede continuar hacia el Norte, hasta la región de Cesarea de Filipo, junto a las fuentes del Jordán. Probablemente Marcos quiere enlazar así la última perícopa con esta escena. Al mismo tiempo subraya también toda la actividad que Jesús ha realizado hasta el presente. La «ciudad del César», cercana a las fuentes del Jordán, que el tetrarca Filipo había elegido como residencia, y que para distinguirla de otras Cesareas se llama Cesarea de Filipo, sólo se menciona en este pasaje de los Evangelios. Está situada en el corazón de una región predominantemente pagana, casi en el mismo grado de latitud que Tiro. No se ve una razón particular de por qué se menciona este lugar (*). Durante el camino pregunta Jesús a sus discípulos por quién le tiene la gente. Sólo el hecho de que Jesús pregunte acerca de sí mismo es ya digno de atención, pues hasta ahora nunca habíamos oído nada igual. Por el contrario, Jesús se esforzaba y preocupaba por conservar su secreto. Aquí empero se evidencia que el evangelista quería constantemente, aunque de modo velado, plantear a sus lectores la pregunta de quién era Jesús. Al final de la primera parte del Evangelio, esa pregunta se convierte en tema explícito y quien interroga es el mismo Jesús. Por ello, la respuesta que Pedro da como portavoz del círculo de los discípulos no puede carecer de una significación especial. Pero lo que sorprende es que después Jesús prohíba severamente a los discípulos que hablen con nadie de su persona. La pregunta que Jesús hace a sus discípulos encuentra una cierta réplica en la que más tarde le dirige a él el sumo sacerdote (14,6] ). Pues, como Pedro confiesa a Jesús como «Mesías», pregunta el sumo sacerdote en la sesión del Consejo Supremo si Jesús es el Mesías; y así como después de la escena de Cesarea de Filipo, Jesús empieza a adoctrinar a los discípulos sobre el camino doloroso del «Hijo del hombre» (8,31), así alude también ante el consejo supremo al «Hijo del hombre» (14,62). Propiamente hablando, la misma confesión de Pedro representa más bien una pregunta a la que Jesús debe responder. Es la pregunta de si Jesús puede ser designado como el Mesías y en qué sentido. Jesús empieza por preguntar a sus discípulos quién piensa la gente que es él. La pregunta resulta casi necesaria después de lo que se nos ha dicho hasta ahora, pues los lectores han tenido noticia repetidas veces de las reacciones del pueblo ante la doctrina y ante los hechos extraordinarios de Jesús; pero nunca han obtenido una información satisfactoria sobre su actitud acerca de Jesús. Por lo general se habla de que todos «se quedaban llenos de estupor» (1,27), «se quedaban atónitos» (1,22; 6,2; 7,37), «estaban maravillados» (2,12; 5,42) y «se admiraban» (5, 20). Sólo en una ocasión hablan las gentes claramente del cumplimiento de las promesas de salvación (7,37). Los lectores, sin embargo, tampoco dejan de estar preparados para la respuesta de los discípulos; pues, tras el envío de los doce, y con ocasión del relato acerca de Herodes, el evangelista ha transcrito los rumores que circulaban entre el pueblo (6,14s), y allí quedó patente que tales opiniones eran insuficientes. La respuesta que ahora dan los discípulos coincide casi literalmente con aquellos rumores. Así pues, las opiniones del pueblo no han cambiado, a pesar de la gran multiplicación de panes y a pesar de las grandes curaciones que Marcos ha referido después. El pueblo de Galilea no tiene un juicio claro y es incapaz de llegar a una confesión decidida. No obstante su admiración hacia el gran benefactor y taumaturgo, sigue perplejo y titubeante. Por ello Jesús no adopta ninguna postura frente a tales opiniones populares y pregunta ahora resueltamente a sus discípulos: «Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?» Pedro responde de modo claro e inequívoco: «Tú eres el Mesías.» ¿Ha fracasado con ello la respuesta que Jesús había querido? Los discípulos, que hasta el último momento estaban sin entender ni comprender (8,17-21), ¿no han llegado finalmente a la fe plena? O mejor ¿no les ha sido revelada por Dios, al menos a Pedro, esa confesión? Tan habituados estamos a esta concepción, inducidos sin duda por la tradición que Mateo (16,16s) ha consignado, que sólo con dificultad nos planteamos el problema que se halla en nuestro texto de Marcos. ¿Acepta Jesús con complacencia la confesión mesiánica de Pedro? ¿Por qué, entonces, impone inmediatamente a los discípulos la prohibición de hablar sobre el particular, sin referencia alguna a la confesión de Pedro? Y -cuestión todavía más desconcertante- ¿cómo es posible que el mismo Pedro un poco después ponga objeciones a Jesús e intente apartarle de su camino hacia la muerte (v. 32)? Si se quería explicar esto con la revelación de los padecimientos de Cristo, escandalosa e incomprensible para Pedro, sorprende que Jesús reaccione de un modo tan extraordinariamente duro y al mismo discípulo, que un momento antes le ha honrado con la confesión más alta, le reprende ahora como a «Satán», que no conoce los pensamientos de Dios sino sólo los de los hombres (v. 33). La rápida sucesión de ambas escenas debe, pues, tener un sentido para el evangelista. ¿Ha podido Pedro realmente descender de la altura sublime de una confesión otorgada por Dios a la sima profunda de una tentación que comporta rasgos satánicos? Se comprende por lo mismo que muchos exegetas hayan optado por la solución contraria, viendo en la confesión mesiánica del príncipe de los apóstoles una respuesta que en modo alguno satisfizo a Jesús, la expresión de una falsa esperanza que Jesús reprime. Pedro, y con El los otros discípulos, habrían acariciado el sueño de un reino mesiánico terreno y político, que Jesús había rechazado y combatido con energía desde el comienzo, desde que le tentó Satán en el desierto. Pero esta interpretación, que se va al extremo opuesto, tiene también en contra graves dificultades. ¿Es que Pedro, y con él el círculo de discípulos de Jesús, se han engañado más aún que la multitud? ¿Por qué, pues, sigue