CAPÍTULO 22


Parte quinta

POR LA PASIÓN A LA GLORIA 22,1-24,53

La situación de la Iglesia en el mundo está marcada por la persecución. ¿Cómo es posible soportarla hasta el fin? En virtud del camino de Jesús hacia la gloria a través de la pasión y la muerte. Jesús está presente en la Iglesia en el nuevo banquete pascual, que él mismo lo dejó como legado, como memorial (22,1-38). Ante los tribunales delante de judíos y gentiles, en su camino doloroso y en su muerte, Jesús es para la Iglesia modelo en el martirio (cap. 23), y está junto a ella como resucitado y glorificado (cap. 24).

I. CENA PASCUAL (22,1-38).

1. LA GRAN HORA SE ACERCA (22,1-13).

a) Traición de Judas (Lc/22/01-06)

1 Acercábase la fiesta de los ázimos, llamada pascua.

La fiesta de los ázimos -panes sin levadura-, llamada pascua (*), era, juntamente con pentecostés y la fiesta de los tabernáculos, una de las tres fiestas en que se peregrinaba a Jerusalén, un punto culminante del año. Recuerda el éxodo de Egipto, el máximo acontecimiento de la historia de Israel. En aquella ocasión hirió Dios a Egipto y perdonó a su pueblo (Ex 12,26s). El recuerdo de la liberación de Egipto mantuvo viva la esperanza de la liberación futura. Por ello, fue frecuente que con motivo de la celebración de la pascua estallaran movimientos políticos (13,1ss) o se encendieran pasiones religiosas. Se aguardaba del Mesías la futura liberación; se creía que él vendría en una noche de pascua. En las etapas más importantes de la historia de Israel se hacía el pueblo cargo del sentido de esta fiesta, de la liberación y del éxodo, que se actualizaba en la celebración anual de la pascua: en el tiempo de permanencia en el Sinaí (Núm 9) y de la marcha hacia Canaán (Jos 5); en tiempos de la re£orma de Ezequías, hacia el 716 (2Cro 30) y de Josías, hacia el 622 (2Re 23, 21ss); cuando la reconstrucción después de la cautividad de Babilonia, hacia el 515 (Esd 6,19-22). El retorno de la cautividad está descrito como un nuevo éxodo en la segunda parte del libro de Isaías (cf. Is 63,7-64,11), y la reunión de los dispersos (ls 49,6) se considera como obra del Siervo de Yahveh (Is 53,7), que, juntamente con el cordero pascual serviría de representación anticipada del Mesías que había de venir. Ahora se encamina la historia de la salvación hacia su máximo acontecimiento.

Los acontecimientos que comienza a narrar el evangelista dan nuevo contenido y nuevo sentido a la antigua fiesta de la pascua. Comienza un nuevo éxodo del país de la esclavitud y una nueva entrada en la tierra prometida. Cristo mismo es el nuevo Cordero pascual (lCor 5,7). Los bautizados se asemejan al pueblo de Dios redimido por la sangre del Cordero inmaculado y sin tacha y que, haldas en cinta, se dispone a emprender la marcha. Vuelve a instituirse la cena pascual bajo la forma de cena eucarística, que apunta al banquete escatológico. Ha llegado la plenitud de los tiempos.

Desde la era apostólica celebra la Iglesia cada año una pascua cristiana. La celebración pascual de la Iglesia primitiva comenzaba al mismo tiempo que la judía. El judaísmo había aguardado ya la venida del Mesías en la noche de pascua; en la pascua cristiana primitiva ocupaba completamente el centro la parusía o segunda venida de Cristo. La cena pascual judía fue reemplazada por la vigilia pascual; se ayunaba, se leía el relato del éxodo (Éx 12) y se interpretaba el Cordero pascual en sentido de Cristo. Al canto del gallo se celebraba la sagrada Cena, que unía con el Señor. La muerte y la resurrección abarcan el entero misterio de la redención. La solemnidad pascual era sin duda la forma intensificada y solemne de la celebración eucarística, que daba su nota al día del Señor, el domingo. El domingo es una pequeña fiesta pascual... E1 relato de la pasión y de la resurrección hace remontar al origen de la solemnidad cristiana del domingo y de pascua. La manera cómo está escrito este relato está influida por la celebración pascual de los cristianos. «Acercábase la fiesta de los ázimos, llamada pascua»: esta frase proyecta luz sobre todo lo que se va a narrar; a esta luz debe también entenderse todo.
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El Antiguo Testamento distingue entre la pascua (celebración de la pascua), que tenía lugar la noche del 14 al 15 de nisán (marzo/abril), y la fiesta de los ázimos (Lv 23,5s; Nm 28,16s), que seguía inmediatamente a la primera y duraba una semana; en el judaísmo tardío, en el habla popular se designaron ambas fiestas juntamente como fiesta de pascua, designación predominante también en el Nuevo Testamento (22,1; Mt 26,2, etc.).
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2 Los sumos sacerdotes andaban buscando de qué manera podrían eliminarlo, porque tenían miedo al pueblo.

Comienza el drama de la muerte de Jesús. Las fuerzas que traman su muerte son los sumos sacerdotes y los escribas. Se ha decidido acabar con Jesús. Lo que impide eliminarlo por la fuerza es el pueblo, que desde el día de la entrada de Jesús en Jerusalén ha dado a conocer cada vez más su simpatía por él. La tentativa de introducir una cuña entre Jesús y el pueblo no ha dado resultado. Hay que deliberar para ver cómo se puede acabar con Jesús sin inquietar al pueblo.

Desde el comienzo de la actividad de Jesús el pueblo, hambriento de salvación, se adhiere a su mensaje (6,17), escucha todas sus palabras (7,1), reconoce que Jesús es un gran profeta y que por medio de él ha visitado Dios misericordiosamente a su pueblo (7,16), y alaba a Dios cuando Jesús cura al ciego (18,43). Incluso cuando los hombres dirigentes de Israel se pronunciaron contra Jesús, siguió el pueblo mostrándole su adhesión y escuchándolo (19,49). El comportamiento del pueblo es tal, que los sanedritas no pueden en modo alguno atentar abiertamente contra Jesús. Temen al pueblo y los espanta pensar que en una explosión de furia pueda apedrearlos si se permiten discutir la misión divina del Bautista (20,6). El pueblo ha comprendido la acción de Jesús. Por eso es tanto más terrible que sus pastores le quiten a su verdadero pastor y salvador (Mt 9,36).

3 Entonces Satán entró en Judas, el que se llamaba Iscariote, que era del número de los doce. 4 Éste fue a tratar con los sumos sacerdotes y los oficiales de la guardia acerca de cómo podría entregárselo. 5 Ellos se alegraron y convinieron en darle dinero. 6 Él aceptó, y andaba buscando una ocasión oportuna para entregárselo a escondidas del pueblo.

Después de la tentación en el desierto, el demonio se retiró de Jesús durante el tiempo que había sido fijado por Dios (4,13). Ahora ha pasado ese tiempo en que Satán estaba atado, y de nuevo se le ha dado poder. La pasión está bajo la influencia de Satán. El instrumento de éste es Judas, el hombre de Cariot; por su procedencia se lo distingue de su homónimo, el apóstol Judas, por sobrenombre Tadeo (Lebeo).

Judas era del número de los doce (6-16); uno de los íntimos de Jesús, que estaba al corriente de su vida, era utilizable para los planes de sus adversarios; uno del estrecho círculo de Jesús, al que él había elegido (un enigma); uno que contaba entre los patriarcas del nuevo pueblo de Dios, que había sido elegido después que Jesús había pasado una noche entera en oración (6,13): un escándalo para la fe. Lucas se explica este misterio por la intervención de Satán, seductor de los hombres y rival de Dios (*).

Los que negocian con Judas son los sumos sacerdotes y los oficiales que tienen a sus órdenes la guardia del templo. Desde que Jesús había entrado en el templo y lo había limpiado de traficantes indignos, se le habían enemistado los príncipes de los sacerdotes y se habían convertido en sus adversarios los que ejercían la suprema autoridad entre los judíos. Los sumos sacerdotes y los jefes de la guardia del templo serán también los que dirijan la lucha contra la Iglesia naciente en Jerusalén (Act 4,1-5,24).

¿Cómo se puede entregar a Jesús a las autoridades judías a espaldas de las masas? La solución de este problema forma la materia de las negociaciones. Con la oferta de Judas queda resuelto el problema, se pone fin a la perplejidad, se puede ejecutar la resolución de dar muerte a Jesús sin temer ya al pueblo. Se alegraron. Cuando nació Jesús se oyeron estas palabras: «Os traigo una buena noticia que será de grande alegría para todo el pueblo. Hoy... os ha nacido un salvador» (2,10s). Cuando va a realizarse el plan de acabar con Jesús se dice: Se alegraron. La alegría de Dios no es la de los hombres.

Se concluye un pacto con Judas. Convinieron en darle dinero. Judas entrega a Jesús, a cambio recibe dinero. La avidez de dinero hace a Judas accesible a la traición (Jn 12,6) y lo lleva hasta la vileza de hacer de la traición un negocio. «La raíz de todos los males es la afición al dinero, y, por el afán de conseguirlo, algunos se desviaron de la fe y se vieron sumergidos en muchas preocupaciones angustiosas» (lTim 6,10).

El traidor, al servicio de los que le han dado el encargo, pone manos a la obra con fría deliberación. Andaba buscando una ocasión oportuna. Judas está bajo el influjo de Satán, pero obra con deliberación y autonomía. Proyecta el comienzo de la historia de la pasión de Jesús y de la Iglesia. Su divisa es entregarlo. Judas entrega a Jesús a las autoridades judías (22,4.6.21s.48), el sanedrín lo entrega a Pilato (24,20; cf. 18,32), Pilato lo entrega a la masa de los judíos (23,25). Es entregado a los soldados para ser ajusticiado (Mc 15,15). Como Jesús, también sus discípulos son entregados a los tribunales por sus más allegados (21,12). Pablo es entregado a los gentiles (Act 21,11; 28,17). En la palabra está registrada la historia de la pasión y su interpretación. Jesús fue entregado por nuestros pecados (Rom 4,25). La entrega no es sólo acción de hombres, sino, en último término, obra del Dios, que proyecta y procura la salvación. En la pasión de Cristo, que es obra de hombres, tras la que se ocultan los manejos de Satán, se realiza el designio salvador de Dios.
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La investigación de los motivos humanos no va más allá de conjeturas. ¿Era un zelota (kariot=sicario) que quería forzar a Jesús a obrar? ¿Lo traicionó por desilusión y exasperación al ver que no realizaba las esperanzas mesiánicas políticas? ¿Lo atrajo únicamente el dinero (Jn 12,6)?.
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b) Preparación de la cena (Lc/22/07-13).

7 Llego el día de los ázimos, en que había que sacrificar el cordero pascual. 8 Envió a Pedro y a Juan, diciendo: Id a prepararnos la pascua, para que la comamos. Ellos le preguntaron: ¿Dónde quieres que la preparemos? 10 Él les respondió: Mirad: al entrar vosotros en la ciudad, os encontraréis con un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre. 11 Y diréis al amo de la casa: El Maestro pregunta: ¿Dónde está la sala en la que voy a comer la pascua con mis discípulos? 12 Él os mostrará una gran sala en el piso de arriba, arregladla ya con almohadones; preparadla allí. 13 Fueron, pues, y hallaron conforme les había dicho él, y prepararon la pascua.

El orden de la fiesta exigía que el primer día de la fiesta de la pascua se sacrificara el cordero pascual. Esto se llevaba a cabo en el templo después del sacrificio vespertino (hacia las dos y media de la tarde). Al anochecer se comía en la solemne cena pascual. La cena de que se habla aquí forma parte de la celebración de la pascua (*).

Jesús toma la iniciativa (no así en Mc 14,12) y envía a dos discípulos para que preparen todo lo necesario para la cena pascual. Con autoridad mesiánica hace El posible esta cena y la organiza. También dará nuevo contenido a la pascua del Antiguo Testamento. Los dos apóstoles enviados por Jesús son Pedro y Juan. Éstos desplegarán la más intensa actividad después de pentecostés (Act 3,1s; 4,19; 8,14ss.). Tienen un puesto especial en los comienzos de la Iglesia, de la proclamación de la palabra y de la celebración de la cena.

