CAPÍTULO 03


e) Salvar la vida (Mc/03/01-06).

1 Entró de nuevo en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía una mano seca, 2 y estaban espiando a Jesús a ver si lo curaba en sábado, para poder acusarlo. 3 Dice entonces al hombre que tenía la mano seca: «Ponte aquí delante.» 4 Luego les dice: «¿Qué es lícito en sábado, hacer bien o hacer mal; salvar una vida o dejarla perecer?» Pero ellos guardaban silencio. 5 Y mirándolos en torno con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: «Extiende la mano.» Él la extendió, y la mano se le quedó sana. 6 Los fariseos, apenas salieron, junto con los herodianos, en seguida acordaron en consejo contra Jesús la manera de acabar con él.

He aquí un nuevo episodio sabático, esta vez una curación. Continúa, pues, el tema de la perícopa precedente, aunque ganando en profundidad. La transgresión que Jesús comete de las prescripciones sabáticas, las cuales prohibían como trabajo determinadas actividades al servicio de la curación, tiene lugar por una preocupación salvadora. Mas para esa actitud los enemigos de Jesús están ciegos y cerrados. Con sus interpretaciones humanas han endurecido su corazón y contradicen a la voluntad de Dios. El último fragmento de la «colección de controversias» exacerba de tal manera el conflicto entre Jesús y sus enemigos que ya se vislumbra el final terrible. Desde el punto de vista histórico la observación final del v. 6 tal vez sea prematura; pero la exposición con la sentencia exterior de muerte pretende reflejar la situación interna en que se encuentra Jesús frente a sus enemigos. Es una oposición irreconciliable, una consolidación de los frentes, que viene dada por la unión de Jesús a la voluntad de Dios y el «endurecimiento» de los enemigos contra los salvadores designios de Dios. La curación está narrada al modo habitual: después de presentar el caso patológico -aquí un hombre con la mano «seca», una mano que se ha quedado sin sangre y sin fuerza-, sigue la palabra eficaz de Jesús e inmediatamente se muestra el efecto operado. Pero el punto de gravedad no está en este relato sino en la palabra de Jesús, a quien sus enemigos acechan maliciosos. Jesús les dirige dos preguntas que en su sucesión y gradación merecen un análisis atento. Primero es una palabra con la que Jesús pone el deber del amor por encima de una prescripción legal cúltica. Fuera del caso de peligro de muerte, los fariseos prohibían en sábado los esfuerzos en ayuda de un enfermo; para Jesús, en cambio, el deber de hacer el bien está por encima y el simple hecho de dejar de hacerlo es ya obrar mal. Y sigue luego una ampliación extraña: Salvar la vida o quitarla... ¡pues en esta enfermedad no se trata en modo alguno de un peligro de muerte! Según la mentalidad hebrea, la enigmática palabra significa ante todo que el poder de la muerte se está ya manifestando en la enfermedad o en un padecimiento corporal. La vida pide salud, integridad y felicidad; Dios da la vida y la da en abundancia. Esta idea basta para que Jesús, que quiere traer la salvación de Dios a los hombres, pregunte de ese modo. Se puede suponer, no obstante, que los lectores cristianos -al igual que en la curación del paralítico (2,1-1)- encontraron un sentido más profundo. Para ellos podía existir una conexión entre la curación corporal y la salvación del hombre en un sentido más hondo. La «vida» en cuanto don de Dios constituye una unidad; de negar Jesús al hombre enfermo la liberación de su dolencia, le habría excluido de la salud y salvación en un sentido más transcendente. La curación externa sería, pues, sólo el signo de la salvación verdadera y total que Jesús quiere otorgar al paciente según la voluntad de Dios, igual que ocurrió con el enfermo de la piscina de Bethesda (Jn 5,1-15). Difícilmente pudo entender la Iglesia primitiva esta doble pregunta de un modo irónico, cual si Jesús hubiese querido desvelar ante los ojos de sus enemigos los malvados propósitos que alimentaban contra él y que iban hasta el asesinato. Esto equivaldría a desconocer la seriedad y la permanente importancia de la palabra de Jesús para los creyentes. La acción sanante de Jesús es una obra de salvación, la liberación de todo el hombre; y debe actuar así siguiendo la misión y encargo que Dios le ha confiado (d. Jn 5,17.19). Por ello, la ira y la tristeza de Jesús por el endurecimiento de sus corazones son más que meros sentimientos humanos. Ciertamente que esto también lo son y que en ellas se manifiesta el pensar y sentir humanos de Jesús; pero todo esto se fundamenta en su unión con Dios. Lo que cunde en el corazón de sus enemigos silenciosos es una obstinación o endurecimiento, que en el pensamiento bíblico tiene un trasfondo muy serio. Según /Is/06/10, es Dios mismo quien ha endurecido el corazón de su pueblo rebelde; palabra profética que también recoge Marcos para describir el efecto negativo que el lenguaje en parábolas provoca en «los de fuera» (4,11s). Las obras y palabras de Jesús, que le revelan como el salvador enviado por Dios, producen en esos hombres el efecto contrario: sumergen su espíritu en las tinieblas de los malos pensamientos, de las intenciones criminales contra quien también ha sido enviado para su salvación. Así es como esta última «controversia» se convierte para la Iglesia primitiva en una revelación cristológica. Esta vez Jesús no pronuncia ninguna palabra sobre sí mismo; pero su conducta, su cólera y su tristeza, unidas a la pregunta inquietante del v. 4, se convierten para el lector creyente en una revelación de su misión salvadora y en un descubrimiento callado de su persona. Todo lo que Jesús dice y hace sucede para salvar la vida; ése es el único objetivo de su misión. A través de Jesús, Dios contempla a los hombres por ver si le abren o le cierran su corazón.

