CAPÍTULO 07


2. JESÚS REPUDIA LA PIEDAD EXTERNA Y LEGALISTA JUDÍA (7,1 -23) Esta sección, como los otros fragmentos doctrinales del Evangelio de Marcos, tiene por sí sola un fuerte significado teológico, y pone de relieve una exigencia que mira directamente a los oyentes cristianos. Históricamente se mantiene el escenario de Galilea -han llegado de Jerusalén algunos doctores de la ley, cf. 3,22-; pero el panorama espiritual es mucho más amplio: aquellos fariseos y escribas son los representantes de la religión legalista judía. Los lectores tienen ya noticia de algunos conflictos legales -la cuestión del sábado, 2,23-28 y 3,1-6-; las asechanzas y calumnias contra Jesús no constituyen nada nuevo (cf. 2,1-22). Jesús ya ha defendido con anterioridad a sus discípulos; pero ahora el enfrentamiento adquiere caracteres fundamentales. Ya no se trata de una transgresión cualquiera de la ley tal como la exponen los fariseos -concretamente la purificación levítica-, sino que los discípulos de Jesús no observan «la tradición de los antepasados». Jesús no duda en derribar este «vallado» que rodea la ley divina y revalorizar así la pura voluntad de Dios. Jesús hace una dura crítica de la piedad externa del judaísmo de entonces. Esto le da ocasión para hablar de la pureza auténtica, de una moralidad que procede del corazón y del convencimiento interno, estableciendo así las bases de la moral cristiana. Que Jesús quiera dirigirse a su comunidad es algo que se manifiesta claramente por el hecho de volver a impartir a los discípulos -como en el caso de las parábolas- una instrucción particular «en casa» y sin la presencia del pueblo (v. 17). Comparando esta sección con la última composición oratoria del capítulo 4, se reconoce una cierta continuación en la enseñanza. Así como allí se desarrollaba el mensaje del reino de Dios aplicándolo a los lectores cristianos a quienes se exhortaba a una escucha atenta y a una conducta moral fecunda, así ahora es la moral cristiana el tema central de la instrucción. En este aspecto la sección viene a ser una especie de réplica del sermón de la montaña que aparece en Mateo y en Lucas, pero que Marcos no nos ha transmitido. Es verdad que Mateo trae expresamente también la controversia a propósito de lo que es puro e impuro (c. 15), pero la presenta de un modo algo distinto; Lucas la suprime porque las circunstancias y las cosas concretas judías, de que aquí se trata, no le parecieron lo bastante comprensibles para sus lectores cristianos procedentes de la gentilidad. El problema de en qué consiste la verdadera moralidad y cómo es posible realizarla, resultaba inevitable para la fe cristiana, pues que Jesús ha vinculado de manera indisoluble religión y moral, fe y amor. Para la moral cristiana siempre resulta actual el problema acerca de la ley y la conciencia, los mandamientos externos y la obligatoriedad interna, aun cuando ya no tenga que enfrentarse con el legalismo judío. De la doctrina de Jesús Marcos ha conservado aquí una respuesta, que representa una decisión fundamental y que apunta al futuro. Que en este capítulo se trata de algo más que de reproducir un episodio histórico, lo demuestran su disposición y su orientación ideológica. Los fariseos y los doctores de la ley plantean el problema de la purificación levítica, es decir, de determinados lavatorios rituales prescritos (v. 1-6). Mas Jesús pasa inmediatamente al ataque en un terreno mucho más amplio. A la pregunta y reproche de sus enemigos: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados?», Jesús responde afirmando que ellos abandonan el mandamiento divino por conformarse a la tradición de los hombres (v. 8), y se lo demuestra con un ejemplo (v. 10-13). Sólo en la instrucción al pueblo (v 14ss) y a los discípulos (v 17-23) se trata más tarde el problema de lo puro y lo impuro, pero de una forma radical que desborda el planteamiento inicial del problema. De este modo la disputa circunstancial sirve de ocasión a una exposición más profunda y a una declaración fundamental de Jesús. Esta presentación no es casual; con fina sensibilidad ha anticipado el evangelista la polémica para exponer después la instrucción positiva. La aplicación a la comunidad se manifiesta hasta en el mismo catálogo de vicios, formulado en un tono, más helenista que en Mateo. Por eso leemos la sección con la mirada puesta en la comunidad distinguiendo en ella dos temas: estatutos humanos y precepto divino (v. 1 -13); lo puro y lo impuro (v 14 23).

a) Estatutos humanos y precepto divino (Mc/07/01-13).

1 Se reúnen en torno a él los fariseos y algunos de los escribas llegados de Jerusalén. 2 Y al ver que algunos de sus discípulos se ponían a comer con manos impuras, esto es, sin lavárselas -3 pues los fariseos y los judíos en general, no comen sin lavarse antes las manos con un puñado de agua, por guardar fielmente la tradición de los antepasados, 4 y al volver de la plaza no se ponen a comer sin antes sumergir sus manos en el agua, y hay otras muchas prácticas que aprendieron a guardar por tradición, como lavar los vasos, las jarras y la vajilla de metal-, 5 le preguntan, pues, los fariseos y los escribas: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los antepasados, sino que se ponen a comer con manos impuras?» 6 Pero él les contestó «Bien profetizó Isaías de vosotros los hipócritas según está escrito: «Este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí; 7 vano es, pues, el culto que rinden, cuando enseñan doctrinas que sólo son preceptos humanos» (Is 29,13). 8 Dejáis el mandamiento de Dios, por aferraros a la tradición de los hombres.»