La cena pascual debía comerse dentro de los muros de la ciudad. Las casas de la ciudad de Jerusalén tenían la obligación de procurar que los peregrinos que acudieran para la fiesta tuvieran a su disposición el local necesario si querían celebrar allí la cena pascual. El amo de la casa recibía en compensación la piel del cordero sacrificado. Como el Mesías, a su entrada en Jerusalén, sabe dónde se halla la cabalgadura que ha de montar y dispone de ella con autoridad, también ahora sabe dónde está dispuesta la sala para su celebración de la pascua y la recIama con su autoridad. La cena pascual que se prepara está iluminada por la autoridad de Jesús y por el conocimiento que tiene de lo que ha de venir. El recinto destinado a la cena es una sala en el piso de arriba, que estaba destinada a los huéspedes. Está adornada de fiesta. Los que participaban en la cena solemne estaban recostados sobre cojines, a la manera de hombres libres, no como esclavos. En esta solemnidad se muestra la alegría por la liberación. La sala superior con iluminación de fiesta era también en las comunidades cristianas de la antigua Iglesia el espacio destinado a la celebración de la nueva pascua (Act 20.6s).
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Todavía se discute si Jesús celebró la cena pascual ritual o únicamente una cena de despedida con sus discípulos. Si sólo tuviéramos los Evangelios sinópticos, apenas si podríamos dudar de que la cena de despedida de Jesús fuera la cena pascual de los judíos. En efecto, la celebró el mismo día en que debía celebrarse la cena pascual. La celebración tuvo lugar en Jerusalén, y no en Betania, donde solía pernoctar Jesús. La cena se tuvo por la noche, los comensales estaban recostados en almohadones. La cosa varía en san Juan. La mañana del viernes no quisieron los judíos entrar en el pretorio para no contaminarse y poder todavía comer la pascua (/Jn/18/28). De aquí resulta claro que el año de la muerte de Jesús se celebró la pascua la noche del viernes, y no la del jueves. Se han hecho numerosas tentativas de resolver esta contradicción entre los sinópticos y Juan. No faltan quienes han dado la razón a los sinópticos y han supuesto que Juan aplazó un día la cena de pascua por razones teológicas, porque Jesús debía morir como verdadero Cordero pascual a la hora misma en que se inmolaban en el templo los corderos pascuales (/Jn/19/36). Otros han dado la razón a Juan. Según ellos los sinópticos habrían anticipado un día la fiesta de la pascua, porque Jesús, con propia autoridad, quería celebrar ya la pascua el jueves por razón de su muerte el viernes. Otros han tratado de mostrar que la cena pascual ritual podía en determinados casos celebrarse el 13, 14 ó 15 de nisán. Finalmente, basándose en un calendario sacerdotal, que habría estado en uso en Qumrán, han propuesto algunos una solución según la cual Jesús celebraría ya la pascua el martes por la noche, mientras que la mayoría de los judíos lo hacían el viernes, siguiendo el calendario oficial. Sin embargo, también esta solución tiene sus dificultades. En todo caso, la última cena de Jesús estuvo sumergida en la atmósfera de la fiesta pascual judía. Fue una cena solamente en memoria de la pascua, quizá sin cordero pascual. De manera análoga celebraban la cena pascual las gentes de Qumran, los disidentes, los judíos de la diáspora que no podían viajar a Jerusalén, y más tarde los judíos después de la destrucción del templo.
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2. LA CENA (Lc/22/14-20).

Lucas nos legó un artístico díptico, en cuya doble imagen se contraponen la cena cristiana (v. 19-20) y la judía (v. 14-18). El cordero pascual y la copa de vino del viejo rito ceden el puesto al pan y a la copa del nuevo.,

a) Antigua cena pascual (22,14-18).

14 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa, y los apóstoles con él.

La hora fijada por la ley para la cena pascual era poco después de la puesta del sol (Ex 12,8). Ha llegado esta hora. Es también la hora en que, por disposición de la voluntad divina, ha de comenzar la pasión y la glorificación de Jesús (22,53; con frecuencia en Juan: así 12,23; 13,1; 17,1). Cristo parte del mundo cuando llega esta hora; obra por libre decisión y obedeciendo al Padre.

No se tiene ya en cuenta la antigua prescripción según la cual en la cena pascual los comensales debían estar preparados para marchar y comer de prisa. La cena ha adoptado la forma de un banquete helenístico solemne. Los doce apóstoles (6,13) son los comensales de Jesús. En la cena pascual no debe haber menos de diez ni más de veinte comensales. Jesús actúa en esta comunidad como el padre de familia. El señor está presente cuando se celebra la cena pascual y forma el centro de la comunidad de los comensales.

15 Y les dijo: Con ardiente deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer; 16 porque os digo que ya no la voy a comer más hasta que se cumpla en el reino de Dios.

La antigua cena pascual se esboza solamente con unos pocos rasgos; se indica lo esencial: el cordero pascual y la copa de vino. El cuadro lleva el sello de la futura celebración eucarística (*).

La cena-pascual según el rito de los judíos, que a juzgar por el relato, celebró también Jesús, se celebraba siguiendo un orden riguroso. El padre de familia inauguraba la ceremonia con una acción de gracias por la fiesta. A continuación tomaba una copa con vino y pronunciaba sobre ella la bendición: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que creaste el fruto de la vid.» Entonces se bebía el vino de esta primera copa. Los presentes se lavaban la mano derecha y consumían el primer plato: una entrada de hierbas amargas empapada en una salsa muy fuerte y que era masticada mientras se meditaba. Se mezclaba una segunda copa y se ponía delante, aunque no se bebía inmediatamente de allá. El hijo preguntaba al padre de familia cómo aquella noche, con las rúbricas especiales de la cena, se distinguía de las otras noches. Entonces daba el padre una instrucción sobre el sentido de la solemnidad pascual y el significado de los manjares. Era la haggada de pascua. En estas palabras de explicación debía por lo menos recordarse la pascua («porque Dios pasó de largo las casas de nuestros padres en Egipto»), el pan sin levadura («porque fueron liberados tan rápidamente, que su masa de pan no tuvo tiempo de fermentar») y las hierbas amargas («porque los egipcios habían amargado la vida a nuestros padres en Egipto»). Tras estas palabras se cantaba la primera parte del hallel (Sal 113s). Se terminaba con el himno pascual: «Al salir Israel de Egipto, la casa de Jacob se libró de un pueblo extraño, fue Judá su santuario; Israel, su tierra de dominio»; (Sal 114-1s). Entonces se bebía la segunda copa.

Acto seguido se lavaban los comensales las manos y comenzaba la parte principal de la cena. El padre de familia tomaba pan sin levadura y pronunciaba sobre él la acción de gracias: «Bendito seas, Yahveh, Dios nuestro, rey del mundo, que haces brotar pan de la tierra.» Luego partía el pan en pedazos y lo daba a los comensales, que lo comían con hierbas amargas y zumo de frutas. Después se comía el cordero pascual. Una vez terminada la cena, pronunciaba el padre de familia sobre la tercera copa («copa de bendición») la acción de gracias de la comida; en ella se manifiesta la esperanza mesiánica: «Señor, Dios nuestro, a ti se dirigen nuestros ojos; pues Dios eres tú, rey de misericordia y gracia. El misericordioso. Su soberanía sea sobre nosotros siempre y eternamente. El misericordioso. Envíanos al profeta Elías, que nos traiga el Evangelio, ayuda y consuelo. El misericordioso. Otórguenos los días del Mesías y la vida del mundo venidero, él, que magnifica la salvación de su rey y hace gracia a su ungido, a David y a su descendencia eternamente.» Después de beber esta copa se cantaba la segunda parte del hallel (Sal 114/5-118). En él se decía: «Prendido me habían los lazos de la muerte, habíanme sorprendido las ansiedades del sepulcro, todo era angustia y afán para mí, e invoqué el nombre de Yahveh: Salva, ¡oh Yahveh!, mi alma. Yahveh es misericordioso y justo; sí, nuestro Dios es piadoso. Protege Yahveh a los desvalidos: yo era un mísero y él me socorrió... ¡Qué podré yo dar a Yahveh por todos los beneficios que me ha hecho? Elevaré la copa del socorro invocando el nombre de Yahveh» (Sal 116,3-6.12s). La cena pascual recibe consagración y sentido. Jesús la había deseado con ardiente deseo. Lo que durante su actividad estaba siempre presente a sus ojos, ha llegado ahora. «Fuego vine a echar sobre la tierra. ¡Y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo un bautismo con que he de ser bautizado. ¡Y cuánta es mi angustia hasta que esto se cumpla!» (12,49s). «Yo expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día tendré terminada mi obra» (13,32). Su obra no quedará terminada hasta que él haya pasado por la muerte. Con la última cena comienza su pasión y su gloria, se sientan las bases del bautismo y del envío del Espíritu Santo. Su muerte está envuelta en la claridad de pascua, de pentecostés y de los acontecimientos escatológicos; su muerte trae la salvación a los muchos. La antigua Iglesia celebra el banquete eucarístico con profundos sentimientos escatológicos (Act 2,46). La cena que Jesús se dispone a celebrar con los suyos, los doce, que están con él, es cena de despedida. Sus palabras remiten a la muerte próxima: «...antes de padecer». El recuerdo de esta cena de despedida quedará siempre ligado a la marcha de Jesús hacia la muerte.

La mirada de Jesús se dirige, como siempre, al reino de Dios. Su muerte no es su fin. El momento presente, con la oscuridad que cae sobre él, es situado ya a la luz del futuro. El hecho de comer el cordero pascual despierta la esperanza de la venida del Mesías y de la vida en el mundo venidero. Ahora se cumple una profecía. Primeramente se cumple en la Iglesia mediante el banquete eucarístico, definitivamente se cumplirá en la participación en el reino de Dios, que es representado como banquete (22,30).
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Según algunos exégetas (J. Schmid), Lucas en los v. 15-18, utiliza únicamente materiales contenidos en Marcos; otros, en cambio (H. Schurmann), creen descubrir un antiguo relato de la institución como fuente de estos versículos.
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17 Tomó luego una copa, y recitando la acción de gracias, dijo: Tomad esto y repartidlo entre vosotros; 18 porque os digo que, desde ahora, ya no beberé del producto de la vid hasta que llegue al reino de Dios.

Una vez que se ha comido el cordero pascual, se bebe la «copa de la bendición». A ello va asociada la oración de acción de gracias. Jesús da la copa a los comensales y los invita a beber. Él mismo no bebe; de lo contrario, habría sido superfluo invitarlos a beber. Cuando bebía el padre de familia, era señal para que bebieran también los comensales. Con la copa les da también gozo y bendición.

También la copa de vino remite más allá de la hora presente. Jesús la beberá de nuevo. A su muerte sigue la gloria en el reino de Dios. En la antigua Iglesia hacían los cristianos memoria de las palabras de Jesús sobre el cordero pascual y sobre la copa pascual cuando se reunían para la cena sin la presencia corporal del Señor. Estas palabras mantenían viva la esperanza de que había de inaugurarse el reino de Dios y de que los que esperaban participarían en el banquete de que habla el Señor.

A la luz de las palabras de Jesús, pronunciadas sobre la antigua pascua, la nueva comida y la nueva bebida que él va a dar es regalo de despedida del Señor que va a la muerte, celebración conmemorativa de nueva redención, comunidad de mesa con el Resucitado, promesa de nueva comida plena y de nueva vida en el reino de Dios.

b) Cena eucarística (22,19-20).

19 Luego tomó pan y, recitando la acción de gracias, lo partió y lo dio a ellos diciendo: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. 20 Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.

Se instituye la nueva pascua. El puesto del cordero pascual viene a ocuparlo el cuerpo de Jesús, el puesto de la copa pascual llena de vino viene a ocuparlo la sangre de Jesús. No se borran todos los vestigios de la antigua pascua. Como bloques erráticos de tiempos pasados hallamos las palabras acción de gracias y después de haber cenado. Después de comer el cordero pascual utilizó Jesús la tercera copa, la «copa de la bendición» (lCor 10,16), para su nuevo don. Las palabras sobre la acción de gracias están situadas al comienzo mismo del banquete eucarístico, aunque habrían tenido su puesto histórico antes de la copa. La acción de gracias es algo así como el título. La cena pascual, instituida en nueva forma por Jesús, es la gran acción de gracias de la Iglesia con Cristo, la eucaristía. De todo esto resulta también claro que el relato de la institución de la cena eucarística no pretende ser un relato escrupulosamente histórico de lo que entonces tuvo lugar en la última cena. El relato está más bien compuesto y configurado de tal modo que sirva de instrucción y de norma para la sagrada cena de los cristianos. Lo que aquí sucede tiene su origen en Jesús (cf. lCor 1 1,23) (*).