no mucho después la transfiguración sobre el monte, en la que Dios mismo da testimonio en favor de su Hijo amado delante de los tres discípulos entre los que se encontraba Pedro (9,7)? En la mente del evangelista ¿no es esto una confirmación de la confesión de Pedro? La escena de Cesarea de Filipo no puede haber tenido un sentido puramente negativo ni siquiera para Marcos. Tal vez pueda ayudarnos en este atolladero otra observación del propio Evangelio de Marcos. Repetidas veces anota el evangelista que los demonios a los que Jesús quiere expulsar, se dirigen a él -sin duda en plan de defensa- como al «Santo de Dios» (1,24) o como al «Hijo de Dios» (3,11; 5,7). Jesús les prohíbe que le den a conocer (3,12), seguramente que por un motivo distinto que a los discípulos. Mas para los lectores creyentes estas confesiones demoníacas no dejan de tener importancia: lo que proclaman los espíritus impuros con un propósito malvado no deja de ser cierto: Jesús es el Hijo de Dios. ¿No debía la confesión de Pedro tener también para la comunidad de oyentes el sentido de expresar su propia confesión? Ciertamente que lo que Pedro expresa entonces se presta a malas interpretaciones. Jesús nunca se ha presentado -y Marcos lo sabe exactamente igual que el cuarto evangelista Juan- como el Mesías en sentido judío; pues, para los judíos el Mesías era el rey teocrático, el hijo de David (d. 12,36s), y Jesús no quería ser un libertador terreno y nacionalista. Es posible que los discípulos compartiesen esa falsa idea (cf. 10,37) y que tampoco Pedro se viese libre de la misma. Aun así, su confesión no era completamente falsa, aunque todavía no estaba clarificada y depurada. En todo caso, Pedro veía en Jesús más que las otras gentes del pueblo con sus distintas opiniones. De este modo, su confesión representa, por una parte, una cumbre, aunque, por otra, no resulte plenamente aceptable para Jesús y hasta pueda resultar peligrosa su difusión entre el pueblo. Por eso, prohíbe Jesús a los discípulos que hablen de él con la gente y empieza inmediatamente a descubrirles su verdadera mesianidad -en sentido cristiano-, el misterio del «Hijo del hombre», que debe padecer y morir según el designio de Dios. De modo parecido están las cosas cuando el sumo sacerdote pregunta solemnemente a Jesús si es el Mesías. Jesús no podía responder simplemente: «Sí», porque no se veía a sí mismo como el libertador prometido en sentido judío; pero tampoco podía responder: «No», porque era realmente el libertador prometido por Dios, aunque de un modo que no correspondía a las esperanzas judías y que las superaba al máximo. Esta verdadera comprensión de la mesianidad de Jesús se desvela en ambos casos a través del título de Hijo del hombre: el Hijo del hombre debe padecer y morir (8,31) antes de que Dios le exalte a su diestra y regrese sobre las nubes del cielo (14,62). Así es como la Iglesia primitiva entendió a su Señor y como entendió las palabras originales de Jesús por encima de todas las discusiones Si se considera así la escena de Cesarea de Filipo, no existe ninguna contradicción esencial entre Mateo y Marcos. El evangelista más antiguo se preocupa más de las circunstancias históricas y no puede dar por válida la confesión mesiánica de Pedro en todo su alcance; pero sabe de su importancia para la Iglesia después de pascua. Es entonces cuando queda excluida toda falsa interpretación y cuando la confesión de Pedro alcanza todo su esplendor a la luz de la resurrección de Jesús. Desde aquí, en cambio, es desde donde Mateo vuelve la vista exponiendo libremente -al igual que después del paso sobre las aguas del lago, 14,33- el significado supratemporal de la confesión de Pedro; por ello le da también un tono deliberadamente cristiano: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (16,16). Pero ¿qué significa esta escena para los lectores cristianos del Evangelio de Marcos? Nada menos que, al final del ministerio de Jesús en Galilea, y por boca del primero de los discípulos, se les confirme su profesión de fe en Jesús como el Mesías prometido. Este era el sentido oculto de su actividad en medio del pueblo de Israel, como queda reflejado en todos los capítulos precedentes. Pero al mismo tiempo les hace caer en la cuenta de lo difícil que resultaba semejante confesión en aquellas circunstancias históricas y lo expuesta que estaba a falsas interpretaciones. En su manifestación y propósitos, Jesús nada tenía que ver con la imagen que los judíos se habían hecho del Mesías. Por ello, y pese a toda la admiración que despertaba, Jesús no encontró en el pueblo la verdadera fe, terminando su espléndida actividad en Galilea con un fracaso externo. Así pudieron levantarse contra él sus enemigos humanos y hubo de seguir el camino de la cruz. Su muerte, no obstante, había de trocarse en la salvación para todos, según el plan salvífico de Dios; para todos los que creen en el Mesías muerto en cruz y resucitado, tanto judíos como paganos. La confesión mesiánica de Pedro necesitaba aún de un esclarecimiento, necesitaba sobre todo de la revelación del misterio del dolor. Aún debía madurar en un conocimiento más profundo, que durante el ministerio de Jesús en la tierra ya era ciertamente accesible a los ojos creyentes, aunque sólo tras la resurrección de Jesús llegaría a la plena certeza de que este Mesías es verdaderamente el Hijo de Dios.
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Las especulaciones de que la escena se situó allí porque en aquel lugar de la antigua Panéade se alzaba un santuario en honor de Pan, sobre la vertiente del monte que está encima de la fuente del Jordán, y porque el lugar se consideraba como una entrada al mundo de los infiernos -cf. «las puertas del reino de la muerte» de Mt 16,18- carecen de fundamento al no haber referencia alguna a ese dato. Para la tradición judía el único indicio al respecto era que el río sagrado del Jordán pertenecía a las «fuentes del abismo» (Gén 8,2).
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PARTE SEGUNDA