Los fariseos (cf. 2,16.18.24) eran una fraternidad organizada o un partido religioso, sobre los que fácilmente nos forjamos falsas ideas. En modo alguno se identificaban sin más ni más con lo que hoy entendemos por hipócrita, con quienes sólo pretenden deslumbrar con una piedad de apariencias. Por fidelidad a la ley de los padres querían cumplir en conciencia todas las prescripciones para alcanzar el beneplácito divino y la salvación prometida por Dios teniendo parte en el mundo futuro. Querían dar al pueblo una santidad sacerdotal y acelerar así la venida de los tiempos mesiánicos. A causa de su serio empeño y de su entrega en favor del pueblo gozaban de gran consideración en amplios sectores. Por lo demás en su celo religioso daban gran valor hasta a las prescripciones más insignificantes. No se contentaban con los preceptos contenidos en el Antiguo Testamento, sino que seguían otras muchas prescripciones que sus doctores de la ley habían dado mediante la interpretación y acomodación de la ley mosaica. Estas son las tradiciones de los antepasados que Jesús ataca. Las prescripciones purificadoras, a que alude el presente texto, obligaban en su origen a los sacerdotes que ejercían el servicio litúrgico en el santuario; pero los fariseos querían extenderlas a todo el pueblo y a la vida cotidiana para preparar así a Dios un pueblo sacerdotal y santo. Las crecientes prescripciones de acuerdo con «la tradición de los antepasados» llegaron a equipararse a la ley mosaica y representaban una carga pesada para la gente en su vida de todos los días. Los judíos que no se acomodaban a tales prescripciones eran considerados como «plebe que no conoce la ley» (cf. Jn 7.49) y hasta como transgresores de la misma ley. El afán farisaico por la observancia externa de la ley es siempre un peligro para los hombres «piadosos», que por lo mismo se consideran mejores que los demás, posponen el amor y se hacen duros y orgullosos (cf. /Mt/23/23). Se olvidan fácilmente de que también ellos necesitan de la misericordia divina. Cuando se impone el legalismo -cumplimiento de la ley al pie de la letra- junto con la complacencia del hombre en sí mismo, surge la caricatura del fariseo. La hipocresía que Jesús les reprocha, no debe ser una desfiguración intencionada, sino que puede significar simplemente la contradicción entre lo que aparece a los ojos de los hombres y la actitud interna tal como Dios la juzga (*). No deja de ser una tragedia humana el que tales hombres que quieren ser piadosos de una manera ejemplar quebranten de hecho la voluntad de Dios. Pero existe también la tentación de juzgar a los otros como fariseos y hacerse uno mismo fariseo. Las fraternidades farisaicas estaban extendidas por todo el país; los doctores de la ley tenían sus escuelas, sobre todo en Jerusalén, donde reunían a los discípulos en torno suyo. Ahora han llegado algunos a Galilea y advierten que los discípulos de Jesús no observan los lavatorios prescritos antes de las comidas. No se trata simplemente del descuido de la limpieza, sino del desprecio de las prescripciones rituales relativas a la pureza. Marcos da a sus Iectores unas ciertas aclaraciones al respecto: en general era necesario purificarse antes de comer al menos con un «puñado» de agua (**) Cuando se volvía de la plaza, donde había un mayor peligro de impurificación levítica -en razón del trato con los paganos-, había que meter los brazos hasta el codo en un gran recipiente (cf. Jn 2,6). Incluso se prescribían ciertos lavatorios de copas, jarros y otros cacharros. Jesús pasa por alto todas estas prescripciones minúsculas, estos estatutos humanos con una sentencia profética (v. 6-7). Los profetas se habían pronunciado a menudo contra una piedad cúltica meramente externa y habían exigido una conciencia recta, el refrendo moral y la penitencia. No un servicio de labios afuera sino la entrega del corazón a Dios, no unos estatutos humanos sino el mandamiento de Dios: ésas son las exigencias que Jesús opone a los críticos. Estas palabras del libro de Isaías tuvieron seguramente gran importancia para la naciente Iglesia cristiana, que aspiraba a un culto espiritual y moralmente fecundo (Rom 12,1), y quería ofrecer a Dios «sacrificios espirituales» (1Pe 2,5), obras de amor que el Espíritu Santo hacía posibles. Sin embargo, no hay que arrancar esas palabras de su contexto histórico. No se reprueba cualquier culto, sino sólo el servicio de labios sin el sentimiento correspondiente, la estrechez ritualista que olvida y posterga la voluntad de Dios ética o moral por encima de las prescripciones externas. En una época en que muchos teólogos quieren reducir el servicio de Dios a un servicio en el mundo y para el mundo, abogando por un cristianismo claramente «arreligioso» limitado a un encuentro «entre los hombres», en una época así conviene recordar que Jesús personalmente visitó el templo y tomó parte en las fiestas religiosas de su pueblo, y que la Iglesia primitiva desarrolló nuevas formas de culto según el legado de su Señor: el servicio adecuado a la palabra divina y a la celebración eucarística. También aquí vale aquello de que conviene hacer una cosa sin abandonar la otra (cf. Mt 23,23). Existe un culto divino directo en la alabanza, la acción de gracias y la súplica, un encuentro de la comunidad con Dios en la mesa de la palabra y en la celebración de la cena del Señor; y existe también un culto indirecto en el cumplimiento de las obligaciones terrenas que imponen la profesión y la familia, en la ayuda a los necesitados, en el amor y lealtad a los semejantes.
..............
*
Que con la «hipocresía» no se piensa sólo en el disimulo, es algo que se deduce de pasajes como Lc 12,56: 13,15s y de los numerosos reproches que aparecen en el gran discurso de las maldiciones contra los hipócritas fariseos y doctores de la ley (Mt 23). Es una desobediencia a la voluntad divina que lleva a denegar la fe a la predicación de Jesús. Véase W. BEILNER, art. Hipócrita en el Diccionario de teología bíblica de J.B. BAUER. Herder, Barcelona 2, 1971.
**
La expresión griega -literalmente «con el puño»- no resulta clara; algunos intérpretes entienden «con el codo», es decir, hasta el codo; pero esto conviene más bien al segundo caso, al regreso de la plaza.
..............