El centro de la nueva pascua es Jesús. De él vienen don, acción y palabra. Él toma el pan en su mano después de haberse levantado del almohadón en que estaba recostado, pronuncia la bendición, lo parte y lo distribuye entre los comensales. Análogamente procede con la copa, que contiene vino mezclado con agua. Las palabras que pronuncia Jesús y que acompañan su acción, hacen comprensible su don, lo presentan como don salvador, que tiene su razón de ser en su muerte.

El don que entrega Jesús es su cuerpo y su sangre. El cuerpo es su cuerpo vivo, él mismo; la sangre es sede de la vida, su vida, él mismo. El cuerpo y la sangre están representados separadamente por estos dos dones. Así hacen referencia a la muerte. Jesús se da a los suyos como memorial de su muerte. «Cada vez que coméis de este pan y bebéis de esta copa, estáis anunciando la muerte del Señor, hasta que él venga» (lCor 11,26).

Las palabras con que dio Jesús comienzo a la cena, llenan la noche con el pensamiento de su fin violento. Los dones que imparte Jesús son su cuerpo, que es entregado, su sangre, que es derramada. El cuerpo es entregado, la sangre es derramada... en la muerte. Jesús toma esta muerte sobre sí por los discípulos, a los que imparte sus dones. El pan es partido y entregado... por vosotros. La sangre es derramada... por vosotros. La muerte de Jesús redunda en su bien, es para ellos muerte salvadora. Como el mártir con su muerte procura al pueblo gracia y purificación de los pecados, porque la providencia divina quiere por esta muerte expiatoria salvar a Israel oprimido (4Mac 6,28s; 17,22), así también Jesús, con su muerte, proporciona expiación y perdón. Su muerte es martirio expiatorio. Su sangre da expiación (Lev 17,11) .

Por vosotros. Estas palabras van dirigidas a los discípulos, a los que se dan el cuerpo y la sangre de Jesús. Estas palabras aplican a los discípulos lo que aporta para muchos la muerte expiatoria del siervo de Yahveh. El siervo de Yahveh es un varón de dolores, familiarizado con el sufrimiento (Is 53,3). Él lleva nuestro sufrimiento, cargó con nuestros dolores, fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades; para nuestra salud pesa sobre él el castigo; por sus llagas nos viene la curación; el Señor carga sobre él la deuda de los pecados de todos nosotros (Is 53,4-6). Jesús es el siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio en expiación por los hombres (**). Su muerte es muerte sacrificial expiatoria.

La copa que da Jesús es «la nueva alianza en mi sangre». Contiene la sangre, con cuyo derramamiento se concluye la nueva alianza. La antigua alianza, que concluyó Dios con su pueblo en el Sinaí, ha caducado, porque el pueblo de Dios ha faltado a la fidelidad. EL Dios fiel y misericordioso le prometió perdón y un nuevo orden divino: «Vienen días en que yo haré una alianza nuEva con la casa de Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto; ellos quebrantaron mi alianza y yo los rechacé. Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días: Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón, y será su Dios y ellos serán mi pueblo. No tendrán ya que enseñarse unos a otros ni exhortarse unos a otros, diciendo: Conoced a Yahveh, sino que todos me conocerán, desde los pequeños a los grandes; porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados» (Jer 31,31-34). Con su sangre otorga Jesús los bienes del nuevo orden divino, la anticipación de la salud de los últimos tiempos: íntima comunión con Dios, reconciliación con él, perdón de la culpa.

Con la copa de salvación se da Jesús como mediador de la nueva alianza. Por él, el siervo de Yahveh, que interviene expiando por muchos y da su vida, se inaugura el nuevo orden divino: «Yo, Yahveh, te he llamado en la justicia y te he tomado de la mano. Yo te he formado y te he puesto por alianza para mi pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del fondo del calabozo a los que moran en tinieblas» (Is 42,6s). «Al tiempo de la gracia te escuché, el día de la salvación vine en tu ayuda. Yo te formé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas. Para decir a los presos: Salid; y a los que moran en tinieblas: Venid a la luz. En todos los caminos serán apacentados, habrá pastos en todas las laderas. No padecerán hambre ni sed, calor ni viento solano que los aflija. Porque los guiará el que de ellos se ha compadecido y los llevará a aguas manantiales. Yo tornaré todos los montes en caminos y estarán preparadas las vías. Vienen de lejos: éstos, del norte y del poniente; aquéllos, de la tierra de Sinim. Cantad, cielos; tierra, salta de gozo; montes, que resuenen vuestros cánticos, porque ha consolado Yahveh a su pueblo, ha tenido compasión de sus males» (Is 49,8-13). Lo que había anunciado Jesús en Nazaret al comienzo de su actividad, halla realización y acabamiento en la sagrada cena (4,17-20). Lo que él anunció de palabra, se realiza en su cuerpo y sangre y se imparte en la cena. Jesús no se limita a expresar la fuerza salvífica de su muerte, sino que la da como alimento en su cuerpo y sangre: «Partió el pan y lo dio a ellos.» De la misma manera también la copa. El fruto de su muerte salvífica no se asimila ya únicamente en la fe, sino mediante la recepción de la comida y de la bebida en el cuerpo. Por muy grande que sea la cualidad de signo del pan y del vino, no es suficiente para reproducir el sentido contenido en la eucaristía. «La insistencia en describir la acción de dar reclama una comprensión realista.» Jesús efectúa esta acción a la sombra de la cena pascual. Se come el cordero pascual sacrificado. Al sacrificio sigue la comida sacrificial (Ex 24,11).

A la palabra relativa al pan se añade un encargo de repetir lo hecho: Haced esto en memoria mía. También se aplica al cáliz (lCor 11,24s). La entera acción de la cena, tal como la efectuó Jesús sobre el pan y el vino, deben hacerla los discípulos en memoria de él. Cuandoquiera que hagan esto, estará presente Jesús, que con su muerte pone en vigor el nuevo orden divino. También la antigua cena pascual es más que mero recuerdo en el marco de una fiesta familiar. En ella, la pasada acción salvífica del éxodo viene a ser presencia de gracia para los que participan en la cena; al mismo tiempo se funda en ella la esperanza de que también tendrán participación en la futura salvación. Jesús debía sentirse interesado personalmente en la liberación de Israel: «En cada generación está el hombre obligado a considerarse como si él mismo hubiese salido de Egipto, por esto tenemos la obligación de dar gracias, de alabar, de bendecir... al que hizo estas maravillas a nuestros padres y a todos nosotros, al que nos sacó de la esclavitud a la libertad, de la aflicción a la alegría, del luto a la fiesta, de la oscuridad a la gran luz y de la opresión a la liberación, y ante él cantaremos Aleluya » Estos sentimientos se experimentaban cuando se celebraba la fiesta conmemorativa de la pascua. Así piensan los discípulos de Jesús en la cena de despedida, que el Señor pone a la luz de la cena pascual. La nueva pascua, dejada por Jesús como institución, no va en zaga a la antigua. Su obra salvífica está presente cuando se celebra el banquete conmemorativo. El encargo de repetir esta cena, dado por Jesús a los apóstoles, da a la Iglesia fuerza y vida, y la ley de su obrar. Jesús realiza la pascua, o tránsito, de la cruz a la resurrección, en su misma persona; en la eucaristía hace que todos los que toman el pan y el vino con fe, pasen cada vez mas de la muerte del pecado a su nueva vida.
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Las palabras de la Cena en Lucas tienen afinidad con las palabras de la institución transmitidas por Pablo (ICor 11,23). De las palabras introductorias de Pablo y del análisis de historia de las formas resulta que estas palabras se remontan a los años 30 del siglo I y son por tanto «piedra fundamental de la tradición». Nos muestran la forma en que pronunciaban las palabras de Jesús las comunidades de Antioquia (y de Jerusalén). Las relatos de la institución, pese a sus diferentes formas, permiten reconocer cómo hablaría Jesús, aunque el tenor de las palabras se reproduce conforme al sentido, no literalmente, sino adaptado a la inteligencia de las comunidades. En la tradición de estas palabras tan veneradas ha quedado también como sedimento el empeño de la Iglesia por comprender este precioso legado del Señor. Y su solicitud por la fecundidad del mismo.
** En la función del siervo de Yahveh, que sufre en forma vicaria por el pecado de Israel, «por muchos», vio Jesús el sentido asignado por Dios a su muerte, tanto más que la idea de la representación vicaria y del sentido expiatorio de los sufrimientos del justo, era corriente desde la época de los Macabeos. Cf. 22,37; Mc 8,31; 9,31; 10,33; 10,45; Mt 8,17; 12,18-21.
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3. PALABRAS DE DESPEDIDA (22,21-38).

A la cena siguen palabras de despedida, compiladas con material de tradición. La literatura helenística, la del Antiguo Testamento y la del antiguo judaísmo transmitieron las últimas palabras de grandes hombres. Platón escribió el testamento espiritual de Sócrates como palabras de despedida. El libro del Deuteronomio suena como un último legado de Moisés. En el libro de Tobías se leen exhortaciones del viejo Tobias moribundo a su hijo. A esta tradición pertenecen las palabras de despedida de Jesús en los evangelios de Lucas y de Juan.

Nos hallamos ante cuatro fragmentos cuya composición obedece a un orden riguroso: la predicción relativa al traidor (v. 21-23), exhortación y promesa a los discípulos (v. 24-30), la predicción de la caída de Pedro (v. 31-34), y una nueva exhortación y promesa a los discípulos (v. 35-38). Se ha pensado en el primero y en el úItimo de las listas de los apóstoles y también en los apóstoles mismos. En los doce que toman parte en la última cena se ve la Iglesia, que se congrega para cumplir el encargo del Señor. El pasado ideal del tiempo de Jesús ofrece también la norma para el futuro culto de la Iglesia.

a) El traidor (Lc/22/21-23).

21 Sin embargo, aquí está conmigo sobre la mesa la mano del que me va a entrega.

Se interrumpe el discurso relativo al gran legado de Jesús («sin embargo»). Se va a proferir algo inesperado e incomprensible. Uno de los que se sientan a la mesa con Jesús va a traicionar a Jesús y entregarlo a sus enemigos. Pese a esta infidelidad, el Señor no se desalienta ni renuncia a confiar a la Iglesia su legado, en él está presente su obra salvadora. «El Señor Jesús, la noche en que era entregado, tomó pan...» (lCor 11,23). Así comienza el antiguo relato de la institución, que Pablo trae a la memoria a la comunidad de Corinto, a fin de que no toleren en la comunidad nada que no sea compatible con el memorial de la muerte de Jesús.

La comunidad de mesa es comunidad de fidelidad y de amistad. David se queja de su infiel compañero de mesa: «Aun el que tenía paz conmigo, aquel a quien yo me confiaba y comía mi pan, alzó contra mí su calcañal» (Sal 41[40]10). En las palabras de Jesús se oye como un eco de esta queja. Lo que ocurre a Jesús forma parte del designio de Dios, que se expresa en las palabras de la Escritura. La comunidad de mesa con Jesús, que se realiza también en la celebración eucarística, obliga a la fidelidad al señor de la mesa, que es Jesús. Desertar de la Iglesia es cometer infidelidad con el Señor y con su comunidad de mesa.

22 Porque el Hijo del hombre sigue su camino conforme a lo que está determinado; pero ¡ay de ese hombre por quien va a ser entregado!

Jesús conoce al traidor y no se ve sorprendido por la traición. Judas le va a entregar. Esta traición es sólo el primer plano de su pasión y de su muerte. Dios es quien inscribe también en la vida de Jesús esta traición perpetrada por uno que está con él y la predetermina. Ello está conexo con la misión del Hijo del hombre, que por su pasión y muerte entra en la gloria. Porque fue obediente, por eso está sentado a la diestra del Poder de Dios (22,69). El designio divino no suprime la responsabilidad del traidor. ¡Ay de ese hombre! Este ¡ay! amenazador anuncia la reprobación en el juicio. El Hijo del hombre es juez. Las tentativas de disculpar a Judas no pueden sostenerse ante la palabra de Jesús. La comunidad de mesa y el pertenecer a la comunidad de discípulos de Jesús no bastan para garantizar la salvación. Jesús exige decisión personal por su palabra y por su persona (13,26s). La conmemoración del Señor, la fidelidad y la salvación, la infidelidad y el juicio condenatorio son cosas que pueden hallarse juntas (lCor 11,23-34). La celebración eucarística nos sitúa ante decisiones personales.

