CAPÍTULO 06


d) Incredulidad y repudio de Jesús en su patria (Mc/06/01-06a).

1 Salió de allí. Se va a su tierra y le acompañan sus discípulos. 2 Llegado el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga; y los numerosos oyentes quedaban atónitos y decían: «¿Pero de dónde le vienen a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésa que le ha sido dada, y esos grandes prodigios realizados por sus manos? 3 ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José, de Judas y de Simón? ¿Y no viven sus hermanas aquí entre nosotros?» Y estaban escandalizados de él. 4 Entonces Jesús les decía: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa.» 5 No pudo, pues, hacer allí milagro alguno, fuera de curar a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. 6a Y quedó extrañado de aquella incredulidad.

El repudio incrédulo de Jesús en su patria de Nazaret está en contraste con los relatos precedentes, expuestos con la finalidad de suscitar la fe. La mujer sencilla del pueblo había creído y Jairo, el jefe de la sinagoga, había acudido a él lleno de confianza. Es precisamente en su patria donde Jesús choca con una incredulidad crasa. Históricamente no hay por qué dudar de ello -acerca de los «hermanos» de Jesús, cf. Jn 7,3ss-; aunque el evangelista persigue además un interés teológico. El ministerio de Jesús no resulta evidente para sus contemporáneos, el misterio de su persona se les esconde más de una vez bajo sus grandes milagros. Muchos no salen de su asombro (cf. 5,20), y en la resurrección de la hija de Jairo la multitud se burla incluso de Jesús. La paradoja de la incredulidad no hace más que destacar con mayor relieve entre las gentes de Nazaret; son el caso típico de quienes «ven, pero no perciben; oyen, pero no entienden» (4,12). Se trata de la misma experiencia y enseñanza que expresa el cuarto evangelista al final del ministerio público de Jesús: «A pesar de haber realizado Jesús tantas señales en presencia de ellos, no creían en él» (Jn 12,37). Descubrimos aquí la otra línea que perseguía el evangelista mediante esta sección: el hecho de la incredulidad y su carácter incomprensible. Parece que Jesús se presenta ahora por vez primera en la sinagoga de su patria como maestro. La exposición rebosa ingenuidad y vida. Jesús, como ocurre en Lc 4, 16-21 aunque todavía de un modo más gráfico e impresionante (*), hace uso del derecho que asiste a todos los israelitas adultos de hacer la lectura bíblica y su exposición. Pero sus paisanos están asombrados de que tenga la capacidad de hablar tan bien y de interpretar la Escritura. Nada se dice aquí de la «autoridad» de Jesús (1,22), ni escuchamos nada acerca de su pretensión de que «hoy» se cumplan los vaticinios proféticos (Lc 4,21). Nada de ello le interesa aquí al narrador; le basta con que exista un asombro incrédulo. Se habla ciertamente de los prodigios realizados en otros lugares, pero a Jesús se le niega la fe. Los habitantes de Nazaret conocen a Jesús como «el carpintero» o -según otra lectura- «el hijo del carpintero» (**). Jesús ha ayudado a su padre en el trabajo y con él ha aprendido el oficio manual. También se le conoce como «hijo de María» y «hermano» de otros hombres que forman su familia (***). También sus «hermanas» habitan allí, como miembros más o menos lejanos del clan afincado en Nazaret. Por ello la gente no puede entender que Jesús tenga algo especial y se escandaliza en él. Es la palabra típica para indicar el tropiezo en la fe, y que también ha entrado en el lenguaje comunitario (4,17). Para cuantos lo leen, el episodio constituye una severa señal de advertencia: quienes piensan conocer a Jesús, no le comprenden y se alejan de el. Hay muchos tropezones y caídas en el terreno de la fe. Hasta los discípulos más allegados a Jesús han tomado escándalo de él en una hora oscura: cuando Jesús se dejó conducir sin resistencia alguna por sus enemigos (14,27-29). A sus paisanos incrédulos les lanza Jesús una palabra, que tal vez fuese proverbial entre ellos: «A un profeta sólo lo desprecian en su tierra.» La expresión nos la ha transmitido también Juan (4,44) en otro contexto, indicando siempre una experiencia amarga. Los enviados de Dios es precisamente en su patria donde encuentran la oposición y el repudio. Así. Jeremías no puede por menos de quejarse de que sus conciudadanos alimenten contra él intenciones malvadas y hasta atenten contra su vida (Jer 11,18-23). No otra es la suerte que espera al último enviado de Dios, que está por encima de todos los profetas. En la actitud de los nazarenos se anuncia ya a los lectores cristianos el misterio de la pasión de Jesús; pero en el destino de su Señor reconocen también su propio destino. Jesús se ha apartado de sus parientes y se ha creado una nueva «familia» (cf. 3,35) y también sus discípulos lo han abandonado todo por causa del Evangelio (10,30). Los discípulos de Cristo tienen que comprender que habrá discordias en las familias por causa de la fe (cf. 13,12). A la sentencia del profeta que originariamente sólo es despreciado en su propia «tierra», ha añadido expresamente el evangelista «entre sus parientes y en su casa». Con frecuencia Dios no ahorra esa amargura a los que llama. La consecuencia de la incredulidad es que Jesús no puede realizar en Nazaret ningún gran milagro, sino que cura simplemente a algunos enfermos imponiéndoles las manos. ¿Por qué no «pudo» Jesús actuar allí con plenos poderes? Nada se dice al respecto, aunque tampoco aparece por ninguna parte la salida apologética de que Jesús no pudo obrar porque no quiso. Según el pensamiento bíblico es Dios quien otorga el poder de hacer milagros. Habría, pues, que concluir que es el mismo Dios quien ha señalado el objetivo y los límites al poder milagroso de Jesús. Jesús no debe llevar a cabo ningún portento allí donde los hombres se le cierran con una incredulidad obstinada. Todo su ministerio está subordinado a la historia de la salvación, al mandato del Padre. Las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan suenan como un comentario: «De verdad os aseguro: nada puede hacer el Hijo por sí mismo, como no lo vea hacer al Padre» (5,19). Los milagros ostentosos, que los incrédulos requerían de él, los ha rechazado siempre. La generación perversa que reclama un signo del cielo le hace suspirar (8,11s). Esto es también una enseñanza saludable para la fe que no debe impetrar ningún signo evidente ni pruebas definitivas. Jesús «quedó extrañado de aquella incredulidad». Con esta frase se cierra el relato haciendo que el lector siga meditando sobre el enigma de la incredulidad.
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Lucas desplaza la escena al comienzo del ministerio público de Jesús y presenta un relato detallado que tomó de una tradición particular (4,16-30). Ese relato puede muy bien proyectar alguna luz sobre el ministerio de Jesús: el cumplimiento presente de la profecía de salvación (v. 18-21), una visión anticipada de la incredulidad de Israel y de la elección de los paganos (v. 25-27), tal vez incluso una alusión al destino profético de Jesús (v. 29: véase 13.33 Y 34)
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El texto primitivo de Marcos sonaba probablemente así: «El carpintero, el hijo de María»; la otra lectura se explica por influencia del texto de Mateo donde aparece «el hijo del carpintero». El hecho de que se señale a Jesús como «el hijo de María» no supone ninguna tendencia teológica -nacimiento virginal-, sino que se explicaría si para entonces ya había muerto José  
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Este pasaje es importante porque da algunos nombres personales; los hombres que aquí se nombran pueden identificarse en parte con personas que nos son conocidas por la tradición y que, por lo mismo. no pueden ser verdaderos hermanos carnales de Jesús. Así, Simón y Judas eran hijos de un Klopas o Cleofás, hermano de José; cf. J. SCHMID, Los «hermanos de Jesús», en El Evangelio según san Marcos. Herder. Barcelona 1967, p. 126-128.
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3. MISIÓN DE LOS DOCE. INCOMPRENSIÓN CRECIENTE (6,6b-8,30). Tras su llamamiento y elección, se abre ahora una nueva perícopa sobre los discípulos, con la misión de los doce; perícopa que, al menos en su estructura, resulta clara. Si atendemos una vez más al fundamento histórico, que es la predicación de la comunidad y la redacción del evangelista, comprenderemos fácilmente las miras que han inducido a Marcos en la composición y ordenamiento del material tradicional. Desde un punto de vista histórico, después del período de la gran actividad en Galilea, Jesús parece entregarse a una peregrinación constante que le lleva hasta el corazón de una región pagana (Tiro 7,24) y a recluirse en el estrecho círculo de sus discípulos. Pensando en sus lectores oriundos del paganismo, Marcos quiere tal vez aludir al universalismo de Jesús, aun cuando su misión permaneció limitada a Israel (cf. 7,27). Excepcionalmente Jesús ha hecho uso de su virtud salvadora incluso entre los gentiles (7,24-30). Con todo ello, sin embargo, aún no se ha logrado el objetivo que el evangelista persigue con el pensamiento puesto en sus lectores. En medio de este cuadro tan lleno de movimiento se encuentra un largo fragmento doctrinal sobre lo puro e impuro (7,1-23), destinado al comportamiento moral y a la vida de las comunidades. A esta misma luz hay que contemplar la multiplicación de los panes (6,30-43), que debe hablar directamente a la comunidad. A esa comunidad cristiana, que celebra la eucaristía, le permite una profunda comprensión de sí misma: ella es el nuevo pueblo que Dios misericordiosamente se ha elegido, que Cristo, el pastor mesiánico, ha reunido en torno suyo, beatifica con su presencia y colma con sus dones. El dispensador de esta bendición divina es el mismo que en el relato teofánico del final se revela a los discípulos caminando sobre el mar, aun cuando éstos no lo comprendiesen entonces. De este modo se confunden y mezclan los objetivos históricos, catequéticos y redaccionales. Los temas comprenden una vez más a Cristo y la comunidad, se refieren a la fe y la incredulidad, a la decisión y a la conservación de la fe, a la vida misionera, cúltica y moral de la comunidad. Junto a los discípulos, que en esta sección alcanzan aún mayor relieve que en las anteriores, el pueblo desempeña una función nada desdeñable. Jesús quiere retraerse de ese pueblo porque no encuentra en él la fe adecuada; pero el pueblo corre en su seguimiento y Jesús se compadece de aquella gente (6,30-34). Le alimenta con la palabra de la doctrina y lo sacia con el pan que él mismo le proporciona. Una inmensa multitud se ha congregado en un lugar solitario, en el «desierto», como antiguamente Israel durante el período de gracia de su peregrinación (6,35-43). También en la ribera occidental se agolpan de nuevo las gentes a su alrededor y él las cura (6,53-56). De este modo reúne Jesús a un nuevo pueblo en el que la comunidad cristiana puede reconocerse. Mas también aparecen los enemigos. Su animosidad crece hasta el punto de dejar entrever el tenebroso final de la actividad terrestre de Jesús, final que a su vez parece preanunciar la muerte violenta de Juan el Bautista (6,17-29). Para la comunidad posterior, los enemigos de Jesús representan una doctrina (7,1-23) y una forma de pensar (8,15-18) de las que deben mantenerse alejados quienes creen en Cristo. El relato pleno y variado se explica tal vez por una doble tradición que el evangelista tuvo a mano. En una especie de narración doble el lector se encuentra en cada caso con una multiplicación de los panes (6,34-43; 8,1-9), con una travesía de los discípulos (6,45-52; 8,10), con un enfrentamiento de Jesús con sus enemigos (7,1-23; 8,11s), con un diálogo sobre el «pan» (7,24-30; 8,14-21) y con un milagro de curación (el sordomudo: 7,31-37; y el ciego de Betsaida: 8,22-26). Pero ambas tradiciones están reelaboradas en un relato continuo, el resumen de 6,53-56 y el recorrido marítimo están sobrepuestos, los temas de los diálogos difieren en el contenido y las proporciones. El largo fragmento sobre lo puro e impuro viene a constituir el centro de gravedad de la sección. De este modo el evangelista parece tener ante los ojos esta subdivisión:

1. Misión de los discípulos y retorno, la multiplicación de los panes y el paseo sobre las aguas con nueva actividad entre el pueblo (6,6b-56). 2. Divorcio de la falsa piedad legalista judía (7,1-23). 3. Correrías apostólicas hasta una región pagana, creciente incomprensión, balance del ministerio en Galilea (7,24-8,30).

El final del primero de estos capítulos está señalado por un relato compendiado, el del tercero por la pregunta a los discípulos y la confesión de Pedro. Al mismo tiempo, el comienzo y final de esta sección forman un gran paréntesis: el envío de los discípulos, que actúa programáticamente sobre todo el conjunto, encuentra eco en el diálogo de Cesarea de Filipo También las opiniones populares, consignadas en 6,14s, enlazan el comienzo con el fin donde los discípulos repiten de modo parecido las opiniones del pueblo (8,28). Mas la pregunta de quién es Jesús, que también atraviesa de un extremo al otro los relatos anteriores, la plantea ahora el propio Jesús y la responde Pedro. Jesús es el Mesías, pero no según las esperanzas judías, sino en un nuevo sentido que Jesús explica a través de los inmediatos anuncios de la pasión. Los lectores están suficientemente preparados para esa revelación: el camino de Jesús que empezó en Galilea termina consecuentemente en la cruz de Jerusalén. De este modo, la conclusión del ministerio de Galilea sirve al propio tiempo de punto de partida para la exposición siguiente que versa sobre el camino de Jesús hacia la muerte. La salvación, que Jesús anuncia de palabra y obra, sólo se realizará mediante su pasión y muerte.

1. ENVÍO Y RETORNO DE LOS Discípulos. ACTIVIDAD ENTRE EL PUEBLO (6,6b-56).

A pesar de la incredulidad, que se ha puesto de manifiesto en la patria de Jesús, éste envía a los doce de dos en dos para que lleven su mensaje a todos los lugares de Galilea. Jesús no se deja engañar en su misión y da a los discípulos el encargo y potestad de actuar por doquier en su nombre. Este primer envío histórico de los doce viene a ser el modelo de cuantas misiones se le han encomendado a la Iglesia. La Iglesia, constituida después de pascua, hereda el encargo de reanudar la predicación y ministerio de Jesús y de realizarlos en el mundo. Las fuerzas contrarias empiezan por encarnarse en el «rey» Herodes Antipas, que gobierna en Galilea y que ha hecho ejecutar al precursor de Jesús, Juan el Bautista. En el gran predicador penitencial se cumple el destino de los profetas; más aún, en la suerte que ha corrido este precursor mesiánico se anuncia ya la muerte que Dios ha dispuesto para el mismo Mesías (cf. 9,13). Mas eso todavía no ha llegado y todavía el pueblo se agolpa sobre Jesús, quien considera su misión reunirle como Pastor mesiánico (6,34). Así se llega a la significativa multiplicación de los panes en el desierto. Mas Jesús no se llama a engaño, se aparta del pueblo y se revela a sus discípulos en una excursión por el mar. Los discípulos, sin embargo, no le comprenden ni entienden tampoco el sentido profundo de la convocatoria y alimentación del pueblo. El capítulo se cierra con un relato-compendio, que muestra a Jesús, al igual que hasta el presente, como el salvador del pueblo del que brotan las fuerzas salvadoras. Sigue incomprendido aquel en quien está presente la salvación de Dios.

a) Envío de los doce y consejos misioneros (Mc/06/06b-13).