LA OBRA REDENTORA DE JES0S 8,31-16,8

El balance del ministerio público de Jesús era negativo (8,27-30); pero en el plan salvífico de Dios estaba previsto este fracaso externo: Jesús tiene que recorrer el camino de la cruz (8,31) para dar su vida como «rescate por muchos» (10,45). Sólo así se llega a la redención del género humano mediante la sangre del único, sangre con la que Dios pactará una nueva alianza con el mundo entero (14,24). Desde aquí se comprende la conducta de Jesús, hasta ahora bastante enigmática en numerosas ocasiones. Su apartamiento de las multitudes que celebraban sus curaciones y hechos portentosos, aunque sin comprenderlos; sus órdenes de silencio a los que había curado, quienes le proclamaban como taumaturgo, y a los demonios que querían descubrir su misterio de una forma desleal; sus reproches a los discípulos torpes... todo ello sucedió con vistas al destino de muerte que le había sido señalado, y que a su vez cambia la suerte de los hombres pecadores, aunque siempre les sea necesaria la conversión a Dios. Jesús penetra ahora en su camino de muerte, y por ello su secreto mesiánico no puede permanecer oculto por más tiempo. Al contrario, desde ahora se irán iluminando cada vez más las tinieblas en que está envuelta su persona. A los tres discípulos de confianza va a desvelar Jesús su esencia divina y oculta (la transfiguración: 9,2-13); el ciego Bartimeo puede reconocerle públicamente como Hijo de David (10,46-52), Jesús entra en Jerusalén como el portador de la paz mesiánica (11,1-11); habla inequívocamente de sí mismo como del Hijo de Dios en la parábola de los viñadores homicidas (12,1-12), y de un modo más claro aún en su enseñanza sobre la filiación davídica del Mesías (12,35-37), y delante del sanedrín termina por proclamarse abiertamente como el Mesías esperado, identificándose con el Hijo del hombre a quien Dios exaltará a su diestra (14,61s). El camino por la cruz a la gloria, que Jesús anuncia a sus discípulos al comienzo de esta segunda parte, que por tres veces pone íntegramente ante sus ojos, se realiza en el curso de la exposición que alcanza su vértice más alto con la confesión del centurión pagano al pie de la cruz (15,39) y con el mensaje de la resurrección que resuena sobre el sepulcro (16,6). Mas la comunidad oyente no sólo ha de seguir el camino de su Señor, sino que debe también comprender la obligación que sobre ella pesa de tomar parte en él. Ya en el primer anuncio de la pasión se mezcla de forma indisoluble una serie de sentencias que exigen de todo aquel que quiera tener parte en la gloria del ya inminente reino de Dios, el seguimiento con la cruz, la entrega de la vida y la confesión del Hijo del hombre (8,34-9,1). Con el segundo anuncio de la pasión (9,30-32) enlaza un largo discurso, dirigido a los discípulos que disputan entre sí, pero que también señala a la comunidad unas indicaciones fundamentales para su camino sobre la tierra (9,33-50). Al vaticinio tercero, y más largo, de la pasión de Jesús (10,32-34) sigue una enseñanza a los hijos de Zebedeo, que deben beber el cáliz de la pasión y ser bautizados con el bautismo de muerte antes de participar en la gloria de Cristo, y unas palabras a todos los discípulos, según las cuales la ley fundamental de la comunidad no es el dominio, sino el servicio (10,35-45). Hay además otros fragmentos en los que la comunidad recibe importantes instrucciones para su vida en este mundo. En una sección más larga, y anterior al tercer anuncio de la pasión, se habla del matrimonio, de los niños y de las posesiones (10,1-31). A primera vista parece como si Jesús resolviera un problema de entonces -la entrega de un acta de repudio- y cual si se tratase de pequeños episodios de sus correrías apostólicas -bendición de los niños, el joven rico-; pero las palabras que Jesús pronuncia en tales circunstancias se hacen transparentes y actuales para la comunidad posterior. Para ella conservan toda su vigencia las palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio, la importancia de los niños, el peligro de las riquezas y la recompensa de la pobreza, al igual que las advertencias contra el afán de poder y dominio. Posteriormente aún se presenta otra ocasión para exponer ciertas cuestiones relativas a la fe y a la vida durante la última estancia de Jesús en Jerusalén. Cuatro perícopas perfectamente dispuestas versan sobre la postura frente al Estado y las autoridades, sobre la doctrina de la resurrección de los muertos, el mandamiento máximo y el problema del Mesías (12,13-37). La conclusión de estas enseñanzas la forma el gran discurso apocalíptico, que e] evangelista actualiza y presenta a la comunidad como advertencia. exhortación y consuelo dentro de sus circunstancias particulares (c. 13). Sigue inmediatamente después la historia de la pasión, aunque tampoco ésta como simple crónica de unos sucesos, sino como un relato largamente meditado, que no disipa las tinieblas de este último estadio del camino del Hljo de Dios sobre la tierra, pero que a la luz de la Escritura -que había vaticinado muchas de estas cosas- intenta comprender la actitud de Jesús y de los hombres que tomaron parte en aquel acontecimiento. Mas con la muerte en cruz y el sepulcro abierto irrumpe la certeza de la resurrección. Es una paradoja del Evangelio del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, quien desde el abandono de la muerte alcanza la proximidad más viva de Dios, que triunfa en medio de la muerte, y que redime a los hombres mediante su sangre. En el conocimiento de su cruz, escuchando el mensaje de su resurrección, la comunidad aguarda su venida en gloria.