CONCLUSIÓN: ACTIVIDAD DE JESÚS EN CONJUNTO (Mc/03/07-12).

7 Jesús con sus discípulos se retiró a la orilla del mar. Grandes multitudes de Galilea lo siguieron. También acudieron a él, al oír las cosas que hacía, numerosas gentes de Judea, 8 de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán y de los contornos de Tiro y Sidón. 9 Entonces dijo a sus discípulos que por causa de la muchedumbre le dispusieran una barquilla para que no lo apretujaran; 10 porque, como curaba a tantos, todos los que tenían alguna enfermedad se le echaban encima para tocarlo. 11 También los espíritus impuros, cuando lo veían, se postraban ante él gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.» 12 Pero él severamente les encargaba que no lo divulgaran.

Este fragmento que cierra la primera sección lo ha redactado ciertamente el evangelista. Vuelve a aducir una vez más los motivos principales que le indujeron a exponer los comienzos de la actividad de Jesús; por eso, estos versículos resultan sumamente interesantes. Es evidente que quiere presentar el eco vigoroso del mensaje y actividad de Jesús en Galilea y más allá de sus confines hasta el mismo territorio pagano (v. 7-8), mientras que en la inmediata sección segunda (3,13-6,6a) termina con una escena totalmente distinta: la del repudio de Jesús en su propia patria de Nazaret, para poner así de relieve la creciente incomprensión del pueblo, la incredulidad latente. Pero de momento lo que le interesa sobre todo es destacar la afluencia incontenible que suscita por todas partes, la fuerza del mensaje salvador, el efecto que produce la persona de Jesús, la energía que brota de él y que se manifiesta en las curaciones de enfermos y expulsiones de demonios, energía que revela su eficacia al simple contacto (v. 10). Por todo ello, sitúa Marcos este compendio al final de sus primeros relatos que ha entresacado de la tradición.

Pero entenderíamos las intenciones del evangelista sólo de un modo parcial e insuficiente de querer interpretar estos versículos como la mera exposición de las circunstancias de aquel momento, del gran movimiento popular en el marco de un plano histórico y geográfico. En realidad no hay más que un marco y una presentación incluso un tanto esquemática: el centro de la actividad de Jesús es el lago de Genesaret, al que el evangelista traslada incluso la escena grandiosa -antes, en 3,1, Jesús había entrado en una sinagoga-. Para mostrar el eco de su actividad, Marcos empieza por mencionar la patria de Jesús, Galilea, desde la que le seguía una gran multitud. Después enumera tres vastas regiones distantes de allí: Judea, núcleo del pueblo judío con su capital la ciudad santa de Jerusalén; después Idumea y la región que queda al otro lado del Jordán, es decir, la que limita directamente por el Sur y por el Este, tierras ya predominantemente paganas; y, por fin, la región todavía más alejada de Tiro y Sidón, en el Noroeste, que representa a un país completamente pagano (cf. 7, 24-30). Las gentes se agolpan sobre él porque oyen las cosas que realiza; la fama de sus curaciones y obras portentosas las atrae. Parece como si quisiera subrayar el afán milagrero de las turbas y su deseo urgente de encontrar ayuda para sus dolores corporales. Pero es una impresión engañosa: en el centro no está el pueblo sino Jesús y su conducta. Es a él a quien hay que ver en su fuerza de atracción incontenible y en la virtud curativa que emana de él. Jesús se hace preparar un bote para no quedar demasiado oprimido por la multitud que le rodea, pues que todos quieren tocarle, como más tarde la mujer con flujo de sangre, para lograr así la curación (5,27-31). Los posesos, atormentados por espíritus impuros, se postran ante él cual si su simple presencia obligara a los demonios a salir de sus víctimas. Sus gritos de conjuro, con que desvelan el misterio de Jesús, resuenan sobre la multitud; pero Jesús no quiere darse a conocer por ellos. Todo esto nos resulta extraño; mas el evangelista nos lo presenta con la mentalidad de su tiempo que creía en tales fuerzas divinas encarnadas en un hombre y del que fluían de un modo mágico. Jesús, sin embargo, se distingue de los taumaturgos mágicos de su tiempo: Jesús no busca el sensacionalismo, el espectáculo en torno a sí y, tras los relatos prodigiosos que hemos leído hasta ahora, es evidente que sana a los enfermos y expulsa a los demonios sólo con el poder divino de su palabra. En la concepción antigua se hace patente y manifiesta a la Iglesia primitiva la fuerza que ha sido conferida a Jesús. Es la confirmación de su fe de que Jesús es el Hijo único de Dios tal como le proclaman los demonios. Mas Jesús no puede ni quiere aceptar esta confesión de los espíritus impuros, porque su filiación divina aparecería así bajo una luz falsa. Pues no se entendería como se entendió después a la luz de la fe pascual. Jesús, verdadero Hijo de Dios (15,39), trae a los hombres la salvación definitiva, la redención de su existencia en la comunión con Dios. Lo que aquí se presenta con unos medios expresivos propios de la vieja concepción del mundo, contiene su sentido de la revelación: Jesús es la fuente oculta de la salvación, el médico de la humanidad íntimamente enferma. La fuerza que, según esta presentación, irradia externamente del Jesús terrestre, opera en el resucitado de una forma superior como poder salvífico que puede y quiere llevar a todos los hombres la energía de la vida divina. La imagen que proyecta este sumario de la actividad triunfal de Jesús en el lago de Genesaret, punto terreno de partida y centro de su predicación salvadora, es como un signo de la humanidad reunida entorno al resucitado. A esa humanidad otorga Jesús las fuerzas liberadoras de Dios cuando reconoce en el Señor al médico y redentor enviado del cielo.