23 Entonces comenzaron a preguntarse unos a otros quién podía ser de entre ellos el que había de hacer eso.

El asombro y las preguntas de los discípulos pintan lo reprobable de la traición, su incomprensibilidad y el espanto de los leales. Los discípulos se examinan con sus preguntas. El que come de la sagrada mesa debe examinarse a sí mismo. «Que cada uno se examine a sí mismo, y así coma del pan y beba de la copa; porque el que come y bebe indignamente, come y bebe su propia condena, por no discernir el cuerpo del Señor (distinguiéndolo de la comida corriente)» (lCor 11,28s). Lo santo para los santos.

b) Discusión por la primacía (Lc/22/24-30)

24 Luego surgió también una discusión sobre cuál de ellos debía ser tenido por mayor. 25 Pero él les dijo. Los reyes de las naciones dominan sobre ellas, y los que ejercen esta autoridad son llamados bienhechores. 26 Pero vosotros no habéis de ser así; al contrario, el mayor entre vosotros pórtese como el menor; y el que manda, como el que sirve.

La discusión de los discípulos por la primacía tiene lugar en la atmósfera de la última cena, en la inminencia de la partida del Hijo del hombre, en la perspectiva de su muerte salvífica. En este marco ha de enjuiciarse. Nuestra vida está en el campo de luz y de fuerzas de la presencia de Jesús, de su muerte salvadora y de su obra expiatoria, de la última cena y de la cena venidera del tiempo final (Cf. Mc 10,41-45; Lc 12, 39s; 42-46.47s).

La jerarquía en la comunidad de los discípulos de Jesús tiene otro sentido que la jerarquía entre los gentiles incrédulos. El que tiene fuerza para despojar del poder, despoja, a fin de tener él solo el poder y hallarse así en condiciones de dominar sin restricciones. Es una ironía el que estos dominadores se llamen todavía bienhechores. Los emperadores romanos desde Augusto llevaban el título de «salvador y bienhechor del orbe de la tierra». El ansia de dominar se disfraza con la máscara de amistad y beneficencia. La conciencia descubre lo que exige el orden social.

En el grupo de los discípulos, la categoría y la grandeza exige servicio. El mayor, el menor, el que manda, el que sirve son designaciones que hacen referencia a la organización de la comunidad, a la escala de dignidad, a la «jerarquía». Jesús no proyecta una Iglesia sin distinción de grados, sin superiores e inferiores. El que tiene un puesto elevado en la comunidad, debe saber que no es señor, sino servidor. El reino de Dios está alboreando; todos los criterios que se basan en medidas humanas son invertidos, todos los valores cambian de valor.

27 Porque ¿quién es mayor: el que está a la mesa o el que sirve? ¿Acaso no lo es el que está a la mesa? Sin embargo, ya estoy entre vosotros como quien sirve.

Jesús sirve en la última cena. Como fiel administrador da la comida a los suyos a su debido tiempo (12,42). Él mismo se da en manjar y bebida, va por los suyos a la muerte y es «rescate por muchos» (Mc 10,45). Ha prometido que en el banquete venidero del tiempo final se ceñirá y hará que los discípulos que aguardan vigilantes su venida, se sienten a la mesa y les servirá (12,37). Jesús, dispensador y Señor del banquete, es, en una extraña inversión de funciones, también el servidor que sirve a la mesa.

En la Iglesia de Jerusalén hay un período, en el que los doce atienden a la mesa de los pobres (Act 6,2). Después asumen este servicio de las mesas siete hombres, a los que los apóstoles les imponen las manos en un rito acompañado de oración (6,6). Los jefes de la comunidad y presidentes de las mesas atienden en la comida a los pobres y necesitados. Es posible que en su servicio tengan presente la imagen de Jesús, que cuando da de comer milagrosamente en el desierto, dice a los apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37) y hace que ellos preparen y repartan la comida (Mc 6,39-41); que envía a Pedro y a Juan para que preparen la última cena, y que habla incluso de su servicio a los suyos que están sentados a la mesa. El servidor de Dios es servidor de los hombres.

El orden en el servicio de Dios es orden en la comunidad y en la vida. La ley de servir, que afecta a cuantos disponen de poder -saber, talento, bienes, influencia- recibe de la cena eucarística vigor y obligatoriedad. Esta ley imprime su sello en la vida cristiana comunitaria: comunidad de mesa, comunidad familiar, comunidad de trabajo, comunidad en el Estado, comunidad entre las naciones. Pablo hace esta exhortación: «Si hay, pues, algún estímulo en Cristo, algún aliento de amor, alguna comunicación de Espíritu, algo de entrañable ternura y compasión (si todo esto significa algo entre vosotros), colmad mi alegría siendo del mismo sentir, teniendo el mismo amor, una sola alma, un solo sentir. No hagáis nada por rivalidad ni por vanagloria, sino más bien, con humildad, teniéndoos recíprocamente unos a otros por superiores; no atendiendo cada uno solamente a lo suyo, sino también a lo de los otros» (Flp 2,1-5). Luego aduce un antiguo himno de la cena, que canta cómo Jesús en la encarnación y en la muerte se despojó de sí mismo y asumió la condición de esclavo (Flp 2,6-11). En Cristo, el poder es servicio.

28 Vosotros sois los que constantemente habéis permanecido conmigo en mis pruebas; 29 por eso, igual que mi Padre dispuso en favor mío de un reino, yo también dispongo de él en favor vuestro, 30 a fin de que, en mi reino, comáis y bebáis a mi mesa y estéis sentados sobre tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel.

Jesús, en la cena de despedida, dirige un mirada retrospectiva a su vida. Su actividad va acompañada de incomprensión por parte de sus discípulos, de incredulidad y equívoco por parte del pueblo, de odio y persecución por parte de los grandes; ahora le aguarda la reprobación y la condenación a muerte. Durante toda su vida había sido una «señal... objeto de contradicción» (2,34). Moisés y Elías, las dos grandes figuras dolorosas del Antiguo Testamento y libertadores del pueblo de Dios, aparecen con él en la montaña de la transfiguración (9,30). Con ellos, como con todos los hombres de Dios, comparte él la vida de prueba en un destino de sufrimiento. ¿Por qué la causa de Dios y su misión no se acredita con poder, sino con impotencia? ¿Por qué se manifiesta el reino de Dios en el desvalimiento del que sufre, es perseguido y crucificado? Esto escandaliza a los discípulos y es causa de la deserción del pueblo. Los doce, en cambio, perseveraron y se le mantuvieron fieles, aunque ellos también participaron de sus pruebas. Después que muchos le abandonaron, preguntó Jesús a los doce: «¿Acaso también vosotros queréis iros? Simón Pedro le respondió: Señor, ¿a quién vamos a ir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!» (Jn 6,67).

El camino doloroso de Jesús remata en la gloria del reino, que le da el Padre. Jesús conoce los designios del Padre y sabe por la Escritura que él ha de llegar a la gloria a través del sufrimiento (24,26), sabe que el Padre le ha destinado y prometido el reino y la soberanía. A los amargos días de la pasión sigue el banquete de alegría, que es imagen del reino de Dios (14,15ss); a la reprobación y al aniquilamiento sigue la elevación al trono, que representa el poder real y judicial (Mt 25,31). Por haber perseverado los apóstoles con él en sus pruebas, también ellos reciben de él el título jurídico de participar en su gloria. El «conmigo» determina su vida en la tierra, y también caracterizará su futuro. Jesús es por su muerte mediador de la alianza (diatheke), él transmite (diatithemai) el fruto de la perfecta y acabada alianza de Dios. Los apóstoles, por haber permanecido adheridos fielmente al Crucificado, son comensales de Jesús en la gloria y jueces del pueblo de Dios.

Al celebrar la eucaristía ponemos la mira en la comunidad de mesa y en el reino venideros, pero al mismo tiempo se nos hace presente que el reino venidero sólo se otorgará a quien, pese a los asaltos contra la fe, haya seguido fielmente a Cristo en la vida. La celebración de la eucaristía, el seguimiento en la pasión y la participación en el reino de Cristo: estas tres cosas están íntimamente enlazadas por el «conmigo». La sagrada cena nos une con él, la perseverancia en su destino de sufrimiento debe unirnos con él, el acontecimiento del final de los tiempos nos hará participar con él en el reino de Dios. En un himno a Cristo de la Iglesia primitiva, que se cantaba quizá también en el banquete eucarístico, se dice: «Si con él morimos, también con él viviremos; si resistimos, también con el reinaremos; si de él renegamos, también él renegará de nosotros; si le somos infieles, el sigue siendo fiel, pues no puede renegar de sí mismo» (2Tim 2,11s).

c) Simón Pedro (Lc/22/31-34).

31 Simón, Simón, mira que Satán os ha reclamado para zarandearos como al trigo; 32 pero yo he orado por ti, a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando luego te hayas vuelto, confirma a tus hermanos.

La palabra de Jesús es definitiva, es intangible e inalterable. La repetición del nombre de Pedro da fuerza y seguridad a la palabra, por sorprendente y desconcertante que sea («mira») lo que con ella se expresa. La tentación de apostasía no perdona ni a los mismos apóstoles. ¿Quien podrá, pues, tenerse por seguro?

Satán se presenta ante Dios como acusador de los hombres. Hace, ante Dios, las funciones de «fiscal». Acerca de Job, al que Dios reconoce como piadoso y justo, como temeroso de Dios y alejado del mal, dice el demonio a Dios: «¿Acaso teme Job a Dios en balde? ¿No le has rodeado de un vallado protector a él, a su casa y a todo cuanto tiene? Has bendecido el trabajo de sus manos y ha crecido así su hacienda sobre la tierra. Pero, anda, extiende tu mano y tócalo en lo suyo, a ver si no te vuelve la espalda» (Job 1,9-11). Satán es el adversario del amoroso designio salvífico de Dios con Israel (Zac 3,1-5). Tampoco faltará cuando Jesús quiera realizar su designio amoroso con el nuevo pueblo de Dios. El poder de Satán está ligado. Tiene que pedir a Dios que le permita desplegar su poder.

El ataque de Satán va dirigido contra los apóstoles. Hay que hacer que se tambalee su fe en Jesús. Los discípulos son zarandeados como trigo por el demonio. Para que el grano sea purificado de la paja, son sacudidos de una parte a otra como en un cedazo, por todas partes son acosados, presa de la mayor inquietud. Cuando descargue sobre Jesús la pasión y se dé a Satán poder sobre él y los suyos, se verán los discípulos expuestos por todos los lados a apremiantes tentaciones de apostasía. Satán aguarda a que fallen los discípulos para poder acusarlos delante de Dios. Dios no exime a los apóstoles y a la Iglesia, de las persecuciones y tentaciones. No los saca del «mundo» (Jn 17,15).

Contra las maquinaciones del demonio está la intercesión de Jesús. La voluntad de Satán se estrella contra el poder de su oración. Jesús es el abogado de sus discípulos. Jesús ora sólo por Pedro, no por los demás discípulos, aunque todos se ven en el mismo peligro. Simón se ve destacado de los doce; él es jefe y portavoz de los doce y de la comunidad primitiva (Act 1-12), y ha de ser el apoyo de su fe. Jesús ora para que no desfallezca la fe de Pedro. Como no fue «la carne y la sangre», el poder humano, lo que le reveló que Jesús es el Mesías (Mt 16,17), así tampoco es mantenido en la fe por poder humano, sino por el don de Dios, que Jesús implora para él. Lo que Jesús pide al Padre para Pedro no es ni más ni menos que su perseverancia en la fe. La fe en Jesús es lo decisivo en la obra de salvación. Sobre la fe de Pedro está edificada la fe de la Iglesia. El privilegio que se otorga a Simón con preferencia a los otros discípulos, se le da, no para él, sino para los demás, para los hermanos, para la fraternidad de la Iglesia (Mt 18,15-17), para los apóstoles y los fieles. Pedro ha de confirmarse mediante la palabra de la fe -que procede de la fe y conduce a la fe-, cuando se vean amenazados en su fe, y la cruz de Jesús, causada y explotada satánicamente, pueda ser para ellos piedra de escándalo.