I. EL MISTERIO DE LA MUERTE DEL HIJO DEL HOMBRE (8,31 - 10,45).

La sección primera está formada por los tres anuncios de la pasión (8,31; 9,31; 10,32ss) y culmina con la afirmación de que el Hijo del hombre entrega su vida en rescate «por muchos» (10,45). Después, pasando por Jericó, Jesús se acerca a la ciudad santa de Jerusalén recorriendo así el camino que le lleva a la muerte. Pero en Jerusalén aún se le concede un breve período de ministerio público, un período repleto de diálogos de la mayor importancia, y en los que la comunidad puede aprender mucho para su fe en Cristo y su vida en el mundo. Por lo que este ministerio jerosolimitano abarca una sección aún más larga (10,46-13,37) y entronca con los últimos capítulos que exponen el acontecimiento de la pasión (14,1-16,8). Si mediante este triple anuncio de la pasión el evangelista nos descubre su propósito de introducirnos en el misterio de la muerte del Hijo del hombre y de adentrarnos cada vez más en el mismo, no podemos esperar en esta sección un relato históricamente coherente y continuo. Las distintas piezas están ordenadas desde puntos de vista temáticos, y hasta es posible que incluso unidades mayores hubiesen adquirido ya esta forma en la tradición anterior al evangelista. Sería un error buscar el lugar preciso o el momento exacto de la transfiguración sobre el monte; comprendemos lo que este acontecimiento debe significar para cuantos escuchan las palabras sobre la necesidad que el Hijo del hombre tiene de padecer y sobre la necesidad que tienen los discípulos de seguirle con la cruz. No deben sorprendernos las múltiples, y en apariencia inconexas, palabras que Jesús pronunció en la casa de Cafarnaún para instrucción privada de sus discípulos (9,33-50): son palabras del Señor reunidas desde época temprana mediante palabras nexo, que tenían especial importancia para la vida y ordenamiento de la comunidad. Debemos, pues, prestar atención continua al tema que resuena una y otra vez, y subordinar los restantes temas a la idea directriz de que estamos siguiendo al Señor que caminó hasta la muerte y que superó las tinieblas del mundo; nosotros, hombres que tienen que luchar contra la debilidad humana y las tentaciones del propio corazón, como los discípulos que, aquí más que nunca, nos representan a nosotros que hemos escuchado la llamada del Señor.

1. EL PRIMER ANUNCIO DE LA PASIÓN (8,31-9,29).

a) Anuncio de la pasión y oposición de Pedro (Mc/08/31-33).

31 Entonces comenzó a enseñarles que es necesario que el Hijo del hombre padezca mucho, y sea rechazado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, y que sería llevado a la muerte, pero que a los tres días resucitaría; 32 y con toda claridad les hablaba de estas cosas. Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo. 33 Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, y le dice: «Quítate de mi presencia Satán, porque no piensas a lo divino, sino a lo humano.»