II. ELECCIÓN DE LOS DOCE; ALEJAMIENTO DE LOS INCRÉDULOS (3,1 3-6,6a). La nueva sección, que iniciamos con una segunda e importante perícopa de los discípulos, la elección de los doce, y que cerramos con la recusación de Jesús por parte de los de Nazaret, desarrolla y profundiza los temas de la sección precedente; pero también precipita los acontecimientos en torno a Jesús y permite entrever con mayor claridad la fuerza crítica, a la vez unificante y disgregadora, del Evangelio. La clave para la comprensión de lo que el evangelista quiere decirnos aquí, nos la proporciona la pieza central de la enseñanza en parábolas (4,1-34). Las parábolas de Jesús sobre el reino de Dios no sólo iluminan el contenido de su mensaje, sino que se convierten además en un acontecimiento que separa a los creyentes, aquéllos «a quienes se ha concedido el misterio del reino de Dios», de aquéllos otros que «viendo, ven, pero no perciben, y oyendo, oyen, pero no entienden». (4,11s). Jesús quiere reunir su comunidad de creyentes, y para ello elige a los doce, que se destacan así de la gran muchedumbre de los que -según el precedente relato sumario- se agolpan sobre él desde todas partes (3,13-17). De ese modo los lectores pueden reconocer la formación de la comunidad cristiana posterior, levantada sobre esos hombres como sobre sus cimientos. En 3,33ss se expone con particular claridad quién es el que pertenece a esa comunidad: todo aquél que escucha con fe la palabra de Jesús, hace la voluntad de Dios y se asocia a esta nueva «familia» espiritual de Jesús. Pero al mismo tiempo se perfila con mayor precisión el frente de los enemigos de Jesús. Son los que no quieren comprender las obras de Jesús a partir de su unión con Dios y le achacan con mala voluntad un pacto con Satán (3,22-30); es decir, los que quisieran convertir la misión divina de Jesús en todo lo contrario. Entre ambos frentes, el de los discípulos de Jesús y el de sus enemigos ilustrados, tiene también que decidirse el pueblo. La doctrina «por medio de parábolas», expuesta ante todo el pueblo (4,2), ejerce precisamente esa función crítica. Aun cuando las parábolas son comprensibles desde fuera, su verdadero sentido -a saber, la presencia del reino de Dios en las obras de Jesús- sólo lo desvelan a los creyentes dispuestos y capaces de recibir la palabra de Dios, pero a los que en definitiva sólo Dios abre su revelación. El último capítulo de esta sección trae nuevos portentos de Jesús, especialmente grandiosos e impresionantes si se comparan con su actividad de los comienzos (4,35-5,43). Pero, a ser posible, tienen lugar en ausencia del pueblo: la calma de la tempestad es sólo una experiencia de los discípulos, una expulsión demoníaca singularmente laboriosa se realiza en la región solitaria al este del lago, la resurrección de la hija de Jairo se verifica en la casa de éste en la que Jesús ha entrado llevando sólo consigo a Pedro y a los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan (5,37), y de la que ha expulsado a todo el mundo, excepción hecha del padre y de la madre de la niña (5,40). Así pues, el «secreto mesiánico» se acentúa aún más y se hace más palpable la reserva de Jesús frente al pueblo -que, sin embargo, le sigue asediando, cf. S,24.31-. No sorprende, por lo mismo, que la sección se cierre con un acontecimiento negativo revelador de la incredulidad ambiente: el repudio de Jesús por parte de sus conciudadanos de Nazaret.