6b Recorría las aldeas circunvecinas enseñando. 7 Convoca a los doce, y los fue enviando de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros; 8 y les mandó que, fuera de un solo bastón, nada tomaran para el camino: ni pan, ni alforja, ni moneda de cobre en el cinturón; 9 sino: «Id calzados con sandalias, pero no os pongáis dos túnicas.» 10 Advertíales también: «Cuando hayáis entrado en una casa, seguid alojados en ella hasta que tengáis que partir de allí. 11 Y si algún lugar no os recibe, ni quieren escucharos, retiraos de allí y sacudid el polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos.» 12 Partieron, pues, a proclamar el mensaje para que se convirtieran. 13 Y expulsaban a muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos y hacían curaciones.

Es un relato antiguo que todavía conserva el colorido localista de Palestina. La observación introductoria sólo sirve para crear un marco: Jesús se encuentra en medio de su actividad docente en Galilea; pero sólo alcanza a un estrecho círculo de aldeas y quiere extender su actividad. Para ello se sirve de los doce que había elegido con anterioridad (3,13-16) y los envía de dos en dos. El envío por parejas era una costumbre habitual en el judaísmo (*)47. Con ello se les facilita la tarea a los discípulos; pero no sólo eso: deben ser también testigos que con su testimonio concorde confirmen el mensaje de Dios. Y en el caso de que los rechacen, actuarán también de testigos en el juicio de Dios contra todos aquellos que se negaron a su mensaje (v. 11). No se trata únicamente de un envío a modo de sonda o de un episodio insignificante. Es ahora cuando los discípulos ejercen la función para la que Jesús los ha elegido (3,14s). Después de haber compartido durante un tiempo lo bastante largo la vida en común con Jesús, tienen que compartir ahora sus tareas y potestad. Los doce, representantes de Israel por voluntad de Jesús, tienen que llamar a la conversión al Israel de su tiempo y mostrarle la salvación escatológica (expulsiones de demonios, curaciones de enfermos); pero, si son rechazados, se convertirán ellos a su vez en mensajeros del juicio. Para el evangelista y sus lectores, sin embargo, esta misión de los discípulos constituye el modelo de la misión que ha sido impuesta y confiada a la Iglesia.

La misión es un acontecimiento salvador, una prolongación del ministerio de Jesús que enfrenta a los hombres con la gran decisión. Es una oferta de salvación en nombre de Dios, que sólo en caso de endurecimiento se trueca en juicio. El primer envío de los discípulos de Jesús constituye asimismo una admonición y el espejo en que debe mirarse la conciencia de los predicadores que vendrán después. Los consejos que Jesús dio a los doce conservan su sentido y valor para todos los futuros mensajeros de la fe y los obligan a reflexionar si desempeñan su cometido en el espíritu de Jesús. Para el recorrido Jesús permitió a los discípulos un bastón, que casi resultaba imprescindible como protección, y unas sandalias sin las que no se podía caminar por el suelo pedregoso de Palestina. Lucas, menos familiarizado con las circunstancias palestinenses, prohíbe incluso este equipaje (Lc 9,3; 10,4). A Jesús lo que le interesa es el espíritu de simplicidad y de sobriedad. Los discípulos deben renunciar a todo lo superfluo, a las provisiones y a la bolsa, al vestido duplicado y al dinero. En las aldeas a las que lleguen deben buscar un hospedaje y no andar cambiando su cuartel de operaciones sin dejarse agasajar y mimar con exceso por las casas. Su principal deseo debe orientarse a la predicación. La renuncia a todo lo superfluo debe confirmar su mensaje: la salvación de Dios llega para los pobres y los enfermos, aunque exige también la fe y la conversión. Quien no acoge a los emisarios de Dios se cierra a sí mismo el camino de la salvación, se enfrenta al juicio divino y será condenado por la declaración de sus testigos. En señal de que los mensajeros nada tienen en común con tales lugares, deben hasta sacudirse el polvo de los pies. Pese a lo desvalido de su aspecto externo, los discípulos son los enviados de Jesús, revestidos de su dignidad y fuerza. La Iglesia primitiva comprendió que los consejos de Jesús, que en su momento tenían actualidad, no seguían obligando literalmente, como lo demuestran las suavizaciones que aparecen en Mateo y en Lucas. Lo que importaba era el espíritu de sencillez apostó11ca. Las palabras de Jesús, pronunciadas en las circunstancias concretas de un determinado momento histórico, necesitan una exposición y aplicación adecuadas al cambio de situación. Aunque no pueden mitigarse sus exigencias de cara a los predicadores; no se dice una palabra de un régimen de vida adecuado al rango. Por otra parte, tampoco se pide nada inhumano; la Iglesia primitiva ha conservado también estas palabras de Jesús: «El obrero merece su sustento (salario)» (Mt 10,10; Lc 10,7; cf. 1Cor 9,14). Las comunidades deben proveer a las necesidades vitales de los predicadores. En este aspecto hay que preguntarse también sobre la rapidez con que debía interrumpirse la predicación cuando los emisarios de Cristo tropezaban con la negativa de los habitantes. Cuando Jesús pronunció estas palabras se trataba de una situación histórica determinada, de una hora apremiante dentro del tiempo que Dios había señalado a Jesús. La situación actual del mundo, en el tiempo de la Iglesia, también parece haber cambiado desde el punto de vista de la historia de la salvación. La importancia y gravedad del anuncio de la salvación deben mantenerse. No puede darse la impresión de que se trata de una oferta que a nada compromete; después de la venida de Cristo, los hombres no son libres de volverse a cualquier religión o visión del mundo que se les brinde. Mas debemos también pensar que la humanidad de hoy no comparte los mismos presupuestos religiosos que el judaísmo del tiempo de Jesús, que estaba preparado para la venida del Mesías. En todo caso no tenemos que levantar la tienda antes de tiempo. Una sola frase describe la puesta en práctica del encargo de Jesús, la actividad de sus enviados. Al igual que el Maestro sólo «proclamaban» la proximidad del Reino de Dios. Respecto al contenido sólo se menciona la exigencia de conversión, pues eso es lo más decisivo para tener parte en el reino de Dios (1,15).

La predicación de la palabra va ligada, como en Jesús, a los signos de ese reino de Dios que irrumpe (1,27.39; 6,2). Los discípulos «expulsaban a muchos demonios» en los que se manifestaba el dominio de Satán (cf. 3,23-27) y curaban a muchos enfermos, otra señal de la llegada del tiempo de salvación. La unción con óleo es sólo una expresión externa de la curación de los enfermos, como lo era la imposición de manos por parte de Jesús (6,5). Para los judíos contaba sólo como un medio externo y debía llamar la atención de los discípulos sobre la salud que llega de Dios. ¿Obtuvieron los discípulos un gran éxito con esta misión? Tal es la impresión que podría sacarse; pero no se nos dice una sola palabra sobre el eco del ministerio de los discípulos ni sobre el número de convertidos. La continuación del relato evangélico más bien nos hace pensar en un fracaso y, en todo caso, no hubo una abundante cosecha de fe como Jesús deseaba. Las opiniones del pueblo (6,14s; 8,28) no responden a las esperanzas de Jesús, y él se retira cada vez más de la gente. Marcos, sin embargo, ha escrito las últimas frases con la mirada puesta en la misión de la Iglesia primitiva para subrayar la fuerza del Evangelio y alentar a los misioneros. Ligando ambos elementos, el fracaso histórico y el discurso confortante, creeremos en la fuerza del reino de Dios sin forjarnos demasiadas esperanzas terrenas. La palabra de salvación es eficaz y la fuerza de Dios inquebrantable sólo con que cumplamos nuestro deber en obediencia y lealtad.
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La costumbre existía en el judaísmo, tanto para los mensajeros particulares -por ejemplo, los discípulos de una maestro de la ley- como para los emisarios oficiales. Se llamaba a los dos mensaje«os «compañeros de yugo; el portavoz de ambos debía tener junto a sí al compañero en confirmación de la verdad del mensaje
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b) Herodes Antipas y Jesús (Mc/06/14-16).