El anuncio de la pasión de Jesús está estrechamente ligado al reconocimiento de su mesianidad por parte de Pedro. Por lo cual, la profecía de la muerte se encuentra todavía bajo el planteamiento de la cuestión de quién es Jesús. Ni la gente del pueblo, ni el mismo Pedro han comprendido el misterio de Jesús. El portavoz del círculo de los discípulos reconoce ciertamente la incomparable grandeza de Jesús y la proclama con el atributo máximo que tiene a su disposición: el atributo de la mesianidad; pero esta indicación suscita justamente falsas interpretaciones. Para convertirse en una confesión plenamente cristiana es preciso declarar antes el tipo especial de esta mesianidad de Jesús y el camino que Dios le ha trazado. En la instrucción que sigue, y que se dirige particularmente a los discípulos (cf. 9,30), a los doce (10,32), y con ellos a la comunidad, la elección de otro título señala ya por sí solo el alejamiento de las esperanzas judías: Jesús habla del Hijo del hombre. Ya antes Jesús se había designado así, y desde luego que en un sentido misterioso y pleno de dignidad: como plenipotenciario de la autoridad divina para perdonar pecados (2,10) y como Señor del sábado (2,28). De ese mismo Hijo del hombre se dice ahora que debe padecer y morir. Lo que aquí se nos revela es la específica y primitiva comprensión cristiana del Mesías muerto en cruz y resucitado. Toda la profecía de los padecimientos, repudio y resurrección del Hijo del hombre está formulada en el lenguaje de la primitiva predicación cristiana. Históricamente no constituye problema alguno que Jesús viera venir sobre sí la pasión y la muerte. La incomprensión del pueblo frente a su misión específica y la oposición de los círculos dirigentes a su mensaje y ministerio eran tan patentes, que Jesús no pudo albergar la menor duda acerca del desenlace de su misión en la tierra. Lo que no cabe señalar es cuándo adquirió esa certeza. A la Iglesia primitiva lo que le interesaba en todo esto era establecer el conocimiento anticipado, la presencia de ánimo y la decisión de Jesús para adentrarse en ese camino de muerte (cf. Lc 9,51; Jn 3,14; 12,32s); más aún, le importaba descubrir a la luz de la Escritura el plan divino que dirigía todos los acontecimientos. El «es necesario» decretado por Dios se encontraba ya anunciado en la Escritura; para descubrirlo basta con saber leerla a partir de su cumplimiento, después de los sucesos de la pasión y crucifixión de Jesús (cf. Lc 24,26s.45s). Ateniéndose exclusivamente a la presente profecía no es posible señalar los pasajes concretos de la Biblia en los que se pensaba de modo particular; pero los mismos textos introducidos en el relato de la pasión nos descubren la más antigua interpretación escriturística de la Iglesia primitiva. Destacan al respecto algunos salmos: el Salmo 22, lamentación conmovedora de un hombre que se encuentra en peligro de muerte y que, pese a todo, se abre a una profunda confianza en Dios; el Salmo 42, invocación anhelante del auxilio divino entre el oleaje de sufrimientos (monte de los Olivos); y el Salmo 69, en que a todas las angustias personales viene a sumarse la burla de los enemigos. En contra de una opinión muy divulgada, no parece que en estos anuncios de la pasión, que Marcos tomó de una tradición precedente, haya una alusión latente al poema del siervo de Yahveh que opera la reconciliación (Is 53). Pues no se expresa la idea del sufrimiento vicario, de la muerte «por muchos». Esa idea la testifica Marcos en otros dos pasajes: al hablar de la misión de servicio del Hijo del hombre (10,45) y en las palabras del cáliz en la última cena (14,24). De la mano de Marcos volvemos a una antigua consideración de la pasión de Jesús que trasladaba al Mesías los padecimientos, persecuciones y burlas de los justos del Antiguo Testamento. Una experiencia humana universal, que ya atormentaba a los hombres piadosos de la antigua alianza, pero que lograron superar mediante su unión íntima con el Dios oculto de la salvación, la acepta y resuelve el hombre Jesús, el «Hijo del hombre», de tal modo que su carrera y triunfo se convierten en el camino de cuantos le siguen. Porque Jesús es el «Hijo del hombre», a quien se le ha otorgado el poder soberano de Dios; la esperanza de los oprimidos se convierte por él en certeza de liberación. La identificación entre el Hijo del hombre dotado de plenos poderes y el Hijo del hombre que padece y muere, no se encuentra todavía en la fuente de sentencias que Mateo y Lucas han utilizado; pero de todos modos es antigua y Marcos la ha entendido de una forma profunda. Marcos pone el máximo empeño en su teología del Hijo del hombre que cabalga por el camino obscuro y misterioso de Jesús (14,21.41). Contemplando la profecía con mayor detención, nuestra mirada se detiene en la expresión «ser rechazado». Es una expresión dura que dice más que una condena judicial; al Hijo del hombre le esperan la postergación y el desprecio (9,1>. Pero eso no es todo; probablemente late aquí una cita implícita de la Escritura. El mismo verbo se emplea en el pasaje de un salmo que tuvo gran importancia en la Iglesia primitiva: «La piedra que rechazaron los constructores, ésa vino a ser piedra angular, esto es obra del Señor y admirable a nuestros ojos» (/Sal/118/22s). El pasaje se cita al final de la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,10s), que apunta ciertamente al asesinato de Jesús. La Iglesia primitiva lo entendió así: los dirigentes judíos han rechazado al último enviado de Dios, al Hijo de Dios en persona; pero Dios le ha confirmado y constituido en el fundamento de la salvación. Los «constructores» son los hombres que hubieran debido reconocer la importancia de aquella piedra. No sin razón menciona nuestro pasaje expresamente a los tres grupos del sanedrín, el tribunal supremo judío: los ancianos, que formaban la nobleza laica; los sumos sacerdotes, en cuyas manos estaba el culto del templo y también parte del poder político, y los escribas o expositores de la ley, que gozaban de gran prestigio. Jesús es rechazado por estos representantes oficiales del pueblo judío: idea pavorosa. Pero esto no impide los planes salvíficos de Dios, como lo indica el pensamiento de la piedra angular. En conexión con otros lugares bíblicos, que utilizan la misma imagen, surge así toda una teología (cf. 1 Pe 2,6-8): la piedra rechazada por los hombres ha sido puesta por Dios en Sión como piedra angular firme, escogida y preciosa: quien confía en ella no titubeará (Is 28,16). Pero la misma piedra se convertirá en piedra de escándalo y tropiezo para cuantos la rechazan (Is 8,14s). Dios cambia el misterio de maldad en promesa de salvación, las tinieblas en luz. Y justifica al que han rechazado los hombres resucitando al Hijo del hombre que había sido crucificado. El anuncio de la resurrección se encuentra en los tres vaticinios de la pasión del Hijo del hombre; pero, extrañamente, los discípulos la pasan por alto una y otra vez. No viene al caso una explicación psicológica, según la cual los discípulos no habrían prestado atención a esa promesa, aterrados y confusos como estaban por las palabras acerca de los padecimientos y muerte del hijo del hombre. La resurrección entra en el plan salvífico de Dios y hay que mencionarla en esta fórmula de vaticinio. El trasfondo bíblico la subraya con más fuerza aún que el propio acontecimiento: a diferencia de la formula que aparece en 1Cor 15,4, no se dice que será «resucitado», sino que «resucitará», y no «al tercer día» sino «a los tres días». Desde luego que los matices lingüísticos no hacen mucho al caso puesto que la idea sigue siendo la misma: es Dios quien en un período brevísimo de tiempo, después de tres días o al tercer día, devuelve a la vida al que había sido matado. En el Antiguo Testamento y en el judaísmo «tres días» es una expresión corriente para indicar un breve período de sufrimientos y prueba, al que sigue un cambio de situación con la ayuda y liberación divinas. «El Señor nos ha herido y él mismo nos curará; nos ha golpeado y nos vendará. Él mismo nos devolverá la vida después de dos días; al tercer día nos resucitará y viviremos en su presencia» (Os 6,2s). La Iglesia primitiva aplicó también a la resurrección de Jesús otras palabras que hablaban de «tres días» (cf. Mt 12,40; Jn 2,20s). La idea decisiva es que «el tercer día trae un cambio hacia algo nuevo y mejor; la misericordia y justicia divinas crean una nueva era de salvación, de vida y triunfo» (LEHMANN). Esta es la panorámica que se abre al final de la profecía de la pasión, aunque los discípulos sólo se percatasen de ella después de la resurrección de Jesús (cf. 9,10). Ahora habla Jesús a sus discípulos de su camino personal de sufrimientos y muerte «con toda claridad». Es éste un cambio que se inicia con la escena de Cesarea de Filipo; hasta entonces Jesús había guardado su secreto para sí. Pero, al igual que los discípulos no comprendieron entonces su ministerio mesiánico (d. 6,52; 8,17-21), tampoco ahora vislumbran adónde conduce el camino de Jesús. Si no quieren, sin embargo, que su fe naufrague, tienen que abrir sus ojos a la necesidad que preside los padecimientos y muerte de su Señor. Mas esto no sólo vale para los discípulos en aquella situación histórica; cuenta también para la comunidad que siente como algo duro e incomprensible la muerte denigrante de Jesús. También a ella tiene que revelársele de modo total el sentido divino de este acontecimiento al echar ahora una mirada retrospectiva. En el espejo de la enseñanza a los discípulos reconoce la comunidad su propia resistencia, y la triple profecía manifiesta de Jesús debe introducirla de un modo firme y profundo en los pensamientos de Dios.