También Pedro se desviará del camino recto y negará al Señor. Necesita volverse, pues ha llegado hasta el borde de la apostasía. Sólo porque la oración de Jesús es escuchada no ha perdido la fe. La fe lo induce a «volverse», a convertirse, y una vez convertido hará, amorosa y fielmente que los hermanos vuelvan (2Sam 15,20) a la fe. Los jefes de las comunidades tienen el deber de confirmar a los hermanos en la fe: «Mirad por vosotros mismos y por toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os ha constituido inspectores, para pastorear la Iglesia de Dios que él se adquirió con su propia sangre» (Act 20,28) (Cf. 1Ts 4,12; 2Tm 4,2ss; Hb 13,17; 1P 5,1-4). El lugar de estas exhortaciones sería preferentemente el culto de la Iglesia primitiva. Jesús interviene en favor de la comunidad como su sumo sacerdote y víctima, pero los rectores de la comunidades deben considerar como un deber la solicitud por la fe de los hermanos. Las palabras de despedida que siguen a la última cena, son un ritual para la celebración de la cena en la comunidad. La eucaristía forma parte de la estructura viva de la Iglesia.

33 Díjole entonces Pedro: Señor, dispuesto estoy a ir contigo incluso a la cárcel y a la muerte. 34 Pero él contestó: Pedro, yo te digo que hoy no cantará el gallo sin que hayas negado por tres veces haberme conocido.

Pedro no puede soportar que se ponga en tela de juicio su fidelidad: «Cuando te hayas vuelto...» Pedro protesta su veneración por Jesús: Señor, que dispone y debe disponer de mí. Declara su resolución: Dispuesto estoy... Hace hincapié en su fuerza y su fidelidad y quiere llegar hasta lo último: cárcel y muerte. En sus palabras resuena la fidelidad del amor: contigo. Pero no prestó atención a la palabra de Jesús, según la cual sólo la oración del Señor lo retiene al borde del abismo y lo salva impidiendo que se hunda. La predicción de Jesús hace patente lo que será de la fidelidad, tan encarecida, en las próximas horas del día que comienza. Pedro negará tres veces que conoce al Señor. ¿Dónde se quedará, pues, todo lo que ha dicho con tanto encarecimiento: Señor... contigo... a la muerte? Quien exhorta en la comunidad, sólo puede hacerlo si se hace cargo de su propia flaqueza. «Hermano, aun en el caso en que alguno fuera sorprendido en alguna falta, vosotros los espirituales, con espíritu de mansedumbre, procurad que se levante, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (Gál 6,1). «El que crea estar seguro, mire no caiga» (lCor 10,12). Ni siquiera la sagrada cena nos asegura contra la infidelidad.

Pedro es el primero en el colegio apostólico. Con dificultad soportamos que sus valores humanos no respondan a su posición. Lucas retocó y atenuó el retrato de Pedro que halló en Marcos. Pedro, según Marcos, recalca dos veces su firmeza, a pesar de las palabras de Jesús; en Lucas sólo una vez. Marcos habla de renegar a Jesús, Lucas dice sólo de negar «haberme conocido». En Marcos, los otros discípulos se expresan en forma análoga a Pedro; Lucas silencia esto. Lucas, en cambio -no Marcos- hace decir a Pedro que está dispuesto a ir con Jesús a la cárcel y a la muerte, porque en realidad lo hizo más tarde (Act 12,3ss). Es una ventaja poseer también el texto de Marcos, por el que sabemos que también Pedro es muy accesible a la flaqueza, al pecado y a la apostasía, y que lo único que lo sostiene es la oración de Jesús. Cuando el triunfalismo conoce esta realidad, deja de ser en serio triunfalismo.

d) Exhortación a los discípulos (Lc/22/35-38).

35 Después les dijo: Cuando os envié sin bolsa ni alforja ni sandalias ¿acaso llegó a faltaros algo? Ellos respondieron: Nada. El les añadió: Pues ahora, el que tenga bolsa, que la lleve consigo, y lo mismo el que tenga una alforja, y el que no tenga espada, que venda su manto y la compre.

Pobres y sin recursos envió Jesús a los apóstoles (10,4), pero nada les faltó. El «año de gracia» del Señor (4,19) les daba abrigo, protección y amor de los hombres (8,2; 10,7); alegres regresaron entonces de su misión (10,17). Ahora, en cambio, se han mudado los tiempos. Todo ha cambiado. Ha pasado ya la paz bajo la protección de Dios. La existencia resguardada de los discípulos llega a su fin. Ellos mismos tienen que mirar por sí y protegerse. Ya no se abren puertas hospitalarias. Los discípulos y su palabra se ven repudiados. Ataques hostiles les aguardan. Comienza el tiempo de la Iglesia, tal como se describe en los Hechos de los apóstoles. Empieza con la pasión de Jesús, en cuya perspectiva se profieren estas palabras. Ahora se permite a Satán desplegar su hostilidad. El apóstol se halla en medio de tentaciones y luchas, y estas luchas perdurarán hasta que venga el Hijo del hombre (21,28).

Los pertrechos de los apóstoles cambian al desaparecer la paz de Jesús. Ahora necesitan la espada. Les es tan necesaria, que si no tienen espada, han de vender hasta lo más necesario para poder adquirirla: el manto, que de día sirve de vestido y de noche de manta. Con esto se diseña el tiempo con una imagen, aunque no se invita a combatir con las armas ni a la guerra mesiánica de los zelotas. Jesús se opone a que se le defienda con la espada (22,49ss). La Iglesia que vive en estrechez y combates debe armarse con armas espirituales: con la perseverancia, la prontitud para morir, la oración (6,22; 11,49; 12,4-12; 14,25ss; 21,12-19,). Estas armas se deben adquirir a cualquier precio.

37 Porque yo os digo que ha de cumplirse en mí esto que está escrito, a saber: Y fue contado entre los malhechores; pues todo lo que a mí se refiere, ya está tocando a su fin. 38 Ellos dijeron: Señor, aquí hay dos espadas. Pero él les contestó: Basta ya.

La hostilidad contra los apóstoles sigue a la reprobación de Cristo. Porque él es perseguido, también ellos son perseguidos (Jn 15,20). Jesús es declarado criminal, y como a criminal se le condena. Sobre él pesa el destino del siervo sufriente de Dios (Is 53,10), que no combate, sino que soporta con paciencia el sufrimiento, y por el sufrimiento triunfa. La voluntad de Dios, que está revelada en la Sagrada Escritura, debe cumplirse en él. Su pasión se debe a determinación divina, no a disposición de los hombres. Jesús la toma sobre sí obedientemente como voluntad de Dios. La predicción abre una perspectiva no sólo de sufrimientos y de muerte, sino también de victoria, tras dura prueba. La vida de Jesús llega a su fin; con ello se cumple lo que para él es voluntad y encargo de Dios. Su vida alcanza su coronamiento, está inminente su elevación al cielo (Jn 19,30).

Los discípulos no entienden las palabras de Jesús. Él habla de persecución y de martirio, mientras que ellos piensan en un combate en que se lucha con espadas. Los galileos llevan consigo puñales, pues son amigos de la libertad y les gusta la lucha. Sus frases cortadas suenan a resolución excitada y a belicosidad. ¿Para qué han de servir ahora las espadas?

La palabra con que Jesús corta el diálogo es enigmática. Está envuelta en la tristeza del que se siente incomprendido y se halla solo. La palabra suena casi a ironía. Sin embargo, marca más la melancolía por la incomprensión y por el triste desenlace que se acerca para los discípulos. Que el camino del Mesías conduce a la gloria a través de la pasión, no deja de ser un misterio inescrutable. A ello hizo también referencia el profeta en su canto de siervo de Yahveh doliente: «Como de él se pasmaron muchos -tan desfigurado estaba su rostro, que no parecía ser de hombre-, así se admirarán de él las gentes, y los reyes cerrarán ante él su boca al ver lo que jamás vieron, al entender lo que jamás habían oído. ¿Quién creerá lo que hemos oído? ¿A quién fue revelado el brazo de Yahveh?» (Is 52,14-53,1).

Con las palabras sobre las espadas se cierran los discursos de despedida y la última cena. La institución, el memorial que deja Jesús, armará para el tiempo de lucha que se inicia. Él se marcha y deja a sus discípulos, pero confía a su Iglesia para todo tiempo el fruto de su acción: su presencia, la nueva economía de la alianza divina, el perdón de los pecados... Todo está compendiado en esta cena. Mediante la institución que deja al despedirse queda él mismo unido a su comunidad de discípulos hasta la realización final de la comunidad de mesa, y constantemente le aplica el fruto salvífico de su muerte cruenta. El camino que lleva al reino de Dios es la apropiación de este fruto de la pasión de Jesús. El manjar eucarístico se da a la Iglesia para un tiempo que está lleno de tentaciones. Con este banquete dio Cristo a su Iglesia un orden de comunidad y de vida. Él mismo está en ella presente como el que intercede por quien es cabeza de la Iglesia, a fin de que pueda confirmar a sus hermanos. En este banquete ofrece él por medio de quienes lo presiden su palabra de exhortación y de fuerza.

En el tiempo de la Iglesia se concede a Satán desplegar su poder en la medida que lo quiere y lo permite Dios. Pero Dios contrapone a la presencia de Satán la presencia de Cristo y el fruto de su obra. Satán se estrella ante el sumo sacerdocio de Jesús. Cristo que ora y se sacrifica en el hecho de la cena eucarística, no exime de los esfuerzos y de las tentaciones, ni de la perseverancia en el seguimiento de Jesús, pero garantiza la victoria a los que combaten perseverantemente con él.

La comunidad de mesa es el centro de la vida religiosa de la Iglesia, refuerzo para el camino, fuente de su júbilo escatológico y ley de su vida. El banquete eucarístico ofrece el fruto permanente de la acción de Jesús por los suyos, ahora que él parte y los deja. En el tiempo de las tentaciones no estarán solos los discípulos. Jesús está sentado como juez a la derecha del Padre, los discípulos recibirán el Espíritu y tienen la sagrada cena.

II. ENTREGADO A LOS JUDÍOS (22,39-71).

Jesús predice a sus discípulos: «...Se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os meterán en las cárceles; os harán comparecer ante reyes y gobernadores por causa de mi nombre» (21-12). Estas palabras se cumplen primeramente en Jesús. Él es el arquetipo de la Iglesia perseguida. En el testimonio que él da, halla la Iglesia la forma cómo ha de dar prueba de sí en el martirio. Pablo escribe a Timoteo: «En la presencia de Dios, que da vida a todos los seres, y de Cristo Jesús, que proclamó su hermosa confesión ante Poncio Pilato, te encargo solemnemente que guardes el mandamiento» (1Tm 6,13).

1. ORACIÓN EN EL HUERTO DE LOS OLIVOS (Lc/22/39-46) GETSEMANI

39 Salió, pues, y fue, según su costumbre, al monte de los Olivos; también sus discípulos lo siguieron.

Desde que Jesús entró en Jerusalén, enseña todos los días en el templo, y por la noche sale de la ciudad para pernoctar en el monte de los Olivos. Esta vez ha celebrado la cena en la sala superior que le ha sido ofrecida, y ha pronunciado sus palabras de despedida. En el templo y en las casas se reúne la primera comunidad cristiana de Jerusalén (Act 2,46). La Iglesia halla en la acción de Jesús la ley de su obrar. Jesús no cambia ni siquiera esta vez su costumbre de pasar la noche en el monte de los Olivos, aunque sabe lo que le aguarda. No esquiva la hora (22,53) que le ha fijado su Padre para el comienzo de su camino hacia la muerte, sino que está resuelto a tomar sobre sí la pasión (9,51). La muerte no viene sobre él como un hado, como una fuerza que descargan los hombres sobre él y de la que no puede escapar, sino como la voluntad del Padre, que él cumple obedientemente (Jn 10,18). También los discípulos le siguen. Todavía dan prueba de ser verdaderos discípulos, que van tras su maestro a dondequiera que vaya (9,57).