1. JESÚS Y EL PUEBLO (3,13-35).

Este capítulo presenta una unidad llena de tensiones: al comienzo la elección de los doce ofrece al lector, de una manera programática y subrayada por la conducta de Jesús consciente de su propósito, la imagen de la Iglesia posterior. A esta acción fundamental de Jesús se contrapone de un modo tajante, como una contra-imagen, la confabulación de todos los poderes contrarios a Jesús. Detrás de los enemigos humanos, que desfiguran maliciosamente la acción salvadora de Jesús, se oculta Satán con todas las fuerzas a su disposición, aquellas fuerzas a las que los enemigos de Jesús pretendían atribuir sus éxitos innegables. Sigue después una escena con los parientes carnales de Jesús, que sirve de ocasión y motivo para la palabra de Jesús acerca de su familia espiritual, tan importante para la comunidad. Podría decirse que la Iglesia que, entendida externamente, aparece sobre el horizonte a través de la elección de los doce, se deja también reconocer aquí desde su lado íntimo.

a) La elección de los doce (Mc/03/13-19).

13 Sube luego al monte, llama junto a sí a los que quería, y ellos acudieron a él. 14 Escogió doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, 15 con poder para arrojar los demonios. 16 Escogió, pues, a los doce: Simón. a quien puso el sobrenombre de Pedro; 17 Santiago, el de Zebedeo, y Juan, hermano de Santiago, a quienes puso el sobrenombre de Boanerges, es decir, hijos del trueno; 18 Andrés y Felipe, Bartolomé y Mateo, Tomás y Santiago, el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo 19 y Judas Iscariote, el que luego lo entregó.