14 Oyó hablar el rey Herodes de Jesús, pues su nombre se había hecho célebre, y se decía: «Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; de aquí que por él se realizan esos milagros.» 15 Pero otros decían: «Es Elías.» Otros, en cambio: «Es un profeta como uno de los demás profetas.» 16 Cuando esto llegó, pues, a oídos de Herodes, decía: «Este es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado.»

El soberano de Jesús, Herodes-Antipas, tiene noticias del movimiento que Jesús ha puesto en marcha y se preocupa. No es posible determinar cuando le llegó el rumor; en este pasaje lo único que quiere indicar el evangelista es la creciente amenaza que se cierne sobre Jesús. Al igual que sus enemigos judíos le acechan maliciosamente y le atacan de modo artero (3,22), así ahora le amenaza también el peligro de la autoridad política. Por las mismas fechas en que la predicación se expande y gana en fuerza se organizan también los poderes contrarios. Herodes tiene noticia de los rumores que circulan entre el pueblo. Estas opiniones populares le interesan también al evangelista porque revelan la fe deficiente entre la gran muchedumbre. Pues, por honrosas que puedan parecer, no se elevan hasta la fe en la peculiaridad, la proximidad a Dios y la filiación divina de Jesús, mostrando además en su misma diversidad la inseguridad de criterios. Surge en primer lugar la idea de que Juan el Bautista haya resucitado y, como tal, sea ahora más poderoso operando los milagros que no había realizado en vida. Se trata de la creencia judía de que un inocente asesinado puede regresar a la vida, y tratan de explicar así la sorprendente actividad de Jesús. ¿Se trata en realidad de una vaga salida, de una escapatoria al problema acuciante de «¿Quién es éste?» (4,41). Lo mismo ocurre con la segunda respuesta: «Es Elías.» Cierto que se reverenciaba al antiguo profeta y que era una de las figuras populares entre el judaísmo de entonces, un abogado y protector en todas las necesidades posibles (cf. 15,35); pero este reducir a Jesús a remediador de necesidades equivale a rebajarle. Sigue siendo problemático que se considerase también a Elías como el restaurador del pueblo, que debía reconciliar a los padres con los hijos y a los hijos con sus padres antes de la llegada del día del Señor (Mal 3,23), o si el pueblo sólo consideraba a Jesús como precursor del Mesías, pues no resuenan aquí ecos de esperanzas mesiánicas. Tampoco la tercera opinión de que Jesús es «un profeta como uno de los demás profetas» merece mayor atención por parte del evangelista. Aquella gente no tenia a Jesús por el profeta mesiánico (Dt 18,15.18), el único que hubiese tenido verdadera importancia; el pueblo le coloca más bien en la misma linea que los antiguos profetas. Y hasta resulta difícil que pudiesen pensar en que uno de los grandes profetas de la antigüedad hubiese resucitado en él (cf. Lc 9,8); más probable resulta que vieran en Jesús un abogado y protector que Dios les había suscitado como en los tiempos difíciles de antaño. Quien no alimenta una fe plena en Jesús, quien le coloca en cualquier categoría humana, aunque sea religiosa, no acierta con la respuesta que Dios esperaba de los hombres al enviar a su amado Hijo único (cf. 1,11). Cualquier explicación humana de Jesús resulta deficiente; más aún, equivale a la incredulidad. El «rey» Herodes (*) se suma a la primera interpretación. En boca de este helenista, que ciertamente no creía en la resurrecci6n, es difícil tomar en serio dicha opinión. Aun cuando «escuchaba con gusto» (6,20) al vigoroso predicador penitencial, no se dejó mover a conversión. Su frase tiene probablemente un sentido irónico: «¡Ese Juan a quien yo hice decapitar ha resucitado!» Se puede hacer frente a muchas situaciones con la burla (cf. Lc 23,11). Los hombres con ambiciones políticas todo lo subordinan a su idea dominante. Así como Herodes hizo encarcelar y decapitar sin preocupaci6n alguna a aquel hombre justo y santo, también estaría dispuesto a seguir la vía rápida con este «Juan resucitado» si llegase a resultarle peligroso. Tal amenaza se cierne sobre el período intermedio que interrumpe el relato sobre la misión de los discípulos.
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Se trata de uno de los hijos de Herodes el Grande, del tetrarca -«príncipe de una cuarta parte»- Herodes Antipas, a quien correspondieron Galilea y Perea después de la muerte de su padre. No poseía oficialmente el título real, pero el pueblo le llamaba «rey».
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c) El fin de Juan el Bautista (Mc/06/17-29).

17 Efectivamente, el propio Herodes había mandado arrestar a Juan y lo había encadenado en la cárcel, por causa de Herodías, mujer de su hermano Filipo, con la cual se había casado. 18 Pues Juan le decía a Herodes: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano.» 19 Por ello Herodías lo odiaba y quería matarlo, pero no podía; 20 porque Herodes le tenia miedo a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y procuraba resguardarlo; cuando lo oía, quedaba muy perplejo, aunque lo escuchaba con gusto. 21 Pero llegó el momento oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a los grandes de su corte, a los jefes militares y a los principales personajes de Galilea: 22 entró la hija de la tal Herodías, se puso a bailar y agradó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras, que te lo daré.» 23 Y le añadió bajo juramento: «Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino.» 24 Salió ella y preguntó a su madre: «¿Qué pido?» Ella contestó: «La cabeza de Juan el Bautista.» 25 En seguida entró la muchacha apresuradamente ante el rey y le hizo esta petición: «Quiero que me des ahora mismo en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.» 26 El rey se puso muy triste; pero, por los juramentos y los comensales, no se atrevió a faltarle a su palabra. 27 Inmediatamente mandó a un guardia con la orden de traer la cabeza de Juan. El guardia fue, lo decapitó en la cárcel, 28 trajo la cabeza en una bandeja y se la dio a la muchacha; y la muchacha se la entregó a su madre. 29 Cuando los discípulos de Juan lo supieron, fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.