40 Una vez llegado a aquel lugar, les dijo: Orad, para que no entréis en tentación.

En el huerto de los Olivos busca Jesús el lugar que había buscado siempre en las noches pasadas, y que también Judas conoce. Entregado a la voluntad de Dios, se enfrenta con el peligro. Está preocupado por sus discípulos. Ahora se inicia la hora de la tentación, pues va a ser detenido, y los enemigos van a apoderarse de él. Todo esto los desconcertará y pondrá en peligro su fe. Satán hará todo lo que esté en su mano para inducirlos a la deserción. La tentación se abre ante los discípulos como un foso, al que uno es atraído a la perdición, como un lazo en que se verá uno enredado.

Para que los discípulos no caigan en la tentación se requiere la ayuda de Dios, la cual se otorga a la oración. Ahora hay que pronunciar lo que Jesús enseñó a pedir en el padrenuestro: «No nos lleves a la tentación» (11,4).

41 Entonces él, como a la fuerza, se arrancó de su lado como a un tiro de piedra y, puesto de rodillas, oraba 42 así: ¡Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz! Sin embargo, no se haga mi voluntad, sino la tuya.

Como impelido por una fuerza, Jesús se arranca de los discípulos. La fuerza es el plan de Dios, la necesidad que éste le impone. La misma palabra encontramos en el relato en que se dice que Pablo se arrancó de los presbíteros en Mileto para emprender el camino de Jerusalén, donde le aguardan sufrimientos y prisión (Act 21,1). Jesús es la pauta para sus discípulos que se encaminan al martirio.

El Señor ora solo delante del Padre. Se aleja como un tiro de piedra, distancia que se puede alcanzar con la vista; conviene que los discípulos puedan oírle y verle, y que él pueda llamarlos. En esta hora de extrema gravedad ora él de rodillas, mientras que por lo regular se ora de pie (18,11). Como Jesús en el huerto de los Olivos ora también Esteban durante su lapidación, puesto de rodillas (Act 7,60), Pedro antes de resucitar a Tabita (Act 9,40), Pablo, antes de despedirse de los presbíteros de Efeso, después de haberles dicho que no volverían ya a ver su rostro (Act 20,36), y de nuevo el mismo apóstol con sus compañeros en la playa de Tiro, cuando los discípulos, en virtud del Espíritu, dicen a Pablo que no suba a Jerusalén (Act 21,5). Todos ellos oran de rodillas a la vista del poder de la muerte; el martirio no se puede superar sino con la oración. Jesús es modelo de los mártires.

La oración comienza con la invocación Padre. Todas las oraciones de Jesús comienzan con esta palabra filial, íntima, llena de confianza. Incluso cuando ora Jesús con palabras de los Salmos (23,46), las acompaña con la invocación del Padre, y esas palabras ajenas las incorpora a su singular relación con el Padre, que él expresa con la palabra abba (Mc 14,36). El Padre amante lo sitúa ante la pasión y la muerte de martirio.

La oración de Jesús es una oración auténticamente humana. Pide que se aparte de él el cáliz, símbolo de la pasión y del martirio (*), señal del castigo de Dios. Dios presenta a Jesús el cáliz, del que debe beber en forma vicaria el castigo de Dios (cf. Is 51,22). Jesús es el Siervo de Yahveh, mártir que toma sobre sí la pasión y la muerte en forma vicaria y como expiación por las naciones.

La naturaleza humana tiembla ante la muerte violenta, pero Jesús se somete a la voluntad del Padre y pide que no se haga sino la voluntad de Dios. La oración está encuadrada en palabras de entrega. Comienza con palabras de entrega, de conformidad: «Si quieres». Termina con el ruego de que se cumpla la voluntad de Dios. Una vez más se oye el eco del padrenuestro, aunque Lucas no halló en su fuente de tradición la petición: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10). Como Cristo se expresa también el cristiano en su oración: Padre, abba, hágase tu voluntad, no nos lleves a la tentación. El padrenuestro es oración de Jesús, oración de los mártires, oración de los discípulos de Jesús, oración en la hora de la muerte, oración en las grandes decisiones de la vida.
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* Cf.
Martirio de Isaías 5,13: «Id a la región de Tiro y de Sidón; porque sólo para mí ha mezclado Dios la copa (del martirio).
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43 Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que lo confortaba. 44 Y en medio de la angustia, seguía orando más intensamente. Y su sudor era como gruesas gotas de sangre, que iban cayendo hasta la tierra (*).
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Los versículos faltan en muchos testigos, por cierto muy seguro, del texto, pero el estilo es lucano y su ausencia se explica por reparos dogmáticos. Se borraron por falsa escrupulosidad en las luchas con las herejías, porque Cristo aparece aquí demasiado humano. No se puede dudar de su autenticidad.
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La oración de Jesús es escuchada, pero no de forma que le sea apartado el cáliz, sino más bien en el sentido de un refuerzo para seguir orando insistentemente y tomar en la mano el cáliz que se le presenta. Dios escucha nuestra oración en los sufrimientos; la escucha reforzándonos para que nos apropiemos su voluntad, y preparándonos para aceptar con fe sus planes salvíficos.

Tres veces en la vida de Jesús se refiere una notificación celestial como respuesta de Dios a su oración: en el bautismo, en la transfiguración y en el huerto de los Olivos. Estos tres acontecimientos marcan horas decisivas en la vida de Jesús. Están en conexión con la pasión y la glorificación. Estas respuestas fortalecen a Jesús, el elegido, el amado de Dios, para que ejecute su plan salvífico, que contiene la necesidad de la pasión y de la muerte, y mediante combate y muerte llegue a la gloria.

Los ángeles levantan los ánimos de los mártires y los confortan para el combate de la muerte. A los jóvenes en el horno de Babilonia los socorre el ángel del Señor: «El ángel del Señor había descendido al horno con Azarías y sus compañeros y apartaba del horno las llamas del fuego y hacía que el interior del horno estuviera como si en él soplara un viento fresco» (/Dn/03/49s). Cuando Daniel aprende por revelación lo que sobrevendrá a su pueblo en los últimos días, debe ser fortalecido por un ángel: «Entonces me tocó de nuevo la figura que tenía el aspecto de un hombre y me confortó. Entonces me dijo: No temas, varón predilecto, sea contigo la paz. ¡Animo, valor! Y en hablándome, recobré mis fuerzas y dije: Hable mi señor, pues me has fortalecido» (cf. Dn 10,1-19). Jesús debe realizar los designios de Dios con los hombres; pero sólo puede hacerlo con la fuerza del Padre. Dios se la da por medio del ángel; ángeles le sirven en su obra (2,19; Act 1,9s).

Jesús, fortalecido, se dirige al combate decisivo. Lo que le oprime no es el temor de la muerte, sino la ansiedad por la victoria. De este combate decisivo depende la salud del mundo. El combate es duro. Después de la tentación se retiró Satán por algún tiempo (4,13). Ahora, en cambio, vuelve a apretarle de nuevo para desviarlo de su camino, que le ha sido indicado por el Padre.

Recogiendo todas sus fuerzas, derribando todas las resistencias, da Jesús un «sí» a la voluntad del Padre. El esfuerzo hace que salga el sudor por los poros. Su sudor caía hasta la tierra como gotas de sangre (*).
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Como gotas de sangre; el «como» puede indicar una comparación pero también puede significar, sin comparación, «en forma de». Si se supone que se trata de una comparación, no se ve fácilmente dónde pueda estar el punto de comparación. ¿Puede ser éste realmente la cantidad o la magnitud de las gotas? En definitiva parece, pues, deberse preferir la interpretación que excluye la comparación: El sudor caía a la tierra en forma de gotas de sangre. El sudor de sangre parece poderse explicar incluso sin milagro.
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45 Luego se levantó de la oración, fue hacia los discípulos y los encontró dormidos por causa de la tristeza, 46 y les dijo: ¿Cómo es que estáis durmiendo? Levantaos y orad, para que no entréis en tentación.

Los discípulos son la primera y la última preocupación de Jesús en el huerto de los Olivos: en su decisión por el cáliz de la pasión, en la hora decisiva en que él obtiene la salvación para el mundo. Los halla dormidos. Como excusa se añaden estas palabras: por causa de la tristeza. Se entregan pasivamente a todo lo que va a sobrevenir, y se duermen. Jesús no los reprende, sino que tiene solicitud por ellos; les sirve. ¿Cómo es que estáis durmiendo?, ahora, en este momento, en que se acercan la tentación y los aprietos... Jesús repite la exhortación a la plegaria. Es necesario orar siempre sin desfallecer. La oración perpetua arma a la Iglesia contra todos los ataques a que está expuesta en el tiempo que va hasta la parusía de Jesús.

Marcos describió con las expresiones más fuertes la lucha de Jesús en el huerto de los Olivos. Lucas, en cambio, omite lo tremendo y terrorífico. No habla de temor y hastío, ni de sus tristezas de muerte. Según Marcos, Jesús cayó en tierra. Lucas lo suaviza: se puso de rodillas. Su ruego es más tranquilo; sólo pregunta si es posible que se le aparte el cáliz. Lucas sólo habla de una oración y de una exhortación a los discípulos. Marcos no dice que la oración fue escuchada, en Lucas se le da respuesta mediante la aparición del ángel. Aun en esta hora tan difícil conserva Jesús la grandeza humana. El gran solitario cobra fuerzas de la oración al Padre. A pesar de su angustia se cuida de los discípulos y les muestra la mayor comprensión humana. Lucas destaca a Jesús en medio de la situación única y sin segunda del huerto de los Olivos y lo presenta como arquetipo de los mártires y de todos los que en momentos difíciles deben decidirse por la voluntad de Dios con responsabilidad por otros.

2. LA CAPTURA (Lc/22/47-53)

47 Todavía estaba él hablando, cuando llegó un tropel de gente, y al frente de ellos iba el llamado Judas, uno de los doce, que se acercó a Jesús para besarlo. 48 Jesús le dijo: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?

De repente aparece un grupo de gente, no ya una aglomeración abigarrada sin orden ni concierto, sino un destacamento de los órganos judiciales con encargo del sanedrín y al mando de los oficiales de la guardia del templo. Están al servicio de las autoridades judías, practican arrestos, conducen a los acusados ante el tribunal, vigilan a los presos y ejecutan las sentencias pronunciadas por el tribunal judío. Mientras Jesús está todavía hablando con los discípulos, cambia totalmente la escena. Los enemigos lo rodean y lo ponen en el mayor aprieto. Tal será la situación de la Iglesia en el mundo. La hora de las tinieblas está siempre en acecho aguardando que se le dé poder.

Al frente del grupo va Judas. ¡Uno de los doce! Está al corriente y conoce a Jesús. La entrega de Jesús comienza por su círculo más allegado (cf. 21,26). Judas se acerca para besarlo. Antes de que haya dado el beso, estigmatiza Jesús la ignominiosa tentativa. Con sus palabras quiere también invitar al traidor a entrar dentro de sí y a convertirse. Lo llama por su nombre: Judas; por este nombre lo llamó al grupo de sus apóstoles. El beso es señal del respeto y veneración del discípulo al maestro; Judas lo utiliza como señal de la traición (Mc 14,44). Judas entrega al Hijo del hombre; aquel a quien traiciona es el que le ha de juzgar (22,22). Jesús, en su bondad y grandeza, es la figura dominante cuando los enemigos se echan sobre él.

49 Viendo los que estaban con Jesús lo que iba a suceder, le preguntaron: Señor, ¿herimos con la espada? 50 Y uno de ellos hirió a un criado del sumo sacerdote y le quitó la oreja derecha. 51 Pero Jesús contestó: ¡Dejadlo! ¡Basta ya! Y tocando la oreja, lo curó.

Se oye el eco de las palabras de Jesús acerca de las espadas (22,35-38). Los discípulos no habían captado su sentido, ni tampoco comprenden lo que está sucediendo ahora. Aun para su círculo más allegado, para los que estaban con él, es el desarme de Jesús un misterio y un enigma incomprensible. Hacen profesión de su fidelidad, hacen patente su veneración y obediencia y lo llaman Señor, pero no pueden comprender que el camino del Señor lleve a la gloria pasando por la cruz. En la caricatura de su defensa se echa de ver su buena voluntad, pero también la insuficiencia de su fe. Al discípulo de Jesús se le exige algo más que fidelidad humana (14,26s).

Se prohíbe utilizar las espadas. Jesús no tiene nada que ver con el movimiento de los zelotas, que quieren implantar con violencia el reino de Dios, ni con los guerrilleros judíos, que quieren poner fin con las armas a la dominación extranjera; no tiene nada que ver con medios políticos y guerreros. Él utiliza su poder para sanar a los abatidos, para hacer bien a los enemigos. Jesús es Señor y Salvador, Señor aun en esta hora de las tinieblas, Salvador también de sus adversarios.