La escena está separada del sumario precedente, que situaba la imponente aglomeración del pueblo junto al lago de Genesaret (v. 7), por la mención del monte. No se alude a un monte determinado, sino que la observación escenográfica tiene un sentido teológico: Jesús se aleja del pueblo y busca la proximidad de Dios. El monte es lugar de oración (6,46), al que se asciende desde las profundidades del tráfago humano para estar cerca de Dios (cf. 9,2). En este alejamiento de los hombres y arrobamiento en Dios, toma Jesús «a los que quería», a los doce que llama a sí para que estuviesen con él y que después enviaría. En Marcos, pues, la escena está concebida de distinto modo que en Lucas, donde Jesús pasa la noche en oración y a la mañana siguiente elige de entre una gran multitud de discípulos a los doce, a los que también da el nombre de apóstoles (Lc 6,12s) (*). En Marcos no se menciona al pueblo ni a la gran muchedumbre de discípulos; Jesús llama a sí con una decisión libre a los escogidos y los conduce a la región de Dios, del mismo modo que más tarde hará ascender todavía más a los tres discípulos que le están más cerca, hasta un alto monte, donde se transfigurará delante de ellos y les hará escuchar el testimonio de Dios en favor de su Hijo (9,2-7). En la intención de Jesús los doce son los representantes del pueblo de las doce tribus, del Israel santo, que él tiene delante de los ojos en su forma originaria y escatológica -el Israel de su tiempo abarcaba sólo dos tribus y media- y al que quiere llegar con su mensaje y misión salvíficos (cf. Mt 10,6; 15,24; 19,28). La elección precisa de doce hombres es por parte de Jesús como una acción simbólica y profética; con ella reivindica el pueblo de Dios, que quiere reunir y completar. Mas para los lectores cristianos estos doce se convierten en representantes del nuevo pueblo de Dios, de la comunidad cristiana que sobre ellos se edifica. Cuando Marcos habla de «los doce» -lo que sucede con cierta frecuencia- es inconfundible el tono especial que pone frente a las multitudes populares que entonces formaban el auditorio de Jesús. Esto aparece singularmente claro en la instrucción que imparte a los doce «en casa», en Cafarnaúm, después de la «controversia sobre los puestos» (9,35), estructurada como una especie de «regla de la comunidad» (9,33-50); lo mismo ocurre más tarde con ocasión del tercer anuncio de la pasión, en que «los doce» son separados de la multitud que les seguía y enfrentados con la descripción detallada de las cosas que esperan al «Hijo del hombre». «Los doce», más aún que «los discípulos», representan la comunidad futura. En el v. 14 se describe el objetivo del nombramiento de estos hombres: comunión con Jesús y participación en su misión. El punto esencial es su estrecha unión con Jesús, una comunidad de vida, vocación y destino, pero que en el fondo significa un entrar con Jesús en la intimidad de Dios. Por eso se acercan a Jesús sobre el «monte» y por eso tienen que ser llamados por él; pues, la comunión con Dios y con el enviado divino sólo puede darse a modo de don. La libertad de Jesús, con la que «llama junto a sí a los que quería», procede de su certeza de conocer y estar cumpliendo la voluntad de Dios. En lo más íntimo de su ser sabe que a estos hombres «se les ha dado el misterio del reino de Dios» (4,11), nominalmente por Dios mismo mediante una revelación gratuita. La comunidad de Cristo es una fundación sobrenatural que procede de la libertad y gracia de Dios. Su centro vital, su fuente de energía y su esencial secreto es su vinculación con Cristo y, por él, con Dios. La comunidad terrestre de los doce con su Maestro se prolonga como comunidad espiritual de los creyentes con su Señor celestial. Las ordenanzas que Jesús impone a aquel círculo de discípulos perfectamente delimitado, y en especial la ley básica del amor servicial (9,33-35; 10,35-45), tienen también vigencia en la comunidad posterior de los creyentes. Mas Jesús elige a «los doce» para otra tarea particular: quiere enviarlos y hacerlos así partícipes de su propia misión. Aparece esto en el hecho de que la finalidad de su misión viene descrita con las dos actividades que para Marcos son características del ministerio de Jesús: predicar y expulsar los demonios (cf. 1,27.39). En ambas actividades late una potestad que se pone de manifiesto en las expulsiones demoníacas. De momento el relato se detiene en la presentación de los doce y en la descripción de su tarea; sólo más tarde seguirá su misión y el ejercicio de su compromiso (6,7-13). Basta que este círculo se establezca como un signo divino; así como el misterio de Jesús sólo se desvelará después de su resurrección, así el pleno significado de la obra de Jesús sólo lo comprenderá la comunidad, que de ese modo encontrará la comprensión de sí misma. Por ello repite el evangelista: «Escogió, pues, a los doce» para nombrarlos en seguida por su propio nombre. La constitución de la lista, el orden de los nombres y las apostillas a los mismos resultan muy instructivas; las indicaciones no son exactamente las mismas que en Mateo y en Lucas y revelan en parte unas tendencias propias. Marcos no sólo pone a Simón el primero -cosa que también hacen los otros dos- y destaca la imposición del nombre simbólico de Pedro -con más fuerza que los otros-, sino que separa a este discípulo singular de su hermano Andrés para ligarlo de un modo más estrecho con los hombres de Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. Los tres serán más tarde los testigos preferidos de algunos acontecimientos, como la resurrección de la hija de Jairo (5,37), la transfiguración de Jesús (9,2) y la agonía y oración en Getsemaní (14,33). Teniendo en cuenta la conexión de esos sucesos, los tres discípulos estarán particularmente capacitados para comprender el misterio de la persona de Jesús, su divinidad oculta durante su ministerio terreno, lo mismo que su camino hacia la cruz, y exponerlo después a la comunidad. Sólo Marcos dice en este lugar que Jesús llamó a los hijos de Zebedeo «Boanerges» («hijos del trueno»), expresión cuyo sentido exacto no se puede precisar. Probablemente no está sólo en relación con su carácter impetuoso (cf. Lc 9,54), sino que contiene -como el nombre de «Pedro» = roca- una verdadera profecía: estarán expuestos a la tempestad escatológica, compartirán el bautismo de su Señor (cf. 10,38-40); «Compañeros de tormenta», como se les ha llamado. tendrán que soportar las luchas y padecimientos escatológicos. Después de estos discípulos, caracterizados con unos sobrenombres especiales. siguen los nombres de los otros, el último de los cuales es Judas Iscariote, caracterizado con el título pavoroso, y habitual en la Iglesia primitiva y en los otros Evangelios, de el que lo entregó o traicionó. Esta expresión tiene precisamente en la teología de Marcos acerca del Hijo del hombre un eco profundo (cf. 9.31; 10,33; 14,18.21.41s). Que Judas fuese uno del círculo de los doce elegidos por Jesús mismo, sigue siendo un oscuro misterio (14,18: «Uno de vosotros me entregará...»); pero el evangelista lo pone bajo el «es necesario» que rige la historia de la salvación y que la Escritura testifica, y al que está sometido «el Hijo del hombre» en su camino concreto hacia la muerte (8,31; 14,21). También la Iglesia, fundada sobre el fundamento de los doce, se encuentra bajo el signo del mysterium iniquitatis, del misterio de maldad. Pero esto tiene aquí un eco muy débil; en líneas generales, la perícopa constituye una escena que proporciona una inmensa confianza a la comunidad, la cual por obra de Jesús ha sido conducida a la proximidad de Dios, al círculo luminoso del reino de Dios que irrumpe triunfalmente.
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Desde un punto de vista histórico es seguro que Jesús no ha empleado el título de apóstoles. En Marcos sólo una vez vienen así designados, después de la misión (6,30), y ciertamente que en el sentido de «enviados». En la elección de los doce Lucas quiere también poner de relieve que esos doce se identifican con los apóstoles de después
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b) Jesús incomprendido y calumniado (Mc/03/20-30).

20 Vuelve a casa; y de nuevo se reúne tanta gente, que ni siquiera podían comer. 21 Cuando lo oyeron los de su familia, fueron con ánimo de apoderarse de él, pues se decía: «Está fuera de sí.»