9 Y les añadía: «Anuláis bonitamente el precepto de Dios, para guardar vuestra tradición. 10 Efectivamente, Moisés mandó: «Honra a tu padre y a tu madre»; y también: «El que maldiga a su padre o a su madre, que muera sin remisión» (Ex 20,12; 21,17). 11 Pero vosotros afirmáis: Sí uno dice al padre o a la madre: Declaro korban -esto es, ofrenda sagrada- todo aquello con que yo pudiera ayudarte, 12 ya no le dejáis hacer nada en favor de su padre o de su madre; 13 de manera que anuláis la palabra de Dios, por esa tradición vuestra que vosotros habéis transmitido. Y hacéis otras muchas cosas por el estilo.»

Jesús elige un caso extremo en que un precepto humano puede llevar al quebrantamiento de un mandamiento divino. El deber de honrar al padre y a la madre, de no «maldecirlos» y de sostener a los progenitores ancianos y necesitados, había sido refrendado por el mandamiento de Dios y así lo habían reconocido naturalmente los doctores de la ley. Pero también la suspensión de un voto era un deber santo. Ocurría que un judío mediante el voto del sorban hacía una donación al templo, diciendo: «Sea esto ofrenda sagrada», con lo cual sustraía el objeto señalado al uso profano, incluso en favor de sus progenitores. Más tarde esto se convirtió en una fórmula con la que se impedía a los demás la posesión de muchos bienes, aunque luego jamás se entregasen al templo. El abuso por el que se perjudicaba a los progenitores mediante el voto del korban, debió haberse extendido ya en tiempo de Jesús. Jesús, sin embargo, pone el precepto del amor por encima de los holocaustos y cualquier otro sacrificio (12,33) no permitiendo la supresión de los deberes frente a los padres ni siquiera en aras de un voto. Dios no desea ser honrado y amado a costa del amor al prójimo. Quien interpreta así la Escritura establece unos preceptos humanos en detrimento de la voluntad de Dios. Es un ejemplo de la resolución soberana de Jesús en los problemas de la ley (cf. 1,22), de su lucha inflexible en favor de la causa de Dios (cf. 16,6-9); pero también de su convicción de que Dios es amor y no quiere ser más que amor, amor al prójimo con el que es amado él mismo. Es el principio fundamental que ha establecido como regla de toda nuestra conducta: el amor de Dios y del prójimo están indisolublemente ligados (12,30s). Quien ama a Dios debe amar también a su prójimo. En el amor queda superado cualquier tipo de legalismo.

b) Lo puro y lo impuro (Mc/07/14-23).

14 Y llamando de nuevo junto a sí al pueblo, les decía: «Oídme todos y entended: 15 Nada hay externo al hombre que, al entrar en él, pueda contaminarlo; son las cosas que salen del interior del hombre las que lo contaminan.» [16 «El que tenga oídos para oír, que oiga.»] 17 Y cuando entró en casa, alejado ya de la gente, le preguntaban sus discípulos el sentido de 1a parábola. 18 Y les contesta: «¿Tan faltos de entendimiento estáis también vosotros? ¿No comprendéis que nada de lo externo que entra en el hombre puede contaminarlo, 19 porque no entran en el interior de su corazón -con lo cual declaraba puros todos los alimentos-, sino que pasa al vientre y luego va a parar a la cloaca?» 20 Y seguía diciendo: «Lo que sale del interior del hombre, eso es lo que contamina al hombre. 21 Porque de lo interior, del corazón de los hombres, proceden las malas intenciones, fornicaciones, robos, homicidios, 22 adulterios, codicias, maldades, engaño, lujuria, envidia, injuria, soberbia, insensatez. 23 Todos estos vicios proceden del interior y son los que contaminan al hombre.»