52 Dijo luego Jesús a los sumos sacerdotes, a los oficiales de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra él: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos? 53 Mientras día tras día estaba yo entre vosotros en el templo, no extendisteis las manos contra mí. Pero ésta es vuestra hora: el poder de las tinieblas.

La cuadrilla que quiere arrestar a Jesús tiene encargo del consejo supremo. Los miembros de éste son enumerados solemnemente. Constituyen una selección representativa del pueblo, a la que están confiados los bienes más altos que éste posee: la ley, el templo, el pueblo de Dios. Todo esto tiene por meta a Cristo, y a Cristo mandan ellos arrestar. La culpa de la muerte de Jesús recae sobre los dirigentes judíos. Este judaísmo se priva así de sentido y se destruye a sí mismo (20,8).

Jesús se opone a ser tratado como un ladrón común (*), como un criminal que rehuye la luz, como un hombre violento al que hay que arrestar con espadas y palos. El objetivo de Jesús era el mismo que tenían los sanedritas: la verdad de Dios, el cumplimiento de la ley, el servicio en el templo. Jesús era maestro en cuestiones religiosas. Sus adversarios podían convencerse en cualquier momento de que él no perseguía otra cosa, puesto que enseñaba a la vista de todos en el templo. Los sanedritas lo dejaban tranquilo y discutían con él sobre temas religiosos controvertidos. Esta declaración solemne era importante para la Iglesia, pues tampoco ella es una asociación secreta que tiene por meta la división religiosa y la subversión política; no reprueba nada de lo que Dios ha operado en la historia de la salvación, sino que le da perfección y acabamiento, por Jesús.

Los sanedritas no tendrían poder sobre Jesús, si no se lo hubiese dado Dios. Aquí está oculta la mano de Dios. Que haya llegado esta hora -su hora-, no depende de ellos, sino de la permisión divina. Aquí intervienen ellos como instrumentos, no como instrumentos de Dios, sino como instrumentos del demonio. La hora en que ellos realizan sus planes, es hora en que puede desplegarse el poder de las tinieblas, el poder de Satán. Las tinieblas son el reino de Satán. El consejo supremo no cree en Jesús y cae bajo el dominio de Satán; no entra al servicio de Jesús, y cae en el servicio del diablo.
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El término «ladrón» podría significar también «combatiente por la independencia»; desde luego, el ser com- batiente por la independencia no tenía nada de deshonroso a los ojos de los contemporáneos de Jesús.
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3. NEGADO Y ESCARNECIDO (Lc/22/54-65)

a) Negado por Pedro (22,54-62).

54 Después de prenderlo, lo llevaron e introdujeron en la casa del sumo sacerdote. Pedro lo iba siguiendo de lejos.

Ya no obra Jesús, sino que se obra con él. Lo prenden, lo llevan, lo introducen. Él ha tomado en su mano el cáliz, Dios lo ha entregado a él en manos de sus enemigos; el poder de las tinieblas y sus instrumentos llevan adelante su obra; él obedece, es entregado, abandonado.

Jesús es introducido en la casa del sumo sacerdote Caifás, en la que celebra su sesión el consejo supremo (*). El evangelista se contenta con esta indicación imprecisa. Más que el trasfondo histórico le importa el comportamiento de Jesús, su palabra y su silencio, lo que se dice del Señor ante las autoridades supremas, y lo que éstas dicen de él.

Cuando Jesús fue al huerto de los Olivos, obraba todavía por su voluntad: él salió, él fue al huerto de los Olivos, y sus discípulos le seguían. Ahora es conducido, introducido en la casa de sus enemigos, sólo Pedro lo sigue de lejos. Pedro se mantiene todavía firme en su resolución, sólo él; él sigue de lejos. La negación se está preparando, ha comenzado ya la deserción.
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Se ha tratado de conciliar Lc 22,54 y Jn 18,13: Jesús fue conducido a casa de Anás, que había sido el último sumo sacerdote, Sin embargo, Lucas no se sirve de una fuente especial que tenga afinidad con Juan, sino que sigue a Marcos, según el cual Jesús fue conducido al palacio de Caifás. En la literatura rabínica no parece haber pruebas de que el sanedrín tuviera sus sesiones en el palacio del sumo sacerdote; los datos de los sinópticos no obligan a suponer que en el proceso de Jesús se hiciera una excepción y que en este caso se reuniera el consejo supremo en la casa particular de Caifás (cf. Mc 14,53)
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55 Como habían encendido fuego en medio del patio y se habían sentado alrededor, Pedro se sentó entre ellos.

Las noches de primavera son frías en Palestina. Los guardias que habían llevado a Jesús se calientan al fuego. Pedro sigue a Jesús hasta el patio del palacio. Está sentado entre el grupo de gente que sólo saben de Jesús lo que les han referido sus enemigos. Pedro está entre ellos, en medio del peligro. La tentación lo rodea como la oscuridad rodea la luz del fuego.

56 Pero una criada, al verlo sentado a la lumbre, fijando en él la vista, dijo: También éste andaba con él. 57 Pero él lo negó: No lo conozco, mujer. 58 Poco después dijo otro al verlo. Tú también eres uno de ellos. Pero Pedro contestó: ¡No, hombre; no lo soy! 59 Transcurrida aproximadamente una hora, insistió otra, diciendo: En realidad, también éste andaba con él; pues también es galileo. 60a Pero Pedro contestó: Hombre, no sé lo que estás diciendo.

Del grupo que rodea a Pedro salen tres tentadores: una mujer y dos hombres. Los asaltos se suceden rápidamente. Hay una hora de tranquilidad, a la que sigue un asalto tanto más fuerte. Se refuerza la insistencia de los tentadores: «También éste andaba con él.» «Tú también eres uno de ellos.» «En realidad también éste andaba con él.» Primero se habla de él, luego se le ataca personalmente, finalmente se moviliza contra él la caterva entera. Primero se le mira, luego se le habla, finalmente se le reconoce y se le descubre como galileo. La palabra «galileo» suena como una acusación: zelota, rebelde. La red en que ha sido cogido Pedro lo envuelve cada vez más. Pedro es un escarmiento para todo discípulo de la Iglesia.

Tres veces se ve atacado lo que Pedro había protestado apasionadamente en la sala de la cena: el «contigo» (22,33). Para esto llamó Jesús a Pedro y a los apóstoles, para que estuvieran con él (Mc 3,14). Este «con él» debe iluminar al apóstol. El seguimiento es una fe ostentativa, un oír demostrativo; tiene función de signo; de ello sólo es una parte el trabajo, la colaboración de los discípulos que predican la fe y la confirman (22,28). Todo discípulo de Cristo tiene participación en este «con él», en este «uno de ellos». En esto se ve precisamente tentado el discípulo.

La negación va subiendo de tono: No lo conozco; no lo soy; no sé lo que estás diciendo. Pedro no quiere tener nada que ver con Jesús, ni con sus discípulos, ni con su causa. La separación se va acentuando. Pedro se aleja cada vez más, cada vez abandona más el «con él».

60b E inmediatamente, mientras él estaba todavía hablando, cantó un gallo. 61 Y volviéndose el Señor, dirigió una mirada a Pedro. Pedro se acordó entonces de las palabras que el Señor le había dicho: Antes que el gallo cante hoy, tres veces me habrás negado tú. 62 Y saliendo afuera, lloró amargamente.

El día comienza a despuntar mientras Pedro niega al Señor por tercera vez. Y canta el gallo. Jesús es conducido por el patio; dirige una mirada a Pedro. Pedro «se vuelve» (cf. 22,32), se convierte. Ha sido escuchada la oración de Jesús.

El canto del gallo, que trae a la memoria la predicción de Jesús; la mirada, que da confianza y seguridad a Pedro; el recuerdo de la palabra de Jesús, que se ha visto confirmada, mueven a la conversión. Todo lo dirige el Señor. Dos veces se le menciona. Jesús es el Señor; también en estas tinieblas. Contactos con él; en las señales del cosmos, en la palabra del Señor, en las obras que se hacen en memoria suya (la sagrada cena, los sacramentos), todo esto conduce a la luz.

El tiempo de la Iglesia está amenazado por oscuros poderes. Pero la Iglesia debe saber que el Señor está por encima de todos los peligros y debilidades humanas. Hasta la segunda venida del Señor será la Iglesia una Iglesia amenazada; por tanto, será siempre también una Iglesia de pecadores; pero al mismo tiempo ella sabe que el Señor es el sumo sacerdote que ruega por ella, con tal que tenga consciencia de la presencia del Señor, de su palabra y del convertido Pedro.

b) Escarnecido por la guardia (22,63-65).

63 Entre tanto, los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él y lo golpeaban, 64 y después de taparle la cara, le preguntaban: Haz de profeta ¿Quién es el que te ha pegado? 65 Y proferían contra él otros muchos insultos.

Se pone a prueba y se ridiculiza la reivindicación profética de Jesús. Vuelve la tentación del demonio: «Si eres Hijo de Dios...» (4,3.9).

Lucas no habla de las demás humillaciones de Jesús (Mc 14,6); ama la mesura y vela lo inhumano. Todo lo que allí sucede lo estigmatiza como insultos. Jesús es más que profeta (9,20s). Es manifestación de Dios (5,8), en él visita Dios mismo a su pueblo (7,16). La experiencia de los insultos forma parte del destino doloroso de la Iglesia. «Conozco tu tribulación: la pobreza -sin embargo, eres rico- y la maledicencia que proviene de los que se dicen ser judíos y no son sino sinagoga de Satán» (Ap 2,9) (Cf. 1Co 4,13; 1P 4,4; Hch 13,45; 18,16).

4. ANTE EL SANEDRÍN (Lc/22/66-71) SANEDRÍN

La exposición de Lucas difiere de la de Marcos, al que sigue también Mateo. Lo más sorprendente es que Lucas pone la vista de la causa por la mañana, hacia el amanecer, y que el juicio no tiene la menor apariencia de juicio, pues falta el interrogatorio de los testigos, la adjuración del sumo sacerdote y la condena. Jesús es interrogado únicamente sobre su mesianidad. No pocos eruditos quieren deducir de aquí que Lucas se sirvió de una fuente especial, según la cual no habría habido proceso ante el sanedrín judío ni condenación por las autoridades judías; añaden que la tradición que siguen Marcos y Mateo introdujo un proceso ante el sanedrín, porque por razones apologéticas quería cargar unilateralmente con la responsabilidad de la muerte de Jesús a las autoridades judías, y en cambio descargar a las romanas, aunque de hecho el sanedrín se limitó a mandar arrestar a Jesús, a interrogarlo brevemente y a remitirlo luego al procurador para que lo hiciera ejecutar como reo de alta traición. Esta reconstrucción de la historia falla ya sencillamente porque no es posible comprobar que Lucas utilizara una fuente particular divergente de la tradición de Marcos. Su exposición (22,54-71) se explica suficientemente como trabajo redaccional sobre el texto de Marcos. Lucas quiere referir la fase final del proceso ante el sanedrín, que sin duda alguna ha de situarse por la mañana, y destacar de él únicamente la cuestión del Mesías y la confesión mesiánica. Convenía representar a Jesús como modelo del cristiano, confesor del Mesías y mártir (ITim 6,12s). Para formarse una idea exacta sobre el proceso de Jesús hay que partir del texto de Marcos y tener en cuenta que tampoco éste habla de dos sesiones (una nocturna y otra matutina), sino de una, la cual se ve interrumpida por el relato de la negaci6n de Pedro. Con este artificio literario quería Marcos poner de relieve la simultaneidad de la confesión de Jesús y de la negación de Pedro y hacer resaltar más el contraste. Lucas, que tiene interés en dar un relato seguido, dispuso los hechos diferentemente.

66 Cuando se hizo de día, se reunió el consejo de ancianos del pueblo: sumos sacerdotes y escribas, y lo condujeron ante su sanedrín.

El consejo supremo o sanedrín es presentado para los lectores griegos como «consejo de los ancianos del pueblo». Como el consejo de los ancianos en las ciudades griegas, el sanedrín se divide en senado y colegio judicial (sumos sacerdotes y escribas). La guardia conduce a Jesús a la asamblea al despuntar el día. Lo que aquí sucede fortalecerá a la Iglesia naciente y a sus mensajeros de la fe cuando comparezcan ante el consejo de los ancianos de las ciudades griegas para ser interrogados por él sobre su predicación y su profesión de fe (Act 16,20; 17,6).