El fragmento no constituye una unidad originaria. La primera escena con los parientes la trae sólo Marcos, y hay que separarla de la siguiente (incluso de los v. 31-35). Los otros dos sinópticos transmiten, en cambio, el diálogo sobre Beelzebul, y en el v. 28s aparecen unas palabras, independientes, sobre la «blasfemia» -que Mateo y Lucas ofrecen en forma distinta- y que a través del v. 30 queda vinculada a la calumnia de los escribas contra Jesús. La unidad, sin embargo, presenta un sentido tan perfecto -aunque no evidente- que la incriminación de los enemigos de Jesús desemboca en la atribulación blasfema de las obras del Espíritu divino a influjo demoníaco. La Iglesia primitiva ha meditado estupefacta sobre el malicioso ataque contra Jesús y se ha formado su juicio reuniendo las palabras del Maestro. Esta mirada a la historia de la tradición no resulta superflua para la comprensión del fragmento e incluso para su meditación piadosa. Jesús regresa del monte a casa, a la proximidad de los hombres, con el propósito sin duda, de dedicarse sólo a los discípulos, como evidencian los otros pasajes en que se habla de la «casa». Pero las multitudes populares no le dejan reposo alguno, de tal modo que ni Jesús ni sus discípulos -obsérvese el plural- ni siquiera encuentran tiempo para comer. Esta es la ocasión externa para el intento de sus allegados de recogerle, es decir, de librarle del acoso de la multitud. Los que «le pertenecen» no son los mismos que «los que le rodean» (3,32.34; 4,11); o mejor, los seguidores que le están estrechamente ligados se diferencian de los deudos de su familia o clan. La caracterización imprecisa los diferencia de los parientes carnales que en 3,31 ss quieren visitarle. Aunque en parte pueda tratarse de las mismas personas, cada una de estas pequeñas perícopas tienen su propio sentido. Lo que aquí conviene señalar es la incomprensión, el juicio equivocado y el desconocimiento de la persona de Jesús por parte de sus deudos. Su actividad extenuante, su celo por la causa que se le ha confiado, impulsan a aquellos hombres a considerarle como trastornado, es difícil que hayan pensado seriamente en una enfermedad mental. En su estrechez de miras pretenden encerrarle en casa, pensando tal vez en el prestigio de la familia. Totalmente inadecuado para sacar conclusiones psiquiátricas acerca del estado de ánimo de Jesús, el texto proyecta más bien un rayo de luz sobre la mentalidad de unos hombres que carecen de cualquier órgano para descubrir las exigencias absolutas de Dios. No comprenden que un hombre, conocido y emparentado con ellos, pueda estar completamente lleno de la causa de Dios y entregado por completo a su servicio. Se anuncia ya aquí una postura igual a la de los habitantes de Nazaret (6,1-6a), que se manifiesta como incredulidad. Tal ceguera es siempre un peligro para los parientes y deudos de los hombres a los que Dios llama para un servicio especial y un aviso contra el criterio puramente «natural» y la preocupación burguesa por la fama, la salud y el negocio. Jesús está fuera de las categorías mentales humanas y arrastra también a sus discípulos hasta las pretensiones totales de Dios.

22 Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían. «Este tiene a Beelcebul; y es por arte del príncipe de los demonios por quien éste arroja a los demonios.» 23 Entonces los llamó junto a sí y les dijo por medio de parábolas: «¿Cómo puede Satanás arrojar a Satanás? 24 Si un reino se divide en bandos, ese reino no puede subsistir; 25 y si una casa se divide en bandos, tampoco esa casa podrá subsistir. 26 Si pues Satanás se levanta contra sí mismo y se divide en bandos, no puede subsistir, sino que ha llegado su fin. 27 Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquearla, si primero no logra atarlo; sólo entonces le saqueará la casa.