Después del enfrentamiento con los enemigos, Jesús convoca al pueblo para impartirle una doctrina importante; es también un aviso a la comunidad cristiana para que escuche atentamente las palabras de su Maestro. La ocasión, que fue el lavatorio ritual de las manos (v. 2), queda ya en un segundo plano, pues la palabra de Jesús a la multitud no trata ya de los lavatorios sino de los alimentos y de su uso. La doctrina de Jesús no mira sólo a algunas prescripciones legales judías, sino al problema fundamental de qué es puro y qué impuro. Con una frase enigmática y al modo de las parábolas invita a sus oyentes a la reflexión. La sentencia en su formulación general resulta difícil de entender; pero la gente, al igual que en la predicación en parábolas (c. 4) debe «oír y entender». La sentencia exhortando a escuchar atentamente (v. 16) es la misma que aparece al final de la parábola del sembrador (4,9), pero sólo está parcialmente testificada y no parece original. No se dice lo que Jesús continuó exponiendo al pueblo ni cómo éste entendió su palabra. La explicación se reserva al estrecho círculo de los discípulos, a los que estaban con él (4,10), y a través de ellos se brinda a la comunidad cristiana y creyente. Tampoco a los discípulos se les alcanza el sentido de la frase enigmática; pero, como son hombres dispuestos a creer y leales, Jesús se lo descifra todo a solas -como ya hizo con las parábolas, 4, 34-, «en casa», como se dirá aún varias veces (9,28.33; 10,10). La comprensión de los discípulos pertenece al tiempo del ministerio terrenal de Jesús exactamente igual que su «secreto mesiánico» y es una constante exhortación a meditar sus palabras y sus hechos profundamente y con fe. Jesús explica a sus discípulos que bajo la frase enigmática late la imagen de los alimentos que llegan al hombre desde fuera y siguen su camino natural. Jesús habla sin reparos de las cosas naturales. El comer y la expulsión de los alimentos es una cosa natural y nada tiene que ver con la «pureza» en un sentido moral y religioso. Esto constituye una postura libre y audaz para los judíos que conservaban las ideas antiguas acerca de la «impureza» de determinados animales y alimentos así como sobre la contaminación que implicaban ciertos procesos naturales -en el terreno sexual- y ciertos contactos -con los leprosos y los cadáveres-, y que observaban en general muchos tabúes-cúlticos. Ese punto de vista de Jesús responde a su apertura al mundo y a su afirmación de las cosas creadas, punto de vista que adopta también la Iglesia primitiva. Esta elimina la distinción entre animales puros e impuros y las correspondientes prescripciones dietéticas (Act 10,11-15.28), suprimiendo así el obstáculo que representaban para el mundo pagano. En la lucha contra el gnosticismo, que despreciaba la materia, el cuerpo y el matrimonio, las cartas pastorales afirman: «Todo lo que Dios ha creado es bueno, y nada que se tome con acción de gracia puede ser rechazado» (1Tim 4,4). Este es uno de los aspectos del veredicto de Jesús, a sus ojos no el más importante, pero que para la Iglesia primitiva y para nosotros no carece de gran interés.

Más importante es la segunda parte de la sentencia de Jesús relativa a la verdadera contaminación. Del interior del hombre, de su corazón, suben los pensamientos y deseos que inducen a las malas acciones y a los vicios. Con ello ha establecido Jesús el principio decisivo de la moral, anclando la moralidad en la decisión consciente del hombre, al mismo tiempo que inserta la vida religiosa en el terreno moral y le da una mayor interioridad. Para aquella época esto representaba un esclarecimiento necesario, para nosotros es algo que se ha hecho evidente. Mas ni siquiera hoy resulta superfluo referirse a la tendencia del corazón humano a producir pensamientos y deseos. Jesús conoce el corazón humano cuyas «tendencias son malas desde su juventud» (Gén 8,21), aunque Dios creó al hombre a su imagen (Gén 9,6).