Esta historia sucedió antes del tiempo en que los discípulos saliesen para su primera misión. Cuenta el final del gran predicador penitencial del Jordán y precursor de Cristo que, a los ojos del evangelista desempeñó la función del profeta Elías y del que más tarde se dirá que «hicieron con él cuanto se les antojó» (9,13). No se puede dejar de reconocer en él los mismos rasgos que caracterizaron el destino del antiguo profeta a quien la reina Jezabel, esposa del rey Acab, persiguió con odio mortal (1Re 19,2). Sólo que, a diferencia de Elías, Juan fue víctima de la perfidia de Herodías y sufrió una muerte cruel. El poder del mal triunfa sobre el varón santo y justo, imagen del Mesías que recorrerá idéntico camino. Marcos acepta una versión popular del final del Bautista, sin preocuparse de los detalles históricos. Antes de que Herodes Antipas la tomase por mujer, Herodías no fue la esposa de Filipo sino de otro hermanastro del gobernante de Galilea, que también se llamaba Herodes («sin tierra»). Filipo era un hermanastro distinto, en todo caso tetrarca (Lc 3,1), que más tarde desposó a la hija de Herodías. El historiador judío Flavio Josefo da como motivo de la ejecución algunas razones políticas. Al evangelista le interesan las circunstancias trágicas que su versión popular consideró dignas de crédito. La hija de Herodías -cuyo nombre era Salomé, según Flavio Josefo- obtiene con su danza, que era impropia de una princesa, el aplauso de los invitados y del soberano. Herodes quiere -cosa muy verosímil- comportarse como un rey y le promete un regalo. «Hasta la mitad de mi reino» es una expresi6n fanfarrona que recuerda la palabra del gran rey de Persia, pronunciada también con ocasi6n de un banquete y en favor de la reina Ester (Est 7,2). Herodes refuerza su palabra con un juramento que después le pondrá en aprietos. Cierto que el juramento no le obligaba frente a aquella petición macabra; pero tales reflexiones resultan inútiles, pues el rey quiere mantener su palabra delante de los invitados y no quebrantarla. Y así da la orden fatídica. Condescendencia débil y criminal que fácilmente podía recordar a los lectores cristianos la postura de Pilato en el proceso contra Jesús. El hombre de Dios encontró así la muerte como consecuencia de una conducta frívola y mundana, contra la que había advertido su llamamiento a la penitencia, como consecuencia de la maldad de una mujer y de la debilidad de un rey. El poder de las tinieblas se revela en la insensatez y hasta en el absurdo de la fiesta celebrada en Maqueronte. Hasta en el sentir de los mismos paganos el aniversario de un gobernante tenía que caracterizarse por actos de clemencia, por la liberación de encarcelados.

Aquí, en cambio, sucede justamente lo contrario: la alegría desenfrenada desemboca en la escena macabra que tiene lugar durante el banquete; un suceso horrible hasta para los hombres antiguos. Son las mismas tinieblas que todavía se harán más densas en la hora en que «el Hijo del hombre sea entregado a manos de los pecadores» (14,41). Así pues, en plena actividad de Jesús en Galilea, externamente todavía esperanzada, se perfila ya un augurio fatídico del pavoroso final que en sus inescrutables designios ha decretado Dios para su Mesías. Mas tal vez la última observación de que los discípulos de Juan vinieron y sepultaron su cadáver, no deje de ser significativa. Viene a ser como un remate consolador: el varón de Dios ha encontrado su reposo. Y es como una visión luminosa: también el crucificado será puesto en un sepulcro sobre el que resonará después el mensaje de la resurrección.

d) Retorno de los discípulos (Mc/06/30-34).

30 Vuelven a reunirse los apóstoles en torno a Jesús, y le refirieron todo lo que habían hecho y enseñado. 31 El les dice: «Venid también vosotros aparte, a un lugar desierto, y descansad un poco.» Pues eran tantos los que iban y venían, que ni para comer tenían tiempo. 32 Se fueron, pues, a solas, en la barca a un lugar desierto. 33 Pero muchos los vieron partir y se dieron cuenta del rumbo, entonces, acudieron allá, por tierra, de todas las ciudades y llegaron antes que ellos. 34 Al desembarcar y ver Jesús a tanta gente, sintió compasión por ellos, pues andaban como ovejas sin pastor; y se puso a instruirlos largamente.

El regreso de los discípulos produce la impresión de que su misión ha sido un éxito. Así parece explicarse la gran aglomeración de pueblo. Pero sorprende que los enviados sólo refieran en general «lo que habían hecho y enseñado». El conjunto debe reflejar ya la imagen futura de la misión cristiana. Los discípulos vienen designados aquí como «los apóstoles», tal vez todavía en el sentido original de «los enviados»; pero resuena ya el sentido fuerte que tendrá después para los primeros misioneros cristianos la palabra «apóstol» (*). Ahora se dice también que enseñaban . Desarrollan la misma actividad que con tanta frecuencia se atribuye a Jesús y que tanta importancia va a tener para las comunidades posteriores. En el ministerio de Jesús y de sus primeros discípulos se cumple de un modo auténtico y ejemplar aquello que se le encomendó a la Iglesia primitiva. También la invitación de Jesús a retirarse a un lugar solitario y descansar un poco adquiere un sentido que sobrepasa la situación histórica. Cierto que externamente encaja bien con el marco y que los considerandos siguientes no harán más que darle un mayor relieve. Pero desde un punto de vista histórico el retiro de Jesús hacia la tranquila ribera oriental no resulta claro. Según Mateo, Jesús se retira premeditadamente porque le han llegado noticias de la actitud de Herodes (**). Lucas habla sólo en general de la retirada de Jesús hacia la región de Betsaida y transmite después una frase en la que Jesús revela su propósito de no permitir que Herodes ponga condiciones a su actividad (13,31-33). Marcos alude a otros intentos de retiro de Jesús (6,45: 7,24; 8,10). Así se descubre aquí una nueva tendencia: Jesús quiere apartarse del pueblo de Galilea porque no ha demostrado la fe esperada. Poco a poco Jesús se va recogiendo en el círculo, más íntimo, de sus discípulos, el cual servirá de modelo a las comunidades posteriores, en las cuales, junto a la acción misionera, se cultivará el recogimiento y la meditación. Ambas cosas: actividad de cara al exterior y recogimiento, pertenecen a la vida cristiana (cf. Lc 10,38-42). Pero el pueblo no se separa de Jesús, observa su retirada y le sigue hasta la soledad. De nuevo se ve Jesús rodeado de una gran muchedumbre y le invade la compasión, porque andaban como ovejas sin pastor. Si reúne una vez a la multitud en derredor suyo y la instruye, no es por un sentimiento de compasión puramente humana. La imagen de las ovejas dispersas y privadas de pastor está tomada del Antiguo Testamento. Según el libro de los Números, Moisés pide a Dios un varón «que pueda ir delante de dlos, y que los saque e introduzca, a fin de que el pueblo del Señor no quede como ovejas sin pastor» (27,17). Eso fue entonces Josué y eso es ahora Jesús que se hace cargo de la comunidad del Señor. En el gran capítulo que Ezequiel dedica a los pastores (Ez 34) se reprocha a los que hasta entonces tuvo Israel el abandono de sus deberes, y Dios, verdadero Pastor de su pueblo, se compadece de los dispersos: «Iré en busca de las ovejas perdidas y recogeré las descarriadas; vendaré las heridas de las que han padecido alguna fractura, daré vigor a las débiles y conservaré las que están sanas y gordas» (v. 16). Es una promesa que mira al fin de los tiempos. Dios dará un pastor mesiánico al pueblo que no tiene guía: «Y estableceré sobre mis ovejas un solo pastor que las apaciente, esto es, a David mi siervo; él las apacentará y será su pastor» (v. 23). Jesús, pues, actúa aquí como el Mesías prometido que defiende la causa de Dios. La misma imagen late, cuando las circunstancias han cambiado, bajo otras palabras proféticas que Jesús recordará más tarde anunciando la dispersión de los discípulos: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas» (14,27; cf. Zac 13,7). La comunidad se ve a sí misma como el rebaño de Dios sobre el que el Mesías Jesús ha sido establecido como pastor. Impelido por su compasión mesiánica, Jesús se vuelve una y otra vez a su pueblo, le enseña y le conduce, le alimenta y le conserva la vida (cf. Jn 10).
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Que los «apóstoles» se identifiquen con los doce es una interpretación a la que nos tiene habituados Lucas (Hechos de los apóstoles). Pero se dio además un concepto más amplio de apóstol, que se encuentra sobre todo en Pablo. «Apóstoles» eran los primitivos misioneros cristianos, cuya misión emanaba del Señor resucitado (cf. 1Cor 15,7.9). En Ef 2,20 y 3,5 se les menciona en unión de los primitivos profetas cristianos; en 1Cor 12,28 y Ef 4,11 aparecen al frente de una lista de carismas. En Mc 6,30, la expresión sólo indica a los «enviados» en general (cf. Jn 13,16); pero los lectores pueden revocarse perfectamente a aquellos primitivos misioneros. Acerca del difícil problema del apostolado, pueden citarse a título de ejemplo: E.M. KREDEL. art. Apóstol en el Diccionario de teología bíblica, de J.B. BAUER. Herder, Barcelona 2ª ed.,1971, con abundante bibliografía.
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Mt 14,13: «Cuando Jesús recibió esta noticia, se alejó de allí...» Antes se ha dicho que los discípulos de Juan, después del sepelio del maestro, vinieron a contárselo a Jesús. Pero el fin del Bautista había tenido lugar mucho tiempo atrás, con lo que no se puede precisar la situación histórica.
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e) La gran multiplicación de los panes (Mc/06/35-44).