BLASFEMIA/ES: De aquellos deudos de Jesús, al fin y al cabo bien intencionados, se distinguen netamente los escribas llegados de Jerusalén y que observan suspicaces el ministerio de Jesús. Siembran contra Jesús una semilla peligrosa, propalando concretamente dos consignas, la primera de las cuales sólo la consigna Marcos: Es un poseso y expulsa los demonios en fuerza de un pacto con el príncipe de los demonios. Según la mentalidad judía, los demonios estaban al mando de un príncipe que aquí se le designa por «Beelzebul» o «señor de la morada» (*). Los nombres pueden cambiar -en Qumrán se hablaba del «Ángel de las tinieblas»-, pero se piensa siempre en Satán, el «príncipe de este mundo» (Jn 12,31), como muestra la continuación. La calumnia significa nada menos que Jesús es personalmente un poseso y que sus éxitos innegables se deben a un poder demoníaco. Es una calumnia, inaudita, pues a aquel que expulsa los demonios con el Espíritu de Dios (cf. Mt 12,28), se le atribuye un espíritu malo e impuro (cf. v. 29s) o se le imputa un pacto con el diablo. De ser así, Jesús se habría aliado con el enemigo de Dios para llevar a cabo sus expulsiones, y por lo mismo se habría convertido en un siervo de Satán. Ambas difamaciones desembocan en lo mismo: la sumisión de Jesús a Satán. La comparación del reino y de la «casa» refuta abiertamente el reproche de una alianza con el diablo. Si Satán luchase contra sí mismo o contra los suyos, su reino se dividiría y acabaría por derrumbarse; lo mismo ocurriría con una familia víctima de la división interna. Aunque la imagen de un reino de demonios bajo la estrategia de Satán se nos aparezca como «mitológica», el argumento conserva su fuerza: los poderes del maligno se dirigen en bloque contra Dios y quien se opone a los mismos se encuentra necesariamente del lado de Dios. Los contemporáneos de Jesús estaban convencidos de que con la posesión diabólica entraba en juego Satán; a nosotros -como ya a la Iglesia antigua- nos resulta a menudo más difícil reconocer la acción del maligno. Para la Iglesia primitiva uno de los criterios para «el discernimiento de espíritus» era la aceptación o el rechazo de la profesión de fe en Jesús (cf. IJn 4,2s). Las difamaciones calumniosas contra él se repiten en las suspicacias contra su comunidad; pero por cuanto la Iglesia defiende la causa de Jesús y de Dios, está en condiciones de rechazar todos los ataques. La comparación siguiente del «fuerte» que guarda su casa sorprende singularmente, pues éste parece estar en su perfecto derecho; y, sin embargo, bajo el «fuerte» que es vencido por «el más fuerte» sólo puede entenderse a Satán. Jesús no ha rechazado estas comparaciones audaces, a través de cuyos acontecimientos sorprendentes -como aquí la derrota del dueño de la casa- pueden expresarse unas ideas aprovechables. Se trata de un símil en el que sólo se tiene en cuenta un punto de comparación: aquí entra en acción uno que es más fuerte, y que en este contexto sólo puede ser Jesús. Otros rasgos metafóricos -como la casa en que irrumpe el más fuerte o las alhajas que roba- no hay por qué subrayarlas. En la conciencia de Jesús no alienta la menor duda de que es superior a Satán y de que le vence con la fuerza de Dios. De este modo la comparación pasa a ser un testimonio impresionante de la idea que Jesús tenía sobre su propia obra, para la que el lector ya estaba preparado mediante el relato de la tentación. Con ello Jesús no se presenta como el Mesías en el sentido judío, pero sí como el depositario y administrador de las fuerzas divinas. Se demuestra aquí también que su obra no puede separarse de su persona: es él por quien tienen efecto las expulsiones demoníacas, por él irrumpe el reino de Dios entre los hombres (cf. Lc 11,20), por su obra queda Satán reducido a la impotencia (cf. Lc 10,18). Pero la potestad toda de Jesús no revela más que la salvación de Dios; se ha opuesto constantemente a un ejercicio de esa potestad con fines terrenos, rechazándolo como una tentación.
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La conocida forma {Beelzebub) procede de las versiones latinas y se apoya en la denominación injuriosa del dios de Eqrón en 2Re 1,2s («Señor de las moscas»). Con «Señor de la morada» se piensa probablemente en el «Señor de la región celeste».
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28 Os aseguro que a los hombres se les perdonará todo: los pecados y aun las blasfemias que profieran. 29 Pero quien blasfemare contra el Espíritu Santo jamás tendrá perdón, sino que siempre llevará consigo su pecado.» 30 Es que ellos decían: «Está poseído de un espíritu impuro.»

P-IMPERDONABLE: La palabra de Jesús sobre la «blasfemia» se acomoda al contexto y forma de Marcos. Blasfemar en sentido bíblico significa siempre un ataque al honor y poder divinos, directo o indirecto, a través de las injurias a los enviados de Dios o desprestigiando las acciones operadas por virtud divina. Por ello, se trata siempre de un pecado terrible. Mas Jesús asegura que a los hijos de los hombres se les perdonará todo, incluso las blasfemias, a excepción de las que van contra el Espíritu Santo. Tan confortante como la primera parte de esta sentencia resulta de extraña la segunda. ¿Existen, por lo mismo, pecados «imperdonables»? Pero es preciso agregar algo incluso para la recta interpretación de la primera parte: a fin de cuentas, Dios no va a perdonar generosamente todos los pecados sin más ni más, sino sólo cuando el hombre se convierta a él. La exigencia de la conversión era evidente para el judaísmo (véase el comentario a 1,4 y 1,15), requisito que también Jesús ha señalado con bastante frecuencia (Cf. Lc 13,1-5; 15,7.10.18s). Cuando el pecador se convierte es cuando, según la doctrina de Jesús, el Padre celestial está dispuesto a perdonar hasta la culpa más grave (cf. Mt 18,23-35). Pero ¿por qué no se perdonará una «blasfemia contra el Espíritu Santo?» A la luz del requisito de la conversión, la respuesta sólo puede ser: porque tales hombres se obstinan en una postura contraria a la conversión, endureciéndose de tal modo en ella que Dios no puede perdonarles. Un pecado contra el Espíritu Santo no es simplemente un hecho, sino una disposición espiritual permanente, es una ceguera culpable por sí misma, un resistirse a la acción salvadora de Dios. En tanto que un hombre persiste obstinadamente en su oposición a Dios, se excluye a sí mismo de la salvación. Y eso es precisamente lo que acontece cuando alguien atribuye al espíritu satánico las acciones del Espíritu divino reconocibles en Jesús. Así debe haber entendido la Iglesia primitiva o Marcos (cf. v. 30) aquel insidioso ataque contra Jesús. El pasaje nos acerca al oscuro misterio del «endurecimiento» (cf. 4,12). Nada se dice aquí ni en otros pasajes sobre si los hombres pueden volver a salir de esta actitud completamente insensata. Sólo una vez respondió Jesús a la atormentada pregunta de los discípulos «¿Quién podrá salvarse?», diciendo que a los hombres eso es imposible, mas no es imposible a Dios (10,27). Estas palabras extraordinariamente graves sobre el pecado «imperdonable» no puede eliminar su mensaje de la ilimitada misericordia de Dios; pero muestra el reverso y las consecuencias que tiene para los hombres que se cierran tercamente a la invitación a convertirse y salvarse y persisten en la oposición al enviado de Dios y al Espíritu Santo que en él opera.