Pese a la afirmación de lo creado y de su bondad natural, pese a la alta valoración del hombre y de su imagen y semejanza divina, la experiencia de este mundo muestra que el hombre tiene una tendencia oscura y misteriosa hacia el mal, que es la fuente de la inmoralidad, de los pecados y vicios. Puede extrañar que Jesús no hable aquí de los pensamientos y acciones del hombre buenos y puros. Ello se debe en parte al planteamiento de la cuestión: ¿Qué es lo que contamina al hombre? Pero es evidente un cierto pesimismo en el enjuiciamiento moral del hombre. Ello está en relación con las exigencias de conversión que proclama Jesús y que afectan a todos los oyentes sin distinción. Pablo ha interpretado correctamente la doctrina de Jesús al decir que «todos pecaron y están privados de la gloria de Dios» (Rom 3,23). Así no nos extraña que siga ahora un largo catálogo de vicios. Esta especie de exhortación moral, que pretende despertar el temor y horror al vicio y al pecado, puede tal vez decirnos muy poco. Nuestro tiempo ha perdido algo que el paganismo antiguo, aun cuando moralmente no estuviese a gran altura, todavía poseía: un sentimiento natural hacia la belleza de la virtud y la fealdad del vicio. Los catálogos de vicios y de virtudes gozaban de gran popularidad en la predicación moral de los filósofos itinerantes paganos, y también se encuentran, aunque de otra forma, en la literatura judía(*). Se exponen más desde un punto de vista retórico que sistemático, y en su elaboración se descubre algo del espíritu de sus autores. En el mismo pasaje Mateo da a este catálogo de vicios una forma distinta mencionando siete vicios y ordenándolos según el decálogo. Marcos enumera trece en los que apenas es posible señalar un orden ideológico. Pensando en sus lectores cristianos, procedentes del paganismo le interesa más el efecto retórico: los siete primeros aparecen en plural y los otros seis en singular, todos dispuestos en un ritmo sonoro; la pluralidad de malas acciones -«todos estos vicios»- debe mostrar de un modo sobrecogedor hasta dónde puede llegar el corazón humano. Hacia el comienzo del catálogo de vicios (después de las «malas intenciones» en general) figuran las malas acciones que hoy como siempre constituyen los pecados y crímenes más frecuentes: fornicaciones, robos, homicidios; se mencionan después los adulterios, codicias y maldades. Más adelante aparece la envidia («mal ojo» en el texto original), y así es como en el Antiguo Testamento se designan tanto los deseos sexuales como las miradas envidiosas y codiciosas. Hacia el final, la «injuria» empareja bien con la «soberbia» o el orgullo, el pecado del espíritu que encastilla al hombre en sí mismo al tiempo que le hace insensible a los derechos de sus semejantes y de Dios. Por ello, el último miembro «la insensatez» tiene probablemente un sentido más profundo que entre nosotros. En la Biblia el «insensato» es el hombre que no conoce a Dios, que le olvida y desprecia en su ceguera y satisfacción de sí mismo (cf. Sal 10,3s; 14,1; Lc 12,20).

Marcos, que no nos ha transmitido el sermón de la montaña, nos ha conservado así un fragmento esencial de la doctrina moral de Jesús. Y nos muestra a Jesús con toda su seriedad moral, pero también con su conocimiento profundo del corazón humano. Este fragmento doctrinal es un guía inestimable para conocer el interior del hombre: su conciencia o, como dice Jesús, el corazón como fuente primera y factor decisivo de nuestra conducta buena o mala. Si el corazón del hombre está limpio y puro, brotan de él, como de un manantial transparente, también los pensamientos y las acciones buenos.
..............
*
En el Nuevo Testamento aparecen numerosos catálogos de vicios y virtudes. Si antes se pensaba sobre todo -y en especial por lo que a Pablo se refiere- en modelos de ética estoica, ahora los escritos de Qumrán nos han demostrado que también en el judaísmo existía una doctrina precisa sobre las virtudes y los vicios.
........................