PEDRO/SATANAS: El mismo discípulo, que en nombre de los otros había pronunciado la profesión de fe mesiánica en Jesús, se convierte en adversario y seductor de Jesús. Le toma aparte y empieza a reprenderle. Asistimos aquí a un duelo entre Pedro y Jesús, como lo sugiere el mismo verbo empleado: con la misma energía y dureza con que Pedro «reprende» al Señor por sus ideas de sufrimientos y muerte, «reprende» Jesús al príncipe de los discípulos. Con la mirada clavada en ellos -Jesús se vuelve y «mira a sus discípulos»-. Jesús condena como tentación satánica los intentos de Pedro por apartarle del camino de la muerte. La dureza de esta reprimenda salta a la vista. La frase «Quítate de mi presencia, Satán» se encuentra también al final del relato de las tentaciones en Mt 4,10, que el primer evangelista tal vez ha tomado del episodio con Pedro. Pero ya el mismo Marcos, que en dos ocasiones emplea la expresión «aSatán» -no «diablo»-, ha debido descubrir la semejanza de situaciones entre la tentación del desierto y el conjuro de Pedro: Jesús sería inducido a un mesianismo político, a unas ambiciones de poder y dominio terrenos, que contradicen los pensamientos de Dios. Es la tentación más peligrosa que asalta una y otra vez a los hombres (cf. Mc 14,37.42) y que deben superar mediante la obediencia a la llamada de Dios. Tampoco la comunidad de Marcos parece haberse habituado todavía a la idea de un Mesías que padece y muere, alimentando sueños de un reinado terreno. La Iglesia no está llamada a un dominio político; su acción en el mundo es el testimonio del amor y de la voluntad de paz (cf. 9,50), su camino terreno debe ser el seguimiento del Señor crucificado. Jesús le dice de un modo tajante: «No piensas a lo divino, sino a lo humano.» También la apertura actual al mundo, el compromiso de los cristianos con el mundo encuentra aquí un límite: No deben renunciar al camino de Cristo.

b) Seguir a Jesús en el dolor y la muerte (Mc/08/34-09/01).

34 Y llamando junto a sí al pueblo, juntamente con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. 35 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la pondrá a salvo. 36 Porque ¿qué aprovecha a un hombre ganar el mundo entero, y malograr su vida? 37 Pues ¿qué daría un hombre a cambio de su vida? 38 Porque, si alguno se avergüenza de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.»

9,1 Y les añadía. «Os lo aseguro: Hay algunos de los aquí presentes que no experimentarán la muerte sin que vean llegado con poder el reino de Dios.»

Esta serie de sentencias está dirigida a toda la comunidad. El «pueblo», que en aquella circunstancia histórica no podía estar allí -Mateo y Lucas lo dejan al margen-, representa a cuantos han de escuchar el mensaje de Jesús, y se menciona especialmente a los discípulos para dirigirse a los creyentes. Difícilmente se alude a los rectores de la comunidad. Lo mismo subraya la expresión «llamando junto a sí» que Marcos emplea para impartir enseñanzas importantes al pueblo o a los discípulos y, mediante ellos, a los que creerán más tarde (cf. 7,14; 10,42; 12,43). De este modo las palabras de Jesús, que han sido reunidas de una tradición más antigua, pasan a ser una exhortación permanente para todos los hombres. Todos deben considerar el camino del Hijo del hombre como algo que les interesa a ellos mismos. Lo que Jesús dice acerca de sus padecimientos y muerte no sólo debe iluminar lo que hay de oscuro en su propio destino, sino que también debe indicar a sus discípulos el camino del seguimiento de Jesús Las sentencias segunda y tercera sobre la ganancia y pérdida de la «vida» suenan como una explicación de la existencia humana en general, como proverbios sapienciales que expresan la paradoja -lo contradictorio- de la experiencia humana. Pero, insertas como están entre la sentencia clásica sobre el seguimiento con la cruz y la que se refiere a la confesión de fe en el Hijo del hombre, son también una exhortación al ordenamiento cristiano de la existencia entre los discípulos de Cristo. Dentro de la existencia humana los padecimientos y la muerte son inevitables; pero en el seguimiento de Jesús son también superables, pues que inducen a la hondura y plenitud de una vida a la que el hombre íntimamente aspira.