c) La nueva familia de Jesús (Mc/03/31-35).

31 Llegan entre tanto su madre y sus hermanos, y, quedándose fuera, lo mandaron llamar. 32 El pueblo estaba sentado en torno de él. Y le avisan: «Mira que tu madre, tus hermanos y hermanas están ahí fuera buscándote.» 33 Pero él les contesta: «¿Quién es mi madre y quiénes mis hermanos?» 34 Y paseando la mirada por los que estaban sentados a su alrededor, dice: «He aquí a mi madre y mis hermanos. 35 El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.»

El evangelista continúa manteniendo el escenario de Jesús dentro de la «casa» y rodeado por la multitud del pueblo (v. 20). Después de retirarse, los enemigos, vuelve a presentar ahora a los parientes más cercanos de Jesús, pero con una finalidad completamente distinta. La madre y «hermanos» de Jesús, es decir los primos -en algunos manuscritos el v. 32 trae también «hermanas», cf. también 6,3- quieren hacerle una visita; propósito distinto del de «los de su familia» del v. 21 que querían recogerle, como hemos visto. Los parientes cercanos de Jesús han llegado de Nazaret a Cafarnaúm; pero a la vista del tropel de gente, permanecen delante de la puerta y mandan a llamarle. Nada se nos dice acerca de una postura de repudio. Jesús se había alejado de ellos para seguir el llamamiento divino y demuestra ahora que también internamente se ha liberado de ellos, no por frialdad de sentimientos o desprecio de los vínculos familiares -que en Palestina eran muy estrechos-, sino por pertenecer a Dios por completo. Ha realizado personalmente lo que pide a sus discípulos (cf. Mt 10,37). Pero su respuesta no tiene sólo este sentido ejemplar sino que afecta sobre todo a la idea que la comunidad tiene de sí misma. En lugar de su familia terrena, Jesús se ha elegido otra familia espiritual. Echa una mirada sobre los hombres que están sentados a su alrededor y los llama «su madre y sus hermanos». Marcos habla con frecuencia de estas «miradas de Jesús a su alrededor» (3,5; 5,37; 10,23; 11,21). Su mirada descubre una vigilancia y atención internas, pero también reclama el interés sobre unas ideas particulares. En conexión con nuestro pasaje está la ojeada en derredor que echa sobre los discípulos después de retirarse el «joven rico» (10,23), a la que sigue una palabra que les exhorta a la reflexión. ¿Quiere Jesús hacer constar simplemente que aquéllos son sus verdaderos parientes porque escuchan su palabra con atención? Entonces el pasaje coincidiría con la escena que tuvo lugar en casa de las dos hermanas, Marta y María, en que se alaba y recomienda la escucha atenta de la palabra de Jesús (Ez 10,39-42). Pero aquí no se habla expresamente de «escuchar su palabra», aun cuando se presuponga sin duda alguna. En lugar de eso, agrega Jesús: «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.» La escena está vinculada más bien a otra en que Jesús corrige la exclamación de alabanza de una mujer del pueblo: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,27s). En consecuencia, se trata sobre todo de una exhortación a los allí sentados y a la comunidad posterior a entrar en comunión espiritual con Jesús mediante el cumplimiento de la voluntad divina. Ahora es cuando el contenido de la afirmación alcanza todo su valor para la comunidad que se formó después: ella se sabe identificada con la multitud congregada alrededor de Jesús que escucha su palabra; más aún, que está pendiente de su palabra para cumplir la voluntad de Dios de una manera total y exclusiva. Llamada y exhortación, elección y exigencia, unión beatificante y deber ineludible, todo esto late en las palabras de Jesús y es la conciencia que, en esta unidad transida de tensiones, determina en exclusiva la «familia» de Jesús, el pueblo escatológico de Dios.