3. CORRERÍAS APOSTÓLICAS HASTA UNA REGIÓN PAGANA (7,24-8,30). Después del problema del legalismo judío parece como si el evangelista quisiera orientar la mirada de sus lectores hacia el mundo pagano. Cierto que para eso sólo dispone de un episodio que le ha llegado por tradición: la curación de la hija posesa de una mujer pagana de Sirofenicia (7.24-30). Marcos sitúa el episodio inmediatamente al comienzo de la nueva sección. Para Jesús y los discípulos empieza un período de constante peregrinar; pero por las indicaciones locales y por las noticias del viaje (7,31; 8,10.13.22.27) no es posible hacerse una idea clara de los caminos que Jesús ha seguido. A excepción de 7,3], tampoco el evangelista pretende ordenar los relatos particulares. Hasta el segundo relato de la multiplicación de los panes viene introducido con la observación general de «por aquellos días» (8,1); de ahí que permanezca la duda de si Marcos piensa en una región pagana como escenario y en los gentiles como participantes del banquete milagroso. Trazando una especie de arco, Jesús regresa del Norte al lago de Genesaret (7,31); allí tiene lugar la curación del sordomudo. Después de la (segunda) multiplicación de panes, Jesús atraviesa de nuevo el lago (8,10). Jesús regresa luego a Betsaida en el extremo septentrional del lago donde cura a un ciego (8,22-26). Desde allí se puede alcanzar, más hacia el Norte, la región pagana de Cesarea de Filipo, donde se enmarcan la pregunta a los discípulos y la confesión de Pedro (8,27-30); pero no se dice que Jesús haya llegado allí con sus discípulos directamente desde Betsaida. Difícilmente puede pretender el evangelista ordenar sus materiales desde un punto de vista geográfico. En este sentido donde mejor se puede reconocer su propósito es en 7,31. Con un giro rápido e impreciso describe una vasta región en la que Jesús se hallaba entonces de camino. Le interesa más otro punto de vista: Jesús no se vincula al pueblo de Galilea y evita el territorio judío; visita también unas regiones alejadas y paganas. Tal vez esto le baste al evangelista, que no tiene a mano datos más precisos para presentar a sus lectores el universalismo de Jesús, su apertura a todos los hombres. En el segundo relato de la multiplicación de panes se dice que «algunos vinieron de muy lejos» (8,3). Más de eso, siendo fiel a la historia, no lo puede decir el evangelista, dado que Jesús no ha ejercido ninguna misión fuera de Israel. En el cuadro general de su Evangelio, y antes de cerrar los hechos del ministerio de Jesús en Galilea, quiere Marcos mediante algunos episodios que le proporcionaba la tradición, iluminar la ininterrumpida actividad de Jesús en favor de la salvación de los hombres. Siguen realizándose algunas expulsiones de demonios (cf. 7,29) y algunas curaciones -las del sordomudo y del ciego- y sigue Jesús compadeciéndose del pueblo sin querer abandonarlo por completo (8,2s). Pero en lo más profundo sigue siendo el incomprendido, incluso entre sus discípulos (8,17-21). Se le pide un signo del cielo, gesto que sólo puede considerar como una incredulidad (8,11s). Sabe de los sentimientos retorcidos y peligrosos de los fariseos y de Herodes (8,15) y previene contra ellos y contra el endurecimiento del corazón a los discípulos, en el que también ellos pueden caer (8,17s). Así se amontona todo en la última escena en que Jesús echa una mirada retrospectiva y hace cuentas. No es ciertamente un balance satisfactorio, aun cuando Pedro le haya confesado como Mesías, pues tal confesión no tenía entonces ni claridad ni fuerza (cf. 8,32s), cosas que sólo alcanzará después de la muerte y resurrección de Jesús. Pero esa confesión es el puente hacia la revelación de la verdadera mesianidad de Jesús que, según el designio salvífico de Dios, se apoya en los padecimientos y muerte del Hijo del hombre (8,33). La presente sección con sus cambiantes imágenes e impresiones quiere preparar veladamente al lector para el misterio de la pasión de Jesús.