La sentencia sobre el seguimiento con la cruz, desgastada por su empleo frecuentísimo, son unas palabras extremadamente duras, parecidas a aquel ágrafo que no aparece consignado en los Evangelios entre las sentencias que nos han transmitido del Señor: «Quien está cerca de mi, está cerca del fuego; quien está lejos de mí, está lejos del reino.» Jesús ha hablado de hecho en este lenguaje intimidante para expresar la seriedad y grandeza de lo que exige el ser discípulo (cf. Lc 9,57s; 14,25-35). Su invitación a seguirle va dirigida a los hombres animosos que, plenamente conscientes de lo abrupto del camino y con toda libertad se deciden a seguirlo porque el objetivo final bien lo merece. Considerando la palabra en su tenor original, se ve que la llamada al seguimiento -«venir en pos de mí»- parece terminar en el oprobio y la muerte. «Cargar con su cruz» sólo puede referirse en su sentido literal a los hombres de aquel tiempo: se trataría de seguir el camino terrible de un hombre condenado a la crucifixión que toma sobre sus hombros el pesado madero transversal sobre el que será clavado al tiempo que se fija sobre su cabeza el motivo de la ejecución. Esta imagen, familiar a los hombres de aquel tiempo, equivale, pues, a «arriesgarse a una vida tan difícil como el último recorrido de un condenado muerte» (A. Fridrichsen). Se ha propuesto ciertamente otra interpretación: la «cruz» aludiría a la letra hebrea taw o a la griega tau, que son parecidas a una cruz. En el Antiguo Testamento y en el simbolismo posterior puede significar una señal de protección divina, una marca de propiedad que exige de quien la lleva una entrega radical a la voluntad divina. Así se dice en una profecía de Ezequiel: «Pasa por medio de la ciudad, por medio de Jerusalén, y señala con la tau las frentes de los hombres que gimen y se lamentan por todas las abominaciones que se cometen en medio de ella.» Mientras que los emisarios del castigo divino hieren de muerte a todos los otros, los que llevan esa señal son perdonados (Ez 9,4ss). El sentido, pues, de la palabra de Jesús sería éste: toma sobre ti la señal de Dios como signo de tu entrega radical al servicio divino (*). Se trata ciertamente de una interpretación profunda que no es ajena al espíritu de Jesús, de una interpretación simbólica que seguramente era posible en el judaísmo de entonces; pero Jesús debería haberla expuesto de una forma más clara. Jesús no se refiere a su camino que lleva hasta la cruz, que ni siquiera una vez menciona en los anuncios de su pasión; sólo después de la cruz y resurrección pensarían los cristianos en ello. CZ/LLEVAR: La exposición más antigua de la metáfora se deja ya adivinar en la frase segunda: «Niéguese a sí mismo.» Falta aún en la redacción original del logion, que aparece en /Lc/14/27 (= /Mt/10/38); pero revela sin duda la intención de Jesús. En otro pasaje, y dirigiéndose a un hombre que quiere ser su discípulo, Jesús le exige «odiar» a su padre y a su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, e incluso «su propia vida», es decir, ponerlos en un segundo plano cuando lo requiere el seguimiento de Jesús (Lc 14,26). El seguimiento con la cruz significa, pues, la renuncia radical a las ambiciones personales para pertenecer a Jesús y a Dios. Renunciando a la propia libertad por amor de Jesús y del Evangelio, el hombre consigue la verdadera libertad sobre sí mismo. Quien renuncia a disponer de sí mismo y se pone por completo a disposición divina, emprende con Jesús un camino que lleva a la anchura y plenitud de la vida de Dios. Las palabras acerca de la salvación y pérdida de la vida (v. 35) conservan toda su fuerza mediante el concepto clave de «vida». Es un vocablo que en griego significa «alma», pero que según el Antiguo Testamento expresa todo el hombre con su vitalidad, su voluntad de vivir y sus manifestaciones de vida; modernamente diríamos que al hombre en su existencia. Quien sólo quiere desarrollar su propio yo y salvar su existencia para si, perderá esa vida y marrará irremediablemente su objetivo vital. Pero quien posterga y entrega su vida terrena en el seguimiento de Jesús, salvará su vida y alcanzará su verdadero objetivo vital. Generalmente se interpreta la sentencia cual si se hablase de la «vida» en un doble sentido: la vida terrena y natural y la vida eterna junto a Dios. Interpretación que no es falsa, pero que merma agudeza a la sentencia paradójica, ya que en ambos casos se emplea la misma expresión. «La palabra psiche no contiene un doble sentido, más bien lo elimina y supera, ya no se trata en absoluto de la existencia terrena del hombre, sino que esa existencia adquiere ahora nuevas dimensiones: tras el presente y el futuro que terminan una vez hay un futuro definitivo». En Lc 17,33 la sentencia está formulada de tal modo que opone el fracaso de una existencia vivida de una forma puramente terrena a la plenitud existencial de una vida orientada hacia Dios. Pero en Mt. en cuanto sentencia de seguimiento incluye el motivo «por mi causa», y Marcos agrega «por el Evangelio» (cf. 10,29), sin duda que para indicar que esto no sólo vale para el tiempo de la vida de Jesús sobre la tierra, sino siempre, mientras se anuncie el Evangelio. El discípulo de Jesús se pone por completo al servicio de su Señor y del Evangelio. Lo cual quiere decir que, como Jesús y con Jesús desea cumplir la voluntad de Dios de un modo radical, incluso si se le exige la vida terrena. La idea de martirio, que aquí resuena inevitablemente, puede sin embargo trasladarse a la vida cristiana como tal, cuando en ella la voluntad alcanza el desprendimiento supremo. En el caso extremo de la entrega de la vida, Jesús esclarece lo que significa arriesgarse a un camino que él ha recorrido personalmente por obedecer a Dios. También una vida de servicio a los otros, una vida de amor, como la que Jesús ha reclamado, y de disposición al sufrimiento, que semejante vida supone, constituye una realización del seguimiento de Jesús según las exigencias del Evangelio. La sentencia inmediata (v. 36s) afirma lo mismo, aunque poniendo aún más de relieve la fragilidad de una existencia puramente «mundana». Resulta necio e inútil atesorar los bienes de este mundo, ir a la caza de una ganancia material, sacrificando así la auténtica existencia humana, la realización personal y la vida que se fundamenta en el origen espiritual de toda vida, en Dios. La conocida traducción «si pierde su alma» no refleja el tono cortante de la palabra, pues que se trata del ser o no ser del hombre. Ciertamente que no se trata sólo de lo que la prudencia humana puede ver: ¿qué le aprovechan al hombre la riqueza y el bienestar si debe morir? Se trata más bien de la existencia definitiva que se pierde o se gana con la muerte corporal, se trata de la vida eterna junto a Dios. La idea está perfectamente ilustrada con la parábola del rico cosechero (/Lc/12/16-21). La insensatez de aquel hombre rico, que confía en sus bienes y que dice a su «alma» que se lo pase bien y disfrute de la vida, no consiste en que con la muerte repentina debe abandonar toda su próspera hacienda, sino en que había amontonado sus tesoros para sí solo y no según Dios. Dios le exigirá su «vida» en un sentido pavoroso, porque para El ya no hay ningún futuro. El v. 37 entra probablemente como explicación. La vida humana, la existencia espiritual y personal, es algo tan precioso que el hombre no puede ofrecer por ella un precio adecuado, aunque se tratase del mundo entero. Antes se hablaba del valor inigualable del alma humana; era una ideología demasiado griega que acentuaba en exceso la inmortalidad del alma espiritual cuando el cuerpo muere. El hebreo piensa de un modo unitario. El hombre como un todo vale más que el conjunto de bienes materiales. Vive desde su núcleo espiritual y personal y está llamado en su realidad total, incluida su existencia corporal, a la vida en Dios y con Dios. Encontrará la consumación de su vida terrena de una forma nueva y en un mundo nuevo. El lenguaje figurativo de esta sentencia entronca con la ideología de la vida comercial (ganancia, valor equivalente). Se expresan así adecuadamente las cuentas y cálculos del hombre instalado en el mundo. En realidad, el hombre que sucumbe a tales afanes de ganancia no gana nada, sino que pierde lo más precioso de cuanto posee.