35 Pero, haciéndose ya muy tarde, se le acercan sus discípulos y le dicen: «Esto es un despoblado y la hora es ya muy avanzada. 36 Despídelos, para que vayan a los caseríos y aldeas del contorno a comprarse algo que comer.» 37 Pero él les respondió: «Dadles vosotros de comer.» Ellos le replican: «¿Pero vamos a ir nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer?» 38 El les pregunta: «¿Cuántos panes tenéis? Id a verlo.» Y después de averiguarlo, le dicen: «Cinco, y dos peces.» 39 Entonces les mandó que hicieran sentarse a todos por grupos sobre la hierba verde. 40 Y se sentaron por grupos de cien en cien y de cincuenta en cincuenta. 41 Y tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, partió los panes y se los iba dando a los discípulos, para que los sirvieran a la multitud: igualmente dio a repartir los dos peces entre todos. 42 Todos comieron hasta quedar saciados. 43 Y recogieron doce canastos llenos con las sobras de los panes y de los peces. 44 Los que comieron de los panes eran cinco mil hombres.

La gran multiplicación de los panes en un lugar solitario, que aquí se narra con palabras sencillas, representa uno de los puntos cimeros de la actividad de Jesús entre el pueblo -hasta ahora no se habían dado números-; pero además tiene un sentido simbólico más profundo. El tiempo de gracia durante la peregrinación por el desierto, que en el judaísmo era una imagen del tiempo mesiánico, se repite ahora. El marco del desierto de entonces está dado claramente; no sólo se recuerda el «lugar desierto», sino que también el estar al aire libre y el distribuirse en grupos de ciento y de cincuenta (cf. Ex 18,25). Jesús aparece como un segundo Moisés -más claramente aún en Jn 6,14.32- que reúne al pueblo de Dios (cf. v. 34) y lo alimenta en el desierto con el pan vivificante que Dios envía. En este sentido soteriológico Jesús es el Mesías, el profeta mesiánico prometido en el vaticinio de Moisés (cf. Jn 6,14). La comunidad cristiana debe reconocerse con el nuevo pueblo de Dios, en el que se cumplen las antiguas profecías. Pero el contenido ideológico de esta exposición es todavía más rico para los lectores cristianos. En la acción de Jesús pueden contemplar de antemano el banquete sagrado que Jesús instituyó en la última cena. En la celebración eucarística se reúnen con su Señor en una comunión estrecha de convidados al banquete que encontrarán su plena realización en el reino de Dios (cf. 14,25). La «hierba verde», que en aquella región sólo se da en primavera, indica el tiempo pascual (cf. Jn 6,4), lo cual también está en relación con la última cena. Marcos no subraya el hecho; no dice que Jesús no subió entonces intencionadamente a la fiesta de la pascua en Jerusalén y que quiera celebrar otra nueva pascua con el pueblo de Dios. Pero tales ideas están ya latentes y las desarrollará la Iglesia primitiva (*). El presente relato de Marcos es el más antiguo de cuantos presentan los cuatro evangelistas acerca de la multiplicaci6n de los panes. Conserva las peculiaridades de la exposici6n marciana, especialmente por lo que respecta a Jesús, que actúa tranquilo y sabiendo lo que quiere, aun que evitando todo relumbrón. Después del gran milagro obliga en seguida a los discípulos a reembarcarse, despide al pueblo y se retira a un monte a orar (v. 45s). No se describe la reacción de los asistentes; pero sí dice que los discípulos no entendieron entonces el sentido profundo del hecho (cf. v. 52). El diálogo de Jesús con ellos antes de la multiplicación del pan muestra cómo sus pensamientos estaban presos en las apariencias. La invitación del Maestro a que den de comer al pueblo los desconcierta por completo. Su bolsa contiene doscientos denarios, caso de decidirse, para comprar pan. Mas Jesús les pregunta por sus propias provisiones, a lo que responden decididos: quedan cinco panes y dos peces. Cuando después actúan según las indicaciones de Jesús, el milagro se realiza en sus mismas manos. Luego que el pueblo se ha recostado en grandes grupos, los discípulos reparten los panes y peces y, finalmente, recogen las sobras que llenan doce canastos. El sentido profundo que late en aquel acontecimiento milagroso sólo se les reveló más tarde, cuando reconocieron a Jesús en su verdadero ser. Mas los lectores creyentes pueden y deben descubrir ese sentido en la mera exposición del hecho. Una vez más la acción de Jesús constituye el centro de gravedad. Toma los cinco panes y los dos peces y levanta sus ojos al cielo. Es éste un gesto especial que revela la confianza de Jesús en su Padre celestial y su íntimo acuerdo con él; en la súplica de bendición los judíos miraban más bien al pan que tenían en las manos. Lo que Jesús hace entonces no es otra cosa que lo que solía hacer el padre de familia en la mesa pronuncia la oración de bendición y parte en varios trozos los delgados panes en forma de disco para que los distribuyan entre los presentes. Pero este tomar y bendecir, este romper y dar a los discípulos, recuerda lo que hizo en la última cena (14,22). En aquel lugar retirado Jesús distribuye el pan a la multitud hambrienta, y todos se sacian. Pese a las circunstancias de pobreza y necesidad, es una comida sagrada y prodigiosa, un banquete mesiánico con el pueblo de Dios. Más tarde, en la sala de la última cena, sólo le rodea el pequeño círculo de discípulos; pero esos discípulos representan a la comunidad futura, y el banquete de despedida adquiere un sentido nuevo y único mediante la institución de la eucaristía. Este comer del pan y beber del vino da una participación en el cuerpo y en la sangre del siervo de Dios que se entrega a la muerte en favor de muchos. De ese pan vive el nuevo pueblo de Dios que se constituye de muchos pueblos. De este modo la escena del desierto en la que muchas gentes del antiguo Israel se reúnen en torno a Jesús está cargada de contenido, convirtiéndose en la imagen de la comunidad cristiana en el mundo. Los creyentes han encontrado en Jesús a su pastor y guía. Él les prepara la mesa del pan y de la palabra, les da la enseñanza y el alimento. Hace de ellos una comunidad santa que está en el mundo, pero que se diferencia del mundo. Siguen siendo siempre el pueblo peregrinante de Dios, pero bajo la bendición del tiempo mesiánico.
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En Jn 6,4 esto resulta claro, pues se dice expresamente: «estaba próxima la pascua, la fiesta de los judíos»; aquí el simbolismo pascual y la influencia litúrgica se dejan sentir con mayor fuerza aún.
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f) Jesús camina sobre las aguas (/Mc/06/45-52).