a) La mujer pagana de sirofenicia (Mc/07/24-30).

24 Partió de allí y se dirigió a los territorios de Tiro. Entró en una casa y quería que nadie lo supiera, pero no consiguió pasar inadvertido; 25 porque en seguida, una mujer que tenía a su hijita poseída de un espíritu impuro, apenas oyó hablar de él, vino a postrarse a sus pies. 26 Esta mujer era griega, sirofenicia de origen; y le suplicaba que arrojara de su hija al demonio. 27 Jesús le decía: «Deja que primero se sacien los hijos; porque no está bien tomar el pan de los hijos para echárselo a los perrillos.» 28 Ella le contestó: «Es verdad, Señor; pero los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos.» 29 Entonces él le dijo: «Por esto que has dicho, vete; que ha salido de tu hija el demonio.» 30 Se fue ella a su casa, y encontró que la niña estaba acostada en la cama, y que ya había salido el demonio.

No es casual que el evangelista conecte este encuentro de Jesús con una mujer pagana con la precedente crítica al legalismo judío. Pensando en sus lectores cristianos procedentes del paganismo, quizá quiso presentar este período de peregrinaciones bajo la perspectiva de una misión a los paganos; pero permanece fiel a la tradición y a la verdad histórica de que Jesús se abstuvo de predicar a los gentiles y de extender su actividad. Las primeras palabras de Jesús a la sirofenicia (v. 27) no deja ninguna duda al respecto. Mas Jesús no pensaba con el particularismo judío, visita un país pagano sin indecisiones, penetra allí en una casa sin temor a contaminarse y, excepcionalmente, accede a la petición de una mujer pagana y libera a su hija del demonio. El país de Tiro (y Sidón) era el límite septentrional de Galilea y estaba habitado por gentiles y hasta por enemigos de los judíos. No se dice por qué Jesús se alejó tanto de Galilea; pero conviene tener en cuenta su propósito de apartarse del pueblo ya desde la multiplicación de los panes (6,32.45). Mas como entonces el pueblo le seguía y continuaba buscándole como curador taumatúrgico (6,53-56), tampoco ahora puede mantenerse oculto. Los lectores saben ya por el resumen de 3,8 que gentes de Tiro y Sidón habían ido a Galilea, atraídas por su fama. Así que Jesús no era en aquel país un desconocido. El episodio en sí es una perla de la tradición. La mujer pagana, de Sirofenicia -la región meridional de aquella franja costera- muestra una fe fuerte, similar a la de la hemorroisa, y no se desalienta por la negativa inicial de Jesús. La frase metafórica del Maestro quiere decir que ha sido enviado primero a los hijos de Israel y que no debe preferir a los paganos. A propósito de esto se ha observado a menudo que los judíos se consideraban hijos de Dios y que en ocasiones designaban despectivamente a los paganos como «perros», un insulto fuerte en Oriente. Con tal insulto, sin embargo, se pensaba en los perros vagabundos y callejeros, mientras que Jesús habla de los perrillos, es decir, perros que viven en la casa, y así lo entiende la mujer (*). Por lo que Jesús no emplea ningún término injurioso, sino que como tantas otras veces acuña una imagen para expresar una idea. Con frecuencia ha provocado extrañeza el término «primero». ¿No habrá sido el propio Marcos quien haya agregado esa palabra con la mirada puesta en la misión cristiana? ¿No habrá querido reconocer así la primacía de Israel sin cerrar por ello la puerta a los gentiles (cf. Rom 1,16; 2,9s)? Pero la expresión pertenece indisolublemente a la frase tal como está, y la motivación siguiente no puede negar rotundamente el alimento a los cachorrillos sino subrayar simplemente la primacía de los hijos. Los perrillos no deben saciarse a costa de los niños. La palabra de Jesús no constituye una negativa total sino sólo una indicación de que debe llevar primero y con preferencia a Israel la bendición del tiempo de salvación. Ello responde por lo demás a su postura habitual, pues aun limitando su misión al pueblo judío, nunca excluyó a los paganos de la salvación. Jesús esperaba que vendrían de Oriente y de Occidente y que tendrían parte en el reino de Dios (Mt 8,11). Marcos ha indicado ya esta «venida» o acercamiento de los paganos en el cuadro de 3,8, y bajo esa misma luz contempla ahora a la sirofenicia. La mujer toma la imagen empleada por Jesús y la aplica agudamente en su favor: también los cachorrillos que están debajo de la mesa comen las migajas del pan de los hijos. «Por eso que has dicho...» Jesús le concede el cumplimiento de su petición y, pronuncia la palabra salvadora, incluso a distancia. ¿Se deja Jesús persuadir por la agudeza de la mujer? No; recompensa únicamente su firme confianza en él, una confianza tan sencilla, astuta y conmovedora como la de la mujer que padecía el flujo de sangre. Jesús no necesita en modo alguno cambiar sus convicciones y propósitos; la mujer solo le ha hecho cambiar de opinión en apariencia. En realidad la razón que Jesús da permite esa excepción, y él sólo podía desear que la fe de la mujer fuese lo bastante fuerte como para comprender y atrapar esa posibilidad. Es inútil preguntarse si quiso someter a prueba la fe de aquella mujer. De hecho, para ella fue así, y supo superar esa prueba brillantemente. De este modo el episodio se torna una vez más en un ejemplo de fe. La mujer se va a su casa y encuentra a su hija curada. El evangelista no subraya la nueva prueba de fe que representaba el hecho de confiar en la palabra de Jesús pronunciada a distancia (cf. Jn 4,50). A Marcos le preocupa más la actitud de Jesús frente a aquella pagana y sólo consigna la curación operada. Mas para los lectores cristianos del paganismo aquella mujer innominada, que se acerca a Jesús llena de confianza, solicita su ayuda, no se desalienta y pronuncia una palabra rebosante de fe humilde y fuerte, se convierte en imagen y ejemplo de ellos mismos, réplica adecuada del centurión pagano que Mateo y Lucas presentan a sus lectores tomándolo de otra tradición (Mt 8,5-13; Lc 7,1-10). En Mateo Jesús dice a la mujer gentil: «Mujer, grande es tu fe» (Mt 15,28). Esa grandeza radicaba en lo inconmovible de su confianza cuando Jesús la rechazaba al parecer. Una fe auténtica no se rinde al desaliento, aunque Dios parezca ocultarle su rostro. Esa fe contiene siempre algo de la confianza «capaz de trasladar montañas» (cf. 11,23).
 ...............
*
P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmad und Midrasch 1, Munich 1922, P. 722, observa que el perro pasaba por ser «la criatura más despreciable, desvergonzada y miserable. Así se acuñó el gravísimo insulto de llamar perro a un hombre». De todos modos, la forma diminutiva del nombre no es despectiva, como demuestra el mismo Billerbeck con otro pasaje del Talmud en que se habla de una mujer que juega con el «perrillo» o pieza del juego de damas (p. 726).
...............

b) Curación de un sordomudo (Mc/07/31-37).

31 Salió de los territorios de Tiro, y, a través de Sidón, nuevamente se dirigió hacia el mar de Galilea, en pleno territorio de la Decápolis. 32 Le traen un sordomudo y le ruegan que le imponga la mano. 33 Y llevándoselo aparte, fuera de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua: 34 levantando entonces los ojos al cielo, suspiró, y le dice: «¡Effathá!», que significa: «¡Ábrete!» 35 Se le abrieron los oídos e inmediatamente se le soltó la lengua y comenzó a hablar correctamente. 36 Les mandó con insistencia que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba él, tanto más lo proclamaban ellos. 37 Y, sobremanera atónitos, decían: «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»

