Lc 10, 38-42

El afectuoso reproche de Marta tiene una gran resonancia en el corazón de los hombres. A Marta no le disgusta servir. Su lamento no está causado por una falta de generosidad o por un arranque de celos. Es una criatura profundamente razonable, concreta, prudente; y la vida -lo sabemos bien— tiene necesidad de estas personas: ¡los poetas y los soñadores rinden demasiado poco!

Sin embargo, Jesús, con su seguridad habitual, mientras acoge el desahogo de Marta con una comprensión ejemplar, no desatiende a su responsabilidad de Maestro; a pesar de todas las apariencias, María tiene razón. Quien escucha al Señor, quien se empeña en escuchar la Palabra, no se encierra en su egoísmo, sino que se abre a la generosidad de Dios. Quien presta oído al Señor no se exime del servicio a la humanidad y de aportar su propia obra para el incremento de las realidades temporales, sino que se convierte en puente a través del cual vivifica al mundo la Palabra de Dios. Quien escucha al Señor no deja a los hermanos trabajar solos por las necesidades de la vida terrena, ni tampoco por la construcción del Reino de Dios, pues precisamente de esta escucha obtiene la vena que introduce en el esfuerzo humano y sobrehumano del hombre un viático inagotable de energía, de vigor, de fecundidad.

«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en la tarea?». Jesús, estableciendo la jerarquía de valores, declara que María también hace algo -más aún, hace lo mejor-, y con esto amonesta suavemente a Marta: «Mira que no estás sola. Las dos servís. Necesito a la una y a la otra. Necesito a quien reciba lo que sólo yo puedo dar. Necesito que se me dé lo que las criaturas pueden darme. María atiende a mi necesidad de dar.. Tú, Marta, atiendes a mi necesidad de recibir. Y a través de este intercambio de dones vuestra solidaridad de hermanas se convierte en comunión conmigo» (Anastasio del Santísimo Rosario, Parole d'uomini a Cristo, Milán 1970, pp. 94ss).