45 Inmediatamente mandó a sus discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, hacia Betsaida, mientras él despedía al pueblo. 46 Después de despedirse de ellos, se retiró al monte para orar. 47 Ya anochecido, la barca estaba en medio del mar, y él solo en tierra. 48 Y al verlos remar muy fatigados, pues el viento les era contrario, a eso de la cuarta vigilia de la noche, viene hacia ellos caminando sobre el mar; e hizo ademán de pasar adelante. 49 Ellos, al verlo caminar sobre el mar, creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar; 50 pues todos lo habían visto y se sobresaltaron. Pero él habló en seguida con ellos diciéndoles: «¡Animo! Soy yo. No tengáis miedo.» 51 Subió entonces con ellos a la barca, y el viento se calmó. Pero ellos se quedaron más asombrados aún; 52 pues no habían comprendido el milagro de los panes, porque tenían endurecido el corazón.

El relato del paso de Jesús sobre las aguas, que también en Mateo y en Juan cierra la multiplicación de los panes -en Lucas falta todo esto hasta la confesión de Pedro- contiene una experiencia de los discípulos que se grabó profundamente en los íntimos de Jesús. Cada una de las exposiciones contiene numerosos rasgos (Juan) y peculiaridades (Mateo) nada desdeñables; pero todas culminan en el encuentro de Jesús con sus discípulos en el mar y en las sublimes y consoladoras palabras del Maestro: «Soy yo. No tengáis miedo.» Después de la revelación mesiánica de Jesús al pueblo con la multiplicación de los panes, se manifiesta ahora a sus discípulos de un modo directo y con una grandeza sobrehumana, en una forma que permite reconocer el misterio de su ser divino. Mateo ha explicado esto a sus lectores presentando a los discípulos arrodillados en la barca delante de Jesús y confesando: «Realmente, eres Hijo de Dios» (Mt 14,33). Marcos, en cambio, corre un velo sobre aquella experiencia única y deja entender a través de la incomprensión de los discípulos que entonces éstos ni penetraron ni podían penetrar el sentido del acontecimiento, porque sólo habían de comprenderlo después de la resurrección de Jesús. Cualquier cavilación sobre el hecho histórico resulta tan inútil como las reflexiones acerca de las apariciones del resucitado. Sólo quien cree en la resurrección de Jesús puede afirmar el hecho de este episodio numinoso, de esta epifanía de lo divino en el marco terrestre y entender el sentido de la manifestación de Jesús. La torpeza de los discípulos aquella noche en el lago de Genesaret es para la comunidad una exhortación a creer en el Señor resucitado y a contemplar su vida terrena bajo esta luz. Dentro de la misma exposición de Marcos hay numerosas tensiones. No se comprende perfectamente el destino del viaje marítimo «hacia Betsaida», un lugar que queda al extremo septentrional del lago. De hecho los discípulos desembarcan en la llanura de Genesar, en la ribera occidental (*). La primera indicación temporal: «Ya anochecido», deja un largo espacio intermedio hasta «la cuarta vigilia de la noche», que son las últimas horas nocturnas y es cuando tiene lugar el paso de Jesús sobre las aguas. ¿Han estado los discípulos navegando en el lago durante todo ese tiempo? Esto no seria imposible con un viento en contra muy fuerte. ¿Por qué quiere Jesús pasarles de largo? Esperaríamos más bien que hubiese subido inmediatamente con ellos a la barca. Después del encuentro, el viento se calma. ¿Se piensa aquí en un hecho milagroso como el apaciguamiento de la tempestad? Nada se dice al respecto. Dejemos de lado todos estos interrogantes e intentemos comprender el sentido que el narrador ha querido dar a la narración.