67 Y le dijeron: Si tú eres el ungido, dínoslo. Él les respondió: Si os lo digo, no creeréis, 68 y si os pregunto, no responderéis. 69 Pero desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios.

El consejo de los ancianos formula a Jesús la pregunta decisiva que interesa a todo el pueblo, al pueblo de Dios: ¿Es Jesús de Nazaret el ungido, el Cristo, el Mesías enviado por Dios, al que mira la historia de la salvación, del que depende la salvación de Israel y de las naciones? Él «pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Act 10,38); habló como un profeta poderoso. ¿Cómo se ha de explicar esto? El pueblo lo aclamó como Hijo de David, lo vitoreó como salvador de los últimos tiempos. ¿Quién es, pues? ¿Qué dice él de sí mismo? Lo que pregunta el consejo de los ancianos del pueblo es algo que no puede pasar por alto, que no puede menos de preguntarse Israel, el mundo y quienquiera que haya tenido noticia del mensaje de Jesús y de la historia de la salvación quienquiera que crea que Dios no ha dejado al hombre abandonado a sí mismo.

Jesús no responde negativamente a la pregunta de los sanedritas, pero tampoco afirmativamente. No quiere contestar a la pregunta porque los que la formulan no tienen intención de creer. Si os lo digo, no creeréis. El consejo de los ancianos formula la pregunta, no por ansia de salvarse, sino porque quiere obtener un motivo de acusación para un proceso político ante Pilato. El título de ungido (Mesías) tenía resonancias políticas nacionales: del Mesías se espera que arroje del país a la potencia romana ocupante y que restablezca la libertad política. ¿Para qué ha de profesarse Jesús ante ellos como el Mesías. si ellos no quieren creer, sino únicamente utilizar su profesión para entregarlo a las autoridades romanas? Para poder reconocer a Jesús de Nazaret por Mesías, el salvador enviado por Dios, es necesario creer en él. Ahora bien, sólo llega a la fe en Cristo el que se plantea la pregunta acerca de Cristo con un deseo sincero de salvarse. Sin la buena voluntad de aceptar la palabra de Cristo y de marchar por su camino, no puede tampoco hallarse un camino para la fe. Al que plantea la cuestión de Cristo para entregarlo y acusarlo, o únicamente por mero deseo de saber, pero no para seguirlo y dejarse guiar por El, se le cierra el camino que lleva a la verdadera fe.

Jesús había intentado inducir a los sanedritas a responder a la pregunta que ellos mismos le plantean. Él había planteado la pregunta acerca de la autoridad del Bautista y con ello quería llevarlos a comprender su propia misión (20,1-8). Él mismo planteó la cuestión acerca del sentido de las palabras misteriosas del Salmo: «Dijo el Señor a mi Señor...» (20,41-44), y trató de introducirlos en el sentido de la filiación davídica y de su relación con Dios, pero ellos no dieron respuesta aIguna. No porque no pudieran dar respuesta a la pregunta, sino porque no querían reconocer lo que entrañaba la respuesta a su pregunta. La cuestión de Cristo se dirige al hombre entero, no sólo a su inteligencia, sino también a su voluntad. Significa para el hombre un cambio en su vida; es una pregunta existencial. Quien quiera dar a la pregunta una respuesta como la exige Cristo, tiene que estar dispuesto a dar marcha atrás, a convertirse, a negarse a sí mismo, a seguir a Cristo. ¿Quién es Jesús, que en calidad de preso comparece ante el consejo supremo? A la pregunta que se le formula responde con una palabra de la revelación: Desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios. Jesús habla del Hijo del hombre de la visión de Daniel: «Seguía yo mirando en la visión nocturna, y vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre... Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio» (/Dn/07/13s). Este Hijo del hombre se sentará a la diestra del poder de Dios, a la diestra de Dios, que viene designado como poder (Mc 14,62). Con las palabras de Daniel sobre el Hijo del hombre se asocian las del Salmo 110 (109) 1: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra.» Desde ahora, el Hijo del hombre tendrá participación en la gloria de Dios. ¿Qué quieren significar estas palabras misteriosas, reservadas, sobre el Hijo del hombre? ¿Por qué habla Jesús de él en el momento en que los judíos le plantean la pregunta de si es él el Mesías? Él mismo se profesa Hijo del hombre. Cuando hablaba de su futura pasión y muerte, hablaba siempre del Hijo del hombre (Mc 8,31; 9,31; 10,33s (Lc18,32s); Lc 17,25). Desde ahora, que está él ante el tribunal y va a ser condenado a muerte, entra en la gloria de Dios. Jesús reivindica la dignidad de Mesías, y Dios mismo legitimará esta reivindicación cuando lo eleve al rango de Hijo del hombre. Todo escándalo a que dé pie el abatimiento de Cristo y que hará imposible a los judíos reconocerlo como Mesías, sobre todo el escándalo que proviene de su pasión y muerte de cruz, es eliminado con esta palabra de la revelación. Jesús es el Mesías pero no el Mesías como se lo imagina el sanedrín, sino el Mesías que recibirá poder y gloria divina cuando haya recorrido el camino de la condena y de la muerte.

Marcos refiere la confesión de Jesús con estas palabras: «Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder y viniendo entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). Lucas omite «veréis»; los sanedritas no lo verán; el Cristo exaltado no será visible a todos, y la venida del Exaltado no es ya tan inminente, que la hayan de ver los sanedritas. Lucas omite también «viniendo entre las nubes del cielo». La Iglesia perseguida y martirizada no sólo necesita saber que Cristo vendrá, sino sobre todo recapacitar que él, en su calidad de Exaltado, está dotado del poder de Dios y reina juntamente con Dios. A este Cristo mira Esteban, el mártir, y de él recibe fuerza para soportar la muerte de mártir: «Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios» (Act 7,56).

70 Todos dijeron: Por consiguiente, ¿tú eres el Hijo de Dios? Él les respondió: Pues sí, yo lo soy. 71 Ellos exclamaron: ¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio? ¡Nosotros mismos lo hemos oído de su boca!

Los judíos han comprendido que Jesús habla de sí mismo. Se llama a sí mismo Hijo del hombre y participa del poder y realeza de Dios. Sus adversarios sacan la conclusión y preguntan: Por consiguiente, ¿tú eres el Hijo de Dios? Los judíos utilizaban el título de Hijo de Dios en el sentido de una investidura de un cargo y de una transmisión de soberanía. Lo que formuló Jesús con palabras de Daniel y del Salmo: «Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio» y «Siéntate a mi diestra», lo compendian los sanedritas en la palabra «Hijo de Dios» (*).

Antes de responder Jesús a la pregunta recuerda que la convicción de los judíos proviene de su propia palabra reveladora. Lo que no habían hecho antes en la discusión con él acerca de su autoridad y de su exposición del Salmo 110(109), lo expresan ahora. La pregunta sobre la filiación divina sustrae la mesianidad de Jesús a la atmósfera política y la sitúa en la religiosa. «Cristo» (Mesías o ungido) es expresión que podía tener resonancia política, puesto que los reyes eran ungidos (**), mientras que el título de «Hijo de Dios» permanece, incluso para el mundo pagano, dentro de la esfera religiosa. Por esto da Jesús un testimonio inconcluso: Yo lo soy. La palabra que él profiere era también la fórmula de la revelación de Dios en la zarza ardiente (Ex 3,13) (Cf. Is 43,10; Jn 8.58s; 13,19). Para la predicación ante judíos y gentiles tenía importancia quitar al título de Cristo las implicaciones políticas y nacionales.

Según Marcos, la pregunta del sumo sacerdote rezaba así: «¿Eres tú el ungido, el Hijo del Bendito?» (Mc 14,61). Lucas deshizo en dos la pregunta única, aunque sin establecer entre los dos títulos una diferencia esencial, ungido e Hijo metafísico (esencial) de Dios. Para el sumo sacerdote y también para Lucas, los títulos «ungido» e «Hijo de Dios» son conceptos equivalentes. Pablo predica en la sinagoga de Damasco sobre Jesús: «Éste es el Hijo de Dios» (Act 9,20); hablando de esto los Hechos de los apóstoles, pueden decir también: Afirmaba que «éste era el ungido» (9,22). El título de «Hijo de Dios» explica el de Cristo, Mesías.

Cuando los hombres del consejo supremo formularon a Jesús la pregunta de si era Hijo de Dios, no podían todavía darse plena cuenta de las profundidades de este título. Pensaban que Dios da al Mesías la investidura de cosoberano y la participación en su poder y soberanía; por eso lo llamaban Hijo de Dios (hijo adoptivo). Antiguos textos de la Iglesia veían también en primer lugar esta participación de Jesús en la gloria de Dios cuando lo llamaban Hijo de Dios. «Dios suscitó a Jesús, como ya estaba escrito en el salmo segundo: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy» (Act 13,33). Dios hizo a Jesús, después de la resurrección de los muertos, Hijo de Dios. En una confesión de Cristo, que Pablo puso al comienzo de la carta a los Romanos, se dice: Dios constituyó a Jesús «Hijo de Dios con poder... a partir de su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4). Pero esto no era todo. En la antigua Iglesia se reconoció que Jesús era Hijo de Dios también durante su existencia terrena. La palabra de Dios en el bautismo y en la transfiguración da testimonio de ello (3,22; 9,35). Jesús, desde el primer momento de su existencia terrena, desde su concepción en el seno materno por el Espíritu Santo, es Hijo de Dios: «Por eso, el que nacerá será santo, será llamado Hijo de Dios» (1,35). Dios ha introducido gradualmente a la Iglesia en el profundo misterio de la filiación divina de Jesús. Con esta penetración gradual, por tanteos, en la persona de Jesús, ¿no se nos muestra con mayor claridad la grandeza de su persona y de su misión, que cuando decimos a manera de fórmula: «Creo en Jesucristo, su único Hijo»? ¡Qué profundidades se encierran en estas palabras: «Hijo único de Dios»!

Son tres los títulos que Cristo reconoce: ungido, (Cristo o Mesías), Hijo del hombre, Hijo de Dios. Jesús no se atribuye directamente ni el título de Mesías, ni el de Hijo de Dios. Sólo se llama Hijo del hombre, y esto sólo veladamente, como si hablara de otro. Con el título de Hijo del hombre asocia el camino de la pasión a la gloria. Esto es lo más propio y primigenio de la revelación que nos hace de sí mismo, a saber, que él, a través de la muerte, se eleva a la gloria de reinar junto a Dios.

La confesión de Cristo ante el sanedrín es un compendio de cristología. Tiene su fuente en la confesión de Jesús. Lo que dijo Jesús a sus apóstoles en el camino de Jerusalén, lo que enseñó en el templo delante del pueblo, lo proclama ahora con toda publicidad ante la representación oficial del pueblo. A los discípulos había dicho en presencia de las multitudes: «Todo lo que dijisteis en la oscuridad, será oído a plena luz, y todo lo que hablasteis al oído, en las habitaciones más escondidas, será proclamado desde las terrazas» (12,3). También en él se cumple esto cuando hace su profesión delante del sanedrín. Jesús da su testimonio ante el tribunal del consejo supremo. Para siempre será en la Iglesia el modelo del mártir. «Se apoderarán de vosotros y os perseguirán: os entregarán a las sinagogas y os meterán en las cárceles... Esto os servirá de ocasión para dar testimonio» (21,12s).

Les sanedritas confirman que la palabra de Jesús era testimonio para ellos: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio?» En la profesión de que Jesús es Hijo de Dios ven confirmado que él es el Mesías. La profesión de Mesías la toman ellos en sentido político. Se ha logrado el fin. La entrega a las autoridades romanas está legitimada y promete éxito. El testimonio sobre Cristo es una espada de dos filos: «Porque aroma de Cristo somos para Dios, tanto en los que se salvan, como en los que se pierden: en éstos, fragancia que lleva de muerte a muerte; en aquéllos fragancia que lleva de vida a vida» (2Cor 2,15s).
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* El título de «Hijo de Dios; se emplea aquí en el sentido de investidura de cargo y transmisión de soberanía, no en el sentido de la naturaleza divina ** Cf. el artículo UNCIÓN en J. Dheilly, Diccionario bíblico Herder. Barcelona 1970, p. 1249. Nota del traductor.