Este relato detallado de una curación lo ha encontrado Marcos en la tradición insertándolo en el marco de las correrías apostólicas de Jesús. Las gentes que llevan el sordomudo a Jesús y le suplican que le imponga las manos (cf. 6,5) eran ciertamente judíos en el relato tradicional. Cuando al término del episodio exclaman «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos», están citando una frase tomada de un vaticinio del profeta Isaías para el tiempo de la salvación (Is 35,5). Para la comunidad cristiana este vaticinio se cumple en el ministerio de Jesús: Dios envía a su pueblo la salvación prometida. Pero Marcos se apodera del episodio y lo expone pensando sobre todo en sus lectores cristianos procedentes del paganismo. Mediante una indicación de viaje lo relaciona con la narración precedente; quiere dar la impresión de que esta curación sorprendente ha tenido lugar en una región donde al menos cabe pensar que los asistentes al acto no eran judíos. Los pormenores del viaje de Jesús resultan bastante imprecisos. Según la lectura más probable, Jesús se dirige primero desde Tiro más hacia el norte, hacia Sidón; dobla después y regresa al lago de Genesaret «en pleno territorio de la Decápolis»; es decir, a la orilla oriental del lago. Evita, pues, Galilea y se encuentra, según Marcos, en una región donde también tuvo lugar el exorcismo y curación del endemoniado de Gerasa (5,1-20). La nota redaccional no persigue ningún objetivo histórico ni geográfico; lo que pretende es llamar la atención de los lectores sobre la importancia del episodio para ellos mismos: la acción salvífica de Jesús mira al mundo pagano. También para ellos Dios «todo lo ha hecho perfectamente» por obra de Jesús. Del mismo modo elabora Marcos todo el relato de la curación de acuerdo con sus ideas. Subraya ante todo la orden de silencio de Jesús (v. 36), aunque aquella gente no le obedece, y «proclaman» cada vez más lo que habían visto como «proclamó» antes su curación por la Decápolis el poseso de Gerasa (5,20). Vale la pena reflexionar sobre el antiguo relato en sí mismo. La gente presenta a Jesús un sordo que, por la misma dureza de oído, sólo puede hablar con mucha dificultad, y tal vez sólo balbucía o tartamudeaba: toda una imagen de la impotencia humana. En su mentalidad especial suplican a Jesús que quiera imponerle las manos y poder así aliviarle o curarle del todo. Jesús toma la miseria humana muy a pecho: introduce sus dedos en los oídos del sordo y le toca la lengua con su saliva. Se acomoda así al pensamiento del pueblo y no deja duda alguna de que quiere sanarle de su mal. Sin embargo, todo eso no es más que la preparación; la curación propiamente dicha se realiza por su palabra soberana. Jesús la pronuncia por propia iniciativa, pero después de haber elevado los ojos al cielo y en comunión con su Padre celestial. Él mismo está íntimamente conmovido, como lo revela su suspiro. La palabra aramea que se nos ha conservado, y que el evangelista traduce para los lectores, no se dirige a los órganos enfermos sino al mismo paciente: «¡Ábrete!» En la concepción judía, todo el hombre está enfermo y cuando se cura, la salud opera también sobre los órganos dañados. El resultado llega inmediatamente: los oídos se abren y el impedimento de la lengua -imagen de la dificultad que tenía para hablar- se suelta. Por antiguo que sea el relato, por extraño que pueda resultarnos -por ejemplo, la fuerza curativa de la saliva-, el cuadro constituye una imagen adecuada de lo que ocurrió con la curación que Jesús llevó a cabo: todo el hombre ha quedado sano. Las dolencias que deforman la creación de Dios quedan eliminadas y vuelve a brillar el esplendor original de la creación. Es un signo de la creación nueva que Dios realizará algún día. En la mañana de la creación Dios todo lo hizo bien (Gén 1), en el día de la consumación «todo lo hará nuevo» (Ap 21,5). Según el relato evangélico, la curación se verificó aparte, fuera de la gente. El evangelista, que tanto interés pone en la reserva y secreto de la actividad taumatúrgica de Jesús, difícilmente ha encontrado ya este rasgo que subraya al máximo. En la paralela curación del ciego (8,22-27), Jesús saca al enfermo de la aldea (v. 23). En su imagen del Jesús terrenal entra el que en las grandes curaciones busque el silencio y el alejamiento de los hombres; esto le distingue de los taumaturgos helenistas sobre los que circulan muchas historias. Éstos buscaban el sensacionalismo y el aplauso de los hombres; Jesús se retiraba del pueblo. Lo que sus manos y su palabra realizaban era para el propio Jesús un acontecimiento milagroso de la proximidad divina y él conservaba el misterio de su actividad divina. Esto no excluye que tales hechos deban testificar también el inminente tiempo de salvación; deben hacer reflexionar a los hombres y conducirlos a la fe. Por ello rehuye Jesús a la multitud curiosa y ávida de novedades, aunque sin retirarse de su actividad pública. El evangelista no hace sino resaltar cada vez más esta actitud de Jesús, a lo que le mueve el interés por la persona de Jesús. Las obras salvíficas de Dios que Jesús realizaba, eran también obras de éste y testificaban en su favor como Mesías e Hijo de Dios. Personalmente Jesús quería permanecer oculto, pero sus obras no le permitían ocultarse. Marcos quiere suscitar en la comunidad creyente una conciencia más viva de quién era ese Jesús: el verdadero y único emisario por quien llega a los hombres la salvación de Dios y en el que se realizan las grandes promesas. No obstante, ese Jesús sólo puede y debe ser comprendido en la fe, por lo que permanece en una cierta penumbra. A los hombres les invade el pasmo, salen por completo fuera de sí; pero no llegan realmente a la fe. Esto entra, sin embargo, en los planes salvíficos de Dios, porque Jesús tiene que seguir el camino que lleva a la Cruz (8,31) para dar su vida en rescate de muchos (10,45). Es difícil que el evangelista haya querido interpretar el episodio de una manera simbólica. En modo alguno da a entender que el sordomudo deba ser un tipo para los hombres, que primero se muestran sordos al mensaje de salvación y a quienes sólo Jesús abre los oídos para escuchar y comprender. El impedimento de la lengua, de que el enfermo se ve liberado, sólo con grandes dificultades puede acomodarse a semejante interpretación simbólica.