Marcos presenta el conjunto como una epifanía, como un destello de la gloria divina de Jesús ante los ojos de sus discípulos. La inmediata retirada que Jesús impone a los discípulos merece atención. Se dice que les mandó que subieran inmediatamente a la barca. Jesús parece perseguir un fin especial; y una buena razón al respecto es el hecho de que no se embarque con ellos: desea despedir al pueblo. Pero después de despedirlo, Jesús sube «al monte» a orar. Esta búsqueda del monte, que indica la proximidad de Dios (cf. 9,2), y el permanecer en oración (cf. 1,35) revelan por sí solos un propósito especial. El v. 47 describe la situación durante las últimas horas de la tarde: la barca con los discípulos se encuentra en el lago y Jesús, solo, en tierra (**). Mas tan pronto como Jesús ve a los discípulos avanzando penosamente porque tienen el viento en contra, va a su encuentro caminando sobre las olas. Entretanto ha pasado casi toda la noche. Esto apenas se comprende, si no es que Jesús ha aguardado intencionadamente esta hora y situación para revelarse a sus discípulos. Así se comprende también la observación siguiente: «e hizo ademán de pasar adelante». Ellos debieron ver algo de su gloria, como Moisés cuando en el Sinaí vio «pasar delante de él» la gloria de Dios (Ex 33,21-23) o como cuando Elías vio pasar delante de él al Señor en el monte Horeb en una suave brisa (1Re 19,1 Is). Jesús «viene hacia ellos» al igual que Yahveh vino hacia los antiguos varones de Dios, no en la plenitud de su majestad, sino sólo en un acercamiento misterioso a fin de que cobrasen conciencia de su presencia concreta. Los discípulos deberían haber sacado consuelo y fuerzas de la proximidad y presencia benevolente de su Señor. Pese a todo, los discípulos no comprenden nada. Creen ver un fantasma y empiezan a gritar. No pueden dudar de la aparición misma porque «todos le habían visto»; pero el hecho les desconcertó. Es entonces cuando Jesús se les revela de una manera inconfundible. «Habló en seguida con ellos»; no quiere que imaginen un fantasma. Su palabra, su forma de hablarles, desvanece todos los pensamientos desatinados y cualquier temor. Ellos escuchan el tono familiar de su voz, que les dice: «¡Animo! Soy yo. No tengáis miedo.» Con la palabra Soy-yo ya se les da a conocer inmediatamente; pero esa palabra tiene además un sentido más profundo. Es el majestuoso «Soy yo» característico con que suele revelarse el Dios del Antiguo Testamento al pueblo de su alianza. Con esa palabra Yahveh promete a su siervo Israel ayuda y salvación: «...a fin de que conozcáis, creáis y comprendáis que yo soy... yo soy, sí yo soy el Señor, y no hay otro Salvador sino yo» (/Is/43/10s). No es sólo una revelación cargada de majestad, sino una revelación que promete protección y felicidad. Por ello la voz de Jesús debe expulsar cualquier temor y angustia de los discípulos: «No tengáis miedo.» Los discípulos no comprendieron entonces el sentido de este encuentro nocturno ni las profundas resonancias de las palabras de Jesús. El significado pleno de aquel majestuosamente divino y salvador «soy yo» sólo lo comprendieron ciertamente después de la resurrección. Con las apariciones del resucitado ocurrió desde luego algo parecido. Los discípulos llegaron a entender que era el mismo Jesús que ellos conocían como hombre, que había colgado de la cruz, que llevaba las llagas y que ahora aparecía en medio de ellos con el saludo de paz. Era el Señor que ahora se les aparecía con su presencia beatificante y con su poder salvador. La última consecuencia sólo Juan la ha sacado en su Evangelio. En él Jesús emplea una y otra vez aquella fórmula de revelación: «Yo soy» vinculando a ella sus promesas de salvación: «Yo soy la luz del mundo» (8,12; 9,5); «Yo soy la resurrección y la vida» (11,25); «Yo soy el pan de vida» (6,35.48)... En Marcos todavía está encubierto este sentido más profundo; en él sólo se dan «epifanías secretas». Lo que destaca precisamente es la incomprensión de los discípulos, para esclarecer así el carácter oculto de la gloria de Jesús durante su vida terrena. Jesús sube con ellos a la barca, el viento cede; todas las penalidades y esfuerzos de la noche han pasado. Pero los discípulos experimentan aquel espanto íntimo ante lo extraordinario y humanamente incomprensible que en el Evangelio de Marcos es la impresión característica que Jesús produce en la muchedumbre (1,22; 2,12; 6,2; 7,37; 11,18). En el pasaje que nos ocupa Marcos utiliza la misma expresión «quedaron más asombrados aún») con que describe la reacción que el poder de Jesús sobre los horrores de la muerte provoca con la resurrección de la hija de Jairo (5,42). Los discípulos se comportan como después del apaciguamiento de la tempestad, cuando «quedaron sumamente atemorizados» (4.41). Es el estremecimiento religioso que invade también a las mujeres al escuchar el mensaje angélico en el sepulcro del resucitado, hasta el punto de que no se lo dijeron a nadie (16,8). Las distintas expresiones reafirman siempre lo mismo; a saber: que la revelación terrena de Jesús en autoridad y hechos prodigiosos (5,15) suscita aturdimiento, pavor y sobresalto, pero no una fe clara. Los discípulos no constituyen una excepción en ese sentido. En el pasaje nuestro llega incluso a decirse que «su corazón estaba ofuscado» (cf. 8,17), que «no habían comprendido el milagro de los panes»; y esta no reflexión recuerda la actitud de quienes «viendo ven, pero no perciben, y oyendo oyen, pero no entienden». Parece una contradicción, ya que los discípulos son aquellos «a los que se les ha dado el misterio del reino de Dios»; pero debe quedar bien claro que, como hombres, se encuentran en la misma situación que los demás y que sólo Dios puede iluminarlos. Es una amonestación a la comunidad para que no endurezca su corazón y se abra a la fe en Jesús con la luz de la mañana pascual. La última observación del evangelista pone el paso de Jesús sobre las aguas en estrecha relación con la multiplicación de los panes. De haber entendido los discípulos el acontecimiento ocurrido en un lugar desierto, también habrían podido explicarse la aparición nocturna de Jesús en el lago. El dispensador de vida es también vencedor de la muerte; el que se vuelve a las necesidades del pueblo es el mismo que camina sobre las olas. En el Antiguo Testamento las profundidades de las aguas son el símbolo de las potencias maléficas (Sal 32,6; 69,2s.15s,etc.). Pero Dios camina «sobre las crestas del mar» (/Jb/09/08), tiene su trono en las alturas por encima del fragor de todas las aguas (Sal 93,2ss) y puede salvar de las aguas impetuosas (Sal 144,7). El paseo de Jesús sobre el lago es una revelación de su poder divino, su venida a los discípulos una promesa de protección y salvación divinas. Lo que es para el pueblo quiere serlo también de un modo más excelente para sus discípulos: el salvador y redentor. Pero a ellos les ha revelado también que su obra mesiánica supera todas las esperanzas judías. No es sólo el remediador de las necesidades terrenas, un segundo Moisés, el profeta del fin de los tiempos ni un simple personaje humano, sino que está lleno de los poderes divinos; más aún: posee el ser divino, es el Hijo verdadero de Dios.
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También se puede suponer que los discípulos, por haber sido desviados por el viento contrario, desembarcaron en la costa occidental. No está justificado suponer una segunda Betsaida en la orilla occidental.
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Un cómputo de las horas, según el cual cuando Jesús despidió al pueblo era ya de noche y que por la oscuridad no pudo ver a los discípulos en el lago, y otras interpretaciones parecidas (E. HAENCHEN) están fuera de lugar, pues el narrador no pretende dar un relato históricamente exacto, sino que se concentra por completo en la epifanía de Jesús a sus discípulos.
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g) En la llanura de Genesar (Mc/06/53-56).

53 Terminada la travesía, arribaron a la costa de Genesaret, y atracaron. 54 Apenas salieron ellos de la barca, las gentes, que lo reconocieron en seguida, 55 recorrieron toda aquella región y se pusieron a traerle los enfermos en sus camillas allí donde oían que se encontraba. 56 Y adondequiera que llegaba, aldeas o ciudades o caseríos, colocaban a los enfermos en las plazas, y le rogaban que les permitiera tocar siquiera el borde de su manto: y cuantos lograban tocarlo, todos sanaban.

También esta sección la cierra Marcos -como 3,7-12- con un relato compendio. Quiere cerrar la excursión de Jesús a la orilla oriental (6,31), que le llevó a la gran multiplicación de los panes, con un resumen narrativo y redondear así la composición del envío de los discípulos y del eco que encontró entre el pueblo. El compendio, obra del evangelista, no contiene nada nuevo; resume simplemente los motivos que ya han aparecido en perícopas anteriores. La enorme afluencia popular no disminuye, los enfermos quieren tocarle (3,10; 5,28) porque emana de él una fuerza curativa (cf. 5,30). Después de las grandes manifestaciones de Jesús en la multiplicación de los panes y en el paso sobre las aguas, vuelve, pues, el evangelista a la imagen habitual y muestra que la actitud del pueblo sigue invariable: la gente busca a Jesús como salvador del pueblo y como taumaturgo, sin que germine en su corazón una fe más profunda. Después de la epifanía divina de Jesús ante sus discípulos con el hecho que tuvo lugar a solas y de noche en el lago, este relato devuelve a los lectores a la actividad de Jesús entre el pueblo de Galilea. Pese a todos los acercamientos y contactos, se descubre el distanciamiento interno entre Jesús y el pueblo. No es que Jesús se retire del pueblo, como no se ha retirado de las gentes que le siguieron hasta la soledad. Allí les enseñó y aquí vuelve a curarlos. «Genesaret» indica una localidad de la llanura de Genesar, en la ribera occidental, una fértil franja de terreno, de unos cinco kilómetros de larga, entonces densamente poblada. De la antigua ciudad de Genesaret (hebreo Kinnereth) había tomado su denominación el lago. La cercana aldea de Magdala era la patria de María Magdalena, y más al norte, ya algo alejada de la llanura, estaba Cafarnaúm. Jesús, pues, se encuentra de nuevo en la región de su más intensa actividad, en la patria primera del Evangelio. Con ello se indica también la persistencia de su ministerio en Galilea. Poco a poco, sin embargo, va manifestándose un creciente alejamiento del pueblo de Galilea. Pronto empezará Jesús sus peregrinaciones a regiones más alejadas (7,24). Los lectores cristianos tienen que aprender que es preciso «tocar» a Jesús en un sentido más profundo de lo que hicieron los galileos; hay que creer en él como el Mesías prometido que reúne al pueblo de Dios y como el verdadero Hijo de Dios. Marcos presenta aquí a Jesús como un «hombre divino» del que emanan prodigiosas fuerzas curativas. Tales ideas gozaban también de amplia difusión entre los paganos helenistas. Jesús aparece como el remediador y médico de los pobres y de los enfermos. Después de la multiplicación de los panes y del paso sobre las aguas los lectores creyentes sabemos mejor que se trata de alguien superior a los taumaturgos y curanderos helenistas. Su poder procede de Dios mismo, hunde sus raíces en el misterio de su peculiar filiación divina.