La seriedad de la situación está reflejada en la frase siguiente que trata de la confesión del Hijo del hombre (v. 38). La expresión griega que hemos traducido literalmente por «avergonzarse» equivale a «no declararse en favor de»; no se trata, pues, de un sentido psicológico, sino de una actitud objetiva, de una decisión. El hombre que en su vida terrena no quiere tener nada que ver con el Hijo del hombre, le «niega», como se dice en la tradición paralela (/Lc/12/09 = /Mt/10/33), y a su tiempo será también «negado» por el Hijo del hombre. Se piensa en la situación creada por el juicio, y esto condiciona la seriedad de la decisión que el hombre debe tomar sobre la tierra. Desde su origen, estas palabras tienen significado ambivalente: quien reconoce o confiesa a Jesús delante de los hombres será reconocido por el Hijo del hombre delante de los ángeles de Dios (= ante el tribunal divino); quien le niega delante de los hombres será negado a su vez delante de los ángeles de Dios (Lc 12,8s). El logion tiene una importancia nada insignificante por lo que respecta a las exigencias de Jesús y a sus palabras sobre el «Hijo del hombre». A nosotros nos basta aquí la interpretación de la Iglesia primitiva, según la cual Jesús hablaba de sí mismo y de su función judicial escatológica. En el contexto de este rosario de sentencias acerca del seguimiento doloroso, la palabra subraya el deber de la confesión de fe. La fe no es un negocio privado que a nada obliga, sino que exige el testimonio y confesión delante de los hombres, incluso cuando esto traiga consigo las persecuciones y la muerte. Si la fe es una fuerza que debe sostener toda la existencia humana, no cabe abandonarla en la hora de la tribulación como un fardo pesado. Que la perseverancia en la fe obtiene su recompensa aparece ya a menudo en la misma vida terrena, pero se pondrá definitivamente de manifiesto en el juicio de Dios. Con la vista puesta en el Señor, que fue crucificado y resucitado, EL cristiano sabe que la perseverancia en las contrariedades crea la esperanza y que la esperanza no defrauda (cf. Rom 5 4s). La función escatológica del Hijo del hombre, expuesta en esta sentencia, se clarifica todavía más mediante una ampliación: la vergüenza, juez y verdugo del hombre que niega a Jesús sobre la tierra, volverá a aparecer «cuando (el Hijo del hombre) venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles». En el lenguaje de la primitiva predicación cristiana se indicaba con ello la parusía (cf. 13-26s). Simultáneamente es el complemento necesario de la imagen del Hijo del hombre que sufre y muere. La «gloria del Padre» se manifiesta en el poder que ha confiado a su Hijo, y este poder se hace palpable con el acompañamiento de las milicias angélicas. Estamos ante un lenguaje de figuras apocalípticas, ligado todavía a una vieja imagen del mundo que nosotros hemos superado, pero que expresa la idea siempre válida de que el Hijo del hombre humillado y despreciado antes por los hombres intervendrá en el juicio divino revestido de poder. Su venida es el fin y el objetivo de la historia universal, cualquiera sea el modo con que nos lo imaginemos, y la forma en que se manifieste sobre los hombres el juicio divino que ellos mismos han merecido con su decisión durante la vida terrena. La serie de sentencias se cierra con una frase difícil que contempla la llegada del reino de Dios en majestad como algo inminente. Seguramente que se ha insertado aquí porque inmediatamente antes se ha hablado de la parusía. Pero el evangelista la ha separado de la serie de sentencias mediante una fórmula introductoria que emplea a menudo: «Y les añadía.» De hecho supone una profecía consolatoria frente a la amenaza del juicio de 8,38. Para la comunidad la venida de Jesús en majestad significa la liberación de las tribulaciones y necesidades (cf. 13,27). Hace mucho que se discute si se trata de unas palabras auténticas de Jesús, de unas palabras del Señor aplicadas a la situación de la comunidad o de una formación comunitaria sobre la base, por ejemplo, de una máxima de algún profeta de los orígenes cristianos. Se reconoce ciertamente una espera tensa de una realidad inmediata: la comunidad aguarda la parusía para aquella misma generación (cf. 13,30) en la que todavía viven algunos testigos del ministerio terreno de Jesús. En la formulación antigua se dice que algunos de quienes escuchan las palabras de Jesús -(de «los aquí presentes»)- «no experimentarán la muerte» hasta que hayan presenciado la llegada del reino de Dios con poder. La sentencia, que Marcos encontró en la tradición precedente, alude ciertamente a la parusía con la cual se hará realidad el reino en su consumación cósmica y que de hecho ya «ha llegado» como una realidad permanente. El inciso «con poder» presenta el acontecimiento como la plena revelación de la soberanía de Dios. La Iglesia primitiva entendió la proclamación apremiante de Jesús sobre la llegada del reino de Dios como el anuncio profético y directo de algo inminente, por lo que contaba con la inmediata parusía. Esto se confirma también con la frase similar de 13,30 en el discurso escatológico. Quien comprende adecuadamente el mensaje de Jesús sobre la venida del reino de Dios como una llamada a la decisión y como una promesa irrevocable de Dios, no se escandalizará en modo alguno por semejante actuación que tiene en cuenta las circunstancias de la comunidad. Otra cuestión es la de saber cómo ha entendido el evangelista las palabras de este pasaje. La exégesis patrística y los comentaristas más recientes las relacionan con la perícopa inmediata de la transfiguración. Si el evangelista señala con tanta precisión a «algunos de los aquí presentes» y subraya que la transfiguración tuvo lugar «seis días después» (9,2), está indicando con bastante claridad que para él la palabra transmitida se ha cumplido con el acontecimiento del monte que iban a vivir tres de los discípulos. Habría ciertamente un equívoco, pero un equívoco intencionado: la llegada del reino de Dios con poder se manifiesta ya de un modo anticipado en la transfiguración de Jesús, que deja traslucir algo de su majestad divina. La resurrección de Jesús, a la que apunta ante todo su transfiguración (cf. 9,9s), es la primera confirmación y justificación de Dios en favor del Hijo del hombre paciente y crucificado (cf. 8,31) y el fundamento y fianza de su venida con poder. Si nosotros leemos la sentencia como remate de la serie relativa al seguimiento con la cruz es porque existe la certeza consoladora de que el camino del discípulo de Cristo no termina en los sufrimientos y la muerte, sino que conduce a la gloria en que le ha precedido su Señor a través de la cruz.
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La sentencia la estudia ampliamente A. SCHULZ, Discípulos del Señor, Herder, Barcelona 1967, p. 39-46.